27
Pasaba mucha gente por la calle.
—¿Tiene prisa? —preguntó Shtrum—. ¿Quiere que vayamos otra vez al Jardín Neskuchni?
—No, la gente sale ahora del trabajo, y yo debo llegar a tiempo para recibir a Piotr Lavréntievich.
Shtrum pensó que ella le invitaría a pasar por su casa para que Sokolov le contara qué había sucedido en el Consejo Científico. Pero ella no decía nada y sospechó que Sokolov temía encontrarse con él.
Le dolía que tuviera tanta prisa por regresar a casa, aunque era algo completamente natural.
Pasaron por delante del jardín público, a poca distancia de la calle que conducía al monasterio Donskói.
De repente ella se detuvo y dijo:
—Sentémonos un momento, luego cogeré el trolebús.
Estaban sentados en silencio, pero él sentía su inquietud. Con la cabeza ligeramente inclinada, miraba a Shtrum a los ojos.
Continuaron callados. Ella tenía los labios fruncidos, pero a él le parecía oír su voz. Todo estaba claro, tan claro como si ya se lo hubieran dicho todo. En realidad, ¿qué podían añadir las palabras?
Comprendía que estaba a punto de suceder algo muy serio, que su vida iba a tomar una nueva impronta, que le aguardaban tiempos revueltos. No quería causar sufrimiento a los demás; era mejor que nadie conociera su amor, tal vez ellos tampoco se lo confesaran. Pero tal vez… Lo que ahora estaba sucediendo, la tristeza y la felicidad, era algo que no podían ocultarse, y eso conllevaba, inevitablemente, cambios que trastornaban sus vidas. Lo cierto es que todo lo que sucedía dependía de ellos, pero al mismo tiempo les parecía que era un destino al que no podían sustraerse. Entre ellos había nacido algo verdadero, natural, no determinado por su voluntad, al igual que no depende del hombre la luz del día; al mismo tiempo aquella verdad generaba una irremediable mentira, una falsedad, una crueldad para con las personas más cercanas. Sólo de ellos dependía evitar esa mentira y esa crueldad; bastaba con rechazar la luz clara y natural.
Un hecho le resultaba evidente: en aquellos momentos había perdido para siempre la serenidad de espíritu. Fuera lo que fuese lo que les reservara el destino, no encontrarían paz en su alma. Tanto si ocultaba sus sentimientos a la mujer que tenía al lado como si los dejaba aflorar y se convertían en su nuevo destino, él ya no conocería la paz.
No tendría paz ni en los momentos en que la añorara sin cesar ni cuando estuviera cerca de ella, atenazado por los tormentos de la conciencia.
Maria continuaba mirándole con una insoportable expresión de felicidad y desesperación en su rostro.
Pero él no se ha doblegado, no ha cedido a esa fuerza enorme y despiadada, y ahora aquí, sobre este banco, qué débil se siente, qué impotente.
—Víktor Pávlovich —dijo—, tengo que marcharme. Piotr Lavréntievich me espera.
Le tomó la mano y le dijo:
—No volveremos a vernos. He dado mi palabra a Piotr Lavréntievich de que no volvería a encontrarme con usted.
Sintió aquel pánico que experimentan las personas que mueren de un ataque al corazón: su corazón, cuyos latidos no dependen de la voluntad del hombre, se detuvo, y el universo comenzó a oscilar, se tambaleó, la tierra y el aire desaparecieron.
—¿Por qué, Maria Ivánovna? —preguntó.
—Piotr Lavréntievich me ha hecho prometerle que dejaría de verle. Le he dado mi palabra. La verdad, es terrible, pero se encuentra en tal situación… Está enfermo y temo por su vida.
—Masha.
En su voz, en la cara de ella, había una fuerza inquebrantable, como aquella con la que él había tenido que enfrentarse en los últimos tiempos.
—Masha —repitió.
—Dios mío, pero ¿no lo entiende? Mire, yo no lo escondo, ¿para qué hablar de ello? No puedo, no puedo. Piotr Lavréntievich ya ha soportado demasiado. Usted también lo sabe. Y recuerde los sufrimientos que ha padecido Liudmila Nikoláyevna. Es imposible.
—Sí, sí, no tenemos derecho —repetía él.
—Querido mío, mi pobre amigo, luz mía —dijo ella.
Se le había caído el sombrero al suelo; probablemente la gente los mirara.
—Sí, sí, no tenemos derecho —repitió él.
Shtrum le besó las manos y, mientras sostenía sus dedos pequeños y fríos, sintió que su firme decisión de no volverle a ver mis estaba ligada a su debilidad, su sumisión, su impotencia…
Ella se levantó del banco y se marchó sin mirar atrás mientras él permanecía sentado y pensaba que por primera vez había visto ante sí la felicidad, la luz de su vida, y que todo le había abandonado. Le parecía que aquella mujer, a la que acababa de besar los dedos, habría podido sustituir todo lo que él deseaba en la vida, lo que soñaba: la ciencia, la gloria y la alegría del reconocimiento público.
28
El día después de la reunión del Consejo Científico, Shtrum recibió una llamada telefónica de Savostiánov, que se interesó por cómo estaba y por la salud de Liudmila Nikoláyevna.
Shtrum le preguntó sobre la reunión, y Savostiánov respondió:
—Víktor Pávlovich, no quiero preocuparle, pero ha resultado ser más grave de lo que pensaba.
«¿Habrá intervenido Sokolov?», pensó Shtrum y preguntó:
—Pero ¿qué resolución han adoptado?
—Una despiadada. Se considera que ciertas cosas son inadmisibles; han pedido a la dirección que examine la cuestión del futuro próximo, de…
—Entiendo —dijo Shtrum.
Y aunque estaba convencido de que iban a adoptar una resolución de ese tipo, se sintió turbado.
«No soy culpable de nada —pensó—, pero me mandarán a la cárcel; van a arrestarme. Ellos saben que Krímov es inocente y le han encarcelado.»
—¿Alguien votó en contra? —preguntó Shtrum, y del otro lado del teléfono le llegó el embarazoso silencio de Savostiánov.
—No, Víktor Pávlovich; digamos que hubo unanimidad —dijo al fin Savostiánov—. Se ha causado usted un perjuicio enorme al no venir hoy.
La voz de Savostiánov se oía mal, evidentemente llamaba desde un teléfono público.
Aquel mismo día telefoneó Anna Stepánovna. Como había sido destituida de su puesto, ya no iba al instituto y no sabía nada de la reunión del Consejo Científico. Le dijo que se marchaba dos meses a casa de su hermana en Múrom y le conmovió su cordialidad: le invitaba a visitarla.
—Gracias, gracias —dijo Shtrum—, pero si fuera a Múrom no sería para estar ocioso, sino para enseñar física en algún instituto técnico.
—Dios mío, Víktor Pávlovich —dijo Anna Stepánovna—. ¿Por qué dice eso? Estoy desesperada, todo es culpa mía. ¿Acaso valía la pena que hiciera eso por mí?
Probablemente había interpretado como un reproche las palabras sobre el instituto técnico. Tampoco su voz se oía bien; por lo visto no llamaba desde su casa, sino desde una cabina telefónica.
«¿Habrá intervenido Sokolov?», se preguntaba Shtrum.
Entrada la noche llamó Chepizhin. Aquel día Víktor, como un enfermo grave, sólo se animaba cuando comenzaban a hablar de su enfermedad. Chepizhin lo notó.
—¿Habrá intervenido Sokolov? ¿Es posible que lo haya hecho? —preguntaba Shtrum a Liudmila Nikoláyevna; naturalmente, ella no podía saber si Sokolov había tomado la palabra.
Una especie de telaraña se había tejido entre él y su círculo íntimo.
Era obvio que Savostiánov tenía miedo de decir aquello que más interesaba a Víktor Pávlovich; no quería ser su informador. Lo más probable es que hubiera pensado: «Shtrum se encontrará con personas del instituto y dirá: “Ya lo sé, Savostiánov me lo ha contado con detalle”».
Anna Stepánovna había sido muy cordial, pero en una situación así podría haber ido a casa de Shtrum en lugar de contentarse con hacer una llamada telefónica.
Y Chepizhin, reflexionaba Víktor Pávlovich, debería haberle propuesto colaborar con el Instituto de Astrofísica, o al menos contemplar la posibilidad.
«Están ofendidos conmigo y yo con ellos; lo mejor sería que no volvieran a llamar.»
Pero con quien más irritado estaba era con los que no se habían dignado llamar. Durante todo el día estuvo esperando las llamadas de Gurévich, Márkov, Pímenov. Después se enfadó con los técnicos y los electricistas que trabajaban en la instalación de los nuevos aparatos.
«Hijos de perra —pensaba—. ¡Los obreros, esos sí que no tienen nada que temer!»
Le resultaba insoportable pensar en Sokolov. Piotr Lavréntievich había ordenado a Maria Ivánovna que no le llamara. Podía perdonar a todos, también a sus viejos conocidos e incluso a parientes y colegas. ¡Pero a un amigo! Pensar en Sokolov le suscitaba tanta rabia, una ofensa tan aguda, que incluso le costaba respirar. Y al mismo tiempo que pensaba en la traición del amigo, Shtrum, sin darse cuenta, trataba de justificarlo.
Nervioso, escribió a Shishakov una carta absolutamente inútil donde le pedía que le comunicaran la decisión que había tomado la dirección del instituto, puesto que estaba enfermo y en los días sucesivos no iría a trabajar al laboratorio.
Al día siguiente no recibió ni una sola llamada.
«Bueno, es señal de que me arrestarán», pensaba Shtrum.
Y este pensamiento ya no le atormentaba; por el contrario, se alegraba. Del mismo modo se consuelan las personas enfermas: «Bien, enfermos o no, todos moriremos».
Víktor Pávlovich dijo a Liudmila:
—La única persona que nos trae noticias es Zhenia. A decir verdad, las suyas son noticias de la sala de recepción del NKVD…
—Ahora estoy convencida —dijo Liudmila Nikoláyevna— de que Sokolov intervino en el Consejo Científico. Si no, no se explica el silencio de Maria Ivánovna. Le da vergüenza llamar después de eso. Aunque podría llamarla yo durante el día, mientras él está en el trabajo.
—¡Bajo ningún concepto! —gritó Shtrum—. ¿Me oyes, Liuda?
—Pero ¿qué tengo que ver yo con tus relaciones con Sokolov? —objetó Liudmila Nikoláyevna—. Masha es mi amiga.
Evidentemente, no podía explicar a Liudmila por qué no podía llamar a Maria Ivánovna. Le avergonzaba la idea de que Liudmila, de modo involuntario, pudiera convertirse en enlace entre Maria Ivánovna y él.
—Liuda, ahora nuestra relación con la gente sólo puede ser unilateral. Si a un hombre le meten en la cárcel, su mujer sólo puede visitar a las personas que la llamen. No tiene derecho a decir por sí misma: tengo ganas de ir a veros. Sería una humillación para ella y para el marido. Hemos entrado en un nuevo periodo. Ahora no podemos escribir cartas a nadie, sólo responderlas. No podemos llamar a nadie por teléfono, sólo descolgar el auricular cuando nos llaman. No debemos ser los primeros en saludar a nuestros conocidos, porque tal vez ellos no deseen saludarnos. Y aunque me saluden, no tengo ya el derecho a hablar primero. Puede suceder que esa persona quiera saludarme con un movimiento de cabeza, pero no desee hablar conmigo. Si me dirige la palabra, entonces le responderé. Hemos entrado a formar parte de la gran casta de los intocables.
Hizo una pausa.
—Pero por suerte para los intocables hay excepciones a esta ley. Hay una o dos personas (no hablo de nuestros familiares, de tu madre, de Zhenia) que merecen la confianza enorme y sincera de los parias. A ellos se les puede telefonear y escribir sin esperar ninguna señal de autorización. Por ejemplo, Chepizhin…
—Tienes razón, Vitia, todo eso es cierto —dijo Liudmila Nikoláyevna, y sus palabras le sorprendieron. Hacía mucho tiempo que su mujer no le daba la razón en algo—. Pero yo también tengo una amiga: ¡Maria Ivánovna!
—¡Liuda! —gritó—. ¡Liuda! ¿Sabes que Maria Ivánovna ha prometido a Sokolov que no volverá a vernos? Intenta llamarla. ¡Venga, llama, llama!
Descolgó el auricular y se lo tendió a Liudmila Nikoláyevna.
En aquel instante, en un rincón de su conciencia, esperaba que Liudmila llamara…, al menos ella oiría la voz de Maria Ivánovna.
—¡Ah! ¿Así están las cosas? —observó Liudmila Nikoláyevna, y colgó el auricular.
—Pero ¿por qué no vuelve Zhenia? —preguntó Shtrum—. Estamos unidos por la desgracia. Nunca he sentido tanta ternura hacia ella como ahora.
Cuando llegó Nadia, Shtrum le dijo:
—Nadia, he hablado con tu madre, ella te lo explicará todo con detalle. Ahora que me he convertido en un espantajo no puedes ir a ver a los Postóyev, los Gurévich y los demás. Para toda esta gente, tú antes que nada eres mi hija: ¡Mi hija! ¿Comprendes quién eres? ¡Un miembro de mi familia! Te lo pido encarecidamente…
Sabía de antemano lo que ella diría, cómo protestaría y se indignaría. Nadia levantó la mano para interrumpirle.
—Bah, eso ya lo comprendí cuando vi que no ibas al consejo de los impíos.
Fuera de sus casillas, miró a su hija. Después le dijo en tono irónico:
—Espero que esto no influya en tu teniente.
—Por supuesto que no influirá.
—¿Cómo?
Ella se encogió de hombros.
—Nada. Ya veo que comprendes…
Shtrum miró a su mujer y a su hija, les tendió los brazos y se fue a su habitación.
En su gesto había tanta confusión, tanta culpa, debilidad agradecimiento, amor, que las dos permanecieron mucho rato una al lado de la otra sin articular palabra, sin atreverse a mirarse.
29
Por primera vez desde el inicio de la guerra, Darenski seguía la vía de la ofensiva: iba tras las unidades de tanques que huían hacia el oeste.
En la nieve, en el campo, a lo largo de las carreteras había varios tanques alemanes y camiones italianos de hocico romo inmovilizados; los cuerpos de los alemanes y de los rumanos yacían inertes.
La muerte y el frío habían conservado, para la posterior contemplación del cuadro, la derrota de las tropas enemigas. Caos, confusión, sufrimiento: todo había dejado su impronta, se había congelado en la nieve que preservaba, en una inmovilidad helada, la desesperación última, las convulsiones de las máquinas y los hombres que vagaban por las carreteras.
Incluso el fuego y el humo de los obuses, la llama negra de las hogueras imprimía en la nieve manchas rojizas oscuras, capas de hielo de un marrón amarillento.
Las tropas soviéticas marchaban hacia el oeste y columnas de prisioneros se dirigían hacia el este.
Los rumanos llevaban capotes verdes y gorros altos de piel de cordero. Parecía que sufrieran menos que los alemanes a causa del frío. Mirándoles, Darenski no tenía la impresión de que fueran los soldados de un ejército vencido: veía ante él a miles y miles de campesinos hambrientos y cansados, tocados con gorros teatrales. Se burlaban de los rumanos, pero no les miraban con odio, sino con un desprecio compasivo. Después Darenski notó que miraban con menos malicia todavía a los italianos.
Otro sentimiento les suscitaban los húngaros, los finlandeses y, en especial, los alemanes.
Era horrible ver pasar a los prisioneros alemanes.
Marchaban con la cabeza y las espaldas envueltas en trozos de mantas. En los pies llevaban pedazos de tela de saco y trapos atados por debajo de las botas con alambres y cuerdas.
Muchos tenían las orejas, la nariz, las mejillas cubiertas de manchas negras de gangrena helada. El tintineo de las escudillas atadas a sus cinturones recordaba las cadenas de los presos.
Darenski contemplaba los cadáveres que exhibían con una falta de pudor involuntaria sus vientres hundidos y sus órganos sexuales, miraba las caras de los escoltas, enrojecidas por el viento gélido de la estepa.
Mientras observaba los tanques y los camiones alemanes retorcidos en medio de la estepa cubierta de nieve, los cadáveres congelados, los prisioneros que se arrastraban, bajo escolta, hacia el este, Darenski experimentó una extraña amalgama de sentimientos.
Era la represalia.
Recordó los relatos acerca de los alemanes que se burlaban de la miseria de las isbas rusas, que miraban con un asombro lleno de repugnancia las rudimentarias cunas de los niños, las estufas, las ollas, las imágenes en las paredes, las tinas, los gallos de barro pintado: el mundo querido y maravilloso donde habían nacido y crecido los niños que huían de los tanques alemanes.
El conductor del coche dijo con curiosidad:
—¡Mire, camarada coronel!
Cuatro alemanes llevaban a un compañero en un capote. Por sus caras y sus cuellos tensos era evidente que iban a desplomarse de un momento a otro. Se balanceaban de lado a lado. Los trapos con los que se habían envuelto se les embrollaban en los pies, la nieve seca azotaba sus ojos dementes, los dedos helados se aferraban a los extremos del capote.
—Ellos se lo han buscado, los fritzes —dijo el conductor.
—No fuimos nosotros quienes los llamamos —respondió con aire sombrío Darenski.
Luego, de improviso, le invadió una sensación de felicidad; en la neblina nevosa, sobre la tierra virgen de la estepa, se dirigían hacia el oeste los tanques soviéticos: los T-34, terribles, veloces, musculosos…
Asomados por las escotillas hasta la altura del pecho, se veía a los tanquistas con cascos y pellizas negros. Se desplazaban por el gran océano de la estepa, por la niebla de nieve, dejando atrás una opaca espuma de nieve, y un sentimiento de orgullo y de felicidad les cortaba la respiración.
Una Rusia de acero, terrible y sombría, marchaba hacia occidente.
A la entrada del pueblo se había formado un atasco. Darenski bajó del coche, pasó por delante de los camiones que estaban en doble fila y de los Katiuska cubiertos con lonas…
Un grupo de prisioneros era conducido a través de la carretera. De un coche bajó un coronel con un gorro alto de piel de astracán plateada, de esos que sólo se pueden obtener o comandando un ejército o en calidad de amigo de un intendente del frente, y se puso a observar a los prisioneros. Los soldados de escolta les gritaban, levantando las metralletas:
—Venga, venga, más rápido.
Un muro invisible separaba a la muchedumbre de prisioneros de los conductores de los camiones y los soldados, un frío todavía más acerado que el intenso frío de la estepa impedía que sus ojos se cruzaran.
—Mira, mira, aquél tiene cola —exclamó una voz con escarnio.
A lo largo de la carretera un soldado alemán se movía a cuatro patas, arrastrando tras de sí un trozo de colcha que perdía guata. El soldado avanzaba sobre las rodillas deprisa, moviéndose como un perro, desplazando los brazos y las piernas sin levantar la cabeza, como atareado en olfatear un rastro. Reptaba derecho hacia el coronel, y el conductor, que estaba a su lado, dijo:
—Camarada coronel, cuidado, le va a morder.
El coronel dio un paso hacia un lado y cuando el alemán llegó a su altura le dio un puntapié con la bota. Aquel golpe ligero bastó para quebrar la fuerza de gorrión del prisionero. Cayó a tierra con los brazos y las piernas en cruz. Miró desde abajo al hombre que le había golpeado: en los ojos del alemán, como en los ojos de una oveja moribunda, no se advertía ningún reproche, ni siquiera sufrimiento; únicamente resignación.
—Arrástrate, conquistador de mierda —dijo el coronel, frotando contra la nieve la suela de la bota.
Una risita recorrió a los espectadores.
Darenski sintió que se le nublaba la cabeza; que ya no era él, sino otro hombre, al que conocía sin conocerlo, un hombre que ignoraba la duda guiaba sus actos.
—Los rusos no golpean a un hombre en el suelo, camarada coronel.
—¿Y qué soy yo, según usted? ¿No soy ruso, quizá?
—Usted es un miserable —dijo Darenski, y al ver que el coronel había dado un paso en su dirección, se adelantó al estallido de cólera y amenazas, y gritó—: Mi nombre es Darenski. Teniente coronel Darenski, inspector de la sección de operaciones del Estado Mayor del frente de Stalingrado. Estoy dispuesto a repetir lo que acabo de decir ante el comandante del frente y el tribunal militar.
El coronel, con una voz llena de odio, dijo:
—Bien, teniente coronel Darenski, esto no quedará así —dijo, y se alejó.
Algunos prisioneros arrastraron a un lado al caído y, cosa extraña, dondequiera que Darenski girara su mirada tropezaba con los ojos de la muchedumbre de prisioneros agolpados.
Regresó despacio a su coche y oyó una voz burlona:
—Los fritzes ya han encontrado a su defensor.
Poco después viajaba de nuevo por la carretera, y de nuevo les vino al encuentro, entorpeciendo la circulación, un gentío gris de alemanes y uno verde de rumanos.
El conductor, mirando con el rabillo del ojo las manos temblorosas de Darenski mientras fumaba un cigarro, dijo:
—Yo no siento piedad por ellos. Podría matar a cualquiera.
—De acuerdo, de acuerdo —respondió Darenski—, tenías que haber disparado contra ellos en 1941, cuando huías, al igual que yo, sin mirar atrás.
Después permaneció callado el resto del camino.
Pero el incidente con el prisionero no le había abierto el corazón a la bondad, más bien había agotado sus reservas de bondad.
Qué abismo se abría entre aquella estepa calmuca por la que iba hacia Yashkul y la carretera que ahora recorría.
¿Era él quien se había encontrado en medio de una tormenta de arena, bajo una luna enorme, mirando la huida de los soldados del Ejército Rojo, los cuellos serpenteantes de los camellos, y había unido en su alma con una especie de ternura a todas las personas débiles, pobres y queridas en aquel extremo de la tierra rusa?
30
El Estado Mayor del cuerpo de tanques se había instalado en los márgenes del pueblo. Darenski se acercó a la isba que alojaba el cuartel general. Anochecía. Evidentemente, el Estado Mayor había llegado hacía poco: los soldados descargaban del camión maletas y colchones; los radiotelegrafistas estaban tendiendo los cables.
Un ametrallador que montaba guardia entró a regañadientes en el vestíbulo y llamó al ayudante de campo. Éste salió de mala gana al zaguán, y como todos los ayudantes de campo, miró atentamente no a la cara, sino a las hombreras del recién llegado, y dijo:
—Camarada teniente coronel, el comandante del cuerpo acaba de llegar de una inspección a una brigada; está descansando. Pase a ver al oficial de servicio.
—Informe al comandante del cuerpo de que ha llegado el teniente coronel Darenski. ¿Entendido? —ordenó con arrogancia.
El ayudante de campo lanzó un suspiro y entró en la isba, de la que salió un instante después para decirle en voz alta:
—Adelante, camarada teniente coronel.
Darenski entró en el zaguán y Nóvikov salió a su encuentro. Por un instante se examinaron el uno al otro riendo de alegría.
—Así que al final volvemos a vernos —exclamó Nóvikov.
Fue un buen encuentro.
Dos cabezas inteligentes se inclinaron, como de costumbre, sobre el mapa.
—Avanzo con la misma velocidad que cuando poníamos pies en polvorosa —dijo Nóvikov—, pero en este sector he superado la velocidad de fuga.
—Ahora estamos en invierno —dijo Darenski—. ¿Qué pasará en verano?
—No tengo dudas al respecto.
—Yo tampoco.
Mostrar el mapa a Darenski era un verdadero placer para Nóvikov. La comprensión, el interés por los detalles que creía ser el único en observar, las cuestiones que le inquietaban…
Bajó la voz, como si le estuviera confiando algo personal, íntimo, y dijo:
—Es todo seguro, definitivo: la exploración de la zona de acción de los tanques, el empleo coordinado de todos los medios, el esquema de los puntos de referencia. Todo está en orden. Pero la intervención de todos los ejércitos depende de un solo dios: el T-34, ¡nuestro rey!
Darenski conocía el mapa de las operaciones militares que se habían iniciado en otros flancos aparte del ala sur del frente de Stalingrado. Nóvikov supo por él detalles que desconocía sobre la operación del Cáucaso, el contenido de las conversaciones interceptadas entre Hitler y Paulus, y pormenores sobre el movimiento del grupo del general de artillería Fretter-Piko.
—Se ve ya Ucrania por la ventana —observó Nóvikov.
Indicó en el mapa:
—Parece que yo estoy más cerca que los otros. Sólo el cuerpo de Rodin me pisa los talones.
Luego dejó a un lado el mapa y declaró:
—Bien, basta por ahora; ya hemos hablado bastante de estrategia y táctica.
—Y en el terreno personal, ¿nada nuevo? —preguntó Darenski.
—Todo nuevo.
—¿Vas a casarte?
—Lo espero de un día a otro; será pronto.
—Ay, cosaco, es tu fin —dijo Darenski—. Te felicito de todo corazón. Yo, en cambio, siempre estoy en estado desmerecer.
—¿Y Bíkov? —preguntó de repente Nóvikov.
—¿Bíkov? Ahora está con Vatutin.
—Es fuerte, el perro.
—Una roca.
—Que se vaya al diablo —dijo Nóvikov, y gritó en dirección a la habitación vecina—: Eh, Vershkov, por lo visto te has propuesto matarnos de hambre. Llama también al comisario, cenaremos todos juntos.
Sin embargo, no fue necesario llamar a Guétmanov; éste llegó por sí solo y con voz afligida, de pie junto a la puerta, dijo:
—¿Qué pasa, Piotr Pávlovich? Parece que Rodin se ha puesto en cabeza. Ya verás, llegará a Ucrania antes que nosotros —y, dirigiéndose a Darenski, añadió—: Ha llegado la hora, teniente coronel. Ahora tenemos más miedo al vecino que al enemigo. A propósito, ¿no será usted un vecino? No, no, está claro, usted es un viejo amigo del frente.
—Pareces obsesionado con la cuestión ucraniana —dijo Nóvikov.
Guétmanov cogió una lata de conservas y en tono de amenaza burlona observó:
—Está bien, pero ten en cuenta, Piotr Pávlovich, que cuando llegue tu Yevguenia Nikoláyevna sólo te casaré en tierra ucraniana. Escojo al teniente coronel como testigo.
Levantó el vaso, y apuntando con él en dirección a Nóvikov, dijo:
—Vamos, camarada teniente coronel, propongo que bebamos a la salud de su corazón ruso.
Darenski, conmovido, elogió:
—Ha encontrado unas bonitas palabras.
Nóvikov, recordando la hostilidad de Darenski hacia los comisarios, dijo:
—Bien, camarada teniente coronel, hacía mucho tiempo que no nos veíamos.
Guétmanov miró la mesa y dijo:
—No hay nada que ofrecer a nuestro invitado, sólo conservas. Al cocinero no le da tiempo a encender la estufa porque siempre estamos cambiando de puesto de mando. Día y noche estamos en movimiento. Tendría que haber venido a vemos antes del ataque. Ahora, en un día entero de marcha, paramos sólo una hora. Nos adelantamos a nosotros mismos.
—Danos al menos un tenedor más —pidió Nóvikov al ayudante de campo.
—Dio orden de que no descargáramos la vajilla del camión —respondió el ayudante.
Guétmanov comenzó a explicar su viaje por el territorio liberado.
—Los rusos y los calmucos —decía— son como el día y la noche. Los calmucos cantaban al son del silbato alemán. Les habían dado sus uniformes verdes. Corrían por las estepas para cazar rusos. ¡Y será que no les ha dado cosas el poder soviético! Era el país de los nómadas harapientos, el imperio de la sífilis, del analfabetismo generalizado. Pero por mucho que se le alimente, el lobo continuará mirando hacia la estepa. También durante la guerra civil estaban casi todos con los blancos… Y cuánto dinero hemos despilfarrado durante décadas en nombre de la amistad entre los pueblos. Habría sido mejor construir con esos medios una fábrica de tanques en Siberia. Una mujer, una joven cosaca del Don, me contó lo que había tenido que soportar. No, no, los calmucos han traicionado la confianza rusa y soviética. Así lo expondré en mi informe al Consejo Militar.
Luego, dirigiéndose a Nóvikov, preguntó:
—¿Te acuerdas de cuando te puse en guardia contra Basángov? Me guió mi instinto de comunista. No te ofendas, Piotr Pávlovich, no es un reproche. ¿Crees que me he equivocado pocas veces en la vida? La nacionalidad de una persona es algo importante. En el futuro tendrá un papel determinante; se ha demostrado en la práctica de la guerra. ¿Sabéis cuál ha sido la enseñanza decisiva para los bolcheviques? La práctica.
—A propósito de los calmucos, estoy de acuerdo con usted —dijo Darenski—. Estuve hace poco en las estepas calmucas, he pasado por todos esos Shebener y Kitchener.
¿Por qué había dicho eso? Había viajado mucho por territorio calmuco y nunca había anidado en su corazón, un sentimiento malévolo hacia los calmucos, sino sólo un interés vivo por su vida y sus costumbres.
Parecía que el comisario del cuerpo poseyera una especie de fuerza magnética. Darenski deseaba manifestarle continuamente que estaba de acuerdo con él.
Y Nóvikov le miraba con una sonrisita en los labios, porque conocía bien aquel magnetismo del comisario que inducía a decirle siempre que sí.
—Sé que ha sufrido injusticias en su momento —dijo de improviso y con sencillez Guétmanov a Darenski—. Pero no guarde rencor contra el partido de los bolcheviques, porque quiere el bien del pueblo.
Y Darenski, que siempre había considerado que los de la sección política y los comisarios sólo servían para traer confusión al ejército, respondió:
—Claco, como si no lo comprendiera.
—Por supuesto —dijo Guétmanov—, las hemos hecho buenas, pero el pueblo nos perdonará. ¡Nos perdonará! Porque en el fondo somos buenas personas. ¿No es verdad?
Nóvikov miró con ternura a los presentes y dijo:
—¿No es buen tipo el comisario de nuestro cuerpo?
—Sí, muy buen tipo —corroboró Darenski.
—Exacto —dijo Guétmanov, y los tres se echaron a reír.
Como si hubiera adivinado el deseo de Nóvikov y Darenski, Guétmanov miró el reloj.
—Voy a descansar; estoy siempre en movimiento, día y noche, hoy al menos dormiré hasta la mañana. Hace diez días que no me quito las botas, como un gitano. ¿Dónde está el jefe del Estado Mayor? ¿Está durmiendo ya?
—¿Dormido? —preguntó Nóvikov—. ¡Qué va! Ha ido a inspeccionar una nueva posición dado que nos trasladaremos mañana.
Cuando se quedaron solos, Darenski dijo:
—Piotr Pávlovich, hay algo que no he acabado de comprender… Hace poco tiempo estaba en las arenas de la región del Caspio. Me sentía muy deprimido. Parecía que había llegado el fin. Y mira lo que ha pasado ahora: hemos podido organizar esta fuerza fantástica, una fuerza ante la cual todo parecía inútil.
—¡Y yo comprendo cada vez mejor y más claramente qué significa ser ruso! —dijo Nóvikov—. Somos fuertes y temerarios como lobos.
—¡Una fuerza fantástica! —repitió Darenski—. Pero he aquí lo fundamental: los rusos conducidos por los bolcheviques encabezarán la humanidad y el resto es un detalle insignificante.
—Escucha una cosa —propuso Nóvikov—: ¿quieres que vuelva a formular la petición de tu traslado? Entrarías como subjefe de Estado Mayor. Combatiríamos juntos, ¿qué te parece?
—¿Qué puedo decir? Gracias. ¿Y de quién sería el adjunto?
—Del general Neudóbnov. Según el reglamento, un teniente coronel desempeña las funciones de general.
—¿Neudóbnov? ¿El que estuvo en el extranjero antes de la guerra? ¿En Italia?
—Exacto. El mismo. No es un Suvórov, pero por lo general se puede trabajar con él.
Darenski guardó silencio. Nóvikov le miró.
—Entonces, ¿cerramos el trato? —insistió.
Darenski se levantó el labio con un dedo y tiró un poco atrás la mejilla.
—¿Ves las coronas? —preguntó—. En 1937 Neudóbnov me hizo saltar dos dientes durante un interrogatorio.
Se intercambiaron una mirada, guardaron silencio un rato, luego se miraron de nuevo.
Darenski dijo:
—Desde luego, es un hombre competente.
—Es verdad; no es un calmuco, es un ruso —dijo riendo Nóvikov, y de pronto gritó—: Bebamos, pero esta vez en serio, ¡a la rusa!
Darenski, por primera vez en su vida, bebió mucho, pero de no ser por las dos botellas de vodka vacías sobre la mesa, nadie habría notado que los dos hombres habían empinado el codo. Fue así como comenzaron a tutearse.
Nóvikov llenó los vasos por enésima vez y dijo:
—Bebe, no pares.
Esta vez el abstemio Darenski no se abstuvo de beber.
Hablaron de los primeros días de la guerra, del repliegue, de Bliújer y Tujachevski, de Zhúkov. Darenski habló sobre su interrogatorio y le explicó lo que quería saber el juez instructor.
Nóvikov, a su vez, le contó cómo había retrasado durante algunos minutos, en el inicio de la ofensiva, el avance de los tanques. Pero evitó mencionar que se había equivocado al juzgar la conducta de los comandantes de brigada. Hablaron de los alemanes; Nóvikov dijo que pensaba que el verano de 1941 le había endurecido para toda la vida, pero cuando le enviaron los primeros prisioneros, había ordenado que les alimentaran algo más decentemente y que transportaran a los heridos y aquellos con síntomas de congelación en camión hasta la retaguardia.
Darenski observó:
—Tu comisario y yo hemos puesto como un trapo a los calmucos. ¡Hemos hecho bien! Es una lástima que no esté aquí tu Neudóbnov. Me hubiera gustado decirle unas cuantas palabras, ya lo creo.
—¿Acaso no había gente de Kursk o de Oriol que se entendía con los alemanes? —preguntó Nóvikov—. Mira el general Vlásov; que yo sepa no es calmuco. Mi Basángov es un buen soldado. Pero Neudóbnov es un chequista, el comisario me ha hablado largo y tendido de él. No es un soldado. Nosotros los rusos venceremos, llegaremos a Berlín. Lo sé; los alemanes no nos pararán.
—Estoy al corriente de Neudóbnov, Yezhov y todo eso —dijo Darenski—, pero ahora hay una sola Rusia: la Rusia soviética. Y sé que aunque me rompieran todos los dientes, mi amor por Rusia no cambiaría. La amaré hasta el último aliento. Sin embargo, no haré de adjunto de una puta como ésa. No, camarada, ¿estamos de broma?
Nóvikov llenó los vasos de vodka y le animó:
—Venga, de un trago.
Luego añadió:
—¿Quién sabe lo que pasará? Algún día estaré entre los malos.
Cambiando de tema dijo de improviso:
—El otro día pasó algo horrible: le desgajaron la cabeza a un tanquista, pero él, muerto, continuaba apretando el acelerador y el tanque avanzaba. ¡Adelante, siempre adelante!
Darenski repitió:
—Tu comisario y yo hemos maldecido a los calmucos, y ahora no se me va de la cabeza un viejo calmuco. ¿Cuántos años tiene Neudóbnov? ¿Y si fuéramos a hacerle una visita a donde está acantonado?
Nóvikov, con la lengua pastosa, dijo arrastrando las palabras:
—Tengo una gran alegría. La más grande de las alegrías.
Sacó una fotografía de su bolsillo y se la tendió a Darenski. Este la observó durante un buen rato en silencio, y dijo:
—Una belleza, nada que objetar.
—¿Una belleza? La belleza por sí sola no es nada, ¿comprendes? No se ama como yo la amo sólo por la belleza.
En la puerta apareció Veishkov, se quedó allí mirando fijamente con expresión interrogativa al comandante del cuerpo.
—Lárgate de aquí —ordenó despacio Nóvikov.
—Eh, ¿por qué le tratas así? Él sólo quería saber si necesitabas algo —dijo Darenski.
—Bueno, bueno, seré malo, seré un grosero, pero no hace falta que nadie me dé lecciones. Y además, teniente coronel, ¿por qué me tuteas? ¿Acaso es eso lo que dice el reglamento?
—¡Así que ésas tenemos! —exclamó Darenski.
—Déjalo, no entiendes los chistes —dijo Nóvikov, y pensó que era una suerte que Zhenia no le viera borracho.
—No comprendo las bromas estúpidas —respondió Darenski.
Discutieron durante un largo rato y se reconciliaron sólo cuando Nóvikov le propuso acercarse hasta donde estaba Neudóbnov y molerle a palos. Al final no fueron a ninguna parte, pero continuaron bebiendo.
31
Aleksandra Vladímirovna recibió el mismo día tres cartas: dos de sus hijas y una tercera de su nieta Vera.
Todavía no había abierto los sobres, pero por la caligrafía ya había reconocido de quién eran. Sabía que las cartas no eran portadoras de buenas noticias. La experiencia le había enseñado que los hijos no escriben a las madres para compartir alegrías.
Las tres le pedían que fuera a verlas: Liudmila a Moscú, Zhenia a Kúibishev y Vera a Leninsk. Y aquellas invitaciones confirmaron a Aleksandra Vladímirovna que la vida no era fácil para sus hijas y su nieta.
Vera escribía que los disgustos en el Partido y en el trabajo habían extenuado a su padre. Unos días antes había regresado a Leninsk desde Kúibishev, adonde había acudido por una convocatoria del Comisariado del Pueblo. Vera decía que ese viaje había agotado a su padre más que el trabajo que había desempeñado en la central eléctrica de Stalingrado durante la guerra. El caso de Stepán Fiódorovich no se había solucionado en Kúibishev; le habían ordenado que volviera a trabajar en la reconstrucción de la central eléctrica, pero le habían advertido que no sabían si le mantendrían el empleo en el Comisariado.
Vera había decidido trasladarse con su padre de Leninsk a Stalingrado; ahora los alemanes ya no disparaban, pero el centro de la ciudad todavía no había sido liberado. Las personas que habían visitado la ciudad decían que de la casa donde había vivido Aleksandra Vladímirovna sólo quedaba en pie un esqueleto de hormigón con el techo hundido. En cambio, el apartamento que Spiridónov ocupaba en la central eléctrica por su condición de director permanecía intacto; sólo se había desprendido el estucado y habían salido volando los cristales de las ventanas. En él se alojaban Stepán Fiódorovich, y Vera con su hijo.
Vera escribía acerca de su hijo, y a Aleksandra Vladímirovna le causaba un efecto extraño ver que su nieta Vera, casi una adolescente todavía, le contaba como una adulta, como toda una mujer, los cólicos de su niño, así como sus erupciones, su sueño inquieto, las alteraciones de su metabolismo. Todo lo que Vera debería haber escrito a su marido, a su madre, se lo escribía a su abuela. No tenía marido, no tenía madre.
Vera escribía acerca de Andréyev, de su nuera Natasha, de la tía Zhenia, con la que Stepán Fiódorovich se había encontrado en Kúibishev. No hablaba de ella misma, como si su vida no le interesara a Aleksandra Vladímirovna.
En el margen de la última hoja decía: «Abuela, nuestro apartamento en la central eléctrica es grande, hay sitio para todo el mundo. Te lo ruego, ven». Y en aquel inesperado lamento se expresaba todo lo que Vera no había escrito abiertamente en su carta.
La carta de Liudmila Nikoláyevna era breve. Escribía: «No le encuentro sentido a la vida. Tolia no está, y Vitia y Nadia no me necesitan, podrían vivir perfectamente sin mí».
Liudmila Nikoláyevna nunca antes le había escrito una carta así a su madre. Aleksandra Vladímirovna comprendió que las cosas no iban bien entre Liudmila y su marido. Después de invitar a la madre a Moscú, añadía: «Vitia siempre tiene problemas, y él te cuenta a ti sus sufrimientos de mejor gana que a mí».
Más adelante había una frase parecida: «Nadia se ha encerrado en sí misma, no me confía nada de su vida. Así es ahora el estilo de vida en nuestra familia…».
La carta de Zhenia era incomprensible. Estaba plagada de alusiones a ciertas dificultades y desgracias. Pedía a su madre que fuera a verla a Kúibishev, pero al mismo tiempo la informaba de que debía ir urgentemente a Moscú. Le hablaba de Limónov, que profería panegíricos en honor suyo. Le escribía que le hubiera gustado que fuera a hacerle una visita; era un hombre inteligente, interesante; pero en la misma carta le comunicaba que Limónov había partido para Samarcanda. Era del todo incomprensible cómo se las iba a arreglar entonces Aleksandra Vladímirovna para verle en Kúibishev.
Sólo una cosa estaba clara, y mientras la madre leía la carta, pensaba: «Mi pobre hija».
Las cartas turbaron mucho su ánimo. En las tres se interesaban por su salud, y preguntaban si su habitación estaba bien caldeada.
Esa preocupación enterneció a Aleksandra Vladímirovna, aunque comprendía que las jóvenes no pensaban en si Aleksandra Vladímirovna tenía necesidad de ellas.
Eran ellas quienes la necesitaban.
Aunque también podría haber sucedido de modo diferente. ¿Por qué no había pedido ayuda a las hijas y por qué las hijas se la pedían ahora a ella?
¿Acaso no era ella la que vivía completamente sola, la que era vieja, no tenía hogar, había perdido a un hijo, a una hija, y no sabía nada de Seriozha?
Cada vez le costaba más trabajar, sufría del corazón continuamente, le daba vueltas la cabeza. Incluso había pedido al director técnico de la fábrica que la trasladara de los talleres al laboratorio; era muy penoso pasar de máquina en máquina, efectuar muestras de control.
Después del trabajo hacía cola en las tiendas; una vez llegaba a casa debía encender la estufa y preparar la comida.
¡La vida era tan dura, tan pobre! Hacer cola no era tan horrible, lo peor era cuando no había colas ante las estanterías vacías. Lo peor era cuando, de vuelta en casa, no podía preparar la comida, no encendía la estufa y yacía hambrienta en una cama húmeda y fría.
Todos, a su alrededor, llevaban una vida mísera.
Una doctora evacuada de Leningrado le contó cómo había pasado el invierno anterior con sus dos hijos en un pueblo a cien kilómetros de Ufá. Vivía en una isba deshabitada confiscada a un kulak, con los cristales rotos y el techo reventado. Para ir a trabajar tenía que atravesar, seis kilómetros de bosque, y a veces, al amanecer, refulgían entre los árboles los ojos verdes de los lobos. En el pueblo reinaba la miseria; los koljosianos trabajaban a desgana pues decían que, por mucho que trabajaran, de todos modos les negarían el pan: el koljós iba retrasado con las cuotas de entrega de cereales y les arrebataban todo el grano. El marido de su vecina había partido a la guerra y ella vivía con seis niños hambrientos; sólo tenía un par de botas de fieltro rotas para los seis pequeños. La doctora le había contado que había comprado una cabra; y por la noche, a través de nieves altas, iba a robar alforfón a un campo lejano y desenterraba de debajo de la nieve los almiares no recogidos que comenzaban a pudrirse. Explicaba que sus hijos, escuchando las conversaciones groseras y maliciosas de los campesinos habían aprendido a soltar tacos y que la maestra de la escuela, en Kazán, le había dicho: «Es la primera vez que oigo a alumnos de primer grado, y además de Leningrado, blasfemar como borrachos».
Ahora Aleksandra Vladímirovna vivía en la pequeña habitación que antes ocupaba Víktor Pávlovich. Los inquilinos oficiales, que se habían trasladado a un anexo mientras los Shtrum estaban allí, ocupaban ahora la habitación principal. Eran gente irritable, nerviosa, que a menudo discutía sobre tonterías domésticas.
Aleksandra Vladímirovna no se enfadaba con ellos por el ruido o las discusiones, sino porque le pedían, a ella que había perdido su casa en un incendio, una suma muy elevada por una habitación minúscula: doscientos rublos al mes, más de la tercera parte de su salario. Le daba la impresión de que los corazones de esas personas estaban hechos de madera contrachapada y de hojalata. No hacían otra cosa que pensar en alimentos y objetos. Desde la mañana a la tarde sus conversaciones giraban en torno al aceite vegetal, la carne salada, las patatas, los trastos viejos que compraban y revendían en los mercados de objetos usados. Por la noche cuchicheaban. Nina Matvéyevna, la propietaria, contaba al marido que un vecino de la casa, un obrero especializado en una fábrica, había traído del pueblo un saco de semillas blancas y medio saco de maíz desgranado; que en el mercado ese día había miel barata.
Nina Matvéyevna era una mujer hermosa: alta, de buena planta, los ojos grises. Antes de casarse trabajaba en una fábrica, participaba en actividades artísticas para aficionados, cantaba en un coro, actuaba en un círculo de arte dramático. Semión Ivánovich, el marido, trabajaba de herrero en una fábrica militar. Una vez, en su juventud, había prestado servicio en un cazatorpedero y había sido campeón de boxeo de peso medio de la flota del océano Pacífico. El pasado lejano de esa pareja parecía ahora inverosímil.
Antes de irse a trabajar por la mañana, Semión Ivánovich alimentaba a los patos, preparaba la comida para el cochinillo; después del trabajo trajinaba en la cocina, limpiaba el grano, remendaba las botas, afilaba los cuchillos, lavaba las botellas, hablaba de los chóferes de la fábrica que traían de lejanos koljoses harina, huevos, carne de cabra… Y Nina Matvéyevna, interrumpiéndole, le hablaba de sus innumerables enfermedades, de sus visitas a lumbreras de la medicina; le contaba que había cambiado una toalla por judías, que la vecina había comprado a una evacuada una chaqueta de piel de potro y cinco platitos de servicio; le hablaba de margarina y de grasa.
No eran malas personas, pero ni siquiera una vez habían hablado con Aleksandra Vladímirovna de la guerra, de Stalingrado, de los comunicados de la Oficina de Información Soviética.
Compadecían y despreciaban a Aleksandra Vladímirovna porque, después de la partida de la hija, que recibía cupones de racionamiento para académicos, vivía medio muerta de hambre. No tenía ni azúcar ni mantequilla, bebía agua caliente en lugar de té y tomaba sopa en la cantina, un caldo que una vez el cochinillo se había negado a comer. No tenía con qué comprar leña. No tenía cosas para vender. Su miseria molestaba a los propietarios de la casa.
Una vez, por la noche, Aleksandra Vladímirovna oyó cómo Nina Matvéyevna decía a su marido: «He tenido que dar a la vieja un trozo de bizcocho; es desagradable comer delante de ella, se sienta y te mira con aspecto hambriento».
Por las noches Aleksandra Vladímirovna dormía mal. ¿Por qué no recibía noticias de Seriozha? Se acostaba sobre la cama de hierro donde antes dormía Liudmila y era como si su hija le hubiera transmitido sus aprensiones y sus pensamientos nocturnos.
¡Con qué facilidad destruía la muerte a los hombres! ¡Y qué duro era para los que permanecían entre los vivos! Pensaba en Vera. El padre del bebé o había muerto o la había olvidado. Stepán Fiódorovich estaba melancólico, le agobiaban las preocupaciones… Las pérdidas, el dolor, no habían acercado a Liudmila y Víktor.
Por la tarde Aleksandra decidió escribir a Zhenia: «Querida hijita mía…». Pero por la noche fue presa de la angustia: «Pobre chica, ¿en qué lío se habrá metido? ¿Qué le depara el futuro?».
Ania Shtrum, Sofia Levinton, Seriozha… Como en aquel pasaje de Chéjov: «Misius, ¿dónde estás?»[7].
Al lado, los propietarios del apartamento hablaban a media voz.
—Tendríamos que matar el pato para la fiesta de Octubre —dijo Semión Ivánovich.
—Pero ¿para qué he alimentado con patatas al pato?, ¿para degollarlo? —preguntó Nina Matvéyevna—. Sabes, cuando la vieja se vaya me gustaría pintar el suelo; si no las tablas se pudren.
Hablaban siempre de objetos y comida; el mundo que habitaban estaba lleno de cosas. En aquel mundo no había espacio para los sentimientos humanos, sólo tablas, pintura, grano, billetes de treinta rublos. Eran personas trabajadoras y honradas; los vecinos decían que Nina y Semión nunca se apropiarían de una moneda que no les perteneciera. Pero por alguna razón eran insensibles a los heridos de guerra, los inválidos ciegos, los niños sin hogar que vagaban por las calles, la hambruna de 1921 en el Volga.
Eran el polo opuesto a Aleksandra Vladímirovna…
La indiferencia hacia la gente, hacia la causa común, hacia el sufrimiento ajeno era para ellos algo completamente natural. Ella, en cambio, era capaz de pensar y preocuparse por los demás; se alegraba y se enfurecía por cosas que no la afectaban directamente, ni a ella ni a su familia… La época de la colectivización general, el año 1937, el destino de las mujeres que habían ido a parar a los campos por sus maridos, el destino de los niños que acababan en internados y orfelinatos, las ejecuciones sumarias de prisioneros rusos por parte de los alemanes, las desgracias de la guerra, las adversidades: todo eso la atormentaba y desasosegaba tanto como los infortunios de su propia familia.
Y eso no se lo habían enseñado ni los bellísimos libros que leía, ni las tradiciones revolucionarias y populistas de la familia en la que había sido educada, ni la vida ni sus amigos, o su marido. Simplemente era así, y no podía ser de otro modo. No tenía dinero, y aún le faltaban, seis días para cobrar la paga. Estaba hambrienta, todas sus propiedades se podían envolver en un pañuelo de bolsillo. Pero nunca, ni siquiera cuando vivía en Kazán, había pensado en las cosas que se habían quemado en su piso de Stalingrado: los muebles, el piano, el servicio de té, las cucharas, los tenedores perdidos. Ni siquiera lamentaba los libros quemados.
Había algo extraño en el hecho de que ahora, lejos de sus familiares que la necesitaban, viviera bajo el mismo techo con personas cuya árida existencia les era completamente ajena.
Dos días después de la llegada de las cartas de sus parientes, Karímov fue a visitar a Aleksandra Vladímirovna. Al verlo se alegró y le ofreció la infusión de escaramujo que tomaba en lugar de té.
—¿Hace mucho que no recibe cartas de Moscú? —preguntó Karímov.
—Anteayer recibí una.
—¿De verdad? —dijo Karímov, sonriendo—. Dígame, ¿cuánto tarda en llegar una carta desde Moscú?
—Mire el matasellos del sobre —sugirió Aleksandra Vladímirovna.
Karímov se puso a examinar el sobre y concluyó con aire preocupado:
—Ha llegado nueve días después.
Se quedó pensativo, como si la lentitud del correo tuviera un significado especial para él.
—Dicen que es por culpa de la censura —dijo Aleksandra Vladímirovna—. No da abasto con las montañas de cartas.
Él le miró la cara con sus bellísimos ojos oscuros. Luego preguntó:
—¿Les va bien todo por allí? ¿Ningún problema?
—Tiene mala cara —observó Aleksandra Vladímirovna—, un aspecto enfermizo.
Karímov, como si se defendiera de una acusación, objetó a toda prisa:
—¡Pero qué dice! ¡Todo lo contrario!
Hablaron un poco sobre los acontecimientos en el frente.
—Hasta para un niño está claro que se ha producido un giro decisivo en la guerra —dijo Karímov.
—Sí, sí —corroboró con una sonrisa Aleksandra Vladímirovna—. Ahora es evidente hasta para un niño, pero el verano pasado las mentes más lúcidas tenían claro que los alemanes ganarían la guerra.
—Debe de ser duro vivir sola, ¿no? —preguntó Karímov de improviso—. Ya veo que tiene que encenderse usted misma la estufa.
Ella dudó, frunció la frente, como si responder a la pregunta de Karímov fuera muy complicado, y no respondió enseguida.
—Ajmet Usmánovich, ¿ha venido a preguntarme si me resulta difícil encender la estufa?
Él sacudió varias veces la cabeza, después guardó silencio largo rato mientras se examinaba las manos que descansaban sobre la mesa.
—Hace pocos días me convocó quien usted ya sabe; me interrogaron sobre nuestros encuentros y sobre las conversaciones que mantuvimos en el pasado.
—¿Por qué no lo dijo desde un principio? —preguntó Aleksandra Vladímirovna—. ¿Por qué comenzó a hablarme de la estufa?
Captando su mirada, Karímov dijo:
—Naturalmente, no pude negar que hablamos sobre la guerra, sobre política. Habría sido ridículo sostener que cuatro adultos hablaban exclusivamente de cine. Por supuesto dije que de cualquier cosa que habláramos lo hacíamos como verdaderos patriotas soviéticos. Todos considerábamos que el pueblo, bajo la guía del Partido y del camarada Stalin, vencería. Pero han pasado algunos días y he comenzado a sentir cierta agitación; no duermo. Como si presintiera que le había pasado algo a Víktor Pávlovich. Y además está esa extraña historia con Madiárov: partió para pasar diez días en Kúibishev en el Instituto Pedagógico. Sus estudiantes esperaban su llegada y él no apareció; el decano envió un telegrama pero no ha recibido respuesta. Por la noche, cuando uno está en la cama piensa de todo…
Aleksandra Vladímirovna no decía nada.
—Pensándolo bien —dijo él en voz baja—, ¿vale la pena charlar alrededor de una taza de té para que luego empiecen a sospechar de ti y te convoquen?
Ella no decía nada. Karímov la observó con aire interrogativo, invitándola con la mirada a hablar; él había dicho todo lo que tenía que decir. Pero Aleksandra Vladímirovna continuaba callada, y Karímov notó que con su silencio le daba a entender que no se lo había contado todo.
—Así son las cosas —dijo.
Aleksandra Vladímirovna continuaba sin decir nada.
—Ah, sí, me olvidaba. El camarada también me preguntó: «¿Hablabais de la libertad de prensa?». Sí, claro, hablábamos. Luego me preguntaron de improviso: «¿Conoce a la hermana menor de Liudmila Nikoláyevna y a su ex marido, un tal Krímov?». Yo no los he visto nunca, y Víktor Pávlovich nunca me habló de ellos. Y eso mismo le respondí. Luego me plantearon otra pregunta: «¿Le ha hablado alguna vez Víktor Pávlovich de la situación de los judíos?». Yo les pregunté: «¿Y por qué precisamente conmigo?». Me respondieron: «Ya sabe, usted es tártaro, él es judío…».
Cuando, Karímov, con el abrigo y el gorro puestos, estaba ya en la puerta a punto de despedirse y tamborileaba sobre el buzón del que Liudmila Nikoláyevna había sacado una vez la carta que le comunicaba la herida mortal de su hijo, Aleksandra Vladímirovna dijo:
—Es extraño, ¿qué tiene que ver Zhenia con este asunto?
Evidentemente, ni Karímov ni ella podían saber por que el chequista de Kazán se había interesado por Zhenia, que vivía en Kúibishev, y su ex marido, que estaba en el frente.
Aleksandra Vladímirovna inspiraba confianza a la gente y, por eso, a menudo escuchaba toda clase de relatos y confesiones. Estaba acostumbrada a la desagradable sensación de que su interlocutor no le contara siempre todo. No deseaba advertir a Shtrum; sabía que no serviría de nada y que crearía preocupaciones inútiles. No tenía sentido tratar de adivinar quién de los presentes en las conversaciones se había ido de la lengua o bien había formulado la denuncia. Es difícil descubrir a esa clase de hombres. En situaciones así casi siempre resulta ser la persona que uno menos imaginaba. A menudo el caso despertaba la atención del MGB de la manera más inesperada: una alusión en una carta, una broma, unas palabras imprudentes en la cocina comunal en presencia de los vecinos. Pero ¿por qué el juez instructor había interrogado a Karímov sobre Zhenia y Nikolái Grigórievich?
Y de nuevo le costó conciliar el sueño. Tenía hambre. De la cocina le llegaba el olor a comida: la propietaria estaba friendo buñuelos de patata, oía el ruido de los platos de metal, la voz tranquila de Semión Ivánovich. ¡Dios mío, qué hambre tenía! ¡Qué asqueroso brebaje le habían dado de comer hoy en la cantina! Aleksandra Vladímirovna no se lo había acabado y ahora se arrepentía. La obsesión por la comida le embrollaba el resto de las ideas.
Al día siguiente, cuando llegó a la fábrica se encontró en la casilla de control con la secretaria del director, una mujer mayor, de rostro masculino y perverso.
—Pase a verme a la hora de la comida, camarada Sháposhnikova —dijo la secretaria.
Aleksandra Vladímirovna se sorprendió. ¿Era posible que el director hubiera respondido con tanta celeridad a su petición de traslado? No podía comprender por qué de repente sentía que se había quitado un peso de encima.
Mientras atravesaba el patio de la fábrica de pronto reflexionó y al instante dijo en voz alta:
—Ya estoy harta de Kazán, me vuelvo a casa, a Stalingrado.
32
Halb, el jefe de la policía militar, convocó en el cuartel general del 6.° Ejército al comandante del regimiento Lenard.
Lenard se retrasaba. Una nueva orden de Paulus prohibía el uso de gasolina para el transporte particular. Todo el carburante estaba bajo la supervisión del jefe del Estado Mayor del ejército, el general Schmidt, que preferiría diez veces antes verte morir que firmar la concesión de cinco litros de gasolina. No había gasolina suficiente para los automóviles de los oficiales, y mucho menos para los mecheros de los soldados.
Lenard había tenido que esperar hasta la tarde, cuando el coche del Estado Mayor llevaba a la ciudad el correo de la policía militar.
El pequeño vehículo circulaba despacio sobre el asfalto cubierto de hielo. Por encima de los refugios y las chozas de primera línea, se elevaban en el aire gélido, sin un soplo de viento, humos semitransparentes. A lo largo de la carretera, en dirección a la ciudad, marchaban los heridos con las cabezas cubiertas con pañuelos y toallas, así como soldados que el alto mando desplazaba de la ciudad a las fábricas, con las cabezas también vendadas y los pies envueltos en trapos.
El chófer detuvo el coche cerca del cadáver de un caballo echado sobre el arcén y empezó a hurgar en el motor mientras Lenard observaba a unos hombres con barba larga, inquietos, que cortaban a golpes de machete la carne congelada. Un soldado se había metido ya entre las costillas del caballo y parecía un carpintero maniobrando entre los cabrios de un techo en construcción. Al lado, en medio de las ruinas de una casa, ardía una hoguera y un perol negro reposaba sobre un trípode; a su alrededor había soldados con cascos, gorros, mantas, pañuelos, pertrechados con ametralladoras y granadas en los cinturones. El cocinero removía con una bayoneta el agua y los trozos de carne de caballo que salían a flote. Un soldado, sentado sobre el techo de un refugio, roía sin prisa un hueso que parecía una armónica increíble y gigantesca.
De improviso, el sol poniente iluminó el camino, la casa muerta. Las órbitas quemadas de las casas se llenaron de sangre helada; la nieve sucia del hollín de los combates, excavada por las garras de las minas, resplandeció como el oro; se iluminó también la caverna rojo oscuro de las entrañas del caballo muerto, y la ventisca de nieve en la carretera formó un torbellino de bronce.
La luz vespertina posee la propiedad de revelar la esencia de lo que está ocurriendo y de transformar las impresiones visuales en un cuadro, en historia, sentimiento, destino. Las manchas de barro y hollín, a la luz del sol poniente, hablaban con cientos de voces; con el corazón encogido uno comprendía la felicidad pasada, lo irreparable de las pérdidas, la amargura de los errores y el eterno encanto de la esperanza.
Era una escena de la era de las cavernas. Los granaderos, la gloria de la nación, los constructores de la gran Alemania, habían sido expulsados del camino de la victoria.
Mientras miraba a aquellos hombres envueltos en trapos, Lenard entendió, con su instinto poético, que al extinguirse el crepúsculo desaparecían también las ilusiones.
En las profundidades de la vida había una fuerza ciega y obtusa.
¿Cómo era posible que la deslumbrante energía de Hitler, aliada con el poder amenazante de un pueblo que había impulsado las filosofías más avanzadas, hubiera acabado allí, en las orillas silenciosas del Volga congelado, en las ruinas, en la nieve sucia, en las ventanas inundadas del crepúsculo sangriento, en la humildad de los seres que contemplaban las volutas de humo alzándose sobre un perol de carne de caballo…?
33
En el cuartel general de Paulus, situado en el sótano de unos grandes almacenes incendiados, todo se desarrollaba según el orden establecido: los jefes ocupaban sus despachos, los oficiales de guardia redactaban informes sobre cualquier cambio de situación y sobre las acciones llevadas a cabo por los enemigos.
Los teléfonos sonaban, las máquinas de escribir crepitaban y, detrás de la puerta de contrachapado, se oía la risa de bajo del general Schenk, el jefe de la segunda sección del Estado Mayor. Sobre las baldosas de piedra rechinaban las rápidas botas de los ayudantes de campo. Cuando pasaba el comandante de las unidades blindadas de camino a su despacho, haciendo brillar su monóculo, en el pasillo perduraba la estela del perfume francés, que se mezclaba a ratos con el olor a humedad, a tabaco y a betún negro. Cuando por los estrechos pasillos de las oficinas subterráneas pasaba el comandante enfundado en su largo capote con cuello de piel enmudecían de inmediato las voces y el tecleo de las máquinas, y decenas de ojos observaban su cara pensativa de nariz aguileña. Paulus continuaba con los mismos hábitos: empleaba el mismo tiempo después de las comidas para fumarse un cigarrillo y conversar con el jefe del Estado Mayor del ejército, el general Schmidt. Con la misma arrogancia plebeya, infringiendo las leyes y el reglamento, el suboficial radiotelegrafista pasaba por delante del coronel Adam, que bajaba los ojos, para irrumpir en el despacho de Paulus y extenderle un telegrama de Hitler con la nota: «Entregar en mano».
Pero esta continuidad sólo era aparente: en realidad, desde el día del cerco se habían producido numerosos cambios en la vida del Estado Mayor.
Estos cambios se percibían en el color del café que bebían, en las líneas de comunicación que se extendían hacia el oeste, hacia los nuevos sectores del frente; en las nuevas normas sobre el consumo de municiones, en el atroz espectáculo cotidiano de los aviones de carga Junkers que caían desintegrados cuando trataban de forzar el bloqueo aéreo. Un nuevo nombre, que eclipsaba a todos los demás, estaba en boca de todo el mundo: Manstein.
No tiene sentido enumerar todos estos cambios; son bastante obvios. Los que antes comían hasta la saciedad, ahora estaban constantemente hambrientos; las caras de los famélicos se habían vuelto de un color terroso. Los oficiales del Estado Mayor alemán habían cambiado también interiormente: los orgullosos y arrogantes se apaciguaron, los fanfarrones dejaron de jactarse, los optimistas empezaron a criticar al propio Führer y a dudar de la justicia de su política.
Cambios particulares tomaban forma en la mente y los corazones de los alemanes, hasta entonces embrujados y fascinados por el poder inhumano del Estado nacional. Esos cambios tenían lugar en el subsuelo de la vida humana y por ese motivo los soldados ni siquiera se daban cuenta.
Era difícil advertir ese proceso, del mismo modo que es difícil percibir el trabajo del tiempo. Los tormentos del hambre, los miedos nocturnos, la sensación de la desgracia que se avecinaba comenzaron a liberar, lenta y gradualmente, la libertad en los hombres; éstos se humanizaban y en ellos triunfaba la vida sobre la negación de la vida.
Los días de diciembre se acortaban, y las gélidas noches de diecisiete horas eran cada vez más largas. Cada vez se estrechaba más el cerco, cada vez se volvía más cruel el fuego de los cañones y de las ametralladoras soviéticas… Ay, qué implacable era el frío de las estepas rusas, insoportable incluso para los rusos, a pesar de las pellizas, las botas de fieltro y la costumbre.
Sobre sus cabezas se abría un terrible abismo helado que respiraba una cólera indómita: un cielo duro y gélido, como escarcha de estaño, salpicado de estrellas heladas y secas.
¿Quién, entre los moribundos y condenados a muerte, podía intuir que, para decenas de millones de alemanes, aquéllas eran las primeras horas del regreso a una vida humana después de una década de inhumanidad total?
34
Lenard se acercó al cuartel general del 6.° Ejército y entrevió, a la luz del crepúsculo, la cara gris del centinela que estaba allí apostado, solitario, y el corazón le palpitó con fuerza. Mientras caminaba a lo largo del pasillo subterráneo del cuartel general todo lo que vio le colmó de amor y tristeza.
Leía en las puertas las placas escritas con caracteres góticos: «2.ª sección», «Ayudantes de campo», «General Koch», «Mayor Traurig»; oía el tecleo de las máquinas de escribir, le llegaba el sonido de las voces. Sintió el vínculo filial, fraternal, con sus compañeros de armas, sus camaradas de Partido, sus colegas de las SS. Los había visto a la luz del ocaso: era la vida que se desvanecía.
Mientras se acercaba al despacho de Halb, no sabía cuál sería el tema de la conversación, ni si el Obersturmbannführer de las SS compartiría con él sus inquietudes.
Como a menudo sucede entre personas que se conocen bien por el trabajo desempeñado en el seno del Partido en tiempo de paz, no daban importancia a la diferencia de rangos militares, y se relacionaban con la sencillez de unos camaradas. En sus encuentros con frecuencia se mezclaba la charla despreocupada con la discusión de asuntos serios.
Lenard tenía el don de alumbrar la esencia de un asunto complejo con pocas palabras, las cuales a menudo realizaban un largo viaje a través de diferentes informes hasta llegar a los más altos despachos de Berlín.
Lenard entró en la habitación de Halb pero no le reconoció. Después de contemplar su cara llena, en absoluto demacrada, Lenard tardó un rato en darse cuenta de que lo único que había cambiado en Halb era la expresión de sus ojos oscuros e inteligentes.
En la pared colgaba un mapa de Stalingrado, donde un implacable círculo rojo intenso sitiaba al 6° Ejército.
—Estábamos en una isla —dijo Halb—, y nuestra isla no está rodeada de agua, sino del odio de unos brutos.
Charlaron del frío ruso, de las botas de fieltro rusas, del tocino ruso y de la perfidia del vodka ruso que primero te calentaba y luego te congelaba.
Halb preguntó qué cambios se habían producido en las relaciones entre los oficiales y los soldados de primera línea.
—Ahora que lo pienso —dijo Lenard—, no veo ninguna diferencia entre los pensamientos del coronel y la filosofía de los soldados. En general se oye siempre la misma cantinela: nadie es optimista.
—La misma canción entonan en el Estado Mayor —reconoció Halb; y sin apresurarse, para que el efecto de sus palabras fuera mayor, añadió—: Y el solista del coro es el comandante en jefe.
—Cantan, pero al igual que antes no hay desertores.
—Tengo una pregunta para usted en relación con una cuestión importante —dijo Halb—. Hitler insiste en que el 6° Ejército se mantenga firme, mientras que Paulus, Weichs y Zeitzler están a favor de la capitulación a fin de salvar las vidas de los soldados y los oficiales. Tengo órdenes de llevar a cabo un discreto sondeo acerca de la posibilidad de que nuestras tropas sitiadas en Stalingrado acaben por amotinarse. Los rusos lo llaman «dar largas» —y pronunció la expresión rusa con naturaleza y un acento perfecto.
Lenard, consciente de la gravedad del asunto, guardó silencio. Después dijo:
—Quisiera comenzar contándole una historia. En el regimiento del teniente Bach había un soldado confuso. Era el hazmerreír de los más jóvenes, pero desde que empezó el cerco todos se han acercado a él y le miran como a un guía… Me puse a meditar sobre el regimiento y su comandante. Cuando las cosas iban bien, Bach aprobaba incondicionalmente la política del Partido. Pero ahora sospecho que en su cabeza está pasando algo; ha empezado a dudar. Y me he estado preguntando por qué los soldados de su regimiento han comenzado a sentirse atraídos por un tipo que hasta hace poco les provocaba risa, que parecía el cruce entre un payaso y un loco. ¿Cómo se comportará este individuo en el momento crucial? ¿Dónde conducirá a los soldados? ¿Qué ocurrirá con el comandante? —y concluyó—: Es difícil dar una respuesta. Pero hay algo que sí puedo decirle: los soldados no se sublevarán.
—Ahora vemos la sabiduría del Partido con mayor claridad que nunca —observó Halb—. Sin vacilar hemos extirpado del cuerpo del pueblo no sólo las partes infectadas, sino también aquellas en apariencia sanas pero susceptibles de pudrirse en circunstancias difíciles. Hemos purgado las ciudades, los ejércitos, los campos y la Iglesia de espíritus rebeldes e ideólogos hostiles. Habrá charlatanería, injurias, cartas anónimas, pero nunca una rebelión, ¡incluso si el enemigo logra cercarnos no ya en el Volga, sino en Berlín! Todos debemos estar agradecidos a Hitler por esto. Habría que bendecir el cielo por habernos enviado a este hombre en un momento así.
Se detuvo un instante para escuchar el rumor sordo y lento que resonaba encima de sus cabezas; en aquel profundo sótano era imposible distinguir si se trataba de artillería alemana o de la explosión de bombas soviéticas.
Después de que el estruendo se apaciguara, dijo:
—Es increíble que pueda vivir con las raciones reglamentarias de los oficiales. He añadido su nombre a la lista donde están apuntados los amigos más valorados del Partido y los oficiales de seguridad. Recibirá regularmente paquetes enviados por correo al puesto de mando de su división.
—Gracias —respondió Lenard—, pero no lo necesito. Comeré lo mismo que los demás.
Halb alargó los brazos en un gesto de sorpresa.
—¿Qué hay de Manstein? He oído que ha recibido nuevas armas.
—No creo en Manstein —respondió Halb—. En este tema estoy de acuerdo con nuestro comandante.
Y con la voz susurrante de un hombre que durante años se ha acostumbrado a manejar información confidencial, dijo:
—Tengo otra lista en mi poder con los nombres de los amigos del Partido y los oficiales de seguridad que, en el momento del desenlace, tendrán garantizada su plaza en los aviones. Usted figura en la lista. En el caso de que yo esté ausente, el coronel Osten tendrá mis instrucciones.
Al darse cuenta de la mirada interrogativa de Lenard, explicó:
—Tal vez tenga que volar a Alemania. Se trata de un asunto secreto que no se puede confiar en un documento o en un mensaje cifrado por radio —guiñó un ojo y añadió—: Me emborracharé antes de volar, y no de alegría, sino de miedo. Los soviéticos abaten muchos aviones.
—Camarada Halb —dijo Lenard—, yo no me subiré al avión. Me sentiría avergonzado si abandonara a los hombres a quienes he convencido para que luchen hasta el final.
Halb se revolvió ligeramente en su silla.
—No tengo derecho a disuadirle.
Lenard, deseando disipar la atmósfera solemne, le pidió:
—Si es posible, ayúdeme a regresar al puesto de mando de mi regimiento. No tengo coche.
—¡Imposible! —exclamó Halb—. No hay nada que hacer. Toda la gasolina la tiene el perro de Schmidt. No puedo conseguir ni una gota, ¿comprende? ¡Por primera vez!
Y a su rostro asomó de nuevo aquella expresión de impotencia, ajena a él pero que tal vez le era más propia, y que en un primer momento le había vuelto irreconocible a los ojos de Lenard.
35
Por la noche la atmósfera se atemperó y una nevada cubrió el hollín y la suciedad de la guerra. Bach estaba haciendo la ronda por las fortificaciones de primera línea, en la oscuridad. La leve blancura navideña centelleaba al resplandor de los disparos, y la nieve se tomaba, bajo los cohetes de señales, ora de color rosado, ora de un suave verde fosforescente.
A la luz de las explosiones las crestas de piedra, las cuevas, las olas petrificadas de ladrillos, los cientos de senderos de liebres trazados de nuevo allí donde los hombres tenían que comer, ir a la letrina, buscar minas y cartuchos, arrastrar hasta la retaguardia a los heridos, enterrar a los cadáveres, parecían asombrosos, singulares, y al mismo tiempo absolutamente corrientes, habituales.
Bach se acercó a un lugar que se encontraba bajo el fuego de los rusos, atrincherados en las ruinas de una casa de tres pisos de donde procedía el sonido de una armónica y el canto monótono del enemigo.
A través de una brecha en el muro se veía la primera línea soviética, los talleres de la fábrica y el Volga helado.
Bach llamó al centinela, pero su respuesta quedó ahogada por una explosión repentina y el tamborileo de terrones helados contra el muro de la casa. Era un U-2 que planeaba a baja altura, con el motor apagado, después de lanzar una bomba.
—Otro cuervo ruso cojo —dijo el centinela, y señaló al oscuro cielo invernal.
Bach se sentó, apoyó el codo en el saliente de una piedra y miró alrededor. Una ligera sombra rosada temblaba sobre lo alto del muro: los rusos habían encendido la estufa, el tubo se había calentado al rojo vivo y emanaba una luz tenue. Parecía que en el refugio ruso no hicieran más que comer, comer, comer, y sorber ruidosamente café caliente.
Más a la derecha, donde las trincheras rusas y alemanas estaban más cerca entre sí, se oían golpes ligeros, lentos, metálicos, contra la tierra helada.
Sin salir a la superficie, despacio pero sin pausa, los rusos hacían avanzar sus trincheras en dirección a los alemanes. Aquel movimiento a través de la tierra helada, dura como una roca, encerraba una pasión ciega y potente. Era como si la misma tierra avanzara.
Por la tarde un suboficial comunicó a Bach que desde la trinchera rusa habían lanzado una granada que había hecho pedazos el tubo de la estufa de la compañía y había esparcido por su trinchera toda clase de porquería.
Más tarde un soldado ruso, con una pelliza blanca y un gorro nuevo de piel, saltó fuera de la trinchera, gritando palabras obscenas y amenazando con el puño.
Al darse cuenta de que se trataba de un acto espontáneo, los alemanes no abrieron fuego.
—¡Eh!, gallina, huevos, ¿un gluglú ruso? —gritó el soldado.
Luego salió de la trinchera un alemán vestido de azul que, con voz contenida para que no le oyeran los oficiales en el refugio, había dicho:
—Eh, ruso, no me dispares a la cabeza, tengo que volver a ver a mamá. Coge el subfusil, dame el gorro.
Desde la trinchera rusa habían respondido con una sola palabra, breve y contundente. Aunque la palabra era rusa, los alemanes la comprendieron y se enfurecieron.
Voló una granada que sobrepasó la trinchera y explotó en el ramal de comunicación. Pero aquello ya no le interesaba a nadie.
El suboficial Eisenaug informó de ese incidente a Bach, que concluyó:
—Deje que griten si eso es lo que quieren. Siempre y cuando no haya deserciones…
El suboficial Eisenaug, cuyo aliento apestaba a remolacha cruda, informó además de que el soldado Petenkoffer se las había ingeniado para organizar un intercambio de mercancías con el enemigo: en su macuto habían aparecido terrones de azúcar y pan ruso. Le había prometido a un amigo que cambiaría su navaja de afeitar por un trozo de tocino y dos paquetes de alforfón, y que se quedaría como comisión ciento cincuenta gramos de tocino.
—Muy sencillo —replicó Bach—. Tráigamelo.
Pero resultó que Petenkoffer había muerto como un héroe esa misma mañana, mientras llevaba a cabo una misión.
—Entonces, ¿qué quiere que haga? —preguntó Bach—. De todas maneras, los alemanes y los rusos hace tiempo que comercian.
Eisenaug, sin embargo, no estaba para bromas. Había llegado dos meses antes a Stalingrado en avión con una herida que no acababa de cicatrizarle, sufrida en mayo de 1940 en Francia. Al parecer, prestaba servicio en un batallón de policía en el sur de Alemania. Hambriento, entumecido de frío, devorado por los piojos y el miedo, había perdido el sentido del humor.
Y precisamente allí, donde apenas podían discernir los muros de piedra de los edificios de la ciudad, Bach había iniciado su vida en Stalingrado. Bajo el cielo negro de septiembre cuajado de estrellas enormes, las aguas turbias del Volga, los muros de las casas ardiendo después del incendio y, más lejos, las estepas del sureste de Rusia, la frontera del desierto asiático.
Las casas del oeste de la ciudad estaban sumidas en la oscuridad; sólo sobresalían minas cubiertas de nieve: allí estaba su vida…
¿Por qué había escrito desde el hospital aquella carta a su madre? ¡Lo más probable es que se la hubiera enseñado a Hubert! ¿Por qué había mantenido esa conversación con Lenard?
¿Por qué la gente tiene memoria? A veces uno quisiera morir, dejar de recordar. ¿Cómo había podido tomar un momento de ebria locura por la verdad profunda de su vida y hacer lo que nunca había hecho durante largos y difíciles años?
No había matado a niños, nunca en su vida había arrestado a nadie. Pero ahora se había roto el frágil dique que separaba la pureza de su alma de las tinieblas que borbotaban a su alrededor.
Y la sangre de los campos y los guetos había manado a raudales hacia él; le había arrastrado, había eliminado el límite que marcaba las tinieblas: ahora él formaba parte de las tinieblas.
¿Qué le había pasado? ¿Era locura, casualidad o las leyes más profundas de su alma?
36
Hacía calor en el refugio de la compañía. Algunos soldados estaban sentados, otros tumbados con las piernas estiradas hacia el techo bajo; otros dormían tapándose la cabeza con abrigos y dejando al descubierto las plantas amarillentas de los pies.
—¿Os acordáis? —preguntó un soldado demacrado, al tiempo que se estiraba la camisa sobre el pecho y examinaba las costuras con esa mirada atenta y hostil que tienen todos los soldados del mundo cuando examinan las costuras de sus camisas y su ropa interior—. ¿Os acordáis del sótano donde estábamos acuartelados en septiembre?
Otro, que yacía boca arriba, dijo:
—Yo ya os encontré aquí.
—Era un sótano espléndido —confirmaron varias voces—. Puedes creernos… Había camas, como en las mejores casas…
—Algunos tipos habían comenzado a desesperarse cuando estábamos cerca de Moscú. Y de repente nos encontramos en el Volga.
Un soldado partió una tabla con la bayoneta y abrió la puerta de la estufa para alimentar el fuego con unos trozos de madera. La llama iluminó su gran cara sin afeitar, que de gris piedra se volvió cobre rojizo.
—Podemos estar contentos —dijo—. Salimos de un agujero en Moscú para ir a parar a otro todavía más maloliente.
De un oscuro rincón donde se hacinaban los macutos salió una voz vivaracha:
—Ahora está claro. ¡El mejor plato de Navidad es la carne de caballo!
La conversación giró en torno a la comida y todos se animaron. Discutieron largo y tendido sobre la mejor manera de eliminar el olor de sudor de la carne de caballo hervida. Unos sostenían que había que quitar la espuma negra del caldo. Otros recomendaban no llevar el caldo a rápida ebullición; otros sugerían que había que cortar la carne de los cuartos traseros y no poner los trozos de carne helada en agua fría sino directamente en agua hirviendo.
—Los que viven bien son los exploradores —comentó un joven soldado—: se hacen con las provisiones de los rusos y con ellas abastecen a sus mujeres en los sótanos. Y luego algún idiota todavía se sorprende de que los exploradores encuentren siempre las mujeres más jóvenes y bellas.
—Mira, eso es algo en lo que no pienso —dijo el que alimentaba la estufa—, no sé si se trata del estado de ánimo o de la comida. Pero lo que me gustaría es ver a mis hijos antes de morir. ¡Aunque sólo fuera una hora…!
—¡Los que sí piensan en eso son los oficiales! En un sótano habitado por civiles encontré al comandante de la compañía. Allí está como en su casa, casi como uno más de la familia.
—Y tú, ¿qué hacías en el sótano?
—Llevaba mi ropa a lavar.
—Durante un tiempo fui vigilante en un campo. Vi a prisioneros de guerra recogiendo mondas de patatas, peleándose por hojas de col podridas. Pensaba: «En realidad, no son seres humanos, son animales». Al parecer nosotros también nos hemos convertido en animales.
De improviso la puerta se abrió de par en par, y junto a un torbellino de vapor frío irrumpió una voz profunda y sonora:
—¡En pie! ¡Firmes!
Estas palabras de mando resonaban, como siempre, tranquilas y lentas; palabras que, de alguna manera, se referían a la amargura, los sufrimientos, la nostalgia, a los pensamientos funestos… ¡Firmes!
De la penumbra emergió el rostro de Bach, mientras se oía un crujido insólito de botas, y los habitantes del refugio distinguieron el capote azul claro del comandante de la división, sus ojos miopes entornados, su mano blanca, senil, con una alianza de oro, que estaba secando con una gamuza el monóculo.
Una voz, acostumbrada a llegar sin esfuerzo hasta la plaza de armas, hasta los comandantes de los regimientos e incluso hasta los soldados que estaban en las últimas filias, pronunció:
—Buenos días. ¡Descansen!
Los soldados respondieron desordenadamente.
El general se sentó sobre una caja, y la luz amarilla de la estufa hizo destellar la cruz de hierro negro sobre su pecho.
—Les deseo una feliz Nochebuena —dijo.
Los soldados que le acompañaban arrastraron hacia la estufa una caja y, tras levantar la tapa a golpes de bayoneta, comenzaron a sacar árboles navideños del tamaño de la palma de una mano envueltos en celofán. Cada pequeño abeto estaba adornado con hilos dorados, cuentas de vidrio y caramelos.
El general observaba cómo los soldados abrían el envoltorio de celofán, hizo una seña al teniente para que se acercara y le susurró algunas palabras incomprensibles; luego Bach anunció en voz alta:
—El general me ha ordenado que les comunique que este regalo navideño enviado desde Alemania ha sido traído por un piloto que resultó mortalmente herido mientras sobrevolaba Stalingrado. Cuando le sacaron de la cabina después del aterrizaje ya estaba muerto.
37
Los hombres sostenían en la palma de la mano los pequeños abetos, que en aquel ambiente sofocante se habían cubierto de un ligero vapor, y enseguida el subterráneo se impregnó de una fragancia a pino que solapaba el pesado olor de morgue y herrería, típico de la primera línea. Daba la impresión de que el aroma a Navidad procediera de la cabeza canosa del viejo que estaba sentado al lado de la estufa.
El corazón sensible de Bach percibió toda la tristeza y el encanto de aquel instante. Los soldados que desafiaban a la artillería pesada rusa, endurecidos, sanguinarios, extenuados por el hambre y los piojos, abrumados por la escasez de municiones, comprendieron sin decir nada que no eran vendas, pan o cartuchos lo que necesitaban, sino aquellas ramas de abeto envueltas con inútiles cintas brillantes, aquellos juguetes para huérfanos.
Los soldados hicieron un círculo alrededor del viejo sentado sobre la caja. Era él quien en verano había guiado a la división de infantería motorizada hasta el Volga. Durante toda su vida, bajo cualquier circunstancia, había sido actor. No sólo representaba un papel delante de las tropas y en las conversaciones con el comandante del ejército. Era actor también en casa, con su mujer, cuando paseaba por el jardín, con la nuera y el nieto. Era un actor cuando por la noche, solo, yacía en la cama y allí al lado, en el sillón, descansaban sus pantalones de general. Y, por supuesto, era actor delante de los soldados, cuando les preguntaba sobre sus madres, cuando fruncía el ceño, cuando bromeaba de manera grosera sobre los pasatiempos amorosos de los soldados, cuando se interesaba por el contenido de sus escudillas y degustaba la sopa con exagerada gravedad, y cuando inclinaba la cabeza con expresión austera ante las tumbas abiertas de los soldados o pronunciaba palabras excesivamente amables y paternales ante una hilera de reclutas.
Esa teatralidad no procedía del exterior, sino de dentro; estaba disuelta en sus pensamientos, en lo más recóndito de su ser. Él no era consciente, pero era impensable separar de él aquella ficción, como no se puede separar la sal del agua marina. Esa comedia acababa de penetrar con él en el refugio de la compañía, en el modo que tenia de desabrocharse el abrigo, de sentarse en la caja ante la estufa, en aquella mirada triste a la par que tranquila que había lanzado a los soldados para felicitarles. El viejo nunca se había dado cuenta de que interpretaba un personaje, pero de repente lo comprendió: la teatralidad le abandonó, huyó de su ser, como la sal del agua helada. Le invadió la ternura, la piedad hacia aquellos hombres hambrientos y torturados. Un hombre anciano, impotente y débil, estaba sentado entre impotentes e infelices.
Uno de los soldados entonó en voz queda una canción:
O Tannenbaum, o Tannenbaum,
wie grün sind deine Blätter…[8]
Dos o tres voces se unieron a él. El olor a resina daba vértigo; las palabras de la canción infantil resonaban como las trompetas divinas:
O Tannenbaum, o Tannenbaum…
Y como desde el fondo del mar, de las frías tinieblas emergieron a la superficie sentimientos olvidados, abandonados; se liberaron pensamientos largo tiempo aparcados… Éstos no aportaban ni felicidad ni ligereza, pero su fuerza era la fuerza humana, la fuerza más grande del mundo.
Una después de otra retumbaron las explosiones sordas de los cañones soviéticos de grueso calibre. Los ivanes estaban descontentos, tal vez habían intuido que los fritzes estaban celebrando la Navidad. Nadie prestaba atención a los cascotes que caían del techo ni a la estufa que expulsaba una nube de chispas rojas.
El redoble de los tambores de hierro martilleaba la tierra y la tierra gritaba. Los ivanes estaban jugando con sus queridos lanzacohetes. Y enseguida comenzaron a rechinar las ametralladoras pesadas.
El viejo estaba sentado con la cabeza inclinada: tenía la postura que suelen adoptar las personas fatigadas por una larga vida. Se apagaban las luces de la escena y los hombres sin maquillaje aparecían bajo la luz gris del día. Ahora todos parecían iguales: el legendario general, el jefe de las operaciones relámpago con blindados, el insignificante suboficial y el soldado Schmidt, sospechoso de concebir ideas subversivas contra el Estado… Bach pensó de repente en Lenard. Un hombre como él no sucumbiría a la belleza de ese momento; en él no podría darse la transformación de alemán consagrado únicamente al Estado a simple ser humano.
Volvió la cabeza hacía la puerta y vio a Lenard.
38
Stumpfe, el mejor soldado de la compañía, que en cierto tiempo atraía las miradas tímidas y entusiastas de los reclutas, estaba irreconocible. Su enorme cara de ojos claros había adelgazado. El uniforme y el capote habían quedado reducidos a unos viejos harapos arrugados que apenas le protegían el cuerpo del viento y el frío rusos. Había dejado de hablar de manera inteligente y sus bromas ya no divertían.
Sufría por el hambre más que los otros; dada su enorme estatura necesitaba una gran cantidad de comida.
Esa hambre constante le obligaba a partir cada mañana en busca de un botín; cavaba, hurgaba entre las ruinas, mendigaba, recogía migajas y siempre estaba al acecho cerca de la cocina. Bach se había acostumbrado a ver su cara atenta, tensa. Stumpfe pensaba sin interrupción en la comida; la buscaba no sólo durante el tiempo libre, sino también en combate.
Cuando se dirigía al sótano, Bach descubrió la espalda grande y los hombros anchos del soldado siempre hambriento. Estaba inspeccionando un terreno abandonado donde antes del cerco estaban las cocinas y el almacén de víveres del regimiento. Encontraba hojas de col, descubría patatas heladas, minúsculas, del tamaño de una bellota, que en su momento, por sus míseras dimensiones, no habían acabado en la olla. De detrás de un muro de piedra salió una vieja alta con un abrigo de hombre hecho jirones, un cordel a guisa de cinturón y unos zapatos también de hombre, sin tacones. Caminaba al encuentro del soldado, mirando fijamente el suelo; removía la nieve con un gancho hecho de alambre grueso.
Se vieron sin levantar la cabeza, porque sus sombras chocaron en la nieve.
El gigantesco alemán levantó la mirada hacia la vieja y, sosteniendo con confianza una hoja de col agujereada y dura como una piedra, dijo despacio, con solemnidad:
—Buenos días, señora.
La vieja se apartó con calma el pañuelo que le caía sobre la frente, le observó con unos ojos oscuros llenos de bondad e inteligencia, y respondió despacio, majestuosamente:
—Buenos días, señor.
Era un encuentro al más alto nivel de los representantes de dos grandes pueblos. Nadie, excepto Bach, fue testigo de ese encuentro; el soldado y la vieja lo olvidaron al instante.
A medida que el tiempo se suavizaba, grandes copos de nieve caían sobre la tierra, sobre el polvo rojo de los ladrillos, sobre los brazos de las cruces sepulcrales, sobre las frentes de los tanques muertos, sobre las orejas de los cadáveres todavía sin enterrar.
La niebla nevosa y cálida parecía de un color gris azulado. La nieve llenó el espacio aéreo, calmó el viento, apagó el fuego y confundió el cielo y la tierra en una unidad ondulante, difusa, suave, gris.
La nieve se posaba sobre los hombros de Bach y parecía que fueran copos de silencio los que caían sobre el Volga tranquilo, sobre la ciudad muerta, sobre los esqueletos de los caballos; la nieve caía por doquier, no sólo sobre la Tierra, sino también sobre las estrellas; todo el universo estaba lleno de nieve. Todo desaparecía bajo la nieve: los cuerpos de los muertos, las armas, los trapos purulentos, los cascajos, el hierro retorcido.
No era la nieve, sino el tiempo mismo el que era suave, blanco, el que se posaba y se amontonaba sobre la masacre humana de la ciudad, y el presente se convertía en pasado, y el futuro desaparecía en aquel lento remolino de copos afelpados.
39
Bach yacía sobre el catre detrás de una cortina de percal que aislaba el estrecho trastero del sótano. Sobre su hombro descansaba la cabeza de una mujer dormida. Su rostro, a causa de la delgadez, parecía al mismo tiempo infantil y marchito. Bach miraba el cuello delgado y el pecho que se intuía bajo la camisa gris y sucia. Despacio, sin hacer ruido para no despertarla, Bach se llevó a los labios su trenza despeinada. Sus cabellos estaban perfumados, eran vivos, elásticos, como si por ellos corriera la sangre.
La mujer abrió los ojos. Era una mujer práctica, a veces despreocupada, dulce, astuta, paciente, parsimoniosa, dócil e irascible. Por momentos parecía estúpida, deprimida, taciturna; en otros canturreaba, y a través de las palabras rusas, se filtraban las arias de Carmen o Fausto.
A él no le interesaba quién había sido ella antes de la guerra. Iba a verla cuando tenía ganas y si no deseaba acostarse con ella, no recordaba siquiera su existencia, no se preocupaba de si tenía suficiente comida o de si había sido abatida por un francotirador ruso.
Una vez sacó del bolsillo una galleta que por casualidad llevaba encima; ella se puso contenta y luego se la regaló a la vieja que vivía al lado. Aquel gesto le había conmovido, pero casi siempre que iba a verla se olvidaba de llevarle algo de comer.
Tenía un nombre extraño, que no se parecía a los nombres europeos: Zina.
Antes de la guerra, Zina no conocía a la anciana que ahora vivía a su lado. Era una vieja desagradable, lisonjera y mala, increíblemente falsa, que estaba poseída por un frenesí obsesivo por la comida. En aquel momento, sirviéndose de una maja primitiva de un mortero de madera, estaba moliendo metódicamente unos granos de trigo que olían a petróleo.
Antes del cerco, los soldados alemanes hacían caso omiso de los civiles rusos; ahora, en cambio, penetraban en los sótanos habitados por la población y hacían que las mujeres viejas les ayudaran con toda clase de tareas: la colada sin jabón, hecha con cenizas, platos cocinados con desperdicios, zurcidos y reparaciones. Las personas más importantes de los sótanos eran las viejas, pero los soldados no iban sólo para verlas a ellas.
Bach siempre había pensado que nadie estaba al corriente de sus visitas al sótano. Pero un día, mientras estaba sentado en el catre de Zina y le tenía cogidas las manos, detrás de la cortina oyó hablar alemán y una voz familiar que decía:
—No vaya detrás de la cortina. Está la Fräulein del teniente.
Ahora estaban tumbados uno al lado del otro y guardaban silencio. Toda su vida, sus amigos, sus libros, su historia de amor con Maria, su infancia, todo lo que le vinculaba a la ciudad donde había nacido, a su escuela, a la universidad, al estruendo de la campaña rusa: nada tenía ya importancia… Todo aquello no era más que el camino para llegar a aquel catre fabricado con una puerta medio chamuscada…
De repente fue presa del pánico ante la idea de que podía perder a aquella mujer que había encontrado, hacia la cual había ido: todo lo que había pasado en Alemania y en Europa había servido para encontrarla… No lo había entendido enseguida: al principio la olvidaba, le gustaba precisamente porque nada serio le ligaba a ella. Pero ahora no existía nada en el mundo que no fuera ella, todo lo demás estaba enterrado bajo la nieve. Tenía una cara encantadora, las ventanas de la nariz ligeramente dilatadas, los ojos extraños y aquella expresión indefensa, infantil y al mismo tiempo fatigada que le hacía enloquecer. En octubre había ido a visitarle al hospital militar, había recorrido el trayecto a pie, pero él no había querido salir a verla.
Zina se daba cuenta de que no estaba borracho. Se había puesto de rodillas, le besaba las manos y había comenzado a besarle los pies; después levantó la cabeza, apoyó la frente y la mejilla contra las rodillas de la mujer, hablando deprisa, apasionadamente; ella no le entendía y él sabía que ella no le entendía: sólo conocía la terrible lengua que hablaban los soldados en Stalingrado.
Sabía que el movimiento que le había llevado hasta esa mujer ahora iba a arrancarle de ella, a separarlos para siempre. De rodillas, le abrazaba las piernas y la miraba a los ojos, y ella escuchaba sus palabras veloces; quería entender, adivinar qué decía, qué le estaba pasando.
Nunca antes había visto a un alemán con una expresión así en la cara; pensaba que sólo los rusos podían tener unos ojos tan sufrientes, tan implorantes, tan tiernos y locos.
Le estaba diciendo que en aquel sótano, mientras le besaba los pies, había entendido por primera vez qué era el amor, y no con las palabras de otros, sino con la sangre del corazón. La amaba más que a su pasado, más que a su madre, más que a Alemania, a su futura vida con Maria… Se había enamorado. Los muros levantados por los Estados, la furia racista, la cortina de fuego de la artillería pesada no significaban nada, eran impotentes ante la fuerza del amor… Daba gracias al destino porque, a las puertas de la muerte, le había permitido comprenderlo.
La mujer no comprendía sus palabras, sólo conocía algunos vocablos: «Halt, komm, bring, schneller»[9]. Sólo había oído decir a los alemanes: «Acuéstate, kaputt, azúcar, pan, piérdete».
Pero adivinaba lo que le sucedía, veía su turbación. La amante hambrienta, frívola, del oficial alemán comprendía con ternura indulgente su debilidad. Comprendía que el destino iba a separarlos, y ella era la más tranquila. Ahora, al ver su desesperación, sintió que el vínculo con aquel hombre se estaba transformando en algo que la sorprendía por su fuerza y su profundidad.
Con aire pensativo acariciaba el cabello de Bach, y en su cabecita astuta surgía el temor de que aquella fuerza indeterminada se apoderara de ella, le hiciera perder la cabeza, la llevara a la ruina…
Y el corazón le palpitaba; le palpitaba desbocado y no quería escuchar la voz astuta que la advertía, que la ponía en guardia.
40
Yevguenia Nikoláyevna había hecho nuevos conocidos: la gente que hacía cola en la Lubianka. Le preguntaban: «¿Qué tal? ¿Tiene noticias?». Ahora ya tenía experiencia y no se limitaba a escuchar consejos, sino que ella misma decía: «No se preocupe. Tal vez esté en el hospital. Allí se está bien, todos sueñan con dejar sus celdas para ir al hospital».
Se había enterado de que Krímov se encontraba en la prisión interna de la Lubianka. No había logrado que le aceptaran ningún paquete, pero no perdía la esperanza; en Kuznetski a veces pasaba que, después de rechazar una o dos veces un paquete, de pronto ellos mismos proponían: «Venga, entregue el paquete».
Había estado en el apartamento de Krímov, y la vecina le había contado que unos dos meses antes dos militares, en compañía del administrador de la casa, abrieron la habitación de Krímov y se llevaron un montón de libros y papeles; antes de irse, precintaron la puerta. Zhenia miraba el sello de lacre con algunos hilos de cuerda; la vecina, que estaba a su lado, le decía:
—Sólo una cosa, por el amor de Dios: yo no le he contado nada.
Mientras acompañaba a Zhenia a la puerta, la vecina, haciendo acopio de valor, le susurró:
—Era un hombre tan bueno, había partido como voluntario a la guerra.
Zhenia no había escrito a Nóvikov desde Moscú. ¡Qué confusión reinaba en su alma! Compasión, amor, arrepentimiento, felicidad por la victoria en el frente, preocupación por Nóvikov, vergüenza respecto a él y miedo de perderle para siempre, un sentimiento triste de injusticia…
No hacía mucho ella vivía en Kúibishev y se disponía a encontrarse con Nóvikov en el frente: el vínculo con él le parecía inevitable, ineludible, como el destino. Le asustaba la idea de estar ligada a él para siempre y de haber roto definitivamente con Krímov. A veces Nóvikov le parecía un extraño. Sus inquietudes, sus esperanzas, su círculo de amistades le resultaban del todo extraños. Le parecía absurdo tener que servir el té en su mesa, recibir a sus amigos, conversar con las mujeres de los generales y los coroneles.
Se acordó de la indiferencia de Nóvikov hacia El obispo o Una historia anónima, de Chéjov. Le gustaban aún menos las novelas tendenciosas de Dreiser o Feuchtwanger. Pero ahora comprendía que su ruptura con Nóvikov era un hecho, que nunca volvería con él; y sentía por él ternura, recordaba a menudo la dócil precipitación con la que él aprobaba todo lo que ella decía. Y la amargura, entonces, se apoderaba de Zhenia: ¿era posible que aquellas manos nunca más volvieran a tocar sus hombros, que no volviera a ver su rostro?
Nunca antes se había encontrado con semejante unión de fuerza, simplicidad grosera, humanidad, timidez. Se sentía atraída por él, un hombre tan ajeno al cruel fanatismo, rebosante de una bondad particular, sencilla e inteligente, una bondad de campesino.
De repente, con insistencia, le inquietó la idea de que algo oscuro y sucio se hubiera introducido en sus relaciones con sus más allegados. ¿Cómo era posible que el NKVD conociera las palabras que Krímov le había confiado? ¡Qué irremediablemente serio era todo lo que la unía a Krímov! Nada lograba borrar la vida transcurrida junto a él.
Seguiría a Krímov. Poco importaba que él no la perdonara: se merecía sus eternos reproches. Pero él la necesitaba y en la cárcel, seguramente, no dejaba de pensar en ella.
Nóvikov encontraría la fuerza para superar la ruptura. Sin embargo ella no podía comprender qué necesitaba para tranquilizar su alma: ¿saber que había dejado de amarla, que se había serenado y la había perdonado? ¿O, por el contrario, saber que la amaba, que no hallaba consuelo y que no la había perdonado? Y para ella, ¿era mejor saber que su ruptura era definitiva o bien creer, en el fondo de su corazón, que volverían a estar juntos?
Cuántos sufrimientos había causado a las personas amadas. ¿Acaso había hecho todo aquello por un capricho, por sí misma, y no por el bien de los demás? ¿Era sólo una intelectual neurótica?
Por la tarde, cuando Shtrum, Liudmila y Nadia estaban sentados a la mesa, Zhenia preguntó de repente, mirando a su hermana:
—¿Sabes quién soy?
—¿Tú? —se sorprendió Liudmila.
—Sí, sí, yo —dijo Zhenia y explicó—: Soy un pequeño perrito de sexo femenino.
—Una perrita, entonces, ¿no? —preguntó alegremente Nadia.
—Así es —respondió Zhenia.
Y de repente se echaron a reír, aunque comprendieron que Zhenia no estaba para bromas.
—Sabéis —dijo Zhenia—, un admirador mío de Kúibishev, Limónov, me explicó qué es el amor, cuando no es el primero. Decía que es avitaminosis espiritual. Por ejemplo, un hombre vive mucho tiempo con su mujer y desarrolla una especie de hambre espiritual: es como una vaca privada de sal o como un explorador polar que durante años no ve las verduras. Si su esposa es una mujer voluntariosa, autoritaria, fuerte, el marido comienza a añorar a un alma dulce, suave, apacible, tímida.
—Un imbécil, tu Limónov —dijo Liudmila Nikoláyevna.
—¿Y si el hombre necesita varias vitaminas: la A, la B, la C, la D? —preguntó Nadia.
Más tarde, cuando todos se iban a dormir, Víktor Pávlovich observó:
—Zhenevieva, tenemos la costumbre de burlarnos de los intelectuales por su duplicidad hamletiana, por sus dudas e indecisiones. Yo, en mi juventud, despreciaba en mí todos estos rasgos. Ahora pienso diferente: la humanidad está en deuda con los indecisos y los dubitativos por sus grandes descubrimientos, por sus grandes libros. Su obra no es menor que la de esos estúpidos que no saben hacer la o con un canuto. Cuando es preciso van hacia el fuego y soportan las balas; en eso no son peores que los decididos y los voluntariosos.
—Gracias, Vítenka —repuso Yevguenia Nikoláyevna—. ¿Pensabas también en los perritos de sexo femenino?
—Eso mismo —confirmó Víktor Pávlovich.
Tenía ganas de decir a Zhenia cosas agradables.
—He mirado de nuevo tu cuadro, Zhénechka —dijo—. Me gusta porque en él hay sentimiento. En general en los artistas de vanguardia sólo hay audacia y espíritu innovador, pero Dios está ausente.
—Ya, sentimiento… —ironizó Liudmila Nikoláyevna—. Hombres verdes, isbas azules. Una desviación total de la realidad.
—Sabes, Mila —respondió Yevguenia Nikoláyevna—, Matisse dijo: «Cuando uso el color verde no significa que quiera dibujar hierba; si tomo el azul no quiere decir que pintaré el cielo». El color expresa el estado interior del pintor.
Y aunque Shtrum sólo quería decir cosas agradables a Zhenia, no pudo contenerse y dijo con aire burlón:
—Y Eckermann escribió: «Si Goethe hubiera creado el mundo habría hecho, al igual que Dios, la hierba verde y el cielo azul». Estas palabras me dicen mucho; a fin de cuentas tengo alguna relación con el material con que Dios creó el mundo… De hecho, por eso sé que los colores, las tonalidades no existen: sólo hay átomos y el espacio entre ellos.
Conversaciones como ésas sólo se daban de tarde en tarde. La mayoría de las veces hablaban de la guerra y de la fiscalía…
Eran días difíciles. Zhenia estaba a punto de partir a Kúibishev: estaba próximo a vencer el plazo de su permiso.
Temía la inminente sesión de explicaciones con su jefe. Se había ido a Moscú sin dar ninguna justificación; día tras día había rondado las puertas de las prisiones, había escrito peticiones a la fiscalía y al Comisariado Popular del Interior.
Yevguenia Nikoláyevna siempre había temido las instituciones oficiales; si era posible evitaba hacer cualquier solicitud, e incluso cuando tenía que renovar el pasaporte dormía mal y se inquietaba. Pero en los últimos tiempos el destino parecía obligarla a enfrentarse con historias de empadronamientos, pasaportes, milicia, fiscalía, súplicas y citaciones.
En casa de su hermana reinaba una calma apática.
Víktor Pávlovich no iba al trabajo, se pasaba horas enteras metido en su habitación. Liudmila Nikoláyevna volvía triste y enfurecida de la tienda especial; contaba que las esposas de sus amigos ya no la saludaban.
Yevguenia Nikoláyevna notaba cómo Shtrum se ponía nervioso. Cada vez que sonaba el teléfono daba un brinco y cogía el auricular con ímpetu. A menudo, durante la comida o la cena, interrumpía la conversación y decía: «Silencio, me parece que alguien ha llamado a la puerta». Iba a la entrada y volvía con una sonrisita avergonzada. Las hermanas comprendían aquella espera continua y cargada de tensión: temía ser arrestado.
—Así es como se desarrolla la manía persecutoria —dijo Liudmila—. En 1937 las clínicas psiquiátricas estaban llenas de personas así.
Yevguenia Nikoláyevna, que había notado la inquietud constante de Shtrum, se sentía particularmente conmovida por la actitud que adoptaba hacia ella. Quién sabe por qué le había dicho: «Recuerda, Zhenevieva, que no me importa lo que piensen los demás del hecho de que vivasen mi casa y hagas gestiones a favor de un detenido. ¿Lo has entendido? ¡Ésta es tu casa!».
Por la noche a Zhenia le gustaba conversar con Nadia.
—Eres demasiado inteligente —le decía a su sobrina—. No eres una niña, podrías ser miembro de una sociedad secreta de antiguos prisioneros políticos.
—De futuros prisioneros, no de antiguos —precisó Shtrum—. Me imagino que también hablas de política con tu teniente.
—¿Y qué? —preguntó Nadia.
—Sería mejor que os besarais —intervino Yevguenia Nikoláyevna.
—Eso es lo que quiero que comprenda —dijo Shtrum—. En cualquier caso, es menos peligroso.
En efecto, Nadia abordaba conversaciones sobre temas espinosos; ahora preguntaba sobre Bujarin, o si era verdad que Lenin apreciaba a Trotski y que no había querido ver a Stalin en los últimos meses de su vida, y si en realidad había escrito un testamento que Stalin había ocultado al pueblo.
Yevguenia Nikoláyevna, cuando se quedaba a solas con su sobrina, no le preguntaba por su teniente Lómov. Pero a través de las palabras de Nadia acerca de política, la guerra, los poemas de Mandelshtam y Ajmátova, sus encuentros y conversaciones con los compañeros, Zhenia pronto supo más cosas sobre la relación de Nadia y el teniente que la propia Liudmila.
Por lo visto, Lómov era un joven mordaz, con un carácter difícil, que ironizaba sobre todas las verdades oficiales. Parecía ser que también escribía poesía y que de él derivaba la actitud burlona y desdeñosa hacia Demián Bedni y Tvardovski, la indiferencia que su sobrina mostraba hacia Shólojov y Nikolái Ostrovski. Estaba claro que Nadia le citaba literalmente cuando, encogiéndose de hombros, decía: «Los revolucionarios o son estúpidos o deshonestos; no se puede sacrificar la vida de toda una generación por una imaginaria felicidad futura…».
Una vez Nadia le dijo a Yevguenia Nikoláyevna:
—Sabes, tía, la vieja generación siempre tiene la necesidad de creer en algo: Krímov en el comunismo y Lenin; papá en la libertad; la abuela en el pueblo y los trabajadores. Pero a nosotros, a la nueva generación, todo eso nos parece estúpido. En general, es estúpido creer. Hay que vivir sin creer.
Yevguenia Nikoláyevna le preguntó de repente:
—¿Es ésa la filosofía del teniente?
La respuesta de Nadia la sorprendió:
—Dentro de tres semanas irá al frente. Ahí está la filosofía: hoy está vivo, mañana ya no.
Cuando conversaba con Nadia, Yevguenia recordaba Stalingrado. Vera hablaba con ella de la misma manera, y también Vera se había enamorado. Pero qué diferente era el sentimiento sencillo, claro, de Vera frente a la confusión de Nadia. ¡Qué diferente era entonces la vida de Zhenia comparada con la de hoy! Qué diferentes eran en aquel tiempo las ideas sobre la guerra de las que se defendían hoy, en los días de la victoria.
No obstante la guerra continuaba y lo que había dicho Nadia era irrefutable: «Hoy está vivo, mañana ya no». A la guerra le era indiferente si antes el teniente cantaba acompañándose de la guitarra, si partía como voluntario para trabajar en los grandes talleres, creyendo en el futuro reino del comunismo, si leía los poemas de Innokenti Ánnenski y no creía en la felicidad imaginaria de las futuras generaciones.
Un día Nadia le había mostrado a su tía una canción manuscrita que procedía de un campo. En la canción se hablaba de las frías bodegas de los barcos, del bramido del océano, de cómo «sufrían los prisioneros a causa del balanceo, y se abrazaban como hermanos de sangre»; y cómo emergía de la niebla Magadán, «la capital de Kolymá».
Durante los primeros días de su llegada a Moscú, cuando Nadia abordaba esos temas, Shtrum se enfadaba y la hacía callarse.
Pero desde esos días muchas cosas habían cambiado dentro de él. Ahora ya no se contenía y en presencia de Nadia decía que era insoportable leer los melifluos panegíricos dirigidos «al gran maestro, al mejor amigo de los deportistas, al padre sabio, al poderoso corifeo, al radiante genio», que además era modesto, sensible, bueno, compasivo. Se creaba la impresión de que Stalin también labraba los campos, trabajaba el metal, daba de comer a los niños de las guarderías con una cuchara en la mano, disparaba con la ametralladora, y que los obreros, los soldados del Ejército Rojo, los estudiantes, los científicos rogaban sólo por él hasta el punto de que, si no estuviera Stalin, el gran pueblo moriría como un burro de carga, débil e impotente.
Un día Shtrum contó que el nombre de Stalin se mencionaba ochenta y seis veces en Pravda, y el día después, sólo en el editorial, su nombre aparecía dieciocho veces.
Se quejaba de los arrestos ilegales, de la falta de libertad, del hecho de que un superior cualquiera, no demasiado competente pero con el carné del Partido, considerara que tenía derecho a mandar sobre los científicos y los escritores, emitiendo valoraciones y críticas.
Había nacido en él un sentimiento nuevo. Su miedo creciente ante la fuerza destructiva de la cólera del Estado, la sensación siempre más fuerte de soledad, de impotencia de su vil debilidad y de estar condenado daba origen, a veces, a una especie de desesperación, a una indiferencia temeraria hacia el peligro, al desdén por la prudencia.
Una mañana Shtrum entró corriendo en la habitación de Liudmila, que, al ver su cara emocionada y feliz, se sintió desconcertada, tan insólita era en él aquella expresión.
—Liuda, Zhenia! Estamos entrando de nuevo en tierra ucraniana. ¡Lo acaban de anunciar por la radio!
Por la tarde Yevguenia Nikoláyevna regresó de Kuznetski Most y Shtrum, al ver su rostro, le planteó la misma pregunta que le había hecho Liudmila a él aquella misma mañana:
—¿Qué ha pasado?
—¡Han aceptado mi paquete, han aceptado mi paquete! —repetía Zhenia.
Incluso Liudmila comprendió qué podía significar para Krímov un paquete con una nota de Zhenia.
—¡La resurrección de los muertos! —dijo, y añadió—: Por lo visto, le sigues amando, no recuerdo haberte visto nunca esa mirada.
—Sabes, debo de estar loca —dijo en un susurro Yevguenia Nikoláyevna—. Estoy tan contenta de que Nikolái reciba ese paquete… Hoy también he comprendido que Nóvikov nunca habría cometido semejante bajeza. No habría podido, ¿entiendes?
Liudmila Nikoláyevna se enfadó.
—No estás loca, estás peor —le dijo.
—Vítenka, querido, te lo ruego, tócanos algo —le pidió Yevguenia.
Durante todo ese tiempo Shtrum no se había sentado ni una vez al piano. Pero ahora no se hizo de rogar, tomó una partitura, se la enseñó a Zhenia y le preguntó: «¿Te parece bien ésta?».
Liudmila y Nadia, a las que no les gustaba la música, se fueron a la cocina; Shtrum se puso a tocar. Zhenia escuchaba. Tocó durante un largo rato; y luego, una vez terminado el fragmento, permaneció en silencio, sin mirar a Zhenia. Después tocó una pieza nueva. Zhenia tenía la impresión de que Víktor sollozaba, pero no podía ver su cara.
La puerta se abrió impetuosamente y Nadia gritó:
—¡Encended la radio, es una orden!
La música cedió el puesto a la voz metálica y rugiente del locutor Levitán, que en aquel momento anunciaba: «Se ha tomado al asalto la ciudad así como un importante nudo ferroviario…». Después enumeró a los generales y los ejércitos que habían destacado de manera especial durante el combate, empezando por el general Tolbujin, que comandaba el ejército. Luego, de repente, Levitán pronunció con voz exultante: «Citemos también el cuerpo de tanques comandado por el coronel Nóvikov».
Zhenia lanzó un leve suspiro, y mientras la voz fuerte y mesurada del locutor decía: «Gloria eterna a los héroes caídos por la libertad y la independencia de nuestra patria», se echó a llorar.
41
Zhenia se fue y la casa de los Shtrum quedó sumida en la tristeza.
Víktor Pávlovich se pasaba horas sentado en el escritorio sin salir de casa; así estuvo durante varios días seguidos. Tenía miedo; le parecía que en la calle se encontraría con personas desagradables, hostiles; se imaginaba sus ojos despiadados. El teléfono había enmudecido, y cuando sonaba, más o menos cada dos o tres días, Liudmila Nikoláyevna vaticinaba:
—Es para Nadia.
Y, en efecto, preguntaban por Nadia.
Shtrum no se dio cuenta enseguida de la gravedad de lo que le sucedía. Los primeros días incluso sintió alivio al quedarse en casa, en calma, en compañía de sus libros preferidos, sin ver caras Lúgubres, hostiles.
Pero pronto el silencio de la casa comenzó a abrumarle; más que tristeza le provocaba angustia. ¿Qué estaría pasando en el laboratorio? ¿Cómo iba el trabajo? ¿Qué hacía Márkov? La idea de poder ser útil en el laboratorio mientras estaba en casa le suscitaba una inquietud febril. Pero igual de insoportable le resultaba el pensamiento opuesto, es decir, que en el laboratorio se las compusieran bien sin él.
Un día Liudmila Nikoláyevna se encontró por la calle a una amiga del tiempo de la evacuación, Stoinikova, que trabajaba en la Academia. Stoinikova le explicó con todo lujo de detalles cómo se había desarrollado la reunión en el Consejo Científico; lo había taquigrafiado todo del principio al fin.
Lo más importante era que Sokolov no había hecho ninguna declaración. No había intervenido aunque Shishakov se lo había pedido: «Nos gustaría oír su opinión, Piotr Lavréntievich. Usted ha trabajado muchos años con Shtrum». Sokolov había respondido que durante la noche había sentido un malestar cardíaco y que tenía dificultades para hablar.
Era extraño, pero Shtrum no se alegró con esa noticia.
Del laboratorio había hablado Márkov; se había expresado con mayor reticencia que los otros, sin lanzar acusaciones políticas e insistiendo sobre todo en el mal carácter de Shtrum; incluso había mencionado su talento.
—No podía negarse a hablar, es miembro del Partido, le obligaron, —dijo Shtrum—. No es algo que se le pueda reprochar.
Pero la mayoría de las intervenciones eran terribles. Kovchenko había tildado a Shtrum de granuja, de malhechor. Había dicho: «De momento Shtrum no se ha dignado venir. Se ha pasado de la raya. Tendremos que hablar con él en otro lenguaje, y eso, por lo visto, es lo que quiere».
Prásolov, el académico de cabellos canos, el mismo que antes comparaba el trabajo de Shtrum con la obra de Lébedev, había declarado: «Ciertas personas han organizado un ruido indecente alrededor de las teorizaciones ambiguas de Shtrum».
El doctor en ciencias físicas Gurévich había pronunciado un discurso demoledor. Reconocía que se había equivocado clamorosamente, que había sobrevalorado el trabajo de Shtrum, y había aludido a la intolerancia nacional de Víktor Pávlovich, declarando que un hombre que es embrollador en política también lo es en el terreno científico.
Svechín habló del «venerable Shtrum» y citó las palabras de Víktor Pávlovich acerca de que no existía una física americana, alemana o soviética, que física sólo había una.
—Sí, lo dije —confesó Shtrum—. Pero citar una conversación privada en una asamblea es una delación…
Se quedó asombrado al saber que en la reunión había tomado la palabra Pímenov, aunque ya no estaba ligado al instituto y nadie le obligaba a intervenir. Se arrepentía de haber atribuido demasiada importancia al trabajo de Shtrum, de no haber visto sus defectos. Era sorprendente, Pímenov había dicho más de una vez que el trabajo de Shtrum le suscitaba un sentimiento religioso y que era feliz de contribuir a su realización.
Shishakov habló poco. La resolución había sido presentada por Ramskov, el secretario del comité del Partido en el instituto. Era brutal: exigía que la dirección amputara del colectivo sano los miembros podridos. Era particularmente ofensivo que en la resolución no hubiera ni una sola palabra sobre los méritos científicos de Shtrum.
—Sin embargo, Sokolov se ha comportado de manera totalmente correcta. ¿Por qué ha desaparecido entonces Maria Ivánovna? ¿Es posible que él tenga tanto miedo? —preguntó Liudmila Nikoláyevna.
Shtrum no respondió. ¡Qué extraño! No se había irritado con nadie, a pesar de que el perdón cristiano no era propio de él. No se había enfadado con Shishakov ni con Pímenov. No sentía rencor hacia Svechín, Gurévich, Kovchenko.
Sólo una persona le sacaba de sus casillas; le causaba una rabia tan penosa, tan sofocante, que en cuanto pensaba en él, Shtrum se asfixiaba, le costaba respirar. Era como si Sokolov tuviera la culpa de todas las injusticias, de todas las crueldades que Víktor tenia que soportar. ¡Cómo podía Piotr Lavréntievich prohibir a Maria Ivánovna que frecuentara a los Shtrum! ¡Qué cobardía, qué crueldad, qué vileza, qué ruindad!
No podía admitir que aquel rencor no sólo era causado por la culpabilidad de Sokolov, sino que se alimentaba también de su secreta sensación de culpa ante Sokolov.
Ahora Liudmila Nikoláyevna hablaba a menudo de problemas materiales. Estaba preocupada día y noche por el exceso de superficie habitable que ocupaban, por el certificado del salario para la administración, de la casa, por los cupones de racionamiento, por las gestiones para ser inscrita en una nueva tienda de comestibles, por la cartilla de racionamiento para el nuevo trimestre, por el pasaporte caducado y por la necesidad de presentar, en el momento de la renovación, el certificado del puesto de trabajo. ¿De dónde sacarían dinero para vivir?
Al principio Shtrum, haciéndose el gallito, bromeaba: «Me quedaré en casa y me concentraré en la teoría. Me montaré una cabaña laboratorio».
Pero ahora no había razones para reírse. El dinero que recibía como miembro de la Academia de las Ciencias apenas llegaba para pagar el alquiler del apartamento, la dacha, los gastos comunes.
La sensación de aislamiento le abrumaba.
Y, sin embargo, ¡había que vivir!
La idea de enseñar en un centro de enseñanza superior parecía ahora imposible. Un hombre manchado políticamente no podía estar en contacto con los jóvenes.
¿Qué iba a hacer?
Su eminente posición científica era un obstáculo para encontrar un trabajo modesto. Los funcionarios de la sección de personal lanzarían una exclamación de sorpresa y se negarían a nombrar redactor técnico o profesor de física en una escuela técnica a un doctor en ciencias.
Cuando el pensamiento del trabajo que había perdido, la humillación que había soportado y su estado de dependencia y necesidad se volvía demasiado insoportable, pensaba: «¡Ojalá me arresten!». Pero ¿qué iba a ser de Liudmila y Nadia? Ellas también tenían que vivir.
En cuanto a cultivar fresas en la dacha… estaba descartado. También le quitarían la dacha; en mayo debía renovar el contrato de alquiler. La dacha no pertenecía a la Academia, sino a la administración, y por pura negligencia había descuidado el pago del alquiler; pensaba abonar de una sola vez los meses atrasados y un anticipo por los próximos seis meses. Aquella suma que un mes antes le parecía insignificante ahora le aterrorizaba.
¿De dónde sacaría el dinero? Nadia necesitaba un abrigo…
¿Y sí lo pedía prestado? Pero no se puede pedir prestado sin garantías de poder devolverlo.
¿Y si vendía algunas pertenencias? Peto ¿quién iba a querer comprar porcelana o un piano en tiempo de guerra? Además, sería una lástima; Liudmila adoraba su colección, incluso ahora, después de la muerte de Tolia, de vez en cuando se detenía a admirarla.
A menudo pensaba en dirigirse a la oficina de reclutamiento, renunciar a la exención de la que gozaba como miembro de la Academia y solicitar el permiso para partir al frente como soldado del Ejército Rojo.
Cuando pensaba en esa idea, se quitaba un peso de encima.
Pero después reaparecían los pensamientos inquietantes, tormentosos. ¿Cómo vivirían Liudmila y Nadia sin él? ¿Dando clases? ¿Alquilando una habitación? Enseguida se inmiscuiría el administrador de la casa, y con él llegaría la milicia. Redadas nocturnas, multas, atestados.
¡Qué potentes, qué terribles y sabios parecían ante sus ojos los administradores, los inspectores de policía del distrito, los inspectores del Departamento de la Vivienda, las secretarias de la sección de personal! Para un hombre que ha perdido todo apoyo, incluso la chica que trabaja en una oficina de racionamiento le parece dotada de un poder inmenso, intrépido.
Una sensación de miedo, de impotencia e indecisión se apoderaba de Víktor Pávlovich durante todo el día. Sin embargo, no era siempre idéntica, invariable. Cada hora del día tenía su miedo, su angustia. Por la mañana temprano, después del calor de la cama, cuando al otro lado de la ventana todavía había una penumbra fría y nebulosa, experimentaba una sensación de impotencia infantil ante esa enorme fuerza que le estaba aplastando: hubiera preferido deslizarse bajo la manta, acurrucarse, cerrar los ajos, quedarse inmóvil.
Durante la primera parte del día añoraba el trabajo, el instituto le atraía con una fuerza extraordinaria… En aquellas horas, tenía la impresión de ser una persona inútil, privada de inteligencia, de talento.
Parecía que el Estado, en su cólera, sería capaz de despojarle no sólo de la libertad, de la paz, sino también de la inteligencia, del talento, de la fe en sí mismo, y que acabaría transformándole en un ciudadano filisteo, obtuso y monótono.
Antes de comer Shtrum se reanimaba, se ponía contento. Pero en cuanto acababa la comida, le invadía de nuevo el abatimiento, una melancolía lúgubre, fastidiosa, vacía.
Cuando caía la noche, llegaba el gran miedo. Víktor Pávlovich temía la oscuridad como un salvaje de la Edad de Piedra al que el crepúsculo le sorprende en medio del bosque.
El miedo se exacerbaba, se espesaba… Shtrum recordaba, pensaba. En las tinieblas, detrás de la ventana, le acechaba la desgracia, cruel e inexorable. En cualquier momento se oiría un coche en la calle, el timbre en la puerta, el crujido de botas en la habitación. No tendría escapatoria. Luego, de repente, sentía una indiferencia perversa, alegre.
—Qué suerte tenían los conspiradores en tiempos del zar —le dijo a Liudmila—. ¡Si alguno caía en desgracia, se subía a su carruaje y abandonaba la capital para dirigirse a su finca de Penza! Y allí se dedicaba a la caza, disfrutaba de los placeres del campo, de los vecinos, del parque, y escribía sus memorias. Me gustaría verlos a ellos, señores volterianos, con una indemnización de dos semanas y unas referencias, entregadas en un sobre cerrado, con las que no te darían trabajo ni como barrendero.
—Vitia —dijo Liudmila Nikoláyevna—. ¡Saldremos adelante! Coseré, trabajaré en casa, pintaré pañuelos.
Me colocaré como auxiliar de laboratorio. Te mantendré yo.
Le besaba las manos, y ella no podía comprender por qué en su cara había aparecido una expresión de culpabilidad, de sufrimiento; por qué sus ojos se habían vuelto tristes, implorantes…
Víktor Pávlovich paseaba por la habitación y cantaba a media voz las palabras de un viejo romance:
… Y él, olvidado, yace solo…
Cuando Nadia se enteró de que su padre deseaba partir como voluntario al frente, dijo:
—Conozco a una chica, Tonia Kogan, cuyo padre partió como voluntario; es un especialista en no sé qué área de la Grecia antigua y fue a parar a un regimiento de reserva en Penza. Allí le pusieron a limpiar despachos, a barrer. Un día pasó el capitán del regimiento y él, que no ve casi nada, le echó toda la basura encima; el otro, ni corto ni perezoso, le pegó un puñetazo en la oreja, tan fuerte que le rompió el tímpano.
—Bueno —dijo Shtrum—. Cuando barra no le tiraré la basura encima al capitán.
Ahora Shtrum hablaba con Nadia como con un adulto. Por lo visto, nunca antes se había llevado tan bien con su hija. Le conmovía el hecho de que en los últimos tiempos volviera a casa nada más salir de la escuela; consideraba que lo hacía para no preocuparle. Cuando discutía con él había en sus ojos burlones una expresión nueva, seria y cariñosa.
Una vez, por la noche, Shtrum se vistió y se encaminó hacia el instituto; tenía ganas de mirar a través de la ventana de su laboratorio, quería ver si había luz, si el segundo turno estaba trabajando; tal vez Márkov había acabado ya de montar la instalación. Pero no llegó hasta el instituto: temía encontrarse con alguien conocido; giró por un callejón y volvió a casa. El callejón estaba desierto, vacío. Y de repente le embargó una sensación de felicidad. La nieve, el cielo nocturno, el aire gélido y refrescante, el ruido de pasos, los árboles con las ramas oscuras, una estrecha franja de luz que se filtraba a través de la cortina de camuflaje de la ventana de una casita de madera: todo era tan hermoso…
Respiraba el aire nocturno, caminaba por el callejón silencioso, nadie le miraba. Estaba vivo, era libre. ¿Qué más necesitaba? ¿Podía soñar algo más? Víktor Pávlovich se acercaba a casa y la sensación de felicidad se desvaneció.
Los primeros días Shtrum había esperado con tensión la aparición de Maria Ivánovna. Pero habían pasado los días, y Maria Ivánovna no había telefoneado. Se lo habían quitado todo: el trabajo, el honor, la tranquilidad, la fe en sí mismo. ¿Acaso le habían privado también del último refugio: el amor? A veces se desesperaba, se cogía la cabeza entre las manos, le parecía que no podría vivir sin verla. A veces musitaba; «Vamos, vamos». Otras veces se decía: «¿Quién me necesita?».
En el fondo de su desesperación brillaba una pequeña mancha de luz: la pureza del sentimiento que él y Maria Ivánovna habían sabido preservar. Sufrían, pero no atormentaban a los demás. Comprendía que todos sus pensamientos, ya fueran filosóficos, resignados o malévolos, no correspondían a lo que pasaba en su corazón. El rencor hacia Maria Ivánovna, el escarnio hacia sí mismo, la triste reconciliación con la fatalidad, el sentido del deber hacia Liudmila Nikoláyevna no eran más que un medio para luchar contra la desesperación. Cuando recordaba los ojos, la voz de Maria Ivánovna, se apoderaba de él una tristeza insoportable. ¿De veras no volvería a verla?
Y cuando la inevitable separación, la sensación de pérdida se volvían especialmente insoportables, Víktor Pávlovich, avergonzándose de sí mismo, decía a Liudmila Nikoláyevna:
—Sabes, sigo preocupado por Madiárov. ¿Estará bien?, ¿habrán recibido noticias suyas? Tal vez deberías llamar a Maria Ivánovna, ¿no?
Lo más sorprendente era que continuaba trabajando. Trabajaba, pero la angustia, la inquietud no desaparecían. El trabajo no le ayudaba a vencer la tristeza y el miedo, no era una medicina para el alma con la que pudiera olvidar sus penosas reflexiones, la desesperación que sentía. Era mucho más que una medicina. Trabajaba porque no podía dejar de hacerlo.
42
Liudmila Nikoláyevna informó a su marido de que se había encontrado con el administrador de la casa, el cual le había pedido que Shtrum pasara un momento por su despacho.
Empezaron a formular hipótesis acerca del motivo de la visita. ¿Un excedente de superficie habitable? ¿La renovación del pasaporte? ¿Un control de la comisaría militar? ¿O acaso alguien le había comunicado que Zhenia había estado viviendo en su casa sin estar registrada?
—Tendrías que habérselo preguntado —dijo Shtrum—. Ahora no estaríamos rompiéndonos la cabeza.
—Sí, tendría que haberlo hecho —asintió Liudmila Nikoláyevna—. Pero me pilló desprevenida cuando me dijo: «Dígale a su marido que pase a verme. Puede venir por la mañana ahora que no trabaja».
—Oh, señor, ya lo sabe todo.
—Claro que lo sabe. Los porteros, los ascensoristas, las mujeres de la limpieza de los vecinos nos espían. ¿De qué te asombras?
—Sí, tienes razón. ¿Te acuerdas del joven con carné del Partido que vino antes de la guerra? Aquel que te pidió que le informaras de quién frecuentaba a nuestros vecinos…
—¡Claro que me acuerdo! —respondió Liudmila Nikoláyevna—. Le grité tan fuerte que sólo tuvo tiempo de decirme desde la puerta: «Creía que usted era una persona sensata».
Liudmila Nikoláyevna le había contado a Shtrum esa historia muchas veces, y al escucharla, por lo general, él le quitaba las palabras de la boca para abreviar el relato. Pero ahora, en Jugar de apremiarla, le pidió a su mujer nuevos detalles.
—¿Sabes qué? —dijo Liudmila—. Tal vez se trate de dos manteles que he vendido en el mercado.
—No creo. ¿Por qué quiere verme a mí y no a ti entonces?
—Quizá quiere que firmes algo —aventuró, indecisa.
Sus pensamientos eran particularmente lúgubres. Recordaba sin cesar sus conversaciones con Shishakov y Kovchenko: ¡qué no les había dicho! Recordaba las discusiones en sus días de estudiante: ¡qué charlatanería! Había discutido con Dmitri, con Krímov (aunque algunas veces le había dado la razón). En cualquier caso, una cosa era cierta: nunca en su vida, ni siquiera un minuto, había sido enemigo del Partido, del poder soviético. Y de golpe le vinieron a la cabeza unas palabras muy duras que había pronunciado en cierta ocasión, y sintió que se le helaba la sangre. ¡Y pensar que Krímov, un comunista riguroso, de convicciones firmes, un verdadero fanático que no tenía dudas, había sido arrestado! Y después aquellas malditas veladas con Madiárov y Karímov.
¡Qué extraño!
Por lo general, al anochecer, comenzaba a torturarle el pensamiento de que iban a arrestarle y la sensación de terror se ensanchaba, se acrecentaba, se volvía más pesada. Pero cuando el desenlace fatal parecía inminente, de repente se convertía en felicidad, en ligereza. ¡Al diablo!
Cada vez que pensaba en el trato injusto que había recibido en relación con su trabajo, tenía la impresión de que iba a perder el juicio. Pero cuando el pensamiento de que era un ser privado de talento, incluso estúpido, que su trabajo no era más que una mofa vacía, grosera del mundo real, dejaba de ser una idea para transformarse en una sensación viva, le invadía la felicidad.
Ahora ni siquiera tenía la intención de enmendar sus errores; era miserable, ignorante, y su arrepentimiento no comportaría ningún cambio. Nadie le necesitaba. Arrepentido o no, seguiría siendo igual de insignificante ante la ira del Estado.
También Liudmila había cambiado mucho últimamente. Ahora ya no decía por teléfono al administrador: «¡Envíeme ahora mismo al cerrajero!»; no hacía investigaciones en la escalera: «¿Quién ha sido el que ha vuelto a tirar mondas de patata fuera del basurero?». Incluso a la hora de vestirse parecía nerviosa. A veces se ponía, sin criterio alguno, una chaqueta de piel cara para ir a comprar aceite; otras se cubría la cabeza con un viejo pañuelo gris y se ponía un abrigo que antes de la guerra quería regalar a la mujer del ascensor.
Shtrum miraba a Liudmila y pensaba en el aspecto que tendrían los dos dentro de diez o quince años.
—¿Te acuerdas de El obispo, de Chéjov? La madre sacaba a pastar a la vaca y les contaba a las mujeres que su hijo, en otro tiempo, había sido obispo; pero casi nadie la creía.
—Lo leí hace mucho tiempo, cuando era niña, no me acuerdo —respondió Liudmila Nikoláyevna.
—Pues vuelve a leerlo —respondió, visiblemente irritado.
Siempre le había molestado la indiferencia de Liudmila Nikoláyevna hacia Chéjov y sospechaba que no había leído muchos de sus relatos. Sin embargo era extraño, verdaderamente extraño. Cuanto más débil y frágil se volvía, cuanto más cerca se encontraba de un estado de entropía total, y más insignificante era a ojos del administrador, de las empleadas de la oficina de racionamiento, de los empleados del Departamento de Pasaportes, de los funcionarios de la sección de personal, de los auxiliares de laboratorio, científicos amigos, familiares, del propio Chepizhin, tal vez incluso de su mujer…, más cerca se sentía de Masha, más seguro de su amor. No se veían, pero lo sabía, lo sentía. Ante cada nuevo golpe, ante cada nueva humillación, le preguntaba mentalmente: «Masha, ¿me ves?».
Así, sentado al lado de su mujer, hablaba con ella mientras le daba vueltas a pensamientos que ella ignoraba.
Sonó el teléfono. Ahora cada timbrazo del teléfono les provocaba el mismo nerviosismo que la llegada de un telegrama en mitad de la noche anunciando una desgracia.
—Ah, ya sé quién es. Me prometieron que me llamarían para un trabajo en la cooperativa —dijo Liudmila Nikoláyevna.
Descolgó el teléfono, arqueó las cejas y respondió:
—Ahora se pone.
Luego le dijo a su marido:
—Es para ti.
Y él le preguntó con la mirada: «¿Quién es?».
La mujer, tapando con la mano el auricular, respondió:
—Es una voz que no conozco, no recuerdo haberla oído antes.
Shtrum se puso al aparato.
—Claro, espero —dijo, y mirando los ojos inquisidores de Liudmila, buscó a tientas un lápiz en la mesilla y escribió algunas letras torcidas sobre un trozo de papel.
Liudmila Nikoláyevna se santiguó despacio, sin darse cuenta de que lo hacía; después bendijo a Víktor Pávlovich. Los dos guardaban silencio.
«… Éste es un boletín de todas las emisoras de radio de la Unión Soviética.»
Una voz extraordinariamente parecida a la que el 3 de julio de 1941, dirigiéndose al pueblo, al ejército, al mundo entero, había proclamado: «Camaradas, hermanos y hermanas, amigos míos…», ahora, se dirigía a un solo hombre, que sostenía en la mano el auricular del teléfono:
—Buenos días, camarada Shtrum.
En aquellos segundos, ideas confusas, fragmentos de pensamientos y sentimientos se fundieron en su interior: una amalgama de triunfo, debilidad, pánico ante lo que parecía la broma de un gamberro y luego las hojas manuscritas de un cuestionario y el oscuro edificio de la plaza de la Lubianka…
Junto a la lúcida percepción de la realización de su destino, en él se mezclaba la melancolía por la pérdida de algo extrañamente querido, conmovedor, bueno.
—Buenos días, Iósif Vissariónovich —dijo Shtrum, asombrado de haber pronunciado por teléfono aquellas palabras increíbles—. Buenos días, Iósif Vissariónovich.
La conversación duró dos o tres minutos.
—Me parece que está usted trabajando en una dirección interesante —dijo Stalin.
Su voz era lenta, gutural, y parecía recalcar ciertos sonidos premeditadamente para que Shtrum recordara los acentos que había oído por la radio. Sonaba igual que cuando Víktor, haciendo el tonto, imitaba a Stalin en casa. Así era como lo describían las personas que habían escuchado a Stalin en los congresos, o que habían sido convocadas por él.
¿Acaso se trataba de una broma?
—Creo en mi trabajo —dijo Shtrum.
Stalin hizo una pausa, como si reflexionara las palabras de Shtrum.
—¿La guerra le ha impedido obtener algún estudio científico del extranjero? ¿Cuenta con todos los aparatos necesarios en el laboratorio? —preguntó Stalin.
Con una sinceridad que a él mismo le dejó sorprendido, Víktor dijo:
—Muchas gracias, Iósif Vissariónovich; mis condiciones de trabajo son perfectamente normales y satisfactorias.
Liudmila Nikoláyevna, de pie, como si Stalin pudiera verla, escuchaba la conversación.
Shtrum le hizo una señal: «Siéntate, que no te dé vergüenza…». Entretanto Stalin hizo una nueva pausa, meditando las palabras de Shtrum. De repente dijo:
—Adiós, camarada Shtrum, le deseo éxito en su trabajo.
—Adiós, camarada Stalin.
Shtrum colgó el teléfono.
Estaban allí sentados, uno enfrente del otro, igual que unos minutos antes, cuando hablaban de los manteles que Liudmila Nikoláyevna había vendido en el mercado Tishinski.
—Le deseo éxito en su trabajo —repitió Shtrum con un marcado acento georgiano.
El hecho de que nada hubiera cambiado, que el armario, el piano, las sillas permanecieran en su sitio, que hubiera dos platos sucios sobre la mesa, exactamente igual que antes, cuando hablaban del administrador de la casa, encerraba algo insensato, capaz de hacerle perder a uno el juicio. Y es que, en el fondo, todo había cambiado: ante ellos se vislumbraba un nuevo destino.
—¿Qué te ha dicho?
—Nada de particular. Me ha preguntado si la carencia de publicaciones extranjeras perturbaba mi trabajo —dijo Shtrum, esforzándose por parecer, también ante sí mismo, tranquilo e indiferente.
A ratos se sentía incómodo por la sensación de felicidad que le había invadido.
—Liuda, Liuda —dijo—, piénsalo, no me he arrepentido, no he bajado la cabeza, no le he escrito cartas. ¡Ha sido él quien me ha telefoneado!
¡Lo increíble se había hecho realidad! La grandeza de aquel acontecimiento era incalculable. ¿Era el mismo Víktor Pávlovich el que daba vueltas en la cama, el que no pegaba ojo por las noches, el que se entumecía mientras rellenaba formularios, el que se llevaba las manos a la cabeza pensando en lo que se había dicho de él en el Consejo Científico, el que recordaba sus pecados, el que se arrepentía mentalmente y pedía perdón, el que esperaba el arresto y pensaba en la miseria, el que se quedaba petrificado solo con pensar en una conversación con la empleada del Departamento de Pasaportes o la chica de la oficina de racionamiento?
—Dios mío, Dios mío… —balbuceó Liudmila Nikoláyevna—. Tolia nunca lo sabrá.
Se aproximó a la puerta del cuarto de Tolia y la abrió.
Shtrum descolgó el teléfono y lo volvió a colgar al instante.
—¿Y si ha sido una broma? —preguntó, aproximándose a la ventana.
Desde la ventana se veía la calle desierta y una mujer que pasaba con un chaquetón guateado.
Volvió hasta el teléfono y tamborileó encima su dedo curvado.
—¿Cómo sonaba mí voz? —preguntó Shtrum.
—Hablabas muy despacio. Sabes, yo misma, no sé por qué, me he puesto de pie.
—¡Stalin en persona!
—Puede que fuera una broma.
—Nadie se atrevería. Por una broma como ésa te caen diez años.
Sólo una hora antes deambulaba por la habitación y recordaba el romance de Goleníschev-Kutúzov:
… Y él, olvidado, yace solo…
¡Las llamadas telefónicas de Stalin! Una o dos veces al año, corrían, rumores por Moscú: Stalin ha llamado al director de cine Dovzhenko, Stalin ha telefoneado al escritor Ehrenburg.
A él no le hacía falta dar órdenes: otorgadle un premio a ése, dadle un apartamento, ¡construidle un instituto científico! Stalin estaba por encima de esos asuntos; se ocupaban de ello sus subordinados, que adivinaban la voluntad de Stalin por la expresión de sus ojos, por la entonación de su voz. Si Stalin sonreía con benevolencia a un hombre, su destino se transformaba: abandonaba las tinieblas y el anonimato por una lluvia de gloria, honores, fuerza. Decenas de poderosos inclinaban la cabeza, ante el afortunado; Stalin le había sonreído, había bromeado con él hablando por teléfono.
La gente repetía los detalles de sus conversaciones, cada palabra dicha por Stalin les colmaba de estupor. Cuanto más comunes eran las palabras, más se asombraban. Parecía que Stalin no pudiera decir cosas corrientes.
Se decía que había llamado a un famoso escultor y le había dicho en broma: «Hola, viejo borrachín».
A otra celebridad, un hombre honesto, le había preguntado por un amigo suyo arrestado, y cuando éste, desconcertado, balbuceó una respuesta, Stalin le dijo: «Defiende mal a sus amigos».
Se contaba también que había llamado a la redacción de un periódico juvenil y el redactor adjunto había respondido:
—Bubekin al habla.
Stalin respondió:
—¿Y quién es Bubekin?
—Debería saberlo —respondió su interlocutor, y le colgó el teléfono.
Stalin volvió a marcar el número y dijo:
—Camarada Bubekin, aquí Stalin. Explíqueme, por favor, quién es usted.
Se decía que Bubekin, después de lo ocurrido, había pasado dos semanas en el hospital para recuperarse de la conmoción.
Bastaba una palabra suya para aniquilar a miles, decenas de miles de personas. Un mariscal, un comisario del pueblo, un miembro del Comité Central, un secretario de obkom, personas que habían estado al mando de ejércitos y frentes, que habían gobernado territorios, repúblicas, fábricas enormes, podían convertirse de un día para otro, por una palabra airada de Stalin, en un cero, en polvo de un campo penitenciario que hace tintinear la escudilla a la espera de su ración de bodrio en la cocina del campo.
Se contaba que Stalin y Beria habían visitado a un viejo bolchevique, georgiano, recién liberado de la Lubianka, y se habían quedado en su casa hasta la mañana siguiente. Los otros inquilinos no se habían atrevido a utilizar el baño y ni siquiera habían ido a trabajar. A los invitados les había abierto la puerta una comadrona, la inquilina de mayor edad. Había salido en camisón, llevando un perrito en los brazos, furiosa porque los visitantes nocturnos no habían llamado a la puerta el número de veces convenido. Luego había explicado: «Abrí la puerta y vi un retrato. Luego el retrato comenzó a avanzar hacia mí». Decían que Stalin había dado una vuelta por el pasillo y había examinado durante un largo rato la hoja colgada al lado del teléfono donde los inquilinos marcaban con palitos el número de veces que habían llamado para saber cuánto tenían que pagar.
Todos estos relatos asombraban y provocaban la risa, debido a la banalidad de las palabras y las situaciones, que al mismo tiempo parecían increíbles: ¡ver a Stalin caminar por el pasillo de un apartamento comunal!
Y es que bastaba una palabra suya para que se erigieran edificios enormes, para que columnas de leñadores se dirigieran a la taiga, cientos de miles de personas excavaran canales, edificaran ciudades, trazaran carreteras en la noche polar, en medio de la congelación permanente. Representaba a un gran Estado. El sol de la Constitución estalinista…, el Partido de Stalin…, los planes quinquenales de Stalin…, las obras de Stalin…, la estrategia de Stalin…, la aviación de Stalin… Un gran Estado se había encarnado en él, en su carácter, en sus costumbres.
«Le deseo éxito en su trabajo —repetía sin cesar Víktor Pávlovich—. Me parece que está usted trabajando en una dirección interesante…»
Ahora estaba claro: Stalin sabía la importancia que se le atribuía a los físicos nucleares en el extranjero.
Shtrum percibía que alrededor de esta cuestión estaba surgiendo una extraña tensión, palpable en las líneas de los artículos escritos por los físicos ingleses y americanos, en las reticencias que quebraban el desarrollo lógico del pensamiento.
Había notado que ciertos nombres de investigadores que solían publicar sus trabajos habían desaparecido de las páginas de las revistas de física, que los científicos que se ocupaban de la fisión del núcleo pesado parecían haberse volatilizado, nadie mencionaba sus trabajos. Sentía que se acrecentaba la tensión, el silencio, en cuanto se rozaban cuestiones referentes a la desintegración del núcleo de uranio.
Más de una vez Chepizhin, Sokolov y Márkov habían conversado sobre estos temas. Hacía todavía poco tiempo, Chepizhin hablaba de los miopes, incapaces de ver las perspectivas prácticas relacionadas con la acción de los neutrones sobre el núcleo pesado. Pero el mismo Chepizhin había decidido no trabajar en ese campo…
En el aire, saturado del ruido de botas de los soldados, del fuego de la guerra, de humo, del crujido de los tanques, había aparecido una nueva tensión que no hacía ruido, y la mano más fuerte del mundo había levantado el auricular del teléfono, y el físico teórico había oído una voz sosegada que decía: «Le deseo éxito en su trabajo».
Una sombra nueva, imperceptible, muda, ligera se había extendido sobre la tierra quemada por la guerra, sobre las cabezas de niños y viejos. La gente no tenía conciencia de ella, no sabía de su existencia, no presentía, el nacimiento de una fuerza que pertenecía al futuro.
Largo era el camino que separaba los escritorios de algunas decenas de físicos, las hojas de papel cubiertas de alfas, betas, gammas, íes, sigmas, las bibliotecas y los laboratorios, de la fuerza satánica y cósmica, futuro espectro del poder del Estado.
Sin embargo, el camino había comenzado, y la sombra muda continuaba espesándose, se transformaba en una tiniebla capaz de envolver Moscú y Nueva York.
Aquel día Shtrum no se alegró del éxito de su trabajo, que sólo poco antes parecía olvidado por los siglos de los siglos en un cajón de su escritorio. Ahora saldría de su cautiverio y vería la luz en el laboratorio, sería incorporado en conferencias e informes docentes. No pensaba en el triunfo de la verdad científica, en su victoria, en el hecho de que podría ayudar de nuevo al progreso de la ciencia, tener sus alumnos, estar presente en las páginas de las revistas y los manuales, esperar ansiosamente a ver si su teoría se correspondía con la verdad del contador y las fotoemulsiones.
Otra emoción le había engullido: el triunfo orgulloso sobre las personas que le habían perseguido. Hasta hacía poco creía que no albergaba resentimiento contra ellos. Ahora tampoco quería vengarse, hacer daño, pero se sentía feliz en mente y espíritu cuando recordaba todos los actos malos, deshonestos, crueles y cobardes que habían cometido contra él. Cuanto más groseros y ruines se habían mostrado con él, más dulce le resultaba regodearse en el recuerdo.
Cuando Nadia volvió de la escuela, Liudmila Nikoláyevna le gritó:
—¡Nadia, Stalin ha telefoneado a papa!
Y al ver la emoción de su hija, que entró corriendo en la habitación, con el abrigo a medio quitar y arrastrando la bufanda por el suelo, Shtrum sintió aún con mayor nitidez el desconcierto que invadiría a los demás cuando ese mismo día o el siguiente se enteraran de lo que había pasado.
Durante la comida, Shtrum dejó la cuchara a un lado y dijo:
—No tengo ni pizca de hambre.
—Es una humillación total para tus detractores y perseguidores —dijo Liudmila Nikoláyevna—. Me imagino lo que pasará en el instituto, por no hablar de la Academia.
—Sí, sí —asintió él.
—Y en las tiendas especiales las señoras volverán a saludarte, mamá, y a sonreírte —dijo Nadia.
—Sí, sí —dijo Liudmila Nikoláyevna, y se le escapó una risita.
Shtrum siempre había despreciado a los aduladores, pero ahora pensar en la sonrisa obsequiosa de Alekséi Alekséyevich Shishakov le colmó de alegría.
Había algo que le causaba extrañeza, que no comprendía. En aquel sentimiento de triunfo y felicidad que ahora experimentaba se mezclaba una tristeza que emergía de algún lugar recóndito, la nostalgia por algo precioso y arcano que en aquellas horas le parecía que se había alejado de él. Se sentía culpable de algo y ante alguien, pero no sabía de qué ni ante quién.
Estaba comiendo su sopa preferida, a base de alforfón y patatas, y recordaba sus lágrimas de niño, cuando en una noche de primavera había vislumbrado las estrellas entre los castaños en flor. El mundo, entonces, le parecía hermoso, el futuro, inmenso, lleno de bondad y luz radiante. Y hoy que su destino se había decidido, era como si se despidiera de su amor puro, infantil, casi religioso hacia la milagrosa ciencia; que se despidiera de lo que había sentido semanas atrás cuando, tras vencer un miedo enorme, había dejado de mentirse a sí mismo.
Sólo había una persona a la que hubiera podido contárselo, pero no estaba a su lado.
Era extraño. Su alma estaba impaciente y ansiosa por que todo el mundo supiera lo ocurrido. En el instituto, en las aulas de la universidad, en el Comité Central del Partido, en la Academia, en la administración de la casa y de la dacha, en las cátedras y las sociedades científicas. A Shtrum le daba lo mismo que Sokolov se enterara de la noticia. Al mismo tiempo, no con la cabeza, sino en lo más profundo de su corazón, prefería que Maria Ivánovna no lo supiera. Intuía que para su amor era mejor ser perseguido e infeliz. Al menos eso le parecía.
Les explicó a su mujer y su hija una historia que se contaba antes de la guerra: una noche Stalin había aparecido en el metro, ligeramente borracho, se había sentado al lado de una mujer joven y le había preguntado: «¿Qué puedo hacer por usted?».
«Me gustaría mucho visitar el Kremlin», respondió la mujer.
Stalin, antes de responder, había reflexionado un momento y después dijo: «Creo que podré arreglarlo».
Nadia intervino:
—Ves, papá, hoy eres un hombre tan importante que mamá te ha dejado contar tu historia, sin interrumpirte, y eso que la habrá escuchado más de ciento diez veces.
Y de nuevo, por centésima vez, se rieron de la ingenuidad de la mujer del metro.
Liudmila Nikoláyevna propuso:
—Vitia, ¿qué te parece si descorchamos una botella para celebrar la ocasión?
Y trajo también una caja de bombones que tenía guardada para el cumpleaños de Nadia.
—Coged —dijo Liudmila Nikoláyevna—, pero tú, Nadia, no te lances encima como un lobo.
—Oye, papá —dijo Nadia—, ¿por qué nos burlamos de esa mujer del metro? ¿Y tú? ¿Por qué no le has preguntado a Stalin por el tío Mitia y Nikolái Grigórievich?
—¿De qué hablas? ¿Crees que es posible?
—Sí que lo creo. La abuela se lo habría dicho enseguida, estoy segura de que se lo hubiera preguntado.
—Es probable —confirmó Shtrum—, es probable.
—Bueno, basta ya de decir tonterías —cortó Liudmila Nikoláyevna.
—¿A eso le llamas tonterías, al destino de tu hermano? —replicó Nadia.
—Vitia —dijo Liudmila—, hay que telefonear a Shishakov.
—Me parece que subestimas lo que ha pasado. No hay que telefonear a nadie.
—Llama a Shishakov —insistió Liudmila.
—¿Stalin me desea éxito en mi trabajo y yo tengo que llamar a Shishakov?
Aquel día un sentimiento nuevo y extraño anidó en Shtrum. Siempre le había indignado que se divinizara a Stalin. En los periódicos, su nombre aparecía por doquier, desde la primera a la última línea. Retratos, bustos, estatuas, oratorios, poemas, himnos… Le llamaban padre, genio…
A Shtrum le fastidiaba que el nombre de Stalin eclipsara al de Lenin, que su genio militar se contrapusiera al carácter civil de Lenin. En una de sus obras, Alekséi Tolstói representaba a Lenin encendiendo una cerilla servicialmente para que Stalin pudiera encender su pipa. En un cuadro un artista pintaba a Stalin subiendo majestuosamente los escalones de Smolni, mientras Lenin le seguía a toda prisa, excitado como un gallo. Si en un cuadro se representaba a Lenin y Stalin en medio del pueblo, sólo los viejos, las mujeres y los niños miraban con cariño a Lenin, mientras que una procesión de gigantes armados —obreros y marineros con cintas de ametralladoras en bandolera— marchaba hacia Stalin. Los historiadores, cuando describían los momentos cruciales de la vida del país de los soviets, siempre mostraban a Lenin pidiendo consejo a Stalin: durante la rebelión de Kronstadt, la defensa de Tsaritsin o la invasión de Polonia. La huelga de Bakú, en la que Stalin había participado, y el periódico georgiano Brdzola (La lucha), donde se habían publicado sus artículos, parecían más importantes en la historia del Partido que todo el movimiento revolucionario ruso.
—Brdzola, Brdzola —repetía enfadado Víktor Pávlovich—. ¿Qué hay de Zheliábov, Plejánov y Kropotkin? ¿Qué hay de los decembristas? Ahora sólo se oye hablar de Brdzola, Brdzola…
Durante mil años, Rusia había sido el país de la autocracia y el despotismo ilimitado, el país de los zares y sus favoritos. Pero en esos mil años de historia rusa nunca había existido un poder comparable al de Stalin.
Sin embargo ese día Shtrum no estaba ni enfadado ni horrorizado. Cuanto más grandioso era el poder de Stalin y más ensordecedores eran los himnos y los timbales, más inmensa era la nube de incienso que humeaba a los pies del ídolo viviente y más intensa era la alegría de Shtrum.
Caía la noche y no tenía miedo.
¡Stalin había hablado con él! Stalin le había dicho: «Le deseo éxito en su trabajo».
Cuando se hizo completamente de noche, Víktor Pávlovich salió a la calle.
En aquella oscura velada ya no se sentía impotente ni irremediablemente perdido. Estaba tranquilo. Sabía que la gente que dictaba las órdenes estaba ya al corriente de todo. Resultaba extraño pensar en Krímov, Dmitri, Abarchuk, Madiárov, Chetverikov… No compartían el mismo destino. Pensaba en ellos con tristeza y frialdad.
Se alegraba de su victoria: su fuerza de espíritu y su inteligencia habían triunfado. No le preocupaba que su felicidad fuera tan diferente a la que había experimentado el día de la farsa judicial, cuando le parecía que su madre estaba a su lado. Ahora le daba lo mismo si Madiárov había sido arrestado o si Krímov hacía declaraciones sobre él. Por primera vez en su vida no le aterraba recordar sus bromas sediciosas, sus comentarios imprudentes.
Entrada la noche, cuando Liudmila y Nadia ya estaban en la cama, sonó el teléfono.
—Hola —susurró una voz, y Shtrum fue presa de una agitación más virulenta que la que había sentido aquel día.
—Hola —respondió.
—No me resistía a oír su voz. Dígame algo —le pidió ella.
—Masha, Mashenka —balbuceó, y enmudeció.
—Víktor, querido mío —dijo ella—, no podía mentir a Piotr Lavréntievich. Le he confesado que le amo a usted. Y le he prometido que nunca volveré a verle.
Por la mañana Liudmila Nikoláyevna entró en su habitación, le acarició los cabellos y le besó en la frente.
—En mis sueños me ha parecido oírte hablar por teléfono con alguien.
—Te lo ha parecido —respondió mirándola tranquilamente a los ojos.
—Recuerda que tienes que ir a ver al administrador de la casa.
43
La chaqueta del juez instructor causaba una impresión extraña para unos ojos acostumbrados al mundo de las guerreras y los uniformes militares. El rostro, en cambio, le era familiar, una de esas caras pálidas amarillentas que abundan entre los comandantes empleados en las oficinas y los funcionarios políticos.
Responder a las primeras preguntas le resultó fácil, incluso agradable; le incitaba a creer que el resto sería igual de sencillo, tan evidente como su apellido, su nombre y su patronímico.
En las respuestas del detenido se hacía patente una disposición apresurada a ayudar al juez instructor. A fin de cuentas, el investigador no sabía nada de él. El escritorio que había entre los hombres no les separaba. Los dos pagaban las cuotas como miembros del Partido, habían visto la película Chapáyev, frecuentado los cursos del Comité Central y todos los primeros de mayo eran enviados a pronunciar conferencias a las fábricas.
Le formuló infinidad de preguntas preliminares que infundían tranquilidad de ánimo al arrestado. Pronto llegarían al fondo de la cuestión y tendría la oportunidad de explicar cómo había conducido a sus hombres fuera del cerco.
Al final se pondría en claro que la criatura sentada al otro lado de la mesa, sin afeitar, con el cuello abierto de la guerrera y los pantalones sin botones, tenía nombre, apellido y patronímico, que había, nacido un día de otoño, era de nacionalidad rusa, había participado en dos guerras mundiales y en una civil, no había pertenecido a ninguna facción, no había estado involucrado en ninguna causa judicial, era miembro del partido comunista de los bolcheviques desde hacía veinticinco años, había sido elegido delegado del Congreso del Komintern, así como del Congreso de los Sindicatos del Océano Pacífico, y no había recibido condecoraciones ni grados honoríficos.
La preocupación principal de Krímov estaba ligada con el periodo del cerco y con los hombres que le habían seguido a través de los pantanos de Bielorrusia y los campos ucranianos.
¿A quién de ellos habían arrestado? ¿Quién se había doblegado durante los interrogatorios y había perdido el decoro? Y de pronto, una pregunta inesperada que atañía a otros años, a un periodo lejano, sorprendió a Krímov:
—Dígame, ¿desde cuándo conoce a fritz Hacken?
Krímov permaneció callado un largo rato, luego dijo:
—Si no me equivoco lo conocí en el Consejo Central de los Sindicatos de la Unión Soviética, en el despacho de Tomski. Creo recordar que fue en la primavera de 1927.
El juez instructor asintió, como si estuviera al corriente de esa remota circunstancia.
Después suspiró, abrió una carpeta donde figuraba la leyenda «Conservar a perpetuidad», deshizo despacio los lazos blancos y se puso a hojear las páginas escritas. Krímov entrevió tintas de diferentes colores, páginas mecanografiadas a espacio sencillo o doble, con notas esporádicas y de caligrafía desgarbada escritas en color rojo, azul o a lápiz.
El juez instructor pasaba las hojas con calma, como un alumno sobresaliente hojea un libro de texto con la seguridad del que se sabe la asignatura de pe a pa.
De vez en cuando lanzaba una mirada a Krímov. Parecía un artista que cotejara el parecido de su dibujo con el natural: los rasgos físicos, el carácter y los ojos, espejo del alma…
Qué perversa se había vuelto su mirada… Su cara ordinaria (y después de 1937 Krímov se había encontrado a menudo con muchas como ésa en los raíkoms y los obkoms, en las milicias de distrito, en las bibliotecas y las editoriales) de repente perdió su vulgaridad. A Krímov le pareció compuesta de cubos separados, cubos que no formaban un todo, un hombre. En el primer cubo estaban los ojos, en el segundo las manos de gestos lentos, en el tercero la boca que hacía preguntas. Y estos cubos se habían mezclado, habían perdido sus proporciones: la boca era desmesuradamente grande, los ojos estaban encajados debajo de la boca, en la frente fruncida, que a su vez ocupaba el lugar donde debía estar la barbilla.
—Bueno, ésas tenemos —dijo el juez instructor, y su cara recobró la apariencia humana. Cerró la carpeta y los lazos enredados quedaron sin atar.
«Como un zapato con los cordones desatados», pensó la criatura con los pantalones y los calzoncillos sin botones.
—La Internacional Comunista —enunció el juez instructor con voz lenta y majestuosa; luego continuó con su tono habitual—: Nikolái Krímov, funcionario del Komintern. —Y de nuevo con voz pausada y solemne pronunció—: La Tercera Internacional.
Después se quedó un largo rato absorto en sus pensamientos.
—Una mujer de armas tomar esa Muska Grinberg, ¿verdad? —observó de repente el juez instructor con vivacidad y malicia; se lo digo de hombre a hombre, y Krímov se sintió confuso, desconcertado, se ruborizó violentamente.
¡Era cierto! Pero por mucho tiempo que hubiera pasado continuaba avergonzándose. Por lo que recordaba, en aquella época ya estaba enamorado de Zhenia. Al salir del trabajo había pasado a ver a un viejo amigo para saldar una deuda: quería devolverle un dinero que le había pedido prestado, creía recordar, para hacer un viaje. De lo que había ocurrido a continuación se acordaba bien. Su amigo Konstantín no estaba en casa. En realidad, ella nunca le había gustado: tenía una voz ronca porque fumaba sin parar, emitía juicios con arrogancia, era subsecretaría del comité del Partido en el Instituto de Filosofía. A decir verdad, era una mujer bonita; tenía, como se suele decir, muy buena planta. Así que… había manoseado a la mujer de Kostia sobre el diván, y luego se habían visto un par de veces más.
Una hora antes había creído que el juez instructor no sabía nada de él, que era un hombre de provincias al que acababan de promocionar… Pero el tiempo iba pasando, y el funcionario continuaba interrogándole, sobre comunistas extranjeros, amigos de Nikolái Grigórievich; conocía sus nombres de pila, cómo los apodaban en broma, el nombre de sus mujeres y sus amantes. Había algo siniestro en la extensión de sus conocimientos. Incluso suponiendo que Nikolái Grigórievich hubiera sido un gran hombre cada una de cuyas palabras tuviera una dimensión histórica, no habría hecho falta reunir en aquel enorme expediente tantas nimiedades y reliquias.
Sin embargo nada se consideraba una fruslería.
Allí por donde había pasado había dejado huellas; un séquito a sus espaldas había registrado toda su vida.
Una observación maliciosa sobre un camarada, una broma sobre un libro leído, un brindis burlón en un cumpleaños, una conversación telefónica de tres minutos, una nota malintencionada que había dirigido al presídium durante una asamblea: todo estaba recopilado en aquella carpeta con lazos.
Sus palabras y sus intervenciones, desecadas, componían un voluminoso herbolario. Unos dedos pérfidos habían recogido con diligencia maleza, ortigas, cardos, zarzas…
El gran Estado se interesaba por su aventura con Muska Grinberg. Palabritas insignificantes y bagatelas se entrelazaban con su fe; su amor hacia Yevguenia Nikoláyevna no significaba nada, sólo contaban algunas relaciones fortuitas y triviales, y él ya no conseguía distinguir lo esencial de lo banal. Una frase irrespetuosa pronunciada a propósito de las nociones filosóficas de Stalin parecía contar más que diez años de trabajo insomne en el seno del Partido. ¿De veras había dicho en 1932, cuando conversaba en el despacho de Lozovski con un camarada llegado de Alemania, que el movimiento sindical soviético era demasiado estatal y poco proletario? Y ahora resultaba que aquel camarada había dado el chivatazo.
¡Dios mío, qué sarta de mentiras! Una telaraña crujiente, viscosa, le llenaba la boca y las ventanas de la nariz.
—Por favor, comprenda, camarada juez instructor.
—Ciudadano juez instructor.
—Sí, sí, ciudadano. Todo esto no son más que patrañas, una artimaña. Soy miembro del Partido desde hace más de veinticinco años. Fui yo quien levantó a los soldados en 1917. Estuve cuatro años en China. Trabajé noche y día. Me conocen cientos de personas… En esta guerra me presenté como voluntario para ir al frente. Incluso en los peores momentos los hombres han tenido confianza en mí, me han seguido. Yo…
—¿Es que ha venido a recibir un diploma de honor? —preguntó el investigador—. ¿Está rellenando la solicitud de un diploma?
En efecto, no estaba allí para recibir un diploma.
El juez instructor sacudió la cabeza.
—Y encima se queja de que su mujer no le trae paquetes! ¡Menudo marido!
Esas eran las palabras que había confiado a Bogoleyev en la celda. ¡Dios mío! Katsenelenbogen le había dicho en broma: «Un griego sentenció: “Todo fluye”, y nosotros afirmamos: “Todos se chivan”».
Dentro de esa carpeta con lacitos, su vida había perdido su consistencia, su duración, su proporción… Todo se disolvía en una pasta gris, pegajosa, y él mismo ya no sabía qué era más importante: cuatro años de trabajo clandestino incesante en el calor bochornoso de Shanghai, la misión de Stalingrado, la fe revolucionaria o algunas palabras airadas sobre la pobreza de los periódicos soviéticos que le había dicho, en el sanatorio Los Pinos, a un periodista que apenas conocía.
El juez instructor le preguntó afablemente, en tono cordial y suave:
—Y ahora cuénteme cómo el fascista Hacken le arrastró al espionaje y al sabotaje.
—¿No lo estará diciendo en serio?
—Déjese de tonterías, Krímov. Ya ve que conocemos todos los pasos de su vida.
—Pues claro, por eso…
—No insista, Krímov. No logrará engañar a los órganos de seguridad.
—¡Sí, pero todo esto no es más que una farsa!
—El problema, Krímov, es que tenemos las confesiones de Hacken. Cuando se arrepintió de su crimen, nos proporcionó información sobre el vínculo criminal que les unía.
—¡Muéstreme diez declaraciones de Hacken, sí quiere, y yo continuaré repitiendo que es mentira! ¡Puro delirio! Si es cierto que Hacken ha confesado, ¿por qué me han confiado el cargo de comisario militar y la misión de conducir hombres al combate precisamente a mí, un saboteador y un espía? ¿Dónde estaban ustedes? ¿Hacia dónde miraban?
—¿Acaso ha venido a darnos lecciones? ¿Viene a supervisar el trabajo de los órganos de seguridad?
—Pero de qué habla… ¡Dar lecciones, supervisar! Es una cuestión de lógica. Conozco a Hacken. No es posible que haya declarado haberme reclutado. ¡Es imposible!
—¿Por qué es imposible?
—Es un comunista, un combatiente de la Revolución.
—¿Siempre ha estado seguro de eso? —preguntó el juez instructor.
—Sí —respondió Krímov—, siempre.
El juez instructor asintió con la cabeza, hojeó el expediente y repitió casi turbado:
—Bueno, eso es otra cosa, es otra cosa…
Extendió a Krímov una hoja de papel, y cubriendo una parte con la palma de la mano, le dijo:
—Lea.
Krímov leyó lo que había escrito y se encogió de hombros.
—Despreciable —sentenció, dejando a un lado la hoja.
—¿Por qué?
—Porque este individuo no tiene el valor de declarar abiertamente que Hacken es un comunista honrado, pero le falta vileza para acusarle, así que tergiversa.
El juez instructor levantó la mano y enseñó a Krímov su propia firma y la fecha: febrero de 1938.
Los dos hombres callaron. Luego, el juez instructor le preguntó con severidad:
—¿Acaso le golpearon y se vio obligado a escribir esta declaración?
—No, nadie me golpeó.
La cara del juez instructor volvió a dividirse en cubos, y mientras sus ojos furiosos le miraban con repugnancia, la boca decía:
—Muy bien, durante el tiempo que estuvieron cercados, usted abandonó durante dos días su destacamento. Un avión militar le transportó al Estado Mayor del grupo de ejércitos alemán y usted pasó información importante y recibió nuevas instrucciones.
—Eso es un auténtico delirio —musitó la criatura con el cuello de la guerrera desabrochado.
Pero el juez instructor no se detuvo ahí. Ahora Krímov ya no estaba seguro de ser un hombre de principios elevados, fuerte, con las ideas claras, dispuesto a morir por la Revolución. Se sentía un ser débil, indeciso, charlatán, que había repetido rumores absurdos, se había permitido ironizar sobre el sentimiento que el pueblo soviético tenía hacia el camarada Stalin. No había sido selectivo con sus amistades, entre sus amigos había muchos represaliados. En sus puntos de vista teóricos reinaba la confusión. Había dormido con la mujer de un amigo. Había hecho unas declaraciones ambiguas y cobardes sobre Hacken.
¿Acaso era él quien estaba aquí sentado? ¿De veras le estaba pasando todo aquello? Era un sueño, el sueño de una noche de verano…
—Y antes de la guerra usted transmitía al centro trotskista con sede en el extranjero informaciones sobre cómo y qué pensaban los principales dirigentes del movimiento revolucionario internacional.
No había que ser un idiota ni un canalla para sospechar de la traición de una criatura tan sucia y miserable. Si Krímov hubiera estado en la piel del juez instructor no habría confiado en una criatura semejante. Conocía a aquel nuevo tipo de funcionarios del Partido, sustitutos de los miembros liquidados, destituidos o arrinconados en 1937. Era gente con una mentalidad diferente. Leían otros libros y los leían de otra manera; para ser más exactos, los «trabajaban» con esmero. Amaban y apreciaban los bienes materiales de la vida; el sacrificio revolucionario les era ajeno o sencillamente no era un rasgo esencial de su carácter. No conocían lenguas extranjeras, amaban sus raíces rusas, pero hablaban mal la propia lengua y decían: «procentaje», «un chaqueta», «Berlin», y hablaban de «prominentes activistas». Entre ellos había personas inteligentes, pero parecía que el gran motor del trabajo no estuviera en la idea, o en la razón, sino en una actitud de trabajo, en la astucia, en la sensatez pequeñoburguesa.
Krímov comprendía que los nuevos y los viejos cuadros del Partido formaban una gran comunidad de ideas e intereses, que no podía haber diferencias, sino sólo afinidad, unión. Sin embargo aquello no le impedía experimentar cierto sentimiento de superioridad respecto a los nuevos hombres, la superioridad del bolchevique leninista…
No se daba cuenta de que su vínculo con el juez instructor ya no residía en el hecho de estar dispuesto a ponerle a su altura, de reconocerle como a un camarada de Partido. Ahora, el deseo de unión con el juez instructor respondía a una patética esperanza: que éste se acercara a él, que reconociera a Nikolái Krímov, o al menos que admitiera que no todo en él era malo, deshonesto, insignificante.
Krímov no se había percatado del sutil cambio, pero ahora la seguridad del juez instructor era la propia de un verdadero comunista.
—Si usted es capaz de arrepentirse sinceramente, si conserva todavía una brizna de amor por el Partido, entonces ayúdelo reconociendo las imputaciones.
Y de repente, extirpando la debilidad que le estaba devorando la corteza cerebral, Krímov gritó:
—¡No conseguirá nada de mí! ¡No firmaré unas declaraciones falsas! ¿Me oye? No firmaré ni bajo tortura.
—Piénselo —respondió el juez instructor.
Se puso a hojear unos papeles sin mirar a Krímov. Los minutos pasaban. Dejó a un lado el expediente y cogió de la mesa un folio en blanco. Parecía que se hubiera olvidado de Krímov; escribía sin prisa, entornando los ojos mientras se concentraba en sus pensamientos. Después releyó lo que había escrito, volvió a reflexionar, sacó un sobre del cajón y comenzó a escribir en él una dirección. Tal vez aquella carta no tenía nada que ver con el trabajo. Luego comprobó la dirección y subrayó dos veces el apellido. Recargó la estilográfica de tinta y se entretuvo un buen rato limpiando Las gotas. Después sacó punta a unos lápices encima del cenicero. La mina de un lapicero no hacía más que romperse, pero el funcionario, sin enfadarse, perseveraba en su paciente empeño de afilarlo. Luego probó sobre la yema si la punta estaba bien afilada.
Entretanto la criatura pensaba. Tenía en qué pensar.
¿De dónde habían salido tantos chivatos? Debía recordar, descubrir al autor de la denuncia. Muska Grinberg… El juez instructor sacaría a Zhenia a colación… Pero era extraño que no hubiera preguntado ni dicho una palabra sobre ella… «¿Es posible que haya sido Vasia el que ha declarado contra mí…? Pero ¿qué, qué es lo que debo confesar? Estoy ya aquí, y el misterio sigue sin resolver. ¿Para qué necesita esto el Partido? Iósif, Koba, Soso[10]. ¿Por qué pecados se ha aniquilado a tanta gente buena y fuerte? No hay que recelar de los interrogatorios de los jueces instructores, sino del silencio, de aquello que se calla; Katsenelenbogen tenía razón. Sí, pronto comenzaría con Zhenia. Estaba claro que la habían arrestado. ¿De dónde parte todo esto, cómo ha comenzado? Pero ¿es posible que yo esté aquí? ¡Qué angustia, cuántas porquerías en mi vida! ¡Perdóneme, camarada Stalin! ¡Una palabra suya, Iósif Vissariónovich! Soy culpable, me he confundido, he dudado, el Partido lo sabe todo, lo ve todo. Pero ¿por qué, por qué hablé con aquel periodista? ¿No da ya todo lo mismo? Pero ¿qué tiene que ver aquí el cerco? Era absurdo: calumnias, mentiras, provocaciones. ¿Por qué, por qué no dije aquella vez sobre Hacken: “Hermano mío, amigo mío, no dudo de tu honradez”? Hacken había apartado sus ojos infelices…»
De repente el juez instructor preguntó:
—¿Qué? ¿Se le ha refrescado la memoria?
Krímov hizo un gesto de impotencia con los brazos y respondió:
—No tengo nada que recordar.
Sonó el teléfono.
—Diga —dijo el juez instructor lanzando una ojeada rápida a Krímov, y añadió—: Sí, dispóngalo todo, dentro de poco será hora de comenzar.
Krímov tuvo la impresión de que hablaban de él.
Luego el investigador colgó el auricular y volvió a descolgar. Aquella conversación telefónica era extraña, se desarrollaba como si a su lado no hubiera un hombre, sino un animal de cuatro patas. Era evidente que el juez instructor hablaba con su mujer.
Al principio las preguntas atañían a problemas domésticos:
—¿En la tienda especial? ¿Un ganso? Está bien… ¿Por qué no te lo han dado con el primer cupón? La mujer de Serguéi los llamó al departamento y con el mismo cupón le dieron una pierna de carnero; nos han invitado. A propósito, he cogido requesón en la cantina… No, no es agrio, tengo ochocientos gramos… ¿Cómo va hoy el gas? No te olvides del traje.
Luego cambió de tema:
—Bien, cuídate, no me eches demasiado de menos. ¿Has soñado conmigo…? ¿Qué aspecto tenía? ¿Cómo estaba, en calzoncillos? Qué pena… Bueno, te enseñaré un par de cosas cuando llegue… ¿La limpieza? De acuerdo, pero ni hablar de coger peso.
En esa cotidianidad pequeñoburguesa había algo increíble: cuanto más corrientes y humanas eran las palabras, menos se parecía a un hombre quien las pronunciaba. En el simio que copia los comportamientos humanos hay algo espantoso… Y el mismo Krímov sentía claramente que ya no era un hombre, porque en presencia de un extraño no se mantienen conversaciones de ese tipo: «Te beso en los labios…, no quieres… bueno, está bien, está bien…».
Aunque si era correcta la teoría de Bogoleyev según la cual Krímov era un gato de Angora, una rana, un jilguero o sencillamente un escarabajo sobre una ramita, en ese caso la conversación no tenía nada de extraordinario.
Hacia el final del diálogo el juez instructor preguntó:
—¿Que huele a quemado? Bueno, pues corre, corre, hasta luego.
Luego cogió un libro y un cuaderno y se sumergió en la lectura, tomando notas de vez en cuando con un lápiz; tal vez se preparaba para un examen o estaba redactando un informe…
De pronto, terriblemente irritado, observó:
—¿Por qué no deja de golpear con los pies? ¿Cree que está en un desfile deportivo?
—Se me han dormido las piernas, ciudadano juez instructor.
Pero el juez instructor se había zambullido de nuevo en la lectura del libro científico.
Unos diez minutos más tarde, preguntó con aire distraído:
—¿Qué? ¿Se le ha refrescado la memoria?
—Ciudadano juez instructor, tengo que ir al baño.
El juez instructor suspiró, fue hasta la puerta y llamó en voz baja. Los propietarios de perros ponen una cara parecida, cuando el animal quiere salir a pasear a una hora intempestiva.
Entró un soldado con el uniforme de combate. Krímov le examinó con ojo experto: todo estaba en orden, el cinturón bien ajustado, el cuello inmaculado, el gorro en la posición reglamentaria. Sólo que aquel joven soldado no ejercía su oficio de combatiente.
Krímov se levantó con las piernas entumecidas después de estar tanto rato sentado en la silla, y dio unos primeros pasos tambaleantes. En el baño trataba de pensar a toda prisa mientras el centinela no le quitaba ojo de encima, y en el viaje de vuelta hizo tres cuartos de lo mismo. Tenía cosas de sobra en que pensar.
Cuando Krímov regresó al despacho el juez instructor ya no estaba; en su lugar había un joven uniformado con hombreras azules adornadas por un cordón rojo de capitán. El capitán dirigió al detenido una mirada hostil, como si le hubiera odiado toda su vida.
—¿Qué haces ahí plantado? —dijo el capitán—. ¡Vamos, siéntate! Ponte recto, carroña: ¿por qué curvas la espalda? Mira que te doy una que te enderezas de golpe.
«Bonita manera de presentarse», pensó Krímov, y le asaltó un miedo nunca experimentado, ni siquiera en la guerra.
«Ahora comenzará todo desde el principio», pensó.
El capitán echó una nube de humo de tabaco a través de la cual se abrió paso su voz.
—Aquí tienes, papel y bolígrafo. ¿Tengo que escribir por ti?
Al capitán le gustaba humillar a Krímov. Pero tal vez sólo formaba parte de su trabajo… En el frente a veces ordenan a los artilleros que disparen para inquietar al enemigo, y disparan noche y día.
—¿Y así te sientas? ¿Has venido aquí a dormir?
Unos minutos más tarde le increpó de nuevo:
—¡Eh! ¿No has oído lo que te he dicho? ¿O es que no te importa?
Se acercó a la ventana, levantó la cortina de camuflaje, apagó la luz, y la mañana miró con hostilidad a los ojos de Krímov. Era la primera vez desde que había llegado a la Lubianka que veía la luz del día.
«Ha pasado la noche», pensó Nikolái Grigórievich.
¿Había conocido una mañana peor que aquélla en su vida? ¿Era él quien, feliz y libre, sólo unas semanas antes había estado echado despreocupadamente en un cráter de bomba mientras el acero silbaba sobre su cabeza?
El tiempo se había vuelto confuso: se encontraba en aquel despacho desde hacía una eternidad, y sin embargo hacía poco que había dejado Stalingrado.
Qué luz gris, de piedra, brilla fuera de la ventana, esa luz que se filtra en el patio interior de la prisión. No parecía luz, sino agua sucia. Bajo aquella luz de una mañana de invierno los objetos tenían un aspecto todavía más burocrático, sombrío, hostil que bajo la luz eléctrica.
No, no eran las botas las que se le habían quedado pequeñas, sino los pies los que se le habían hinchado.
¿De qué manera se habían relacionado el aquí y ahora, su vida pasada y su trabajo en el cerco de 1941? ¿A quién pertenecían los dedos que habían unido lo incompatible? ¿Y con qué finalidad? ¿A quién le hacía falta? ¿Por qué?
Los pensamientos eran tan ardientes que por momentos olvidaba el dolor de espalda y de riñones, no sentía las piernas hinchadas haciendo presión contra las cañas de sus botas.
Fritz Hacken… «¿Cómo he podido olvidarme de que yo, en 1938, estuve sentado en una habitación como ésta? Así, pero no exactamente así: en el bolsillo tenía un salvoconducto.»
Ahora le venían a la cabeza los detalles más sórdidos: el deseo de gastar a todos, al empleado de la oficina de pases, a los porteros, al ascensorista con uniforme militar. El juez instructor había dicho: «Camarada Krímov, por favor, ayúdenos». ¡Lo más detestable era el deseo de sinceridad! ¡Oh, ahora se acordaba! ¡Sólo contaba la sinceridad! Y él había sido sincero, había hecho memoria de los errores de Hacken a la hora de valorar el movimiento espartaquista, su hostilidad hacia Thalmann, su deseo de recibir honorarios por su libro, su separación de Elsa justo cuando estaba encinta… La verdad es que también había recordado lo bueno… El juez instructor había anotado una de sus frases; «Sobre la base de un conocimiento cimentado durante años considero poco probable su participación en acciones directas de sabotaje, aunque no puedo excluir del todo la posibilidad de una duplicidad de conducta…».
Sí, había hecho una denuncia… Todo lo que contenía aquella carpeta, que le acompañaría hasta la eternidad, eran afirmaciones de camaradas que también habían querido ser sinceros. ¿Por qué él había querido ser sincero? ¿Por su sentido de deber hacia el Partido? ¡Mentira, mentira! Si de verdad hubiera querido ser sincero sólo tendría que haber hecho una cosa: golpear con el puño contra la mesa y gritar: «Hacken es un hermano, un amigo, ¡es inocente!». Pero no, él había hurgado en la memoria en busca de nimiedades, hilando muy fino para ayudar a aquel hombre sin cuya firma su pase no tendría validez para abandonar la casa grande. Y se acordaba también de esto: la sensación ávida de felicidad que le embargó cuando el juez instructor le dijo: «Un minuto, que le firmo el salvoconducto, camarada Krímov». Había ayudado a meter a Hacken entre rejas. ¿Adónde se dirigió el amante de la verdad con su salvoconducto firmado? ¿Acaso no había ido a casa de Muska Grinberg, la mujer de su amigo? Pero en realidad todo lo que había dicho de Hacken era cierto. Y del mismo modo todo lo que habían dicho de él era verdad. Efectivamente, había contado a Fedia Yevséyev que Stalin padecía complejo de inferioridad a causa de su falta de instrucción filosófica. Era atroz la lista de personas con las que se había encontrado: Nikolái Ivánovich, Grigori Yevséyevich, Lómov, Shatski, Piatnitski, Lominadze, Riutin, el pelirrojo Shliápnikov; había ido a ver a Liev Borísovich a la «Academia», a Lashevich, Yan Gamárnik, Luppol; había visitado al viejo Riazánov en el instituto; en Siberia se había quedado un par de veces en casa de Eije, un viejo conocido; y luego se había encontrado en dos ocasiones con Skrípnik en Kiev, y Stanislav Kosior en Járkov, y Ruth Fischer; y sí… gracias a Dios el juez instructor había olvidado lo más importante, y es que en una época Liev Davídovich[11] le había tenido estima…
En pocas palabras, era una manzana podrida. Pero ¿por qué? ¿Acaso no eran los otros más culpables que él? «Sin embargo, yo todavía no he firmado nada. Ten paciencia, Nikolái, ya veras como tú también acabarás firmando. Probablemente lo peor está por llegar. Te tendrán aquí, sin dejarte dormir durante tres días, y después comenzarán a pegarte. Nada de esto se parece mucho al socialismo, ¿no? ¿Por qué mi Partido quiere aniquilarme? Somos nosotros los que hemos hecho la Revolución, y no Malenkov, Zhdánov o Scherbakov. Todos somos despiadados con los enemigos de la Revolución. ¿Por qué la Revolución, es despiadada con nosotros? Tal vez lo sea por eso mismo… O tal vez no tenga nada que ver con la Revolución. ¿Qué va a hacer este capitán con la Revolución? Es sólo un bandido, un miembro de las Centurias Negras.»
Ahí estaba, dando palos al agua, y entretanto el tiempo pasaba.
Le dolían la espalda y las piernas, el agotamiento le consumía. Sólo pensaba en estirarse en la cama y, descalzo, mover los dedos de los pies, levantar las piernas, rascarse las pantorrillas.
—¡Nada de dormirse! —gritó el capitán, como si diera una orden en el fragor de la batalla.
Daba la impresión de que el frente se quebraría y el Estado soviético se vendría abajo si Krímov cerraba los ojos un instante…
En toda su vida Krímov no había oído tal cantidad de improperios.
Sus amigos, sus colaboradores más queridos, sus secretarias, aquellos que habían participado en sus conversaciones más íntimas habían recogido cada una de sus palabras y de sus actos. A medida que los recuerdos afluían se sentía aterrado: «Eso se lo dije a Iván, sólo a Iván». «Aquello fue en una conversación con Grisha, a Grisha lo conozco desde los años veinte.» «Eso fue cuando hablé con Mashka Meltser. Ay, Mashka, Mashka.»
De pronto le vinieron a la memoria las palabras del juez instructor: que no contaba con recibir un paquete de Yevguenia Nikoláyevna… Era un comentario de una reciente conversación que había mantenido en la celda con Bogoleyev. Hasta el último día la gente no había dejado de llenar el herbolario de Krímov.
Por la tarde le llevaron una escudilla de sopa, pero la mano le temblaba tanto que tuvo que inclinar la cabeza y sorber la sopa por el borde de la escudilla, mientras la cuchara repiqueteaba.
—Comes como un cerdo —observó con tono triste el capitán.
Luego tuvo lugar otro acontecimiento: Krímov pidió ir de nuevo al baño. Ahora, mientras recorría el pasillo, ya no lograba concentrarse en nada; sólo de pie ante la taza pensó: «Menos mal que me descosieron los botones; me tiemblan tanto los dedos que no habría sido capaz de abrir y cerrar la bragueta».
Entretanto el tiempo pasaba y hacía su trabajo. El Estado con las hombreras del capitán había obtenido la victoria. En la cabeza de Krímov flotaba una niebla espesa, gris; probablemente la misma niebla que llena el cerebro de los simios. No había existido nunca ni pasado ni futuro, no había existido nunca una carpeta con lazos enredados. En el mundo sólo había una cosa: quitarse las botas, rascarse, dormir.
Regresó el juez instructor.
—¿Ha dormido? —le preguntó el capitán.
—Los jefes no duermen, los jefes reposan —dijo en tono aleccionador el juez instructor, repitiendo un viejo chiste de soldado.
—Por supuesto —confirmó el capitán—. Entretanto sus subordinados pegan alguna que otra cabezada.
Del mismo modo que un obrero que al comenzar su turno echa una ojeada a la máquina e intercambia unas palabras apresuradas con el compañero al que sustituye, así actuó el juez instructor, que miró a Krímov, el escritorio, y luego dijo:
—Muy bien, camarada capitán.
Echó una ojeada al reloj, sacó la carpeta del cajón, desató los lazos, hojeó algunos papeles y, rebosante de ardor y energía, declaró:
—Venga, Krímov, continuemos.
Y se pusieron manos a la obra.
El juez instructor se interesaba hoy por la guerra. Y una vez más demostró estar al corriente de infinidad de cosas: conocía los destinos de Krímov, sabía el numero de los regimientos y los ejércitos, el nombre de las personas que habían combatido junto a él, le recordaba las palabras pronunciadas en la sección política, su observación a propósito de la nota llena de faltas de un general.
Todo el trabajo realizado en el frente, sus discursos pronunciados bajo el fuego alemán, la fe que había compartido con los soldados en los duros días de la retirada las privaciones, el frío…, todo, de repente, había dejado de existir.
No era más que un charlatán deplorable, un hombre de dos caras que había desmoralizado a sus camaradas, les había contagiado su incredulidad y su desesperación. ¿Cómo no iban a suponer que los servicios de inteligencia le habían ayudado a cruzar la línea del frente para que pudiera seguir con sus actividades de espía y saboteador?
En los primeros minutos del nuevo interrogatorio, a Krímov se le contagiaron las fuerzas renovadas del descansado juez instructor.
—Como quiera —declaró—, pero nunca confesaré que soy un espía.
El juez instructor miró por la ventana: estaba oscureciendo y apenas distinguía los papeles sobre la mesa.
Encendió la lámpara de sobremesa y bajó la cortina azul.
Del otro lado de la puerta llegó un aullido bestial y lúgubre, pero de pronto se interrumpió y de nuevo se hizo el silencio.
—Continuemos, Krímov —dijo el juez instructor mientras se sentaba de nuevo a la mesa.
Preguntó a Krímov si sabía por qué nunca le habían ascendido, y recibió una respuesta confusa.
—El hecho es, Krímov, que usted ha servido en el frente como comisario de batallón cuando debería haber sido miembro del Consejo Militar del ejército o incluso del frente.
Por un instante miró fijamente a Krímov sin decir nada, y tal vez escrutándolo por primera vez como un verdadero juez instructor, luego pronunció con voz solemne:
—El propio Trotski afirmó de sus artículos: «Es puro mármol». Si ese reptil hubiera usurpado el poder, le habría Sentado a usted en lo más alto. No es para tomarlo a broma: «puro mármol».
«Bueno, hasta ahora sólo eran cartas menores —pensó Krímov—. Ahora sacará el as.»
Está bien, está bien, se lo diría todo: cuándo, dónde, en qué ocasión… Pero también al camarada Stalin se le podrían plantear las mismas preguntas. Krímov nunca había tenido ninguna relación con el trotskismo, siempre había votado contra las resoluciones trotskistas, ni una sola vez a favor.
Pero lo más importante era poder quitarse los zapatos, tumbarse, poner los pies descalzos en alto, dormir y rascarse durante el sueño.
El juez instructor arremetió de nuevo, con voz baja y afectuosa:
—¿Por qué no quiere usted ayudarnos? ¿Cree que todo consiste en que haya cometido o no crímenes antes de la guerra, o en que reanudara sus contactos o fijara encuentros durante el cerco? El problema es más serio, más profundo. Tiene que ver con la nueva orientación del Partido. Ayude al Partido en esta nueva etapa de lucha. Para hacerlo es necesario que se deshaga de las valoraciones del pasado. Este es un deber que sólo los bolcheviques son capaces de afrontar. Por este motivo hablo con usted.
—De acuerdo, muy bien —dijo despacio, soñoliento, Krímov—, puedo admitir que me haya convertido en portavoz involuntario de las opiniones hostiles al Partido. Tal vez mi internacionalismo entrara en contradicción con la noción del Estado socialista soberano. Puede que, a causa de mi carácter, después de 1937 haya sido ajeno a la nueva orientación del Partido, a los nuevos hombres. Estoy dispuesto a admitirlo. Pero por lo que respecta al espionaje, al sabotaje…
—¿A qué viene ese «pero»? Ve, iba por buen camino, estaba a punto de reconocer su hostilidad hacía la causa del Partido. ¿Es posible que la forma tenga tanta importancia? ¿Por qué ese «pero» si usted ya ha admitido lo más importante?
—No, nunca admitiré que soy un espía.
—Por lo tanto se niega a ayudar al Partido. Habla, y cuando estamos a punto de llegar al fondo de la cuestión, ¿quiere enterrar la cabeza como un avestruz? ¡Usted es una mierda, una mierda de perro!
Krímov pegó un salto, cogió al juez instructor por la corbata, luego dio un puñetazo contra la mesa y dentro del teléfono algo resonó. Gritó con voz penetrante, casi aullando:
—Tú, hijo de puta, canalla, ¿dónde estabas cuando yo guiaba a los hombres al combate en Ucrania y en los bosques de Briansk? ¿Dónde estabas tú cuando yo me batía en pleno invierno en Vorónezh? Tú, miserable, ¿has estado en Stalingrado? ¿Y soy yo el que no ha hecho nada por el Partido? ¿Acaso eres tú, hocico de policía, el que ha defendido la patria soviética estando aquí en la Lubianka? ¿No he sido yo el que ha luchado por nuestra causa en Stalingrado? ¿Fuiste tú el que estuvo a punto de ser ejecutado en Shanghai? ¿Fue a ti, basura, o a mí a quien uno de los soldados de Kolchak le disparó en el hombro izquierdo?
Después le pegaron, pero no de modo primitivo, golpeándole en la cara, como hacían en la sección especial del frente, sino con refinamiento y método científico, teniendo en cuenta nociones de fisiología, y anatomía.
Le golpeaban dos jóvenes vestidos con uniformes visiblemente nuevos, y él gritaba:
—Vosotros, sinvergüenzas, mereceríais ir al batallón disciplinario… Habría que mandaros a primera línea… desertores…
Ellos hacían su trabajo, sin rabia, sin perder los estribos. Parecía que no le pegaban muy fuerte, pero los golpes eran tremendos, como un insulto repugnante dejado caer con frialdad.
Comenzó a manar sangre de la boca de Krímov, a pesar de que no había recibido ni un solo golpe en los dientes, y aquella sangre no procedía de la nariz, ni de la mandíbula, ni de un mordisco en la lengua, como en Ájtuba… Aquélla era sangre profunda, que salía de los pulmones. Ya no recordaba dónde estaba, no recordaba con quién estaba… Encima de él apareció de nuevo la cara del juez instructor. Señaló con el dedo el retrato de Gorki que colgaba en la pared sobre el escritorio y preguntó:
—¿Qué dijo el gran escritor proletario Maksim Gorki?
Y en tono pedagógico y persuasivo se respondió a sí mismo:
—Si el enemigo no se rinde, hay que aniquilarlo.
Después vio la lámpara en el techo y a un hombre con charreteras estrechas.
—Muy bien, puesto que la medicina lo permite —dijo el juez instructor—, se acabó el descanso.
Krímov se encontró enseguida sentado de nuevo ante la mesa escuchando argumentos persuasivos:
—Podemos seguir así una semana, un mes, un año… Simplifiquemos las cosas: aunque usted no sea culpable de nada, firmará lo que yo le diga. Después no volverán a pegarle. ¿Está claro? Tal vez la OSO le condene, pero no le golpearán más. ¡Que no es poco! ¿Cree que me gusta que le peguen? Le dejaremos dormir. ¿Queda claro?
Pasaban las horas y la conversación continuaba. Parecía que ya nada podía desconcertar a Krímov, sacarle de su sopor.
Sin embargo, al escuchar el nuevo discurso del juez instructor, entreabrió sorprendido la boca y levantó la cabeza.
—Todo esto pertenece al pasado, podemos olvidarlo —dijo el juez instructor, señalando la carpeta de Krímov—; pero lo que no podemos olvidar es que usted ha traicionado a la patria durante la batalla de Stalingrado. Tenemos testigos, documentos que le imputan. Usted ha trabajado con el fin de socavar la conciencia política de la casa 6/1. Usted incitó a la traición a Grékov, un patriota, intentando convencerle de que se pasara al bando enemigo. Usted ha traicionado la confianza de sus superiores, la confianza del Partido que le envió en misión a aquella casa en calidad de comisario militar. Pero ¿cómo se comportó una vez allí? ¡Como un agente enemigo!
Al alba Nikolái Grigórievich fue golpeado de nuevo y tuvo la impresión de sumergirse en una tibia leche negra. De nuevo, el hombre con las charreteras estrechas asintió mientras secaba la aguja de la jeringuilla, y el juez instructor repitió:
—Bien, puesto que la medicina lo permite…
Estaban sentados el uno frente al otro. Krímov miró la cara extenuada de su interlocutor, y se asombró de su propia ausencia de rencor: ¿es posible que hubiera querido coger a aquel hombre de la corbata y estrangularlo? Ahora en Nikolái Grigórievich había surgido un sentimiento de intimidad con el juez instructor. La mesa ya no los separaba, sino que estaban sentados como dos camaradas dos hombres afligidos.
De repente a Krímov le vino a la cabeza aquel hombre al que habían fusilado mal y que, en una noche de otoño había regresado de la estepa a la sección especial del frente con la ropa interior ensangrentada.
«Ése es mi destino —pensó—. Yo tampoco sé adonde ir. Ya es demasiado tarde.»
Luego pidió ir al lavabo. A su regreso había aparecido el capitán del día antes. Levantó la cortina de camuflaje apagó la lámpara y se encendió un cigarrillo.
Y Nikolái Grigórievich volvió a ver la luz del día, desapacible, como si no la proyectara el sol o el cielo, sino el ladrillo gris de la prisión interior.