1
Unos días antes del inicio de la ofensiva de Stalingrado, Krímov llegó al puesto de mando subterráneo del 64º Ejército. El ayudante de campo del miembro del Consejo Militar Abrámov estaba sentado al escritorio y tomaba una sopa de pollo con una empanada.
Cuando el ayudante de campo dejó la cuchara, lanzando un suspiro que indicaba que la sopa estaba buena, Krímov sintió un deseo tan intenso de llevarse a la boca una empanada de col que se le humedecieron los ojos.
Después de que el ayudante de campo anunciara su llegada, se hizo el silencio al otro lado del tabique. Luego se oyó una voz ronca que Krímov reconoció, pero demasiado apagada para descifrar lo que decía.
El ayudante de campo regresó y le comunicó:
—El miembro del consejo Militar no puede recibirle.
Krímov se quedó desconcertado.
—No he sido yo el que ha pedido verle. Fue el camarada Abrámov quien me mandó llamar.
El ayudante de campo, absorto en la contemplación de su sopa, no respondió.
—¿Es que lo ha anulado? No entiendo nada —dijo Krímov.
Volvió a la superficie y anduvo con paso lento y pesado a lo largo del pequeño barranco en dirección a la orilla del Volga donde se encontraba la sede de la redacción del periódico del ejército.
Caminaba furioso por aquella convocatoria absurda y por el deseo repentino que le había suscitado la empanada del ayudante, y entretanto aguzaba el oído y percibía el fuego de los cañones, desordenado y perezoso, que procedía de Kuporosnaya Balka.
Una chica con gorro y capote militar caminaba en dirección a la sección de operaciones. Krímov le echó una ojeada y pensó: «Vaya preciosidad».
El recuerdo de Zhenia le asaltó y de repente una congoja familiar le oprimió el corazón. Como siempre, se reprendió al instante: «¡Olvídala, olvídala!». Recordó la noche pasada con aquella joven cosaca.
Después pensó en Spiridónov: «Es un buen hombre. Si bien no tiene nada de Spinoza».
Todos estos pensamientos, el perezoso cañoneo, su enfado con Abrámov, el cielo otoñal, le vendrían a la cabeza a menudo con una nitidez dolorosa.
Un oficial del Estado Mayor con los distintivos verdes de capitán en el capote y que le había seguido desde el puesto de mando le llamó.
Krímov le miró perplejo.
—Venga por aquí, por favor —dijo el capitán en voz baja, señalando la puerta de una isba.
Krímov pasó por delante del centinela y cruzó el umbral.
Entraron en una habitación donde había un escritorio y el retrato de Stalin colgado con chinchetas en la pared de madera.
Krímov esperaba que el capitán le dijera de un momento a otro: «Disculpe, camarada comisario de batallón, ¿le importaría llevarle un informe al camarada Toschéyev, en la orilla izquierda?».
En su lugar, el capitán dijo:
—Entrégueme su arma y sus documentos personales.
Krímov balbuceó unas palabras que carecían ya de sentido.
—¿Con qué derecho? Muéstreme sus documentos antes de exigirme los míos.
Luego, cuando se convenció de que, aunque incomprensible y absurdo, lo que le estaba sucediendo era real, pronunció las palabras que en circunstancias semejantes miles de personas habían balbuceado antes que él:
—Es un disparate, no entiendo nada, se trata de un malentendido.
Pero éstas ya no eran las palabras de un hombre libre.
2
—¿Se está haciendo usted el tonto o qué? Responda: ¿quién le reclutó durante el periodo del cerco?
El interrogatorio tenía lugar en la sección especial del frente, en la orilla izquierda del Volga.
El suelo pintado, los tiestos de flores en la ventana, el reloj de péndulo en la pared respiraban una calma provinciana. Las vibraciones de los cristales y el estruendo que llegaba de Stalingrado —al parecer, en la orilla derecha los bombarderos estaban soltando su carga— le resultaban agradablemente familiares.
¡Qué poco se parecía aquel teniente coronel, sentado detrás de una mesa de cocina rústica, al juez instructor de labios pálidos de su imaginación!
Pero fue aquel teniente coronel, con la espalda manchada de la grasa de una estufa sucia, el que se acercó al taburete de madera donde estaba sentado el experto en el movimiento obrero de los países del Oriente colonial. Caminó hacia el hombre que llevaba una estrella de comisario en la manga del uniforme, el hombre al que una mujer dulce y cariñosa había traído al mundo, y le propinó un puñetazo en la cara.
Nikolái Grigórievich se pasó la mano por los labios y por la nariz, se miró la palma y la vio manchada de sangre y saliva. Después intentó mover la mandíbula. Tenía los labios entumecidos y sentía la lengua como una piedra. Echó una ojeada al suelo pintado y recién lavado, y tragó sangre.
Durante la noche el odio hacia el funcionario se apoderó de él. Al principio no había sentido odio ni dolor físico. El puñetazo en la cara era el signo exterior de una catástrofe moral; sólo pudo reaccionar con entumecimiento y estupor.
Krímov, avergonzado, se volvió a mirar al centinela. ¡El soldado había visto cómo golpeaban a un comunista! Pegaban al comunista Krímov, le pegaban delante de uno de esos hombres por los que se había hecho la Gran Revolución, esa revolución en la que Krímov había participado.
El teniente coronel miró el reloj. Era la hora de la cena en el comedor de los jefes de sección.
Mientras Krímov era conducido a través de los copos de nieve sucia que cubrían el patio hacia un rústico edificio construido a base de troncos que hacía las veces de cárcel, el sonido de las bombas que caían sobre Stalingrado se hizo especialmente nítido.
Una vez se hubo recuperado de su estupor, el primer pensamiento que le pasó por la cabeza fue que una bomba alemana podía destruir aquella prisión… Y ese pensamiento le pareció sencillo y aborrecible.
En la sofocante celda de madera le invadieron la rabia y la desesperación; estaba completamente fuera de sí. Él era el hombre que gritaba con voz ronca mientras corría hacia el avión al encuentro de su amigo Gueorgui Dimítrov, el hombre que había portado el féretro de Klara Zetkin y el que hacía un momento, con mirada furtiva, había tratado de averiguar si el funcionario volvería a pegarle.
Era él quien había liberado del cerco a unos hombres que le llamaban «camarada comisario». Pero también era él a quien el artillero koljosiano había mirado con desprecio, él, el comunista golpeado durante el interrogatorio por otro comunista…
No lograba todavía reconocer el colosal significado de las palabras «privación de libertad». Se había convertido en otro, todo en él tenía que cambiar: le privaban de la libertad.
Se le nubló la vista. Iría a ver a Scherbakov al Comité Central, y siempre podría dirigirse a Mólotov; no descansaría hasta que aquel miserable teniente coronel fuera fusilado. ¡Sí, coja el teléfono! Llame a Priajin… Stalin ha oído hablar de mí, conoce mi nombre. El camarada Stalin le había preguntado una vez al camarada Zhdánov: «¿Es éste el Krímov que ha trabajado en el Komintern?».
Nikolái Grigórievich sintió bajo los pies un barrizal: ahora le engulliría una ciénaga sin fondo, oscura, pegajosa como la pez. Se había abatido sobre él algo invencible, algo más potente que la fuerza de las divisiones de panzers alemanes. Le habían privado de la libertad.
«¡Zhenia! ¡Zhenia! ¿Me ves? ¡Zhenia! Mírame, me está pasando una desgracia horrorosa. Estoy completamente solo, abandonado, abandonado también por ti.»
Un degenerado le había golpeado. La mente se le enturbió, los dedos le temblaban hasta el espasmo por el deseo de lanzarse contra aquel hombre de la sección especial.
Jamás había sentido un odio similar, ni hacia la policía del zar, ni hacia los mencheviques, ni siquiera hacia el oficial de las SS que un día le había interrogado.
En el hombre que le pisoteaba Krímov no había reconocido a un extraño, sino a sí mismo, a aquel niño que lloraba de felicidad cuando leía las extraordinarias palabras del Manifiesto comunista: «¡Proletarios del mundo, uníos!». Y aquella proximidad era realmente espantosa…
3
Cayó la noche. A veces el rumor de la batalla de Stalingrado invadía el aire estancado y viciado de la prisión. Tal vez los alemanes, en defensa de su justa causa, golpeaban a Batiuk o Rodímtsev.
De vez en cuando se oía trajín en el pasillo. Se abrían las puertas de la celda común donde estaban los desertores, los traidores a la patria, saqueadores y violadores. A veces alguno pedía ir al retrete y el centinela, antes de abrir la puerta, discutía largo y tendido con el prisionero.
Cuando trasladaron a Krímov desde la orilla de Stalingrado, le colocaron provisionalmente en la celda común. Pero nadie prestó atención al comisario con la estrella roja cosida en la manga; sólo le preguntaron si tenía papel para liar un cigarrillo de majorka, A aquella gente sólo le interesaba comer, fumar, satisfacer las propias necesidades.
¿Quién, quién había urdido todo aquel asunto? Qué sentimiento tan desgarrador: tenía la certeza de su inocencia y al mismo tiempo experimentaba una gélida sensación de culpa irreparable.
El túnel de Rodímtsev, las ruinas de la casa 6/1, los pantanos de Bielorrusia, tú verano en Vorónezh, los pasos de los ríos: todo lo que le daba sensación de felicidad y ligereza había muerto para él.
Deseaba salir a la calle, pasear, levantar la cabeza y mirar el cielo. Ir a por un periódico. Afeitarse. Escribir una carta a su hermano. Beber una taza de té. Devolver un libro que había cogido en préstamo la noche anterior. Quiso mirar la hora en su reloj de pulsera, ir al baño, coger de su maleta un pañuelo de bolsillo. Pero no podía hacer nada. Le habían privado de la libertad.
Pronto sacaron a Krímov de la celda común al pasillo. El comandante había gritado al centinela:
—Pero ¿en qué idioma hablo? ¿Por qué demonios le has metido en la celda común? No te quedes ahí como un pasmarote. ¿Quieres que te envíe a primera línea?
Cuando el comandante se hubo ido, el centinela se quejó a Krímov:
—Siempre pasa lo mismo. La individual está ocupada. Fue él quien me ordenó incomunicar a los destinados a ser fusilados. Si le meto a usted ahí, ¿dónde mando al otro?
Poco después Nikolái Grigórievich vio cómo el pelotón de fusilamiento se llevaba de la celda al condenado a muerte. El cabello rubio del condenado se le pegaba a la nuca, estrecha y hundida. Podía tener tanto veinte años como treinta y cinco.
Krímov fue transferido a la celda de aislamiento que acababa de quedar libre. En la penumbra logró distinguir una escudilla sobre la mesa y reconoció al tacto una miga de pan moldeada en forma de liebre. Lo más probable es que el condenado hubiera acabado de hacerla hacía poco porque el pan todavía estaba blando, sólo las orejas se habían secado.
Todo quedó sumido en el silencio. Krímov, con la boca entreabierta, permanecía sentado en el catre. No lograba dormir. Tenía muchas cosas sobre las que reflexionar, pero su cabeza, aturdida, se negaba a concentrarse; las sienes le palpitaban y el cráneo parecía inundado por una marea baja; todo daba vueltas, se balanceaba, chapoteaba, y no había nada a lo que aferrarse, ningún lugar donde amarrar el hilo del pensamiento.
Por la noche volvió a oír ruidos en el pasillo. Los centinelas llamaban al cabo de guardia. Percibió el retumbo de sus botas. El comandante (Krímov lo reconoció por la voz) gritó:
—Que se vaya al diablo el comisario de batallón. Llevadlo al puesto de guardia. —Después añadió—: Es un caso excepcional, se ocupará el jefe.
La puerta se abrió y un soldado gritó:
—¡Fuera!
Krímov salió. En el pasillo había un hombre con los pies descalzos y en ropa interior. Krímov había visto muchas cosas malas en su vida, pero ninguna tan terrible como aquella cara. Pequeña, de un amarillo sucio, todo en ella lloraba lamentablemente: las arrugas, las mejillas temblorosas, los labios, Todo lloraba excepto los ojos, pero habría sido mejor no ver su expresión atroz.
—Venga, venga —apremió el guardia a Krímov.
En el puesto de guardia el centinela le contó el «caso excepcional».
—Me amenazan con mandarme a primera línea, pero este lugar es mil veces peor. Aquí uno tiene siempre los nervios de punta… Trajeron a un hombre que se había automutilado para fusilarlo; se había disparado en la mano izquierda a través de una hogaza de pan. Lo fusilan, lo entierran y, mira por dónde, resucita por la noche y viene a vernos.
El guardia evitaba dirigirse directamente a Krímov, así no tenía que escoger entre tutearle o tratarle de usted.
—Trabajan de una manera tan chapucera que te crispan los nervios. Al ganado lo sacrifican con más esmero. ¡Es una chapuza total! La tierra está helada, desbrozan un poco la maleza, cubren el cuerpo de cualquier manera y se van. Está claro cómo salió de nuevo a la superficie. ¡Si le hubieran enterrado según las instrucciones nunca habría asomado la cabeza!
Y Krímov, que toda la vida había respondido a las preguntas y aclarado las ideas a la gente, ahora preguntó confuso:
—Pero ¿por qué regresó?
El guardia se rió.
—Y ahora el sargento que lo condujo a la estepa dice que hay que mantenerlo con pan y té hasta que no se formalicen sus documentos, pero el superior de la sección administrativa es duro de pelar y arma un escándalo: «¿Cómo vamos a darle té si ya lo hemos liquidado de la lista?». Para mí, lleva razón. El sargento hace un trabajo chapucero ¿y la sección administrativa tiene que responder por ello?
Krímov preguntó de pronto:
—¿En qué trabajaba usted antes de la guerra?
—Era apicultor en una explotación del Estado.
—Ya veo —dijo Krímov.
En ese momento todo a su alrededor y en su interior se había vuelto oscuro y absurdo.
Al amanecer Krímov fue trasladado de nuevo a la celda individual. La liebre de pan estaba todavía al lado de la escudilla. Pero ahora se había vuelto dura, áspera. De la celda común le llegó una voz engatusadora que pedía:
—Guardia, sé buen tipo, llévame a mear.
Entretanto en la estepa salió un sol rojo oscuro; una remolacha sucia y helada subió al cielo salpicada de terrones y barro.
Poco después metieron a Krímov en la parte trasera de un camión y a su lado se sentó un teniente de escolta con aire simpático a quien el sargento entregó la maleta del prisionero. El camión, rechinando y traqueteando sobre el barro helado de Ájtuba, avanzó hacia el aeródromo de Leninsk.
Aspiró una bocanada de frío húmedo y el corazón se le llenó de esperanza y de luz: tal vez aquel terrible sueño había acabado.
4
Nikolái Grigórievich bajó del coche y miró la estrecha entrada gris de la Lubianka. La cabeza le retumbaba por el rugido de los motores durante aquellas largas horas de avión, por la rápida sucesión de campos arados y no arados de riachuelos, de bosques, por la alternancia de sentimientos de desesperación, seguridad y duda.
La puerta se abrió y penetró en un mundo sofocante de rayos X impregnado de oficialidad y bañado por una luz agresiva. Era un mundo que existía al margen de la guerra, fuera de la guerra y por encima de la guerra.
En una habitación vacía y sofocante, a la luz deslumbrante de un proyector, le ordenaron que se desnudara por completo, y mientras un hombre en bata le palpaba el cuerpo a conciencia, Krímov, poniéndose rígido, pensaba que estaba claro que ni el estruendo ni el hierro de la guerra podían impedir el movimiento metódico e impúdico de aquellos dedos…
Un soldado muerto, y en su máscara antigás una nota que ha escrito antes del ataque: «Muero por defender la felicidad soviética. Dejo mujer y seis hijos». Un tanquista quemado, negro como el alquitrán, con mechones de pelo pegados a su joven cabeza. Un ejército popular compuesto por varios millones de hombres que marchan por ciénagas y bosques, disparando cañones y ametralladoras…
Pero los dedos continuaban desempeñando su trabajo con calma y seguridad, mientras bajo el fuego el comisario Krímov gritaba: «Camarada Guenerálov, ¿es que no quiere defender la patria soviética?».
—Dese la vuelta, inclínese, piernas separadas.
Luego, ya vestido, le fotografiaron de frente y de perfil con el cuello de la guerrera desabrochado y una expresión viva e inmóvil en la cara.
Con una aplicación indecente, dejó marcadas las huellas digitales sobre una hoja de papel. El diligente oficial le quitó los botones de los pantalones y el cinturón.
Le hicieron subir en un ascensor iluminado por una luz cegadora y caminó sobre la alfombra de un pasillo largo y vacío, dejando atrás puertas con mirillas redondas. Eran como las salas de una clínica quirúrgica cuya especialidad fuera el cáncer. El aire era cálido, plomizo, todo estaba iluminado por una rabiosa luz eléctrica. Era un instituto de radiología para hacer diagnósticos sociales…
«¿Quién me habrá metido aquí dentro?»
En aquella atmósfera sofocante, ciega, se hacía difícil pensar. Se habían intrincado el sueño, la realidad, el delirio, el pasado, el futuro. Había perdido la percepción de sí mismo… «¿He tenido una madre? Quizá no. Zhenia se había vuelto indiferente. Las estrellas entre las copas de los pinos, el paso del Don, la bengala verde de los alemanes; proletarios de todos los países, uníos; debe de haber personas detrás de cada puerta; seré comunista hasta la muerte; ¿dónde estará ahora Mijaíl Sídorovich Mostovskói?; la cabeza me zumba, ¿fue Grékov el que disparó contra mí? Grigori Yevséyevich Zinóviev, presidente del Komintern, caminó por este mismo pasillo; qué aire pesado, espeso, qué luz maldita emana de los proyectores… Grékov disparó contra mí, el funcionario de la sección especial me soltó un puñetazo en los dientes, los alemanes también me dispararon, qué me depara el destino; os lo juro, no soy culpable de nada, tengo ganas de orinar, aquellos viejos que cantaban en el aniversario de Octubre cuando visité a Spiridónov eran espléndidos. VeCheKá, VeCheKá, VeCheKá; Dzerzhinski era el dueño de esta casa; Guénrij Yagoda, luego Menzhinski, y más tarde el pequeño proletario petersburgués, Nikolái. Ivánovich Yezhov, de ojos verdes, y ahora el amable e inteligente Lavrenti Pávlovich Beria. Ya nos hemos visto, ¡saludos para usted! ¿Qué era lo que cantábamos? “Levántate, proletario, lucha por tu causa”; yo no soy culpable de nada, tengo que orinar, no van a fusilarme, ¿verdad?»
Qué extraño era andar por aquel pasillo rectilíneo como la trayectoria de una flecha mientras la vida está tan enmarañada de senderos, barrancos, pantanos, arroyos, polvo de estepa, campos de trigo abandonados; debes abrirte paso, dar rodeos, pero el destino es lineal, andas recto como una cuerda, pasillos, pasillos, y luego más puertas a lo largo de los pasillos.
Krímov avanzaba con paso cadencioso, ni rápido ni lento, como si el centinela no anduviera detrás de él sino delante.
Algo había cambiado en él desde el momento en que había entrado en la Lubianka.
«La disposición geométrica de los puntos», pensó mientras le tomaban las huellas sin entender el motivo de esa reflexión, aunque expresara exactamente lo que le había pasado.
La nueva sensación estaba generada por el hecho de que ya no tenía conciencia de sí mismo. Si hubiera pedido agua, le habrían dado de beber. Si hubiera sufrido un ataque al corazón, un médico le habría suministrado la inyección apropiada. Pero él ya no era Krímov. Todavía no podía comprenderlo, pero lo sentía. Ya no era el camarada Krímov, aquel que mientras se vestía, comía, compraba una entrada de cine, pensaba, se echaba a dormir tenía siempre conciencia de sí mismo. El camarada Krímov se diferenciaba de todos los hombres por su alma y su mente, su veteranía en el Partido, que se remontaba a antes de la Revolución, sus artículos publicados en la revista La Internacional Comunista; por sus actitudes, sus pequeñas manías, por su peculiar modo de comportarse, por el tono de voz que adoptaba en las conversaciones que mantenía con los miembros del Komsomol, las secretarias de los raikoms de Moscú, los obreros, los viejos miembros del Partido, sus amigos y postulantes. Su cuerpo era todavía como cualquier otro cuerpo humano, sus movimientos y pensamientos eran parecidos a los movimientos y pensamientos humanos, pero la esencia del camarada y hombre Krímov, su dignidad y su libertad, habían desaparecido.
Le llevaron a una celda rectangular con un suelo de parqué limpio donde había cuatro catres cubiertos con unas colchas bien extendidas, sin la menor arruga. Al instante se dio cuenta de que tres seres humanos miraban con interés humano al cuarto individuo.
Eran hombres. No sabía si eran buenos o malos; desconocía si eran hostiles o indiferentes respecto a él, pero el bien, el mal, la indiferencia que emanaba de ellos eran humanos.
Se sentó en el catre que le habían indicado, y los otros tres, sentados también en sus catres con libros abiertos sobre las rodillas, le miraron fijamente en silencio. Y aquella sensación maravillosa, preciosa, que creía haber perdido, volvió a aparecer.
Uno de los hombres era de complexión maciza, con la frente abombada, el rostro arrugado y una masa de cabellos canosos y negros, despeinados a lo Beethoven y con unos rizos que le caían sobre la frente baja y prominente.
El segundo era un viejo con las manos pálidas como el papel, un cráneo huesudo, calvo, y la cara parecida a un bajorrelieve esculpido en metal, como si por sus venas y arterias corriera nieve en lugar de sangre.
El tercero, que ocupaba el catre contiguo al de Krímov, tenía aspecto amable y una mancha roja en el caballete de la nariz por las gafas que acababa de quitarse. Parecía infeliz y bueno. Indicó la puerta con el dedo, sonrió de modo apenas perceptible, sacudió la cabeza y Krímov comprendió que el centinela estaba allí, al otro lado de la mirilla, observándoles.
El primero en romper el silencio fue el hombre de los cabellos enmarañados.
—Bueno —comenzó con tono afable e indolente—, me permito, en nombre de todos los aquí presentes, saludar a las fuerzas armadas. ¿De dónde viene, querido camarada?
Krímov sonrió confuso y dijo:
—De Stalingrado.
—Oh, me alegra conocer a alguien que ha participado en nuestra heroica resistencia. Bienvenido a nuestra cabaña.
—¿Fuma? —preguntó enseguida el viejo de la tez blanca.
—Sí —respondió Krímov.
El viejo asintió y miró fijamente el libro.
—Yo les he jugado una mala pasada a mis camaradas —explicó el amable vecino miope—. Dije que no fumaba y ahora la administración no me pasa mí ración de tabaco. Dígame, ¿hace mucho que dejó Stalingrado?
—Todavía estaba allí esta mañana.
—¡Vaya! —exclamó el gigante—. ¿Le han traído en un Douglas?
—Así es —respondió Krímov.
—Explíquenos, ¿cómo está la situación en Stalingrado? No hemos conseguido ningún periódico.
—Debe de tener hambre, ¿verdad? —preguntó el amable miope—. Nosotros ya hemos comido.
—No, no tengo hambre —contestó Krímov—. Los alemanes no van a tomar Stalingrado. Ahora está del todo claro.
—Siempre ha estado claro —dijo el gigante—. La sinagoga sigue en pie y seguirá estando en pie.
El viejo cerró de golpe el libro y preguntó:
—Usted, por lo que parece, es miembro del partido comunista, ¿no?
—Sí, soy comunista.
—Más bajo, más bajo, hablad en un susurro —advirtió el amable miope.
—Incluso de su pertenencia al Partido —se lamentó el gigante.
A Krímov le resultaba familiar la cara del gigante y de repente recordó por qué: era un famoso presentador moscovita. Una vez había asistido con Zhenia a un concierto en la Sala de Columnas y lo había visto en escena. ¡Y he aquí donde volvían a encontrarse!
En aquel momento se abrió la puerta, el centinela se asomó y preguntó:
—¿Quién tiene un nombre que comienza por K?
—Yo, Katsenelenbogen —respondió el gigante.
Se levantó, se atusó un poco la poblada cabellera y, con parsimonia, avanzó hacia la puerta.
—Va a ser interrogado —murmuró el amable vecino.
—¿Y por qué han preguntado por un nombre con K?
—Es una regla. Anteayer el guardia lo llamó: «¿Hay aquí un tal Katsenelenbogen cuyo nombre comienza por K?». Verdaderamente ridículo. Está medio chiflado.
—Sí, nos reímos un rato —dijo el viejo.
«¿Y tú, con tu aspecto de viejo contable, cómo has venido a parar aquí? —se preguntó Krímov—. Mi nombre también empieza con K.»
Los detenidos se preparaban para echarse a dormir, pero la intensa luz seguía encendida y Nikolái sentía que alguien le observaba a través de la mirilla mientras se quitaba las polainas, se ajustaba los calzoncillos, se rascaba el pecho. Era una luz especial. No continuaba encendida para los hombres que se encontraban en el interior de la celda, sino para que éstos fueran más visibles. Si hubiera sido más práctico observarles en la oscuridad, les habrían tenido a oscuras.
El viejo contable estaba acostado con la cara vuelta hacia la pared. Krímov y su vecino miope hablaban en susurros, sin mirarse y cubriéndose la boca con la mano para que el guardia no viera el movimiento de sus labios.
De vez en cuando miraban el catre vacío. ¿Todavía estaba el presentador contando chistes?
El vecino musitó:
—Todos nosotros, en la celda, nos hemos vuelto cobardes como conejos. Es como en el cuento: el mago toca a las personas y les crecen unas enormes orejas.
Habló a Krímov sobre los compañeros de celda.
El viejo, Dreling, resultó ser un socialista revolucionario, un socialdemócrata o un menchevique. Nikolái Grigórievich había oído ese nombre antes. Dreling había pasado más de veinte años preso, entre cárceles y campos. Le quedaba poco para alcanzar a los prisioneros de Schlisselburg: Morózov, Novorusski, Frolenko y Figner. Le acababan de trasladar a Moscú debido al nuevo cargo que se le imputaba: había tenido la idea de organizar en el campo conferencias sobre la cuestión agraria para los deskulakizados.
El historial del presentador en la Lubianka era tan largo como el de Dreling. Hacía veintitantos años, en la época de Dzerzhinski, había comenzado a trabajar en la Cheká, después, en la OGPU bajo las órdenes de Yagoda, luego en el NKVD con Yezhov, y más tarde en el MGB[1] con Beria. Había estado en el aparato central y en los campos, donde dirigía enormes proyectos de construcción.
Krímov se había equivocado también respecto a su interlocutor. El funcionario soviético Bogoleyev era crítico de arte, experto en fondos de museos, un poeta cuyos versos no se habían publicado porque no estaban en línea con la época.
Bogoleyev susurró de nuevo:
—Pero ahora todo ha terminado, ¿comprende? Me he convertido en un conejo asustado.
¡Qué extraño y terrible era todo! En el mundo no había nada más que los pasos del Bug y el Dniéper, el asedio de Piriatin y los pantanos de Óvruch, el Mamáyev Kurgán, la casa 6/1, las conferencias políticas, la escasez de municiones, los instructores políticos heridos, los asaltos nocturnos, el trabajo político en la marcha y en el combate, los ataques de tanques, los morteros, los Estados Mayores Generales, las ametralladoras pesadas…
Y en ese mismo mundo, al mismo tiempo, no había otra cosa que interrogatorios nocturnos, toques de diana, inspecciones, visitas al lavabo bajo escolta, cigarrillos distribuidos a cuentagotas, registros, careos, testigos, las decisiones de la OSO[2].
Aquellas dos realidades coexistían. Pero ¿por qué le parecía natural, inevitable, que sus vecinos, privados de libertad, estuvieran encarcelados en una celda de la prisión política? ¿Por qué era absurdo, incomprensible, impensable que él, Krímov, hubiera ido a parar a aquella celda, a aquel catre?
Sentía el deseo irresistible de hablar de sí mismo. No se contuvo y dijo:
—Mi mujer me ha abandonado, no tengo a nadie que pueda enviarme paquetes.
La cama del enorme chequista permaneció vacía hasta la mañana.
5
En otros tiempos, antes de la guerra, Krímov pasaba a menudo por la noche delante de la Lubianka y se preguntaba qué sucedía detrás de las ventanas de aquel edificio insomne.
Los arrestados eran encerrados en la prisión durante ocho meses, un año, un año y medio, mientras la instrucción estaba en curso. Luego, sus familiares recibían cartas desde los campos, descubrían nombres nuevos: Komi, Salejard. Norilsk, Kotlas, Magadán, Vorkutá, Kolymá, Kuznetsk, Krasnoyarsk, Karaganda, la bahía de Nagayevo…
Pero miles de personas que acababan recluidas en la prisión interior de la Lubianka desaparecían para siempre.
La fiscalía informaba a los parientes de que habían sido condenados a «diez años sin derecho a correspondencia», pero en los campos no existían condenados con semejantes penas. Diez años sin derecho a correspondencia significaba casi con total seguridad que los habían fusilado.
Cuando un hombre escribía una carta desde un campo decía que se encontraba bien, que no pasaba frío, y pedía, si era posible, que le enviaran ajo y cebolla. Los familiares comprendían que el ajo y la cebolla iban bien para el escorbuto. Nadie hacía mención nunca, en esas cartas, sobre el período de instrucción pasado en la prisión provisional.
Durante las noches de verano de 1937 era particularmente horroroso pasar por delante de la Lubianka y el callejón Komsomolski.
Las calles oscuras y sofocantes estaban desiertas. Los edificios se erguían, negros, con las ventanas abiertas, al mismo tiempo despoblados y llenos de gente. El silencio era todo menos apacible. En las ventanas iluminadas, cubiertas por cortinas blancas, se entreveían sombras; en la entrada las puertas de los coches retumbaban, se encendían los faros. Parecía que la inmensa ciudad estuviera paralizada por la mirada vítrea y brillante de la Lubianka. A Krímov le venían a la memoria personas conocidas. La distancia respecto a ellos no podía medirse en el espacio; existía en otra dimensión. No había fuerza ni en la tierra ni en el cielo capaz de abarcar aquel inmenso abismo, tan profundo como la misma muerte. Pero esas personas no estaban bajo tierra, no reposaban en un ataúd sellado, sino que estaban ahí al lado, vivos, y respiraban, pensaban, lloraban…
Los coches continuaban descargando nuevos arrestados: cientos, miles, decenas de miles de personas desaparecían tras las paredes de la prisión interna de la Lubianka, tras las puertas de Butirka, de Lefortovo.
Nuevas personas eran asignadas para cubrir los puestos de los detenidos, en los raikoms, en los Comisariados del Pueblo, los departamentos militares, la fiscalía, en las clínicas, en las direcciones de las fábricas, en los comités locales y de las fábricas, en las secciones agrícolas, en los laboratorios bacteriológicos, en la dirección de los teatros, en los despachos de constructores aeronáuticos, en los institutos que elaboraban los proyectos de gigantescos centros químicos y metalúrgicos.
Luego, después de un breve periodo de tiempo, ocurría que los mismos que habían cubierto la vacante de los arrestados, enemigos del pueblo, terroristas y saboteadores eran acusados de ser enemigos que hacían doble juego y eran arrestados a su vez.
Un camarada de Leningrado le había confiado en un susurro a Krímov que en su celda se encontraban tres secretarios del mismo raikom de Leningrado; cada uno de ellos había desenmascarado a su predecesor como terrorista y enemigo del pueblo. En la celda estaban uno al lado del otro y convivían sin rencor.
Dmitri Sháposhnikov, el hermano de Yevguenia Nikoláyevna, había entrado una vez en este edificio con un pequeño hatillo blanco preparado por su mujer: una toalla, jabón, dos mudas de ropa interior, un cepillo de dientes, calcetines y tres pañuelos. Había franqueado la puerta conservando en la memoria las cinco cifras de su número del carné del Partido, su escritorio de representante comercial en París, el coche cama donde, en su trayecto hacia Crimea, había aclarado su relación con su mujer, bebido agua mineral y hojeado, entre bostezos, El asno de oro.
Obviamente Mitia era inocente. Sin embargo fue encarcelado, mientras que a Krímov jamás le habían molestado.
Un día Abarchuk, el primer marido de Liudmila Sháposhnikova, había pasado también por este pasillo iluminado que conducía de la libertad a la no libertad. Abarchuk se había precipitado, solícito, al interrogatorio para disipar aquel absurdo malentendido. Transcurrieron cinco meses, siete, ocho…, y Abarchuk declaró por escrito: «La idea de matar al camarada Stalin me la sugirió un agente de los servicios secretos alemanes con el que, en su momento, me había puesto en contacto uno de los líderes de la oposición clandestina… La conversación tuvo lugar después de la manifestación del Primero de Mayo en el bulevar Yauzki. Prometí dar una respuesta definitiva al cabo de cinco días y acordamos encontrarnos de nuevo…».
El trabajo que se llevaba a cabo detrás de esas ventanas era increíble, verdaderamente fantástico.
Abarchuk no apartó siquiera la vista cuando un oficial de Kolchak le disparó. Sin embargo le habían obligado a firmar una declaración falsa. Por supuesto, Abarchuk era un verdadero comunista, un comunista cuya solidez había sido probada en tiempos de Lenin. Por supuesto que no era culpable de nada. Aun así, lo habían arrestado y había confesado.
Pero Krímov, en aquella época, no había sido arrestado ni obligado a firmar retractaciones… Sabía, de oídas, cómo ocurrían estas cosas. Le habían llegado informaciones a través de personas que le decían en un susurro: «Recuerda, si se lo cuentas a alguien, ya sea tu mujer o tu madre, estoy perdido».
Había obtenido información de aquellos que, caldeados por el vino e irritados por la presuntuosa estupidez de su interlocutor, de repente, después de soltar alguna palabra comprometida, se interrumpían, y al día siguiente, como quien no quiere la cosa, preguntaban: «Por cierto, ayer no dije demasiadas tonterías, ¿verdad? ¿No te acuerdas? ¡Bueno, tanto mejor!».
También le habían contado algunas cosas las mujeres de los amigos, que iban a los campos a encontrarse con sus maridos.
Pero no eran más que rumores y habladurías. De hecho, a Krímov no le había pasado nada parecido.
Y ahora ahí estaba, esta vez le habían metido en la cárcel. Era increíble, absurdo, inaudito, pero había sucedido. Cuando encarcelaban a los mencheviques, a los socialistas revolucionarios, a los miembros de la guardia blanca, los popes, los jefes kulaks, nunca, ni siquiera por un momento, se había parado a pensar en lo que podían sentir esos hombres al perder la libertad, mientras esperaban la sentencia. No había pensado tampoco en sus mujeres, ni en sus madres, ni en sus hijos.
Ciertamente, cuando los proyectiles comenzaron a impactar más cerca, a mutilar a los suyos y no a los enemigos, no se había mostrado ya tan indiferente: no acababan en la cárcel los adversarios, sino los verdaderos soviéticos, los miembros del Partido.
Y cuando encarcelaron a personas que le eran muy cercanas, gentes de su generación que él consideraba auténticos bolcheviques leninistas, aquello le dejó trastornado, no durmió en toda la noche, acuciado por las dudas de si Stalin tenía derecho a privar así a la gente de libertad, a torturarles y fusilarles. Pensó en los sufrimientos que debían soportar ellos, sus mujeres, sus madres. Al fin y al cabo ya no se trataba de kulaks, no eran guardias blancos, sino bolcheviques leninistas.
Y sin embargo, se las había apañado para tranquilizarte a sí mismo: después de todo a él no le habían metido en la cárcel, no le habían deportado, no había sido obligado a firmar nada ni a confesarse culpable de falsos cargos.
Pero ahora había llegado su turno. Ahora Krímov, el bolchevique leninista, había sido arrestado. Ahora no cabía ningún consuelo, ninguna interpretación, ninguna justificación. Había sucedido.
Ahora ya lo sabía. Los dientes, las orejas, la nariz, las ingles eran objeto de registro en un hombre desnudo. Después el hombre caminaba por el pasillo, patético y ridículo, sujetándose los pantalones que se le caían y los calzoncillos con los botones arrancados. A los miopes les quitaban las gafas y éstos entornaban inquietos los ojos, se los frotaban. El hombre entraba en la celda y se convertía en un ratón de laboratorio, se desarrollaban en él nuevos reflejos: hablaba en susurros, se levantaba del catre, se tendía en él, satisfacía sus necesidades, dormía y soñaba bajo una constante vigilancia. Todo era espantosamente cruel, absurdo, inhumano. Por primera vez comprendió con claridad las terribles cosas que se hacían en la Lubianka. Estaban torturando a un bolchevique, a un leninista, al camarada Krímov.
6
Pasaban los días y Krímov seguía sin ser interrogado.
Ahora sabía cuándo y qué le darían de comer, las horas de paseo y los días de baño; conocía el olor del tabaco de la prisión, la hora de la inspección, el orden aproximado de los libros de la biblioteca; conocía la cara de los centinelas y se inquietaba mientras esperaba que sus compañeros de celda regresaran del interrogatorio. Katsenelenbogen era al que llamaban más a menudo. A Bogoleyev siempre le llamaban por la tarde.
¡La vida sin libertad! Era una enfermedad. Perder la libertad es como perder la salud. La lámpara estaba encendida, del grifo salía agua, en la escudilla habla sopa. Pero también la luz, el agua y el pan eran especiales: se los daban porque estaba previsto. Cuando el interés de la instrucción lo requería, los detenidos eran privados temporalmente de luz, comida, sueño. En realidad, todo lo que recibían no era por ellos mismos, sino porque el dispositivo funcionaba así.
El anciano huesudo fue llamado una sola vez y cuando volvió del interrogatorio comunicó con arrogancia:
—Después de tres horas de silencio el juez instructor finalmente se ha convencido de que mi apellido es Dreling.
Bogoleyev era siempre amable y hablaba con sus compañeros de celda con respeto; cada mañana les preguntaba por su salud y se interesaba por cómo habían dormido.
Una vez se puso a recitar versos a Krímov, pero después se interrumpió y dijo:
—Lo siento, lo más probable es que no le interese lo más mínimo.
Krímov se rió.
—Para serle honesto, no he comprendido ni una palabra. Hubo un tiempo en que leía a Hegel y lo entendía.
Bogoleyev tenia pavor a los interrogatorios y se ponía hecho un manojo de nervios cada vez que el guardia entraba en la celda y preguntaba: «¿Quién tiene un nombre que comienza por B?». Cuando volvía a la celda parecía más delgado, más pequeño y más viejo.
Resumía sus interrogatorios siempre de manera confusa, fragmentaria, con los ojos entornados. Era imposible comprender de qué se le acusaba, si de haber atentado contra la vida de Stalin o de no apreciar las obras inspiradas por el realismo socialista.
Un día el gigante chequista sugirió a Bogoleyev:
—Ayude al amigo a formular su imputación. Le aconsejo algo del tipo: «Sintiendo un odio feroz hacia todo lo que es nuevo, critiqué sin fundamento las obras de arte galardonadas con el premio Stalin». Le caerán, diez años. Y no denuncie a demasiada gente que conozca, eso no le ayudará a salvar el pellejo. Por el contrario, le acusarán de conspiración y será enviado a un campo penitenciario de régimen estricto.
—¿Qué quiere decir? —preguntó Bogoleyev—. Ellos lo saben todo. ¿Cómo podría ayudarles?
A menudo, siempre en cuchicheos, filosofaba sobre su tema preferido, es decir, que todos éramos personajes de cuento: amenazadores comandantes de división, paracaidistas, admiradores de Matisse y Písarev, miembros del Partido, geólogos, chequistas, edificadores de planes quinquenales, pilotos, constructores de gigantescos complejos metalúrgicos… Y he aquí que nosotros, arrogantes y seguros de nosotros mismos, hemos franqueado el umbral de una casa encantada y una varita mágica nos ha transformado en gorriones, en cochinillos, en ardillas. Sólo necesitamos mosquitos o huevos de hormiga.
Tenía un pensamiento original, extraño y evidentemente profundo, pero en las cuestiones prácticas era mezquino: siempre estaba alerta, temeroso de que le dieran menos comida y peores raciones que a los demás, de que le acortaran el paseo y de que, durante el mismo, alguien se le comiera el pan seco.
La vida estaba llena de acontecimientos, pero al mismo tiempo seguía siendo vacía, irreal. Vivían en el cauce de un río seco. El juez instructor estudiaba los guijarros, las grietas, los desniveles de la orilla. Pero el agua que una vez había moldeado ese cauce ya no existía.
Dreling casi nunca intervenía en las conversaciones, y si hablaba, la mayor parte de las veces lo hacía con Bogoleyev, probablemente porque no pertenecía al Partido.
Pero, incluso con Bogoleyev, se irritaba a menudo.
—Es usted un tipo extraño —le dijo una vez—. Primero, porque se muestra respetuoso y amable con personas a las que desprecia. Segundo, porque cada día me pregunta cómo me encuentro, aunque le resulte indiferente que yo viva o muera.
Bogoleyev alzó los ojos al techo de la celda, alargó los brazos y respondió:
—Escuche.
Y declamó, como cantando:
«¿De qué materia está hecho tu caparazón?»,
pregunté a la tortuga, y ella contestó:
«De miedos acumulados».
¡En el mundo no hay nada más sólido!
—¿Son suyos los versos? —preguntó Dreling.
Bogoleyev abrió de nuevo los brazos y no respondió.
—El viejo tiene miedo, ha almacenado un montón de miedos —observó Katsenelenbogen.
Después del desayuno Dreling le enseñó la cubierta de un libro a Bogoleyev y le preguntó:
—¿Le gusta?
—A decir verdad, no —respondió Bogoleyev.
Dreling asintió.
—Yo tampoco soy un entusiasta de esta obra. Plejánov, en cierta ocasión, dijo: «El personaje de la madre creado por Gorki es un icono, y la clase obrera no necesita iconos».
—¿Qué tienen que ver aquí los iconos? —replicó Krímov—. Generaciones enteras han leído La madre.
Dreling, en un tono de maestra de guardería infantil, explicó:
—Los iconos son necesarios para aquellos que quieren manipular a la clase obrera. Por ejemplo, en vuestros altares comunistas está el icono de Lenin y el del santo Stalin. Nekrásov no necesitaba iconos.
Parecía que no sólo la frente, el cráneo, las manos, la nariz estuvieran torneados por huesos blancos; también sus palabras sonaban como un repiqueteo de huesos.
«Oh, qué canalla», pensó Krímov.
Bogoleyev montó en cólera —Krímov nunca había visto a aquel hombre tímido y amable, siempre comedido, así de enfadado— y exclamó:
—Usted y sus ideas acerca de la poesía se quedaron estancados en Nekrásov. Pero después hemos tenido a Blok, Mandelshtam, Jlébnikov.
—Nunca he leído a Mandelshtam —confesó Dreling— pero Jlébnikov es la decadencia total, una ruina.
—¡Váyase a paseo! —replicó bruscamente Bogoleyev, y por primera vez elevó el tono de voz—: Me dan náuseas usted y sus máximas de Plejánov. En esta celda hay marxistas de diferentes tendencias, pero por lo que respecta a la poesía sois todos unos obtusos, no comprendéis nada en absoluto.
Era extraño. A Krímov le afligía en particular la idea de que a ojos de los centinelas, ya fueran los del turno de día o de la noche, él, un bolchevique, un comisario político del ejército, no se diferenciaba en nada del viejo Dreling.
En ese momento él, que detestaba el simbolismo, el decadentismo, que toda su vida había amado a Nekrásov, estaba dispuesto a apoyar a Bogoleyev.
Si el viejo saco de huesos hubiera dicho una sola palabra contra Yezhov, habría justificado sin titubear la ejecución de Bujarin, la deportación de las mujeres que se negaban a denunciar a sus maridos, las horribles condenas, los horribles interrogatorios.
Pero Dreling no dijo nada.
En ese instante entró un centinela para acompañar a éste al baño.
Katsenelenbogen dijo a Krímov:
—Durante cinco días estuvimos los dos solos en esta celda. Estaba más callado que un pez congelado. Una vez le dije: «Tiene gracia, ¿no? Dos judíos de cierta edad pasan juntos las veladas en el caserío de la Lubianka[3] y no intercambian ni una palabra». ¿Y qué hizo él? ¡Siguió callado! ¿A qué viene ese desprecio? ¿Por qué no quiere hablar conmigo? ¿Es una manera de vengarse? ¿Está haciendo teatro? ¿Con qué finalidad? Ya está crecidito para andarse con chiquilladas.
—¡Es un enemigo! —sentenció Krímov.
Estaba claro que el interés del chequista hacia Dreling no era superficial.
—¡Es increíble! —dijo—. No le han metido aquí por nada. A sus espaldas tiene el campo penitenciario y por delante la tumba, pero se muestra duro como una roca. ¡Le envidio! Le llaman para interrogarle: ¿quién tiene un nombre que empieza por D? Y se queda callado como un tarugo, no responde. Ha conseguido que le llamen por su nombre. Los superiores entran en la celda, pero aunque le dispararan, él no se levantaría.
Cuando Dreling volvió del baño, Krímov dijo a Katsenelenbogen:
—Ante el tribunal de la historia todo es insignificante. Incluso aquí, usted y yo continuamos odiando a los enemigos del comunismo.
Dreling lanzó a Krímov una mirada de curiosidad burlona.
—¿Qué tribunal es ése? —preguntó sin dirigirse a nadie—. ¡Ésta es la justicia sumaria de la historia!
Katsenelenbogen se equivocaba al envidiar la fuerza del viejo huesudo, porque aquella fuerza no tenía nada de humano. Lo que calentaba su corazón desolado y vacío era el calor químico de un fanatismo ciego, animal.
Daba la impresión de que no le afectara la guerra que se estaba librando en Rusia, los acontecimientos ligados a ella: nunca pedía noticias del frente, de Stalingrado; no sabía que existían ciudades nuevas y una potente industria. Ya no vivía la vida de un hombre, sino que jugaba una perpetua y abstracta partida de damas que sólo le concernía a él.
Krímov estaba intrigado por Katsenelenbogen: entendía, sentía que era inteligente. Bromeaba, charlataneaba, hacía el tonto; pero sus ojos eran inteligentes, perezosos, estaban cansados. Tenía la mirada de alguien que está de vuelta de todo, que está cansado de vivir y no teme a la muerte.
Una vez, refiriéndose a la construcción de la vía férrea a lo largo del litoral del océano Ártico, dijo a Krímov:
—Un proyecto increíblemente hermoso —y añadió—: Lo cierto es que llevarlo a cabo le ha costado la vida a decenas de miles de personas.
—¡Qué horror! —respondió Krímov.
Katsenelenbogen se encogió de hombros.
—¡Si hubiera visto cómo marchaban las columnas de prisioneros al trabajo! En un silencio sepulcral. El azul y el verde de la aurora boreal sobre sus cabezas, hielo y nieve alrededor, y el bramido del océano negro. ¡Es ahí donde se entiende qué es la potencia!
A veces daba consejos a Krímov:
—Hay que echar una mano al juez instructor. Es nuevo en el oficio y tiene dificultades para salir del paso… Si le ayudas, si le haces alguna sugerencia, te estarás ayudando a ti mismo: te salvarás de cientos de horas de interrogatorios en cadena. De todos modos el resultado será el mismo: la OSO te dará lo establecido.
Krímov intentó replicar, pero Katsenelenbogen contestó:
—La inocencia personal es un vestigio de la Edad Media, es alquimia. Tolstói decía que en el mundo no existen hombres culpables, pero nosotros, los chequistas, hemos elaborado una tesis superior: en el mundo no existen hombres inocentes, no existen individuos que no estén sujetos a jurisdicción. Culpable es todo aquel contra el cual hay una orden de arresto, y ésta se puede emitir contra cualquiera, incluso contra los que se han pasado la vida firmando órdenes contra otros. El Moro ha cumplido su obra, el Moro puede partir.
Katsenelenbogen conocía a muchos amigos de Krímov, algunos de ellos en calidad de procesados en los casos de 1937. Tenía una extraña manera de hablar de personas cuya instrucción había llevado, sin rabia ni emoción: «Un tipo interesante», «un excéntrico», «una persona simpática».
A menudo mencionaba a Anatole France y la Duma sobre Opanás[4] de Bagritski, le gustaba citar al Benia Krik de Babel, llamaba por sus nombres y patronímicos a los cantantes y bailarinas del Bolshói. Era un coleccionista de libros raros y, según le contó a Krímov, había adquirido un precioso volumen de Radíschev poco antes del arresto.
—Me gustaría que mi colección fuera donada a la Biblioteca Lenin —dijo una vez—. De lo contrario los libros acabarán desperdigados por culpa de tipos idiotas que no tienen ni la menor idea de su valor.
Estaba casado con una bailarina. Pero parecía que el destino del libro de Radíschev le inquietaba más que la suerte de su mujer, y cuando Krímov se lo hizo notar, el chequista respondió:
—Mi Angelina es una mujer inteligente. Sabe cómo arreglárselas.
Daba la impresión de que lo comprendía todo, pero que no sentía nada. Conceptos sencillos como separación, sufrimiento, libertad, amor, fidelidad conyugal, amargura eran un misterio para él.
En su voz aparecía un rastro de emoción cuando hablaba de sus primeros años de trabajo en la Cheká. «¡Qué tiempos, qué gente!», decía. Todo lo que había constituido la vida de Krímov, en cambio, no le parecía más que charlatanería propagandística.
De Stalin, afirmaba:
—Le admiro más que a Lenin. Es el único ser al que realmente amo.
Pero ¿por qué este hombre, que había participado en la instrucción de los procesos a los líderes de la oposición, que en tiempos de Beria había dirigido una gigantesca obra en un Gulag subantártico, mantenía una actitud tan tranquila y resignada ante el hecho de tener que asistir, en su propia casa, a los interrogatorios nocturnos, sujetándose bajo el abdomen los pantalones sin botones? ¿Por qué tenía una actitud ansiosa, morbosa, en relación con el menchevique Dreling, que lo castigaba con su silencio?
A veces a Krímov le asaltaban las dudas. ¿Por qué se indignaba, se inflamaba, mientras escribía sus cartas a Stalin, para cubrirse después de un sudor helado? El Moro había hecho su obra. Pero todo aquello ya le habla pasado en 1937 a decenas de miles de miembros del Partido parecidos a él, incluso mejores. El Moro había hecho su obra. ¿Por qué encontraba tan repugnante la palabra «denuncia»? ¿Solo porque le habían arrestado por la denuncia de alguien? Sin embargo, él solía recibir las denuncias políticas de los informadores de diversas unidades. Un procedimiento normal, las denuncias de siempre. El soldado Riaboshtan lleva una cruz, llama ateos a los comunistas. ¿Cuánto tiempo sobrevivió el soldado Riaboshtan cuando le enviaron a un batallón disciplinario?
El soldado Gordéyev ha declarado que no cree en la fuerza del armamento soviético, que la victoria de Hitler es inevitable. ¿Cuánto tiempo sobrevivió el soldado Gordéyev en el batallón disciplinario? El soldado Markóvich ha declarado: «Todos los comunistas son ladrones, pero llegará el día en que los liquidaremos a golpe de bayoneta y el pueblo, finalmente, será libre». El tribunal condenó a Markóvich a la pena capital.
Después de todo, él también había sido un delator: había denunciado a Grékov ante la dirección política del frente y si éste no hubiera muerto a causa de una bomba alemana, le habrían enviado ante un pelotón de fusilamiento. ¿Qué sentían, qué pensaban estos hombres cuando eran enviados a los batallones disciplinarios, cuando eran juzgados por tribunales y les interrogaban en las secciones especiales?
Y ¿cuántas veces antes de la guerra se había visto involucrado en asuntos de ese tipo, cuántas veces había escuchado tranquilamente mientras un amigo le decía: «He informado de mi conversación con Piotr al comité del Partido»; «Ha revelado honestamente en la reunión del Partido el contenido de la carta de Iván»; «Lo han convocado y él, como verdadero comunista, ha tenido que contarlo todo, desde los ánimos de los camaradas hasta la carta de Volodia»?
Sí, sí, todo eso había ocurrido.
Y al fin y al cabo, con qué finalidad… Todas esas explicaciones que él había dado de viva voz y por escrito no habían ayudado a nadie a salir de la cárcel. Sólo tenían un verdadero sentido: impedir su propia caída en terreno pantanoso, salvarle.
Había defendido mal, muy mal a sus amigos porque esas historias no le gustaban, las temía y las evitaba por todos los medios. ¿Por qué a veces sentía calor y otras frío? ¿Qué quería? ¿Que el guardia de turno en la Lubianka conociera su soledad, que los jueces instructores se deshicieran en suspiros porque la mujer que amaba le había abandonado, que tuvieran en cuenta que por las noches llamaba a Zhenia, que se mordía la mano y que su madre seguía llamándole Nikolenka?
Una noche Krímov se despertó, abrió los ojos y vio a Dreling junto al catre de Katsenelenbogen. La rabiosa luz de la lámpara iluminaba la espalda del viejo prisionero de los campos. También Bogoleyev se despertó y se sentó sobre el catre con la manta sobre las piernas.
Dreling se precipitó hacia la puerta y la golpeó con su puño huesudo, gritando con una voz también huesuda:
—¡En, guardia! ¡Que venga un médico, rápido! Un detenido ha sufrido un ataque al corazón.
—¡Silencio! ¡Cállese! —gritó el guardia, que había corrido a mirar por la mirilla.
—¿Cómo que silencio? ¡Un hombre se está muriendo! —chilló Krímov y, tras saltar de su cama, corrió hacia la puerta y comenzó a golpearla con el puño junto a Dreling.
Se dio cuenta de que Bogoleyev se había vuelto a acostar y se había cubierto con una manta, como si temiera mezclarse en aquel episodio nocturno.
Enseguida se abrió la puerta y en la celda irrumpieron varios hombres.
Katsenelenbogen yacía sin conocimiento. A los guardias les llevó un largo rato instalar su enorme cuerpo en la camilla.
Al día siguiente por la mañana Dreling preguntó de improviso a Krímov:
—Dígame, ¿se ha encontrado usted a menudo, en su calidad de comisario político, con manifestaciones de descontento en el frente?
—¿De qué descontento habla? —le replicó Krímov—. ¿Por qué?
—Me refiero al descontento respecto a la política bolchevique de los koljoses, a la dirección general de la guerra; en definitiva, a cualquier manifestación de descontento político.
—Ni una sola vez. Nunca me he encontrado con el menor indicio de una actitud semejante —afirmó Krímov.
—Ah, ya entiendo, me lo imaginaba —concluyó Dreling, y asintió satisfecho.
7
La idea de cercar a los alemanes en Stalingrado se consideraba un golpe de genialidad.
La concentración secreta de tropas en los flancos de los ejércitos de Paulus repetía un principio nacido en los tiempos en que los primeros hombres, con los pies desnudos, la frente baja, la mandíbula prominente, se deslizaban a través de los arbustos y rodeaban las cuevas que habían usurpado los forasteros venidos de los bosques. ¿Qué era lo sorprendente? ¿La diferencia entre el garrote y la artillería de largo alcance? ¿O la inmutabilidad de ese principio a lo largo de los siglos?
Pero ni la desesperación ni el asombro han logrado hacer comprender que el movimiento en espiral de la humanidad, aunque alargue sus giros, mantiene un eje invariable.
En cualquier caso, si bien el principio del cerco, que constituía la esencia del plan de Stalingrado, no era nuevo, es indiscutible el mérito de aquellos que idearon el ataque seleccionando con inteligencia las zonas donde se aplicaría el viejo método. Escogieron bien el momento de entrar en acción, instruyeron y dispusieron hábilmente los ejércitos. Otro de los méritos de los organizadores de la ofensiva fue la magistral interacción entre tres frentes: el del suroeste, el del Don y el de Stalingrado. Una de las tareas más arduas fue la concentración secreta de las tropas en la estepa desprovista de camuflajes naturales; Entretanto, fuerzas del norte y el sur se preparaban, deslizándose a lo largo de los flancos derecho e izquierdo de los alemanes, para coincidir en las inmediaciones de Kalach, cercar al enemigo, romper los huesos y oprimir el corazón y los pulmones del ejército de Paulus. Se invirtieron esfuerzos abrumadores en la elaboración de los detalles de la operación, en obtener información sobre el armamento, las tropas, las retaguardias y las líneas de comunicación del enemigo.
Sin embargo, en la base de este trabajo en el que participaban el comandante supremo, el mariscal Iósif Stalin; los generales Zhúkov, Vasilievski, Vóronov, Yeremenko, Rokossovski y muchos oficiales de talento del Estado Mayor General, estaba el principio del cerco del enemigo, introducido en la práctica militar por los velludos hombres primitivos.
Se puede reservar la denominación de «genio» para aquellos que introducen en la vida ideas nuevas, ideas que se refieren a la sustancia y no al envoltorio, al eje y no a las espirales en torno al eje. Pero desde los tiempos de Alejandro Magno las innovaciones estratégicas y tácticas no tienen nada que ver con ese tipo de proezas divinas. Abrumada por el carácter monumental de las operaciones militares, la conciencia humana tiende a identificar las grandiosas batallas con las conquistas mentales de sus jefes militares.
La historia de las batallas muestra que los jefes militares no han introducido variantes significativas en las operaciones relacionadas con la ruptura de la defensa, el acoso, el cerco, la liquidación del enemigo: adoptan y ponen en práctica los principios que ya conocían los hombres de Neanderthal, aplicados, al fin y al cabo, por los lobos que cercan a las tropas y por las tropas que intentan defenderse de los lobos.
Un enérgico director de fábrica que conozca su oficio garantizará el aprovisionamiento necesario de materias primas y combustible, la intercomunicación entre los talleres, y respetará decenas de otras condiciones, pequeñas y grandes, indispensables para hacer que la fábrica sea productiva.
Pero cuando los historiadores declaran que la actividad del director ha establecido los principios de la metalurgia, de la electrotécnica, del análisis radiológico del metal, la mente de aquel que estudia la historia de la fábrica empieza a disentir: los rayos X no fueron descubiertos por nuestro director, sino por Röntgen… y los altos hornos existían antes de nuestro director.
Los verdaderos descubrimientos científicos hacen a los hombres más sabios que la naturaleza. La naturaleza aprende a conocerse en estos descubrimientos, a través de ellos. La gloria del hombre reside en las innovaciones de Galileo, Newton, Einstein, en el conocimiento del espacio, el tiempo, la materia y la energía. Con estos descubrimientos el hombre ha creado una profundidad y una altura superiores a las existentes en la naturaleza y de este modo ha contribuido a un mejor conocimiento de la naturaleza misma, a su enriquecimiento.
Se pueden considerar menos importantes, de segunda categoría, aquellos descubrimientos donde los principios existentes, tangibles, visibles, formulados por la naturaleza, son reproducidos por el hombre.
El vuelo de los pájaros, el movimiento de los peces, la oscilación del cardo corredor y el giro de los cantos rodados, la fuerza del viento que hace balancear los árboles y mece sus ramas, la retropropulsión de las holoturias: todo esto es expresión de una ley tangible y clara. El hombre extrae el principio de un fenómeno, lo extrapola a su esfera y lo desarrolla conforme a sus posibilidades y exigencias.
Esas actividades son de una importancia capital para la existencia de aviones, turbinas, motores de reacción, misiles. No obstante, la humanidad debe su creación a su talento, no a su genio.
Los descubrimientos que utilizan principios descubiertos, cristalizados por los hombres, y no por la naturaleza —el principio de los campos electromagnéticos, por ejemplo—, que encuentran su aplicación y su desarrollo en la radio, la televisión, los radares, forman parte de los descubrimientos de segunda categoría. Lo mismo sucede con la liberación de la energía atómica. Fermi, el descubridor de la pila atómica de uranio, no puede aspirar al título de genio, aunque su descubrimiento haya inaugurado una nueva era en la historia mundial.
En los descubrimientos aún menores, de tercera categoría, el hombre aplica aquello que ya existe en su esfera de actividad; por ejemplo, instala un nuevo motor en una aeronave, sustituye el motor de vapor de un barco por uno eléctrico, o el eléctrico por uno atómico.
Es ahí, en esta tercera categoría, donde hay que situar la actividad humana en la esfera del arte militar, donde nuevas condiciones técnicas interactúan con viejos principios. Sería absurdo negar la importancia de un general cuando se libra una batalla. Sin embargo, no sería justo atribuirle la calificación de genio, un apelativo que resultaría estúpido en relación con un ingeniero de fábrica, pero que aplicado a un general se convierte además en dañino y peligroso.
8
Dos martillos, uno al norte y otro al sur, cada uno compuesto por millones de toneladas de metal y de sangre humana, aguardaban la señal.
Las primeras en lanzar la ofensiva fueron las fuerzas dispuestas al noroeste de Stalingrado. El 19 de noviembre de 1941 a las 7.30 de la mañana, comenzó un bombardeo masivo de artillería a lo largo de los frentes del suroeste y del Don que duró alrededor de ochenta minutos. Un diluvio de fuego llovió sobre las posiciones ocupadas por las unidades del 3.er Ejército rumano.
A las 8.50 entraron en combate la infantería y los tanques. La moral de los soldados soviéticos era insólitamente alta. La 76.ª División de Infantería marchó al ataque al son de una marcha.
Al mediodía habían roto la primera línea de defensa enemiga. El combate se desplegó sobre un territorio inmenso. El 4.º Cuerpo del ejército rumano fue derrotado. La 1.ª División de Caballería rumana había sido separada y aislada de las demás unidades del 3.er Ejército en la zona de Kráinaya.
El 5.º Ejército de Tanques soviético inició la ofensiva desde las colinas, a treinta kilómetros al suroeste de Serafímovich, rompió las posiciones del 2.° Cuerpo del ejército rumano y, tras un veloz repliegue hacia el sur, ya a mediodía, tomó las posiciones elevadas al norte de Perelazovski. Los cuerpos de tanques y caballería soviéticos conquistaron al atardecer Gusinki y Kalmikov, penetrando sesenta kilómetros en la retaguardia del ejército rumano.
Veinticuatro horas más tarde del inicio de la ofensiva, al alba del 20 de noviembre, les llegó el turno de atacar a las fuerzas concentradas en las estepas calmucas, al sur de Stalingrado.
9
Nóvikov se despertó mucho antes del amanecer, pero estaba tan angustiado que no se dio ni cuenta.
—¿Quiere té, camarada comandante del regimiento? —preguntó Vershkov con una voz solemne y discreta a la vez.
—Sí, dígale al cocinero que me prepare unos huevos.
—¿Cómo los quiere, camarada coronel?
Nóvikov guardó silencio, se quedó pensativo y Vershkov creyó que el coronel estaba absorto en sus pensamientos y no había oído su pregunta.
—Al plato —respondió al fin Nóvikov, y miró el reloj—. Vaya a ver si Guétmanov se ha levantado; en media hora partimos.
Parecía no ser consciente de que dentro de una hora y media comenzaría el bombardeo, que cientos de motores de aviones de asalto y bombarderos invadirían el cielo con sus zumbidos, que los zapadores se deslizarían para cortar los alambres y barrer los campos de minas, y la infantería, arrastrando las ametralladoras, correría por las colinas sumergidas en la niebla, tantas veces observadas a lo lejos con los binóculos. Parecía que, en aquella hora, no se sintiera unido a Belov, Makárov y Kárpov. Parecía haber olvidado que el día antes, los tanques soviéticos habían penetrado en la brecha abierta por la artillería y la infantería en el frente alemán y habían avanzado decididamente en dirección a Kalach, y que dentro de unas horas sus tanques se moverían desde el sur al encuentro de los que procedían del norte para cercar el ejército de Paulus.
No pensaba en el comandante del frente ni en la posibilidad de que Stalin mencionara su nombre en la orden del día siguiente. No pensaba en Yevguenia Nikoláyevna, no recordaba el amanecer en Brest-Litovsk, cuando corría hacia el aeropuerto y en el cielo brillaban los primeros fuegos de la guerra. No pensaba en ello, pero todo aquello estaba en él.
Dudaba si calzarse las botas nuevas o las gastadas, no quería olvidarse la pitillera, pensaba que aquel hijo de perra le había traído otra vez el té frío. Comía los huevos y con un trozo de pan rebañaba con esmero la mantequilla derretida en la sartén.
—He cumplido sus órdenes —informó Vershkov, y luego, en tono confidencial, añadió—: Le pregunté al soldado si el comisario estaba allí y me contestó: «¿Y dónde iba a estar? Duerme con su hembra».
El soldado había utilizado una palabra más fuerte que «hembra», pero Vershkov no consideró oportuno repetírsela al comandante del cuerpo.
Nóvikov guardaba silencio y con la yema del dedo recogía las migas de pan sobre la mesa.
Poco después entró Guétmanov.
—¿Una taza de té? —le propuso Nóvikov.
Con la voz entrecortada Guétmanov dijo:
—Es hora de partir, Piotr Pávlovich. Ya hemos tenido suficiente té y azúcar; hay que combatir a los alemanes.
«Vaya, un tipo duro», pensó Vershkov.
Nóvikov entró en la parte de la casa que albergaba el Estado Mayor, habló con Neudóbnov sobre las comunicaciones y la transmisión de las órdenes, y examinó el mapa.
La engañosa quietud de la noche le recordó a Nóvikov su infancia transcurrida en el Donbass. Pocos minutos antes de que el aire se llenara del sonido de sirenas y bocinas y que la gente se encaminara a la entrada de las minas y las fábricas, todo parecía sumido en el sueño. Pero el pequeño Peria Nóvikov, que se despertaba antes de que sonara la sirena, sabía que cientos de manos buscaban a tientas las botas en la oscuridad, mientras las mujeres con los pies descalzos se deslizaban por el suelo y hacían tintinear la vajilla sobre los hornos de hierro fundido.
—Vershkov —llamó—, haz que lleven mi tanque al puesto de observación; hoy lo necesitaré.
—A sus órdenes —respondió Vershkov—, lo cargaré con sus cosas y las del comisario.
—No olvide el cacao —le advirtió Guétmanov.
Neudóbnov salió al zaguán con el capote echado sobre los hombros.
—Acaba de telefonear el teniente general Tolbujin. Quería saber sí el comandante del cuerpo había salido para ir al puesto de observación.
Nóvikov asintió y dio una palmada en la espalda al conductor.
—En marcha, Jaritónov.
Una vez en la carretera salieron del pueblo y dejaron atrás la última casa, giraron abruptamente a la derecha, luego a la izquierda, y después avanzaron en dirección oeste, adentrándose entre las blancas manchas de nieve y la maleza de la estepa.
Pasaron a lo largo de las cañadas donde estaban concentrados los tanques de la primera brigada.
De repente Nóvikov ordenó a Jaritónov: «Detente». Saltó del jeep y se acercó a los tanques que se perfilaban confusamente en la oscuridad.
Caminó sin dirigir la palabra a nadie, mirando fijamente las caras de los soldados. Tenía clavada en la mente la imagen de los jóvenes reclutas, todavía con los cabellos largos, que había visto hacía poco en la plaza del pueblo. No eran más que niños y en el mundo todo se confabulaba para enviarlos bajo el fuego: las instrucciones del Estado Mayor General, la orden del comandante del frente, la orden que él impartiría dentro de una hora a los comandantes de las brigadas, los discursos que habían escuchado de los instructores políticos, lo que habían leído en los poemas y en los artículos del periódico. ¡Al ataque, al ataque! Y en el oeste los hombres aguardaban para golpearles, despedazarlos, aplastarlos bajo las orugas de sus tanques.
«Va a celebrarse una boda», pensó. Si, pero una boda sin vino dulce, sin armónicas. «Amargo»5, gritaría Nóvikov, y los novios de diecinueve años besarían sin esconderse y con respeto a las novias.
Nóvikov tenia la impresión de que caminaba entre sus hermanos, sus sobrinos, los hijos de los vecinos, y que miles de mujeres, jóvenes y viejas invisibles, estaban mirándoles.
Las madres rechazan el derecho de un hombre a enviar a la muerte a otro hombre durante la guerra. Pero también en la guerra se encuentran hombres que pertenecen a esta resistencia clandestina de las madres. Hombres que dicen: «Quédate aquí un momento. ¿Dónde quieres ir? ¿No oyes el fuego ahí fuera? Mi informe puede esperar. Pon el hervidor en el fuego». Hombres que dicen a sus superiores por teléfono: «A sus órdenes, haremos avanzar a una ametralladora», y después de colgar el auricular, dicen: «¿Para qué vamos a hacer que avance un ametrallador al tuntún? Me matarán a un buen hombre».
Nóvikov volvió al coche. Tenía una expresión severa y sombría, como si hubiera absorbido en él la oscuridad húmeda de aquel amanecer de noviembre. Cuando el jeep se puso en marcha, Guétmanov le lanzó una mirada comprensiva y le dijo:
—Sabes, Piotr Pávlovich, quiero decirte esto justamente hoy: te quiero, tengo confianza en ti.
10
Reinaba un silencio denso, indivisible, y en el mundo parecía que no existiera la estepa, ni la niebla, ni el Volga; sólo un perfecto silencio. Entre las nubes oscuras brilló veloz un relámpago, luego la niebla gris se volvió purpúrea y de repente los truenos invadieron cielo y tierra…
Los cañones cercanos y los lejanos unieron sus voces; el eco reforzaba su vínculo, amplificaba el polifónico entrelazamiento de voces que llenaba el gigantesco contenedor del espacio en el que se desplegaba la batalla.
Las casitas de adobe temblaban, trozos de arcilla se desprendían de las paredes y caían al suelo sin hacer ruido. En los pueblos de las estepas las puertas de las isbas comenzaron a abrirse y cerrarse por sí solas, mientras el ahora frágil hielo del lago se agrietaba.
Un zorro corría, meneando su pesada cola de abundante pelo sedoso, y la liebre en lugar de huir de él le seguía; en el aire se levantaban en vuelo, agitando las alas pesadas, aves rapaces nocturnas y diurnas, tal vez reunidas por primera vez… Los lirones soñolientos que salían de sus madrigueras parecían abuelos desgreñados escapando de una isba incendiada.
Probablemente en los puestos de combate la temperatura del húmedo aire matutino subió un grado a causa de las miles de ardientes piezas de artillería.
Desde el punto de observación de primera línea se distinguían con nitidez las explosiones de los obuses soviéticos, las espirales de oleoso humo amarillo y negro retorciéndose en el aire, las fuentes de tierra y nieve sucia, la blancura lechosa del fuego de acero.
La artillería enmudeció. Una nube de humo mezclaba con lentitud sus jirones deshidratados y ardientes con el húmedo frío de la estepa.
Enseguida el cielo se llenó de un nuevo sonido, estruendoso, amplio, tenso: los aviones soviéticos se dirigían hacia el oeste. Su zumbido, sus rugidos y bramidos hacían físicamente tangible la grandiosa profundidad del ciego cielo nebuloso. Los aviones de asalto blindados y los cazas volaban casi a ras de suelo, presionados contra la superficie por la capa baja de nubes, mientras en las nubes y por encima de ellas mugían con voz de bajo los invisibles bombarderos.
Los alemanes en el cielo sobre Brest-Litovsk, los rusos sobre la estepa del Volga…
Nóvikov no pensaba, no recordaba, no comparaba. Lo que sentía era más importante que los recuerdos, las comparaciones, los pensamientos.
Se hizo el silencio. Los hombres que aguardaban para dar la señal de ataque y los hombres dispuestos a abalanzarse sobre las posiciones rumanas al oír la señal fueron engullidos por el silencio.
En aquella calma parecida a un remoto mar sordo y mudo, en aquellos segundos se determinaba el rumbo de la historia. Qué belleza, qué felicidad poder participar en la batalla decisiva para el destino de tu patria. Qué sensación penosa y tremenda era levantarse de cuerpo entero ante la muerte, no esconderse ya de ella sino correr a su encuentro. Qué espantoso es morir joven. ¡Vivir, ganas de vivir! No existe en el mundo deseo más intenso que el de salvar una vida joven, una vida apenas vivida todavía. Ese deseo no vive en los pensamientos, es más fuerte que el pensamiento; existe en la respiración, en las aletas de la nariz, en los ojos, en los músculos, en la hemoglobina de la sangre que devora ávida el oxígeno. Es un deseo de tal magnitud que no se puede comparar con nada, cualquier medida es inadecuada. El miedo. El miedo antes del ataque…
Guétmanov emitió un suspiro hondo y jadeante; miró a Nóvikov, el teléfono de campaña, el radiotransmisor.
La cara del coronel le sorprendió: no era la cara del hombre que había conocido durante los últimos meses. Y sin embargo, lo había visto enfadado, preocupado, altivo, alegre, sombrío.
Las baterías rumanas que todavía no habían sido abatidas volvían a la vida una tras otra, disparando ráfagas de fuego desde la retaguardia hacia la línea del frente. Potentes cañones antiaéreos abrieron fuego contra objetivos terrestres.
—Piotr Pávlovich —pronunció Guétmanov profundamente emocionado—. ¡Es la hora! La suerte está echada.
A él, la necesidad de sacrificar a hombres por la causa siempre le había parecido natural, indiscutible, y no sólo en tiempo de guerra.
Pero Nóvikov ganaba tiempo: mandó que le pusieran en contacto con Lopatin, el comandante del regimiento de artillería pesada que había estado despejando el camino para sus tanques.
—Ten cuidado, Piotr Pávlovich —dijo Guétmanov, señalando su reloj—. Tolbujin te va a comer vivo.
Nóvikov se resistía a admitir ante sí mismo, y menos aún ante Guétmanov, aquel sentimiento vergonzoso y ridículo.
—Me preocupan los tanques —se justificó—. Perderemos un gran número. No tardaré más que unos minutos; los T-34 son máquinas tan espléndidas… Aplastaremos las baterías antiaéreas y antitanque, las tenemos ya en la palma de la mano.
La estepa humeaba ante ellos y los hombres, a su lado, en la trinchera, le miraban fijamente, sin apartar la vista; los comandantes de las brigadas esperaban sus órdenes por radio. Se había apoderado de Nóvikov su pasión profesional de coronel avezado en la guerra, su burda ambición le hacía estremecerse de impaciencia; Guétmanov le instigaba y él temía a los superiores.
Sabía muy bien que las palabras que había dirigido a Lopatin no serían estudiadas en el Estado Mayor General ni entrarían en los manuales de historia, no suscitarían las alabanzas de Stalin y Zhúkov, y tampoco le acercarían a la anhelada Orden de Suvórov.
Existe un derecho superior al de mandar a los hombres a la muerte sin pensar: el derecho a pensárselo dos veces antes de enviar a los hombres a la muerte.
Nóvikov había ejercido esa responsabilidad.
11
En el Kremlin Stalin esperaba los informes del general Yeremenko, comandante en jefe del frente de Stalingrado.
Miró el reloj: la preparación de la artillería acababa de terminar, la infantería había avanzado y las unidades móviles estaban preparadas para penetrar en la brecha abierta por la artillería. Los aviones bombardeaban la retaguardia, las carreteras y los aeródromos.
Diez minutos antes había hablado con Vatutin: el avance de las unidades de blindados y de la caballería al norte de Stalingrado había superado cualquier previsión.
Tomó en la mano un lápiz y miró el teléfono, que continuaba mudo. Deseaba trazar sobre el mapa el movimiento apenas iniciado en el flanco sur, pero una sensación de superstición le obligó a apartar el lápiz. Sentía con claridad que Hitler, en esos instantes, estaba pensando en él y que, a su vez, sabía que él, Stalin, estaba pensando en Hitler.
Churchill y Roosevelt confiaban en él, pero Stalin sabía que su confianza no era incondicional. Le sacaba de quicio que, aunque le consultaran de buena gana, siempre se pusieran de acuerdo previamente entre ellos. Sabía que las guerras van y vienen, pero la política permanece. Admiraban su capacidad lógica, sus conocimientos, la lucidez de sus reflexiones, pero veían en él a un político asiático y no a un líder europeo, y eso le disgustaba.
De improviso recordó los ojos penetrantes de Trotski, su despiadada inteligencia, la arrogancia de sus párpados semicerrados, y por primera vez lamentó que no estuviera ya en el reino de los vivos: habría oído hablar de este día.
Stalin se sentía feliz, rebosante de fuerza física, no tenía ya en la boca ese repugnante sabor a plomo, tampoco tenía el corazón oprimido. Para él la sensación de vivir se confundía con el bienestar. Tras el estallido de la guerra Stalin había experimentado una sensación de angustia física que no le abandonaba nunca, ni siquiera cuando veía a sus mariscales paralizados por el terror ante el estallido de su ira, o cuando miles de personas en pie le aclamaban en el teatro Bolshói. Tenía la continua sensación de que las personas de su entorno recordaban aún su desconcierto durante el verano de 1941 y se mofaban de el a sus espaldas.
Un día, en presencia de Mólotov, se había cogido la cabeza entre las manos, balbuceando: «Qué hacer…, qué hacer…». Durante una reunión del Consejo del Estado para la Defensa se le quebró la voz y todos bajaron la mirada. Cuántas veces había dado órdenes sin sentido y había advertido que su absurdidad era evidente para todos. El 3 de julio había sorbido nerviosamente agua mineral mientras pronunciaba un discurso por la radio y las ondas habían transmitido su nerviosismo. A finales de julio Zhúkov le había llevado la contraria ásperamente y él, por un instante, se apocó y se limitó a decir: «Haga lo que crea mejor». A veces le entraban ganas de delegar en aquellos que había exterminado en 1937, en Ríkov, Kámenev, Bujarin: que dirijan ellos el ejército, el país.
A veces también le asaltaba un sentimiento extraño y espantoso: tenía la impresión de que los enemigos que debía derrotar en el campo de batalla no eran sólo los enemigos actuales. Detrás de los tanques de Hitler, entre el polvo y el humo, emergían todos aquellos que creía haber castigado, domado y aplacado para siempre. Salían de la tundra, despedazaban el hielo eterno que se había cerrado sobre ellos, cortaban las alambradas. Convoyes cargados de gente resucitada venían de Kolymá, de la región de Komi. Mujeres y niños campesinos se levantaban de la tierra con caras espantadas, tristes, demacradas, y andaban, andaban, buscándolo con ojos mansos y doloridos. Stalin sabía mejor que nadie que no sólo la historia juzga a los vencidos.
En ciertos momentos Beria le resultaba insoportable porque le parecía que comprendía sus pensamientos.
Todas aquellas impresiones desagradables, aquellas debilidades, no duraban demasiado, como máximo algunos días, afloraban sólo a ratos. Pero la sensación de abatimiento no le abandonaba, el ardor de estómago le angustiaba, le dolía la nuca y a veces padecía vértigos preocupantes.
Miró de nuevo el teléfono: era hora de que Yeremenko le anunciara la ofensiva de los tanques.
La hora de su poder había llegado. En aquellos minutos se decidía el destino del Estado fundado por Lenin; a la fuerza centralizada del Partido se le ofrecía la posibilidad de realizarse con la construcción de enormes fábricas, de centrales atómicas y estaciones termonucleares, de aviones a reacción y de turbohélice, de cohetes cósmicos e intercontinentales, de rascacielos, palacios de la ciencia, nuevos canales y mares, de carreteras y ciudades más allá del Círculo Polar. Estaba en juego el destino de países como Francia y Bélgica, ocupados por Hitler, de Italia, de los Estados escandinavos y de los Balcanes; se decidía la sentencia de muerte de Auschwitz y Buchenwald, así como la apertura de los novecientos campos de concentración y de trabajo creados por los nazis.
Se decidía la suerte de los prisioneros de guerra alemanes que serían deportados a Siberia. Se decidía la suerte de los prisioneros de guerra soviéticos en los campos de concentración alemanes, quienes gracias a la voluntad de Stalin compartirían, después de su liberación, el destino de los prisioneros alemanes.
Se decidía la suerte de los calmucos y de los tártaros de Crimea, de los chechenos y los balkares deportados por orden de Stalin a Siberia y Kazajstán, que habían perdido el derecho a recordar su historia, a enseñar a sus hijos en su lengua materna. Se decidía la suerte de Mijoels y su amigo, el actor Zuskin, de los escritores Berguelsón, Márkish, Féfer, Kvitko, Nusinov, cuyas ejecuciones debían preceder al funesto proceso de los médicos judíos con el profesor Vovsi a la cabeza. Se decidía la suerte de los judíos salvados por el Ejército Rojo, contra los cuales, en el décimo aniversario de la victoria popular de Stalingrado, Stalin descargaría la espada del aniquilamiento que había arrancado de las manos de Hitler. Se decidía el destino de Polonia, Hungría, Checoslovaquia y Rumanía. Se decidía el destino de los campesinos y obreros rusos, la libertad del pensamiento ruso, de la literatura y la ciencia rusas.
Stalin estaba emocionado. En aquella hora la futura potencia del Estado se fundía con su voluntad.
Su grandeza, su genialidad no existían por sí solas, independientemente de la grandeza del Estado y de las fuerzas armadas. Los libros que había escrito, sus trabajos científicos, su filosofía tendrían sentido, se convertirían en objeto de estudio y admiración por parte de millones de personas sólo si el Estado vencía.
Le pusieron en contacto con Yeremenko.
—Bueno, ¿cómo va por ahí? —preguntó Stalin sin saludarle siquiera—. ¿Han salido los tanques?
Yeremenko, al oír la voz rabiosa de Stalin, apagó precipitadamente el cigarrillo.
—No, camarada Stalin. Tolbujin está ultimando la preparación de la artillería. La infantería ha limpiado la primera línea. Los tanques todavía no han penetrado en la brecha.
Stalin lanzó una serie de improperios y colgó el teléfono.
Yeremenko volvió a encender el cigarrillo y llamó al comandante del 51.° Ejército.
—¿Por qué no han salido aún los tanques? —pregunto.
Tolbujin sujetaba con una mano el auricular y se secaba con un enorme pañuelo, que tenía en la otra, el sudor que le corría por el pecho. Llevaba la guerrera desabotonada, y del cuello abierto de la camisa de un blanco inmaculado, le sobresalían los pesados pliegues de grasa en la base del cuello. Se sobrepuso al jadeo y respondió con la lentitud propia de un hombre obeso que comprende no solo con la mente, sino también con todo el cuerpo, que toda agitación le resulta nefasta:
—El comandante del cuerpo de tanques me acaba de informar de que hay baterías enemigas en su camino que todavía están operativas. Ha pedido algunos minutos para abatirlas con el fuego de la artillería pesada.
—¡Dé la contraorden! —respondió bruscamente Yeremenko—. ¡Que ataquen los tanques de inmediato! Infórmeme dentro de tres minutos.
—A sus órdenes —respondió Tolbujin.
Yeremenko quiso insultar a Tolbujin, pero en lugar de eso le preguntó de pronto:
—¿Por qué jadea? ¿Está enfermo?
—No, no, me encuentro bien, Andréi Ivánovich; acabo de desayunar.
—Adelante, entonces —dijo Yeremenko y, tras colgar el auricular, observó—: Dice que ha desayunado y no puede respirar…
Luego blasfemó durante un largo rato, lanzando expresivos insultos.
Cuando sonó el teléfono en el puesto de mando, apenas audible a causa de la artillería que había reanudado el ataque, Nóvikov comprendió que se trataba del comandante del ejército y que iba a exigirle que los tanques penetraran en la brecha.
Escuchó a Tolbujin y pensó: «¡Me lo imaginaba!», y dijo: «¡Sí, camarada general, a sus órdenes!».
Sonrió en dirección a Guétmanov.
—Es igual, todavía necesitamos cuatro minutos.
Tres minutos después Tolbujin telefoneó de nuevo y, esta vez sin jadear, clamó:
—¿Está de broma, camarada coronel? ¿Por qué oigo fuego de artillería? ¡Cumpla las órdenes!
Nóvikov ordenó a la radiotelefonista que le pusiera en contacto con el comandante del regimiento de artillería Lopatin. Oía la voz de Lopatin, pero guardaba silencio y seguía el movimiento del segundero en su reloj en espera del plazo fijado.
—¡Qué hombre! —exclamó Guétmanov con sincera admiración.
Un minuto más tarde, cuando hubo cesado el fuego de la artillería pesada, Nóvikov se puso los auriculares y llamó al comandante de la brigada de tanques que debía ser la primera en avanzar por la brecha.
—¡Belov! —exclamó.
—Le escucho, camarada coronel.
Nóvikov, abriendo la boca con un grito iracundo y ebrio, aulló:
—¡Belov, al ataque!
La niebla se volvió más espesa por el fuego azulado, el aire zumbó por el rumor de los motores y el cuerpo de tanques se precipitó hacía la brecha del frente enemigo.
12
Los objetivos de la ofensiva rusa se hicieron evidentes para el comando alemán del Grupo de Ejércitos B cuando, al amanecer del 20 de noviembre, la artillería retumbó en la estepa calmuca y las unidades de choque del frente de Stalingrado, dispuestas más al sur de la ciudad, pasaron al ataque contra el 4.º Ejército rumano desplegado en el flanco derecho de Paulus.
El cuerpo de tanques, activo en el flanco izquierdo de las tropas de asalto soviéticas, penetró en la brecha abierta entre los lagos Tsatsa y Barmantsak, y acto seguido se lanzó al noroeste en dirección a Kalach, al encuentro de los cuerpos de tanques y de caballería que combatían en los frentes del Don y del suroeste.
En la tarde del 20 de noviembre las unidades soviéticas que avanzaban desde Serafímovich habían llegado más al norte de Surovíkino, y constituían una amenaza para las líneas de comunicación de Paulus.
Sin embargo el 6° Ejército de Paulus todavía no era consciente del peligro del cerco. A las seis de la tarde del día 19 el Estado Mayor de Paulus comunicaba al comandante del Grupo de Ejércitos B, el barón Von Weichs, que el 20 de noviembre tenía la intención de continuar las actividades de reconocimiento que ciertas subdivisiones habían emprendido en Stalingrado.
Aquella misma noche, Paulus recibió la orden de Von Weichs de interrumpir las operaciones ofensivas en Stalingrado y concentrar las unidades blindadas y de infantería, así como las armas antitanque, escalonándolas detrás de su flanco izquierdo para lanzar un ataque en dirección noroeste.
Esta orden, que Paulus recibió a las diez de la noche, marcaba el final de la ofensiva alemana en Stalingrado.
La vertiginosa sucesión de acontecimientos hizo que la orden perdiera sentido.
El 21 de noviembre los grupos de ataque soviéticos procedentes de Serafímovich y Klétskaya se unieron y efectuaron un giro de noventa grados respecto a su posición inicial, moviéndose hacia el Don, en la región de Kalach, y más al norte, directamente hacia la retaguardia del ejército de Paulus.
Aquel día, cuarenta tanques soviéticos aparecieron en la elevada orilla occidental del Don, a pocos kilómetros de Golubinskaya, donde estaba emplazado el cuartel general de Paulus. Otro grupo de tanques tomó rápidamente el puente que cruzaba el Don: la defensa alemana confundió a la unidad de tanques soviética con un destacamento de entrenamiento, equipado con medios confiscados al enemigo, que a menudo utilizaba aquel puente. Los tanques soviéticos entraron en Kalach. Se trazaba así el cerco a dos ejércitos alemanes: el 6.° de Paulus y el 4.º blindado de Hoth. Una de las mejores unidades de combate de Paulus, la 384ª División de Infantería, adoptó una posición de defensa orientando el frente del propio dispositivo hacia el noroeste.
En aquel mismo momento el ejército de Yeremenko, que había partido desde el sur, aplastaba a la 29.ª División Motorizada alemana, abatía el 6.° Cuerpo del ejército rumano y avanzaba entre los ríos Chervlennaya y Donskaya Tsaritsa hacia la vía férrea que unía Kalach y Stalingrado.
Poco antes del anochecer los tanques de Nóvikov se acercaron a un núcleo de resistencia rumana fuertemente fortificado.
Esta vez Nóvikov no titubeó, no se aprovechó de la oscuridad nocturna para concentrar a escondidas, furtivamente, los tanques antes de lanzarlos al ataque. A una orden suya, los tanques, los cañones autopropulsados, los carros blindados y los camiones de la infantería motorizada encendieron simultáneamente los faros.
Cientos de luces deslumbrantes, cegadoras, quebraron la noche. Una enorme masa de máquinas salió de la oscuridad de la estepa, ensordeciendo con su rugido, con las descargas de sus cañones y las ráfagas de las ametralladoras, cegando con su luz lacerante, paralizando a la defensa rumana, sembrando el pánico.
Después de una breve batalla, los tanques continuaron su avance.
En la mañana del 22 de noviembre, los tanques soviéticos procedentes de las estepas calmucas irrumpieron en Buzinovka. Aquella misma noche, las secciones acorazadas soviéticas que se habían movido desde el sur y el norte unieron sus fuerzas al este de Kalach, en la retaguardia de los ejércitos alemanes de Paulus y Hoth. El 23 de noviembre, varias formaciones de fusileros habían tomado posiciones en los ríos Chir y Aksái, y cubrían eficazmente los flancos de los grupos de asalto.
El objetivo que el alto mando del ejército había marcado a las tropas se había cumplido: las fuerzas alemanas habían sido cercadas en el transcurso de cien horas.
—¿Cuál fue el curso posterior de los acontecimientos? ¿Qué lo determinó? ¿Qué voluntad humana se convirtió en instrumento de la fatalidad histórica?
A las seis de la tarde del 22 de noviembre, Paulus envió un radiomensaje al Estado Mayor del Grupo de Ejércitos B:
El ejército está cercado. Todo el valle del río Tsaritsa, la vía férrea de Soviétskaya a Kalach, el puente sobre el Don y las colinas sobre el margen occidental del Don están, a pesar de nuestra heroica resistencia, en manos de los rusos… La situación, por lo que respecta a las municiones, es crítica. Tenemos provisiones para seis días. Solicito libertad de acción en el caso de que no sea posible establecer una defensa perimétrica. En tal situación podríamos vernos obligados a abandonar Stalingrado y el frente norte.
La noche del 22 de noviembre Paulus recibió la orden de Hitler de llamar a la zona que ocupaba su ejército «Fortaleza Stalingrado».
La orden precedente había sido: «El comandante del ejército debe dirigirse a Stalingrado y trasladar allí su Estado Mayor. El 6.° Ejército establecerá una defensa perimétrica en espera de indicaciones ulteriores».
Al término de la reunión celebrada entre Paulus y los comandantes de los cuerpos de ejército, el barón Von Weichs telegrafió al alto mando:
A pesar de la terrible responsabilidad que siento sobre mí al tomar esta decisión, debo informar que considero necesario apoyar la petición del general Paulus respecto a la retirada del 6.° Ejército…
El jefe del Estado Mayor de las fuerzas terrestres, el general Zeitler, con el que Von Weichs estaba en contacto Permanente, compartía sin reservas la opinión de Paulus y Weichs acerca de la necesidad de abandonar la zona de Stalingrado, pues, a su entender, resultaba del todo imposible abastecer por vía aérea los enormes contingentes militares que se encontraban sitiados.
A las dos de la madrugada del 24 de noviembre Zeitler informó a Weichs de que finalmente había logrado convencer a Hitler de que debían abandonar Stalingrado. El Führer, concluía, daría la orden de la retirada del 6.° Ejército el 24 de noviembre por la mañana.
Poco después de las diez de la mañana, la única línea de comunicación telefónica existente entre el Grupo de Ejércitos B y el 6.° Ejército fue cortada.
La orden de Hitler se esperaba de un momento a otro. Puesto que era de vital importancia actuar con rapidez, el barón Von Weichs asumió la responsabilidad de dar la orden de romper el cerco.
En el momento en que los soldados de transmisiones se disponían a enviar por radio el mensaje de Weichs, el jefe del centro de transmisiones oyó el mensaje que el Führer enviaba desde su cuartel general al comandante Paulus:
El 6.° Ejército ha sido cercado temporalmente por los rusos. He decidido concentrar el ejército en la zona: norte de Stalingrado, Kotlubán, cotas 137 y 139, Marinovka, Tsibenko, Sur de la ciudad. El ejército puede tener la certeza de que haré todo cuanto pueda para mantener el abastecimiento y romper el cerco. Conozco al valeroso 6.° Ejército y a su comandante, y estoy seguro de que cumplirán con su deber.
ADOLF HITLER
La voluntad de Hitler, expresión del funesto destino del Tercer Reich, se convirtió en el destino del ejército de Paulus. Hitler escribió una nueva página de la historia militar alemana con la pluma de Paulus, Weichs, Zeitler; con la pluma de los comandantes de los cuerpos y regimientos del ejército; con la pluma de los soldados, de todos aquellos que no querían cumplir su voluntad, pero que la cumplieron hasta el final.
13
Tras cien horas de combate, las fuerzas de los tres frentes —el de Stalingrado, el del Don y el del suroeste— se habían unido.
Bajo el pálido cielo invernal, en la nieve removida de la periferia de Kalach, las divisiones soviéticas acorazadas de primera línea entraron en contacto. El nevado espacio de la estepa había sido roturado por cientos de orugas, quemado por las explosiones de los obuses. Las pesadas máquinas levantaban enormes nubes de nieve y el blanco manto notaba en el aire. Allí donde los tanques hacían bruscos virajes, además de la nieve alzaban polvo de arcilla helada.
Los cazas y bombarderos de apoyo soviéticos volaban a baja altura sobre la estepa. Al noroeste retumbaban las piezas de artillería de gran calibre y relámpagos confusos iluminaban un cielo humeante y sombrío.
Dos T-34 se detuvieron uno frente al otro junto a una casita de madera. Los tanquistas, sucios, excitados por el éxito de la batalla y la proximidad de la muerte, aspiraban con placer y ruidosamente el aire gélido, que les parecía aún más agradable después del calor sofocante y oleoso del interior del tanque. Los tanquistas liberaron sus cabezas de los cascos de piel negra y entraron en la casa. Allí, el comandante del tanque procedente del lago Tsatsa sacó del bolsillo de su uniforme una petaca con medio litro de vodka… Una mujer enfundada en un chaquetón guateado y que calzaba unas enormes botas de fieltro dejó sobre la mesa los vasos que tintineaban en sus temblorosas manos, y dijo entre sollozos:
—Creíamos que no saldríamos vivos cuando los nuestros comenzaron a disparar; disparaban y disparaban sin cesar, he pasado dos días en el sótano.
—Entretanto habían entrado en la habitación otros dos tanquistas de baja estatura y anchos de hombros, como dos armarios.
—Ves, Valeri ¡qué hospitalidad! Pero da la casualidad de que nosotros hemos traído algo para hincar el diente —observó el comandante del tanque que procedía del frente del Don.
Valeri hundió la mano en un bolsillo profundo del uniforme, sacó un pedazo de salchichón ahumado envuelto en una mugrienta proclama de guerra y se puso a romperlo en trozos, reponiendo cuidadosamente con los dedos el tocino blanco que escapaba de las rodajas.
Después de beber, a los tanquistas les embargó una sensación de bienestar. Uno de ellos, sonriendo con la boca llena, dijo:
—Mirad lo que significa habernos encontrado: vuestro vodka y nuestro salchichón se han unido.
La broma fue del agrado de todos, y los tanquistas, sin parar de reír, la repitieron mientras masticaban el salchichón, rebosantes del calor de la camaradería.
14
El comandante del tanque procedente del sur comunicó por radio al jefe de su compañía que se había producido la reunión de tropas en la zona de Kalach. Añadió algunas palabras sobre el hecho de que los soldados venidos del frente suroeste parecían ser gente cabal y que habían vaciado una botella juntos.
El informe siguió los cauces establecidos hasta llegar al alto mando, y al cabo de unos minutos el comandante de brigada Kárpov anunciaba al comandante del cuerpo que el encuentro se había efectuado.
Nóvikov percibía la atmósfera de exaltación que había surgido en torno a él en el Estado Mayor. El cuerpo avanzaba casi sin sufrir pérdidas y había cumplido, dentro de los plazos previstos, los objetivos que le habían fijado.
Después de haber enviado su informe al comandante del frente, Neudóbnov estrechó durante largo rato la mano de Nóvikov. Los ojos del jefe del Estado Mayor, por lo general amarillos e irritados, se habían vuelto más límpidos y dulces.
—Ya ve los milagros que pueden realizar nuestros hombres una vez eliminados los enemigos internos y los saboteadores —dijo.
Guétmanov abrazó a Nóvikov, miró a los oficiales que estaban a su lado, a los chóferes, los ordenanzas, los radiotelegrafistas, y se sorbió los mocos sonoramente, para que todos le oyeran.
—¡Te doy las gracias, Piotr Pávlovich! —dijo—. Recibe un agradecimiento ruso, un agradecimiento soviético. Te da las gracias el comunista Guétmanov. Me quito el sombrero ante ti; gracias.
Y de nuevo besó y abrazó al conmovido Nóvikov.
—Lo has preparado todo, has instruido a los hombres a la perfección, lo has previsto todo y ahora has recogido los frutos de tu trabajo —le elogió Guétmanov.
—Qué va, no estaba previsto —dijo Nóvikov, a quien escuchar las palabras de Guétmanov le procuraba un placer casi insoportable a la vez que cierta incomodidad. Y agitando un fajo de informes de guerra añadió—: Estas son mis previsiones. Confiaba sobre todo en Makárov, pero éste se quedó rezagado, se desvió de la ruta asignada y desperdició una hora y media en una escaramuza innecesaria en su flanco. En cuanto a Belov, estaba convencido de que avanzaría sin prestar atención a sus flancos, pero el segundo día, en lugar de rebasar un centro de resistencia enemiga y avanzar sin demora hacia el noroeste, se enzarzó en una refriega contra unidades de artillería e infantería, e incluso pasó a la defensiva, despilfarrando once horas con esas tonterías. Fue Kárpov el primero en llegar a Kalach; avanzó a toda velocidad, como una flecha, sin mirar atrás ni una sola vez y sin preocuparse de lo que sucedía en sus flancos, y logró ser el primero en cortar las principales líneas de comunicación de los alemanes. He aquí mi conocimiento de los hombres. He aquí mis previsiones. Y yo que pensé que Kárpov estaría tan ocupado vigilando sus flancos que tendría que hacerle avanzar a garrotazos…
Guétmanov sonrió.
—Está bien, está bien. Todos conocemos el valor de la modestia; es algo que nos enseña nuestro gran Stalin…
Nóvikov era feliz. Pensó que probablemente amaba de veras a Yevguenia Nikoláyevna, si se había pasado el día pensando tanto en ella; continuaba mirando alrededor y le parecía que de un momento a otro la vería llegar.
Bajando la voz hasta reducirla a un susurro, Guétmanov dijo:
—Lo que nunca olvidaré, Piotr Pávlovich, es la manera en que retrasaste el ataque durante ocho minutos. El comandante apremia. El comandante del frente exige que lance inmediatamente los tanques a la brecha. Stalin, según me han contado, llamó a Yeremenko para preguntarle por qué no había comenzado el ataque. Hiciste esperar a Stalin, y así fue como penetramos en la brecha sin perder un solo tanque ni un solo hombre. Es algo que no olvidaré en toda mi vida.
Por la noche, cuando Nóvikov había salido con su tanque hacia Kalach, Guétmanov fue a ver al jefe del Estado Mayor y le dijo:
—Camarada general, he escrito una carta donde informo de la actitud del comandante del cuerpo, que retrasó por propia voluntad ocho minutos el inicio de una operación decisiva, de grandísima importancia; una operación capaz de decidir el destino de la guerra. Se lo ruego, tenga en cuenta este documento.
15
En el momento en que Vasilevksi informó a Stalin por radio de que los ejércitos alemanes habían sido cercados, Stalin tenía a su lado a su secretario, Poskrebishev. Stalin, sin mirar a Poskrebishev, permaneció algunos segundos sentado con los ojos cerrados, como si estuviera dormido. El secretario contuvo la respiración, esforzándose por no hacer el menor movimiento.
Era la hora de su triunfo. No sólo había vencido al enemigo presente, también se había impuesto sobre el pasado. La hierba crecería más espesa sobre las tumbas campesinas de los años treinta. El hielo, las colinas nevadas más allá del Círculo Polar conservarían su plácido mutismo.
Sabía mejor que nadie en el mundo que a los vencedores no se les juzga.
Stalin deseó tener a su lado a sus hijos, a su nieta, la pequeña hija del pobre Yákov. Tranquilo, con el ánimo sosegado, acariciaría la cabeza de su nieta sin dignarse mirar el mundo que se extendía más allá del umbral de su cabaña. La hija afectuosa, la nieta dulce y enfermiza, los recuerdos de la infancia, el frescor del jardín, el lejano rumor del río… ¿Qué importancia tenía todo lo demás? Su fuerza no dependía de los regimientos militares ni de la potencia del Estado.
Despacio, sin abrir los ojos, con entonación especialmente suave, se puso a cantar:
Ay, has caído en la red, mi querido pajarito.
Tú y yo no nos separaremos nunca por nada del mundo.
Poskrebishev, mirando la cabeza entrecana y la incipiente calvicie de Stalin, su cara picada de viruelas, los ojos cerrados, sintió de repente que se le estaban helando los dedos.
16
La ofensiva coronada por el éxito en la zona de Stalingrado había tapado los agujeros en la línea de la defensa soviética. No sólo entre los enormes frentes de Stalingrado y del Don, no sólo entre los ejércitos de Chuikov y las divisiones soviéticas en el norte, no sólo entre los batallones y las compañías separadas de sus retaguardias, no sólo entre los grupos de asalto atrincherados en las casas de Stalingrado. La sensación de aislamiento, de estar cercados o medio cercados, había desaparecido, y había sido sustituida al mismo tiempo en la conciencia de las gentes por un sentimiento de integridad, unión y pluralidad. Esa conciencia de unión entre el individuo y la masa del ejército es lo que se suele llamar la moral del vencedor.
La mente y el ánimo de los soldados alemanes caídos en el cerco de Stalingrado sufrieron la misma transformación, aunque por supuesto en sentido inverso. Un enorme pedazo de carne, formado por cientos de miles de células dotadas de razón y sentimiento, había sido separado del cuerpo de las fuerzas armadas alemanas.
La idea, expresada en su momento por Tolstói, según la cual es imposible cercar totalmente a un ejército, se basaba en la experiencia militar de su época.
La guerra de 1941-1945 demostró, no obstante, que se puede sitiar un ejército, encadenarlo al suelo y envolverlo con un anillo de hierro. El cerco, durante la guerra de 1941-1945, fue una realidad implacable para muchos ejércitos soviéticos y alemanes.
La observación de Tolstói era indudablemente cierta en sus tiempos, pero como la mayoría de las reflexiones sobre política y guerra expresadas por grandes hombres, no poseía vida eterna.
El cerco de Stalingrado fue posible gracias a la extraordinaria movilidad de las tropas y a la excesiva lentitud de las enormes retaguardias sobre las que se apoyaba su propia movilidad. Las unidades que cercan tienen todas las ventajas de la movilidad. Las unidades que son cercadas, por su parte, pierden toda movilidad, ya que en esas condiciones no pueden organizar una retaguardia compleja, sólida, estructurada a la manera de una fábrica. Las unidades cercadas están paralizadas; las unidades que efectúan el cerco tienen motores y alas.
Un ejército cercado, privado de movilidad, pierde algo más que su supremacía técnico-militar. Los soldados y los oficiales de los ejércitos cercados quedan, en cierto modo, excluidos del mundo contemporáneo y son empujados al mundo del pasado. Tienden a valorar de nuevo no sólo las fuerzas de los ejércitos en el campo de batalla, las perspectivas de la guerra, sino también la política estatal, la fascinación de los jefes de los partidos, los códigos, la Constitución, el carácter nacional, el pasado y el futuro de su pueblo.
Los asediantes también se entretienen con reevaluaciones parecidas, pero de carácter contrario, como el águila que siente con placer la fuerza de sus propias alas y planea sobre la presa paralizada e impotente.
El cerco que sufrió el ejército de Paulus en Stalingrado determinó el curso de la guerra. El triunfo en Stalingrado estableció el resultado de la guerra, pero la tácita disputa entre el pueblo y el Estado, ambos vencedores, todavía no había acabado. El destino del hombre, su libertad, dependían de ella.
17
En la frontera de Prusia oriental y Lituania lloviznaba sobre el bosque otoñal de Görlitz, y un hombre de estatura mediana, con impermeable gris, caminaba por un sendero que discurría entre altos árboles. Los centinelas, al ver a Hitler, contenían la respiración, se quedaban inmóviles y las gotas de lluvia corrían lentamente por sus caras.
El Führer tenía ganas de respirar aire fresco, de estar solo. El aire húmedo le resultaba agradable. Las gotas eran ligeras y refrescantes. Los árboles, cálidos y taciturnos. Qué placentero era pisar la suave alfombra de hojas muertas.
Los hombres del cuartel general del campo le habían irritado ese día de modo intolerable… Stalin nunca le había suscitado respeto. Todos sus actos antes de la guerra le habían parecido estúpidos y groseros. Su astucia, su perfidia, correspondían a la simplicidad de un campesino. Su gobierno también era ridículo. Algún día Churchill comprendería el trágico papel desempeñado por la nueva Alemania que, con su propio cuerpo, había servido de escudo a Europa, protegiéndola contra el bolchevismo asiático de Stalin. Pensaba en los hombres que habían insistido en la retirada del 6.° Ejército de Stalingrado. Ahora serían particularmente reservados y respetuosos. Le irritaban también los que tenían una confianza absoluta en él: pronto comenzarían a demostrarle su fidelidad con verbosos discursos. Se esforzaba todo el tiempo en pensar con desprecio en Stalin, humillarlo, y comprendía que esa exigencia era debida a la pérdida del sentimiento de superioridad… ¡Cruel y vengativo tendero caucásico! El éxito de aquel día no cambiaba nada… ¿Acaso no brillaba una secreta burla en los ojos de Zeitzler, ese viejo castrado? Le irritaba la idea de que Goebbels se apresuraría a informarle de las bromas del primer ministro inglés sobre su talento como jefe militar. Goebbels, entre risas, le diría: «Reconoce que es ingenioso», y en el fondo de sus ojos bellos e inteligentes, por un segundo se revelaría el resplandor del triunfo del envidioso, que creía sofocado para siempre.
Los problemas que le había creado el 6.° Ejército le inquietaban y le impedían ser él mismo. La principal desgracia no consistía en la pérdida de Stalingrado ni en las divisiones cercadas, sino en el hecho de que Stalin le había vencido.
Bueno, pronto lo arreglaría.
Hitler siempre había tenido pensamientos ordinarios y debilidades encantadoras, pero como era grande y omnipotente, todo eso conmovía y suscitaba admiración en el pueblo. Él encarnaba el ímpetu nacional alemán. Pero tan pronto como la potencia de la nueva Alemania y de sus fuerzas armadas había comenzado a vacilar, también su sabiduría se había ofuscado y había perdido su genialidad.
No envidiaba a Napoleón. No soportaba a los hombres cuya grandeza no desaparecía en la soledad, en la impotencia, en la miseria; a los hombres que en un sótano oscuro, en un desván, conservaban la fuerza.
No había podido, durante aquel paseo solitario por el bosque, sacudirse de encima el peso de la cotidianidad y encontrar en el fondo de su alma una solución sincera y superior, inaccesible para las ratas de oficina del Estado Mayor General y de la dirección del Partido.
La sensación de haberse vuelto un hombre corriente venía acompañada de una insoportable sensación de opresión. No era un hombre como los demás lo que hacía falta para fundar la nueva Alemania, para avivar la guerra y los hornos de Auschwitz, para crear la Gestapo. El fundador y Führer de la nueva Alemania debía sobresalir entre la humanidad. Sus sentimientos, sus pensamientos, su vida cotidiana sólo podían existir por encima del resto de los seres humanos.
Los tanques rusos le habían devuelto al punto de partida. Sus pensamientos, sus decisiones, su odio no estaban hoy dirigidos contra Dios y el destino del mundo. Los carros rusos le habían vuelto a situar entre los hombres.
La soledad en el bosque, que inicialmente le había calmado, ahora le parecía espantosa. Solo, sin guardaespaldas, sin los habituales ayudantes de campo, se sentía como el niño del cuento que se pierde en la oscuridad del bosque encantado. Del mismo modo vagaba Pulgarcito; así se había perdido la cabritilla en el bosque, sin saber que en la oscuridad acechaba el lobo.
De las oscuras tinieblas de las décadas transcurridas emergieron sus miedos infantiles, el recuerdo de la ilustración de un libro de cuentos: una cabritilla en un claro iluminado por el sol, y entre la espesura húmeda y oscura del bosque, los ojos rojos y los dientes blancos del lobo.
De repente Hitler sintió deseos de, gritar como cuando era niño; deseaba llamar a su madre, cerrar los ojos, correr.
Pero en el bosque, entre los árboles, se ocultaba el regimiento de su guardia personal, miles de hombres fuertes, entrenados, despiertos, con reflejos inmediatos. La misión de su vida consistía en evitar que el mínimo soplo de aire llegara a mover un pelo de su cabeza, que no lo tocara siquiera. El zumbido discreto del teléfono transmitía a todos los sectores y zonas los movimientos del Führer, que había decidido pasear solo por el bosque.
Dio media vuelta y, reprimiendo el deseo de salir corriendo, se dirigió hacia los edificios verde oscuro de su cuartel general.
Los guardias vieron que el Führer apretaba el paso, sin duda para tratar asuntos urgentes que requerían su presencia en el Estado Mayor. ¿Cómo podían imaginar que pocos minutos antes del crepúsculo el caudillo de Alemania había escapado del lobo del cuento?
Detrás de los árboles brillaban las luces de los edificios del Estado Mayor. Por primera vez, al pensar en el fuego de los hornos crematorios sintió un horror humano.
18
Una extraña inquietud se apoderó de los hombres que se encontraban en los refugios y en el puesto de mando del 62.° Ejército: tenían ganas de tocarse la cara, palpar sus uniformes, mover los dedos de los pies encerrados en las botas. Los alemanes no disparaban. Se había hecho el silencio.
Aquel silencio daba vértigo. Los hombres tenían la impresión de haberse vaciado, de que se les había entumecido el corazón; que los brazos, las piernas se movían como miembros extraños. Causaba una impresión inverosímil, inconcebible, comer las gachas en silencio, y en silencio escribir una carta, despertarse por la noche en medio de la calma. El silencio tenía voz propia, había hecho nacer una infinidad de sonidos que parecían nuevos y extraños: el tintineo del cuchillo, el susurro de la página de un libro, el crujido de la tarima, las pisadas de los pies desnudos, el chirrido de la pluma, el tictac del reloj de pesas en la pared del refugio.
El jefe del Estado Mayor del ejército Krilov entró en el refugio del comandante. Chuikov estaba sentado en el catre y frente a él, detrás de una pequeña mesa, se hallaba Gúrov. Krilov quería anunciar rápidamente las últimas novedades: el frente de Stalingrado había pasado al ataque, el cerco sobre las tropas de Paulus se decidiría en las próximas horas. Miró a Chuikov y Gúrov y tomó asiento, en silencio, en el catre. Krilov debió de ver algo muy importante en los rostros de sus camaradas para no hacerles partícipes de esa información, que tenía una importancia capital.
Los tres hombres permanecían callados. El silencio daba vida a nuevos ruidos hasta ese instante borrados en Stalingrado. El silencio estaba a punto de generar nuevos pensamientos, pasiones, inquietudes que habían sido acallados durante los días de combate.
Pero en esos instantes no tenían todavía nuevos pensamientos: sus emociones, ambiciones, ofensas, odio no se habían liberado del peso aplastante de Stalingrado. No pensaban que de ahora en adelante sus nombres estarían ligados a una página gloriosa de la historia militar de Rusia.
Aquellos instantes de silencio fueron los mejores de su vida, instantes regidos exclusivamente por sentimientos humanos, y ninguno de los allí presentes pudo explicarse el motivo de tanta felicidad y de tanta tristeza, del amor y la paz que les había invadido.
¿Es necesario continuar hablando de los generales de Stalingrado después del éxito del ataque defensivo? ¿Es necesario contar las pasiones mezquinas que se adueñaron de algunos jefes de la defensa en Stalingrado? ¿De cómo bebían y discutían sin interrupción a propósito de una gloria indivisible? ¿De cómo Chuikov, borracho, se lanzó contra Rodímtsev con la intención de estrangularlo sólo porque, en el mitin celebrado para conmemorar la victoria de Stalingrado, Nikita Jruschov abrazó y besó a Rodímtsev sin dignarse mirar siquiera a Chuikov?
¿Es necesario explicar que Chuikov y su Estado Mayor fueron los primeros en abandonar la santa tierra de Stalingrado para asistir a las celebraciones del vigésimo aniversario de la Cheká-OGPU? ¿Y que al día siguiente él y sus camaradas, borrachos como una cuba, estuvieron a punto de ahogarse en el Volga y fueron sacados del agua por los soldados? ¿Es necesario hablar de los insultos, los reproches, las sospechas, la envidia?
La verdad es sólo una. No hay dos verdades. Sin verdad, o bien con fragmentos, con una pequeña parte de la verdad, con una verdad cortada y podada, es difícil vivir. Una verdad parcial no es una verdad. Dejemos que en esta maravillosa y silenciosa noche reine en el alma la verdad, sin máscaras. Restituyamos a los hombres, por esta noche, la bondad, la grandeza de sus duras jornadas de trabajo…
Chuikov salió del refugio y subió despacio a la cima de la pendiente del Volga. Los escalones de madera crujían bajo sus pies. Estaba oscuro. El este y el oeste callaban. Las siluetas de los bloques de las fábricas, las ruinas de los edificios de la ciudad, las trincheras, los refugios se habían fundido en la tranquila y silenciosa tiniebla de la tierra, del cielo, del Volga.
Así se manifestaba la victoria del pueblo. No con la marcha ceremonial del ejército bajo el estruendo de la orquesta, ni tampoco en los fuegos artificiales o en las salvas de la artillería, sino en la húmeda quietud nocturna que envolvía a la tierra, la ciudad, el Volga…
Chuikov se había conmovido; su corazón endurecido por la guerra le martilleaba en el pecho. Aguzó el oído: el silencio se había roto. Desde Banni Ovrag y la fábrica Octubre Rojo llegaba una canción. Abajo, en la orilla del Volga, se oían voces apagadas y los acordes de una guitarra.
Chuikov regresó al refugio. Gúrov, que le había esperado para cenar, le dijo:
—Esta calma es increíble, Vasili Ivánovich.
Chuikov resopló y no dijo nada.
Luego, una vez sentados a la mesa, Gúrov observó:
—Eh, camarada, has tenido que pasarlas canutas si lloras por una canción alegre.
Chuikov le fulminó con una mirada viva y desconcertada.
19
En el refugio excavado en la ladera del barranco de Stalingrado, algunos soldados del Ejército Rojo estaban sentados alrededor de una mesa improvisada, a la luz de una lámpara de fabricación casera.
Un sargento servía vodka en los vasos de sus compañeros y los hombres observaban cómo el líquido precioso alcanzaba el nivel indicado por su uña torcida.
Después de beber, todos alargaron las manos hacia el pan.
Uno acabó de masticar y dijo:
—Sí, las hemos pasado moradas, pero al final hemos vencido.
—Los fritzes se han calmado, no se oye ni un ruido.
—Sí, ya han tenido suficiente.
—La epopeya de Stalingrado ha terminado.
—Pero antes les ha dado tiempo de provocar muchas desgracias. Han quemado la mitad de Rusia.
Masticaban el pan muy despacio, sin apresurarse, reencontrando en la calma la sensación feliz y tranquila de aquellos que por fin pueden reposar, beber y comer después de un largo y difícil trabajo.
Las mentes comenzaban a nublarse, pero esta niebla tenía algo especial, no les aturdía. Y todo se percibía con extrema lucidez: el sabor del pan, el crujido de la cebolla, las armas amontonadas bajo la pared de arcilla de la trinchera, el recuerdo del hogar, el Volga y la victoria sobre el potente enemigo, obtenida con esas mismas manos que acariciaban los cabellos de los niños, que abrazaban a las mujeres, que despedazaban el pan y liaban cigarrillos con papel de periódico.
20
Los moscovitas que se preparaban para volver a casa después de la evacuación quizá se alegraban más de dejar atrás su vida como evacuados que de encontrarse de nuevo en Moscú. Las calles de Sverdlovsk, Omsk, Tashkent o Krasnoyarsk, las casas, las estrellas en el cielo otoñal, el sabor de la comida: todo se había vuelto odioso.
Si las noticias que transmitía la Oficina de Información Soviética eran buenas, decían:
—Bueno, pronto nos marcharemos de aquí.
Si el boletín, en cambio, era alarmante, se lamentaban:
—Oh, seguro que interrumpirán la reevacuación de las familias.
Corrían infinidad de historias sobre personas que habían logrado regresar a Moscú sin salvoconducto; cambiaban varias veces de tren, pasando de trenes de largo recorrido a ferrocarriles regionales, luego cogían trenes eléctricos donde no efectuaban controles.
La gente había olvidado que en octubre de 1941 cada día pasado en Moscú era una tortura. Con qué envidia miraban a los moscovitas que habían cambiado el siniestro cielo natal por la tranquilidad de Tartaria, Uzbekistán…
La gente había olvidado que algunos no consiguieron subir a los convoyes en los fatídicos días de octubre de 1941, que abandonaron maletas y hatillos y se fueron a pie hasta Zagorsk, porque deseaban huir de Moscú. Ahora la gente estaba dispuesta a abandonar sus pertenencias, el trabajo, una vida cómoda, y marchar a pie hasta Moscú, con el único fin de dejar a sus espaldas los lugares de la evacuación.
La principal razón de estas dos posiciones opuestas —la impetuosa fuerza que empujaba fuera de Moscú y hacia Moscú— consistía en el hecho de que el año de guerra transcurrido había transformado la conciencia de los hombres, y el miedo místico hacia los alemanes se había convertido en la certeza de la superioridad de las fuerzas soviéticas.
La terrible aviación alemana ya no parecía tan terrible.
En la segunda mitad de noviembre la Oficina de Información Soviética comunicó el inicio de la ofensiva contra el grupo de ejércitos nazis en la provincia de Vladikavkaz (Ordzhonikidze) y el sucesivo avance victorioso en la provincia de Stalingrado. Durante dos semanas el locutor anunció nueve veces: «Última hora… La ofensiva de nuestras tropas continúa… Un nuevo golpe asestado contra el enemigo… Nuestros ejércitos han vencido la resistencia del enemigo en las inmediaciones de Stalingrado y han roto su nueva línea de defensa en la orilla oriental del Don… Nuestros ejércitos prosiguen el ataque, han recorrido de diez a veinte kilómetros… Las tropas desplegadas en el curso medió del Don han pasado a la ofensiva contra los ejércitos alemanes… Ofensiva de nuestras tropas en el Cáucaso septentrional… Nuevo ataque de nuestros ejércitos al suroeste de Stalingrado…».
En vísperas del nuevo año, 1943, la Oficina de Información Soviética emitió un comunicado titulado «Balance de la ofensiva desplegada en las últimas seis semanas en los accesos de Stalingrado», en el que describía cómo habían sido cercados los ejércitos alemanes en Stalingrado.
En la conciencia de la gente estaba a punto de operarse un cambio. Los primeros movimientos tuvieron lugar en el subconsciente, con un secretismo no inferior a aquel con el que se había preparado la ofensiva de Stalingrado. Esta transformación, acaecida en el inconsciente, se hizo evidente, se expresó por primera vez después de la ofensiva de Stalingrado.
Lo que había ocurrido en la conciencia colectiva se distinguía de lo que había sucedido en los días del desenlace victorioso de la batalla de Moscú, si bien, en apariencia, los dos fenómenos eran idénticos.
La diferencia consistía en el hecho de que la victoria de Moscú había servido, fundamentalmente, para cambiar la Actitud hacia los alemanes. El temor místico hacia el ejército alemán se desvaneció en diciembre de 1941.
Stalingrado, la ofensiva de Stalingrado, contribuyó a crear una nueva conciencia en el ejército y en la población. Los soviéticos, los rusos, comenzaron a verse de otra manera y a comportarse de modo diferente respecto a la gente de otras nacionalidades. La historia de Rusia comenzó a ser percibida como la historia de la gloria rusa, y no como la historia de los sufrimientos y las humillaciones de los campesinos y obreros rusos.
El factor nacional, antes un aspecto relativo a la forma, se transformó en contenido, se convirtió en un nuevo fundamento para la comprensión del mundo.
En los días de la victoria de Moscú la gente pensaba según las viejas categorías de pensamiento, las nociones dominantes antes de la guerra.
La reinterpretación de los acontecimientos bélicos, la toma de conciencia de la fuerza de las armas rusas y del Estado formaban parte de un proceso más amplio, largo y complejo.
Dicho proceso había comenzado mucho antes de la guerra; sin embargo, no había tenido lugar tanto en la conciencia del pueblo como a un nivel subconsciente.
Tres grandiosos acontecimientos fueron las piedras angulares de esta reinterpretación de la vida y las relaciones humanas: la colectivización del campo, la industrialización y el año 1937.
Estos acontecimientos, como la Revolución de Octubre de 1917, causaron desplazamientos y movimientos de enormes masas de población; tales movimientos estuvieron acompañados por la eliminación física de personas en un número superior, que no inferior, al exterminio que había tenido lugar en la época de la liquidación de la nobleza rusa y de la burguesía industrial y comercial.
Estos acontecimientos, capitaneados por Stalin, señalaron el triunfo económico y político de los constructores del nuevo Estado soviético, del socialismo en un solo país. Estos acontecimientos constituían el resultado lógico de la Revolución de Octubre.
Sin embargo, el nuevo régimen que había triunfado en los tiempos de la colectivización, de la industrialización y de la sustitución casi total de los cuadros dirigentes no quería renunciar a las viejas ideas y las fórmulas ideológicas, si bien éstas habían perdido su contenido real. El nuevo régimen se servía de la vieja fraseología y de las viejas ideas, que habían surgido años antes de la Revolución, cuando se constituyó el ala bolchevique del partido socialdemócrata. La base del nuevo régimen era su carácter estatal-nacional.
La guerra aceleraba el proceso de reinterpretación de la realidad que de manera subterránea se llevaba a cabo en el periodo prebélico, y apresuró la manifestación de la conciencia nacional; la palabra «ruso» recuperó su sentido.
Al inicio, en la época de la retirada, esta palabra se asociaba en mayor medida con atributos negativos: el retraso ruso, la desorganización, la falta de caminos transitables propia de los rusos, el fatalismo ruso… Pero una nueva conciencia nacional había nacido; sólo esperaba una victoria militar.
Paralelamente, el Estado tomaba conciencia de sí mismo en el marco de nuevas categorías.
La conciencia nacional es una fuerza potente y maravillosa en tiempos de adversidad. Es maravillosa no porque sea nacional, sino porque es humana; es la manifestación de la dignidad del hombre, de su amor por la libertad, de su fe en el bien.
Pero despertada en tiempos de desgracia, la conciencia nacional puede desarrollarse de formas diversas.
Es indudable que el sentimiento nacional se manifiesta de modo diferente en el jefe del departamento de personal, que protege la empresa de la contaminación de los cosmopolitas y nacionalistas burgueses, que en el soldado del Ejército Rojo que defiende Stalingrado.
La vida de la Unión Soviética vinculó el despertar de la conciencia nacional con los objetivos que el Estado se había fijado después de la guerra: la lucha por la idea de la soberanía nacional, la afirmación del soviético, del ruso, en cualquier terreno de la vida.
Todos estos propósitos no surgieron de improviso durante la guerra y la posguerra; aparecieron antes, cuando tuvieron lugar los acontecimientos que se desarrollaron en el campo, la creación de una industria pesada nacional y la llegada de nuevos mandos dirigentes; hechos que, en su conjunto, marcaron el triunfo de un régimen que Stalin definió como «socialismo en un solo país».
Los defectos congénitos de la socialdemócrata rusa fueron borrados, suprimidos.
Y precisamente en el punto de inflexión de Stalingrado en el momento en que las llamas de Stalingrado eran la única señal de libertad en un reino tenebroso, dio inicio este proceso de reinterpretación.
La lógica de los acontecimientos hizo que la guerra del pueblo, que alcanzó su punto culminante durante la defensa de Stalingrado, permitiera a Stalin proclamar abiertamente la ideología del nacionalismo estatal.
21
En el periódico mural colgado en el vestíbulo del Instituto de Física apareció un artículo titulado «Siempre con el pueblo».
En el articulo se hablaba de la enorme importancia que la Unión Soviética, guiada a través de la tempestad de la guerra por el gran Stalin, concedía a la ciencia; de las consideraciones y los honores con que el Partido y el gobierno colmaban a los hombres de ciencias, sin parangón con otras partes del mundo, y de cómo, incluso en aquel terrible periodo, el Estado soviético fomentaba las condiciones necesarias para que los científicos desarrollaran un trabajo normal y fructífero.
Más adelante se referían los grandes objetivos que el instituto tenía por delante: las nuevas construcciones, ampliación de los viejos laboratorios, la relación entre teoría y práctica, así como el papel que desempeñaba las investigaciones científicas en la industria bélica.
Asimismo se aludía al entusiasmo patriótico que había exaltado al colectivo de los obreros científicos, quienes se esforzaban por mostrarse dignos de la confianza y los desvelos del Partido, e incluso del propio camarada Stalin, y por no decepcionar la esperanza que el pueblo había depositado en el glorioso grupo de vanguardia de la intelectualidad soviética: los hombres de ciencia.
En la última parte del artículo se constataba que, por desgracia, dentro de ese colectivo sano y fraternal había individuos que no eran conscientes de su responsabilidad para con el pueblo y el Partido, hombres extraños a la gran familia soviética. Estas personas se oponían a la colectividad, anteponían sus intereses personales por encima de los deberes que el Partido imponía a los científicos, eran propensos a exagerar sus méritos científicos, reales o ilusorios. Algunos de ellos, voluntariamente o no, se convertían en portavoces de opiniones y puntos de vista extraños, no soviéticos; predicaban ideas políticamente hostiles. Estas personas, por lo general, exigían una actitud neutra hacia las teorías idealistas, reaccionarias y oscurantistas de los científicos idealistas extranjeros; se jactaban de los vínculos que mantenían con ellos, rebajando así el sentimiento de orgullo nacional de los científicos rusos y disminuyendo los méritos de la ciencia soviética. A veces se erigían en defensores de una justicia por así decirlo pisoteada, con el fin de granjearse popularidad entre personas poco perspicaces, confiadas e ingenuas. En realidad, sembraban la semilla de la discordia, la desconfianza en la fuerza de la ciencia rusa, la irreverencia hacia su glorioso pasado y sus grandes exponentes.
El artículo exhortaba a eliminar cualquier forma de corrupción, todo lo que fuera adverso y hostil, todo lo que supusiera un estorbo para el cumplimiento, durante la Gran Guerra Patria, de los objetivos fijados por el Partido y el pueblo a los científicos. El artículo concluía con las palabras: «¡Adelante, hacia las nuevas cumbres de la ciencia! Sigamos la vía gloriosa, iluminada por el faro de la filosofía marxista, esa vía por la que nos guía el gran partido de Lenin y Stalin».
Aunque el artículo no mencionaba nombres, en el laboratorio todos comprendieron que las alusiones acusatorias se referían a Shtrum.
Savostiánov le habló a Shtrum del artículo, pero éste se negó a leerlo. En ese momento se encontraba con sus colaboradores, que estaban acabando de montar los nuevos aparatos.
Shtrum pasó un brazo alrededor de los hombros de Nozdrín y exclamó:
—Pase lo que pase, esta máquina hará su trabajo.
Nozdrín, de pronto, empezó a despotricar a diestro y siniestro, y Víktor Pávlovich no comprendió, en aquel instante, a quien iban dirigidas aquellas imprecaciones.
Al final de la jornada laboral, Sokolov fue a verle.
—Le admiro, Víktor Pávlovich. Ha trabajado todo el día como si nada. Su fuerza socrática es extraordinaria.
—Si un hombre es rubio por naturaleza, no se vuelve moreno porque se hable de él en un periódico mural —respondió Shtrum.
Se había familiarizado con la sensación de estar resentido con Sokolov, y la costumbre había difuminado aquel sentimiento hasta el punto de que era como si perteneciera al pasado. Ya no reprochaba a Sokolov su carácter reservado y su acritud timorata. A veces incluso se decía: «Tiene muchas virtudes, y a fin de cuentas, todos tenemos defectos».
—Sí —dijo Sokolov—. Pero hay artículos y artículos. Anna Stepánovna se encontró mal después de leerlo. Primero fue a la enfermería y luego la enviaron a casa.
«Pero ¿qué es eso tan terrible que han escrito?», pensó Shtrum. Sin embargo no pidió detalles a Sokolov y nadie le mencionó el contenido del artículo.
De la misma manera, probablemente, se le oculta a un enfermo terminal el avance inexorable de la enfermedad que le corroe.
Aquella noche Shtrum fue el último en abandonar el laboratorio. Alekséi Mijaílovich, el viejo guardián que ahora trabajaba en el guardarropa, le dijo mientras le tendía el abrigo:
—Es así, Víktor Pávlovich; en este mundo no hay paz para la buena gente.
Una vez se hubo puesto el abrigo, Víktor Pávlovich subió de nuevo las escaleras y se detuvo ante el tablero del periódico mural. Leyó el artículo y, azorado, miró a su alrededor; le pareció que le iban a arrestar al instante, pero el vestíbulo estaba desierto y tranquilo.
La relación de desequilibrio entre la fragilidad del cuerpo humano y la potencia colosal del Estado se le apareció en su concreta e imponente realidad; tuvo la sensación de que el Estado le escrutaba el rostro con unos ojos enormes, claros. De un momento a otro se abalanzaría sobre su cuerpo, y él, castañeteando los dientes, emitiría un gemido, un grito, y desaparecería para siempre.
La calle estaba atestada, pero a Shtrum le parecía que una franja de tierra de nadie le separaba de los transeúntes.
En el trolebús un hombre tocado con un gorro militar de invierno le decía a su compañero de viaje, con voz excitada:
—¿Has oído el boletín «Última hora»?
Desde los asientos de delante, alguien gritó:
—¡Stalingrado! Los alemanes han sido aplastados.
Una mujer entrada en años miró a Shtrum como si le reprochara su silencio.
Shtrum estaba pensando en Sokolov con ternura: «Los hombres están llenos de defectos; él los tiene y yo también».
Pero tras considerar que equipararse a los demás en sus debilidades y defectos nunca es del todo sincero, enseguida rectificó: «Sus opiniones dependen del amor que profesa al Estado, del éxito de su vida. Se arrima al sol que más calienta; ahora que la victoria está cercana no pronunciará ni una sola palabra de crítica. Yo soy diferente, tanto si le va bien al Estado como si le va mal, tanto si me golpea como si me acaricia, mi actitud hacia él no cambia».
Cuando llegara a casa le contaría a Liudmila Nikoláyevna lo del artículo. Esta vez sí que le habían tomado en seno. Le diría: «Ahí tienes mi premio Stalin, Liúdochka. Sólo se escriben artículos de ese tipo cuando se quiere encarcelar a alguien».
«Nuestros destinos están unidos —pensó—. Si me invitaran a la Sorbona para impartir un ciclo de conferencias, ella vendría conmigo; y si me mandaran a un campo de Kolymá, también me seguiría.
«Bien, no puedes decir que no te lo has ganado, y a pulso además», le diría Liudmila Nikoláyevna.
Y él le replicaría con acritud: «No necesito críticas sino comprensión. Críticas tengo más que suficientes en el instituto».
Fue Nadia la que le abrió la puerta. En la penumbra del pasillo, ella le abrazó, apretándose contra su pecho.
—Tengo frío, estoy empapado; deja que me quite el abrigo. ¿Qué ha pasado? —preguntó.
—¿Es que no te has enterado? ¡Stalingrado! Una inmensa victoria. Los alemanes están acorralados. ¡Venga, entra enseguida!
Le ayudó a quitarse el abrigo y le arrastró hacia la habitación tirándole del brazo.
—Por aquí, por aquí. Mamá está en la habitación de Tolia.
Abrió la puerta. Liudmila Nikoláyevna estaba sentada en el escritorio de Tolia. Volvió lentamente la cabeza hacia él y le sonrió con aire triste y solemne.
Aquella noche Shtrum no le contó a Liudmila lo que había ocurrido en el instituto.
Estaban sentados ante el escritorio de Tolia. Liudmila Nikoláyevna dibujaba en un folio la posición de los alemanes cercados en Stalingrado mientras le explicaba a Nadia su propio plan de operaciones militares.
Durante la noche, en su cuarto, Shtrum no dejó de pensar: «¡Dios mío! ¿Y si escribiera una carta de arrepentimiento? Todo el mundo lo hace en esta clase de situaciones».
22
Transcurrieron varios días desde la aparición del artículo en el periódico mural. El trabajo en el laboratorio seguía su curso habitual.
Shtrum tenía momentos bajos, luego recuperaba la energía se mostraba activo, iba de aquí para allá en el laboratorio tamborileando los dedos ágiles, bien en el alféizar de la ventana, bien en las cajas metálicas, sus melodías preferidas.
Decía en tono de broma que, evidentemente, en el instituto se había propagado una epidemia de miopía, porque los conocidos que se encontraban cara a cara con él pasaban de largo, abstraídos, sin saludarle siquiera. Gurévich, pese a que le había visto desde lejos, había adoptado un aire pensativo, había cruzado la calle y se había detenido a contemplar un cartel. Shtrum, siguiendo su recorrido, se había vuelto para mirarle; en el mismo instante también Gurévich había levantado la mirada y sus ojos se habían encontrado. Gurévich hizo un gesto de sorpresa y alegría, y comenzó a enviarle señas de saludo. Pero no había nada de divertido en todo aquello.
Svechín, al encontrarse con Shtrum, le había saludado y había ralentizado el paso con buenas formas, pero por la expresión de su cara se diría que se había topado con el embajador de una potencia enemiga.
Víktor Pávlovich llevaba la cuenta de quién le había dado la espalda, quién le saludaba con un movimiento de cabeza, quién le estrechaba la mano.
Cuando llegaba a casa, lo primero que preguntaba a su mujer era:
—¿Ha llamado alguien?
Liudmila Nikoláyevna respondía como siempre:
—Nadie, excepto Maria Ivánovna.
Y sabiendo de antemano qué pregunta venía a continuación después de esas palabras, añadía:
—De Madiárov todavía no hay ninguna noticia.
—Ya lo ves —le decía él—, los que telefoneaban cada día ahora lo hacen de vez en cuando; y los que lo hacían ocasionalmente han dejado de hacerlo del todo.
Le parecía que también en casa le trataban de manera diferente. Una vez Nadia había pasado delante de él, que estaba bebiendo un té, sin saludarlo.
Shtrum le había gritado en tono airado:
—¿Ya no se dice ni buenos días? ¿Qué soy? ¿Un objeto inanimado?
Evidentemente su cara era tan patética, tan dolorosa que Nadia, comprendiendo su estado de ánimo, en vez de responderle con una grosería se apresuró a decir:
—Perdóname, querido papá.
Aquel mismo día él decidió indagar:
—Oye, Nadia, ¿sigues viendo a tu gran estratega?
Nadia se limitó a encogerse de hombros, sin articular palabra.
—Quiero advertirte de una cosa —dijo—. Que no se te pase por la cabeza hablar con él de política. Sólo me falta que me pillen por alguna indiscreción tuya.
Nadia, en lugar de responder con una insolencia, observó:
—Puedes estar tranquilo, papá.
Por la mañana, al acercarse al instituto, Shtrum comenzaba a mirar alrededor y luego aminoraba el paso, y de nuevo lo aceleraba. Una vez se había convencido de que el pasillo estaba vacío, caminaba a toda prisa, con la cabeza gacha, y si en alguna parte se abría una puerta, a Víktor Pávlovich se le encogía el corazón.
Al entrar en el laboratorio, su respiración era pesada, como la de un soldado que acaba de llegar a su trinchera después de atravesar un campo bajo fuego enemigo.
Un día, Savostiánov pasó a ver a Shtrum y le dijo:
—Víktor Pávlovich, por lo que más quiera, se lo rogamos todos: escriba una carta, arrepiéntase, le aseguro que eso le ayudará. Reflexione; lo está echando todo a perder y justo cuando tiene por delante un trabajo importante, más que importante, grandioso; las fuerzas vivas de nuestra ciencia le miran con esperanza. Escriba una carta, reconozca sus errores.
—Pero ¿de qué debo arrepentirme? ¿De qué errores? —preguntó Shtrum.
—Qué más da, lo hace todo el mundo: escritores, científicos, dirigentes del Partido; incluso nuestro querido músico Shostakóvich reconoce sus errores, escribe cartas de arrepentimiento y, después, continúa trabajando como si nada.
—Pero ¿de qué debería arrepentirme? ¿Ante quién?
—Escriba a la dirección, escriba al Comité Central. No importa, a cualquier parte. Lo principal es que se arrepienta. Algo así como: «Reconozco mi culpa, he tergiversado ciertas cosas, soy plenamente consciente y prometo enmendarme». Más o menos en estos términos; pero usted ya sabe de qué le hablo, es ya un cliché. Lo importante es que esos escritos ayudan, siempre ayudan.
Los ojos de Savostiánov, por lo general alegres y risueños, estaban serios. Parecía que incluso hubieran cambiado de color.
—Gracias, gracias, querido mío —dijo Shtrum—, su amistad me conmueve.
Una hora después Sokolov le dijo:
—Víktor Pávlovich, la próxima semana el Consejo Científico celebrará una sesión plenaria; creo que usted debería intervenir.
—¿En calidad de qué? —preguntó Shtrum.
—Me parece que debería dar explicaciones; en pocas palabras, creo que debería admitir su error.
Shtrum se puso a andar por la habitación, después se paró de golpe al lado de la ventana y, mirando fijamente al patio, dijo:
—Piotr Pávlovich, ¿no sería mejor escribir una carta? Mire, es más fácil que escupirse encima en público.
—No, creo que debe hacer una intervención. Ayer hablé con Svechín y me dio a entender que allí —hizo un gesto vago en dirección a la cornisa superior de la puerta— prefieren que intervenga a que escriba una carta.
Shtrum se volvió enseguida hacia él.
—No intervendré ni escribiré ninguna carta.
Sokolov, con la entonación paciente de un psiquiatra que discute con un enfermo, observó:
—Víktor Pávlovich, en su posición guardar silencio significa suicidarse con plena conciencia; pesan sobre usted imputaciones de carácter político.
—¿Sabe lo que me resulta más penoso? —le preguntó Shtrum—. No comprendo por qué ha de pasarme algo así en unos días de alegría general, en los días de la victoria. ¡Y pensar que cualquier hijo de perra puede decir que ataqué abiertamente los principios del leninismo porque estaba convencido de que asistíamos al fin del poder soviético! Como si me gustara atacar a los débiles.
—Sí, lo he oído decir —dijo Sokolov.
—No, no, ¡al diablo con ellos! —dijo Shtrum—. No entonaré un mea culpa.
Pero por la noche se encerró en su habitación y comenzó a escribir la carta. Lleno de vergüenza, la hizo pedazos y se puso a redactar el texto para su intervención en el Consejo Científico. Al releerlo dio un golpe contra la mesa con la palma de la mano y rompió el papel en mil pedazos.
—Basta, ¡se acabó! —dijo en voz alta—. Que pase lo que haya de pasar. Que me encarcelen.
Permaneció inmóvil durante un rato, reflexionando sobre su última decisión. Después le vino a la cabeza la idea de escribir el texto aproximado de la carta que habría escrito si hubiera decidido arrepentirse; en eso no había nada de humillante. Nadie vería la carta; nadie.
Estaba solo, la puerta cerrada con llave, en la casa todos dormían; al otro lado de la ventana reinaba el silencio, no se oían ni bocinas ni ruido de coches.
Pero una fuerza invisible le oprimía. Sentía su poder hipnótico, que le obligaba a pensar como ella quería y a escribir bajo su dictado. Se encontraba dentro de él, y le helaba el corazón, disolvía su voluntad, se entrometía en las relaciones con su familia y su hija, en su pasado, en los pensamientos de su juventud. Había acabado sintiendo que era un ser privado de talento, aburrido, pesado, que agotaba a todo el mundo con su monótona locuacidad. Incluso su trabajo le parecía apagado, como si estuviera cubierto de cenizas y polvo; había dejado de llenarle de luz y alegría.
Sólo la gente que nunca ha sentido una fuerza semejante puede asombrarse de que alguien se someta a ella. Los que la han experimentado, por el contrario, se sorprenderán de que un hombre pueda rebelarse contra tal fuerza, aunque sólo sea un momento, con alguna expresión airada o un tímido gesto de protesta.
Shtrum escribía la carta de arrepentimiento sólo para él, luego la escondería y no se la enseñaría a nadie; pero al mismo tiempo, en su fuero interno, sentía que más adelante podía serle útil, si bien por el momento seguiría guardada.
Al día siguiente, mientras bebía el té, miró el reloj: era hora de ir al laboratorio. Una gélida sensación de soledad se apoderó de él. Tenía la impresión de que, hasta el fin de sus días, nadie iría a verle. Ya no le telefoneaban, pero no sólo por miedo: no le llamaban porque era aburrido, no despertaba interés y era mediocre.
—Nadie llamó ayer, ¿verdad? —preguntó a Liudmila Nikoláyevna y declamó con énfasis—: «Estoy solo en la ventana; no aguardo a un huésped ni a un amigo»6.
—Olvidé decirte que ha vuelto Chepizhin. Ha llamado, quiere verte.
—¿Cómo has podido olvidarte?
Y comenzó a tamborilear sobre la mesa una música solemne.
Liudmila Nikoláyevna se acercó a la ventana. Shtrum caminó sin apresurarse, alto, encorvado, golpeando de vez en cuando con su cartera contra las piernas, y ella sabía que ahora estaba pensando en su encuentro con Chepizhin, en cómo le saludaría y hablaría con el amigo.
En los últimos días se compadecía de su marido, se inquietaba por él, pero al mismo tiempo pensaba en sus defectos, sobre todo en el principal: su egoísmo.
Había declamado: «Estoy solo en la ventana, no aguardo a ningún amigo», y se había ido al laboratorio, donde estaba rodeado de gente, donde tenía un trabajo; luego, por la tarde, pasaría a ver a Chepizhin y probablemente no regresaría antes de la medianoche; ni siquiera se le pasaría por la cabeza que ella estaría todo el día sola en casa; ella sí que estaría sola en la ventana del piso vacío, sin nadie a su lado, sin aguardar a ningún huésped, a ningún amigo.
Liudmila Nikoláyevna fue a la cocina a fregar los platos. Aquella mañana sentía un peso en el corazón. Hoy no llamaría María Ivánovna porque iba a casa de su hermana mayor, en Shabolovka.
¡Cuánto le preocupaba Nadia! No contaba nada, pero seguro que a pesar de las prohibiciones continuaba con sus paseos nocturnos. Y Víktor, enfrascado por completo en sus asuntos, no tenía tiempo para pensar en su hija.
Sonó el timbre; debía de ser el carpintero: el día antes le había llamado para que viniera a reparar la puerta de la habitación de Tolia. Liudmila Nikoláyevna se alegró: ¡un ser humano! Abrió la puerta; en la penumbra del pasillo había una mujer con un gorro gris de astracán y una maleta en la mano.
—¡Zhenia! —gritó Liudmila, tan fuerte y lastimosamente que se sorprendió de su propia voz y, besando a su hermana, acariciándole la espalda, susurró:
—Está muerto. Tolia está muerto, muerto.
23
Un fino chorro de agua caliente caía en la bañera. Bastaba con aumentar un poco la presión para que al instante el agua se volviera fría. La bañera se llenaba despacio, pero a las dos hermanas les parecía que desde su encuentro sólo habían intercambiado un par de palabras.
Después, mientras Zhenia tomaba el baño, Liudmila Nikoláyevna no hacía más que acercarse a la puerta y preguntarle:
—¿Qué, cómo estás? ¿Quieres que te frote la espalda? Cuidado con el gas, que no se te apague…
Unos minutos más tarde, Liudmila golpeó con el puño en la puerta y preguntó, enfadada:
—Pero ¿qué haces? ¿Te has dormido?
Zhenia salió del baño envuelta en el albornoz afelpado de su hermana.
—Ah, eres una bruja —dijo Liudmila Nikoláyevna.
Y Yevguenia Nikoláyevna recordó que Sofía Ósipovna también la había llamado bruja cuando Nóvikov había llegado una noche a Stalingrado.
La mesa estaba puesta.
—Qué sensación tan extraña —dijo Yevguenia Nikoláyevna—. Después de dos días de viaje en un vagón sin asientos reservados me he lavado en una bañera; debería sentirme colmada de felicidad, pero en el corazón…
—¿Qué te trae por Moscú? ¿Alguna mala noticia? —preguntó Liudmila Nikoláyevna.
—Luego, luego.
E hizo un gesto con la mano para que no insistiera.
Liudmila le contó los asuntos de Víktor Pávlovich, el amor inesperado y ridículo de Nadia; le habló de los amigos que habían dejado de telefonear y de los que aparentaban no reconocer a Shtrum cuando se lo encontraban.
Yevguenia Nikoláyevna le habló de Spiridónov; ahora estaba en Kúibishev y no le ofrecerían un nuevo trabajo hasta que una comisión no aclarara su asunto. En cierto modo parecía noble y patético a la vez. Vera y el niño estaban en Leninsk. Stepán Fiódorovich rompía a llorar cuando hablaba del nieto. Luego le contó a Liudmila la deportación de Jenny Guenríjovna, lo amable que era el viejo Sharogorodski y cómo la había ayudado Limónov con el permiso de residencia.
En la cabeza de Zhenia había una niebla hecha de humo, del rumor de las ruedas, de las conversaciones en el vagón, y le causaba un extraño efecto ver la cara de su hermana, sentir el roce del suave albornoz sobre la piel recién lavada, estar sentada en una habitación con un piano y una alfombra.
Y en todo lo que se contaban las dos hermanas, acontecimientos tristes y alegres, divertidos y conmovedores de los últimos días, ambas sentían la presencia de los parientes y amigos que las habían abandonado para siempre, pero que continuaban ligados a ellas. Dijeran lo que dijeran de Víktor Pávlovich, la sombra de Anna Semiónovna estaba allí; detrás de Seriozha emergían su padre y su madre, prisioneros en un campo, y al lado de Liudmila Nikoláyevna resonaban día y noche los pasos de un joven tímido, ancho de espaldas y de labios prominentes. Pero no hablaban de ellos.
—No hay ninguna noticia de Sofía Ósipovna. Como si se la hubiera tragado la tierra —dijo Zhenia.
—¿De la Levinton?
—Sí, sí, ella.
—No me caía demasiado bien —observó Liudmila Nikoláyevna—. ¿Aún pintas cuadros? —le preguntó después.
—En Kúibishev, no. Pero en Stalingrado sí.
—Cuando nos evacuaron, Víktor se llevó dos cuadros tuyos. Puedes estar orgullosa.
Zhenia sonrió.
—Sí, lo estoy.
Liudmila Nikoláyevna siguió:
—Entonces, generala, ¿no me cuentas lo más importante? ¿Eres feliz? ¿Le amas?
Zhenia se apretó el albornoz contra el pecho y murmuró:
—Sí, sí, soy feliz, le amo, soy amada… —Y lanzando una ojeada rápida a su hermana, añadió—: ¿Sabes por qué he venido a Moscú? Nikolái Grigórievich ha sido arrestado, está en la Lubianka.
—Dios mío, pero ¿por qué? ¡Es un hombre cien por cien de fiar!
—¿Y nuestro Mitia, entonces? ¿Y tu Abarchuk? Él sí que lo era, al doscientos por ciento.
Liudmila Nikoláyevna se quedó un instante pensativa y luego dijo:
—Pero ¡hay que ver lo cruel que era tu Nikolái! No tuvo compasión de los campesinos durante la época de la colectivización. Me acuerdo de haberle preguntado: «¿Por qué hacen eso?». Y él me respondió: «¡Que se vayan al diablo esos kulaks!». Tenía una gran influencia sobre Víktor.
Zhenia dijo en tono de reproche:
—Ay, Liuda, siempre te acuerdas de los aspectos negativos de la gente y los dices en voz alta en el momento más inoportuno.
—Qué quieres que haga —replicó Liudmila Nikoláyevna—. Yo no tengo pelos en la lengua.
—Está bien, pero no hace falta que estés tan orgullosa de esa virtud tuya. —Luego le confió en un susurro—: Liuda, me han citado.
Cogió el pañuelo de su hermana, que estaba sobre el diván, cubrió con él el teléfono y dijo:
—Por lo visto pueden escuchar a través del teléfono. He tenido que firmar una declaración.
—Pero tú nunca fuiste la mujer legítima de Nikolái.
—No, pero me han interrogado como si fuera su esposa. Te lo contaré. Recibí el aviso de que debía comparecer con mi pasaporte. Pasé revista a todos: Mitia, Ida, incluso tu Abarchuk; se me pasaron por la mente todos nuestros amigos y conocidos que han estado en la cárcel, pero ni por un momento pensé en Nikolái. Estaba citada a las cinco. Un despacho de lo más ordinario. En la pared, los retratos enormes de Stalin y Beria. Un individuo joven, con una cara corriente, me escruta con una mirada penetrante y omnipotente. No se anduvo con rodeos: «¿Conoce las actividades contrarrevolucionarias de Nikolái Grigórievich Krímov?». Más de una vez tuve la sensación de que nunca saldría de allí. Imagínate, incluso insinuó que Nóvikov…, en pocas palabras, una porquería espantosa: que yo me había convertido en la amante de Nóvikov para sacarle toda la información posible y comunicársela a Nikolái Grigórievich… Sentí que se me paralizaba todo por dentro. Le dije: «Sabe, Krímov es un comunista tan fanático que quien está con él tiene la impresión de asistir a un raikom». Y él me dice: «¿Quiere decir que Nóvikov no le parece un verdadero soviético?». Le respondo: «Su trabajo es muy extraño: la gente combate en el frente contra los fascistas, y usted, joven, se queda en la retaguardia para cubrir a estos hombres de lodo». Pensaba que después de haberle dicho eso iba a atizarme en los morros, pero se sintió avergonzado, se ruborizó. En definitiva, han arrestado a Nikolái. Y las acusaciones son absurdas; trotskismo, relaciones con la Gestapo.
—Qué horror —dijo Liudmila Nikoláyevna, y pensó que también habrían podido estrechar el cerco sobre Tolia y haberle declarado sospechoso de cosas similares—. Me imagino cómo va a tomarse Viria la noticia —añadió—. En estos momentos está terriblemente nervioso, todo el rato tiene la impresión de que le van a meter en la cárcel. Recuerda siempre dónde, de qué y con quién ha hablado. Sobre todo en el maldito Kazán.
Durante un rato Yevguenia Nikoláyevna miró fijamente a su hermana y al final murmuró:
—¿Quieres que te diga qué es lo más terrible? El juez instructor me preguntó: «¿Cómo es que no está al corriente del trotskísmo de su marido cuando él mismo le refirió palabras entusiastas acerca de Trotski, en relación con un artículo suyo que calificó como “puro mármol”?». Sólo después, mientras volvía a casa, recordé que Nikolái me había dicho: «Eres la única persona que lo sabe»; y por la noche, de repente, tuve un shock: se lo había contado a Nóvikov cuando estuvo en Kúibishev. Creí que iba a perder la razón, me invadió una angustia…
—Ay, infeliz —respondió Liudmila Nikoláyevna—. Era de esperar que esto ocurriera.
—Pero ¿por qué a mí? —preguntó Yevguenia Nikoláyevna—. A ti también habría, podido pasarte.
—Nada de eso. Del primero te has separado y con el segundo te has juntado. A uno le cuentas confidencias del otro.
—Pero tú también te separaste del padre de Tolia. Seguro que le has contado muchas cosas a Víktor Pávlovich.
—No, te equivocas —dijo con convicción Liudmila Nikoláyevna—, no tiene ni punto de comparación.
—Pero ¿por qué? —preguntó Zhenia, sintiéndose enojada de repente al mirar a su hermana mayor—. Reconoce que lo que acabas de decir es una tontería.
Liudmila Nikoláyevna respondió sin inmutarse:
—No lo sé, tal vez sea una estupidez.
—¿No tienes reloj? —preguntó Yevguenia Nikoláyevna—. Tengo que llegar a tiempo al número 24 de Kuznetski Most. —Y sin poder contener más su irritación, declaró—: Tienes un carácter difícil, Liuda. Ya entiendo por qué mamá prefiere vivir en Kazán sin un techo propio, a pesar de que tú tienes un piso de cuatro habitaciones.
Después de haber dicho estas crueles palabras, Zhenia se arrepintió y acto seguido, para dar a entender a Liudmila que su relación fraternal era más fuerte que cualquier desavenencia, añadió:
—Quiero creer en Nóvikov. Pero la verdad es que… ¿cómo han llegado esas palabras a los órganos de seguridad? Es terrible, me siento como si me hubiera perdido en una espesa niebla.
Le hubiera gustado tanto que su madre estuviera a su lado. Zhenia habría apoyado la cabeza en su hombro y habría dicho: «Querida mamá, estoy tan cansada…».
Liudmila Nikoláyevna observó:
—¿Sabes lo que puede haber pasado? Tu general quizá le haya contado esa conversación a alguien, y éste ha presentado la denuncia.
—Sí, sí —dijo Zhenia—. Qué extraño, una idea tan sencilla y ni se me había ocurrido.
En el silencio y la tranquilidad de la casa de Liudmila, Zhenia, percibía con mayor intensidad la inquietud interior que la dominaba…
Todo lo que no había sentido o pensado al abandonar a Krímov, todo lo que secretamente la torturaba y agitaba cuando se marchó: su ternura hacia él que no desaparecía, su inquietud por él, la costumbre de verle, se había acentuado en las últimas semanas.
Zhenia le imaginaba en el trabajo, en el tranvía, mientras hacía cola delante de las tiendas. Casi todas las noches soñaba con él, gemía, gritaba, se despertaba. Los sueños eran terribles, llenos de incendios, guerra, y era imposible alejar el peligro que amenazaba a Nikolái Grigórievich.
Por la mañana, mientras se vestía y se lavaba deprisa, temerosa de llegar tarde al trabajo, seguía pensando en él.
Le parecía que no le amaba. Pero ¿acaso se puede pensar ininterrumpidamente en un hombre al que no se ama y sufrir tanto por su destino infeliz? ¿Por qué cada vez que Limónov y Sharogorodski bromeaban sobre la falta de talento de los poetas y pintores que él prefería le entraban ganas de ver a Nikolái, de acariciarle el cabello, de mimarle, compadecerle?
Ahora se había olvidado de su fanatismo, de su indiferencia hacia las víctimas de la represión, del odio con que hablaba de los kulaks durante la colectivización general.
Ahora sólo se acordaba de las cosas bonitas, románticas, conmovedoras y tristes. El poder que ahora ejercía sobre ella residía en su debilidad. Sus ojos tenían una expresión infantil, la sonrisa era confusa, los movimientos, torpes.
Le imaginaba con las hombreras arrancadas, con la barba canosa; le veía, por la noche, echado sobre el catre; le veía de espaldas mientras paseaba por el patio de la prisión… Probablemente él imaginaba que ella había intuido su destino y que por eso había roto con él.
Yacía sobre el catre de la celda y pensaba en ella… La generala…
¿Cómo comprender si era piedad, amor, conciencia o deber?
Nóvikov le había enviado un salvoconducto y, utilizando la línea telefónica militar, se había puesto de acuerdo con un amigo suyo de las fuerzas aéreas, quien le había prometido que haría llegar a Zhenia en un Douglas al Estado Mayor del frente. Los jefes de Zhenia le habían, dado un permiso de tres semanas.
Yevguenia Nikoláyevna trataba de tranquilizarse, repitiéndose: «Él lo comprenderá; comprenderá que no podía actuar de otra manera».
Sabía que se había comportado muy mal con Nóvikov: allí estaba, esperándola.
Le había escrito contándoselo todo con una sinceridad despiadada. Después de haber enviado la carta, Zhenia pensó que la censura militar leería su contenido. Todo aquello podía causar un gran perjuicio a Nóvikov.
«No, no, él lo comprenderá», se repetía.
Pero el problema era que Nóvikov lo comprendería, y después la abandonaría para siempre.
¿Le amaba o amaba el amor que él sentía por ella?
Un sentimiento de miedo, de tristeza, de horror frente a la soledad se apoderó de ella cuando pensó en que su separación era, a fin de cuentas, inevitable.
La idea, además, de haber sido ella misma la que había estrangulado con sus propias manos su felicidad le era particularmente insoportable.
Pero cuando pensaba que ahora no podía cambiar nada, al contrario, que no dependía de ella, sino de Nóvikov, que la ruptura era completa y definitiva, esa idea le parecía especialmente dura.
Cuando se le hacía demasiado doloroso, demasiado insoportable recordar a Nóvikov, trataba de imaginar a Nikolái Grigórievich. Tal vez la llamaran para un careo con él… Buenos días, mi pobrecito querido.
Nóvikov, en cambio, era alto, fuerte, ancho de espaldas, y estaba investido de poder. No tenía necesidad de apoyo, se las arreglaría solo. Le había apodado «el coracero». Nunca olvidaría su maravilloso y atrayente rostro; siempre sentiría nostalgia de él, de la felicidad que ella misma había arruinado. No sentía piedad hacia ella misma. No le daba miedo sufrir. Pero sabía que Nóvikov no era tan fuerte como aparentaba. En su cara, a veces, asomaba una expresión de impotencia, de temor…
Además ella tampoco era tan despiadada consigo misma ni tan indiferente a sus propios sufrimientos.
Liudmila, como si adivinara los pensamientos de su hermana, le preguntó:
—¿Qué será de ti y de tu general?
—Sólo pensarlo me da miedo.
—Una azotaina es lo que te mereces.
—¡No podía actuar de otro modo! —se defendió Yevguenia Nikoláyevna.
—No me gusta que siempre tengas dudas. Si dejas a alguien, le dejas de verdad, sin dar marcha atrás. No tiene sentido llorar por la leche derramada.
—Ah, sí, claro —dijo Zhenia—. Aléjate del mal y haz el bien. No soy capaz de vivir según esta regla.
—Me refería a otra cosa. No me gusta Krímov, pero le respeto, y a tu general no le he visto nunca. Pero una vez has decidido convertirte en su mujer, tienes una responsabilidad hacia él. En cambio te estás comportando como una irresponsable. Un hombre que tiene un puesto importante, ¡un militar! Y su mujer, entretanto, le lleva paquetes a un detenido. ¿Te das cuenta de las consecuencias que puede tener para él?
—Lo sé.
—Pero ¿le amas?
—¡Déjame en paz, por el amor de Dios! —dijo Zhenia con voz llorosa y pensó: «¿A quién amo?».
—No, responde.
—No podía actuar de otra manera; la gente no va a la Lubianka por placer.
—No hay que pensar sólo en uno mismo.
—De hecho no estoy pensando sólo en mí.
—Víktor también piensa como tú. Pero en el fondo no es más que egoísmo.
—Tu lógica es increíble. De niña ya me chocaba. ¿A qué llamas egoísmo?
—Piénsalo bien, ¿cómo vas a ayudarle? No puedes revocar una sentencia.
—Ya verías, Dios no lo quiera, si fueras a dar con tus huesos a la cárcel; entonces comprenderías qué significa la ayuda de tus allegados.
Liudmila Nikoláyevna, para cambiar de tema, le preguntó:
—Dime, novia alocada, ¿tienes fotos de Marusia?
—Sólo una. ¿Te acuerdas? La tomamos en Sokólniki.
Apoyó la cabeza sobre el hombro de Liudmila y se quejó:
—Estoy tan agotada…
—Descansa, duerme un poco. Hoy no vayas a ningún lado; te he preparado la cama.
Zhenia, con los ojos entornados, negó con la cabeza.
—No, no, no vale la pena. Estoy cansada de vivir.
Liudmila Nikoláyevna trajo un sobre grande y esparció sobre el regazo de su hermana un pliego de fotografías.
Zhenia, al examinar las fotos, exclamaba: «… Dios mío, Dios mío…, me acuerdo de ésta, la hicimos en la dacha… Qué divertida está Nadia… Ésta la sacó papá después de la deportación… Mira, aquí sale Mitia de colegial, clavadito a Seriozha, sobre todo en la parte superior de la cara… Aquí está mamá con Marusia en brazos, yo no había nacido todavía…».
Se dio cuenta de que no había fotografías de Tolia, pero no le preguntó a su hermana dónde estaban.
—Bien, madame —dijo Liudmila—, hay que prepararte algo de comer.
—Tengo buen apetito —confirmó Zhenia—, igual que de niña. Ni siquiera las preocupaciones me lo quitan.
—Bueno, gracias a Dios —dijo Liudmila Nikoláyevna, y besó a su hermana.
24
Zhenia bajó del trolebús cerca del teatro Bolshói, ahora cubierto de telas de camuflaje, y subió por Kuznetski Most pasando por delante de los locales de exposición de la Unión de Pintores. Antes de la guerra exponían allí artistas que conocía y, una vez, también habían exhibido sus cuadros. Pero no pensó en ello.
Una extraña inquietud se había apoderado de ella. Su vida era como una baraja de cartas mezclada por una gitana. Ahora había salido la carta «Moscú».
A lo lejos distinguió la pared de granito gris oscuro del imponente edificio de la Lubianka.
«Buenos días, Kolia», pensó. Quizá Nikolái Grigórievich, sintiendo que se acercaba, se había emocionado sin comprender el motivo.
Su viejo destino se había convertido en su nuevo destino. Todo lo que parecía haber desaparecido para siempre en el pasado se había convertido en su futuro.
La nueva y espaciosa sala de recepción, cuyas ventanas relucientes como espejos daban a la calle, estaba cerrada. Los visitantes debían dirigirse al viejo local.
Entró en un patio sucio, pasó por delante de una pared desconchada y se dirigió hacia la puerta entreabierta. En el recibidor todo tenía un aspecto sorprendentemente normal: mesas manchadas de tinta, bancos de madera apoyados contra las paredes, ventanillas con antepechos de madera donde daban información.
Daba la sensación de que la mole de piedra y los numerosos pisos cuyos muros daban a la plaza de la Lubianka, la Sretenka y la calle Furkasovski no tenían ninguna relación con aquella oficina.
La gente se agolpaba en la sala; los visitantes, la mayoría mujeres, hacían cola ante las ventanillas; algunos estaban sentados en los bancos; un viejo con unas gafas de cristales gruesos rellenaba, detrás de una mesa, un formulario. Zhenia, al mirar las caras viejas y jóvenes, tanto de hombres como de mujeres, pensó que todos tenían en común la expresión de los ojos, el pliegue de la boca, y que si se los hubiera encontrado en el tranvía, en la calle, habría adivinado que frecuentaban el número 24 de Kuznetski Most.
Zhenia se dirigió a un joven ordenanza que, aunque vestido con el uniforme del Ejército Rojo, no parecía un soldado, y éste le preguntó:
—¿Es su primera vez? —y le indicó una ventanilla en la pared.
Zhenia se puso a la cola, sosteniendo el pasaporte en la mano; tenía los dedos y las palmas de la mano húmedos de la emoción. Una mujer tocada con un gorro que estaba delante de ella le dijo a media voz:
—Si no se encuentra en esta prisión, hay que ir a Matrósskaya Tishiná, y luego a la Butirka; pero sólo reciben algunos días, por orden alfabético. Después debe ir a la cárcel militar de Lefortovo, y finalmente volver aquí. Yo estuve buscando a mi hijo durante mes y medio. ¿Ya ha estado en la fiscalía militar?
La cola avanzaba deprisa y Zhenia pensó que no era buena señal: seguro que daban respuestas formales, lacónicas. Pero cuando a la ventanilla se acercó una anciana vestida con elegancia, se produjo una interrupción; la noticia corrió en un susurro, de boca en boca: el empleado había ido a informarse personalmente de las circunstancias de aquel asunto después de que la conversación telefónica resultara insuficiente, La mujer estaba vuelta de medio perfil hacia la cola, y la expresión de sus ojos entornados parecía indicar que no se sentía en el mismo plano que la mísera muchedumbre de los parientes de los detenidos.
Poco después la cola volvió a moverse, y una mujer joven, alejándose de la ventanilla, dijo en voz baja:
—Siempre la misma respuesta: no está permitido enviar paquetes.
La vecina le explicó a Yevguenia Nikoláyevna:
—Quiere decir que la instrucción no ha terminado.
—¿Y las visitas? —preguntó Zhenia.
—¿De qué visitas habla? —respondió la mujer, y sonrió ante la ingenuidad de Zhenia.
Yevguenia Nikoláyevna nunca habría imaginado que la espalda de un ser humano pudiera transmitir tan claramente su estado de ánimo. Las personas que se acercaban a la ventanilla tenían una manera particular de estirar el cuello, con los hombros levantados, los omóplatos tensos que parecían gritar, llorar, sollozar.
Cuando siete personas separaban a Zhenia de la ventanilla, ésta se cerró con un ruido sordo, y alguien anunció una pausa de veinte minutos. Los que estaban en la cola tomaron asiento en sillas y bancos.
Había mujeres, madres; había también un anciano, un ingeniero cuya mujer, intérprete en la Sociedad de la Unión Soviética para las Relaciones Culturales con el Extranjero (VOKS), había sido arrestada; había una alumna de décimo curso cuya madre estaba en la cárcel y a cuyo padre le habían caído «diez años sin derecho a correspondencia»; había una viejecita ciega a la que acompañaba una vecina para pedir noticias sobre su hijo; había una extranjera, esposa de un comunista alemán, que hablaba mal el ruso, vestía a la occidental con un abrigo a cuadros y llevaba una bolsa de tela abigarrada en la mano: sus ojos eran iguales a los de las viejas rusas.
Había rusas, armenias, ucranianas, judías; había una koljosiana de las afueras de Moscú. Supo que el viejo que estaba rellenando el formulario detrás de la mesa era profesor en la academia Timiriázev; habían arrestado a su nieto, un escolar, por hablar más de la cuenta en una fiesta.
En aquellos veinte minutos, Zhenia se enteró de muchas cosas.
Ese día el empleado de turno era bueno… En la Butirka no aceptaban conservas; era necesario pasar ajo y cebolla, iban bien para el escorbuto… El miércoles pasado un hombre había ido a buscar sus papeles; le habían retenido durante tres años en la Butirka sin interrogarle ni una sola vez y luego lo dejaron en libertad… En general transcurría un año entre el arresto y el traslado al campo… No se deben entregar cosas de valor: en la cárcel de tránsito de Krásnaya Presnia mezclan a los «políticos» con los delincuentes comunes, y éstos se lo roban todo… Poco tiempo atrás había venido una mujer cuyo marido, un eminente ingeniero de edad avanzada, había sido arrestado: por lo visto, durante su juventud había tenido una breve relación con una mujer a la que mensualmente entregaba dinero para alimentar a un hijo al que nunca había visto; pero este niño se había hecho adulto y, en el frente, se había pasado al bando alemán; de modo que al ingeniero le habían condenado a diez años por ser el padre de un traidor a la patria… La mayoría eran acusados en virtud del artículo 58, párrafo 10: propaganda contrarrevolucionaria. Personas que hablaban demasiado, que no sabían morderse la lengua… Al ingeniero lo habían arrestado antes del Primero de Mayo; siempre se producen más arrestos antes de las fiestas… Allí había también una mujer: el juez instructor la había telefoneado a casa y, de repente, había oído la voz de su marido…
Curiosamente, en la sala de recepción del NKVD Zhenia se sentía más tranquila y aliviada que después del baño en casa de Liudmila.
Qué suerte tan maravillosa tenían las mujeres cuyos paquetes eran aceptados.
Alguien, con un cuchicheo apenas perceptible, dijo a su lado:
—Por lo que respecta a la gente arrestada en 1937, contestan lo primero que se les pasa por la cabeza. A una mujer le dijeron: «Está vivo y trabaja»; pero cuando vino por segunda vez el mismo empleado le dio un certificado: «Muerto en 1939».
El hombre de la ventanilla levantó los ojos, hacia Zhenia; tenía la cara vulgar de un burócrata que tal vez el día antes trabajaba en el cuerpo de bomberos, y que al siguiente, si se lo ordenaran los superiores, se ocuparía de rellenar documentos en la sección de condecoraciones.
—Quiero tener noticias del detenido Krímov, Nikolái Grigórievich —dijo Zhenia, y le pareció que aunque no la conocía había notado que hablaba con la voz alterada.
—¿Cuándo le arrestaron? —preguntó el empleado.
—En noviembre —respondió.
Le dio un cuestionario.
—Rellénelo y entréguemelo directamente sin hacer cola; vuelva mañana por la respuesta.
Al tenderle la hoja, la miró de nuevo, y esta rápida ojeada ya no era la de un empleado corriente, sino la mirada inteligente de un chequista que lo registra todo en la memoria.
Rellenó el formulario; sus dedos temblaban como los del viejo de la academia Timiriázev que poco antes estaba sentado en ese mismo lugar.
A la pregunta sobre el grado de parentesco con el detenido, escribió: «Esposa», y subrayó la palabra con una gruesa línea.
Una vez entregado el cuestionario se sentó sobre el diván y guardó el pasaporte en el bolso. Lo cambió varias veces de compartimiento, y comprendió que no le apetecía separarse de las personas que hacían cola.
En aquel momento sólo quería una cosa: hacer saber a Krímov que ella estaba allí, que lo había abandonado todo por él y había corrido en su busca.
¡Si pudiera saber que ella estaba allí, tan cerca!
Caminó por la calle mientras atardecía. Yevguenia había pasado en esa ciudad gran parte de su vida, pero aquella vida, con sus exposiciones, sus teatros, las comidas en los restaurantes, los viajes a la dacha, los conciertos sinfónicos, quedaba tan lejos que ya no parecía suya. Lejos también estaban Stalingrado, Kúibishev y el bello rostro de Nóvikov, que a veces le parecía divinamente maravilloso.
Sólo quedaba la sala de recepción del número 24 de Kuznetski Most, y ahora tenía la sensación de estar caminando por las calles de una ciudad desconocida.
25
Mientras se quitaba los chanclos en la antesala y saludaba a la vieja empleada doméstica, Shtrum echó una ojeada a través de la puerta entreabierta del despacho de Chepizhin. La vieja Natalia Ivánovna ayudó a Shtrum a quitarse el abrigo y le dijo:
—Anda, vaya, le está esperando.
—¿Nadiezhda Fiódorovna está en casa? —pregunto Shtrum.
—No, se fue ayer a la dacha con sus sobrinas, Víktor Pávlovich, ¿sabe si acabará pronto la guerra?
Shtrum respondió:
—Cuentan que unos conocidos convencieron al chófer de Zhúkov para que le preguntara cuándo terminaría la guerra. Zhúkov se subió a su coche y preguntó a su chófer: «¿Sabrías decirme cuándo acabará la guerra?».
Chepizhin salió al encuentro de Shtrum.
—Vieja, ¿por qué entretienes a mis invitados? ¡Invita a los tuyos!
Cuando llegaba a casa de Chepizhin, Shtrum solía sentir que le subía la moral. Ahora, pese a su congoja, volvió a sentir esa ligereza particular que no experimentaba desde hacía tiempo.
Al entrar en el despacho de Chepizhin, después de mirar las estanterías de libros, tenía la costumbre de citar en broma las palabras de Guerra y paz: «Sí, las gentes han escrito mucho, no estaban ociosas».
Y también esta vez dijo: «Sí, las gentes han escrito…».
El desorden en las estanterías de la biblioteca se parecía al caos que reinaba en los talleres de las fábricas de Cheliabinsk.
—¿Tiene noticias de sus hijos? —preguntó Shtrum.
—Recibí una carta del mayor, el más joven está en Extremo Oriente.
Chepizhin tomó la mano de Shtrum y con un apretón silencioso le expresó aquello que no podía decir con palabras. Y la vieja Natalia Ivánovna se acercó a Víktor Pávlovich y le besó en el hombro.
—¿Qué hay de nuevo, Víktor Pávlovich? —preguntó Chepizhin.
—Lo mismo que todo el mundo: Stalingrado. Ahora no cabe ninguna duda: Hitler está kaputt. En cuanto a mí, no tengo demasiadas buenas noticias; al contrario, todo va mal.
Y se puso a contarle sus desgracias:
—Mis amigos y mi mujer me aconsejan que me arrepienta. ¡Debo arrepentirme de tener razón!
Habló mucho rato de sí mismo, con avidez, casi como un enfermo grave que piensa día y noche en su dolencia.
Shtrum torció el gesto, se encogió de hombros.
—Siempre me viene a la cabeza nuestra conversación a propósito del magma y toda la porquería que aflora a la superficie… Nunca había estado rodeado de tanta basura. Y por alguna razón ha coincidido con los días de la victoria, lo cual resulta particularmente ofensivo, ultrajante hasta un punto inadmisible.
Miró la cara de Chepizhin y preguntó:
—Según usted, ¿se trata una mera casualidad?
La cara de Chepizhin era sorprendente: sencilla, incluso grosera, con pómulos prominentes, nariz chata, de campesino, y al mismo tiempo, tan intelectual y fina que un londinense o un lord Kelvin habrían podido envidiarle.
Chepizhin respondió con aire sombrío:
—Primero dejemos que acabe la guerra y luego hablaremos de lo que es casual y lo que no.
—Es probable que para entonces los cerdos me hayan comido. Mañana decidirán mi suerte en el Consejo Científico. Es decir, mi suerte ya ha sido decidida por la dirección, en el comité del Partido. En el Consejo Científico sólo cumplirán con las formalidades: la voz del pueblo, la reivindicación pública…
A Víktor Pávlovich le asaltaba una extraña sensación mientras charlaba con Chepizhin: sentía alivio hablando de los acontecimientos angustiosos de su vida.
—Yo pensaba que ahora le llevarían en bandeja de plata, tal vez incluso en una de oro —dijo Chepizhin.
—¿Y por qué? He arrastrado la ciencia al pantano de la abstracción talmúdica, y la he alejado de la práctica.
—¡Si, sí, es increíble! —admitió Chepizhin; Un hombre ama a una mujer. Ella es el sentido de su vida, su felicidad, su pasión, su alegría. Pero él, por alguna razón, debe disimularlo; ese sentimiento, quién sabe por qué, es indecente. Debe decir que se mete en la cama con esa buena mujer porque le preparará la comida, le zurcirá los calcetines y le lavará la ropa.
Levantó ante su cara las manos, con los dedos separados. Y sus manos eran increíbles: manos de obrero, sólidas pinzas, aunque aristocráticas.
De repente tuvo un acceso de cólera:
—Pues bien, yo no me avergüenzo, no necesito el amor para que me preparen la comida, El valor de la ciencia reside en la felicidad que aporta a las personas. Pero nuestros gallardos académicos asienten al unísono; la ciencia es sirvienta de la práctica. Funciona según el principio de Schedrúv. «Sus deseos son órdenes para mí». Es la única razón por la que la ciencia es tolerada. ¡No! Los descubrimientos científicos tienen en sí mismos un valor superior. Contribuyen al perfeccionamiento del hombre mucho más que las locomotoras de vapor, las turbinas, la aviación y toda la metalurgia desde Noé hasta nuestros días. ¡Perfeccionan el alma, el alma!
—Pienso como usted, Dmitri Petróvich, pero mire por dónde el camarada Stalin no está de acuerdo.
—Es una pena, una pena. Porque hay que ver otro aspecto del asunto. La idea abstracta de Maxwell puede convertirse mañana en una señal de radio militar. La teoría de Einstein sobre los campos magnéticos, la mecánica cuántica de Schrödinger y las concepciones de Bohr pueden transformarse mañana en la práctica más potente. Eso es lo que se debe comprender. ¡Es tan sencillo que hasta una oca lo comprendería!
—Pero usted ha experimentado en su propia piel las pocas ganas que tienen los dirigentes políticos de reconocer que la teoría de hoy será la práctica de mañana —replicó Shtrum—. Le ha costado su puesto.
—No, justo al contrario —objetó con calma Chepizhin—. Yo no quería dirigir el instituto precisamente porque sabía que la teoría de hoy se transformará mañana en práctica. Pero es extraño, muy extraño: estaba convencido de que la designación de Shishakov supondría el comienzo del estudio de los procesos nucleares. Y en esa materia no tienen nada que hacer sin usted… De hecho, estoy convencido de ello.
—No comprendo el motivo que le empujó a dejar el trabajo en el instituto —repuso Shtrum—. Sus palabras me resultan confusas. Nuestros superiores han impuesto al instituto las tareas que a usted le alarmaban, eso está claro. Pero a menudo ocurre que las autoridades se equivocan en lo más evidente. Mire si no la manera en que el jefe estrechaba lazos de amistad con los alemanes; sólo unos días antes del inicio de la guerra estaba enviando a Hitler trenes repletos de caucho y de otras materias primas estratégicas. Pero en este caso… bueno, incluso a un gran político se le puede disculpar por no entender por dónde van los tiros.
»En mi vida todo sucede a la inversa. Mis trabajos de antes de la guerra eran eminentemente prácticos: iba a la fábrica de Cheliabinsk para ayudar a instalar dispositivos electrónicos. Pero en tiempo de guerra…
Hizo un gesto de desesperación con la mano.
—Estoy perdido en un laberinto; a veces me atenaza el miedo, me siento incómodo. ¡Dios mío…! Trato de establecer la física de las interacciones nucleares, y me encuentro con el concepto de gravitación, de masa, de tiempo; el espacio se desdobla, no existe más como materia, tiene sólo un significado magnético. Conmigo, en el laboratorio, trabaja un joven lleno de talento, Savostiánov, y una vez, no sé cómo salió el tema, comenzamos a hablar de mi trabajo. Me hizo un montón de preguntas. Le expliqué que no tenemos todavía una teoría, sino sólo un programa y algunas ideas. El espacio paralelo es sólo un parámetro de una ecuación y no una realidad. La simetría sólo existe en las ecuaciones matemáticas, y de momento ignoro si le corresponde una simetría de las partículas. Las soluciones matemáticas han tomado la delantera a la física y no sé si la física de las partículas entrará en mis ecuaciones.
»Savostiánov me escuchó durante un largo rato y luego dijo: “Todo esto me recuerda a un compañero de estudios. Se había embrollado con la solución de una ecuación y al rato dijo: ‘Sabes, esto no es ciencia, sino dos ciegos copulando en un matorral de ortigas…’”.
Chepizhin se echó a reír.
—Es curioso que no consiga dar a sus matemáticas un valor físico. Es como el gato de Alicia en el país de las maravillas: primero ves la sonrisa, luego el gato.
—¡Dios mío! —dijo Shtrum—. Estoy profundamente convencido de que ése es el eje central de la vida humana. No cambiaré mis puntos de vista. No voy a renegar de mis creencias.
—Entiendo lo que significa para usted abandonar el laboratorio en el momento en que el nexo entre las matemáticas y la física está a punto de aflorar —observó Chepizhin—. Debe de ser duro para usted, pero me siento feliz: la honestidad no se puede borrar de un plumazo.
—Esperemos que no me borren a mí de un plumazo —profirió Shtrum.
Natalia Ivánovna trajo el té y se puso a mover los libros para hacer sitio en la mesa.
—¡Oh, limón! —exclamó Shtrum.
—Usted es un invitado de honor —dijo Natalia Ivánovna.
—Un cero multiplicado por cero —replicó Shtrum.
—¡Qué dice! —intervino Chepizhin—. ¿Por qué habla así?
—No digo más que la verdad, Dmitri Petróvich. Mañana decidirán mi destino. Estoy seguro. ¿Qué será de mí pasado mañana?
Se acercó el vaso de té y, tocando con la cucharilla la marcha de su desesperación en el borde del platito, repitió con aire abstraído:
—¡Oh, limón!
Shtrum se sintió confuso. Había pronunciado dos veces la misma frase con la misma entonación.
Durante algunos minutos guardaron silencio, un silencio que rompió Chepizhin:
—Quisiera intercambiar con usted algunos puntos de vista.
—Por supuesto —respondió Shtrum, distraído.
—Oh, no es nada especial, sólo banalidades… Como usted bien sabe, la infinitud del universo es ya una verdad de Perogrullo. Una metagalaxia se convertirá algún día en un terrón de azúcar que cualquier liliputiense parsimonioso tomará con el té. Mientras que un electrón o un neutrón serán un mundo poblado de Gullivers. Esto lo saben hasta los niños que van a la escuela.
Shtrum asentía y pensaba: «Efectivamente, son banalidades. Hoy el viejo no está en forma». Entretanto imaginaba a Shishakov en la reunión del día siguiente. «No, no iré. Ir significaría arrepentirse; o bien habrá que discutir sobre cuestiones políticas, lo que equivale al suicidio…»
Bostezó discretamente y pensó: «insuficiencia cardíaca; es el corazón el que me hace bostezar».
Chepizhin continuaba:
—Podríamos creer que sólo Dios es capaz de limitar el infinito… Porque detrás de la barrera cósmica tenemos que admitir ineludiblemente un poder divino. ¿No es así?
—Sí, sí, por supuesto —admitió Shtrum.
«Dmitri Petróvich, no estoy de humor para filosofías. Me pueden arrestar en cualquier momento. Eso está cantado. Además, en Kazán también hablé más de la cuenta con ese tal Madiárov. O es un chivato, o bien lo meterán en la cárcel y le harán hablar. Todo va mal a mi alrededor».
Shtrum miró a Chepizhin, y éste, al observar su mirada falsamente atenta, continuó hablando:
—Me parece que existe una barrera que limita el infinito del universo, la vida. Ese límite no está presente en la curvatura de Einstein, sino en la oposición «vida-materia inerte». Creo que la vida puede definirse como libertad. La vida es libertad. El principio fundamental de la vida es la libertad. Ahí está la barrera, en el Límite entre libertad y esclavitud, entre materia inerte y vida.
»También he pensado que la libertad, una vez aparecida, comenzó a evolucionar. Esa libertad siguió dos caminos. El hombre goza de mayor libertad que los protozoos. Toda la evolución del mundo viviente va desde el grado más pequeño hasta el grado mayor de libertad. Ésta es la sustancia de la evolución de las formas vivas. La forma superior es la más rica en libertad. He aquí la primera rama de la evolución.
Shtrum, absorto en sus pensamientos, miró a Chepizhin. Éste hizo una señal con la cabeza, como aprobando la atención de su oyente.
—Pero, pensándolo bien, existe además una segunda rama, por así decirlo cuantitativa, de la evolución. Si calculamos que el peso medio de un ser humano es cincuenta kilos, la humanidad pesa cien millones de toneladas. Es mucho más de lo que pesaba, pongamos, hace mil años. La masa de la materia viva siempre aumentará más a expensas de lo inerte. El globo terráqueo, poco a poco, cobrará vida. El hombre, después de haber poblado los desiertos y el Ártico, se instalará bajo tierra, sin dejar de ampliar el horizonte de sus ciudades y los territorios subterráneos.
»La masa viva de la Tierra acabará por ganar la partida. Después, los diversos planetas cobrarán vida. Si se imagina la evolución de la vida hasta el infinito, entonces la transformación de la materia inanimada en materia viva continuará a escala galáctica. La materia se transmutará de inerte en viva, libre. El universo se animará, en el mundo todo se volverá vivo, y por tanto libre. La libertad y la vida vencerán a la esclavitud.
—Sí, sí —dijo Shtrum, y sonrió—. Se puede usar una integral.
—Ahí está —confirmó Chepizhin—. Me he ocupado de la evolución de las estrellas y he comprendido que no se puede bromear con el mínimo movimiento de la mínima manchita gris de mucosidad vital. Piense en la primera rama de la evolución: del grado más bajo al más alto. Llegaremos a un hombre dotado de todos los atributos de Dios: omnipresente, omnipotente, omnisciente. En el próximo siglo se resolverá la cuestión de la transformación de la materia en energía y de la creación de la materia viva. De modo paralelo se avanzará también, en la conquista del espacio y el logro de la velocidad máxima. En los milenios por venir el progreso se orientará hacia la conquista de las formas superiores de la energía psíquica.
De repente todo lo que Chepizhin decía le dejó de parecer a Shtrum pura charlatanería. Se dio cuenta de que no estaba de acuerdo con su amigo.
—El hombre sabrá materializar, a través de sus instrumentos, el contenido, el ritmo de la actividad psíquica de los seres dotados de razón en toda la meta galaxia. El movimiento de la energía psíquica en el espacio, a través del cual la luz viaja durante millones de años, se efectuará en un instante. La peculiaridad de Dios, su omnipresencia, será una conquista de la razón. Pero después de haber alcanzado la paridad con Dios, el hombre no se detendrá. Comenzará a resolver aquellos problemas que a Dios le han venido anchos. Establecerá comunicación con los seres inteligentes de los niveles superiores del universo, de otro espacio y otro tiempo, para los que la entera historia de la humanidad es sólo una confusa y efímera llamarada. Establecerá un contacto consciente con la vida en el microcosmos, cuya evolución es para el hombre sólo un breve instante. Será la época del total aniquilamiento del abismo espacio-tiempo. El hombre mirará a Dios de arriba abajo.
Shtrum movió la cabeza y observó:
—Dmitri Petróvich, al principio le escuchaba pensando que no estaba yo para filosofías; me pueden meter en la cárcel de un momento a otro, qué más me da a mí ahora la filosofía. Y de golpe me he olvidado de Kovchenko, y de Shishakov, y del camarada Beria, que mañana me cogerán del pescuezo y me pondrán de patitas en la calle, y que pasado mañana pueden arrestarme. Sin embargo, escuchándole, no siento felicidad, sino desesperación. Nosotros somos hombres sabios, y Hércules nos parece un raquítico. Entretanto los alemanes matan a viejos y niños judíos como si se tratara de perros rabiosos; nosotros hemos tenido el año 1937 y la colectivización forzosa con la deportación de millones de pobres campesinos, el hambre, el canibalismo… ¿Sabe? Antes todo me parecía sencillo y claro. Pero después de aquellas terribles perdidas y desgracias, todo se ha vuelto complejo y confuso. El hombre mirará de arriba abajo a Dios, pero ¿acaso no mirará de arriba abajo también al diablo, no lo superará también a él? Usted dice que la vida es libertad. ¿Comparten la misma opinión los detenidos de los campos? ¿No está la vida desperdiciando su propia potencia, no se derrama en el universo como sustrato de una esclavitud más espantosa que la esclavitud de la materia inerte de la que usted hablaba? Dígame, este hombre del futuro ¿superará en su bondad a Cristo? ¡Eso es lo más importante! Dígame, ¿qué ofrecerá al mundo el poder de un ser omnipresente y omnisciente si este ser conserva nuestra fatuidad y egoísmo zoológicos: egoísmo de clase, de raza, de Estado o simplemente individual? ¿No transformará este hombre el mundo entero en un campo de concentración galáctico? Dígame, ¿cree en la evolución de la bondad, de la moral, de la generosidad y en que el hombre es capaz de esa evolución?
Como si se sintiera culpable, torció el gesto y añadió:
—Disculpe si insisto en esta cuestión, que parece aún más abstracta que las ecuaciones de las que hablábamos.
—No es tan abstracta —respondió Chepizhin—, y no sé por qué se ha reflejado también en mi vida. He decidido no tomar parte en los trabajos relacionados con la fisión del átomo. El bien y la bondad de hoy no sirven al hombre para llevar una vida sensata, usted mismo lo ha dicho. ¿Qué pasará entonces si cae en sus garras la fuerza de la energía interna del átomo? Hoy la energía espiritual se encuentra en un plano deplorable. ¡Pero creo en el futuro! Creo que aumentará no sólo la potencia del hombre, sino también su capacidad de amar, su alma.
Estupefacto ante la expresión de Shtrum, se calló de golpe.
—Yo también lo creía, sí, lo creía —dijo Shtrum—, y una vez fui presa del pánico. Nos atormenta la imperfección del hombre. Pero ¿quién, por ejemplo, en mi trabajo piensa en todo esto? ¿Sokolov? Tiene un enorme talento, pero es apocado, se inclina ante la fuerza del Estado, considera que no hay poder más grande, ni siquiera Dios. ¿Márkov? Es del todo indiferente a cuestiones como el bien, el mal, el amor, la moral. Un talento práctico. Resuelve problemas científicos como un jugador de ajedrez. ¿Savostiánov, aquel del que le he hablado? Es amable, agudo, un físico maravilloso, pero es lo que se dice un joven irreflexivo y vacío. Llevó a Kazán un montón de fotografías de chicas en traje de baño; le gusta hacer ostentación de elegancia, beber, bailar. Para él la ciencia es un deporte; resolver una cuestión, comprender un fenómeno es lo mismo que establecer plusmarcas deportivas. ¡Lo principal es que nadie le ponga la zancadilla! Pero ¿acaso yo he reflexionado seriamente sobre todo esto? En nuestros tiempos sólo las personas con una gran alma deberían ocuparse de la ciencia; profetas, santos. En cambio, se dedican a la ciencia talentos prácticos, jugadores de ajedrez y deportistas. No saben lo que tienen entre manos. ¿Usted? ¡Pero usted es usted! ¡El Chepizhin que está trabajando en este momento en Berlín no se negará a trabajar con neutrones! ¿Y entonces? ¿Y yo? ¿Qué será de mí? Todo me parecía sencillo, claro, y ahora… Mire, Tolstói consideraba un juego fútil sus geniales creaciones. Nosotros, físicos, creamos sin genialidad, pero nos damos ínfulas, nos pavoneamos.
Las pestañas de Shtrum empezaron a parpadear con más rapidez.
—¿Dónde puedo encontrar la fe, la fuerza, la tenacidad? —dijo precipitadamente, y en su voz se dejó oír la entonación judía—. Bien, ¿qué le puedo decir? Usted ya sabe la desgracia que me ha ocurrido, y hoy me torturan sólo porque…
No terminó la frase, se levantó de golpe, la cuchara se le cayó al suelo. Temblaba, sus manos temblaban.
—Víktor Pávlovich, cálmese, se lo suplico —dijo Chepizhin—. Hablemos de otra cosa.
—No, no, perdone. Me voy, no tengo bien la cabeza. Discúlpeme.
Comenzó a despedirse.
—Gracias, gracias —decía Shtrum sin mirar la cara de Chepizhin, sintiendo que no podía dominar su emoción.
Shtrum bajó por la escalera; las lágrimas le corrían por las mejillas.
26
Cuando Shtrum regresó a casa todos dormían. Tenía la sensación de que estaría sentado a la mesa hasta que se hiciera de día, copiando y releyendo su declaración de arrepentimiento, dudando por centésima vez de si debía ir al instituto.
Durante el largo trayecto de vuelta a casa no había pensado en nada, ni en las lágrimas en la escalera, ni en la conversación mantenida con Chepizhin e interrumpida por su repentino ataque de nervios, ni en la terrible mañana que le aguardaba al día siguiente, ni en la carta de su madre, que guardaba en el bolsillo de su chaqueta. El silencio de las calles nocturnas le había subyugado, su cabeza estaba tan vacía como las avenidas de la noche moscovita. No sentía emoción, no se avergonzaba de sus recientes lágrimas, no le daba miedo su destino, no deseaba que todo acabara bien.
Por la mañana Shtrum fue al baño, pero encontró la puerta cerrada.
—Liudmila, ¿eres tú? —preguntó.
Dio un grito de sorpresa al oír la voz de Zhenia.
—Dios mío, Zhénechka, pero bueno, ¿qué es lo que te trae por aquí? —Estaba tan confuso que preguntó estúpidamente—: ¿Sabe Liuda que has llegado?
Ella salió del baño y se besaron.
—Tienes mal aspecto —dijo Shtrum, y añadió—: Es lo que se llama un piropo a la judía.
Allí mismo, en el pasillo, ella le contó el arresto de Krímov y el motivo de su visita. Se quedó estupefacto, Pero después de esta noticia la llegada de Zhenia le pareció mucho más preciosa. Si Zhenia hubiera llegado radiante de felicidad y llena de proyectos de una nueva vida, le habría parecido menos cercana y próxima.
Habló con ella, le hizo preguntas sin dejar de mirar el reloj…
—¡Qué absurdo e insensato es todo esto! —dijo Shtrum—; recuerda mis conversaciones con Nikolái, siempre quería hacerme cambiar de idea. ¡Y ahora…! Yo soy la herejía personificada y paseo en libertad; él, un comunista ortodoxo está arrestado.
Liudmila Nikoláyevna le advirtió:
—Vitia, ten en cuenta que el reloj del comedor va diez minutos atrasado.
Farfulló algo y se dirigió a su habitación; mientras pasaba por el pasillo tuvo tiempo de mirar dos veces la hora que marcaba el reloj.
La sesión del Consejo Científico estaba fijada para las once de la mañana. Rodeado de objetos y libros que le resultaban familiares, podía sentir con una nitidez insólita, rayana en la alucinación, la tensión y la agitación que debían de reinar en el instituto. Las diez y media. Sokolov comienza a quitarse la bata. Savostiánov dice a media voz a Márkov: «Vaya, parece que el loco ha decidido no venir». Gurévich, rascándose su gordo trasero, mira a través de la ventana: una limusina especial se detiene al lado del instituto, sale Shishakov con un sombrero y una capa larga de pastor. A continuación llega un segundo coche: el joven Badin. Kovchenko camina por el pasillo. En la sala de la reunión ya esperan quince personas; hojean el periódico. Han llegado con antelación para encontrar buenos puestos porque saben que después se agolpará un gran número de personas. Svechín y el secretario del comité del Partido en el instituto, Ramskov, «con el sello del secreto en la frente», están junto a la puerta del comité. El viejo académico Prásolov, con sus rizos canos y la mirada fija en el aire, parece flotar por el pasillo; dice que asambleas de ese tipo constituyen por sí mismas una bajeza increíble. Con un gran estruendo llegan en tropel los colaboradores científicos adjuntos.
Shtrum miró el reloj, cogió del escritorio su declaración, se la metió en el bolsillo y volvió a mirar el reloj.
Podía asistir al Consejo Científico y no arrepentirse, presenciar en silencio… No… Si iba no podría quedarse callado, y sí hablaba no tendría más remedio que arrepentirse. No ir equivalía a cerrarse todas las puertas…
Dirán: «No encontró el valor…, se opuso ostentosamente a la colectividad…, una provocación política…, en consecuencia ahora habrá que hablar con él en otra lengua». Sacó la declaración del bolsillo y acto seguido, sin leerla, volvió a guardarla en el bolsillo. Había releído aquellas líneas decenas de veces; «Reconozco que, al expresar desconfianza hacia la dirección del Partido, cometí un acto incompatible con las normas de conducta del hombre soviético, y por eso… En mi trabajo, sin ser consciente, me he alejado de la vía magna de la ciencia soviética e involuntariamente me he opuesto…».
Sentía el irrefrenable impulso de volver a leer la declaración, pero en cuanto la cogía entre las manos, cada sílaba le resultaba insoportablemente familiar…
El comunista Krímov había sido arrestado y encerrado en la Lubianka. Y a Shtrum, con sus dudas y horror ante la crueldad de Stalin, sus discusiones sobre la libertad, el burocratismo, con su actual historia marcada por aspectos políticos, hacía mucho tiempo que deberían haberle enviado a Kolymá…
Durante los últimos días era presa del miedo cada vez con mayor frecuencia; estaba convencido de que no tardarían en arrestarle.
Por lo general no se limitaban a expulsarte del trabajo: primero te criticaban agriamente, después te despedían del trabajo, y por último te metían en prisión.
Miró de nuevo el reloj. La sala debía de estar abarrotada. Los que habían tomado asiento mirarían a la puerta y cuchichearían entre sí: «Shtrum no ha aparecido…». Alguien diría: «Ya es casi mediodía y Víktor sigue sin presentarse». Shishakov habría ocupado el sillón de la presidencia y dejado la cartera sobre la mesa. Al lado de Kovchenko se erguiría una secretaria que le habría llevado unos documentos urgentes para que los firmara de inmediato.
La idea de la espera impaciente y excitada de decenas de personas congregadas en la sala de reuniones angustiaba de un modo insoportable, a Shtrum. Probablemente también en la Lubianka, en el despacho del hombre que seguía con atención su caso, estaban esperando. «¿Es posible que no venga?» Sentía y veía a un hombre ceñudo del Comité Central: «¿Así que no se ha dignado aparecer?». Veía a conocidos que decían a sus mujeres: «Es un chiflado». Liudmila, en su fuero interno, desaprobaba su actitud: Tolia había dado la vida por un Estado con el que Víktor había entablado una disputa en tiempo de guerra.
Cuando recordaba cuántos parientes suyos y de Liudmila habían sido represaliados, deportados, se tranquilizaba pensando: «Si alguien me interroga diré que no sólo hay gente así a mi alrededor; también está Krímov, un amigo íntimo, un comunista conocido, un viejo miembro del Partido, un militante desde los tiempos de la clandestinidad…».
¡Pero mira lo que le había pasado a Krímov! Comenzarían a interrogarle y él recordaría cada uno de los discursos heréticos de Shtrum. Aunque, bien pensado, Krímov tampoco era un amigo tan íntimo. ¿Acaso no se había separado Zhenia de él? Y además tampoco había mantenido tantas conversaciones peligrosas con él; antes de la guerra a Shtrum no le acuciaban demasiado las dudas. Pero ¡ay si interrogaban a Madiárov…!
Decenas, cientos de esfuerzos, presiones, empujones, golpes parecían romperle las costillas, hendirle los huesos del cráneo.
Qué insensatas las palabras del doctor Stockmann: «¡Es fuerte quien está solo…!». ¡Pero qué fuerte ni qué ocho cuartos! Miró alrededor de manera furtiva y con muecas deplorables y provincianas, comenzó a hacerse el nudo de la corbata, metió sus papeles en el bolsillo de la chaqueta de gala y se calzó los zapatos amarillos recién comprados.
Liudmila Nikoláyevna entró en el momento en que él se encontraba de pie, vestido, cerca de la mesa. Se le acercó sin decir nada, le besó y salió de la habitación.
¡No, no leería aquella declaración burocrática de arrepentimiento! Diría la verdad, lo que le saliera del corazón: «Camaradas, amigos míos, os he escuchado con dolor, y con dolor pensaba cómo es posible que me encuentre solo en los días del gran acontecimiento de Stalingrado, conquistada gracias a miles de sufrimientos; escucho los reproches llenos de desdén de mis compañeros, hermanos, amigos… Os lo juro: todo mi cerebro, mi sangre, todas mis fuerzas…». Sí, sí, sí, ahora sabía lo que diría… Más rápido, más rápido. «Todavía estoy a tiempo… Camaradas… Camarada Stalin, he vivido de manera equivocada, he tenido que llegar hasta el borde del abismo para vislumbrar mis errores en toda su dimensión…» ¡Lo que dijera saldría de lo más profundo de su corazón! «Camaradas, mi hijo murió en Stalingrado…»
Se dirigió hacia la puerta.
Precisamente en aquel instante acababa de decidirlo todo, sólo le quedaba caminar a toda prisa hacia el instituto, dejar el abrigo en el guardarropa, entrar en la sala, escuchar el susurro excitado de decenas de personas, mirar las caras conocidas, y decir: «Pido la palabra. Camaradas, quiero transmitiros lo que he pensado y sentido estos días…».
En cambio fue justo en ese momento cuando empezó a quitarse lentamente la chaqueta, la colgó en el respaldo de la silla, se deshizo el nudo de la corbata, la enrolló y la colocó en el borde de la mesa, se sentó y comenzó a desatarse los cordones de los zapatos.
Le invadió una sensación de ligereza y claridad. Estaba sentado y meditaba tranquilamente. No creía en Dios pero, no sabía por qué, le parecía que en aquel momento Dios le miraba. Nunca en su vida había experimentado un sentimiento de tanta felicidad ni de tanta humildad. Ahora ya no era capaz de demostrar que estaba equivocado.
Pensó en su madre. Tal vez ella estaba junto a él cuando, sin darse cuenta, había cambiado de idea. De hecho, hasta un minuto antes, de un modo absolutamente sincero, había querido expresar un arrepentimiento histérico. No pensaba en Dios, no pensaba en su madre cuando había tomado, de manera irrevocable, su última decisión. Pero aunque él no pensara en ellos, estaban a su lado.
«Estoy bien, me siento feliz», pensó.
Se imaginó de nuevo la reunión, las caras de la gente, las voces de los que intervenían.
«Qué bien estoy, qué luminoso es todo», pensó de nuevo.
Nunca, le parecía, habían sido tan serías sus reflexiones sobre la vida, sus allegados, su comprensión de sí mismo y del propio destino.
Liudmila y Zhenia entraron en la habitación. Al verle sin chaqueta, en calcetines y con el cuello de la camisa abierto, Liudmila exclamó con la entonación de una vieja:
—¡Dios mío, no has ido! ¿Qué pasará ahora?
—No lo sé —respondió él.
—Quizá no sea demasiado tarde. —Luego le miró y añadió—: No sé, no sé, ya eres un hombre adulto. Pero cuando decides ciertas cuestiones no deberías pensar sólo en tus principios.
Él estaba callado, después suspiró.
—¡Liudmila! —intervino Zhenia.
—Bueno, no pasa nada, no pasa nada —dijo Liudmila—. Que pase lo que tenga que pasar.
—Sí, Liúdochka —añadió Shtrum—. Sea como sea, saldremos adelante.
Se cubrió el cuello con la mano y sonrió.
—Perdóname, Zhenevieva, estoy sin corbata.
Miró a Liudmila y Zhenia, y sólo ahora le pareció comprender de verdad lo serio y difícil que era vivir en la Tierra; y lo importantes que eran las relaciones con sus allegados.
Comprendía que la vida continuaría como de costumbre y que comenzaría a irritarse de nuevo, a inquietarse por naderías, a enfadarse con su mujer y su hija.
—¿Sabéis qué? Basta de hablar de mí —dijo—. Venga, Zhenia, juguemos una partida de ajedrez. ¿Recuerdas cuando me hiciste mate dos veces seguidas?
Dispusieron las piezas, y Shtrum, que jugaba con las blancas, movió el peón del rey.
Zhenia observó:
—Nikolái, cuando tenía las blancas, siempre hacía el primer movimiento avanzando con el peón del rey. ¿Me dirán algo hoy en Kuznetski Most?
Liudmila Nikoláyevna se inclinó y acercó a Shtrum unas zapatillas de andar por casa. Él, sin mirar, trató de acertar con los pies en ellas; entonces su mujer, refunfuñando, se agachó para calzarle. Shtrum la besó en la cabeza y pronunció con gesto distraído:
—Gracias, Liúdochka, gracias.
Zhenia, que todavía no había movido pieza, sacudió la cabeza.
—No, no lo entiendo. El trotskismo es una vieja historia. Debe de haber pasado algo. Pero ¿qué?, ¿qué?
Mientras rectificaba la disposición de las piezas blancas, Liudmila Nikoláyevna explicó:
—Casi no he dormido en toda la noche. ¡Un comunista tan fiel, tan seguro de sus convicciones!
—Has dormido estupendamente —respondió Zhenia—. Me he despertado varias veces y todas las veces roncabas.
Liudmila Nikoláyevna se enfadó.
—No es verdad, no he podido pegar ojo.
Y respondiendo en voz alta al pensamiento que la preocupaba, dijo a su marido:
—No pasa nada, no pasa nada, esperemos sólo que no te arresten. Y si te lo quitan todo, tampoco me da miedo: venderemos algunas cosas, nos iremos a la dacha y venderé fresas en el mercado. O enseñaré química en la escuela.
—Os confiscarán la dacha —dijo Zhenia.
—Pero ¿es posible que no comprendas que Nikolái no es culpable de nada? —preguntó Shtrum—. Él es de otra generación. Piensa con un sistema de coordenadas diferente.
Estaban sentados en torno al tablero de ajedrez, mirando las figuras, contemplando la única pieza desplazada, y conversaban:
—Zhenia, querida —decía Víktor Pávlovich—, has obrado con conciencia. Créeme, es lo mejor que tiene el hombre. No sé qué te depara la vida, pero de una cosa estoy seguro: ahora has actuado según tu conciencia. Nuestra principal desgracia es que no vivimos como nos dicta la conciencia. No decimos lo que pensamos. Sentimos una cosa y hacemos otra. Recuerda lo que dijo Tolstói a propósito de las penas capitales: «¡No puedo callarme!». Pero nosotros callamos cuando en 1937 ejecutaron a millones de inocentes. ¡Y los mejores se callaban! Y hubo algunos que dieron ruidosamente su aprobación. Nos callamos durante los horrores de la colectivización general. Creo que nos precipitamos al hablar de socialismo; éste no consiste sólo en la industria pesada. Antes de todo está el derecho a la conciencia. Privar a un hombre de este derecho es horrible. Y si un hombre encuentra en sí la fuerza para obrar con conciencia, siente una alegría inmensa. Estoy contento por ti: has actuado según te ha dictado la conciencia.
—Vitia, deja de predicar como si fueras Buda y de confundir la cabeza de esta pequeña boba —dijo Liudmila Nikoláyevna—. ¿Qué tiene que ver aquí la conciencia? Arruina su vida, atormenta a un buen hombre, ¿qué gana con esto Krímov? No creo que pueda ser feliz si lo sueltan. Cuando se separaron, todo estaba en perfecto orden; y ella tenía la conciencia limpia.
Yevguenia Nikoláyevna tomó en la mano la pieza del rey, la hizo girar en el aire, echó una ojeada al trozo de fieltro pegado en la base y la volvió a dejar en su lugar.
—Liuda —dijo ella—, ¿de qué felicidad hablas? Yo no pienso en la felicidad.
Shtrum miró el reloj. De la esfera emanaba una sensación de paz; las agujas parecían apacibles, soñolientas.
—Ahora deben de estar enfrascados en la discusión, estarán imprecando contra mí. Pero yo no siento odio ni humillación.
—Yo, por el contrario, les rompería la cara a esos desvergonzados —dijo Liudmila—. Primero te dicen que eres la esperanza de la ciencia y luego te escupen en la cara. Y tú, Zhenia, ¿cuándo tienes que ir a Kuznetski Most?
—Hacia las cuatro.
—Te preparo la comida y luego te vas.
—¿Qué hay de comer hoy? —se interesó Shtrum, y sonriendo, añadió—: ¿Saben lo que les pido, pequeñas damas?
—Lo sé, lo sé. Quieres trabajar un poco —respondió Liudmila Nikoláyevna, al tiempo que se levantaba.
—Otro se daría con la cabeza contra la pared, en un día como hoy —observó Zhenia.
—Es mi punto débil, no el fuerte —respondió Shtrum—. Mira, ayer Dmitri Petróvich me soltó un discurso sobre ciencia. Pero yo tengo otra opinión, otro punto de vista. Un poco como Tolstói: él dudaba, le atormentaba la cuestión de si la literatura sirve a la gente, si los libros que escribía eran o no necesarios.
—¿Sabes qué? —arguyó Liudmila—, primero escribe el Guerra y paz de la física.
Shtrum se sintió terriblemente avergonzado.
—Sí, sí, Liúdochka, tienes razón, me estaba yendo por las ramas —farfulló, y sin querer miró con reproche a su mujer, añadiendo—: ¡Señor! Incluso en estos momentos tienes que recalcar las palabras que pronuncio de manera equivocada.
De nuevo se quedó solo. Releyó las anotaciones que había escrito el día antes y al mismo tiempo pensó en el día de hoy. ¿Por qué se había sentido mejor cuando Liudmila y Zhenia habían salido de la habitación? En su presencia había advertido una sombra de falsedad. En la propuesta de la partida de ajedrez, en su deseo de trabajar, había hipocresía. Seguramente Liudmila lo había percibido cuando le había llamado Buda. Y cuando había pronunciado su elogio a la conciencia, había notado que su voz sonaba artificial y como de madera. Ante el temor de que intuyeran cierta autocomplacencia por su parte se había esforzado en charlar acerca de temas prosaicos, pero como en sus sermones, había algo que sonaba falso.
Una vaga sensación de inquietud le angustiaba, y no lograba comprenderlo: le faltaba algo.
Varias veces se levantó, se acercó a la puerta; prestó atención a las voces de su mujer y Yevguenia Nikoláyevna.
No quería saber qué habían dicho en la reunión, quién había intervenido con especial intolerancia y animosidad, qué resoluciones habían acordado. Escribiría una breve carta a Shishakov comunicándole que se había puesto enfermo y durante algunos días no iría al instituto. Después las cosas se solucionarían por sí solas, él siempre estaba dispuesto a ser útil en la medida de lo posible. Es decir, en todo.
¿Por qué, en los últimos tiempos, temía tanto el arresto? Después de todo, no había hecho nada tan horrible. Había hablado más de la cuenta, aunque en realidad tampoco tanto. Y lo sabían.
Pero la sensación de intranquilidad seguía latente, y echaba ojeadas impacientes a la puerta. ¿Acaso era hambre lo que sentía? Con toda probabilidad, tendría que despedirse de la tienda restringida al personal del instituto. Y también de la famosa cantina.
En la entrada sonó un ligero timbrazo y Shtrum corrió presto al pasillo, gritando en dirección a la cocina:
—Abro yo, Liudmila.
Abrió de par en par la puerta, y en la penumbra del pasillo le miraron fijamente los ojos preocupados de Maria Ivánovna:
—Vaya, aquí está —dijo en voz baja—. Sabía que no iría.
Mientras la ayudaba a quitarse el abrigo, percibiendo en las manos el calor de su nuca transmitido al cuello del abrigo, Shtrum de repente comprendió que la estaba esperando; presintiendo su llegada aguzaba el oído, miraba la puerta. Se dio cuenta por la sensación de ligereza, de alegría natural que de pronto había experimentado al verla. Así pues, era con ella con quien deseaba encontrarse todas las noches mientras volvía a casa desde el instituto, con la congoja atenazándole el corazón, mirando con ansiedad a los transeúntes, escrutando las caras de las mujeres detrás de los cristales de los tranvías y los trolebuses. Y cuando, una vez en casa, preguntaba a Liudmila Nikoláyevna: «¿Ha venido alguien?», quería saber si era ella quien había venido. Sí, así era desde hacía tiempo. Ella llegaba, charlaban y bromeaban, se iba, y él creía olvidarla. Afloraba en su memoria cuando hablaba con Sokolov o cuando Liudmila Nikoláyevna le transmitía saludos de su parte. Parecía que no existiera más allá de aquellos momentos en que la veía o hablaba de lo encantadora que era. A veces, para hacer rabiar a Liudmila, le decía que su amiga no había leído ni a Pushkin ni a Turguéniev.
Paseaba con ella por el Jardín Neskuchni y le gustaba mirarla, le gustaba que ella, sin equivocarse nunca, le comprendiera fácilmente, le conmovía la expresión infantil y atenta con que le escuchaba. Una vez que se despedían, él dejaba de pensar en ella. Después la recordaba caminando por la calle, y de nuevo la olvidaba.
Y ahora, ahora había sentido que ella nunca dejaba de estar a su lado, sólo había tenido la impresión de que no estaba. Siempre estaba con él, incluso cuando no pensaba en ella: no la veía, no la recordaba, pero ella continuaba estando ahí. Cuando no pensaba en ella tenía la sensación de que ella estaba en otra parte y no se daba cuenta de que sufría constantemente por su ausencia. Pero hoy, justo en este día que se comprendía profundamente a sí mismo y a las personas cuya vida transcurría a su lado, al observar con atención su cara, se le habían revelado sus sentimientos hacia Maria Ivánovna. Al verla se sintió feliz, porque la constante y abrumadora sensación de su ausencia había desaparecido de golpe. Se sentía aliviado porque estaba con él y había dejado de sufrir inconscientemente por no tenerla a su lado. En los últimos tiempos se sentía siempre solo. Sentía su soledad cuando hablaba con su hija, con los amigos, con Chepizhin, con su mujer. Pero le había bastado con ver a Maria Ivánovna para que su soledad se diluyera.
Este descubrimiento no le sorprendió: era natural, indiscutible. ¿Cómo era posible que un mes, dos meses antes, cuando todavía vivían en Kazán, no hubiera comprendido una cosa tan sencilla e incontestable?
Y, naturalmente, el día que había sentido su ausencia con especial intensidad, los sentimientos disimulados en lo más profundo de su alma habían salido a flote y se habían vuelto conscientes. Y como era imposible ocultar lo que le pasaba, enseguida, en la entrada, frunciendo el ceño y mirándola, dijo:
—Tenía todo el rato la impresión de tener un hambre canina y no dejaba de mirar la puerta, como si esperara que me llamaran para la comida; pero, por lo visto, esperaba la llegada inminente de Maria Ivánovna.
Ella no dijo nada, como si no le hubiera oído, y entró en la sala.
Se sentó en el diván al lado de Zhenia, a la que acababa de conocer, y Víktor Pávlovich deslizó la mirada ora sobre la cara de Zhenia, ora sobre la cara de María Ivánovna y luego sobre la de Liudmila.
¡Qué bellas eran las hermanas! Aquel día la cara de Liudmila Nikoláyevna parecía más hermosa que de costumbre. La severidad que a menudo la afeaba se había desvanecido y sus grandes ojos claros miraban con dulzura, tristes.
Zhenia se atusó el cabello; sentía sobre sí la mirada de María Ivánovna, que le dijo:
—Perdone, Yevguenia Nikoláyevna, pero no imaginaba que una mujer pudiera ser tan bella. Nunca he visto una cara como la suya.
Después de decir estas palabras, se ruborizó.
—Mashenka, mira sus manos, sus dedos —dijo Liudmila Nikoláyevna—, y el cuello, el cabello.
—Y las ventanas de la nariz —dijo Shtrum.
—¿Me tomáis por un caballo, o qué? —protesto Zhenia—. ¡Como si me importara mucho!
—El forraje no va al caballo —sentenció Shtrum, y aunque no estaba del todo claro qué significaban esas palabras, suscitaron la risa general.
—Vitia, ¿tienes hambre? —dijo Liudmila Nikoláyevna.
—Sí, sí; no, no —dijo, y vio que Maria Ivánovna se ruborizaba. Entonces comprendió que había oído las palabras que le había dicho en la entrada.
Estaba sentada como un gorrión, toda gris, delgada, con el cabello peinado como una maestra de escuela y la frente abombada, con una chaqueta de punto remendada en los codos, y cada palabra que salía de su boca le parecía a Shtrum el colmo de la inteligencia, de la delicadeza, de la bondad; cada movimiento expresaba gracia, dulzura.
No habló de la reunión del Consejo Científico; se interesó por Nadia, pidió a Liudmila Nikoláyevna que le prestara La montaña mágica de Mann, preguntó a Zhenia sobre Vera y su hijito, y qué contaba en sus cartas Aleksandra Vladímirovna desde Kazán.
A Shtrum le llevó un rato comprender que Maria Ivánovna le había dado a la conversación el giro necesario. Era como si subrayara que no había ninguna fuerza capaz de impedir a los hombres seguir siendo hombres, que el poderoso Estado es incapaz de invadir la esfera de los padres, los hijos, las hermanas, y que en ese día fatídico, su admiración por las personas con las que ahora estaba sentada se manifestaba también en el hecho de que su victoria les daba el derecho a hablar no de lo que era impuesto desde el exterior sino de lo que existía en el interior, dentro de cada ser humano.
Lo había intuido con acierto, y mientras las mujeres hablaban de Nadia y el bebe de Vera, él guardaba silencio, sintiendo que la luz que se había encendido en su interior ardía tímidamente, cálida, sin vacilar, sin palidecer.
Le parecía que el encanto de Maria Ivánovna cautivaba a Zhenia. Liudmila Nikoláyevna fue a la cocina y Maria Ivánovna se levantó para ir a ayudarla.
—Qué mujer tan encantadora —dijo Shtrum con aire soñador.
Zhenia le llamo burlonamente, trayéndole de vuelta a la realidad:
—¿Vitka? ¡Eh, Vitka!
Se quedó desconcertado ante aquel apelativo inesperado (hacía mas de veinte años que nadie le llamaba Vitka).
—¡La joven dama está enamorada de ti como una gata! —dijo Zhenia.
—¡Vaya tontería! —replicó él—. ¿Y por qué «joven dama»? No tiene nada de dama. Liudmila nunca ha tenido amigas, pero con Maria Ivánovna ha hecho buenas migas.
—¿Y contigo? —preguntó Zhenia en tono de broma.
—Estoy hablando en serio —dijo Shtrum.
Al ver que se enfadaba, ella le miró riéndose.
—¿Sabes qué, Zhénechka? ¡Vete al diablo! —exclamó Shtrum. Entretanto había llegado Nadia. Todavía en la entrada preguntó al instante:
—¿Papá ha ido a arrepentirse?
Entró en la sala. Shtrum la abrazó y la besó.
Yevguenia Nikoláyevna miró a su sobrina con los ojos húmedos.
—No tiene ni gota de nuestra sangre eslava —dijo—. Es una auténtica chica judía.
—Son los genes de papá —respondió Nadia.
—Tú eres mi ojito derecho, Nadia —dijo Yevguenia Nikoláyevna—. Como Seriozha lo es para su abuela.
—No te preocupes, papá, nosotros te mantendremos —dijo Nadia.
—¿Quién es nosotros? —preguntó Shtrum—. ¿Tu teniente y tú? Lávate las manos cuando vuelves de la escuela.
—¿Con quién está hablando mamá?
—Con María Ivánovna.
—¿Te gusta Maria Ivánovna? —preguntó Yevguenia Nikoláyevna.
—Para mí es la mejor persona en el mundo —dijo Nadia—. Me casaría con ella, si pudiera.
—Es buena, un ángel —apostilló con burla Yevguenia.
—¿Y a ti, tía Zhenia? ¿No te gusta?
—No me gustan los santos, su santidad esconde la histeria —respondió Yevguenia Nikoláyevna—. Prefiero a los infames declarados.
—¿Histeria? —preguntó Shtrum.
—Te lo aseguro, Víktor; estoy hablando en general, no de ella.
Nadia se fue a la cocina y Yevguenia Nikoláyevna dijo a Shtrum:
—Cuando vivía en Stalingrado Vera tenía un teniente. Y ahora Nadia tiene el suyo. ¡Apareció y desaparecerá! ¡Mueren con tanta facilidad! Vitia, qué triste.
—Zhénechka, Zhenevieva, ¿de veras no te gusta María Ivánovna? —preguntó Shtrum.
—No sé, no sé —respondió atropelladamente Zhenia—. Hay un tipo de mujeres que tienen un carácter apacible, abnegado. Una mujer así no dice: «Hago el amor con ese hombre porque me apetece», sino: «Es mi deber, siento compasión por él, me sacrifico». Estas mujeres hacen el amor con los hombres, se juntan y se separan de ellos porque les apetece, pero dicen: «Era necesario, así lo quiere la moral, la conciencia, he renunciado, me he sacrificado». En realidad no sacrifican nada, han hecho lo que querían, y lo más abyecto es que estas damas creen sinceramente en su sacrificio. ¡No puedo soportar a esas mujeres! ¿Sabes por qué? A menudo tengo la impresión de que yo también pertenezco a esa clase de mujeres.
Durante la comida, Maria Ivánovna dijo a Zhenia:
—Yevguenia Nikoláyevna, si me lo permite la acompañaré. Tengo una triste experiencia en estos asuntos. Además, siendo dos es más fácil.
Zhenia se sintió confusa y respondió:
—No, no, muchas gracias, son cosas que una tiene que hacer sola. No se puede compartir esa carga.
Liudmila Nikoláyevna miró de reojo a su hermana, y, como para darle a entender que mantenía una relación sincera con Maria Ivánovna, dijo:
—A Mashenka se le ha metido en la cabeza que no le has gustado.
Yevguenia Nikoláyevna no respondió.
—Si, sí —confirmó Maria Ivánovna—. Lo presiento. Pero perdone que haya hablado del tema. Es una estupidez. ¿Qué le importo yo? Liudmila Nikoláyevna ha hecho mal en decírselo. Ahora parece que esté insistiendo para obligarla a cambiar de opinión. He hablado por hablar. Por lo demás…
Sin esperárselo, Yevguenia Nikoláyevna dijo de un modo sincero:
—Pero ¿qué dice, querida? No, no… Tengo sentimientos tan confusos; perdóneme. Usted es buena.
Luego, levantándose con un movimiento rápido, dijo:
—Bueno, hijos míos, como dice mamá; «¡Ha llegado la hora!».