44

Los catres estaban vacíos: sus vecinos habían sido trasladados o estaban siendo sometidos a interrogatorio.

Él yacía hecho añicos, inconsciente, cubierto de escupitajos por la vida, con un dolor insoportable en el lumbago y los riñones magullados.

En aquellas horas de amargura en que su vida se quebraba comprendió el valor del amor de una mujer. ¡Una mujer! Sólo ella puede querer a un hombre pisoteado por botas de hierro. Allí está él, cubierto de escupitajos, y ella le lava los pies, le desenreda el pelo, acaricia sus ojos que se han vuelto apáticos. Cuanto más le han destruido el alma, cuanto más repugnante se ha convertido y más despreciable es para el mundo, más querido es para ella. Ella corre detrás del camión, hace cola en Kuznetski Most, en la valla del campo; hace de todo para mandarle bombones, cebollas; en el hornillo de petróleo cocina galletas; daría años enteros de su vida sólo por verle media hora…

No todas las mujeres con las que te acuestas pueden ser tu mujer.

Su desesperación era tan lacerante que tuvo deseos de provocar la misma desesperación en otra persona.

Compuso mentalmente las líneas de una carta: «Después de enterarte de lo ocurrido, te has alegrado no porque me hayan aplastado sino porque has llegado a tiempo de escaparte de mí, y bendices ese instinto de roedor que te ha permitido abandonar el barco antes de que se fuera a pique…, estoy solo…».

Le relampagueó la imagen del teléfono sobre la mesa del juez instructor…, aquel robusto animal que le golpea en los costados, bajo las costillas…, el capitán que levanta la cortina, apaga la luz…, y las hojas del expediente susurran, susurran, y aquel susurro le adormece…

De repente le pareció que un punzón curvo calentado al rojo vivo le perforaba el cráneo, y tuvo la impresión de que su cerebro desprendía un hedor a chamuscado: Yevguenia Nikoláyevna le había denunciado!

«¡De mármol! ¡De mármol!» Aquellas palabras que le habían dicho una mañana en Známenka, en el despacho del presidente del Consejo Militar Revolucionario de la República… El hombre de barba puntiaguda y lentes de resplandecientes cristales había leído el artículo de Krímov y le hablaba en voz baja y afectuosa. Ahora se acordaba: por la noche le había contado a Zhenia que el Comité Central le había llamado al Komintern para confiarle el encargo de la redacción de obras para la editorial Politizdat. Porque hubo un tiempo en el que había sido un ser humano. Y le había explicado que Trotski, después de leer su artículo «Revolución o reforma: China y la India», había dicho: «Es puro mármol».

Esas palabras habían sido dichas en una conversación intima y nunca se las había repetido a nadie excepto a Zhenia. Por tanto el juez instructor tenía que haberlas oído de sus labios. Ella le había denunciado.

Ahora ya no sentía las setenta horas pasadas en vela, no podía dormir más. ¿La habían obligado? Pero ¿había alguna diferencia? «Camaradas, Mijaíl Sídorovich, ¡soy un hombre muerto! Me han matado. No con la bala de una pistola, ni con la fuerza de los puños, ni con la tortura del sueño. Me ha matado Zhenia. Confesaré lo que queréis, lo reconoceré todo. Con una sola condición: confirmadme que ha sido ella quien me ha denunciado.»

Se deslizó de la cama y comenzó a golpear con el puño contra la puerta, gritando:

—Que me lleven ante el juez instructor, lo firmaré todo.

El oficial de servicio se acercó y dijo:

—Deje de montar escándalo, prestará declaración cuando le llamen.

No podía estar solo. Se sentía mejor, más ligero, cuando le pegaban, cuando perdía el conocimiento… Puesto que la medicina lo permite…

Volvió cojeando hasta el catre, y justo cuando parecía que ya no podría soportar más tiempo ese tormento en el alma, cuando parecía que el cerebro le estaba a punto de estallar y que mil agujas se le clavaban en el corazón, en la garganta, en los ojos, lo comprendió: ¡Zhénechka no había podido traicionarle! Tuvo un acceso de tos y le recorrió un temblor.

—Perdóname, perdóname. No era mi destino vivir feliz contigo; yo soy el culpable de todo esto, no tú.

Y de pronto le invadió un sentimiento maravilloso. Probablemente era la primera persona que experimentaba esa sensación en aquel edificio desde el momento en que Dzerzhinski había puesto un pie dentro.

Se despertó y enfrente estaba Katsenelenbogen, sentado pesadamente con el pelo despeinado a lo Beethoven.

Krímov le dirigió una sonrisa, y la frente baja y carnosa de su compañero se frunció. Krímov comprendió que Katsenelenbogen había interpretado su sonrisa como un signo de locura.

—Veo que le han zurrado de lo lindo —observó Katsenelenbogen, señalando la guerrera manchada de sangre de Krímov.

—Sí, me han dado fuerte —confirmó él, torciendo la boca—. Y usted, ¿cómo está?

—Me han dado un paseo hasta el hospital. Nuestros vecinos se han ido: a Dreling la OSO le ha metido diez años más, con los que suma treinta, y Bogoleyev ha sido transferido a otra celda.

—Ah… —dijo Krímov.

—Venga, desahóguese.

—Creo que bajo el comunismo —dijo Krímov— el MGB recogerá en secreto todo lo bueno de las personas, cada palabra amable que hayan pronunciado. Los agentes rastrearán escuchas telefónicas, examinarán cartas, conversaciones íntimas, en busca de palabras dichas con fidelidad, honestidad y bondad, para informar a la Lubianka y recogerlas en un expediente. ¡Sólo las cosas buenas! En estos lugares reforzarán la fe en el hombre, en lugar de destruirla, como hacen ahora. La primera piedra la he puesto yo… Creo que a pesar de las denuncias y las mentiras he vencido, creo, creo…

Katsenelenbogen, que le escuchaba con aire distraído, dijo:

—Es verdad, así será. Sólo cabe añadir que una vez compuesto ese maravilloso expediente, a uno le traerán aquí, a la casa grande, e igualmente le liquidarán.

Miró con ojos escrutadores a Krímov, sin lograr entender por qué en su cara terrosa, amarillenta, con los ojos hundidos e inflamados, y rastros negros de sangre en la barbilla, lucía una sonrisa de felicidad y calma.

45

El ayudante de campo de Paulus, el coronel Adam, estaba de pie ante una maleta abierta. El ordenanza Ritter, en cuclillas, clasificaba la ropa interior dispuesta sobre unos periódicos extendidos en el suelo.

Adam y Ritter habían pasado la noche quemando papeles en el despacho del mariscal de campo; también habían quemado un enorme mapa personal del comandante que Adam consideraba una reliquia sagrada de guerra.

Paulus no había conciliado el sueño en toda la noche, había rechazado el café de la mañana y seguía con indiferencia el trasiego de Adam. De vez en cuando se levantaba y deambulaba por la habitación, sorteando paquetes de papeles amontonados en el suelo a la espera de ser incinerados. Los mapas, pegados sobre lienzos, ardían con dificultad, obstruían las rejillas, y Ritter debía despejar continuamente la estufa con el atizador.

Cada vez que Ritter abría la puerta de la estufa, el mariscal de campo alargaba las manos hacia el fuego. Adam quiso echarle sobre los hombros un capote, pero él se apartó con un gesto de indiferencia y Adam volvió a dejar el capote en el colgador.

Tal vez el mariscal de campo se veía prisionero en algún lugar de Siberia, plantado ante una hoguera en compañía de los soldados; se calentaba las manos mientras a su espalda se extendía el desierto y frente a él, más desierto.

Adam dijo a Paulus:

—Le he ordenado a Ritter que meta en su maleta ropa interior gruesa. De niños nos hicimos una idea falsa del Juicio Final, que nada tiene que ver con el fuego y las brasas.

Durante la noche el general Schmidt se había presentado dos veces. Los teléfonos, con los hilos cortados, estaban mudos.

Desde el primer momento del cerco, Paulus había comprendido con extrema lucidez que las tropas guiadas por él no podrían mantener la lucha en el Volga.

Se daba cuenta de que todos los elementos que habían determinado su victoria en verano, condiciones tácticas, sicológicas, meteorológicas y técnicas, habían desaparecido; las ventajas se habían convertido en desventajas. Se había dirigido a Hitler para comunicarle que en su opinión el 6º. Ejército, de común acuerdo con Manstein, debía romper el cerco en dirección suroeste y abrir un corredor a través del cual pudieran evacuar a sus divisiones, resignándose de antemano al abandono de la mayor parte de la artillería pesada.

El 24 de diciembre, cuando Yeremenko derrotó a las fuerzas de Manstein cerca del río Mishkova, para cualquier comandante de batallón de infantería estuvo claro que la resistencia en Stalingrado era imposible. Sólo había una persona que no lo veía así. Éste había cambiado de nombre al 6° Ejército en la primera línea del frente, que se extendía del mar Blanco hasta Terek, y lo llamó «Fortaleza Stalingrado». En el Estado Mayor del 6° Ejército se decía que Stalingrado se había transformado en un campo de prisioneros de guerra armados. Paulus envió un nuevo mensaje cifrado notificando que todavía había una pequeña posibilidad de romper el cerco. Se esperaba un terrible estallido de ira; nadie se había atrevido a llevarle la contraria dos veces al comandante supremo. Le habían contado la historia de cómo Hitler, en un arrebato de furia, le arrancó del pecho, al mariscal de campo Rundstedt la Cruz de Caballero, y Brauchitsch, que había presenciado la escena, al parecer sufrió un ataque al corazón. Con el Führer no se podía bromear.

El 31 de enero Paulus, finalmente, recibió una respuesta a su mensaje cifrado: le habían concedido el título de mariscal de campo. Hizo otra tentativa para demostrar que tenía razón y le otorgaron la más alta condecoración del Reich a la Cruz de Caballero con Hojas de Roble.

Acabó por darse cuenta de que Hitler había comenzado a tratarle como a un difunto, concediéndole a título póstumo el rango de mariscal de campo, así como la Cruz de Caballero con Hojas de Roble. Ahora sólo era necesario para una cosa: encarnar la imagen trágica del jefe de la heroica defensa de Stalingrado. Los centenares de miles de personas que se encontraban bajo su mando habían sido proclamados santos y mártires por la propaganda oficial. Estaban vivos, hervían carne de caballo, cazaban los últimos perros de Stalingrado, atrapaban urracas en la estepa, aplastaban piojos, fumaban cigarrillos liados con papel retorcido, y entretanto las emisoras de radio estatales transmitían, en honor de los legendarios héroes, una música fúnebre y solemne.

Estaban vivos, se soplaban los dedos enrojecidos, les colgaban mocos de la nariz y le daban vueltas en la cabeza a todas las posibilidades de conseguir alimento, robar, fingirse enfermos, entregarse al enemigo, calentarse en un sótano con una mujer rusa; al mismo tiempo, coros estatales de niños y niñas sonaban a través de las ondas: «Murieron para que Alemania viviera». Sólo si el Estado pereciera esos hombres podrían renacer a la vida espléndida y pecadora.

Todo había sucedido como Paulus había predicho.

Era difícil vivir con la sensación de tener razón, confirmada por la destrucción absoluta de su ejército. La pérdida de sus tropas hacía experimentar a Paulus, aun contra su voluntad, una satisfacción extraña y angustiosa que le subía la autoestima.

Los pensamientos sombríos que había sofocado durante los días de gloria le asaltaban de nuevo.

Keitel y Jodl llamaban a Hitler el Führer divino. Goebbels declaraba que la tragedia de Hitler consistía en el hecho de que en la guerra no había podido encontrar a un estratega a la medida de su genio. Zeitzler, sin embargo, contaba que Hitler le había pedido que enderezara la línea del frente porque sus sinuosidades ofendían su sentido estético. ¿Y qué decir de la negativa demente, neurasténica a lanzar una ofensiva contra Moscú? ¿Y la repentina abulia que le había hecho detener el avance sobre Leningrado? Su estrategia fanática de mantener una defensa implacable se fundaba en el terror a perder prestigio.

Ahora estaba definitivamente claro.

Pero esa claridad absoluta era aterradora. ¡Habría podido negarse a someterse a su orden! Hitler le habría ejecutado, por supuesto, pero habría salvado la vida de sus hombres. Sí, Paulus veía muchos ojos que le miraban con reproche.

¡Habría podido salvar al ejército!

Pero tenía miedo de Hitler, ¡temía por su pellejo!

Halb, el más alto representante de la SD en el Estado Mayor del ejército, le había dicho con expresiones confusas pocos días antes de volver a Berlín que el Führer había dado pruebas de ser demasiado grande incluso para el pueblo alemán. Sí, sí, por supuesto.

Declamación, nada más que demagogia.

Adam encendió la radio. Del inicial crujido de las interferencias surgió una música: Alemania celebraba una misa fúnebre por los muertos de Stalingrado. La música poseía una fuerza particular. Tal vez el mito creado por el Führer era más importante para el pueblo, para las futuras batallas, que las vidas de unos hombres aquejados de distrofia, congelados y cubiertos de piojos. Tal vez la lógica del Führer no era una lógica que pudiera entenderse leyendo reglamentos, organizando la cronología de las batallas o estudiando los mapas de operaciones.

Pero, tal vez, la aureola de mártires que Hitler había impuesto al 6.° Ejército conllevaría una nueva existencia para Paulus y sus soldados, un nuevo modo de participar en el futuro de Alemania.

En circunstancias semejantes, lápices, reglas de cálculo y calculadoras no servían de ayuda. El extraño intendente general actuaba conforme a una lógica y criterios diferentes.

Adam, querido, fiel Adam: las almas más puras están siempre e inevitablemente abocadas a la duda. El mundo está dominado por hombres de escasas luces convencidos firmemente de su razón. Las naturalezas superiores no dirigen los Estados, no toman grandes decisiones.

—¡Ya vienen! —gritó Adam. Y ordenó a Ritter: Disponlo todo.

Ritter apartó la maleta abierta a un lado y se ajustó el uniforme.

Los calcetines del mariscal de campo, colocados a toda prisa en la maleta, tenían agujeros en los talones, y Ritter se afligió no porque el insensato e impotente Paulus llevara calcetines gastados, sino porque aquellos agujeros serían vistos por despiadados ojos rusos.

Adam estaba de pie, con las manos apoyadas sobre el respaldo de la silla, volviendo la espalda hacia la puerta que se abriría de un momento a otro, mirando con aire tranquilo, solícito y afectuoso a Paulus. Era así, pensaba, como debía comportarse el ayudante de un mariscal de campo.

Paulus se reclinó, apartándose ligeramente de la mesa, y frunció los labios. El Führer esperaba de él que interpretara su papel y él estaba dispuesto a actuar.

En cualquier instante se abriría la puerta, y la habitación situada en un sótano oscuro sería visible para los hombres que vivían en la superficie de la tierra. Pasados el dolor y la amargura, sólo quedaba el temor a que los hombres que abrieran la puerta no fueran representantes del mando soviético dispuestos también a representar una escena solemne, sino soldados salvajes, acostumbrados a apretar el gatillo a la ligera.

Le asaltó el miedo a lo desconocido: una vez la escena hubiera concluido daría inicio la vida humana. ¿Cuál? ¿Dónde? ¿En Siberia, en una cárcel de Moscú, en el barracón de un campo?

46

Aquella noche, en la orilla izquierda del Volga, la gente vio cómo el cielo de Stalingrado se iluminaba con bengalas de diferentes colores. El ejército alemán se había rendido.

La gente del otro lado del Volga marchó hacia Stalingrado aquella misma noche. Corría el rumor de que la población que había permanecido en la ciudad había soportado, en los últimos tiempos, un hambre terrible, y soldados, oficiales, marineros de la flota militar del Volga acarreaban fardos de pan y conservas. Algunos llevaban también vodka y acordeones.

Pero, por extraño que parezca, los primeros soldados que habían llegado a Stalingrado por la noche, sin armas, ofreciendo pan a los defensores de la ciudad, besándoles y abrazándoles, estaban tristes y melancólicos y no cantaban.

El 2 de febrero de 1943 amaneció cubierto de nubes. El vapor emergía de los agujeros y claros en el hielo del río. Sobre la estepa salía el sol, igual de severo en los tórridos días de agosto que en la época de los fríos vientos invernales. La nieve polvo revoloteaba sobre la llanura, dibujaba espirales, se arremolinaba en ruedas de leche, luego de repente perdía la voluntad y se posaba. Por doquier se veían los rastros del viento del este: cuellos de nieve alrededor de tallos de matorrales, olas congeladas en las laderas de los barrancos, calvas de arcilla y terrones frontudos…

Desde lo alto de Stalingrado parecía que la gente que atravesaba el Volga surgiera de la niebla de la estepa, esculpida en hielo y viento.

No tenían misión alguna que cumplir en Stalingrado, los superiores no les habían mandado allí: la guerra había terminado. Habían venido por su cuenta: soldados del Ejército Rojo, porteros, panaderos, oficiales del Estado Mayor, conductores, artilleros, sastres militares, electricistas y mecánicos de los talleres de reparación. Junto a ellos, viejos envueltos en chales, mujeres con pantalones guateados de soldado, niños y niñas que arrastraban trineos cargados de fardos y almohadas cruzaban el Volga y trepaban por la ladera de la orilla.

En la ciudad pasaba algo extraño. Se oían sonidos de claxon y de los motores de tractores, personas tocando la armónica, gente que bailaba y apisonaba la nieve con sus botas de fieltro, soldados que reían a carcajadas y ululaban. Pero la ciudad no revivía, parecía muerta.

Unos meses antes Stalingrado había abandonado su vida habitual: habían dejado de funcionar escuelas, fábricas, casas de moda para mujeres, compañías de teatro, la policía local, guarderías, cines…

Una nueva ciudad, la Stalingrado del tiempo de guerra, había nacido de las llamas que habían arrasado sus barrios. Era una ciudad con su propio trazado de calles y plazas, con su arquitectura subterránea, con sus normas de circulación, con su red comercial, con el zumbido de los talleres de sus fábricas, sus artesanos, sus cementerios, sus borracheras y conciertos.

Cada época tiene una ciudad que la representa en el mundo, una ciudad que encarna su voluntad y su alma.

Durante algunos meses de la Segunda Guerra Mundial esa ciudad fue Stalingrado. Los pensamientos y las pasiones de la humanidad se centraron en Stalingrado. Fábricas e industrias, rotativas y linotipias funcionaban para Stalingrado. Líderes parlamentarios se subían a las tribunas para hablar de Stalingrado. Pero cuando miles de personas irrumpieron en la ciudad desde la estepa para llenar las calles vacías y se encendieron los primeros motores de coche, la ciudad que había sido capital del mundo durante la guerra dejó de existir.

Aquel día los periódicos informaron de los detalles de la capitulación alemana, y en Europa, en América, en la India, la gente supo cómo el mariscal de campo Paulus había salido de su refugio subterráneo, que los generales alemanes fueron sometidos al primer interrogatorio en el puesto de mando del 64.° Ejército del general Shumílov y cómo iba vestido el general Schmidt, el jefe del Estado Mayor de Paulus.

En aquella hora la capital de la guerra mundial ya no existía. Los ojos de Hitler, Roosevelt y Churchill buscaban ya nuevos puntos de tensión en la guerra. Martilleando la mesa con su dedo índice, Stalin preguntaba al comandante en jefe del Estado Mayor General si los medios para el traslado de tropas de la retaguardia de Stalingrado hacia los nuevos frentes estaban listos. La capital mundial de la guerra, todavía un hervidero de generales y especialistas en el combate de calle, aún llena de armas, mapas de operaciones, trincheras de comunicación, había dejado de existir. Allí había comenzado una nueva existencia, parecida a las de la Atenas y la Roma actuales. Historiadores, guías de museos, profesores y alumnos eternamente aburridos, aunque todavía no visibles, se habían convertido en sus nuevos dueños.

Nacía una nueva ciudad, hecha de trabajo y vida cotidiana, con fábricas, escuelas, casas de maternidad, policía, ópera y cárceles.

Una nieve fina había espolvoreado los senderos a través de los cuales se transportaban hasta las posiciones de fuego granadas, hogazas de pan, ametralladoras y termos de gachas; senderos sinuosos y antojadizos por los que francotiradores, observadores y escuchas penetraban en sus refugios secretos de piedra.

La nieve había caído sobre los caminos por los que los enlaces corrían del regimiento al batallón, los caminos que llevaban desde la división de Batiuk hasta Banni Ovrag, caminos que conducían a los mataderos y depósitos de agua…

La nieve había cubierto los caminos que ahora transitaban los habitantes de la gran ciudad en busca de tabaco, un cuarto de litro de vodka para celebrar la onomástica de un camarada, tomar un baño, jugar al dominó o probar la col fermentada de un vecino; eran también los caminos que conducían hacia la querida Mania y la maravillosa Vera; los caminos que llevaban hasta los relojeros, fabricantes de mecheros, sastres, acordeonistas y tenderos.

Una muchedumbre abría nuevos senderos; caminaban sin arrimarse a las ruinas, sin dar rodeos.

La red de senderos y caminos militares quedó cubierta con las primeras nieves, y sobre aquel millón de kilómetros de esos senderos nevados no había ni rastro de huellas frescas.

Las primeras nieves pronto dieron paso a las segundas, y los senderos se desdibujaron, se esfumaron, desaparecieron…

Los habitantes de la antigua capital de la guerra experimentaron una sensación de felicidad y vacío inexplicables. Una extraña melancolía se adueñó de quienes habían defendido Stalingrado.

La ciudad se había vaciado y todos, desde el comandante del ejército, pasando por los comandantes de las divisiones de fusileros hasta el viejo voluntario Poliakov y el artillero Glushkov, podían sentir ese vacío. Era una sensación absurda. ¿Por qué una matanza que había acabado en victoria y no en muerte suscitaba tristeza?

Sin embargo, era así. El teléfono, dentro del estuche de piel amarilla sobre la mesa del comandante, permanecía mudo. Alrededor de la caja de la ametralladora se había tejido un babero de nieve. Los prismáticos y las aspilleras se habían quedado ciegos. Los planos y mapas manoseados y desgastados habían sido trasladados de los portaplanos a los macutos, y desde algunos macutos a las maletas y carteras de los comandantes de pelotón, de compañía y batallón… Y entre las casas muertas deambulaba una multitud que se abrazaba, gritaba hurras… Se miraban entre sí y pensaban: «¡Qué tipos tan bravos, tan formidables, sencillos! Míralos con sus chaquetas guateadas y sus gorros de piel. Son idénticos a nosotros. Cuando se piensa en lo que hemos hecho… Da miedo sólo pensarlo. Hemos levantado la carga más pesada que existe en la Tierra, hemos elevado la verdad sobre la mentira. Probad a hacerlo vosotros… Eso pasa en los cuentos, pero esto es la vida real».

Pertenecían todos a la misma ciudad: unos venían de Kuporosnaya Balka, otros de Banni Ovrag, de las arcas de agua, de la fábrica Octubre Rojo, del Mamáyev Kurgán; y a su encuentro iban los habitantes del centro, que vivían a la orilla del río Tsaritsa, cerca del desembarcadero, debajo de las laderas o junto a los depósitos de gasolina… Eran al mismo tiempo propietarios y huéspedes, se felicitaban mutuamente, y el viento gélido rugía como una hojalata oxidada. De vez en cuando disparaban salvas o hacían explotar granadas. Se daban palmaditas en la espalda, saludándose; a veces se abrazaban, se daban besos en los labios fríos, y luego, avergonzados, soltaban tacos…

Habían emergido de debajo de la tierra: mecánicos torneros, campesinos, carpinteros, terraplenados que habían repelido al enemigo, habían arado piedra, hierro y arcilla.

Una capital mundial es diferente a las otras ciudades no sólo porque las personas sientan su vínculo con las fábricas y los campos de todo el mundo. Una capital mundial se distingue sobre todo porque tiene alma.

Y el Stalingrado en guerra tenía alma. Su alma era la libertad.

La capital de la guerra contra el fascismo había quedado reducida a las enmudecidas y frías ruinas de lo que otrora fue una ciudad de provincias industrial y portuaria.

Allí, diez años después, miles de prisioneros levantarían una imponente presa, construirían una de las más gigantescas centrales hidroeléctricas del mundo.

47

Esta historia ocurrió cuando un suboficial alemán se despertó en su refugio completamente ajeno a la noticia de la rendición. Disparó e hirió al sargento Zadniepruk, desatando la cólera de los rusos, que observaban a los alemanes salir de los macizos búnkeres y lanzar los fusiles y metralletas, con gran estruendo, a una pila que no cesaba de crecer.

Los prisioneros caminaban esforzándose por no mirar a los lados para demostrar, claramente que también los ojos eran cautivos. Sólo el soldado Schmidt, con una barba hirsuta de pelos grisáceos, sonrió al salir a la luz del día y ver a los soldados rusos, como si estuviera seguro de que iba a encontrar a alguien conocido.

El coronel Filimónov, que había llegado el día antes de Moscú al Estado Mayor del frente de Stalingrado, asistía ligeramente borracho, en compañía de su intérprete, a la rendición de la división del general Wegler.

Su capote con nuevas charreteras doradas, galones rojos y ribetes negros desentonaba con las chaquetas sucias, quemadas, y los gorros arrugados de los oficiales rusos, y con la ropa asimismo sucia, quemada, de los prisioneros alemanes.

El día antes, en la cantina del Consejo Militar, había contado que en el departamento central de provisiones de Moscú se había encontrado hilo de oro utilizado en tiempos del antiguo ejército ruso, y que entre su círculo de amigos se consideraba un privilegio hacerse unas charreteras con aquel viejo y excelente material.

Cuando retumbó el disparo y se oyó el grito de Zadniepruk, levemente herido, el coronel preguntó a voz en grito:

—¿Quién ha disparado? ¿Qué pasa?

Algunas voces le respondieron:

—Es un maldito cretino alemán… Ya lo han cogido… Dice que no sabía…

—¿Cómo que no lo sabía? —gritó el coronel—. ¿Acaso le parece a ese cerdo que han derramado poca sangre nuestra?

Se volvió hacia el intérprete, un instructor político judío de elevada estatura, y ordenó:

—Tráigame a ese oficial. Miserable… Pagará con su cabeza por este disparo.

En aquel momento el coronel captó la cara grande y sonriente del soldado Schmidt y gritó:

—¿De qué te ríes, cerdo? ¿De saber que han lisiado a otro de los nuestros?

Schmidt no entendía por qué la sonrisa con la que intentaba mostrar su buena disposición había suscitado la increpación del oficial ruso, pero cuando, aparentemente sin ninguna conexión con el grito, resonó un disparo ya no comprendió nada; tropezó y cayó bajo los pies de los soldados que marchaban detrás. Su cuerpo fue arrastrado del camino, quedó tumbado de lado y todos, tanto si lo conocían como si no, pasaron de largo. Una vez que la columna de prisioneros se hubo alejado, un grupo de niños que no temía la muerte se coló en los búnkeres y refugios, ahora vacíos, para hurgar entre los catres de madera.

Entretanto el coronel Filimónov examinaba el apartamento subterráneo del jefe del batallón, admirado de que todo estuviera organizado de un modo tan cómodo y funcional.

Un soldado le trajo a un joven oficial alemán de ojos tranquilos y límpidos, y el intérprete dijo:

—Camarada coronel, aquí está el hombre que usted pidió ver, el teniente Lenard.

—¿Quién? —se sorprendió el coronel.

Y como la cara del oficial alemán le resultaba simpática y todavía estaba contrariado por haber participado por primera vez en su vida en un asesinato, Filimónov dijo:

—Llévele al punto de encuentro, pero nada de tonterías; le quiero vivo y es usted el responsable.

El día del juicio llegaba a su fin. Era imposible distinguir ya la sonrisa en la cara del soldado muerto.

48

El teniente coronel Mijáilov, intérprete jefe de la 7.ª sección del departamento político del Estado Mayor del frente, acompañaba al mariscal de campo Paulus al cuartel general del 64.º Ejército.

Paulus había salido del sótano sin prestar atención a los oficiales y soldados soviéticos, que le observaban con ávida curiosidad y valoraban la calidad de su gorro de piel gris de conejo y su abrigo de mariscal de campo adornado con una franja de piel verde que iba del hombro a la cintura. Paulus, con paso decidido y la cabeza alta, miró por encima de las ruinas de Stalingrado y avanzó hacia el jeep que le aguardaba.

Antes de la guerra Mijáilov había tenido ocasión de asistir a recepciones diplomáticas, y se sentía seguro a la hora de tratar a Paulus: conocía bien la diferencia que existe entre un desvelo excesivo y un respeto frío.

Sentado al lado de Paulus y escrutando la expresión de su cara, Mijáilov esperaba a que el mariscal de campo rompiera el silencio. Su modo de comportarse no se parecía al de otros generales en cuyos interrogatorios preliminares había participado.

El jefe del Estado Mayor del 6.° Ejército declaró con voz lenta, indolente, que eran los rumanos y los italianos los culpables de la catástrofe. El teniente general Sixt von Arnim, con la nariz ganchuda, haciendo tintinear de modo lúgubre las medallas, añadió:

—No ha sido sólo culpa de Garibaldi y su 8.° Ejército sino del frío ruso, de la escasez de víveres y municiones.

Schlemmer, un comandante canoso de un cuerpo de tanques, condecorado con la Cruz de Caballero y una medalla por haber sido herido en cinco ocasiones, interrumpió la conversación para preguntar si podían guardarle la maleta. En ese momento se pusieron a hablar todos a la vez: el jefe del servicio sanitario, el general Rinaldo, de sonrisa dulce; el sombrío coronel Ludwig, comandante de una división acorazada, con la cara desfigurada por un sablazo. El más intranquilo de todos era el ayudante de campo de Paulus, el coronel Adam, que había perdido el neceser; alargaba los brazos y sacudía la cabeza, agitando las orejeras de su gorro de piel de leopardo como un perro de pedigrí saliendo del agua.

Se habían humanizado, pero de manera desagradable.

El conductor del coche, que llevaba una chaqueta elegante de piel blanca, respondió en voz baja cuando Mijáilov le pidió que fuera más despacio:

—A sus órdenes, camarada coronel.

Se moría de ganas de contar a sus colegas chóferes que había transportado a Paulus; se imaginaba ya de regreso en casa después de la guerra, jactándose: «Cuando transporté al mariscal de campo Paulus…». Ponía todo su empeño en conducir el coche de manera que Paulus pensara: «He aquí un chófer soviético, un profesional de primera clase».

A ojos de un soldado del frente parecía inverosímil la estrecha mezcla entre rusos y alemanes. Escuadras de exultantes fusileros registraban los sótanos, descendían por las bocas de las alcantarillas expulsando a los alemanes a la superficie helada.

Por descampados y calles, a fuerza de empujones y gritos, los soldados de infantería reagrupaban los rangos del ejército alemán a su manera, metiendo en el mismo saco a soldados de diferentes especialidades, que marchaban en una sola columna.

Los alemanes avanzaban, esforzándose por no tropezar, mirando de reojo a los soldados rusos que abrazaban sus fusiles. Su sumisión no obedecía sólo al miedo a que los rusos pudieran apretar el gatillo en cualquier momento. Una aureola de poder rodeaba a los vencedores, y se sometían con una especie de pasión hipnótica y melancólica.

El coche conducía al mariscal de campo hacia el sur, y las columnas de prisioneros marchaban en sentido contrario. Un potente altavoz rugía:

Partí ayer con destino a países lejanos,

En la puerta mi amada agitaba el pañuelo…

Dos hombres transportaban a un herido cuyos brazos, sucios y pálidos, rodeaban sus cuellos. Las cabezas de los hombres que le sostenían estaban muy próximas y formaban un marco que encuadraba su cara mortalmente pálida, de ojos ardientes.

Cuatro soldados arrastraban fuera de un bunker a un herido extendido sobre una manta.

Sobre la nieve habían comenzado a formarse cuatro montones de armas de un negro azulado. Como si fueran almiares de paja de acero que acabara de ser trillada.

Con una salva de honor depositaban en la tumba el féretro de un soldado del Ejército Rojo, y a pocos pasos de distancia yacían amontonados los cuerpos de alemanes muertos que habían sacado del sótano del hospital. Los soldados rumanos, con gorros de boyardos blancos y negros, marchaban, riéndose a carcajadas, agitando los brazos y burlándose de los alemanes, vivos o muertos.

Afluían prisioneros de Tsaritsa, de la Casa de los Especialistas. Tenían un modo de andar muy particular, el que adoptan los seres humanos y los animales que han perdido la libertad. Los heridos leves y los que habían sufrido la congelación de alguno de sus miembros se apoyaban en bastones, en trozos de tablas quemadas. Caminaban sin detenerse. Parecía que todos tuvieran la misma tez gris azulada, unos únicos ojos, la misma expresión de sufrimiento y angustia.

Era sorprendente constatar cuántos hombres había de pequeña estatura, narigudos, de frente baja, labios leporinos, cabecita de gorrión. ¡Qué cantidad de arios había allí, con la piel oscura cubierta de granos, abscesos y pecas!

Eran feos y débiles; así los habían traído al mundo sus madres y así los amaban. Era como si hubieran desaparecido, no ya los hombres, sino la nación, que marchaba con el mentón rígido, la boca arrogante, el pelo rubio, blancos de piel, con el pecho de granito.

Qué extraordinario parecido guardaban con aquella muchedumbre triste e infeliz de hombres feos, nacidos de madres rusas, que los alemanes empujaban a golpes de varillas y bastones en los campos de prisioneros de guerra occidentales, en otoño de 1941. De vez en cuando, de los búnkeres y los sótanos llegaba el sonido de un disparo, y la multitud que iba hacia el Volga helado, como un solo hombre, comprendía el significado de aquellos disparos.

El teniente coronel Mijáilov seguía observando al mariscal de campo que estaba sentado a su lado. El conductor, en cambio, le miraba de reojo por el retrovisor. Mijáilov veía la mejilla larga y hundida de Paulus, el conductor le veía la frente, los ojos, los labios fruncidos en su mutismo.

Pasaban por delante de armas con cañones apuntando al cielo, de tanques en cuyas corazas lucían cruces, camiones cuyos toldos chasqueaban, al viento, carros blindados y piezas autopropulsadas.

El cuerpo de hierro del 6.° Ejército, sus músculos, estaban atrapados en el hielo de la tierra. Delante de él desfilaban lentamente los hombres, y daba la impresión de que también ellos estuvieran a punto de inmovilizarse, congelarse, abandonarse al hielo.

Mijáilov, el conductor y el soldado de escolta estaban a la espera de que Paulus dijera algo, llamara a alguien, mirara alrededor. Pero el mariscal de campo seguía callado y nada permitía entender adonde miraban sus ojos, ni lo que éstos comunicaban a las profundidades donde vive el corazón del hombre.

¿Temía Paulus que le vieran sus soldados o, por el contrario, era lo que deseaba?

De repente Paulus se volvió hacia Mijáilov y preguntó:

Sagen Sie bitte, was ist es, «majorka»?[12]

Pero aquella inesperada pregunta no ayudó a Mijáilov a comprender cuáles eran los pensamientos de Paulus. Al mariscal de campo le preocupaba si comería sopa cada día, si dormiría en una habitación caldeada y si tendría qué fumar.

49

Del sótano de una casa de dos plantas, donde otrora estuvo ubicado el cuartel general de la Gestapo, los prisioneros de guerra alemanes sacaban a la calle cuerpos inertes de rusos.

Algunas mujeres, viejos y niños estaban quietos, a pesar del frío, al lado del centinela y observaban a los alemanes depositar los cadáveres sobre la tierra helada.

La mayoría de los alemanes realizaba su trabajo con opresión de total indiferencia, arrastrando los pies al caminar y respirando, resignados a su suerte, el hedor de los muertos.

Sólo uno de ellos, un joven con capote de oficial, se había cubierto nariz y boca con un pañuelo sucio y sacudía la cabeza convulsivamente como un caballo acribillado por tábanos. Sus ojos expresaban un sufrimiento que rayaba la locura.

Los prisioneros posaban las camillas en el suelo y, antes de descargar los cadáveres, se quedaban plantados delante de ellos, absortos; a algunos cuerpos se les había desgajado un brazo o una pierna y los alemanes trataban de adivinar a qué cadáver pertenecía una u otra extremidad, y las ponían junto al cuerpo. La mayoría de los muertos estaban semidesnudos, en ropa interior; algunos llevaban pantalones militares. Uno estaba completamente desnudo con la boca desencajada en su último grito, el vientre hundido, unido a la columna vertebral, pelos rojizos en los genitales y piernas lastimosamente delgadas.

Era imposible imaginar que aquellos cadáveres, con la boca y los ojos hundidos, hubieran sido hasta hace poco seres vivos con nombres y direcciones, hombres que decían: «Bésame, amor mío, querida, y sobre todo no me olvides», que soñaban con una jarra de cerveza, que fumaban cigarrillos.

Por lo visto sólo el oficial que se tapaba la boca con un pañuelo parecía darse cuenta.

Pero era él precisamente el que irritaba en especial a las mujeres que se agolpaban junto a la entrada del sótano; no le quitaban el ojo de encima, sin prestar atención al resto de los prisioneros, dos de los cuales llevaban capotes que presentaban rastros visibles de los emblemas de las SS que les habían arrancado.

—Ah, vuelves la cara —susurró mirando al oficial una mujer rechoncha, que llevaba a un niño de la mano.

El alemán con el capote de oficial sintió el peso de la mirada lenta y penetrante que le clavaba la mujer rusa. Rezumaba un sentimiento de odio que buscaba y no encontraba un chivo expiatorio, al igual que la energía eléctrica se concentra en una nube de tormenta que, suspendida sobre el bosque, escoge a ciegas el tronco del árbol que reducirá a cenizas.

La pareja de trabajo del alemán con el capote militar era un soldado menudo con una toalla delgada enrollada al cuello y los pies envueltos en bolsas sujetas con cable telefónico.

Las miradas de la gente silenciosa, congregada junto a la entrada, eran tan hostiles que para los alemanes era un alivio descender a la oscuridad del sótano; no se apresuraban en salir, preferían las tinieblas y el hedor al aire libre y la luz del día.

Los alemanes se dirigían de nuevo al sótano con las camillas vacías cuando de pronto oyeron una avalancha de insultos rusos que les eran de sobra conocidos.

Los prisioneros prosiguieron su camino hacia el sótano, sin acelerar el paso, sintiendo con instinto animal que bastaría un gesto apresurado para que el gentío se abalanzara contra ellos.

El alemán con capote de oficial lanzó un grito, y el centinela dijo irritado:

—Eh, chaval, ¿por qué tiras piedras? ¿Serás tú el que saque los cadáveres del sótano si el fritz se va al suelo?

En el sótano los soldados cruzaban algunas palabras:

—De momento la han tomado con el oficial.

—¿Has visto cómo lo mira aquella mujer?

En la oscuridad una voz sugirió:

—Teniente, será mejor que se quede un rato en el sótano. Comienzan con usted y luego irán a por nosotros.

El oficial, con voz soñolienta, susurró:

—No, no, es inútil esconderse, es el día del Juicio Final —y, dirigiéndose a su pareja de trabajo, añadió—: Vamos, vamos.

Salieron del sótano, y esta vez el oficial y su compañero caminaron a un paso más ligero porque llevaban una carga menos pesada. En la camina yacía el cuerpo de una adolescente. El cuerpo muerto se había encogido, secado; sólo sus cabellos rubios enmarañados conservaban el encanto de la leche y el trigo, desparramados alrededor de una horrible cara renegrida, de pajarillo muerto. La muchedumbre lanzo un quejido.

La mujer rechoncha emitió un grito penetrante que rajó aire gélido como la hoja de un cuchillo.

—¡Hija! ¡Hija mía! ¡Pedazo de mis entrañas!

Ese grito, dirigido a un hijo que no era suyo, estremeció a la multitud. La mujer comenzó a poner orden en el cabello de la chica; daba la impresión de que se lo había ondulado hacía poco. Contemplaba aquella cara, con la boca torcida para siempre, aquellos terribles rasgos, y veía en ellos lo que sólo una madre puede ver, la adorable cara de un bebé que otrora le sonreía desde sus pañales.

La mujer se puso en pie. Caminaba hacia el alemán, y todos veían que no apartaba los ojos de él, pero que al mismo tiempo buscaba en el suelo un ladrillo que no estuviera atrapado en el hielo, un ladrillo que su mano enferma, estropeada por el duro trabajo, el hielo, el agua hirviendo y la lejía, pudiera levantar.

El centinela sintió que lo que estaba a punto de suceder era inevitable y supo que nada ni nadie podría detener a la mujer porque era más fuerte que él y su metralleta. Los alemanes no le quitaban los ojos de encima y también los niños, ávidos e impacientes, la miraban fijamente.

La mujer ya no veía nada, salvo la cara del alemán que se cubría la boca con el pañuelo. Sin entender lo que le estaba pasando, portadora de aquella fuerza que había sometido todo alrededor y sometiéndose ella misma a aquella fuerza, buscando a tientas en el bolsillo de su chaquetón un pedazo de pan que el día antes le había dado un soldado ruso, se lo tendió al alemán y dijo:

—Ten, come.

Más tarde no lograba comprender qué le había pasado, por qué lo había hecho. Su vida estaba repleta de momentos de humillación, de impotencia y cólera que la perturbaban y le impedían, por las noches, coger el sueño. Una vez tuvo un altercado con la vecina que la había acusado de robar una botella de aceite; luego el presidente del soviet de distrito la había echado de su despacho, negándose a escuchar sus quejas relativas al apartamento comunal; el dolor y la humillación que soportó cuando su hijo, recién casado, había tratado de echarla de la habitación y cuando la nuera embarazada la llamó vieja fulana… Una noche, dando vueltas en la cama, llena de amargura, recordó aquella mañana de invierno junto a la entrada del sótano y pensó: «Era tonta y lo sigo siendo».

50

Al Estado Mayor del cuerpo de tanques de Nóvikov llegaban los informes inquietantes que enviaban los comandantes de brigada. Los exploradores habían descubierto nuevas unidades de tanques y artillería del enemigo que todavía no habían entrado en combate, y eso significaba que el enemigo estaba movilizando sus reservas.

Esas noticias alarmaron a Nóvikov; la vanguardia avanzaba dejando los flancos desprotegidos y, si el enemigo lograba controlar las pocas carreteras transitables durante el invierno, sus tanques se quedarían sin el apoyo de la infantería y sin combustible.

Nóvikov analizaba la situación con Guétmanov, considerando que era de extrema urgencia detener temporalmente el avance de los tanques para permitir que la retaguardia les alcanzara. Guétmanov deseaba ardientemente que su unidad fuera la primera en penetrar en Ucrania. Al final decidieron que Nóvikov saliera a verificar la situación sobre el terreno mientras Guétmanov se ocupaba de hacer avanzar a la retaguardia.

Antes de partir con destino a las brigadas, Nóvikov telefoneó al segundo jefe del frente y le puso al corriente de la situación. Conocía de antemano cuál sería la respuesta. El segundo jefe no asumiría ninguna responsabilidad: no detendría el avance ni ordenaría proseguirlo.

El segundo jefe afirmó que pediría urgentemente datos del enemigo en el servicio de inteligencia del frente y le prometió que informaría a Yeremenko sobre la conversación.

Después Nóvikov se puso en contacto con el comandante del cuerpo de fusileros, Mólokov. Éste era un hombre rudo, irascible, siempre receloso de que sus colegas transmitieran al comandante del frente información desfavorable sobre él. Nóvikov y él terminaron discutiendo e incluso se insultaron uno al otro, aunque a decir verdad los improperios no iban dirigidos a ellos personalmente, sino a la creciente brecha que se había abierto entre blindados e infantería.

Luego Nóvikov llamó a su vecino de la izquierda, el comandante de la división de artillería. Éste declaró que sin una orden del cuartel general no se movería ni un palmo. Nóvikov comprendía perfectamente su punto de vista: no quería ser relegado a un papel auxiliar proporcionando apoyo a los tanques; quería tener un papel principal.

Apenas había colgado el teléfono, recibió la visita del jefe del Estado Mayor. Nóvikov nunca le había visto tan alterado e inquieto.

—Camarada coronel —dijo—, he recibido una llamada del jefe del Estado Mayor del Ejército del Aire. Se disponen a transferir nuestro soporte aéreo al flanco izquierdo del frente.

—¿Es que se han vuelto locos? —gritó Nóvikov.

—Es muy sencillo —observó Neudóbnov—, alguien no quiere que nosotros seamos los primeros en entrar en Ucrania. Son muchos los que aspiran a la Orden de Suvórov o de Bogdán Jmelnitski. Sin cobertura aérea no nos queda otra opción que detenernos.

—Ahora mismo telefonearé al comandante —dijo Nóvikov.

Pero no logró contactar con Yeremenko, puesto que había salido para el ejército de Tolbujin. El segundo jefe, al que Nóvikov había vuelto a llamar, de nuevo prefirió no tomar ninguna decisión. Se limitó a manifestar su asombro porque Nóvikov no hubiera partido todavía a inspeccionar las unidades.

Nóvikov replicó al segundo jefe:

—Camarada teniente general, ¿cómo es que, sin previo aviso, se ha decidido quitar toda cobertura aérea al cuerpo que más ha avanzado hacia el oeste?

—El alto mando está más capacitado para decidir cuál es la mejor manera de utilizar la aviación —respondió irritado el adjunto de Yeremenko—. Su cuerpo no es el único que participa en el ataque.

—¿Y qué les diré a mis hombres cuando empiecen a lloverles palos del cielo? ¿Con qué les cubro, con vuestras instrucciones?

El segundo jefe, en lugar de perder la calma, adoptó un tono conciliador:

—Póngase en camino hacia las brigadas, yo informaré de la situación al comandante.

En cuanto Nóvikov colgó el auricular, entró Guétmanov; se había puesto ya el capote y el gorro alto de piel.

Al verle, abrió los brazos en señal de asombro.

—Piotr Pávlovich, pensaba que ya te habías ido. —Después añadió con tono suave y afectuoso—: Nuestra retaguardia se ha rezagado, y el oficial al cargo dice que no se deben utilizar los camiones y malgastar el escaso carburante en transportar a alemanes heridos.

Lanzó una mirada elocuente a Nóvikov.

—Después de todo, no somos una sección del Komintern, somos un cuerpo de tanques.

—¿Qué tiene que ver el Komintern aquí? —preguntó Nóvikov.

—Váyase, váyase, camarada coronel —le suplicó Neudóbnov—. Cada minuto es valioso. Haré todo lo que esté en mi mano para lograr un acuerdo con el Estado Mayor del frente.

Desde su conversación nocturna con Darenski, Nóvikov observaba muy de cerca los pasos del jefe del Estado Mayor, vigilaba sus movimientos, el tono de su voz.

«¿Es posible que se trate de la misma mano?», pensaba cuando Neudóbnov cogía una cuchara, pinchaba un trozo de Pepinillo en salmuera con el tenedor o cogía el teléfono, un lápiz rojo, unas cerillas.

Pero ahora, Nóvikov no miraba la mano de Neudóbnov. Nunca había visto a Neudóbnov tan amable y solícito, tan encantador.

Neudóbnov y Guétmanov estaban dispuestos a vender su alma al diablo para que el cuerpo de tanques fuera el primero en franquear la frontera de Ucrania, para que sus brigadas continuaran su avance hacia el oeste sin más demora.

Estaban dispuestos a correr cualquier riesgo. Sólo había una cosa que no querían arriesgar: asumir la responsabilidad en un eventual fracaso.

Nóvikov, muy a su pesar, había sucumbido a esa fiebre: también él deseaba transmitir por radio al frente que las tropas avanzadas del cuerpo habían sido las primeras en cruzar la frontera de Ucrania. Este acontecimiento no tenía ninguna importancia desde el punto de vista estratégico y no ocasionaría un daño significativo al enemigo. Pero Nóvikov lo deseaba, lo deseaba por la gloria militar, por las condecoraciones, las felicitaciones de Yeremenko, los elogios de Vasilievski, por oír su nombre por la radio en la orden del día de Stalin, por el rango de general y la envidia de sus colegas. Nunca antes tales sentimientos e ideas habían determinado sus actos, pero tal vez precisamente por eso, ahora se habían revelado con tanta fuerza.

En esa ambición no había nada censurable. Como en Stalingrado, como en 1941, el frío era implacable; como entonces el cansancio quebraba los huesos del soldado; como entonces la muerte era aterradora. Pero ahora se respiraba algo diferente en el aire.

Y Nóvikov, que todavía no se daba cuenta, se sorprendía de estar de acuerdo por primera vez con Guétmanov y Neudóbnov; no se sentía irritado ni ofendido, deseaba espontáneamente lo mismo que querían ellos.

Sí sus tanques avanzaban más rápido, los ocupantes serían expulsados unas horas antes de decenas de pueblos ucranianos, y él se alegraría al ver las caras de emoción de ancianos y niños, se le saltarían las lágrimas cuando una vieja campesina le abrazara y besara como a su propio hijo. Pero al mismo tiempo se estaban gestando nuevas pasiones; en el espíritu de las tropas se había afianzado una nueva dirección. Lo que había sido crucial en las batallas libradas en Stalingrado y durante 1941, aunque continuaba existiendo, se había vuelto secundario.

El primero en comprender el misterio de esta mutación en la guerra fue el hombre que el 3 de julio de 1941 habla pronunciado: «Camaradas, hermanos y hermanas, amigos míos…».

Era extraño: aunque compartía la excitación de Guétmanov y de Neudóbnov, que le hostigaban para ponerse en camino, Nóvikov seguía postergando su partida. Sólo cuando se encontraba ya en el interior del coche, comprendió cuál era el motivo: esperaba a Zhenia.

Hacía más de tres semanas que no recibía cartas de Yevguenia Nikoláyevna. Cada vez que regresaba de la inspección de las unidades, miraba la entrada del Estado Mayor con la esperanza de que Zhenia estuviera esperándole. Ella se había convertido en parte de su vida. Estaba a su lado cuando hablaba con el comandante de brigada, cuando le llamaban al teléfono del Estado Mayor del frente, cuando se acercaba a primera línea y las explosiones hacían temblar su tanque como un joven caballo.

Cuando le contaba anécdotas de su infancia a Guétmanov le parecía estar contándoselas a ella. A veces se decía: «Apesto a vodka. Zhenia se dará cuenta». Otras veces se sorprendía pensando: «¡Ay, si ella me viera!». Se preguntaba con inquietud qué pensaría ella si supiera que había mandado a un mayor ante el tribunal militar.

Entraba en el puesto de observación de primera línea y entre las nubes de tabaco y las voces de los telefonistas, entre los disparos y los estallidos de las bombas, de repente se deslizaba en su mente el pensamiento de Zhenia…

A veces sentía celos de su pasado y se entristecía. Otras, soñaba con ella y, desvelado, no lograba conciliar el sueño.

En algunos momentos tenía la impresión de que su amor duraría para siempre; en otros, le asaltaba el temor de volver a quedarse solo.

Ya en el coche, se volvió a mirar la carretera que conducía al Volga. Estaba desierta. Después montó en cólera: tendría que haber llegado hace tiempo. ¿Es que se había puesto enferma? Y recordó de nuevo cuando, en 1939, quiso pegarse un tiro al enterarse de que se había casado. ¿Por qué la amaba? Había tenido mujeres tan buenas como ella. No sabía si era la felicidad o una enfermedad pensar en una persona de una manera tan obsesiva. Era bueno que no hubiera tenido ninguna aventura con alguna chica del Estado Mayor. Ella vendrá, y no habría nada que ocultar. A decir verdad había cometido un desliz hacía tres semanas. ¿Y si Zhenia, durante el viaje, se detenía a pasar allí la noche, en aquella isba del pecado, y la joven ama de casa charlando con Zhenia le describía así: «Un hombre espléndido, el coronel…»? Qué disparates se le pasan a uno por la cabeza.

51

Al día siguiente, a última hora de la mañana, Nóvikov volvía de la inspección. A causa de los ininterrumpidos traqueteos en las carreteras partidas por las orugas de los tanques, le dolían los riñones, la espalda, la nuca; parecía que los tanquistas le habían contagiado su agotamiento, su sopor provocado por varios días en vela.

Mientras se aproximaba al Estado Mayor, observó a las personas que se apiñaban a la entrada. Allí estaba Yevguenia Nikoláyevna junto a Guétmanov, mirando cómo se acercaba el coche. Sintió una llama ardiendo en su interior, una especie de locura se apoderó de él, incluso lanzó un suspiro de felicidad muy parecida al sufrimiento y se levantó para saltar del coche en marcha.

Vershkov, sentado en el asiento posterior, dijo:

—El comisario toma el aire con su doctora; estaría bien hacerle una fotografía y mandarla a su casa. ¡Estaría contenta su mujer!

Nóvikov entró en el Estado Mayor, cogió la carta que le extendía Guétmanov, le dio la vuelta, reconoció la caligrafía de Zhenia y se la guardó en el bolsillo.

—Bien, te pongo al corriente de la situación —le dijo a Guétmanov.

—¿Y la carta? ¿No la lees? ¿Es que ya no la amas?

—Ya habrá tiempo para eso.

Llegó Neudóbnov, y Nóvikov dijo:

—El problema está en los hombres. Se duermen en los tanques durante el combate. No se tienen en pie. Y los comandantes de brigada están en las mismas condiciones. Kárpov va tirando, pero Belov estaba hablando conmigo y se dormía: cinco días en marcha. Los conductores se quedan dormidos durante el viaje, están tan cansados que ni siquiera comen.

—¿Cuál es tu valoración, Piotr Pávlovich? —preguntó Guétmanov.

—Los alemanes no están activos. No hay peligro de una contraofensiva en nuestro sector. Los alemanes están desmoralizados. Ponen los pies en polvorosa en cuanto pueden.

Hablaba, y mientras tanto sus dedos acariciaban el sobre. Por un instante lo soltaba, pero enseguida lo cogía de nuevo, como si pudiera escapársele del bolsillo.

—Bien, está claro, entendido —dijo Guétmanov—. Ahora escucha lo que tengo que decirte: aquí nosotros, el general y yo, hemos contactado con las altas esferas. He hablado con Nikita Serguéyevich, que se ha comprometido a no retirar la aviación de nuestro sector.

—Pero Jruschov no tiene el mando operativo —dijo Nóvikov, comenzando a abrir el sobre en el bolsillo.

—No es del todo cierto —dijo Guétmanov—. El general acaba de recibir confirmación del cuartel general del Ejército del Aire: la aviación se queda con nosotros.

—Las retaguardias nos alcanzarán —dijo atropelladamente Neudóbnov—. Las carreteras no están tan mal. La decisión está en sus manos, camarada teniente coronel.

«Me ha degradado a teniente coronel. Debe de estar nervioso», pensó Nóvikov.

—¡Sí, señores! —exclamó Guétmanov—. Seremos nosotros los que daremos inicio a la liberación de la querida Ucrania. Le he dicho a Nikita Serguéyevich que nuestros hombres atosigan al mando, sueñan con llamarse cuerpo ucraniano.

Nóvikov, irritado por esas palabras falsas, dijo:

—Si hay algo con lo que sueñan los hombres es con dormir. Hace cinco días que no pegan ojo, ¿comprenden?

—Entonces decidido, ¿continuamos el avance, Piotr Pávlovich? —preguntó Guétmanov.

Nóvikov había abierto el sobre a medias, metió dos dedos, palpó la carta, y todo el cuerpo le dolió del deseo de ver aquella letra conocida.

—He tomado la siguiente decisión —respondió—. Dar a los hombres diez horas de reposo. Necesitan recuperar fuerzas.

—¡Oh! —exclamó Neudóbnov—. Si perdemos diez horas lo echaremos todo a perder.

—Espera, pensémoslo un poco —dijo Guétmanov, cuyas mejillas, orejas y cuello se enrojecieron ligeramente.

—Yo ya lo he decidido —dijo Nóvikov con una media sonrisa.

De repente Guétmanov perdió los estribos.

—¡Pues que se vayan a paseo! ¿Y qué, que no hayan dormido? —gritó—. Ya habrá tiempo para dormir. Sólo por eso quieres hacer un alto de diez horas. Me opongo a esta falta de nervio, Piotr Pávlovich. Primero retrasas la ofensiva ocho minutos, y ahora quieres meter a los hombres en la cama. ¡Esto ya se ha convenido en una costumbre! Redactaré un informe al Consejo Militar del frente. ¡No eres el director de un jardín de infancia!

—Espera, espera —le interrumpió Nóvikov—. ¿No fuiste tú el que me besaste por no haber movido los tanques hasta que la artillería no hubo aplastado al enemigo? ¡Escribe eso en tu informe!

—¿Que yo te besé por eso? —exclamó con estupor Guétmanov—. Estás loco. Te lo diré claro: como comunista me preocupa que tú, un hombre de pura sangre proletaria, te dejes influenciar constantemente por elementos ajenos.

—Ah, es eso —dijo Nóvikov, alzando la voz.

Se levantó, irguió la espalda, y exclamó con ira:

—Aquí mando yo. Lo que yo digo se cumple. Y por mí, mirada Guétmanov, ya puede escribir informes, cuentos o novelas y enviárselos a quien le plazca, incluso al camarada Stalin.

Y entró en la habitación contigua.

Nóvikov dejó a un lado la carta que acababa de leer y silbó como solía hacerlo de niño bajo la ventana de su amigo para que bajara a jugar… Tal vez habían pasado treinta años desde la última vez que había silbado así, y de repente lo había repetido…

Miró con curiosidad por la ventana: no, era de día, aún no había anochecido. Luego gritó alegremente, con voz histérica: «Gracias, gracias, gracias por todo». Tuvo la sensación de que iba a caer muerto, pero no se cayó; fue de un lado a otro de la habitación. Miró la carta que resaltaba, blanca, sobre la mesa; le pareció que era una funda vacía, una piel de la que hubiera salido arrastrándose una víbora, y se pasó la mano por los costados, por el pecho. Pero no encontró allí la víbora; había reptado, se había colado dentro de él, quemándole el corazón con su veneno.

Se detuvo ante la ventana; los conductores se reían, siguiendo con la mirada a la telefonista Marusia, que se dirigía a la letrina. El conductor del tanque del Estado Mayor traía un cubo del pozo, los gorriones se ocupaban de los asuntos propios de los gorriones sobre la paja a la entrada del establo, Zhenia le había dicho que el gorrión era su pájaro preferido… Y ahora él ardía como una casa: las vigas se desplomaban, el techo se hundía, la vajilla se hacía añicos, los armarios volcaban; los libros, los cojines revoloteaban como palomas entre las chispas y el humo… Qué quería decir: «Te estaré agradecida toda mi vida por todo lo puro y noble que me has dado, pero ¿qué puedo hacer yo? La vida pasada es más fuerte que yo, no la puedo matar, olvidar… No me culpes, no porque no sea culpable, sino porque ni tú ni yo sabemos de qué soy culpable… Perdóname, perdóname, lloro por los dos».

¡Llora! Nóvikov montó en cólera. ¡Alimaña infecta! ¡Mala pécora! Quería golpearla en los dientes, en los ojos romperle a esa zorra el caballete de la nariz con la culata de la pistola.

Y con una insoportable sorpresa, repentina, fulminante, le asaltó la impotencia. Nadie, ninguna fuerza en el mundo, podía ayudarle, sólo Zhenia; pero ella le había destruido.

Volvió el rostro en la dirección por la que ella debería haber ido a su encuentro, y dijo:

—Zhénechka, ¿qué me estás haciendo? Zhénechka, óyeme, Zhénechka, mírame; mira lo que me está pasando.

Alargó los brazos hacia ella.

Luego pensó: «Menuda pérdida de tiempo». Había aguardado tantos años desesperadamente, y ahora ella se había decidido; ya no era una niña, lo había postergado durante años, pero ahora se había decidido; tenía que hacerse a la idea, se había decidido…

Unos segundos más tarde buscó refugio de nuevo en el odio:

«Claro, claro, cuando yo no era más que un mayor que vagaba por las guarniciones de Nikolsk-Ussuríiski, no quería; sólo se decidió cuando me ascendieron de rango; quería convertirse en la esposa de un general. Todas las mujeres son iguales». Al instante vio con claridad que esos pensamientos carecían de sentido. Le había abandonado y había vuelto con un hombre que sería enviado a un campo, a Kolymá, qué ventaja podía sacar ella de eso… «Las mujeres rusas, los versos de Nekrásov… No me ama, le ama a él… No, no le ama, le compadece, sólo le compadece. ¿Y a mi no me compadece? Ahora yo estoy peor que todos ellos juntos: los que están presos en la Lubianka y en todos los campos, en todos los hospitales con los brazos y las piernas mutilados. Muy bien, me iré a un campo; ¿a quién, elegirás entonces? ¡A él! Sois de la misma raza, mientras que yo soy un extraño. Así me llamaba ella: extraño, un perfecto extraño. Claro, aunque me convirtiera en mariscal, yo siempre seré un campesino, un minero, pero no un intelectual; no le encuentro ni pies ni cabeza a la pintura…» En voz alta, con odio, preguntó:

—Pero ¿por qué? ¿Por qué?

Sacó del bolsillo trasero la pistola y la sopesó en la palma de la mano.

—Me mataré, pero no porque no pueda seguir viviendo, sino para que sufras toda tu vida, para que a ti, puta, te remuerda la conciencia.

Luego volvió a poner la pistola en su sitio.

—Dentro de una semana me habrá olvidado.

¡Era él quien tenía que olvidar, no recordar más, no mirar atrás!

Se acercó a la mesa y releyó la carta: «Pobrecito mío, querido, amor…». Lo más temible no eran las palabras crueles, sino las cariñosas, las compasivas, las humillantes. Le resultaban totalmente insoportables, hasta el punto de que no podía respirar.

Recordó sus pechos, sus hombros, sus rodillas. Ahí estaba, yendo a reunirse con su miserable Krímov. «¿Qué puedo hacer yo?» Viaja para verlo, soportando un calor sofocante, el hacinamiento. Alguien le pregunta y ella responde; «Voy a reunirme con mi marido». Y tiene los ojos dulces, mansos y tristes de un perro.

Él, en cambio, miraba por la ventana para ver si ella llegaba. Un temblor sacudió su espalda, resopló, dio un ladrido, se ahogó tratando de reprimir los sollozos que se le escapaban. Recordó que había ordenado que le trajeran de la intendencia del frente bombones de chocolate para ella; le había dicho en broma a Vershkov: «Si los tocas te arranco la cabeza».

Y de nuevo balbuceó:

—Mira, Zhénechka, mi amor, lo que has hecho conmigo; al menos apiádate un poco de mí.

Sacó bruscamente la maleta de debajo de la cama, cogió las cartas y las fotografías de Yevguenia Nikoláyevna, las que había llevado consigo durante tantos años; la fotografía que le había enviado en su última carta y la primera de todas, una fotografía pequeña, de carné, envuelta en papel de celofán, y se puso a romperlas con sus dedos grandes y fuertes. Hacía trizas las carras que le había escrito, y de repente fulguró una frase, y en un fragmento de esa frase aislada, en un trocito de papel, reconoció las palabras que había leído y releído decenas de veces, que le hacían perder la cabeza. Miraba cómo desaparecía la cara, morían los labios, los ojos, el cuello en las fotografías rotas. Realizaba aquella operación a toda prisa, precipitadamente. De repente se sentía mejor, como si la arrancara de sí mismo, la pisoteara por completo, se liberara de aquella bruja.

Había vivido perfectamente sin ella. ¡Se sobrepondría! Dentro de un año pasaría por delante de ella sin que le diera un vuelco el corazón. «La necesito como un borracho necesita un corcho de botella.»» Pero apenas formuló ese pensamiento, sintió la absurdidad de esa esperanza. Del corazón no se arranca nada, el corazón no es de papel y, en él, la vida no está escrita con tinta, no se puede romper en trozos, no se pueden borrar largos años que se han impreso en el cerebro, en el alma.

Ella era parte de su trabajo, de sus desgracias, de sus pensamientos, era testigo de su debilidad y su fuerza.

Y las cartas rotas no habían desaparecido; las palabras leídas decenas de veces perduraban en la memoria, y los ojos de ella le miraban como antes desde las fotografías rotas.

Abrió el armario, llenó hasta el borde un vaso de vodka, se lo bebió de un trago, encendió un cigarrillo, lo encendió una segunda vez aunque ya había prendido. El dolor le retumbaba en la cabeza, le abrasaba las entrañas.

Y de nuevo preguntó en voz alta:

—Zhénechka, pequeña, querida mía, ¿qué has hecho, qué has hecho? ¿Cómo has podido?

Luego metió los trocitos de papel en su maleta, devolvió la botella de vodka al armario y pensó: «El vodka alivia un poco las penas».

Pronto los tanques entrarían en el Donbass, llegaría a su pueblo natal, encontraría el lugar donde descansaban sus progenitores. Su padre se sentiría orgulloso de su Petia, su madre se apiadaría de su desdichado hijito. Acabada la guerra, iría a casa de su hermano, viviría con su familia y su sobrina le preguntaría: «Tío Petia, ¿por qué estás tan callado»?

De repente recordó un episodio de su infancia: el perro lanudo que vivía con ellos había corrido tras una perra en celo y había vuelto cubierto de mordiscos, con mechones de pelo arrancados, la oreja desgarrada, la boca torcida, un ojo hinchado y estaba delante de la casa, con el rabo entre las piernas; el padre de Petia, mirándole, le preguntó con cariño:

—¿Qué, te ha tocado ser el padrino de boda?

Sí, le había tocado…

Vershkov entró en la habitación.

—¿Está descansando, camarada coronel?

—Sí, un poco.

Miró el reloj y pensó: «Detener el avance hasta las siete de mañana. Transmitir por radio un mensaje cifrado».

—Voy a pasar revista de nuevo a las brigadas —le dijo a Vershkov.

El viaje rápido en coche le aligeró la opresión en el corazón. El chófer conducía el jeep a ochenta kilómetros por hora por una carretera en pésimas condiciones; el coche saltaba, traqueteaba, se cubría de barro.

Cada vez que el conductor se asustaba, le pedía con una mirada suplicante que le diera permiso para reducir la velocidad.

Entró en el cuartel general de la brigada de tanques. ¡Cómo había cambiado todo en pocas horas! Cómo había cambiado Makárov, como si hiciera años que no se hubieran visto.

Makárov, olvidando el reglamento, abrió los brazos en señal de desconcierto y dijo:

—Guétmanov acaba de transmitir una orden directa de Yeremenko: su decisión de hacer un alto ha sido anulada, debemos continuar el ataque.

52

Tres semanas más tarde el cuerpo de tanques de Nóvikov fue retirado de la primera línea del frente y pasó a la reserva. Era hora de reforzar los efectivos y reparar los carros. Los hombres y las máquinas estaban exhaustos después de haber recorrido cuatrocientos kilómetros en combate.

Al mismo tiempo que recibía la orden de pasar a la reserva, a Nóvikov también le ordenaron personarse en Moscú, en el Estado Mayor General y en la Dirección Central de los Cuadros Superiores. No estaba claro si volvería a asumir el mando del cuerpo.

Durante su ausencia el mando pasaría temporalmente a manos del general Neudóbnov. Algunos días antes el comisario de brigada Guétmanov había oído que el Comité Central del Partido había decidido retirarle en un futuro inmediato del servicio activo para confiarle el secretariado de un obkom en una provincia liberada del Donbass; el Comité Central concedía una especial relevancia a ese puesto.

La citación de Nóvikov en Moscú había dado mucho que hablar en el Estado Mayor del frente y en la Dirección de las Fuerzas Blindadas.

Algunos decían que la citación no tenía un significado especial y que Nóvikov, después de una breve estancia en Moscú, regresaría y asumiría el mando del cuerpo. Otros sostenían que el asunto tenía que ver con la desafortunada orden de Nóvikov de conceder diez horas de reposo a sus hombres en el punto álgido del ataque, y con el retraso que se había permitido antes de lanzar el cuerpo a la ofensiva. Otros consideraban que no había hecho buenas migas con el comisario del cuerpo y el jefe del Estado Mayor, dos hombres que contaban con grandes méritos.

El secretario del Consejo Militar del frente, un hombre bien informado, afirmó que alguien, había acusado a Nóvikov de tener relaciones personales comprometedoras. Al principio el secretario del Consejo Militar creyó que las desgracias de Nóvikov eran fruto de sus desavenencias con el comisario del cuerpo. Pero, por lo visto, no era así. El secretario del Consejo Militar había visto con sus propios ojos una carta de Guétmanov dirigida a las más altas instancias. En esa carta Guétmanov se oponía a la destitución de Nóvikov como comandante del cuerpo; escribía que Nóvikov era un jefe militar excepcional, que poseía excelentes dotes militares, un hombre intachable tanto desde el punto de vista político como moral.

Pero lo más sorprendente es que el día en que el teniente Nóvikov recibió la orden de presentarse en Moscú disfrutó de una noche tranquila, y durmió de un tirón por primera vez después de haber pasado en blanco muchas noches penosas.

53

A Shtrum le parecía estar siendo transportado por un tren estruendoso a toda velocidad, y a ese hombre que viajaba a bordo del tren le causaba extrañeza recordar la tranquilidad del hogar. El tiempo se había vuelto denso, repleto de acontecimientos, gente, llamadas telefónicas. El día que Shishakov había visitado a Shtrum atento, amable, interesándose por su salud, y dando explicaciones divertidas y amistosas con la intención de que olvidara todo lo ocurrido, aquel día parecía remontarse a diez años atrás.

Shtrum creía que las personas que habían tratado de buscarle la ruina estarían tan avergonzadas que no se atreverían a mirarle, pero el día de su regreso al instituto le saludaron con alborozo; le miraban directamente a los ojos, expresándole su buena disposición y amistad. Lo más sorprendente era que esas personas eran absolutamente sinceras, ahora le deseaban todo lo mejor.

Volvía a oír muchos comentarios elogiosos acerca de su trabajo. Malenkov le mandó llamar y, escrutándolo con sus ojos negros, penetrantes e inteligentes, se entretuvo con él cuarenta minutos. Shtrum se quedó asombrado de que estuviera al corriente de su trabajo y de que manejara con tanta soltura los tecnicismos.

A Shtrum le desconcertaron las palabras que dijo Malenkov a modo de despedida: «Nos afligiría mucho ser en alguna medida, un estorbo para su investigación en el campo de la física teórica. Comprendemos perfectamente que sin teoría no hay práctica».

Nunca hubiera esperado que escucharía semejantes palabras.

Qué extraño fue, al día siguiente del encuentro con Malenkov, ver la mirada intranquila e inquisitiva de Shishakov y recordar la sensación de ofensa y humillación que había experimentado cuando éste no le había invitado a la reunión celebrada en su casa.

Márkov se mostraba otra vez atento y cordial, Savostiánov se hacía el ocurrente y gastaba bromas. Gurévich, que había entrado en el laboratorio, abrazó a Shtrum mientras le decía: «¡Qué contento estoy, qué contento! Usted es Benjamín el Bienaventurado».

Y el tren continuaba llevándole.

Le preguntaron si consideraba necesario ampliar su laboratorio hasta convertirlo en un instituto de investigación independiente. Viajó a los Urales en un avión especial acompañado por un delegado del Comisariado del Pueblo. Le habían asignado un coche con el que ahora Liudmila Nikoláyevna iba a hacer la compra a la tienda especial y cuyos asientos ofrecía a las mismas mujeres que unas semanas antes fingían no conocerla.

En resumidas cuentas, todo lo que antes parecía complicado, enrevesado, ahora se resolvía por sí solo.

El joven Landesman estaba profundamente conmovido: Kovchenko le había telefoneado a casa; Dubenkov, en sólo una hora, formalizó su admisión en el laboratorio de Shtrum.

Anna Naumovna Weisspapier, de regreso de Kazán, contó a Shtrum que en cuarenta ocho horas había recibido la invitación y el permiso de residencia, y que en la estación de Moscú la estaba esperando un coche enviado por Kovchenko. Dubenkov avisó por escrito a Anna Stepánovna de que se reincorporaría a su antiguo puesto de trabajo y que, con el consenso del subdirector, le pagarían íntegramente el salario de los días que no había trabajado.

A los nuevos colaboradores les daban de comer copiosamente. Decían, en broma, que su trabajo consistía en dejarse llevar desde la mañana a la noche a varias cantinas «cerradas al público». Pero su trabajo, desde luego, no consistía sólo en eso.

La nueva maquinaria instalada en el laboratorio distaba ya mucho de parecerle perfecta a Shtrum; pensaba que, dentro de un año, suscitaría la risa, como la locomotora de Stephenson.

Todos esos acontecimientos de su vida le parecían naturales y al mismo tiempo completamente artificiales. En realidad, si su obra era tan importante e interesante, ¿por qué no iba a ser elogiada? Si Landesman era un investigador de talento, ¿por qué no iba a trabajar en el instituto? Y si Anna Naumovna era una persona insustituible, ¿por qué dejarla arrinconada en Kazán?

Así y todo, Shtrum sabía muy bien que de no haber sido por la llamada telefónica de Stalin, nadie en el instituto habría elogiado las excelencias de su trabajo y Landesman, con todo su talento, estaría con los brazos cruzados.

La llamada telefónica de Stalin no era una casualidad, un antojo, un capricho. Stalin era la encarnación del Estado y el Estado no tiene antojos ni caprichos.

Shtrum temía que el trabajo de carácter organizativo —el recibimiento de los nuevos investigadores, la planificación, los pedidos de material, las reuniones— le ocupara todo el tiempo. Pero los automóviles circulaban rápido, las reuniones eran breves y nadie llegaba tarde, sus deseos se hacían fácilmente realidad y Shtrum podía pasar las horas más preciadas de la mañana en el laboratorio. Era durante esa parte del día cuando se sentía libre. Nadie le estorbaba y podía pensar exclusivamente en lo que le interesaba. Su ciencia le pertenecía. Nada que ver con lo que le pasaba al pintor en El retrato de Gógol.

Nadie atentaba contra sus intereses científicos, y eso es lo que le daba más miedo. «Soy realmente libre», se sorprendía.

Una vez le vinieron a la mente los argumentos que el ingeniero Artelev había expresado en Kazán sobre el aprovisionamiento por parte de las fábricas militares de materia prima, energía, maquinaria, y sobre la ausencia de trámites burocráticos.

«Claro —pensó Víktor Pávlovich—, es el estilo “alfombra voladora”: en la ausencia de burocracia es precisamente donde se revela el burocratismo. Todo lo que sirve a los grandes objetivos del Estado corre a la velocidad de un tren expreso. La fuerza de la burocracia contiene dos tendencias opuestas: es capaz de detener cualquier movimiento o acelerarlo de manera insólita, como si escapara a los límites de la atracción terrestre.»

Ahora rara vez pensaba en las veladas transcurridas en la pequeña habitación de Kazán, y cuando lo hacía, era con cierta indiferencia. Madiárov ya no le parecía tan interesante e inteligente; ahora no sentía esa ansiedad constante por su destino, ya no le venía a la cabeza con tanta frecuencia y persistencia el recelo de Karímov hacia Madiárov, y viceversa.

Sin darse cuenta, todo lo ocurrido había comenzado a parecerle natural y legítimo. La nueva vida de Shtrum se había convertido en la regla, y él había empezado a acostumbrarse. La vida que antes vivía ahora le parecía la excepción; poco a poco la iba olvidando. ¿Eran tan acertadas las consideraciones de Artelev?

Antes, en cuanto entraba en el departamento de personal, se irritaba, se le ponían los nervios de punta, sentía sobre sí la mirada de Dubenkov. Pero Dubenkov era, de hecho, un hombre servicial y benévolo.

Telefoneaba a Shtrum y le decía:

—Dubenkov al había. ¿Le molesto, Víktor Pávlovich?

Siempre había pensado que Kovchenko era un ser pérfido, un siniestro intrigante capaz de sacarse del medio a cualquiera que se interpusiera en su camino, un demagogo indiferente a la esencia del trabajo; le parecía venido de otro mundo de instrucciones misteriosas, no escritas. Ahora se le aparecía bajo un aspecto completamente diferente, Entraba cada día en el laboratorio de Shtrum, se comportaba de manera sencilla, bromeaba con Anna Naumovna y se mostraba como un verdadero demócrata; estrechaba la mano a todos, charlaba con los técnicos y los mecánicos, supo que en su juventud había trabajado de tornero en un taller.

Shtrum había detestado a Shishakov durante años. Pero ahora había ido a comer a su casa y descubrió que era una persona hospitalaria, llena de ingenio, bromista, un gourmet amante del buen coñac y coleccionista de grabados. Y lo más importante: apreciaba la teoría de Víktor Pávlovich.

«He vencido», pensaba Shtrum. Pero comprendía que no era un gran triunfo, que si los hombres con los que trataba habían cambiado su actitud hacia él y habían comenzado a saludarle en lugar de ponerle obstáculos no era porque se hubieran rendido a la fuerza de su inteligencia, su talento o cualquier otra virtud.

Sin embargo, estaba contento: ¡había vencido!

Casi cada noche transmitían boletines informativos por la radio. La ofensiva de las tropas soviéticas continuaba extendiéndose. Y a Víktor Pávlovich le parecía ahora de lo más natural y sencillo adecuar su vida al curso de la guerra, a la victoria del pueblo, del ejército, del Estado.

Pero también comprendía que no todo era tan sencillo; se burlaba de su propio deseo de ver sólo las cosas, simples, como en los abecedarios infantiles: «Stalin aquí, Stalin allí, viva Stalin».

Durante mucho tiempo había creído que los administradores y los militantes del Partido, también en el seno de su familia, no hacían otra cosa que hablar de la pureza ideológica de los cuadros dirigentes, firmar papeles con lápiz rojo, leer en voz alta a sus mujeres el Breve curso de la historia del Partido, y que, por la noche, sólo soñaban con disposiciones transitorias e instrucciones obligatorias.

Y sin embargo, de improviso, había descubierto en ellos otro aspecto; el lado humano.

El secretario del comité del Partido, Ramskov, era aficionado a la pesca, y antes de la guerra había recorrido en barca los ríos de Ucrania con su mujer e hijos.

—Eh, Víktor Pávlovich —decía—, ¿hay algo mejor en la vida? Te levantas al amanecer, todo brilla por el rocío, la arena de la orilla está fría, lanzas la caña, y el agua, todavía oscura, no da nada pero parece llena de promesas… Cuando acabe la guerra le llevaré conmigo a la cofradía de pescadores…

Un día, Kovchenko se había puesto a hablar con Shtrum de enfermedades infantiles. Shtrum se había sorprendido de sus vastos conocimientos acerca de los tratamientos para curar el raquitismo y las anginas. Se había enterado de que Kasián Teréntievich, además de dos hijos biológicos, había adoptado a un niño español. El pequeño español solía enfermar con frecuencia y Kasián Teréntievich cuidaba de él personalmente.

Incluso Svechín, por lo general de carácter adusto, le habló de su colección de cactus, que había logrado salvar durante el frío invierno de 1941.

«Así que no son tan mala gente, después de todo —pensaba Shtrum—. En cada hombre hay algo humano.»

Por supuesto, en lo más íntimo, comprendía que todos estos cambios en conjunto no cambiaban nada. No era un estúpido y tampoco un cínico; sabía utilizar el cerebro.

En aquellos días le vino a la cabeza la historia de Krímov sobre un viejo amigo suyo, un tal Bagrianov, primer juez de instrucción del tribunal militar. Bagrianov había sido arrestado en 1937, pero en 1939 Beria, en un efímero ataque de liberalismo, le había liberado del campo y autorizado a regresar a Moscú.

Krímov contaba que Bagrianov había ido a verle una noche, directamente desde la estación, con la camisa y los pantalones hechos jirones y el certificado del campo en el bolsillo.

Esa noche pronunció discursos liberales, se compadeció de la suerte de todos los prisioneros en los campos, quería convertirse en apicultor y jardinero.

Pero, poco a poco, a medida que Bagrianov regresaba a su vida pasada, también sus discursos se modificaron sustancialmente.

Krímov contaba entre risas las sucesivas evoluciones en la ideología de Bagrianov. Le habían devuelto el uniforme militar, y en esta fase continuaba conservando sus opiniones liberales. Pero en un momento dado, al igual que Danton, había dejado de denunciar el mal.

Luego, a cambio de su certificado del campo le entregaron el permiso de residencia en Moscú. Y enseguida le había surgido el deseo de adoptar posturas hegelianas: «Todo lo que es real es racional». Cuando le devolvieron su apartamento empezó a hablar de manera totalmente diferente, afirmando que la mayoría de los condenados en los campos eran enemigos del Estado soviético. Entonces le devolvieron sus condecoraciones. Al final había sido reintegrado en el Partido y le reconocieron los años de antigüedad.

Justo en ese momento surgieron los primeros problemas de Krímov con el Partido. Bagrianov dejó de llamarle por teléfono. Una vez Krímov se lo había encontrado por casualidad: Bagrianov, con dos rombos sobre el cuello de la guerrera, salía del coche ante la entrada de la fiscalía. Habían pasado ocho meses desde que el hombre con la camisa hecha harapos, el certificado del campo en el bolsillo, se había sentado en la habitación de Krímov a disertar sobre la inocencia de los sentenciados y la violencia ciega.

«Y yo que pensaba, después de escucharle aquella noche, que la fiscalía había perdido para siempre a un devoto servidor», había dicho con una sonrisita Krímov.

Naturalmente no era una casualidad que Víktor Pávlovich hubiera recordado esa historia y se la hubiera contado a Nadia y a Liudmila Nikoláyevna.

Nada había cambiado en su actitud hacia las personas caídas en desgracia en 1937. Como antes, se horrorizaba por la crueldad de Stalin.

La vida de la gente no cambia por el hecho de que un tal Shtrum se hubiera convertido en el hijo mimado de la suerte. Nada devolvería la vida a las víctimas de la colectivización o a los fusilados en 1937 porque se le otorgara una condecoración o una medalla a un tal Shtrum, porque Malenkov le mandara llamar o porque le incluyeran en la lista de invitados a tomar el té en casa de Shishakov.

Todo esto Víktor Pávlovich lo comprendía perfectamente y no lo olvidaba. Y sin embargo, en esta memoria y en esta comprensión, se producían cambios. ¿Es que no sentía el mismo malestar, la misma nostalgia de la libertad de expresión y de prensa? ¿Es que no le consumía con la misma fuerza que antes el pensamiento de los inocentes que habían perecido? ¿Acaso aquello tenía que ver con que ahora no sentía ese miedo constante y agudo noche y día?

Víktor Pávlovich comprendía que Kovchenko, Dubenkov, Svechín, Prásolov, Shishakov, Gurévich y tantos otros no se habían vuelto mejores porque hubieran cambiado su actitud hacia él. Gavronov, que continuaba cubriendo de oprobios a Shtrum y su trabajo con una obstinación fanática, al menos era honesto.

Un día Shtrum le dijo a Nadia:

—Sabes, creo que es mejor defender las posiciones de las Centurias Negras, por deleznables que sean, que fingir estar a favor de Herzen y Dobroliúbov con fines arribistas.

Se enorgullecía ante su hija de su capacidad de controlarse, de vigilar sus pensamientos. A él no le pasaría lo que a tantos otros: el éxito no influiría en sus puntos de vista, en sus lazos afectivos, en la elección de sus amigos… Nadia se había equivocado al sospechar, durante un tiempo, que era capaz de semejante pecado.

Él ya era perro viejo. Todo cambiaba en su vida, pero él no. Seguía llevando el traje raído, las corbatas arrugadas, los zapatos con los tacones desgastados. Seguía llevando el pelo demasiado largo, desgreñado, y asistía a las reuniones más importantes sin tomarse siquiera la molestia de afeitarse.

Como antes, le gustaba charlar con los porteros y los ascensoristas. Como siempre, juzgaba con gesto altivo, incluso con desprecio, las debilidades humanas, y condenaba la pusilanimidad de muchas personas. Se consolaba pensando: «Al menos yo no me he doblegado, no he dado mí brazo a torcer, me he mantenido firme, no me he arrepentido. Han venido a buscarme».

Le decía a menudo a su mujer; «¡Cuánta mediocridad hay por todas partes! Cuántas personas tienen miedo de defender su derecho a ser honestas, cuántas se dan por vencidas, cuánto conformismo, cuántos actos mezquinos».

Incluso de Chepizhin había pensado una vez con reproche: «Su desmesurado amor por el turismo y el alpinismo encubre un miedo inconsciente a la complejidad de la vida. Y su partida del instituto revela el miedo consciente a enfrentarse a la principal cuestión de nuestra vida».

Era evidente que algo estaba cambiando en él. Lo sentía, pero no lograba comprender qué era exactamente.

54

Cuando regresó al trabajo, Shtrum no encontró a Sokolov en el laboratorio. Dos días antes de su vuelta al instituto, Piotr Lavréntievich había cogido una neumonía.

Shtrum se enteró de que, poco antes de ponerse enfermo, Sokolov había acordado con Shishakov ser transferido a un puesto diferente. Al final había sido designado director de un laboratorio que estaba siendo reorganizado. A Piotr Lavréntievich las cosas le iban bastante bien.

Ni siquiera el omnisciente Márkov estaba al corriente de los verdaderos motivos que habían inducido a Sokolov a solicitar a la dirección el traslado del laboratorio de Shtrum.

Al enterarse de su partida, Víktor Pávlovich no sintió ni dolor ni compasión: la idea de encontrárselo, de trabajar con él, le resultaba insoportable.

Quién sabe lo que Sokolov habría leído en los ojos de Víktor Pávlovich. Por supuesto, no tenía derecho a pensar en la mujer de su amigo del modo en que lo hacía. No tenía derecho a echarla de menos. No tenía derecho a encontrarse a escondidas con ella.

Si alguien alguna vez le hubiera contado una historia similar, se habría indignado. ¡Engañar a la propia mujer! ¡Engañar a un amigo! Sin embargo la añoraba, soñaba con verla.

Liudmila había reanudado su amistad con Maria Ivánovna. A una larga conversación telefónica había seguido un encuentro; habían llorado, arrepintiéndose de los malos pensamientos que habían concebido la una respecto a la otra, de sus sospechas, de la falta de confianza en su amistad.

¡Dios, qué complicada y embrollada era la vida! Maria Ivánovna, la honesta y pura Maria, no había sido sincera con Liudmila, había fingido. Pero sólo había actuado así porque le amaba.

Ahora Víktor Pávlovich raras veces veía a Maria Ivánovna. Casi todo lo que sabía de ella le llegaba a través de Liudmila.

Supo que Sokolov había sido propuesto para el premio Stalin por unos trabajos publicados antes de la guerra, que había recibido una carta entusiasta de unos jóvenes físicos de Inglaterra y que en las próximas elecciones de la Academia sería presentada su candidatura como miembro correspondiente. Todas estas informaciones se las había dado Maria Ivánovna a Liudmila. Durante sus breves encuentros con Maria Ivánovna, Shtrum ahora ni siquiera mencionaba a Piotr Lavréntievich.

Las preocupaciones del trabajo, las reuniones, los viajes no conseguían aplacar su continua nostalgia, y el deseo de verla era constante.

Liudmila Nikoláyevna le había dicho varias veces:

—No entiendo por qué Sokolov la tiene tomada contigo. Ni siquiera Masha se lo explica.

La explicación, por supuesto, era sencilla, pero era imposible que Maria Ivánovna la compartiera con Liudmila. Bastante había hecho con confesarle a su marido lo que sentía por Shtrum.

Aquella confesión había destruido para siempre la amistad entre Shtrum y Sokolov. Le había prometido a su marido que no volvería a ver a Shtrum. Si decía una palabra a Liudmila no sabría nada más de ella; ni dónde estaba ni cómo estaba. ¡Se veían tan poco! ¡Y los encuentros eran tan breves! Cuando se encontraban apenas hablaban, paseaban por la calle cogidos de la mano o se quedaban sentados en silencio en un banco del parque.

Cuando Shtrum estaba en sus horas más bajas, Maria, con una sensibilidad fuera de lo común, había entendido por lo que estaba pasando. Había adivinado sus pensamientos, previsto sus acciones; parecía conocer de antemano todo lo que le pasaría. Cuanto más abatido estaba, más doloroso e intenso era el deseo de verla. Le parecía que en esa comprensión absoluta residía su única felicidad. Tenía la impresión de que al lado de esa mujer podía soportar cualquier sufrimiento. Con ella sería feliz.

Habían conversado por las noches en Kazán, en Moscú habían paseado juntos por el jardín Neskuchni, una vez se habían sentado unos minutos en un banco, en la plaza de la calle Kaluga; eso era todo. Eso, antes. Ahora, por el contrario, a veces se hablaban por teléfono; otras, se veían en la calle, y de estos breves encuentros no decía ni una palabra a Liudmila.

A decir verdad, Víktor comprendía que su pecado, el de él y el de ella, no se medía por los minutos pasados en secreto sentados en un banco. Su pecado era más grave: la amaba. ¿Por qué había ocupado ella un lugar tan importante en su vida?

Cada palabra dicha a su mujer era una verdad a medias. Cada movimiento, cada mirada, aun cuando1 fuera contra su voluntad, contenía en sí la mentira.

Con indiferencia fingida, preguntaba a Liudmila Nikoláyevna: «¿Te ha llamado tu amiguita? ¿Cómo está? ¿Y la salud de Piotr Lavréntievich?».

Se alegraba de los éxitos de Sokolov, pero no porque albergara buenos sentimientos hacia él. Le parecía que en cierto sentido los éxitos de Sokolov le daban derecho a Maria Ivánovna a no sentir remordimientos.

Era insoportable tener noticias de Sokolov y Maria Ivánovna por boca de Liudmila. Era humillante para Liudmila, para Maria Ivánovna, para él.

La mentira se mezclaba con la verdad incluso cuando hablaba con su mujer sobre Tolia, Nadia y Aleksandra Vladímirovna. La mentira estaba en todas partes. ¿Por qué motivo? Sus sentimientos hacia Maria Ivánovna eran la verdad de su alma, de sus pensamientos, de sus deseos. ¿Por qué esta verdad engendraba tantas mentiras? Sabía que, renunciando a ese amor, liberaría de la mentira a Liudmila, a Maria Ivánovna y a sí mismo. Pero cada vez que se convencía de que debía renunciar a ese amor al que no tenía derecho, un sentimiento perverso, que le nublaba el juicio y rechazaba el sufrimiento, le disuadía insinuándole: «Esta mentira, al fin y al cabo, no es tan terrible, no hace daño a nadie. El sufrimiento es peor que la mentira».

A ratos le parecía que podría encontrar la fuerza y la crueldad para romper con Liudmila y destruir la vida de Sokolov, y ese sentimiento le incitaba, le permitía formular el argumento opuesto: «La mentira es lo peor de todo. Sería mejor romper con Liudmila que mentir, que obligar a Maria Ivánovna a mentir. La mentira es peor que el sufrimiento».

No se daba cuenta de que su pensamiento se había transformado en el fiel servidor de su sentimiento, que sus sentimientos manejaban al pensamiento, y que sólo había un modo de romper ese círculo vicioso: cortar por lo sano, sacrificarse a sí mismo en lugar de a los demás.

Cuanto más pensaba en todo aquello, menos lo entendía. ¿Cómo entenderlo, cómo desembrollar la maraña? Su amor por Maria Ivánovna era al mismo tiempo la verdad y la mentira de su vida. El verano pasado había tenido una aventura con la bella Nina, y no se había tratado de una historia entre colegiales. Con Nina no se había limitado a pasear por un jardín. Pero sólo ahora había irrumpido esa sensación de traición, de desgracia familiar, de culpa ante Liudmila. Aquellas elucubraciones consumían una incalculable cantidad de energía espiritual e intelectual, probablemente tanta como la que Planck había dedicado a elaborar la teoría cuántica.

Una vez había considerado que ese amor nacía sólo de sus penas y desgracias… Sin ellas, nunca hubiera experimentado aquel sentimiento…

Pero ahora la vida le sonreía, y su deseo de ver a Maria Ivánovna no se había atenuado.

Ella era una persona especial: no la atraían ni la riqueza ni la fama ni el poder. Por el contrario, deseaba compartir con él las desdichas, la pena, las privaciones… Shtrum se alarmó: ¿y si ahora ella le daba la espalda?

Comprendía que Maria Ivánovna adoraba a Piotr Lavréntievich, y eso le hacía enloquecer.

Lo más probable es que Zhenia tuviera razón. Ese segundo amor, llegado después de largos años de matrimonio, era en realidad la consecuencia de una avitaminosis del alma, del mismo modo que una vaca sueña con lamer la sal que durante años busca y no encuentra en la hierba, en el heno y en las hojas de los árboles. Esa hambre del alma crece poco a poco hasta convertirse en una fuerza enorme. Sí, era eso, era eso. Oh, qué bien conocía el hambre espiritual… Maria Ivánovna era completamente diferente de Liudmila…

¿Eran ciertos o falsos esos pensamientos? Shtrum no se daba cuenta de que no los había engendrado la razón, sus actos no estaban determinados por su corrección o su inconveniencia. No era la razón la que gobernaba su conducta. Sufría si no veía a Maria Ivánovna y era feliz cuando pensaba que iba a verla. Cuando se imaginaba que en el futuro podrían estar siempre juntos, era feliz.

¿Por que no sentía remordimientos cuando pensaba en Sokolov? ¿Por qué no sentía vergüenza?

Pero ¿de qué tenía que avergonzarse? A fin de cuentas, sólo habían paseado por el parque y se habían sentado en un banco.

¡Como si el problema fuera haberse sentado en un banco! Estaba dispuesto a romper con Liudmila, a decirle a su amigo que amaba a su mujer, que quería quitársela.

Ahora evocaba todo lo malo de su vida en común con Liudmila. Recordaba la mala relación entre Liudmila y su madre, que Liudmila no había permitido a su primo, de regreso del campo penitenciario, pasar la noche en casa. Recordaba de ella la dureza, la grosería, la terquedad, la crueldad.

Los malos recuerdos le endurecían. Y necesitaba endurecerse para cometer una crueldad. Por otro lado Liudmila había pasado toda su vida con él, compartiendo los momentos más duros y difíciles. Tema el cabello casi cano y cargaba con muchos sufrimientos a las espaldas. ¿Es que sólo tenía defectos? Durante muchos años se había sentido orgulloso de ella, le alegraba su rectitud, su sinceridad. Sí, sí, no había duda, se disponía a cometer una crueldad.

Por la mañana, a punto de salir para el trabajo, Víktor Pávlovich recordó la reciente visita de Yevguenia Nikoláyevna, y pensó: «Qué suerte que Zhenia haya vuelto a Kúibishev».

Se avergonzó de ese pensamiento, y precisamente en aquel instante Liudmila Nikoláyevna dijo:

—A todos nuestros parientes encarcelados se ha sumado Nikolái. Menos mal que Zhenia ya no está en Moscú.

Quiso reprocharle esas palabras, pero se dio cuenta a tiempo y decidió no decir nada: un reproche suyo hubiera sonado demasiado falso.

—Te ha llamado Chepizhin —dijo Liudmila Nikoláyevna.

Shtrum miró el reloj.

—Esta noche volveré pronto y le llamaré. A propósito, es posible que vaya de nuevo a los Urales.

—¿Por mucho tiempo?

—No, dos o tres días.

Tenía prisa, le esperaba un gran día.

Grande era su trabajo, grandes sus asuntos, ¡asuntos de Estado!, pero sus pensamientos seguían la ley de la proporcionalidad inversa: eran pequeños, míseros, banales.

Zhenia, antes de irse, le había pedido a su hermana que se acercara a Kuznetski Most para hacerle llegar a Krímov doscientos rublos.

—Liudmila —dijo—, no te olvides de entregar ese dinero, como te pidió Zhenia. Ya has tardado demasiado.

Había dicho eso no porque se preocupara por Krímov o Zhenia. Lo había dicho porque temía que el descuido de Liudmila pudiera precipitar la vuelta de Zhenia a Moscú. Zhenia, una vez en la capital, comenzaría a escribir declaraciones, cartas, a hacer llamadas telefónicas, transformando el apartamento de Shtrum en un centro de asistencia a los detenidos.

Comprendía que esos pensamientos no sólo eran pequeños y mezquinos, sino también viles. Sintió vergüenza y añadió a toda prisa:

—Escribe a Zhenia. Invítala en nombre tuyo y mío. Quizá tenga que volver a Moscú, y, sin invitación, no le será fácil. ¿Me has oído, Liuda? ¡Escríbele enseguida!

Después de estas palabras, se sintió bien, pero una vez más sabía que lo había dicho por su propia tranquilidad… En cualquier caso era extraño. Antes, cuando se pasaba días enteros en su habitación, aislado de todos, temiendo al administrador de la casa y a las empleadas de la oficina de racionamiento, tenía la cabeza llena de pensamientos sobre la vida, la verdad, la libertad; pensamientos sobre Dios… Nadie le necesitaba, su teléfono no sonaba durante semanas enteras, sus conocidos preferían no saludarle cuando se lo encontraban por la calle. En cambio ahora, cuando decenas de personas le esperaban, le llamaban por teléfono le escribían, ahora que una ZIS-101 tocaba el claxon delicadamente bajo la ventana de su casa, no podía librarse de un cúmulo de pensamientos vacíos como las cáscaras de los granos de girasol, de un lamentable sentimiento de enojo de temores ridículos.

Sus reflexiones microscópicas y triviales le acompañaban a todas partes: pronunciaba palabras fuera de lugar esbozaba una sonrisita imprudente.

Durante un tiempo después de la llamada telefónica de Stalin le pareció que el miedo había desaparecido de su vida. Pero persistía, sólo que era diferente: ya no era un miedo plebeyo, sino señorial. Era un miedo que viajaba en coche, que tenía línea directa con el Kremlin; pero seguía presente.

Lo que parecía imposible, una actitud de rivalidad envidiosa hacia los logros y las teorías de otros científicos, se había convertido en algo normal. Le inquietaba que le adelantaran, que le doblaran.

No tenía muchas ganas de hablar con Chepizhin; le parecía que no tenía fuerzas para mantener una conversación que preveía larga y difícil. Habían simplificado demasiado cuando habían tocado el tema de la dependencia de la ciencia respecto al Estado. Él se sentía verdaderamente libre. Nadie consideraba sus modelos teóricos como hipótesis absurdas sacadas del Talmud. Nadie le atacaba. El Estado necesitaba la física teórica. Ahora Shishakov y Badin lo comprendían. Para que Márkov demostrara su talento en la experimentación y Kochkúrov en su aplicación práctica, se necesitaba a un teórico. Todos lo habían comprendido de repente después de la llamada telefónica de Stalin. ¿Cómo podía explicar a Dmitri Petróvich que esa llamada le había proporcionado la libertad en el trabajo? Pero ¿por qué se había vuelto tan intolerante con los defectos de Liudmila Nikoláyevna? ¿Por qué era tan indulgente con Shishakov?

Ahora Márkov le parecía especialmente agradable. Se interesaba por los asuntos personales de los jefes, por las circunstancias secretas o medio secretas, las inocentes argucias y las meditadas perfidias, las pequeñas ofensas y las graves humillaciones por no haber sido invitado al presídium, la inclusión en las listas especiales, y las palabras fatales: «Usted no está en la lista».

Incluso hubiera preferido pasar una tarde libre charlando con Márkov que discutiendo como lo hacía con Madiárov en las reuniones de Kazán. Márkov captaba con sorprendente precisión los aspectos ridículos de las personas, sabía burlarse de las debilidades humanas, sin malicia y al mismo tiempo con sarcasmo. Poseía una inteligencia refinada y, sobre todo, era un científico de primer orden; tal vez era el físico experimental de mayor talento del país.

Shtrum ya se había puesto el abrigo cuando Liudmila Nikoláyevna le dijo:

—Maria Ivánovna llamó ayer.

Se apresuró a preguntar:

—¿Y?

Su cara había cambiado visiblemente de expresión.

—¿Qué tienes? —preguntó Liudmila Nikoláyevna.

—Nada, nada —respondió, volviendo del pasillo a la habitación.

—En realidad no lo entendí del todo, pero temo que sea una historia desagradable. Parece que Kovchenko les ha telefoneado. Como de costumbre, está preocupada por ti; tiene miedo de que te busques problemas de nuevo.

—¿Cómo? —preguntó él, impaciente—. No lo entiendo.

—Es lo que te digo: yo tampoco lo entiendo. Evidentemente, no quería extenderse demasiado por teléfono.

—Espera, repítemelo otra vez —dijo Shtrum, desabrochándose el abrigo y sentándose en la silla al lado de la puerta.

Liudmila le miró y movió la cabeza. Le pareció que sus ojos le observaban con aire de tristeza y reproche.

Y como para confirmarle esa conjetura, le dijo:

—Ves, Vitia, esta mañana no tenías tiempo de telefonear a Chepizhin, pero siempre estás dispuesto a oír hablar de Masha… Incluso has esperado, aunque llegabas tarde.

Mirándola de reojo, de arriba abajo, dijo:

—Sí, llego tarde.

Se acercó a la mujer, se llevó su mano a los labios.

Ella le acarició la nuca, despeinándole ligeramente el pelo.

—Ya ves qué importante e interesante se ha vuelto Masha —dijo despacio Liudmila, y sonriendo con tristeza, añadió—: La misma Masha que no sabe distinguir a Balzac de Flaubert.

Shtrum la miró: tenía los ojos húmedos y le pareció que los labios le temblaban.

Impotente, se encogió de hombros, y cuando llegó a la puerta se volvió a mirarla.

Le dejó estupefacto la expresión de su cara. Bajaba las escaleras y pensaba que si se separaba de Liudmila y no volvía a verla, esa expresión de su cara impotente, conmovedora, extenuada, llena de vergüenza por él y por ella, no le abandonaría hasta el día de su muerte. Comprendía que en esos momentos había sucedido algo muy importante: su mujer le había dado a entender que percibía su amor por Maria Ivánovna, y él se lo había confirmado…

Una cosa era cierta: si veía a Masha era feliz, si pensaba que no la volvería a ver le costaba respirar.

Cuando el coche de Shtrum se acercaba al instituto, el automóvil de Shishakov se puso a su altura, y los dos vehículos se detuvieron casi al mismo tiempo en la entrada.

Caminaban el uno al lado del otro por el pasillo, así como poco antes sus respectivos vehículos circulaban juntos.

Alekséi Alekséyevich tomó a Shtrum del brazo y le preguntó:

—Entonces, ¿se va pronto?

—Parece que sí —respondió Shtrum.

—Dentro de poco usted y yo nos despediremos para siempre. Usted será el amo y señor —dijo en broma Alekséi Alekséyevich.

Shtrum pensó de repente: «¿Qué diría si le preguntara si ha amado alguna vez a la mujer de otro?».

—Víktor Pávlovich —dijo Shishakov—, ¿le va bien pasarse por mi despacho sobre las dos?

—A las dos estoy libre. Con mucho gusto.

Aquel día tenía pocas ganas de trabajar.

En el laboratorio, Márkov, sin chaqueta y con la camisa arremangada, fue al encuentro de Shtrum y le dijo animadamente:

—Si me lo permite, Víktor Pávlovich, pasaré un poco más tarde a verle. Tengo algo interesante que explicarle, charlaremos un rato.

—A las dos he quedado con Shishakov —respondió Shtrum—. Venga luego. Yo también tengo algo que contarle.

—¿A las dos con Alekséi Alekséyevich? —repitió Márkov y por un instante se sumió en sus pensamientos—. Creo que sé lo que quiere pedirle.

55

Shishakov, al ver a Shtrum, le dijo:

—Iba a llamarle para recordarle nuestra cita.

Shtrum miró el reloj.

—Me parece que no llego tarde.

Alekséi Alekséyevich se erguía ante él, con su gran cabeza plateada, enorme, ataviado con un elegante traje gris. Pero a Shtrum sus ojos ahora no le parecían fríos y arrogantes, sino más bien los ojos de un niño, apasionado lector de Dumas y Mayne Reid.

—Mi querido Víktor Pávlovich, tengo que contarle algo importante —le anunció con una sonrisa Alekséi Alekséyevich y, cogiéndolo del brazo, le condujo hacia un sillón—. La cuestión es seria, no demasiado agradable.

—Bueno, ya estamos acostumbrados —dijo Shtrum, y con gesto aburrido echó una ojeada en tomo al estudio del oponente académico—. Vayamos al grano…

—Lo que pasa —comenzó Shishakov— es que en el extranjero, sobre todo en Inglaterra, se ha lanzado una campaña repugnante. A pesar de que nosotros soportamos casi todo el peso de la guerra a nuestras espaldas, algunos científicos ingleses, en vez de exigir la apertura de un segundo frente, han orquestado una campaña más bien extraña, fomentando sentimientos hostiles hacia la Unión Soviética.

Miró a Shtrum a los ojos. Víktor Pávlovich conocía aquella mirada franca, honesta, propia de las personas que están a punto de cometer una bajeza.

—Claro, claro —dijo Shtrum—. Pero, exactamente, ¿en qué consiste esa campaña?

—Una campaña de difamaciones —insistió Shishakov—. Han publicado una lista de científicos y escritores soviéticos que supuestamente habrían sido fusilados; se habla de un número increíble de individuos condenados por motivos políticos. Con un fervor incomprensible, incluso diría que sospechoso, tratan de refutar los crímenes del doctor Pletniov y Levin, los asesinos de Maksim Gorki, delitos corroborados en la instrucción del caso y por el tribunal. Todo esto ha sido publicado en un periódico próximo a los círculos gubernamentales.

—Claro, claro, claro —repitió tres veces Shtrum—. ¿Y qué más?

—En esencia, esto es todo más o menos. También hablan del genetista Chetverikov; han creado un comité para su defensa.

—Pero mi querido Alekséi Alekséyevich, Chetverikov ha sido arrestado.

Shishakov se encogió de hombros.

—Como usted bien sabe, Víktor Pávlovich, no estoy al corriente del trabajo de los órganos de seguridad. Pero si, en efecto, le han arrestado, será porque ha cometido algún delito. Usted y yo no hemos sido arrestados, ¿verdad?

En aquel momento entraron Badin y Kovchenko. Shtrum comprendió que Shishakov les estaba esperando, que había quedado con ellos. Alekséi Alekséyevich ni siquiera se tomó la molestia de poner en antecedentes a los recién llegados sobre el tema del que estaban hablando.

—Por favor, enmaradas, siéntense, siéntense… —y continuó dirigiéndose a Shtrum—: Víktor Pávlovich, estas patrañas han llegado hasta América y han sido publicadas en las páginas del New York Times, suscitando naturalmente la indignación de la intelligentsia soviética.

—Claro, no es para menos —recalcó Kovchenko, observando a Shtrum con una mirada cálida y penetrante.

La mirada de sus ojos castaños era tan amistosa que Víktor Pávlovich no expresó en voz alta el pensamiento que le vino a la cabeza: «¿Cómo ha podido indignarse la intelligentsia soviética si no han visto un ejemplar del New York Times en su vida?».

Shtrum se encogió de hombros y masculló algo, actitud que podía indicar que estaba mostrando su acuerdo con Shishakov y Kovchenko.

—Naturalmente —retomó el hilo Shishakov—, en nuestro círculo ha surgido el deseo de desmentir toda esa sarta de mentiras, así que hemos redactado un documento.

«¿Hemos redactado? Tú no has redactado nada, lo han escrito por ti», pensó Shtrum.

Shishakov continuó:

—El documento está escrito en forma de carta.

Entonces Badin intervino en voz baja;

—Yo lo he leído. Está bien escrito y dice todo lo que hay que decir. Ahora sólo necesitamos que lo suscriban por un selecto grupo de científicos eminentes de nuestro país, personas que gozan de reputación en Europa y a nivel mundial.

Desde las primeras palabras de Shishakov, Shtrum había comprendido adonde iría a parar aquella conversación. Lo único que no sabía era qué le pediría Alekséi Alekséyevich, si una intervención en el Consejo Científico, un artículo o su apoyo en una votación. Ahora lo había entendido; querían su firma al pie de la carta.

Sintió náuseas. De nuevo, como antes de la reunión en la que habían pretendido que se arrepintiera públicamente se sintió endeble, percibió su miserable debilidad.

Una vez más, millones de toneladas de granito estaban a punto de caer sobre sus espaldas… ¡El profesor Pletniov! Shtrum recordó de repente un artículo publicado en Pravda, donde una histérica volcaba acusaciones descabelladas contra el viejo médico. Como siempre, todo lo que se publica parece verdad. A todas luces, la lectura de Gógol, Tolstói, Chéjov y Korolenko había inculcado en los rusos una veneración casi religiosa a la letra impresa. Al final, no obstante, Shtrum había comprendido que los periódicos mentían, que el profesor Pletniov había sido difamado.

Poco después de la aparición del artículo, Pletniov y Levin, un famoso médico del hospital del Kremlin, fueron arrestados. Los dos confesaron haber asesinado a Maksim Gorki.

Los tres hombres miraban a Shtrum. Sus ojos eran amistosos, afables, tranquilizadores. Shtrum era uno de los suyos. Shishakov había reconocido fraternalmente la enorme valía de su trabajo. Kovchenko le miraba con respeto. Los ojos de Badin decían: «Sí, todo lo que hacías me parecía extraño. Pero me equivocaba, no comprendía. El Partido me ha hecho ver mi error».

Kovchenko abrió una carpeta roja y tendió a Shtrum una carta mecanografiada.

—Víktor Pávlovich —dijo—, debo decirle una cosa: esta campaña angloamericana le hace el juego a los fascistas. Probablemente sea obra de una quinta columna.

Badin, interrumpiéndole, dijo:

—¿Por qué intenta persuadir a Víktor Pávlovich? En él late el corazón de un patriota soviético ruso, como en todos nosotros.

—Por supuesto —confirmó Shishakov—, así es.

—¿Y quién lo pone en duda? —subrayó Kovchenko.

—Claro, claro —dijo Shtrum.

Lo más sorprendente es que esas personas, hasta hace poco llenas de desprecio y de recelo hacia él, ahora le profesaban su amistad y confianza con toda naturalidad. Y Víktor Pávlovich, aunque no se olvidaba de la crueldad con que le habían tratado en el pasado, aceptaba su amistad con la misma naturalidad.

Eran esas muestras de aprecio y confianza las que le paralizaban, las que le quitaban la fuerza. Si le hubieran levantado la voz, dado patadas y golpeado, quizá se habría enfurecido, habría recobrado las fuerzas…

Stalin había hablado con él. Las personas que ahora se sentaban junto a él lo tenían bien presente.

Pero, Dios mío, qué carta tan espantosa le habían pedido que firmara. ¡Qué cosas tan horribles decía!

No podía creer que el profesor Pletniov y el doctor Levin hubieran asesinado al gran escritor. Su madre, cuando venía a Moscú, iba a la consulta de Levin. Liudmila Nikoláyevna era paciente suya. Era un hombre inteligente, sensible, amable. ¡Había que ser un monstruo para calumniar así a dos médicos!

Esas acusaciones apestaban a oscurantismo medieval. ¡Médicos asesinos! Los médicos que habían asesinado al gran escritor, al último clásico ruso. ¿A quién podían beneficiar esas calumnias sangrientas? Las cazas de brujas, las hogueras de la Inquisición, las ejecuciones de los herejes, el humo, el hedor, la pez hirviendo… ¿Qué tenía que ver eso con Lenin, con la construcción del socialismo, con la gran guerra contra el fascismo?

Comenzó a leer la primera hoja de la carta.

«¿Está cómodo? ¿Tiene bastante luz?», le preguntaba Alekséi Alekséyevich. ¿No quería sentarse en el sillón? No, no, estaba cómodo, muchas gracias.

Leía despacio, las palabras se metían a presión en su cerebro, pero no calaban, como la arena en una manzana.

Leyó: «Al tomar bajo vuestra defensa a esos degenerados, a esas perversiones del género humano que son Pletniov y Levin, que han mancillado el elevado cometido de los médicos, estáis haciendo el caldo gordo a la ideología fascista, enemiga de la humanidad».

Más adelante: «La nación soviética se ha quedado sola en su lucha contra el fascismo alemán, que ha restaurado los procesos medievales contra las brujas, los pogromos judíos, las hogueras de la Inquisición, las mazmorras y las torturas».

Dios mío, ¿cómo podía leer eso y no volverse loco?

Y luego: «La sangre de nuestros hijos vertida en Stalingrado marca un giro decisivo en la guerra contra el hitlerismo, pero vosotros, dispensando vuestra protección a esos renegados quintacolumnistas, aun sin quererlo…».

Claro, claro… «En ninguna parte del mundo los hombres de ciencia están tan arropados por el cariño del pueblo y las atenciones del Estado como en la Unión Soviética.»

—Víktor Pávlovich, ¿le molesta que hablemos?

—No, no, en absoluto —respondió Shtrum, y pensó: «Hay afortunados que saben tomárselo todo en broma: o se encuentran en su dacha, o están enfermos, o bien…».

Kovchenko afirmaba:

—He oído que Iósif Vissariónovich conoce la existencia de esta carta y ha aprobado la iniciativa de nuestros científicos.

—En este sentido la firma de Víktor Pávlovich… —comenzó Badin.

La angustia, la repugnancia, el presentimiento de su docilidad se apoderaron de Víktor. Sentía la respiración afectuosa del gran Estado, y no tenía arrojo suficiente para lanzarse a la oscuridad helada… No, no, hoy ya no tenía fuerzas. No era el miedo lo que le paralizaba, era otra cosa: el sentimiento abrumador de la propia sumisión.

¡Qué criatura tan extraña y sorprendente es el ser humano! Había encontrado en sí la fuerza para renunciar a la vida, y ahora era incapaz de rechazar unos bombones y unos caramelitos.

Pero ¿cómo rechazar esa mano omnipotente que te acaricia la cabeza, que te da palmaditas en la espalda?

Tonterías, ¿por qué se estaba calumniando a sí mismo? ¿Qué tenían que ver aquí los bombones y los caramelitos? Siempre había sido indiferente a la vida cómoda, a los bienes materiales. Sus ideas, su trabajo, todo lo que le era más preciado en la vida había resultado ser necesario y valioso en la lucha contra el fascismo. ¡Esa era la verdadera felicidad! Pero ¿por qué darle vueltas? Habían confesado durante la instrucción. Habían confesado durante el juicio. ¿Era posible aún creer en su inocencia después de que se hubieran reconocido culpables del asesinato del gran escritor?

¿Negarse a firmar la carta? ¡Eso significaría ser cómplice de los asesinos de Gorki! No, imposible. ¿Dudar de la autenticidad de sus confesiones? Era como sostener que les habían coaccionado. Y obligar a un hombre bueno e inteligente a reconocerse un asesino a sueldo y, con eso, hacerse merecedor de la pena de muerte y de una memoria infame sólo es posible mediante la tortura. Sería una locura expresar aunque sólo fuera una sombra de esa sospecha.

Firmar esa carta era repugnante, muy repugnante. Le vinieron a la mente las excusas y sus correspondientes réplicas… «Camaradas, estoy enfermo, sufro espasmos en las arterias coronarias.» «Tonterías. Se escuda en la enfermedad, tiene aspecto espléndido.» «Camaradas, ¿por qué necesitan mi firma? Sólo me conoce un círculo reducido de especialistas, son muy pocos los que saben de mí fuera del país.» «Tonterías (y qué agradable es escuchar que eso eran tonterías). Todo el mundo le conoce, ¡ya lo creo que le conocen! En cualquier caso, sería impensable presentar esta carta a Stalin sin su firma. Podría preguntar: “¿Por qué no la firmado Shtrum?”»

«Camaradas, os diré con toda franqueza que algunas fórmulas no me parecen del todo adecuadas, arrojan una sombra, por decirlo así, sobre la intellígentsia científica.»

«Por favor, Víktor Pávlovich, háganos sus sugerencias; cambiaremos con mucho gusto las formulaciones que le parezcan desafortunadas.»

«Camaradas, les ruego que me comprendan. Aquí, por ejemplo, ustedes han escrito: el enemigo del pueblo, el escritor Babel; el enemigo del pueblo, el escritor Pilniak; el enemigo del pueblo, el académico Vavílov; el enemigo del pueblo, el artista Meyerhold… Yo soy un físico, un matemático, un teórico, algunos me consideran un esquizofrénico dado lo abstracto que es el campo de mi actividad. Y además, para serles sincero, tengo mis carencias; a personas como yo es mejor dejarlas en paz, no entiendo de estos asuntos.»

«Vamos, Víktor Pávlovich, ¿qué dice? Usted comprende a la perfección las cuestiones de política, tiene una lógica de hierro, recuerde cuántas veces y con qué vehemencia ha hablado de política.»

«Por el amor de Dios, entiéndanme, tengo conciencia… Es demasiado doloroso e insoportable, no estoy obligado… ¿Por qué debería firmar? No puedo más, concédanme el derecho a tener la conciencia limpia.»

No podía escapar de ese sentimiento de impotencia, un sentimiento que, de alguna manera, le había hipnotizado: la docilidad del ganado bien alimentado, mimado; el miedo a arruinar su vida una vez más, el miedo a volver a tener miedo.

¿Así que era eso? ¿De nuevo tenía que enfrentarse al colectivo? ¿De nuevo la soledad? Era hora de tomarse la vida en serio. Había conseguido lo que durante años no se había atrevido a soñar. Trabajaba con completa libertad, rodeado de mimos y atenciones. Y todo lo había conseguido sin pedir nada, sin arrepentirse. ¡Era el vencedor! ¿Qué más quería? ¡Stalin le había telefoneado!

«Camaradas, todo esto es tan grave que me gustaría pensarlo. Permítanme que aplace mi decisión hasta mañana.»

Enseguida se imaginó una noche de insomnio, tormentosa. Titubeos, indecisiones, una repentina improvisación y el miedo ante esa misma determinación; de nuevo dudas, de nuevo una decisión. Era extenuante, peor que la malaria. Y estaba en sus manos prolongar o no esa tortura. No, no tenía fuerzas. Rápido, rápido, tenía que acabar cuanto antes.

Sacó su estilográfica.

Vio entonces que Shishakov se había quedado boquiabierto, porque también él, el más rebelde, había cedido.

Shtrum no pudo trabajar en todo el día. Nadie le distraía, el teléfono no sonaba. Simplemente no podía trabajar. No trabajaba porque el trabajo, aquel día, le parecía aburrido, vacío, inútil.

¿Quién había firmado la carta? ¿Chepizhin? ¿Ioffe? ¿Krilov? ¿Mandelshtam? Tenía ganas de esconderse detrás de alguien. Pero negarse hubiera sido imposible. Equivalía al suicidio. No, nada de eso. Podía haberse negado. No, no, había hecho lo correcto. Nadie le había amenazado. Habría sido mejor si hubiera firmado movido por un miedo animal. Pero no había firmado por miedo, sino por aquel sentimiento oscuro, nauseabundo, de sumisión.

Shtrum llamó a su despacho a Anna Stepánovna, le pidió que revelara una película para el día siguiente: la serie de control de las pruebas efectuadas con los nuevos aparatos.

Ella tomó nota de todo y permaneció sentada.

Shtrum le lanzó una mirada inquisidora.

—Víktor Pávlovich —dijo ella—, antes pensaba que no se podía expresar con palabras lo que necesito decirle: ¿se da cuenta de lo que ha hecho usted por mí y por tantos otros? Para la gente eso es más importante que los grandes descubrimientos. Sólo con saber que existen personas como usted, uno se siente aliviado. ¿Sabe lo que dicen de usted los mecánicos, las señoras de la limpieza, los vigilantes? Dicen que usted es un hombre de bien. Me hubiera gustado visitarle, pero tenía miedo. Sabe, en los días difíciles, cuando pensaba en usted, todo parecía más fácil. Gracias por existir. ¡Usted es todo un hombre!

Shtrum no tuvo tiempo de decir nada porque ella salió rápidamente del despacho.

Le entraron ganas de salir corriendo a la calle y gritar con tal de no sentir aquel tormento, aquella vergüenza. Pero aquello era sólo el principio.

A última hora de la tarde, sonó el teléfono.

—¿Me reconoce?

Dios mío, si la había reconocido… Había reconocido aquella voz no sólo con el oído, sino también con los dedos gélidos que apretaban el auricular. Maria Ivánovna llegaba de nuevo en un momento difícil de su vida.

—Llamo desde una cabina, se oye muy mal —dijo Masha—. Piotr Lavréntievich se encuentra mejor y ahora tengo más tiempo. Venga, si puede, mañana a las ocho al jardín. —Y de repente susurró—: Amor mío, querido mío, mi luz. Tengo miedo. Han venido a vernos a propósito de una carta. Ya sabe a cuál me refiero. Estoy convencida de que ha sido usted, con su fuerza, el que ha ayudado a Piotr Lavréntievich a mantenerse firme. Ha ido todo bien. Pero enseguida me he imaginado cuánto daño le puede ocasionar esta historia. Es usted tan poco hábil: donde uno sólo se magulla, usted se hace una herida con sangre.

Víktor Pávlovich colgó el teléfono, se tapó la cara con las manos.

Ahora comprendía el horror de su situación: hoy no serían sus enemigos los que le castigarían. Le castigarían sus amigos, las personas queridas, por la confianza que habían depositado en él.

De regreso a casa, inmediatamente, sin siquiera quitarse el abrigo, telefoneó a Chepizhin; Liudmila Nikoláyevna estaba de pie frente a él mientras marcaba el número. Estaba seguro, convencido de que también su amigo y maestro, aunque le quería, le infligiría una herida atroz. Tenía prisa, no le había dicho todavía a Liudmila que había firmado la carta. Dios mío, ¡qué rápido se le estaba encaneciendo el pelo a Liudmila! ¡Bravo, muy bien, golpeemos a las cabezas canas!

—Buenas noticias, acaban de dar el boletín por la radio —dijo Chepizhin—. En cuanto a mí, ninguna novedad. Ah, sí: ayer discutí con algunos respetables señores. ¿Ha oído usted hablar de una carta?

Shtrum se humedeció los labios secos.

—Sí, algo he oído.

—Claro, claro, comprendo. No son cosas para tratar por teléfono. Hablaremos cuando vuelva usted de su viaje —dijo Chepizhin.

Pero aquello todavía no era nada. Nacha debía de estar al caer. Dios, Dios, qué había hecho…

56

Aquella noche Shtrum no logró dormir. Le dolía el corazón. ¿De dónde le venía aquella terrible angustia? ¡Qué opresión, qué opresión! ¡Sí, sí, un vencedor!

Cuando tenía miedo de la secretaria del administrador de la casa era más fuerte y libre que ahora. Hoy no se atrevería siquiera a discutir, a expresar una duda. Ahora tenía más poder, pero había perdido su libertad interior. ¿Cómo podría mirar a Chepizhin a los ojos? Quién sabe, tal vez lo haría con la misma tranquilidad que los que le habían saludado afables, alegras a su regreso al instituto.

Todo lo que recordaba aquella noche le hería, le atormentaba. No encontraba paz. Sus sonrisas, sus gestos, sus actos le resultaban extraños y hostiles. Aquella noche, en los ojos de Nadia había leído una expresión de lástima y disgusto.

Sólo Liudmila, que siempre le irritaba, que le contradecía, le había dicho de pronto tras escuchar su relato:

—Vítenka, no te atormentes. Para mí eres el más inteligente, el más honesto. Si has actuado así, quiere decir que era necesario.

¿De dónde salía ese deseo de justificarlo todo? ¿Por qué se había vuelto tan indulgente con cosas que hasta hace poco no toleraba? Fuera cual fuese el tema que le sacaran, siempre se mostraba optimista.

Las victorias militares habían coincidido con un giro decisivo en su destino. Veía el poder del ejército, la grandeza del Estado, la luz del futuro. ¿Por qué las reflexiones de Madiárov le parecían ahora tan banales?

El día que le expulsaron del instituto y se negó a arrepentirse, se había sentido ligero y lleno de luz. ¡Qué felicidad le proporcionaban, en aquellos días, sus seres queridos: Liudmila, Nadia, Chepizhin, Zhenia…! ¿Y la cita con Maria Ivánovna? ¿Qué le diría? Siempre había tenido una actitud tan arrogante hacia la sumisión y docilidad de Piotr Lavréntievich. ¿Y ahora? Le daba miedo pensar en su madre; había pecado ante ella. Le sobrecogía la idea de tomar entre sus manos su última carta. Con horror, con tristeza, comprendía que era incapaz de proteger su propia alma. En él crecía una fuerza que le había transformado en un esclavo.

¡Qué bajo había caído! Él, un hombre, había tirado una piedra contra otros hombres, míseros, ensangrentados, reducidos a la impotencia.

Y debido a aquel dolor que le oprimía el corazón, a aquel tormento íntimo, la frente se le perló de sudor.

¿De dónde le venía aquella presunción interior, quién le daba el derecho a jactarse de su pureza y su valor, de erigirse como juez implacable de los hombres que no perdonaba sus debilidades? La verdad de los fuertes no está en la arrogancia.

Todos eran débiles, tanto justos como pecadores. La única diferencia era que un hombre miserable, cuando realizaba una buena acción, se vanagloriaba de ella toda la vida, mientras que un hombre justo no reparaba en sus buenas acciones, pero recordaba durante años un pecado cometido.

Se sentía orgulloso de su propio coraje, de su rectitud; se burlaba de aquellos que daban muestras de debilidad y cobardía. Pero ahora él, un hombre, también había traicionado a otros hombres. Se despreciaba, sentía vergüenza de sí mismo. La casa en la que vivía, su luz, el calor que la calentaba, todo había quedado reducido a astillas, a arena seca y movediza.

La amistad con Chepizhin, el amor por su hija, el afecto por su mujer, el amor desesperado por Maria Ivánovna, los pecados y las alegrías de su vida, su trabajo, su querida ciencia, el amor y la pena por su madre, todo aquello había abandonado su corazón.

¿Con qué fin había cometido ese terrible pecado? En el mundo todo era insignificante comparado con lo que había perdido. Nada valía tanto como la verdad, la pureza de un pequeño hombre, ni siquiera el imperio que se extendía del océano Pacífico al mar Negro, ni tampoco la ciencia.

Vio con claridad que no era demasiado tarde, que todavía tenía fuerzas para levantar la cabeza, para continuar siendo el hijo de su madre.

No buscaría consuelo ni justificación. Aquel acto torpe, vil, bajo le serviría de eterno reproche: se acordaría de él noche y día. ¡No, no, no! No se debía aspirar a la proeza para después enorgullecerse y jactarse.

Cada día, cada hora, año tras año, es necesario librar una lucha por el derecho a ser un hombre, ser bueno y puro. Y en esa lucha no debe haber lugar para el orgullo ni la soberbia, sólo pata la humildad. Y si en un momento terrible llega la hora desesperada, no se debe temer a la muerte, no se debe temer sí se quiere seguir siendo un hombre.

«Bueno, ya veremos —dijo—. Tal vez tendré la fuerza. Tu fuerza, mamá.»

57

Veladas en el caserío de la Lubianka…

Después de los interrogatorios, Krímov permanecía tumbado en el catre; gemía, pensaba, hablaba con Katsenelenbogen.

Ahora no le parecían tan increíbles las delirantes confesiones de Bujarin, Rícov, Kámenev y Zinóviev, el proceso de los trotskistas, de la oposición de izquierda y derecha, el destino de Búbnov, de Murálov y Shliápnikov. Desollado el cuerpo vivo de la Revolución, los nuevos tiempos se engalanaban con su piel, mientras que la carne viva, ensangrentada, las entrañas humeantes de la revolución proletaria iban directamente a la basura: la nueva época no los necesitaba. Se necesitaba la piel de la Revolución, se desollaba a los hombres todavía vivos. Los que se cubrían con la piel de la Revolución hablaban su mismo lenguaje, repetían sus gestos, pero tenían otro cerebro, otros pulmones, otro hígado, otros ojos.

¡Stalin! ¡El gran Stalin! Es probable que tuviera una voluntad de hierro, pero era más débil de carácter que cualquiera. Un esclavo del tiempo y de las circunstancias, resignado y humilde servidor del día de hoy que abre de par en par la puerta a los tiempos nuevos.

Sí, sí, si… Y los que no se postraron ante los nuevos tiempos acabaron en la basura.

Ahora sabía cómo se quebranta a un hombre. Te registran, te arrancan los botones, te quitan las gafas; todo eso despierta en el individuo la sensación de nulidad física. En el despacho del juez instructor el individuo toma conciencia de que el papel que ha desempeñado en la Revolución, en la guerra civil no significa nada; que todos sus conocimientos, su trabajo no son más que tonterías. Y Krímov llegó a una segunda conclusión: la nulidad del hombre no era sólo física.

Los que se obstinaban en defender su derecho a ser hombres eran, poco a poco, quebrantados, destruidos, rotos, roídos, cercenados para llevarlos a un nivel tal de fragilidad, porosidad, plasticidad y debilidad que no querían ya pensar en la justicia, en la libertad y ni siquiera en la paz, sólo querían que los liberasen de una vida que se había vuelto odiosa.

Los jueces de instrucción resultaban vencedores en su trabajo porque sabían que tenían que considerar al hombre como a un todo, una unidad física y espiritual. El alma y el cuerpo son vasos comunicantes y, golpeando, desmantelando el sistema defensivo de la naturaleza del hombre, el atacante encuentra siempre una brecha por la cual introducir con éxito sus tropas, apoderarse del alma y obligar al individuo a una rendición incondicional.

No tenía fuerzas para pensar en todo aquello, pero tampoco para no pensarlo.

¿Quién le había traicionado? ¿Quién le había denunciado, calumniado? Ahora sentía que estas preguntas no revestían interés para él.

Siempre se había enorgullecido de subordinar su vida a la lógica. Pero ahora ya no era así. La lógica le decía que había sido Yevguenia Nikoláyevna la que había pasado la información sobre su conversación con Trotski. Pero toda su vida actual, su lucha contra el juez instructor, su capacidad de respirar, de continuar siendo el enmarada Krímov, se fundaba en la fe en que Zhenia no tenía ninguna culpa. Se sorprendía incluso de haberlo dudado un instante. No había fuerza en el mundo capaz de obligarle a no tener fe en Zhenia. Creía en ella a pesar de que sabía que sólo ella conocía su conversación con Trotski; aunque sabía que las mujeres traicionaban, que eran débiles, y que Zhenia le había abandonado, que se había ido en un momento difícil de su vida.

Le habló a Katsenelenbogen de su interrogatorio, pero no le dijo una palabra sobre esta cuestión.

Ahora Katsenelenbogen ya no tenía ganas de bromear, no hacía el payaso.

Krímov no se había equivocado a la hora de juzgarlo. Era inteligente, pero todo lo que decía era extraño y terrible. A veces le parecía que no había nada injusto en el hecho de que un viejo chequista como él estuviera encerrado en una celda de la prisión interna de la Lubianka. No podía ser de otra manera. De vez en cuando le daba la impresión de que estaba loco.

Era un poeta, el bardo de los órganos de seguridad del Estado.

Con la voz vibrante de admiración había contado una vez a Krímov que Stalin, durante una pausa en el último congreso del Partido, preguntó a Yezhov por qué había llevado la política de represión tan lejos. Cuando Yezhov, turbado, le respondió que había seguido a rajatabla sus directrices, Stalin, el jefe de Estado, dijo con tristeza dirigiéndose a los delegados que se agolpaban a su alrededor: «Y esto lo dice un miembro del Partido».

Le contó el terror que había sentido Yagoda…

Evocaba a los grandes chequistas, apreciadores de Voltaire, conocedores de Rabelais, admiradores de Verlaine, que una vez habían dirigido el trabajo en aquella enorme casa que nunca dormía.

Le habló de un verdugo que había trabajado durante muchos años en Moscú, un viejo letón pacífico y amable que, antes de ajusticiar al condenado, le pedía permiso para dar su ropa al orfanato. Acto seguido, le habló de otro verdugo que bebía día y noche, en un estado perenne de melancolía y mal humor cuando no tenía trabajo, y que cuando le despidieron, comenzó a visitar los sovjoses de los alrededores de Moscú para sacrificar cerdos; siempre se llevaba una botella de sangre de cerdo alegando que el médico le había prescrito bebería contra la anemia.

Le relató que en 1937 ejecutaban cada noche a cientos de sentenciados «sin derecho a correspondencia», que cada noche las chimeneas del crematorio de Moscú humeaban y los Komsomoles, movilizados para ayudar con las ejecuciones y el transporte de cadáveres, acababan volviéndose locos.

Le contó el interrogatorio de Bujarin, la obstinación de Kámenev.

Una vez estuvieron hablando toda la noche hasta el amanecer.

Aquella noche el chequista le expuso su teoría. Contó a Krímov el singular destino de un nepman[13], el ingeniero Frenkel. En los albores de la NEP, Frenkel había montado en Odessa una fábrica de motores, pero a mediados de los años veinte fue arrestado y enviado a Solovki. Desde el campo de Solovki, Frenkel envió a Stalin un proyecto genial. El viejo chequista había pronunciado justamente esa palabra: «genial».

En el proyecto se hablaba detenidamente, con argumentaciones técnicas y económicas, de la utilización de un número ingente de prisioneros para construir carreteras, diques, centrales eléctricas y depósitos de agua.

El nepman detenido se convirtió en general del MGB; el Amo había apreciado la idea en su justo valor.

De la simplicidad del trabajo santificado que llevaban a cabo regimientos de reclusos condenados a trabajos forzados, de esas palas, picos, hachas y sierras irrumpió el siglo XX.

El mundo de los campos comenzó a absorber el progreso, atrajo a su órbita la locomotora eléctrica, excavadoras, niveladoras de terreno, sierras eléctricas, turbinas, cortadoras, un parque enorme de tractores y automóviles. El mundo de los campos asimiló la aviación de transporte y de pasajeros, la comunicación por radio, las máquinas automáticas, los más modernos sistemas de enriquecimiento de minerales; el mundo de los campos proyectaba, planificaba, diseñaba, generaba minas, fábricas, nuevos mares, gigantescas centrales eléctricas. Se desarrollaba impetuosamente, y las viejas prisiones de trabajo forzado parecían casi ridículas, conmovedoras, como juegos de construcción para niños.

Pero los campos, según Katsenelenbogen, quedaban regazados respecto a la vida que les nutría. Como antes, muchos científicos y especialistas no eran utilizados porque sus conocimientos no se inscribían en el campo de la técnica o la medicina…

Historiadores de fama mundial, matemáticos, astrónomos, estudiosos de la literatura, geógrafos, críticos de arte, especialistas en sánscrito o en antiguos dialectos celtas no encontraban su aplicación en el sistema del Gulag. Los campos no habían evolucionado hasta el punto de saber aprovechar las habilidades especializadas de estas gentes. Trabajaban como obreros no especializados, como «enchufados» en tareas administrativas menores o en la sección cultural y educativa, o vagaban en campos para inválidos, sin encontrar una aplicación adecuada a su preparación, a menudo extensa y de relevancia no sólo nacional.

Escuchando a Katsenelenbogen, a Krímov le parecía estar oyendo a un científico hablar de la obra más importante de su vida. No se limitaba a cantar las alabanzas del campo; se comportaba como un investigador: hacía comparaciones, ponía de manifiesto contradicciones y defectos, revelaba similitudes y contrastes.

Naturalmente, al otro lado de las alambradas de los campos también había defectos, pero de una forma bastante atenuada.

En la vida, no son pocos los casos de personas que no hacen lo que podrían, ni de la manera que desean, en las universidades, las redacciones, los institutos de investigación de la Academia.

En los campos, explicaba Katsenelenbogen, los «delincuentes comunes» dominaban a los «políticos». Depravados, incultos, perezosos, sobornables, propensos a las peleas sangrientas y a la rapiña, los comunes frenaban el desarrollo cultural y productivo de la vida de los campos.

Pero se apresuraba a añadir que, al otro lado del alambre espinoso, el trabajo de los científicos, de los más altos exponentes de la cultura, a menudo era supervisado por personas poco instruidas, incultas, limitadas.

El campo era el reflejo, por así decirlo, hiperbólico, exagerado de la vida en el exterior. Sin embargo la realidad que se daba a ambos lados de la alambrada, lejos de ser contradictoria, respondía a las leyes de la simetría.

Llegados a ese punto, Katsenelenbogen se ponía a hablar, ya no como un poeta o un filósofo, sino como un profeta.

Si se hubiera desarrollado el sistema de campos de forma audaz y consecuente, liberándolo de obstáculos y defectos, los límites habrían desaparecido. Los campos estaban destinados a fundirse con la vida del exterior. En esta fusión, en el aniquilamiento de la contraposición entre campo y vida exterior estaba la madurez, el triunfo de los grandes principios.

A pesar de todos sus defectos el sistema concentracionario presentaba una ventaja decisiva. Sólo en los campos, el principio de la libertad personal se contraponía de forma absolutamente pura al principio superior de la razón. Este principio elevaría el campo a un nivel que le permitiría autosuprimirse, fundirse con la vida de la ciudad y los pueblos.

Katsenelenbogen, que había llegado a dirigir la oficina de diseños y proyectos de un campo, estaba convencido de que los científicos e ingenieros allí recluidos estaban capacitados para resolver las cuestiones más complejas. Se sentían como pez en el agua a la hora de afrontar cualquier problema técnico o científico a escala mundial. Bastaba con dirigir a la gente con racionalidad y ofrecerles unas buenas condiciones de vida. El viejo dicho de que sin libertad no hay ciencia era simplemente ridículo.

—Cuando los niveles se igualen —dijo— y nosotros pongamos un signo de igualdad entre la vida de los campos y la vida que se desarrolla al otro lado de la alambrada, la represión ya no tendrá razón de ser, dejaremos de dictar órdenes de arresto. Derribaremos las cárceles y otros recintos de aislamiento. Bastará la sección cultural-educativa para corregir cualquier anomalía. Mahoma y la montaña irán al encuentro uno de la otra.

»La abolición de los campos será un triunfo del humanismo, y al mismo tiempo, el principio de la libertad individual, noción caótica, primitiva, del hombre de las cavernas, no volverá a resurgir; al contrario, será completamente superada.

Hizo una larga pausa y luego añadió que tal vez, en el curso de unos siglos, este mismo sistema se autosuprimiría y, de ser así, su disolución generaría la democracia y la libertad personal.

—No hay nada eterno bajo el sol —dijo—, pero no me gustaría vivir para ver ese momento.

Krímov observó:

—Sus ideas son dementes. Ésa no es el alma ni el corazón de la Revolución. Dicen que los psiquiatras que han trabajado demasiado tiempo en un manicomio acaban por volverse locos. Perdone, pero a usted no le han arrestado sin motivo. Camarada Katsenelenbogen, usted otorga a los órganos de seguridad todos los atributos de la divinidad. Ya era hora de que le retiraran de la circulación.

Katsenelenbogen asintió con aire bonachón.

—Sí, creo en Dios. Soy creyente, un viejo oscurantista. Cada época crea un Dios a su propia semejanza. Los órganos de seguridad son razonables y poderosos, dominan al hombre del siglo XX. Hubo un tiempo en que los hombres divinizaron las fuerzas de la naturaleza: los terremotos, los relámpagos, los truenos y los incendios forestales. Pero le haré notar que usted también está en prisión; yo no soy el único. Ya era hora, también, de que le pusieran a usted fuera de circulación. Un día la historia aclarará quién tiene razón, si usted o yo.

—Entretanto el viejo Dreling vuelve a su casa, al campo —le dijo Krímov, consciente de que sus palabras no le pasarían desapercibidas.

Y, en efecto, Katsenelenbogen declaró:

—Ese maldito viejo es un estorbo para mi fe.

58

Krímov oyó unas palabras pronunciadas en voz baja:

—Acaban de anunciar que nuestras tropas han liquidado por completo las últimas bolsas de resistencia enemiga en Stalingrado. Parece ser que han capturado a Paulus, pero no estoy seguro de haberlo entendido bien.

Krímov lanzó un grito, forcejeó, dio patadas contra el suelo, sintió el deseo de mezclarse con la muchedumbre de hombres enfundados en chaquetas guateadas y botas de fieltro… Sus voces amadas cubrían la conversación que se estaba manteniendo en voz baja a su lado; abriéndose camino entre las ruinas de Stalingrado, Grékov caminaba con sus andares oscilantes hacia él.

El médico que sostenía a Krímov por el brazo advirtió:

—Hay que hacer una pequeña pausa… Comenzar con las inyecciones de alcanfor. Tiene el pulso débil.

Krímov tragó una bola salada de saliva y dijo:

—No importa, continúe, ya que la medicina lo permite… Pero no conseguirán que firme.

—Firmará, firmará —intervino el juez de instrucción con un tono de benévola seguridad propia de un capataz de fábrica—. Hemos hecho firmar a otros más duros de pelar.

Tres días después, el segundo interrogatorio concluyó y Krímov regresó a su celda.

El guardián de servicio dejó a su lado un paquete envuelto en un trapo blanco.

—Firme el recibo de entrega, ciudadano detenido —dijo.

Nikolái Grigórievich leyó la lista del contenido escrita con una caligrafía familiar: cebollas, ajo, azúcar, galletas. Y abajo: «Tu Zhenia».

Dios, Dios, lloraba…

59

El 1 de abril de 1943, Stepán Fiódorovich Spiridónov recibió una copia de la resolución adoptada por el colegio del Comisariado del Pueblo de las centrales eléctricas soviéticas: debía dimitir de la central de Stalingrado, trasladarse a los Urales y asumir la dirección de una pequeña central eléctrica que se alimentaba con turba. El castigo no era demasiado duro, ya que podrían haberle sometido a juicio. Spiridónov no comentó la noticia en casa y decidió esperar la resolución de la oficina del obkom. El 4 de abril recibió una severa reprimenda por abandonar su puesto en la central sin autorización en los días más difíciles. Ésta también era una decisión indulgente: podrían haberle expulsado del Partido. Pero a Stepán Fiódorovich la decisión de la oficina del obkom no le pareció justa porque sus camaradas del obkom sabían que él había dirigido la central hasta el último día de la defensa de Stalingrado, que había partido hacia la orilla izquierda sólo cuando hubo comenzado la contraofensiva soviética y que se había ido para ver a su hija, que acababa de dar a luz en la bodega de una barcaza. En la reunión trató de protestar, pero Priajin se mostró inflexible.

—Puede interponer un recurso en la oficina de la Comisión Central de Control, pero creo que el camarada Shkiriatov juzgará que nuestra resolución es demasiado suave, demente incluso.

Stepán Fiódorovich insistió:

—Estoy convencido de que la Comisión de Control revocará la decisión.

Sin embargo, como había oído decir muchas cosas sobre Shkiriatov, tuvo miedo de interponer el recurso de apelación.

Temía y sospechaba que la severidad de Priajin no obedeciera únicamente al asunto de la central eléctrica. Priajin, por supuesto, se acordaba muy bien de las relaciones de parentesco que había entre Stepán Fiódorovich, Yevguenia Nikoláyevna Sháposhnikova y Krímov, y no veía con buenos ojos la proximidad de un hombre que sabía que él, Priajin, y el detenido Krímov eran viejos conocidos.

Y, aun queriéndolo, Priajin no hubiera podido apoyar a Spiridónov. Si lo hubiera hecho, los enemigos, que siempre gravitan en torno al poder, se habrían apresurado a informar a las autoridades competentes de que Priajin, por simpatía hacia el enemigo del pueblo Krímov, ayudaba a un pariente suyo, al cobarde desertor Spiridónov.

Pero estaba claro que si Priajin no tomaba parte en la defensa de Spiridónov no era sólo porque no pudiera, sino sobre todo porque no quería. Priajin, evidentemente, estaba al corriente de que en la central eléctrica se hospedaba la suegra de Krímov, que vivía en el piso de Spiridónov. Lo más seguro es que Priajin supiera que Yevguenia Nikoláyevna mantenía correspondencia con su madre, y que recientemente le había enviado una copia de su solicitud a Stalin.

Después de la reunión de la oficina del obkom, Voronin, el jefe de la sección del obkom del MGB, se tropezó con Spiridónov en la cantina donde éste había ido a comprar requesón y embutido, le miró de arriba abajo y le dijo con sorna:

—Así que haciendo sus compras después de recibir un buen rapapolvo. ¡Es usted un buen amo de casa!

—Es la familia, no hay nada que hacer; ahora soy abuelo —dijo Stepán Fiódorovich con una lastimosa sonrisa culpable.

Voronin también sonrió.

—Y yo que pensaba que estaba preparando un paquete.

Después de estas palabras, Spiridónov pensó: «Menos mal que me envían a los Urales. Aquí las hubiera pasado canutas. ¿Qué será de Vera y el pequeño?».

Desde la cabina del camión que le llevaba a la central eléctrica, miraba a través del cristal empañado la ciudad destruida de la cual pronto se separaría. Stepán Fiódorovich pensaba que por aquella acera, ahora cubierta de ladrillos, iba a trabajar su mujer antes de la guerra; pensaba en la red eléctrica; pensaba que los nuevos cables de Sverdlovsk pronto llegarían a la central y que él ya no estaría allí; que a su nieto, a causa de la escasa alimentación, le habían salido granos en los brazos y el pecho. «Bueno, me han echado una reprimenda, no es el fin del mundo.» No le darían la medalla «Por la defensa de Stalingrado», y por alguna razón, este pensamiento le afligía más que la inminente separación de la ciudad a la cual estaba ligada toda su vida, su trabajo, las lágrimas por Marusia. Incluso soltó una imprecación en voz alta ante la idea de la medalla que no recibiría y el conductor le preguntó:

—¿En quién está pensando, Stepán Fiódorovich? ¿O se ha olvidado algo en el obkom?

—Sí, sí —dijo Stepán Fiódorovich—. Sin embargo, el obkom no se ha olvidado de mí.

El apartamento de los Spiridónov era húmedo y frío. En sustitución de los cristales rotos habían insertado láminas de contrachapado y fijado tablas, el estucado se había desprendido de las paredes, tenían que llevar el agua en cubos hasta el tercer piso, las habitaciones se calentaban con pequeñas estufas hechas de hojalata. Una de las habitaciones estaba cerrada y la cocina sólo la utilizaban como despensa, para guardar madera y patatas.

Stepán Fiódorovich, Vera y su hijo, y Aleksandra Vladímirovna, que se había reunido con ellos desde Kazán, vivían en la habitación grande, el antiguo comedor. En la habitación pequeña al lado de la cocina, que antes era la de Vera, se alojaba ahora el viejo Andréyev.

Stepán Fiódorovich también habría podido reparar los techos, enyesar las paredes, instalar estufas de ladrillos, porque en la central eléctrica tenia material y hombres a mano. Pero Stepán Fiódorovich, por lo general un hombre enérgico y práctico, no había querido, por alguna razón, embarcarse en esos trabajos.

Vera y Aleksandra Vladímirovna, aparentemente, se encontraban a gusto viviendo entre las ruinas de la guerra; en el fondo la vida de antes de la guerra se había venido abajo, así que ¿para qué rehabilitar el piso, si sólo les recordaría todo lo que habían perdido?

Algunos días después de la llegada de Aleksandra Vladímirovna la nuera de Andréyev, Natalia, llegó de Leninsk. Allí había discutido con la hermana de la difunta Várvara Aleksándrovna, le había dejado temporalmente a su hijo y se había presentado en la central eléctrica para quedarse una temporada con el suegro.

Andréyev, al ver a su nuera, se enfureció y le dijo:

—No te llevabas bien con mi mujer y ahora, por derecho de sucesión, no te llevas bien con su hermana. ¿Cómo has dejado allí a Volodka?

La vida de Natalia en Leninsk debía de ser muy dura. Al entrar en la habitación de Andréyev, miró el techo, las paredes, y dijo: «¡Qué bonito!», aunque fuera difícil apreciar algo bonito en la tabla que colgaba del techo, en el montón de yeso que se apiñaba en un rincón, en el tubo deformado de la estufa.

La única luz que entraba en la habitación procedía de un pequeño trozo de cristal colocado en la construcción de tablas que tapaba la ventana. Esa improvisada ventana daba a un paisaje poco alegre: sólo ruinas, restos de contramuro pintados según los pisos de azul y rosa, el hierro de un techo arrancado…

Poco después de llegar a Stalingrado, Aleksandra Vladímirovna cayó enferma, y a causa de ello tuvo que aplazar el viaje a la ciudad para ir a ver lo que quedaba de su casa destruida y quemada.

Los primeros días, sobreponiéndose a la enfermedad, ayudaba a Vera: encendía la estufa, lavaba y ponía a secar los pañales sobre el tubo de la estufa de hojalata, transportaba al rellano de las escaleras trozos de yeso, incluso trataba de subir agua. Pero se sentía cada vez peor, tenía escalofríos en la habitación caldeada, y en la cocina fría de pronto la frente se le cubría de sudor.

Aleksandra Vladímirovna no quería quedarse en cama y no se quejaba de su malestar. Pero una mañana, cuando entraba en la cocina a buscar leña, se desmayó, cayó y se hizo un corte profundo en la cabeza. Stepán Fiódorovich y Vera la metieron en la cama.

Cuando se hubo recuperado un poco, llamó a Vera y le dijo:

—Sabes, ha sido más duro para mí vivir en Kazán con Liudmila que aquí contigo. No he venido aquí sólo por vosotros, sino también por mí. Sólo temo ser una carga para ti mientras no me ponga en pie.

—Abuela, estoy tan contenta de que te encuentres bien con nosotros —dijo Vera.

Pero efectivamente, Vera debía enfrentarse a muchas dificultades. Todo lo conseguía con gran esfuerzo: el agua, la madera, la leche. El patio se calentaba con el sol, mientras que las habitaciones estaban frías y húmedas y tenía que alimentar continuamente la estufa.

El pequeño Mitia tenía dolor de barriga, de noche no hacía otra cosa que llorar y la leche de la madre no le bastaba. Vera se afanaba todo el día entre la habitación y la cocina, salía a buscar leche y pan, hacía la colada, lavaba los platos, subía cubos de agua. Las manos se le habían puesto rojas y tenía la cara curtida por el viento y cubierta de manchas. Extenuada por un trabajo que no tenía fin, el corazón le oprimía con un peso monótono y plúmbeo. No se peinaba, raras veces se lavaba, no se miraba al espejo; señales de que la vida la había abatido. Las ganas de dormir la torturaban. Por la noche le dolían los brazos, las piernas, los hombros; anhelaban reposo. Se acostaba para dormir y Mitia rompía a llorar. Se levantaba, le amamantaba, le cambiaba los pañales, le mecía caminando por la habitación. Una hora más tarde, el niño empezaba a llorar de nuevo y ella volvía a levantarse. Al amanecer el pequeño se despertaba para ya no volverse a dormir, y en la penumbra daba inicio un nuevo día; exhausta por la noche en vela, con la cabeza pesada y confusa, iba a la cocina a buscar leña, atizaba el fuego de la estufa, poma agua a calentar para el té de su padre y su abuela, y comenzaba a hacer la colada. Pero lo sorprendente es que ya no se enfadaba por nada, se había vuelto dócil y paciente.

La llegada de Natalia de Leninsk alivió en cierta medida la dura vida de Vera.

Poco después de la llegada de la nuera, Andréyev se había marchado a pasar unos días a su ciudad, al norte de Stalingrado. Tal vez quería ver su casa y su fábrica, tal vez estaba enfadado con su nuera, que había dejado al nieto en Leninsk, tal vez le fastidiaba que ella se comiera el pan de los Spiridónov. El hecho es que se fue dejándole su tarjeta de racionamiento.

Natalia, sin descansar ni siquiera el día de su llegada, se puso a ayudar a Vera.

Con qué energía y generosidad trabajaba, qué ligeros se volvían los pesados cubos, la tina llena de agua, el saco de carbón, apenas sus manos fuertes y jóvenes se ponían manos a la obra.

Ahora Vera podía salir media horita con Mitia; se sentaba sobre una piedra; miraba cómo brillaba el agua primaveral, el vapor que se levantaba de la estepa.

Todo a su alrededor estaba silencioso. La guerra se encontraba a cientos de kilómetros de distancia de Stalingrado, pero la tranquilidad no volvió con la calma. Con la calma había llegado la tristeza, y parecía que las cosas eran más fáciles cuando en el aire resonaba el gemido de los aviones alemanes, cuando retumbaban las explosiones de los proyectiles y la vida estaba llena de fuego, miedo y esperanza.

Vera observaba la carita de su hijo, cubierto de granos purulentos, y le embargaba la piedad, la misma terrible piedad que sentía por Víktorov: «¡Dios mío, pobre Vania, qué niño tan débil, esmirriado y llorón ha tenido!».

Luego subía las escaleras sembradas de basura y cascajos de ladrillo hasta el tercer piso, se ponía a trabajar, y la angustia se ahogaba en las tareas de la casa, en el agua jabonosa turbia, en el humo de la estufa, en la humedad que rezumaban las paredes.

La abuela la llamaba a su habitación, le acariciaba el cabello, y en los ojos de Aleksandra Vladímirovna, siempre serenos y claros, asomaba una expresión de ternura y tristeza insoportables.

Vera no había hablado ni una sola vez de Víktorov; ni con su padre, ni con su abuela, ni siquiera con el pequeño Mitia de cinco meses.

Después de la llegada de Natalia, todo en el apartamento había cambiado. Natalia había raspado el moho de las paredes, blanqueó los rincones oscuros, limpió la mugre que parecía incrustada en las tablas del entarimado. Incluso acometió la ingente tarea de limpiar la suciedad de la escalera, peldaño a peldaño, un trabajo que Vera había aplazado hasta la llegada del buen tiempo.

Se pasó medio día reparando el largo tubo de la estufa, que parecido a una boa negra se retorcía espantosamente. De la juntura goteaba un líquido alquitranoso que formaba charcos en el suelo. Natalia le pasó una capa de cal, lo enderezó, lo ajustó con alambres y colgó latas de conserva vacías donde caería el líquido.

Desde el primer día había hecho buenas migas con Aleksandra Vladímirovna, aunque se habría podido suponer que aquella chica ruidosa e impertinente, a la que le gustaba contar historias un poco subidas de tono, no sería del agrado de Sháposhnikova. En poco tiempo Natalia había hecho numerosas amistades: el electricista, el mecánico de la sala de turbinas, los chóferes de los camiones.

Un día Alexandra Vladímirovna dijo a Natalia, que volvía de hacer cola en la tienda:

—Natasha, alguien ha preguntado por usted, un militar.

—Un georgiano, ¿verdad? —dijo Natasha—. Si vuelve mándele a paseo. Se le ha metido en la cabeza pedirme matrimonio, a ese narizotas.

—¿Así de rápido? —se sorprendió Aleksandra Vladímirovna.

—¿Y cuánto tiempo necesita? Después de la guerra quiere llevarme a Georgia con él. Se debe de creer que le lavaré la escalera.

Por la noche dijo a Vera:

—¿Y si fuéramos a la ciudad? Ponen una película. Mishka, el conductor, nos llevará en camión. Tú te metes en la cabina con el pequeño, y yo en la parte trasera.

Vera negó con la cabeza.

—Ve —la animó Aleksandra Vladímirovna—. Si me encontrara mejor, iría con vosotras.

—No, no, ni hablar.

—Hay que vivir —dijo Natalia—; esto parece un centro de reunión de viudos y viudas.

Luego añadió en tono de reproche:

—Tú te quedas siempre en casa, no quieres ir a ninguna parte, y ni siquiera cuidas bien de tu padre. Ayer hice la colada, y su ropa interior y sus calcetines están llenos de agujeros.

Vera tomó al bebé en brazos y se fue con él a la cocina.

—Mitenka, ¿verdad que tu madre no es una viuda?

Aquellos días Stepán Fiódorovich colmaba de atenciones a Aleksandra Vladímirovna: por dos veces le trajo al médico de la ciudad, ayudaba a Vera a ponerle las ventosas; a veces le deslizaba en la mano un bombón diciendo:

—«No se lo dé a Vera, a ella ya le he dado uno. Éste es especialmente para usted. Lo he comprado en la cantina».

Aleksandra Vladímirovna comprendía que a Stepán Fiódorovich le abrumaban las preocupaciones. Pero cuando le preguntaba si tenía noticias del obkom, él negaba con la cabeza y cambiaba de tema.

Sólo la tarde en que le anunciaron que su caso sería revisado, Stepán Fiódorovich, de regreso en casa, se había sentado en la cama al lado de Aleksandra Vladímirovna y había dicho:

—¡En qué lío estoy metido! Marusia se habría vuelto loca si lo hubiera sabido.

—Pero ¿de qué le acusan?

—De todo —respondió.

Entraron en la habitación Natalia y Vera, y la conversación se interrumpió.

Aleksandra Vladímirovna, mirando a Natalia, pensaba que la vida no podría doblegar a una belleza así de fuerte y obstinada. Todo era bello en Natalia: su cuello, su busto joven, las piernas, los enérgicos brazos desnudos casi hasta los hombros. «Un filósofo sin filosofía», pensó Aleksandra Vladímirovna. Había observado a menudo que las mujeres acostumbradas a la comodidad, cuando se encontraban en condiciones difíciles se marchitaban, dejaban de cuidar su aspecto físico, como había hecho Vera. A ella le gustaban las temporeras, las que trabajaban en la industria pesada, las mujeres que vivían en las barracas, trabajando entre el polvo y el barro, pero que se hacían la permanente, se miraban al espejo, se empolvaban la nariz pelada: pájaros obstinados que durante el mal tiempo, a pesar de todo, entonaban su canto.

Stepán Fiódorovich también miraba a Natalia; luego cogió del brazo a Vera, la atrajo hacia él, la abrazó y como para pedirle perdón la besó.

Aleksandra Vladímirovna exclamó, sin venir a cuento:

—¿Qué tienes, Stepán? ¡Todavía es pronto para morir! Yo, que soy vieja, tengo la intención de curarme para seguir viviendo en este mundo.

Él le lanzó una rápida ojeada y sonrió. Entretanto Natalia llenó una palangana de agua caliente, la dejó en el suelo, al lado de la cama, y poniéndose de rodillas dijo:

—Aleksandra Vladímirovna, voy a lavarle los pies. Ahora la habitación está bastante caldeada.

—¿Qué hace, idiota? ¿Se ha vuelto loca? ¡Levántese ahora mismo! —gritó Aleksandra Vladímirovna.

60

Durante la tarde Andréyev regresó de la colonia de la fábrica de tractores.

Entró en la habitación para ver a Aleksandra Vladímirovna y su cara huraña sonrió; aquel era el primer día que se había levantado de la cama; pálida y delgada, estaba sentada a la mesa, con las gafas sobre la nariz; leía un libro.

Le contó que había empleado mucho tiempo en localizar su casa, porque toda la zona estaba surcada de trincheras, cráteres de obús, escombros y zanjas.

En la fábrica había mucha gente, a cada hora llegaba gente nueva e incluso había policía. No había averiguado nada sobre los combatientes de las milicias populares. Los enterraban, y seguían encontrando más en las trincheras y en los sótanos. Y por todos lados, chatarra, cascos…

Aleksandra Vladímirovna le preguntaba si había tenido dificultades para encontrar dónde dormir y para comer, si los hornos habían sufrido daños, si los obreros tenían provisiones, si había visto al director.

Por la mañana, antes de que Andréyev llegara, Aleksandra Vladímirovna había dicho a Vera:

—Siempre me he reído de los presentimientos y las supersticiones, pero hoy, por primera vez en mi vida, tengo el claro presentimiento de que Pável Andréyevich traerá noticias de Seriozha.

Pero se equivocó.

Lo que contaba Andréyev era importante, independientemente de que le escuchara una persona feliz o infeliz. Los obreros le habían dicho a Andréyev que no había provisiones, no recibían su salario, en los sótanos y refugios hacía frío y había humedad. El director ya no era el mismo hombre que solía ser; antes, cuando los alemanes atacaban, era amigo de todos en los talleres, pero ahora ya no les hablaba; le habían construido una casa y le habían mandado un coche desde Sarátov.

—Es cierto que la vida en la central eléctrica no es fácil, pero se pueden contar con los dedos de la mano las personas que están resentidas con Stepán Fiódorovich: se ve claramente que se preocupa por todos.

—La situación es triste —sentenció Aleksandra Vladímirovna—. ¿Qué ha decidido, Pável Andréyevich?

—He venido a despedirme; vuelvo a casa, aunque ya no tengo casa. He encontrado una vivienda en un sótano.

—Hace lo correcto —aprobó Aleksandra Vladímirovna—. Su vida está allí, sea cual sea.

—Mire lo que he encontrado en el suelo —dijo, y sacó del bolsillo un dedal oxidado.

—Pronto iré a la ciudad, a mi casa, en la calle Gógol, a desenterrar trozos de metal y cristal —observó Aleksandra Vladímirovna—. Tengo muchas ganas de ir a mi casa.

—¿No se habrá levantado de la cama demasiado pronto? Está usted muy pálida.

—Su relato me ha trastornado. Me habría gustado que las cosas hubieran sido diferentes es esta tierra santa.

Andréyev tosió ligeramente.

—Recuerde lo que dijo Stalin hace dos años: hermanos y hermanas… Pero ahora que los alemanes han sido derrotados, al director le han dado una casa, no se puede hablar con él sin acordar cita previa, y los hermanos y hermanas viven en refugios subterráneos.

—Sí, sí, no hay nada bueno en todo esto —dijo Aleksandra Vladímirovna—. Y de Seriozha, ninguna noticia, como si se lo hubiera tragado la tierra.

Por la tarde llegó de la ciudad Stepán Fiódorovich. Cuando había partido para Stalingrado aquella mañana no había dicho a nadie que la oficina del obkom revisaría su caso.

—¿Ha vuelto Andréyev? —preguntó con voz entrecortada, imperiosamente—. ¿No se sabe nada de Seriozha?

Aleksandra Vladímirovna negó con la cabeza.

Vera se dio cuenta enseguida de que su padre había bebido. Se notaba en su manera de abrir la puerta, en sus ojos tristes, animados y brillantes; se veía en cómo había dejado sobre la mesa unos dulces comprados en la ciudad, en cómo se había quitado el abrigo y hacía preguntas.

Se acercó a Mitia, que dormía en la cesta de la ropa, y se inclinó sobre él.

—¡No le eches el aliento! —le advirtió Vera.

—¡No es nada, deja que se acostumbre! —dijo Spiridónov, alegre.

—Siéntate a comer. Seguro que te has puesto a beber sin comer nada. Hoy la abuela se ha levantado de la cama por primera vez.

—Esa sí que es una buena noticia —exclamó Stepán Fiódorovich, y dejó caer la cuchara en la sopa, salpicándose la chaqueta.

—Hoy ha bebido usted a conciencia, Stepochka —observó Aleksandra Vladímirovna—. ¿A qué se debe tanta alegría?

Él apartó el plato.

—Venga, come —dijo Vera.

—Así es como está el asunto, queridos míos —dijo en voz baja Stepán Fiódorovich—. Tengo una noticia. Mi caso se ha cerrado. He recibido una severa admonición del Partido y la orden por parte del Comisariado del Pueblo de transferirme a la provincia de Sverdlovsk, a una pequeña central eléctrica que funciona a base de turba, de tipo rural. En una palabra, soy un hombre venido a menos. Me pagarán dos mensualidades por anticipado y me procurarán alojamiento. Mañana comenzaré con los trámites. Recibiremos cartillas para el viaje.

Aleksandra Vladímirovna y Vera intercambiaron una mirada, y luego Aleksandra Vladímirovna dijo:

—Es un motivo de peso para beber; nada que objetar.

—Y usted, mamá, en los Urales tendrá una habitación sólo para usted, la mejor —dijo Stepán Fiódorovich.

—Pero si lo más probable es que no le den más que una habitación —exclamó Aleksandra Vladímirovna.

—Da lo mismo, mamá, será suya.

Era la primera vez en su vida que Stepán Fiódorovich la llamaba «mamá». Y debía de ser por la borrachera, pero le habían asomado lágrimas a los ojos.

Entró Natalia y Stepán Fiódorovich, para cambiar de conversación, preguntó:

—Y entonces, ¿qué cuenta nuestro viejo a propósito de las fábricas?

—Pável Andréyevich le ha estado esperando —respondió Natasha—, pero ahora ya está dormido.

Se sentó a la mesa, aguantándose las mejillas con los puños, y dijo:

—Pável Andréyevich afirma que los obreros en las fábricas se ven obligados a cocinar semillas; es el alimento principal.

Y de repente preguntó:

—Stepán Fiódorovich, ¿es verdad que se va?

—¡Ah, vaya! Yo también lo he oído decir —respondió él, en un tono alegre.

—Los obreros están muy apenados —añadió ella.

—No hay nada de lo que apenarse. El nuevo jefe, Tishka Batrov, es un buen hombre. Estudiamos juntos en el instituto.

—¿Quién os zurcirá tan artísticamente los calcetines? —intervino Aleksandra Vladímirovna—. Vera no sabe.

—Efectivamente, ése es un problema serio —reconoció Stepán Fiódorovich.

—Es preciso que te lleves a Natasha —propuso Aleksandra Vladímirovna.

—¡Claro! —dijo Natasha—. ¡Yo iría!

Se echaron a reír, pero el silencio que siguió a esa broma fue vergonzoso, tenso.

61

Aleksandra Vladímirovna decidió ir a Kúibishev con Stepán Fiódorovich y Vera: tenía la intención de instalarse durante algún tiempo en casa de Yevguenia Nikoláyevna.

El día antes de su partida, Aleksandra Vladímirovna pidió al nuevo director un coche para dar una vuelta por la ciudad y ver las ruinas de su casa.

Durante el trayecto preguntaba al conductor:

—¿Qué es eso de allí? ¿Qué había antes?

—¿Antes de qué? —preguntaba el conductor, irritado.

En las ruinas de la ciudad quedaban al descubierto, como por estratos, tres tipos de vida: la preguerra, el periodo de la batalla y el tiempo actual, en que la vida buscaba retomar su rumbo pacífico. La casa que una vez había albergado una tintorería y un pequeño taller de arreglos de ropa tenía las ventanas tapiadas con ladrillos, y durante los combates, a través de las aspilleras practicadas en las paredes, habían hecho fuego las ametralladoras de una división de granaderos alemana. Ahora, a través de las mismas aspilleras, se distribuía el pan a las mujeres que hacían cola.

Entre las ruinas habían aflorado los búnkeres y los refugios subterráneos donde se habían alojado soldados, Estados Mayores, radiotransmisores. Allí se habían redactado informes y recargado metralletas; y se habían utilizado como almacén de cintas de ametralladora. Y ahora de las chimeneas emanaba un humo pacífico, al lado de los refugios se secaba la ropa blanca y los niños jugaban.

De la guerra había surgido la paz, una paz pobre, miserable, casi tan ardua como la guerra.

Los prisioneros trabajaban limpiando las montañas de escombros de las calles principales. La gente hacía cola con bidones en las manos ante las tiendas de comestibles instaladas en los sótanos. Los prisioneros rumanos buscaban con indolencia entre las ruinas y desenterraban cadáveres. No veía a militares, sólo de vez en cuando asomaba algún marinero, y el conductor le explicó que la flotilla del Volga se había quedado en Stalingrado para limpiar el terreno de minas. En muchos lugares se apilaban tablas nuevas, troncos, sacos de cemento. Había comenzado la entrega de material para la reconstrucción. En algunas partes, entre las ruinas, se habían asfaltado de nuevo las calzadas.

Una mujer que empujaba un carretón cargado con fardos caminaba a lo largo de una plaza vacía y dos niños la ayudaban tirando de las cuerdas atadas a los varales.

Todos querían volver a casa, a Stalingrado, mientras que Aleksandra Vladímirovna había llegado y volvía a marcharse.

La mujer preguntó al conductor:

—¿Lamenta que Spiridónov se vaya de la central eléctrica?

—¿A mí qué más me da? Spiridónov me hacía correr de un lado para otro, el nuevo hará lo mismo. Tanto monta. Me firma la hoja de ruta y me pongo en camino.

—Y eso de ahí, ¿qué es? —preguntó ella, indicando una amplia pared ennegrecida por las llamas, donde se abrían los ojos desencajados de las ventanas.

—Oficinas varias. Lo mejor sería que fuera para la gente.

—Y antes, ¿qué había?

—Antes aquí estaba instalado Paulus. Aquí es donde le cogieron.

—¿Y antes de eso?

—¿No lo reconoce? Los grandes almacenes.

Parecía que la guerra hubiera hecho retroceder a la antigua Stalingrado. Era fácil imaginarse cómo los oficiales alemanes salían del sótano, cómo el mariscal de campo caminaba a lo largo de esa pared llena de hollín mientras los centinelas se cuadraban a su paso. ¿Es posible que fuera allí donde había comprado tela para un abrigo, el reloj que le había regalado a Marusia por su cumpleaños, que hubiera ido allí con Seriozha para comprarle unos patines en la sección de deportes de la segunda planta?

Aquellos que van a visitar el Malájov Kurgán, Verdún, el campo de batalla de Borodinó deben de encontrar extraño ver a los niños, a las mujeres haciendo la colada, un carro cargado de heno, un viejo campesino con el rastrillo en la mano… Ahí donde ahora crece la viña marchaban columnas de poilus[14], avanzaban los camiones cubiertos de toldos; ahí donde ahora está la isba, el rebaño famélico del koljós, los manzanos, marchaba la caballería de Murat, y desde ahí, Kutúzov, sentado en un sillón, con un gesto de tu mano senil, mandaba al contraataque a la infantería rusa. Sobre el cerro, donde las gallinas y las cabras polvorientas buscan briznas de hierba entre las piedras, estaba Najímov, y desde ahí se lanzaban las bombas luminosas descritas por Tolstói, ahí gritaban los heridos, silbaban las balas inglesas.

Aleksandra Vladímirovna, de la misma manera, encontraba insólito esas mujeres haciendo cola, esas chozas, esos hombres descargando tablas, las camisas secándose en los cordeles, las sábanas remendadas, las medias que se enroscaban como serpientes, los anuncios fijados en las paredes muertas…

Percibía hasta qué punto la vida de hoy era insípida para Stepán Fiódorovich, que contaba las discusiones que estallaban en el raikom a propósito de la distribución de la fuerza de trabajo, de las tablas, del cemento; comprendía por qué le aburrían los artículos del Pravda de Stalingrado sobre la clasificación de los escombros, la limpieza de las calles, la construcción de baños públicos, de cantinas obreras. Él se animaba cuando le hablaba de los bombardeos, de los incendios, de las visitas del comandante Shumílov a la central eléctrica, de los tanques alemanes que descendían de las colinas y de los artilleros soviéticos que se oponían a los tanques con el fuego de sus cañones. En esas calles era donde se había decidido el destino de la guerra. El desenlace de esa batalla había establecido la configuración del mapa del mundo de la posguerra, la medida de la grandeza de Stalin o del terrible poder de Adolf Hitler. Durante noventa días la sola palabra Stalingrado había hecho vivir, respirar y delirar al Kremlin y Berchtesgaden.

Era Stalingrado la que determinaría la filosofía de la Historia y los sistemas sociales del futuro. La sombra del destino del mundo ocultó a los ojos de los hombres la ciudad que en un tiempo había conocido una vida normal y corriente. Stalingrado se convirtió en la señal del futuro.

La vieja mujer, al acercarse a su casa, se encontraba sin darse cuenta bajo el poder de las fuerzas que se habían manifestado en Stalingrado, aquel lugar donde ella había trabajado, criado a su nieto, escrito cartas a sus hijas, enfermado de gripe, se había comprado zapatos.

Pidió al conductor que se detuviera, se apeó del vehículo. Abriéndose camino con dificultad a través de la calle desierta, todavía sembrada de escombros, contemplaba las ruinas y reconocía vagamente los restos de las casas vecinas a la suya.

El muro de su casa que daba a la calle todavía estaba en pie y a través de las ventanas abiertas, Aleksandra Vladímirovna entrevió con sus viejos ojos hipermétropes las paredes de su apartamento, reconoció la pintura azul y verde descolorida. Pero las habitaciones no tenían suelo ni techo, no había escalera por la que subir. Las huellas del incendio habían quedado impresas en los ladrillos, a menudo hechos añicos por las explosiones.

Con una fuerza brutal que le sacudió el alma, percibió toda su vida: sus hijas, su desdichado hijo, su nieto Seriozha, las pérdidas irreparables y su cabeza gris, sin un techo. Una mujer débil, enferma, con el abrigo raído y los zapatos destaconados miraba las ruinas de su casa.

¿Qué le deparaba el futuro? A sus setenta años, era una incógnita. «Queda vida por delante», pensó Aleksandra Vladímirovna. ¿Qué sería de aquellos que amaba? No lo sabía. Un cielo primaveral la miraba a través de las ventanas vacías de su casa.

La vida de sus seres queridos era un desbarajuste, una vida embrollada, confusa, repleta de dudas, de desgracias, de errores. ¿Cómo viviría Liudmila? ¿Cómo acabaría la discordia de su familia? ¿Y Seriozha? ¿Estaba vivo? ¡Qué difícil era la vida para Víktor Shtrum! ¿Qué pasaría con Stepán Fiódorovich y Vera? ¿Sería capaz Stepán de construir una nueva vida, encontraría la paz? ¿Qué camino seguiría Nadia, inteligente, buena y también mala? ¿Y Vera? ¿Sucumbiría a la soledad, las necesidades, las estrecheces diarias? ¿Qué ocurrirá con Yevguenia? ¿Seguiría a Krímov a Siberia, iría a parar a un campo, moriría como ha muerto Dmitri? ¿El Estado perdonaría a Seriozha ser hijo de un padre y una madre muertos en un campo, a pesar de ser inocentes?

¿Por qué su vida era tan enmarañada, tan confusa?

Y aquellos que habían muerto, asesinados, ejecutados, mantenían su relación con los vivos. Aleksandra Vladímirovna recordaba sus sonrisas, sus bromas, su risa, sus ojos tristes y desconcertados, su desesperación y su esperanza.

Mitia, abrazándola, le había dicho: «No pasa nada, mamá, sobre todo no te preocupes por mí, también en el campo hay buena gente». Sofia Levinton, su pelo negro, el labio superior cubierto de vello, joven, combativa y alegre, declama versos. Ania Shtrum, pálida, siempre triste, inteligente y bromista. Tolia comía de mala manera, con gula, los macarrones con queso rallado, le irritaba oírle comer ruidosamente; nunca quería echarle una mano a Liudmila: «¿Es mucho pedir que vayas por un vaso de agua…?». «Vale, vale, te lo traigo, pero ¿por qué no se lo pides a Nadia?» ¿Y mi pequeña Marusia? Zhenia siempre se burlaba de tus sermones de maestra, enseñaste, enseñaste a Stepán a ser un hombre recto… Te ahogaste en el Volga con el pequeño Slava Beriozkin, con la vieja Várvara Aleksándrovna. «Explíqueme, Mijaíl Sídorovich.» Dios mío, ¿qué puede explicarme ahora…?

Caóticos, siempre llenos de penas, sufrimientos secretos, dudas, esperaban la felicidad. Algunos iban a verla, otros le escribían cartas, y en ella persistía siempre un extraño sentimiento: la familia era grande y estaba unida, pero en un rincón de su corazón anidaba la sensación de su propia soledad.

Y ahí estaba, una mujer vieja ahora; vive esperando el bien, cree, teme el mal, llena de angustia por los que viven y también por los que están muertos; ahí está, mirando las ruinas de su casa, admirando el cielo de primavera sin saber que lo está admirando, preguntándose por qué el futuro de los que ama es tan oscuro y sus vidas están tan llenas de errores, sin darse cuenta de que precisamente esa confusión, esa niebla y ese dolor aportan la respuesta, la claridad, la esperanza, sin darse cuenta de que en lo más profundo de su alma ya conoce el significado de la vida que le ha tocado vivir, a ella y a los suyos. Y aunque ninguno de ellos pueda decir qué les espera, aunque sepan que en una época tan terrible el ser humano no es ya forjador de su propia felicidad y que sólo el destino tiene el poder de indultar y castigar, de ensalzar en la gloria y hundir en la miseria, de convertir a un hombre en polvo de un campo penitenciario, sin embargo ni el destino ni la historia ni la ira del Estado ni la gloria o la infamia de la batalla tienen poder para transformar a los que llevan por nombre seres humanos. Fuera lo que fuese lo que les deparara el futuro —la fama por su trabajo o la soledad, la miseria y la desesperación, la muerte y la ejecución—, ellos vivirán como seres humanos y morirán como seres humanos, y lo mismo para aquellos que ya han muerto; y sólo en eso consiste la victoria amarga y eterna del hombre sobre las fuerzas grandiosas e inhumanas que hubo y habrá en el mundo.

62

Aquel día la cabeza no sólo le daba vueltas a Stepán Fiódorovich, que se había puesto a beber desde la mañana. Aleksandra Vladímirovna y Vera se encontraban en un estado de nerviosismo febril antes de la partida. Los obreros pasaban continuamente y preguntaban por Spiridónov, pero él estaba arreglando algunos asuntos pendientes, había ido al raikom a buscar su nuevo destino, telefoneaba a sus amigos, puso en orden sus documentos en la comisaría militar, iba a los talleres charlando, bromeando, y cuando se quedó solo, en la sala de turbinas, pegó la mejilla al volante frío, inmóvil y, cansado, cerró los ojos.

Entretanto Vera empaquetaba sus pertenencias, secaba los pañales sobre la estufa, preparaba para Mitia los biberones con leche hervida, metía el pan en una bolsa. Estaba a punto de separarse para siempre de Víktorov y de su madre. Se quedarían solos; nadie aquí pensaría ni se preocuparía de ellos.

Le consolaba el pensamiento de que ahora era la mayor de la familia. Ahora era la más tranquila, la que mejor aceptaba las dificultades de la vida.

Aleksandra Vladímirovna mirando los ojos de su nieta, irritados por la falta de sueño, le dijo:

—Así es la vida. Vera. No hay nada más difícil que abandonar la casa donde se ha sufrido tanto.

Natasha se puso a cocinar unas empanadas a los Spiridónov para el viaje. Salió por la mañana, cargada de leña y provisiones, a casa de una conocida que tenía una estufa rusa; preparó el relleno y extendió la masa. Su cara, enrojecida por el trabajo en el horno, había rejuvenecido y embellecido. Se miraba al espejo riendo, se empolvaba la nariz y las mejillas de harina, pero cuando su conocida salía de la habitación, Natalia lloraba y las lágrimas caían sobre la pasta.

Al final su amiga se dio cuenta de que estaba llorando y le preguntó:

—¿Qué tienes, Natasha? ¿Por qué lloras?

—Me había acostumbrado a ellos. La vieja es buena, Vera me da pena, y también el huérfano.

La mujer escuchó con atención sus explicaciones y dijo:

—Mientes, Natasha, tú no lloras por la vieja.

—Sí, sí, es verdad —admitió Natasha.

El nuevo director prometió dejar marchar a Andréyev, pero le exigió que se quedara en la central eléctrica otros cinco días más. Natalia anunció que se quedaría esos cinco días y que luego se reuniría con su hijo en Leninsk.

—Y una vez allí —dijo—, ya veremos dónde vamos a parar.

—¿Qué es lo que verás? —preguntó su suegro.

Natasha no respondió. Lo más probable es que había llorado porque no veía nada.

Pável Andréyevich no quería que su nuera se preocupara por él; y Natasha tenía la sensación de que su suegro recordaba las discusiones que había tenido con su mujer, Várvara Aleksándrovna, que la juzgaba, que no la perdonaba.

A la hora de comer, Stepán Fiódorovich volvió a casa y contó cómo se habían despedido de él los obreros en la sala de máquinas.

—Por aquí durante toda la mañana también ha habido un ir y venir de gente que preguntaba por usted —dijo Aleksandra Vladímirovna—. Al menos han venido cinco o seis personas que querían verle.

—Bueno, ¿está todo listo? El camión llegará a las cinco en punto —y sonrió—. Hay que darle las gracias a Batrov por ello.

Todos sus asuntos estaban en orden, el equipaje preparado, pero Spiridónov todavía se sentía nervioso, excitado, embriagado. Comenzó a cambiar de sitio las maletas, repasó los nudos de los fardos, como si estuviera impaciente por partir.

Luego Andréyev regresó de la oficina, y Stepán Fiódorovich le preguntó:

—¿Cómo va todo por ahí? ¿Ha llegado el telegrama de Moscú a propósito de los cables?

—No, no ha llegado ningún telegrama.

—¡Hijos de perra! Sabotean todo el trabajo. Las construcciones de primer orden habrían podido estar listas para las fiestas de mayo.

Andréyev dijo a Aleksandra Vladímirovna:

—Está loca, ¿cómo le ha dado por embarcarse en este viaje?

—No se preocupe, soy una mujer resistente. Además, ¿qué voy a hacer, sino? ¿Volver a mi piso de la calle Gógol? Y aquí los pintores ya han pasado a ver los trabajos que hay que hacer para el nuevo director.

—¿No podría esperarse un día al menos, ese descarado? —observó Vera.

—¿Por qué descarado? —dijo Aleksandra Vladímirovna—. La vida continúa.

Stepán Fiódorovich preguntó:

—¿Está preparada la comida? ¿A qué esperamos?

—A Natasha con las empanadas.

—Sí, sí, esperando las empanadas, perderemos el tren —dijo Stepán Fiódorovich.

No tenía apetito, pero había reservado vodka para la comida de despedida, y tenía muchas ganas de beber.

Le hubiera gustado mucho pasar por su despacho, aunque sólo fuera unos minutos, pero eso habría estado fuera de lugar: Batrov mantenía una reunión con varios responsables de diferentes talleres. La amargura acrecentaba en él el deseo de beber y no dejaba de sacudir la cabeza: «Vamos a llegar tarde, vamos a llegar tarde».

Había algo agradable en esa espera de Natasha, en ese temor a llegar tarde, pero no lograba comprender el motivo. No se daba cuenta de que se debía a que le recordaba otras ocasiones antes de la guerra, cuando su mujer y él se preparaban para ir al teatro, y él miraba el reloj y repetía desolado: «Vamos a llegar tarde».

Aquel día habría querido oír hablar bien de él, y ese deseo le hacía aún más desgraciado.

—¿Por qué deberían compadecerse de mí? Soy un desertor y un cobarde. Aún tendré la desfachatez de exigir que me den una medalla por haber participado en la defensa.

—Venga, vamos a comer —dijo Aleksandra Vladímirovna, al ver que Stepán Fiódorovich estaba fuera de sí.

Vera trajo la olla de sopa y Spiridónov sacó la botella de vodka. Aleksandra Vladímirovna y Vera declinaron beber.

—Bueno, beberemos sólo los hombres —dijo Spiridónov, y añadió—: Pero tal vez deberíamos esperar a Natasha.

En ese preciso instante Natasha apareció por la puerta con una cesta y se puso a colocar las empanadas sobre la mesa.

Stepán Fiódorovich sirvió dos grandes vasos para Andréyev y él, y uno medio lleno para Natasha.

—El verano pasado estuvimos en casa de Aleksandra Vladímirovna, en la calle Gógol, comiendo empanadas.

—Bueno, estoy segura de que éstas serán igual de buenas que las del año pasado —dijo Aleksandra Vladímirovna.

—Cuántos éramos aquel día alrededor de la mesa, mientras que ahora sólo quedamos usted, la abuela, papá y yo —dijo Vera.

—Hemos aplastado a los alemanes en Stalingrado —dijo Andréyev.

—¡Una gran victoria! Pero hemos pagado un precio muy alto por ello —observó Aleksandra Vladímirovna, y añadió—: Tomad más sopa, durante el viaje sólo comeremos fiambre, pasarán días antes de que volvamos a comer caliente.

—Sí, el viaje será duro —intervino Andréyev—. Y subirse al tren no será nada fácil. Es un tren procedente del Cáucaso y estará abarrotado de soldados que van camino a Balashov. En cambio llevarán pan blanco.

—Los alemanes se cernían amenazantes como un nubarrón —dijo Stepán Fiódorovich—. ¿Dónde está ahora ese nubarrón? La Rusia soviética ha vencido.

Pensó en el rugido de los tanques alemanes que hasta hace poco se oía en la central eléctrica, pero ahora esos tanques estaban a cientos de kilómetros de distancia, en Belgorod, Chugúyev, Kubán.

Y de nuevo se puso a hablar de la herida que le escocía de manera insoportable:

—Muy bien, admitamos que soy un desertor. Pero ¿quién ha dictado la sentencia contra mí? Exijo que me juzguen los combatientes de Stalingrado. Estoy dispuesto a declararme culpable ante ellos.

—A su lado, Pável Andréyevich —dijo Vera—, aquel día estaba sentado Mostovskói.

Pero Stepán Fiódorovich interrumpió la conversación. Aquel día el dolor le atenazaba. Se volvió a su hija y dijo:

—He llamado al primer secretario del obkom para despedirme. A fin de cuentas soy el único director que permaneció en la orilla derecha durante toda la batalla, pero su adjunto, Barulin, me ha dicho: «El camarada Priajin no puede hablar con usted. Está ocupado». Y si está ocupado está ocupado.

Vera, como si no le hubiera oído, dijo:

—Y al lado de Seriozha había un teniente, un amigo de Tolia. ¿Quién sabe dónde estará ahora, ese teniente?

Le habría gustado que alguien le hubiera respondido: «¿Dónde va a estar? Probablemente esté sano y salvo, en el frente».

Esas palabras, aunque ligeramente, habrían mitigado su pena.

Pero Stepán Fiódorovich le interrumpió de nuevo:

—Le he dicho: «Me voy hoy. Lo sabe muy bien». Y va y me responde: «En ese caso, diríjase a él por escrito». Muy bien, que se vaya al diablo. ¡Venga, bebamos otro vaso! Es la última vez que nos sentamos alrededor de esta mesa.

Levantó su vaso en dirección a Andréyev.

—Pável Andréyevich, no guarde mal recuerdo de mí.

—Pero qué dice, Stepán Fiódorovich. La clase obrera está con usted —dijo Andréyev.

Spiridónov bebió, se quedó callado un instante, como si hubiera sacado la cabeza del agua, y comenzó a comer la sopa.

Se hizo el silencio, sólo se oía el ruido que hacía Stepán Fiódorovich comiendo la empanada y el tintineo de la cuchara contra el plato.

En aquel instante el pequeño Mitia se puso a llorar y Vera se levantó de la mesa para tomarlo en brazos.

—Coma empanada, Aleksandra Vladímirovna —susurró Natasha, como si se tratara de una cuestión de vida o muerte.

—Claro que sí —la tranquilizó ésta.

Stepán Fiódorovich, con la solemnidad de un borracho, presa de una alegre excitación, anunció:

—Natasha, permítame que le diga una cosa delante de todos. Usted no tiene nada que hacer aquí; vuelva a Lenínsk, vaya a buscar a su hijo y reúnase con nosotros en los Urales. Estaremos juntos, juntos será más fácil.

Deseaba mirarla a los ojos, pero ella bajó la cabeza y él no pudo ver más que su frente, sus bellas cejas morenas.

—Y usted también, Pável Andréyevich, venga con nosotros. Juntos será más fácil.

—¿Dónde quiere que vaya? —dijo Andréyev—. ¿Cómo quiere que a mi edad empiece una nueva vida?

Stepán Fiódorovich se volvió hacia Vera; estaba de pie al lado de la mesa con Mitia en los brazos, y lloraba.

Y por primera vez aquel día vio las paredes que estaba a punto de abandonar. De repente todo dejó de tener importancia: el dolor que le consumía, perder el trabajo que tanto amaba, la pérdida de estatus, la vergüenza y el rencor que le hacían perder el juicio y le impedían compartir la alegría de la victoria.

Y entonces, la vieja mujer que estaba sentada a su lado, la madre de la mujer a la que había amado y que había perdido para siempre, le besó en la frente y le dijo:

—No importa, mi querido Stepán, no importa. Es la vida.

63

Durante toda la noche hizo un calor sofocante en la isba, por la estufa encendida la tarde anterior.

La inquilina y su marido, un militar herido que había llegado de permiso la víspera, después de recibir el alta en el hospital, estuvieron despiertos casi hasta la mañana. Hablaban en voz baja para no despertar a la vieja casera y a la hija de ambos, que dormía sobre un baúl.

La vieja intentaba conciliar el sueño, pero sin éxito.

Le irritaba que la mujer susurrara para hablar con su marido. Le molestaba porque, sin querer, aguzaba el oído y trataba de unir las palabras sueltas que llegaban hasta ella. Si hubieran hablado en voz alta habría escuchado un rato, pero luego se habría dormido. Sintió incluso el deseo de golpear contra la pared y decir: «Pero ¿qué estáis cuchicheando? ¿Creéis que lo que estáis diciendo es muy interesante?».

De vez en cuando la vieja cazaba algunas frases sueltas, luego el susurro se hacía de nuevo incomprensible.

El militar dijo:

—Vengo directamente del hospital, ni siquiera he podido traerte bombones. ¡Si hubiera estado en el frente habría sido otra historia!

—Y yo —respondió la mujer— todo lo que tengo para ofrecerte son patatas fritas en aceite.

El murmullo se volvió de nuevo indescifrable, no lograba entender nada y al final, le pareció oír llorar a la mujer.

Luego la vieja oyó que ella decía:

—Es mi amor lo que te ha salvado.

«Rompecorazones», pensó la vieja.

La vieja se adormeció unos minutos, y debió de haberse puesto a roncar, porque las voces se habían vuelto más fuertes.

Se despertó, se puso a escuchar y entendió:

—Pivovárov me escribió al hospital. Hace poco que me nombraron teniente coronel y enseguida quieren ascenderme a coronel. Ha sido el propio comandante general del ejército el que me ha propuesto. De hecho fue él quien me puso al mando de una división. Y me han dado la Orden de Lenin. ¡Y todo por aquel día en que quedé enterrado bajo tierra! Cuando perdí todo contacto con los batallones y lo único que hice fue ponerme a cantar, como un loro. Me siento como un impostor. No te imaginas lo avergonzado que estoy.

Luego, al darse cuenta de que la vieja ya no roncaba, volvieron a hablar en voz baja.

La vieja vivía sola. Su marido había muerto antes de la guerra y su única hija se había ido de casa para trabajar en Sverdlovsk. La vieja no tenía parientes en el frente y no lograba comprender por qué la llegada del militar la había trastornado tanto.

No le gustaba su inquilina: le parecía frívola e incapaz de valerse por sí misma. Se levantaba tarde y no cuidaba de su hija, que andaba con la ropa rota y comía de cualquier manera. Se pasaba la mayor parte del tiempo sentada a la mesa sin decir nada, mirando por la ventana. A veces, cuando le daba el arrebato, se ponía a trabajar y entonces resultaba que sabía hacerlo todo: cosía, lavaba el suelo, cocinaba una sopa excelente; sabía incluso cómo ordeñar una vaca, aunque era de ciudad. Era evidente que algo no funcionaba en su vida. En cuanto a la niña, era un bicho raro. Le gustaba jugar con escarabajos, saltamontes, cucarachas, pero de una manera extraña, no como los otros niños: besaba a los escarabajos, les contaba historias, luego los soltaba y después se echaba a llorar, les llamaba por su nombre, les suplicaba que volvieran. Aquel otoño la vieja le había traído un erizo que había encontrado en el bosque, y la niña le seguía a todas partes. Donde estaba él, estaba ella. Cuando el erizo gruñía, ella se sentía pletórica de alegría. Si el erizo se metía debajo de la cómoda, la niña se sentaba en el suelo, al lado de la cómoda, lo esperaba, y le decía a su madre: «Silencio, está durmiendo». Y cuando el erizo volvió al bosque, la niña estuvo dos días sin probar bocado.

La vieja vivía con el temor constante de que su inquilina se fuera a colgar; en tal caso, ¿qué haría con la niña? No quería, a su edad, nuevas preocupaciones.

«No le debo nada a nadie», pensaba. No se liberaba de la angustia de que, una mañana al levantarse, se encontraría a la mujer ahorcada. ¿Qué haría con la niña?

Estaba convencida de que el marido de su inquilina la había abandonado, que había conocido a otra mujer más joven en el frente, y ése sería el motivo de que estuviera tan triste. Recibía muy pocas cartas de él, y cuando llegaban no se alegraba demasiado. Era imposible sacarle una palabra, siempre estaba callada. Incluso las vecinas habían notado que la vieja tenía una extraña inquilina.

La vieja había sufrido muchas penas con su marido. Era un borracho, un hombre escandaloso. En lugar de pegarle de la manera que hacían todos, echaba mano del atizador o un bastón para zurrarla. Golpeaba también a la hija. Cuando estaba sobrio tampoco era un derroche de alegría: era avaro, siempre la tomaba con ella, metía la cuchara, como una abuela, en la cacerola, quejándose de esto y aquello. Siempre le estaba dando lecciones: no sabía cocinar, no sabía hacer la compra, no era así cómo se ordeñaba, no era así cómo se hacía la cama. Y cada dos palabras soltaba un taco. Ella se había acostumbrado, y ahora no le iba a la zaga en improperios a su marido. Incluso insultaba a su vaca preterida. Cuando murió su marido no derramó ni una sola lágrima. No había dejado de importunarla ni siquiera de viejo, cuando estaba borracho no había nada que hacer. Al menos habría podido intentar comportarse mejor en presencia de su hija. Sólo pensarlo se ruborizaba. ¡Y hay que ver cómo roncaba! Sobre todo cuando estaba borracho. Y su vaca, ese animal terco, siempre quería escaparse del rebaño… ¿Cómo una mujer vieja como ella iba a poder seguirle el ritmo?

La vieja oía los susurros detrás del tabique, y recordaba la mala vida que le había dado su marido. Sentía rencor a la par que compasión hacia él. Había trabajado duro y ganado poco. Sin la vaca nunca habrían sobrevivido. Y murió por el polvo que había tragado en la mina. Pero ella no había muerto, vivía. Una vez le había traído un collar de Ekaterinburgo, y ella se lo había dado a su hija…

Por la mañana temprano, cuando la niña todavía no se había despertado, la pareja fue al pueblo. Con la cartilla de racionamiento militar podrían obtener pan blanco.

Iban cogidos de la mano, caminaban en silencio. Tenían que recorrer un kilómetro y medio a través del bosque, descender hasta el lago y bordear la orilla.

La nieve no se había derretido y había adquirido una tonalidad azulada. Entre sus cristales grandes y ásperos nacía y se derramaba el azul del agua del lago. En la ladera soleada de la colina la nieve se había empezado a derretir, el agua gorjeaba por la zanja que bordeaba el camino. El brillo de la nieve, del agua, de los charcos, todavía atrapados en el hielo, cegaba la vista. La luz era tan intensa que tenían que abrirse paso a través de ella, como a través de la maleza. Les incomodaba, les molestaba, y cuando rompían la capa de hielo al caminar sobre los charcos, les parecía que era la luz la que crujía bajo sus pies, la que se quebraba en esquirlas de rayos agudos y punzantes. La luz se derramaba por la zanja y allí donde los cantos rodados bloqueaban la zanja, la luz se henchía, espumeaba, tintineaba y murmuraba. El sol de primavera parecía más cercano a la tierra que nunca. El aire era fresco y cálido al mismo tiempo.

Al oficial le pareció como si la luz y el cielo azul lavaran, aclararan su garganta abrasada por el hielo y el vodka, ennegrecida por el tabaco, por el gas producido por la combustión de la pólvora, el polvo y los insultos. Penetraron en el bosque, bajo la sombra de los pinos jóvenes. Allí el manto de nieve todavía permanecía intacto. En los pinos, en las guirnaldas verdes de las ramas, las ardillas estaban atareadas, y a sus pies la costra helada de la nieve estaba sembrada de infinidad de pinas roídas y de una fina carcoma de madera.

El silencio que reinaba en el bosque obedecía a que la luz, detenida por el abundante follaje de las coníferas, no hacía ruido, no tintineaba.

Caminaban como antes en silencio, estaban juntos; por ese motivo todo alrededor era hermoso y había llegado la primavera.

Sin intercambiar una palabra se detuvieron. Sobre la rama de un abeto se habían posado dos grandes pinzones reales. Sus pechos rojos parecían flores abiertas sobre una nieve encantada. Extraño, sorprendente era el silencio en aquella hora.

Contenía el recuerdo de la frondosidad del año pasado, del repiqueteo de las lluvias, de los nidos construidos y después abandonados, de la infancia, del triste trabajo de las hormigas, de la traición de los zorros y los halcones, de la guerra de todos contra todos, del bien y del mal nacidos en un solo corazón y muertos con ese corazón, de las tormentas y los rayos que hacían estremecer el corazón de las liebres y los troncos de los pinos. En la gélida penumbra, bajo la nieve, dormía la vida pasada: la felicidad de los encuentros amorosos, la charlatanería incierta de los pájaros en abril, el primer contacto con vecinos al principio extraños, luego familiares. Dormían los fuertes y los débiles, los audaces y los tímidos, los felices y los desgraciados.

En la casa vacía y abandonada se había producido el último adiós con los muertos que se habían ido para siempre.

Pero en el frío del bosque la primavera se percibía con más intensidad que en la llanura iluminada por el sol. En d silencio del bosque la tristeza era más honda que el silencio del otoño. Se oía en su mutismo el lamento por los muertos y la furiosa felicidad de vivir…

Todavía es oscuro, hace frío, pero pronto las puertas y las contraventanas se abrirán. Pronto la casa vacía revivirá y se llenará con las lágrimas y las risas infantiles, resonarán los pasos apresurados de la mujer amada y los andares decididos del dueño de la casa.

Permanecían inmóviles, con la cesta en la mano, en silencio.

1960