36

El general Yeremenko, comandante en jefe del frente de Stalingrado, había emplazado a Nóvikov, Guétmanov y Neudóbnov.

El día antes Yeremenko había inspeccionado las brigadas, pero no había pasado por el Estado Mayor.

Los tres comandantes convocados estaban sentados y miraban con el rabillo del ojo a Yeremenko mientras se hacían cabalas sobre cuál era el motivo de aquella reunión.

Yeremenko captó la mirada de Guétmanov hacia el catre con la almohada arrugada.

—Me duele mucho la pierna —dijo, y soltó una imprecación, contra el objeto de su dolor.

Todos le miraron fijamente sin decir nada.

—En general, vuestro cuerpo parece bien preparado. Por lo visto habéis aprovechado bien el tiempo.

Mientras pronunciaba estas palabras miró de reojo a Nóvikov, que contrariamente a sus expectativas no irradiaba alegría al oír la aprobación del general.

Yeremenko manifestó cierta sorpresa de que el comandante del cuerpo blindado mostrara una actitud indiferente ante los elogios de un comandante que tenía fama de ser parco en alabanzas.

—Camarada general —dijo Nóvikov—, le he hecho ya un informe sobre las unidades de nuestra aviación de asalto que han bombardeado durante dos días la 137ª Brigada de Tanques concentrada en el sector de los profundos cauces fluviales secos de la estepa, y que formaba parte de la reserva del cuerpo.

Yeremenko, entrecerrando los ojos, se preguntó si Nóvikov quería cubrirse las espaldas, o desacreditar al jefe de la aviación.

Nóvikov frunció el ceño y añadió:

—Por suerte no han alcanzado sus objetivos. Todavía no han aprendido a bombardear.

—No importa —dijo Yeremenko—. Los necesitará más adelante; sabrán reparar su falta.

Guétmanov intervino en el diálogo:

—Por supuesto, camarada general. No tenemos intención, de disputar con la aviación de Stalin.

—Claro, claro, camarada Guétmanov —asintió Yeremenko, y le preguntó—: Bueno, ¿ha visto a Jruschov?

—Nikita Serguéyevich me ha ordenado que le visite mañana.

—¿Lo conoció en Kiev?

—Sí. Trabajé con él casi dos años.

—Dime, camarada general —preguntó de repente Yeremenko volviéndose a Neudóbnov—, ¿no te vi una vez en casa de Titsián Petróvich?

—Así es —dijo Neudóbnov—. Titsián Petróvich le había invitado a usted junto al mariscal Vóronov.

—Sí, lo recuerdo.

—Yo, camarada general, estuve destinado por un tiempo en el Comisariado del Pueblo a petición de Titsián Petróvich. Por eso estaba en su casa.

—Ya decía que tu cara me resultaba familiar —dijo Yeremenko, y deseando dar muestras de su simpatía a Neudóbnov, añadió—: ¿No te aburres en la estepa, camarada general? Espero que estés bien instalado.

Sin esperar respuesta. Yeremenko inclinó la cabeza en señal de satisfacción.

Cuando los tres hombres abandonaban la habitación Yeremenko llamó a Nóvikov.

—Coronel, venga aquí un momento.

Nóvikov que estaba ya en la puerta, volvió al interior y Yeremenko, poniéndose en pie, levantó de detrás de la mesa su cuerpo robusto de campesino y dijo con voz áspera:

—Ahí los tienes. Uno ha trabajado con Jruschov, el otro con Titsián Petróvich, y tú, hijo de perra, no olvides que serás tú el que guiará el cuerpo de tanques hacia la brecha abierta.

37

Una fría y oscura mañana Krímov fue dado de alta del hospital. Sin pasar por su alojamiento, se dirigió a ver al jefe del servicio político del frente, el general Toschéyev, para informarle de su viaje a Stalingrado.

Krímov tuvo suerte. Toschéyev se encontraba desde la mañana en su despacho, una casa revestida de tablas grises, y recibió a Nikolái Grigórievich sin dilación.

El jefe del servicio político, cuyo aspecto exterior se correspondía con su apellido[25], no dejaba de mirar de reojo su uniforme nuevo, que se había enfundado tras su reciente promoción a general, y de estirar hacia arriba la nariz, incómodo por el olor a fenol que desprendía su visitante.

—En cuanto a la casa 6/1, no pude concluir la misión a causa de la herida —dijo Krímov—. Ahora puedo volver allí.

Toschéyev miró a Krímov con aire irritado y descontento.

—No hace falta, hágame un informe detallado.

No formuló ni una pregunta y no criticó ni aprobó el informe de Krímov.

Como siempre el uniforme de general y las condecoraciones desentonaban con el telón de fondo de aquella humilde isba campesina. Pero aquello no era lo único que desentonaba. Nikolái Grigórievich no lograba comprender por qué su superior parecía tan abatido e insatisfecho.

Se acercó a la sección administrativa del servicio político para recoger los talones de comida, registrar su cartilla de raciones y despachar diversas formalidades relacionadas con su regreso a la misión y los días pasados en el hospital.

Mientras esperaba a que prepararan los documentos, sentado sobre un taburete, observaba las caras de los empleados y las empleadas de la oficina. Nadie parecía interesarse por él. Su visita a Stalingrado, su herida, todo lo que había visto y soportado no tenía sentido, no significaba nada. El personal de la sección estaba atareado con sus asuntos. Las máquinas de escribir crepitaban, los papeles susurraban, los ojos de los colaboradores se deslizaban hacia Krímov para sumergirse de nuevo en los expedientes abiertos y las hojas esparcidas por las mesas.

Cuántas frentes arrugadas, qué esfuerzo de concentración en aquellas miradas, en aquellos cejos fruncidos, qué absortos parecían todos en su trabajo, con qué rapidez y diligencia ordenaban sus manos los papeles. Sólo un bostezo irrefrenable, una ojeada furtiva al reloj para comprobar si pronto sería la hora de comer, la neblina gris y soñolienta que afloraba en estos o aquellos ojos revelaban el aburrimiento mortal que soportaba aquella gente confinada en una oficina mal ventilada.

Un conocido de Krímov, instructor en la séptima sección de la dirección política del frente, asomó por la puerta. Krímov saltó al pasillo para fumar un cigarrillo con él.

—Así que ya has vuelto —dijo el instructor.

—Sí, ya lo ve.

Y como el instructor no le preguntó nada sobre Stalingrado, fue Krímov quien inquirió:

—¿Qué hay de nuevo en la dirección?

La principal novedad era que el comisario de brigada Toschéyev, con el nuevo sistema de revalidación, había obtenido finalmente el rango de general.

El instructor le contó entre risas que Toschéyev, mientras esperaba que el ascenso se hiciera efectivo, cayó enfermo de la agitación. Se había mandado hacer un uniforme de general por el mejor sastre del frente, y Moscú no se decidía a anunciar el nombramiento. No era un asunto que pudiera tomarse a broma. Corrían rumores alarmantes que decían que, con el nuevo sistema de revalidación algunos comisarios de regimiento y batallón iban a ser nombrados capitanes y tenientes mayores.

—Imagíneselo —dijo el instructor—. Después de servir ocho años en los órganos políticos del ejército puedo encontrarme de un día para otro convertido en teniente en activo.

Había más noticias. El subjefe de la sección de información del frente, requerido en Moscú por la Dirección Política General, había sido ascendido y nombrado subjefe de la dirección política para el grupo de ejércitos de Kalinin.

Los jefes instructores de la sección política, que antes comían en la cantina de los jefes de sección; habían sido equiparados por orden de un miembro del Consejo Militar a los instructores rasos, y ahora comían en la cantina común. Los instructores enviados en misión habían tenido que devolver sus talones de comida sin ser compensados con raciones de compaña.

Los poetas de la redacción del frente, Katz y Talalayevski, habían sido propuestos para la orden de la Estalla Roja, pero según las nuevas directrices del camarada Scherbakov, las propuestas de condecoraciones para los colaboradores de la prensa debían pasar por la Dirección Política General, razón por la cual los expedientes de los dos poetas habían sido enviados a Moscú; pero entretanto, Yeremenko había firmado la lista de los candidatos del frente y todos los que aparecían en la lista ya lo estaban celebrando.

—¿Ha comido? —preguntó el instructor—. Vayamos juntos.

Krímov respondió que estaba esperando a que le dieran sus documentos.

—Entonces iré yo —dijo el instructor—. No hay tiempo que perder —añadió con ironía—. A este paso pronto nos veremos obligados a comer en la cantina para los asalariados y las mecanógrafas.

Poco después, cuando Krímov obtuvo sus documentos, salió a la calle y aspiró una bocanada de aire otoñal.

¿Por qué el jefe del departamento político le había recibido con tanta frialdad? ¿Por qué parecía tan descontento? ¿Porque Krímov no había concluido su misión? ¿Acaso Toschéyev desconfiaba de su herida y lo encontraba sospechoso de cobardía? ¿O se había molestado porque Krímov se hubiera dirigido directamente a él sin pasar a ver a su superior inmediato, y a una hora a la que por norma no recibía visitas? ¿Tal vez le había irritado que Krímov le hubiera llamado dos veces «camarada comisario de brigada» en lugar de «camarada general»? O quizá no tenía nada que ver con Krímov. Tal vez Toschéyev no hubiera sido propuesto para la orden de Kutúzov. O quizás hubiera recibido una carta comunicándole que su mujer estaba enferma. ¿Quién sabía por qué el jefe del departamento político del frente estaba de tan mal humor aquella mañana?

Durante las semanas que había pasado en Stalingrado, Krímov se había olvidado de cómo era Ájtuba. Había olvidado la mirada indiferente de los jefes del departamento político, de sus colegas instructores o de las camareras de la cantina. ¡En Stalingrado todo era diferente!

Por la noche se retiró a la habitación. El perro de la propietaria, que parecía hecho de dos mitades diferentes, un trasero cubierto de pelaje rojo y un largo hocico blanco y negro, se alegró mucho al verle. Sus dos mitades eran felices, y el animal meneaba la cola pelirroja que parecía de fieltro y metía el hocico blanco y negro entre las manos de Krímov, mirándole tiernamente con sus dulces ojos marrones. En la penumbra vespertina Krímov tenía la impresión de que el perro que se le arrimaba eran en realidad dos. El perro acompañó a Krímov hasta el zaguán. La propietaria, que andaba atareada por allí, le gritó en tono arisco: «¡Vete de aquí, maldito!», y luego adoptó el mismo aire sombrío que el jefe de la dirección política al saludar a Krímov.

Su habitación inmersa en el silencio, con la cama, la almohada forrada de tela blanca, las cortinas de encaje de las ventanas, le pareció poco confortable, solitaria después de sus queridas trincheras de Stalingrado, las guaridas cubiertas de lona impermeable, los refugios llenos de humo, húmedos.

Krímov se sentó a la mesa y se puso a redactar el informe. Escribía rápido, consultando fugazmente las notas tomadas en Stalingrado. La parte más difícil fue la de la casa 6/1. Se levantó, caminó por la habitación de un lado para otro, se volvió a sentar, se alzó de nuevo, salió al zaguán, tosió y aguzó el oído. ¿Era posible que aquella vieja endemoniada no le ofreciera té? Luego sacó agua del barril con un cazo; aquella agua era buena, mejor que la de Stalingrado. Volvió a la habitación, se sentó a la mesa, se quedó pensativo con la pluma en la mano. Después se echó en la cama y cerró los ojos.

¿Cómo había pasado? ¡Era Grékov quien le había disparado!

En Stalingrado se había fortalecido progresivamente la sensación de unión, de proximidad con los hombres. En Stalingrado respiraba mejor. Allí no había ojos apagados, indiferentes. En la casa 6/1 había esperado sentir el espíritu de Lenin con mayor intensidad. Pero nada más llegar había encontrado la mofa y la hostilidad, y le habían sacado de sus casillas. Entonces se puso a dar sermones, a amenazarles. ¿Por qué les había hablado de Suvórov? ¡Y luego Grékov le había disparado! Hoy advertía con particular angustia el pozo de la soledad, la soberbia y la presunción de individuos que a él le parecían semianalfabetos, majaderos, novatos del Partido. ¡Qué fastidio tener que inclinarse ante Toschéyev! ¿Qué derecho tenía Toschéyev a posar su mirada a veces irritada, otras irónica o despectiva, sobre él? En realidad, Toschéyev, con todos sus grados y sus condecoraciones, no le llegaba a la suela del zapato a Krímov desde el punto de vista del trabajo realizado en el Partido. Eran tipos advenedizos instalados en el seno del Partido, sin vínculos con la tradición leninista. Muchos de ellos habían entrado en escena en 1937, escribiendo denuncias y desenmascarando a los enemigos del pueblo. Y recordó aquel maravilloso sentimiento de fe, ligereza y fuerza que había sentido mientras avanzaba por el pasadizo subterráneo hacia la mancha de la luz del día.

Era Grékov quien le había desterrado de aquella vida que tanto anhelaba, y al pensarlo sintió que la rabia le estrangulaba. De camino a la casa había sentido crecer en su interior la felicidad por el nuevo destino que le aguardaba. Tenía la sensación de que el espíritu de Lenin estaba vivo allí. ¡Y luego Grékov había disparado contra un bolchevique leninista! Había enviado a Krímov de vuelta alas oficinas de Ájtuba, a una vida de naftalina. ¡El muy canalla!

Krímov volvió a sentarse a la mesa. En lo que llevaba escrito no había una sola palabra que no fuese verdad. Releyó su informe. Sin duda Toschéyev lo transmitiría a la sección especial. Grékov era un corruptor, había disgregado políticamente la unidad militar, había cometido un acto terrorista: había disparado contra un representante del Partido, un comisario militar. Krímov sería llamado a declarar. Seguramente le enfrentarían a un careo con Grékov una vez lo hubieran detenido.

Se imaginó a Grékov sentado frente al escritorio del juez instructor, sin afeitar, el rostro pálido y amarillento, sin cinturón.

¿Qué había dicho Grékov? «Usted sufre, pero no es algo de lo que se pueda dar parte en un informe.»

El secretario general del partido marxista-leninista había sido declarado infalible, casi divino. En 1937 Stalin no había perdonado a la vieja guardia leninista. Había destruido el espíritu leninista que conciliaba la democracia y la disciplina férrea. ¿Cómo podía Stalin haber castigado con tanta crueldad a los miembros del partido leninista? Grékov sería fusilado en su propio regimiento. Era terrible matar a hombres de un mismo bando, pero Grékov no estaba en su bando; Grékov era un enemigo.

Krímov no había dudado nunca del derecho del Partido a blandir la espada de la dictadura, del derecho sagrado de la Revolución a aniquilar a sus enemigos. Nunca había considerado que Bujarin, Zinóviev y Kámenev siguieran la vía leninista. Y Trotski, a pesar de su brillantez y ardor revolucionario, no había sabido eliminar su pasado menchevique, nunca había alcanzado la altura de Lenin. ¡Stalin sí que era un derroche de fuerza! Por algo le llamaban Amo. Nunca le había temblado el pulso. En él no había la flacidez intelectual de un Bujarin. El Partido fundado por Lenin, aplastando a sus enemigos había seguido a Stalin. Los méritos militares de Grékov no significaban nada. No se discute con los enemigos. No se debía prestar oídos a sus argumentos.

Pero por mucho que se esforzara Nikolái Grigórievich en sentir odio hacia Grékov, ya no lo sentía.

De nuevo le vinieron a la cabeza las palabras de Grékov: «Usted sufre».

«Pero ¿qué es esto? —pensó—. ¿Habré escrito una denuncia? Aunque no sea mentira, no deja de ser una denuncia… No hay nada que hacer, camarada, eres un miembro del Partido, debes cumplir con tu deber.» Por la mañana, Krímov entregó su informe en el departamento político del frente de Stalingrado.

Al cabo de dos días fue llamado por el director de la sección de agitación y propaganda del frente, el comisario de regimiento Oguibálov, que sustituía al jefe del departamento político. Toschéyev no podía recibir a Krímov porque estaba ocupado con un comisario de un cuerpo de tanques que venía del frente.

El comisario Oguibálov, un hombre metódico y reflexivo cuya gran nariz resaltaba sobre su rostro macilento, dijo a Krímov:

—En pocos días le mandaremos de vuelta a la orilla derecha, camarada Krímov, pero esta vez se le destinará al 64.° Ejército de Shumílov. A propósito, un coche nuestro le llevará al puesto de mando del obkom del Partido. Desde allí se dirigirá hasta el lugar donde se encuentra Shumílov. Los secretarios del obkom irán a Beketovka para la celebración de la Revolución de Octubre.

Sin apresurarse dictó a Krímov las instrucciones. Las tareas que le habían asignado eran insignificantes, hasta tal punto carentes de interés que resultaban humillantes. Consistían en recoger documentos administrativos en modo alguno trascendentes desde el punto de vista de la acción.

—¿Qué hay de mi conferencia? —preguntó Krímov—. He preparado, tal como ordenó, la conferencia para la celebración de Octubre, y deseaba leerla en varias unidades.

—Prescindiremos de ella por el momento —respondió Oguibálov, y se puso a explicarle el motivo.

Cuando Krímov se disponía a marcharse, el comisado le dijo:

—Con relación a su informe, el jefe de la sección política me ha puesto al corriente.

A Krímov le dio un vuelco el corazón: probablemente el caso de Grékov ya había sido abierto. El comisario del regimiento le dijo:

—Su guerrero Grékov ha estado de suerte: ayer el jefe de la sección política del 62.° Ejército nos comunicó que había muerto en la ofensiva alemana contra la fábrica de tractores, junto con todo su destacamento.

Y para consolar a Krímov, añadió:

—El comandante del ejército le había propuesto para ser nombrado a título póstumo héroe de la Unión Soviética. Está claro que dicha propuesta no prosperará.

Krímov se encogió de hombros, como diciendo: «Bueno, ha tenido un golpe de suerte. Que no se hable más».

Bajando la voz, Oguibálov le confesó:

—El jefe de la sección especial cree que podría estar vivo. Que se ha podido pasar al bando enemigo.

En casa, Krímov encontró una nota: le pedían que pasara por la sección especial. Por lo visto, el asunto Grékov no estaba concluido.

Krímov decidió posponer aquella desagradable conversación para cuando volviera. Después de todo, un caso póstumo no presentaba una urgencia apremiante.

38

El obkom del Partido había decidido celebrar el 25.° aniversario de la Revolución con una sesión solemne en la fábrica Sudoverf, en la aldea de Beketovka, situada al sur de Stalingrado.

El 6 de noviembre por la mañana, temprano, los responsables regionales del Partido se reunieron en el puesto de mando subterráneo del obkom de Stalingrado, que se hallaba en un robledo de la orilla occidental del Volga.

El primer secretario del obkom, los secretarios de sección y los miembros de la oficina del buró del obkom tomaron un exquisito desayuno caliente y salieron del robledo en diversos coches en dirección a la carretera que conducía al Volga.

Era la misma carretera que utilizaban por la noche las unidades de tanques y artillería que se dirigían al cruce de Tumansk. La estepa, roturada por la guerra, salpicada de terrones congelados que desprendían un barro sucio de color parduzco y cuya superficie cubierta de charcos helados parecía soldada con estaño, presentaba un aspecto desolador, triste.

A una decena de kilómetros de la orilla se oía el crujido del hielo que flotaba en el Volga. Un fuerte viento soplaba río abajo; la travesía del Volga a bordo de una barcaza de hierro descubierta se podía calificar de todo menos de divertida.

Los soldados que esperaban a ser trasladados a la otra orilla, protegidos con unos capotes zarandeados por el viento glacial del Volga, se apiñaban y trataban de evitar el contacto con el hierro helado. Los hombres producían un triste taconeo, doblaban las piernas; pero cuando sintieron el empuje de las gélidas ráfagas de Astraján no tuvieron ya fuerzas para soplarse las puntas de los dedos, ni para darse palmadas en los costados, ni siquiera para limpiarse la nariz: estaban entumecidos por el frío. Por encima de las aguas del Volga se expandían los jirones de humo que emanaba la chimenea del barco. Sobre el fondo del hielo el humo parecía particularmente negro, y el hielo también parecía más blanco bajo la sutil cortina de humo. Daba la impresión de que el hielo traía la guerra de las orillas de Stalingrado.

Un cuervo con la cabeza grande se había posado sobre un bloque de hielo y estaba absorto en sus reflexiones. Por supuesto, tenía material de sobra para reflexionar. Sobre el bloque de al lado yacía un trozo de capote quemado; sobre otro se levantaba una bota de fieltro dura como una piedra y sobresalía una carabina cuyo cañón torcido estaba encastrado en el hielo. Los coches del obkom subieron a la barcaza. Los secretarios y los miembros del buró salieron de los coches y observaron, junto a la borda, los bancos de hielo que se deslizaban lentamente, crujiendo.

Un viejo de labios azulados tocado con un gorro del Ejército Rojo y ataviado con una corta pelliza negra, a todas luces el encargado de la barcaza, se acercó al secretario de transporte del obkom, Laktiónov, y con una voz increíblemente ronca a causa de la humedad del río y el consumo empedernido de vodka y de tabaco le dijo:

—En el primer viaje que hicimos esta mañana, camarada secretario, encontramos a un marinero sobre un bloque de hielo. Los chicos lo sacaron del agua, pero por poco no acaban en el fondo con él. Ha sido necesario trabajar con palas. Mire, allí está, en la orilla, bajo una lona impermeable.

El viejo señaló con una manopla sucia en dirección a la orilla. Laktiónov miró, pero sin alcanzar a ver el cadáver arrancado al hielo y, para ocultar su malestar, le preguntó a boca jarro, en tono grosero, apuntando hacía el cielo:

—¿Están golpeando fuerte estos días? ¿A qué horas sobretodo?

El viejo hizo un gesto de negación con la mano.

—Ahora los bombardeamos nosotros.

El viejo imprecó al enemigo, ahora debilitado, y mientras pronunciaba aquellas frases injuriosas, su voz perdió la ronquera; sonaba estentórea y alegre.

Entretanto, el remolcador arrastraba despacio la barcaza hacia Beketovka; la orilla de Stalingrado no parecía azotada por la guerra, sino igual que siempre, con su concentración de almacenes, garitas, barracas…

Los secretarios y miembros del buró, cansados de las embestidas del viento, volvieron a entrar en sus coches. Los soldados, a través de los cristales, los miraban cómo peces que nadaran calientes en su acuario.

Los dirigentes del Partido, sentados en sus coches, fumaban, se rascaban, hablaban entre sí…

La sesión solemne se celebró por la noche.

Las invitaciones, impresas con una tipografía militar sólo se diferenciaban de las que circulaban en tiempo de paz en el papel gris y poroso, que era de pésima calidad, y en que no se precisaba el lugar del encuentro.

Los dirigentes del Partido en Stalingrado, los invitados del 64.° Ejército, los ingenieros y obreros de las fábricas vecinas se dirigían a la reunión guiados por aquellos que conocían bien el camino: «Aquí hay una curva, allí otra; cuidado, justo ahí hay un cráter de bomba, y ahora unos raíles; atención, nos acercamos a un foso de cal…».

En la oscuridad resonaban las voces y el paso firme de botas.

Krímov, que durante la tarde después de la travesía había tenido tiempo de visitar la sección política, llegó al lugar de la celebración con los representantes del 64.° Ejército.

Había algo en la manera en que aquella muchedumbre penetraba en el laberinto de la fábrica, en pequeños grupos y arropada por la oscuridad de la noche, que recordaba las celebraciones revolucionarias de la vieja Rusia.

Krímov casi jadeaba de emoción. Entendía que ahora, sin haberlo preparado previamente, sería capaz de pronunciar un discurso, y con el sentido adquirido durante varios años de experiencia como orador de masas, sabía que los hombres habrían experimentado la misma emoción y felicidad al comprender que la hazaña de Stalingrado estaba emparentada con la lucha revolucionaria de los obreros rusos.

Sí, sí, sí. La guerra que había movilizado las colosales fuerzas nacionales era una guerra por la Revolución. No había traicionado la causa de la Revolución recordando a Suvórov en la casa 6/1. Stalingrado, Sebastopol, el destino de Radíschev, la potencia del Manifiesto de Marx, los llamamientos de Lenin desde su automóvil blindado en la estación de Finlandia constituían una unidad.

Vio a Priajin, que caminaba con el mismo paso tranquilo y flemático de siempre. Era increíble que Krímov nunca consiguiera hablar con él.

Había ido a visitarle tan pronto como había llegado al puesto de mando subterráneo del obkom. Tenía muchas cosas que contarle. Pero no había sido posible; el teléfono había sonado casi sin cesar, y si no era el teléfono siempre había alguien que tenía necesidad de hablar con el primer secretario. De improviso Priajin preguntó a Krímov:

—¿Conoces a un tal Guétmanov?

—Sí —respondió Krímov—. Lo conocí en Ucrania, en el Comité Central del Partido. Era miembro del buró del Comité Central. ¿Por qué lo pregunta?

Priajin no contestó. Después comenzó el revuelo de la partida. Krímov se ofendió cuando Priajin no le ofreció asiento en su coche. Dos veces se habían encontrado frente a frente pero Priajin se comportaba como si no lo reconociese y sus ojos mostraban una expresión de fría indiferencia.

Los soldados andaban por el pasillo iluminado. Estaba el flácido comandante Shumílov, con su robusto pecho y su grueso vientre, y el general Abrámov, miembro del Consejo Militar, un pequeño siberiano con ojos saltones de color marrón. En aquella camaradería sencilla, en aquella, aglomeración de hombres que fumaban enfundados en guerreras, chaquetones guateados y pellizas, avanzaban los generales, y Krímov tenía la impresión de revivir el espíritu de los primeros años de la Revolución, el espíritu leninista. Lo había experimentado nada más pisar la orilla derecha de Stalingrado.

Los miembros del presídium ocuparon sus puestos y el presidente del soviet de Stalingrado, Piksin, apoyó las manos sobre la mesa como hacen todos los presidentes, tosió ligeramente hacia el lado donde había más alboroto y declaró abierta la sesión solemne del soviet de Stalingrado de las organizaciones del Partido, de los representantes de las unidades militares y de las fábricas de la ciudad, dedicada a conmemorar el 25.° aniversario de la Gran Revolución de Octubre.

Por el bullicio de la salva de aplausos se podía deducir que los que palmoteaban eran un público exclusivamente masculino compuesto por soldados y obreros.

Después, el primer secretario Priajin, pesado, lento, de frente alta, comenzó a pronunciar su conferencia. Cualquier conexión entre el momento presente y lo que había sucedido en el pasado se desvaneció de golpe. Era como si Priajin hubiera entrado en una polémica con Krímov, como si hubiera adoptado deliberadamente aquel tono pausado para refutar su emoción.

Las fábricas de la región estaban cumpliendo con el plan quinquenal. Las zonas rurales de la orilla izquierda, aunque con ligeros retrasos, habían abastecido de manera satisfactoria al Estado con sus correspondientes cuotas de grano.

Las fábricas ubicadas en la ciudad y un poco más al norte estaban situadas dentro de la zona de operaciones militares y, por ese motivo, era comprensible que no hubieran podido cumplir sus obligaciones para con el Estado.

Una vez, durante un mitin celebrado en el frente, aquel mismo hombre se había sacado el gorro de la cabeza en presencia de Krímov y había gritado: «¡Camaradas soldados, hermanos, abajo la guerra sanguinaria! ¡Viva la libertad!».

Ahora, mirando a la sala, explicaba que el descenso de la cantidad de cereal entregado al Estado se debía a que los distritos de Zimovniki y de Kotelnikovo no habían podido respetar sus compromisos ya que eran escenario de operaciones militares, y a que Kalach y Verjne-Kurmoyarsk habían sido tomadas total o parcialmente por el enemigo.

Luego, el conferenciante declaró que la población de la provincia, además de seguir trabajando para cumplir con sus obligaciones respecto al Estado, había participado activamente en las operaciones militares contra los invasores fascistas. Ofreció las cifras de participación de los obreros de la ciudad que se habían enrolado en unidades improvisadas de milicianos y, precisando que los datos no eran completos, leyó la lista de los habitantes de Stalingrado que habían sido condecorados por haber llevado a cabo de manera ejemplar misiones confiadas por el alto mando, y por el heroísmo que habían demostrado.

Al escuchar la voz serena del primer secretario, Krímov comprendió que la disparidad manifiesta entre sus pensamientos y sentimientos y las palabras de aquel que declamaba sobre agricultura e industria en las regiones que habían cumplido con sus obligaciones respecto al Estado no expresaba la absurdidad de la vida, sino el sentido de la vida.

El discurso de Priajin, frío como el mármol, constataba el indiscutible triunfo del Estado, que los hombres habían defendido con su sufrimiento y su pasión por la libertad.

Los soldados y los obreros tenían el semblante serio.

Qué extraño y penoso era recordar a los hombres que había conocido en Stalingrado, a Tarásov, a Batiuk, las conversaciones con la gente de la casa 6/1. ¡Qué desagradable y difícil era pensar en Grékov muerto en las ruinas de la casa cercada!

Pero ¿quién era para él aquel Grékov que le había hecho un comentario tan inquietante? Grékov había disparado contra él… ¿Y por qué las palabras de Priajin, su viejo camarada, primer secretario del obkom de Stalingrado, le sonaban frías, extrañas? ¡Qué sensación tan confusa, tan complicada!

Priajin se acercaba ya al final de su exposición:

—Nos sentimos felices de poder comunicar al gran Stalin que los obreros de la región han cumplido con sus obligaciones respecto al Estado soviético…

Concluida la conferencia, Krímov, abriéndose paso entre la multitud hacia la salida, buscó con la mirada a Priajin, No era así como debería haber presentado su conferencia, en los días que se libraba la batalla de Stalingrado.

De repente Krímov la vio: Priajin había bajado del estrado y estaba de pie junto al comandante del 64.º Ejército. Priajin miró fijamente a Krímov, con los ojos pesados, y al darse cuenta de que Krímov también le estaba observando, desvió lentamente la mirada.

«¿Qué significa esto?», se preguntó Krímov.

39

De noche, después de la solemne sesión, Krímov paró un coche que se dirigía a la central eléctrica.

Aquella noche la central tenía un aspecto particularmente siniestro. El día antes había sido bombardeada por aviones alemanes. Las explosiones habían abierto cráteres y levantado masas de tierra compacta. Ciegos, sin cristales, los talleres habían cedido parte de su estructura a causa de las detonaciones; el edificio de tres plantas de la administración estaba en ruinas.

Los transformadores de aceite, humeantes, se consumían lentamente en pequeñas llamas dentelladas.

El guardia, un joven georgiano, condujo a Krímov a través del patio iluminado por las llamas. Krímov notó que los dedos de su acompañante, que se había encendido un cigarrillo, temblaban: no sólo los edificios de piedra habían sido devastados y quemados por las bombas, también el hombre ardía, partícipe del caos.

Desde el momento en que había recibido la orden de dirigirse a Beketovka, Krímov no había dejado de pensar en encontrarse con Spiridónov[26]. ¿Y si Zhenia estuviera allí, en la central? ¿Y si Spiridónov tuviera noticias de ella? Tal vez hubiera recibido una carta de ella con una posdata: «¿Tiene noticias de Nikolái Grigórievich?».

Se sentía agitado y feliz. Quizá Spiridónov le dijera: «Yevguenia Nikoláyevna estaba siempre triste». O le confesaría: «Sabe, lloraba».

Desde la mañana sentía un deseo irresistible de dirigirse a la central. Deseaba intensamente acercarse hasta donde Spiridónov, aunque sólo fuera por unos minutos. Pero se había contenido y había ido al puesto de mando del 64.º Ejército, a pesar de que un instructor de la sección política le había murmurado al oído:

—No vale la pena que se dé prisa para ir a ver al miembro del Consejo Militar. Lleva borracho desde la mañana…

En efecto, había sido un error que Krímov se apresurara a visitar al general en lugar de ir a ver a Spiridónov. Mientras esperaba a ser recibido en el puesto de mando subterráneo, escuchó del otro lado del tabique de madera contrachapada la voz del general que dictaba a la mecanógrafa una carta de felicitación para su colega Chuikov.

—Vasili Ivánovich, ¡soldado y amigo! —exclamó solemnemente.

Después de pronunciar aquellas palabras, el general derramó algunas lágrimas y repitió varias veces entre sollozos: «Soldado y amigo, soldado y amigo».

Luego preguntó con tono severo:

—¿Qué ha escrito?

—«Vasili Ivánovich, soldado y amigo» —leyó la mecanógrafa.

Sin duda la entonación tediosa de la joven le pareció inapropiada ya que, en un tono más exaltado, la corrigió:

—Vasili Ivánovich, ¡soldado y amigo!

De nuevo, profundamente conmovido, balbuceó:

—Soldado y amigo, soldado y amigo.

Luego, el general, conteniendo las lágrimas, preguntó inflexible:

—¿Qué ha escrito?

—«Vasili Ivánovich, soldado y amigo» —repitió la mecanógrafa.

Krímov comprendió que habría podido ahorrarse las prisas.

La luz tenue de las llamas, que confundía el camino en lugar de iluminarlo, parecía surgir de las entrañas de la tierra; o tal vez era la misma tierra la que ardía, tan pesadas y húmedas eran aquellas débiles llamas.

Llegaron al puesto de mando subterráneo del director de la central. Las bombas que habían caído a poca distancia habían levantado grandes montañas de tierra, y la entrada al refugio a duras penas era visible puesto que el sendero que conducía hasta él todavía no había sido transitado.

Un guardia le dijo:

—Ha llegado justo a tiempo para la fiesta.

Krímov pensó que en presencia de extraños no podría decir lo que quería a Spiridónov, ni hacerle preguntas. Le pidió al guardia que hiciera salir al director, que le anunciara que había llegado el comisario del Estado Mayor del frente. Al quedarse solo le asaltó una angustia indefinible.

«¿Qué me pasa? —pensó—. Creía que estaba curado. ¿Es posible que la guerra no me haya ayudado a conjurar mis temores? ¿Qué puedo hacer?»

—¡Escapa, escapa de ella! Vete de aquí o será tu fin —se dijo en un susurro.

Pero no tenía fuerzas para irse, no tenía fuerzas para escapar.

Spiridónov salió del refugio.

—Y bien, camarada, ¿en qué puedo ayudarle? —le preguntó, nervioso.

—¿No me reconoce, Stepán Fiódorovich?

—¿Quién es? —preguntó alarmado Spiridónov; y al mirar la cara de Krímov, de repente gritó—: ¡Nikolái! ¡Nikolái Grigórievich!

Sus brazos rodearon el cuello de Krímov con una fuerza convulsa.

—¡Mi querido Nikolái! —le dijo entre sollozos.

Krímov, emocionado por aquel encuentro entre las ruinas, se dio cuenta de que por sus mejillas caían lágrimas. Estaba solo, completamente solo… La confianza, la alegría de Spiridónov le habían hecho sentir la proximidad con la familia de Yevguenia Nikoláyevna, y aquella proximidad le había devuelto la medida del dolor de su alma. ¿Por qué, por qué le había abandonado? ¿Por qué le había causado tanto sufrimiento? ¿Cómo había sido capaz de hacerlo?

—¿Sabes lo que ha hecho esta guerra? —le dijo Spiridónov—. Ha arruinado mi vida. Ha matado a mi Marusia.

Le habló de Vera, le dijo que unos días antes se había decidido al fin a abandonar la central y había pasado a la orilla izquierda del Volga.

—Es tonta.

—¿Y dónde está su marido? —le preguntó Krímov.

—Probablemente hace mucho tiempo que dejó este mundo. Es piloto de caza.

Krímov, incapaz de reprimirse por más tiempo, le preguntó:

—¿Cómo está Yevguenia Nikoláyevna? ¿Sigue viva? ¿Dónde está?

—Está viva, no sé si en Kúibishev o en Kazán.

Y, mirando a Krímov, añadió:

—Está viva, ¡eso es lo que importa!

—Sí, sí, por supuesto, eso es lo que importa —coincidió Krímov.

Pero en realidad ya no sabía qué era lo importante. Sólo sabía que el dolor, allí, en el alma, no desaparecía. Sabía que todo lo relacionado con Yevguenia Nikoláyevna le causaba dolor. Tanto si se enteraba de que estaba bien y tranquila, como de que sufría y tenía problemas, él se sentía igual de mal.

Stepán Fiódorovich hablaba de Aleksandra Vladímirovna, de Seriozha, de Liudmila, y Krímov asentía con la cabeza y mascullaba:

—Sí, sí, sí… Sí, sí, sí…

—¡Adelante, Nikolái! —dijo Stepán Fiódorovich—. Entremos al refugio. Ahora ya no tengo más casa que ésta.

Las pequeñas y oscilantes llamas de las lámparas de aceite no lograban iluminar el subterráneo, atestado de jergones, armarios, aparatos diversos, botellas y sacos de harina.

Sobre los camastros, los bancos o las cajas situadas a lo largo de las paredes estaban sentadas varías personas. En el aire sofocante vibraba el murmullo de las conversaciones.

Spiridónov sirvió alcohol en vasos, tazas y tapas de escudillas. Cesó el ruido y todos los presentes le siguieron con una mirada particular. Era una mirada profunda y seria, carente de angustia, y expresaba únicamente la fe en la justicia.

Al mirar los rostros de los soldados, Krímov pensó: «Es una lástima que Grékov no esté aquí; se merecería un trago». Pero Grékov ya había bebido todo lo que se suponía que tenía que beber, al menos en este mundo.

Spiridónov se levantó con el vaso en alto y Krímov se dijo: «Lo va a estropear todo, seguro que nos lanza un discurso parecido a los de Priajin».

Pero Stepán Fiódorovich trazó un ocho en el aire con el vaso y declaró:

—Bueno, muchachos, bebamos. Salud.

Se oyó el tintineo de los vasos y las tazas de hojalata. Los que ya habían bebido carraspeaban y meneaban la cabeza.

La gente allí reunida era de lo más variopinta; había sido el Estado el que antes de la guerra los había dividido, el que había hecho que no se sentaran a la misma mesa, que no intercambiaran palmaditas en la espalda, que no se dijeran: «Escucha lo que voy a decirte».

Pero allí, en un subterráneo sobre el cual había una central eléctrica destruida pasto de las llamas, había nacido una fraternidad sin pretensiones, tan genuina que cualquiera de ellos estaría dispuesto a dar la vida por ella.

Un anciano con el pelo cano, el vigilante nocturno, entonó la vieja canción que tanto gustaba cantar a los chicos de la fabrica francesa de Tsaritsin[27] antes de la Revolución, y como ya no estaba acostumbrado a aquel sonido, él mismo se escuchaba con el asombro divertido de un hombre que escucha a un borracho desconocido.

Otro hombre viejo, con el cabello oscuro, frunció el ceño mientras escuchaba con semblante serio esa canción que hablaba del amor y sus sufrimientos.

Y era verdaderamente hermoso oír aquel canto, era bello aquel momento extraordinario y terrible que vinculaba al director y al ordenanza de la panadería, al vigilante nocturno y al centinela, que mezclaba al calmuco, al ruso y al georgiano.

En cuanto el vigilante acabó de cantar, el viejo con el cabello oscuro frunció aún más su ceño ya de por sí fruncido, y despacio, desafinando, sin voz, cantó: «Despidamos al viejo mundo, sacudamos su polvo de nuestros pies».

El delegado del Comité Central soltó una carcajada y sacudió la cabeza; Spiridónov hizo lo mismo.

También Krímov rió y dijo a Stepán;

—Seguro que en otro tiempo el viejo fue menchevique.

Spiridónov lo sabía todo sobre Andréyev y, por supuesto, le habría contado su historia a Krímov, pero ante el temor de que Nikoláyev le oyera, aquella sensación de fraternidad se desvaneció en un instante.

—¡Pável Andréyevich, esta canción aquí no pega ni con cola! —le interrumpió Spiridónov.

Andréyev se calló enseguida, le miró y dijo:

—Nunca lo hubiera pensado. Debía de estar soñando.

El centinela georgiano mostró a Krímov el punto de la mano donde se le había saltado la piel.

—Me lo hice desenterrando a mi amigo; Seriozha Vorobiov se llamaba.

Sus ojos negros brillaron y dijo con un jadeo que más bien era un grito agudo:

—Seriozha era más que un hermano para mí.

El vigilante nocturno de pelo cano, un poco achispado, empapado en sudor, no daba tregua a Nikoláyev, el miembro del Comité Central:

—No, mejor escúcheme a mí. Makuladze dice que quería a Seriozha Vorobiov más que a su propio hermano, ¿lo ha oído? Sabe, una vez estuve trabajando en una mina de antracita donde el jefe me tenía muchísimo cariño, me respetaba. Bebíamos juntos y luego yo le cantaba canciones. Me decía a la cara: «Para mí eres como un hermano aunque sólo seas un minero». Charlábamos, comíamos juntos.

—¿Qué era, georgiano? —le preguntó Nikoláyev.

—¿A qué viene eso de si era georgiano? Era el señor Voskresenski, el dueño de todas las minas. No te puedes imaginar lo que me respetaba. Un hombre con un capital de millones. ¿Comprendes de qué tipo de hombre te hablo?

Nikolayev intercambió una mirada con Krímov, y se guiñaron el ojo en plan de broma, moviendo ligeramente la cabeza.

—Bien, bien —dijo Nikoláyev—. En efecto, nunca te acostarás sin saber una cosa más.

—Pues ya sabes, aprende —respondió el viejo sin darse cuenta de que era él el objeto de sus burlas.

Fue una velada extraña. Entrada la noche, cuando la gente empezó a marcharse, Spiridónov le dijo a Krímov:

—No te molestes en buscar tu abrigo, Nikolái. Esta noche la pasarás aquí.

Le preparó la cama sin prisas, preocupándose por todos los detalles: la colcha, el cubrepiés enguatado, la lona impermeable para el suelo. Krímov salió del refugió, permaneció un momento en la oscuridad mirando la ondulación del fuego y regresó al subterráneo, donde Spiridónov todavía estaba haciéndole la cama.

Cuando se sacó las botas y se acostó, Spiridónov le preguntó:

—¿Estás cómodo?

Acarició la cabeza de Krímov a la vez que esbozaba una sonrisa amable, de borracho.

El fuego que se propagaba arriba por alguna razón recordó a Krímov las hogueras que ardían en Ojotni Riad aquella noche de enero de 1924 en que se celebró el entierro de Lenin. Todos los hombres que se habían quedado a pasar la noche en el subterráneo parecían estar ya dormidos. Las tinieblas eran impenetrables.

Krímov estaba tendido en la cama con los ojos abiertos sin apercibirse de la oscuridad; pensaba, recordaba…

El frío intenso había sido la tónica de aquellos días. El sombrío cielo invernal se cernía sobre las cúpulas del monasterio Strastnói, sobre cientos de personas que llevaban calados gorros con orejeras y sombreros puntiagudos, vestidas con capotes y cazadoras de cuero. De repente la plaza del monasterio se inundó de miles de folletos blancos con el comunicado oficial.

Los restos mortales de Lenin fueron transportados desde Gorki hasta la estación en un trineo de campesino. Los patines crujían, los caballos resoplaban. El féretro era seguido por su viuda, Krúpskaya, que llevaba en la cabeza un pequeño sombrero redondo de piel sujeto con un pañuelito gris; por las dos hermanas de Lenin, Anna y Maria; por sus amigos, por campesinos del pueblo de Gorki. Así es como se acompaña al reposo eterno a un agrónomo, a un respetable médico rural o a un profesor.

El silencio se hizo en Gorki. Los azulejos de la estufa holandesa brillaban; al lado de la cama cubierta con una sábana de verano blanca había un armario lleno de botellitas con etiquetas y olor a medicinas. En la habitación vacía entró una anciana, con bata de enfermera. Por costumbre andaba de puntillas. La mujer pasó por delante de la cama y cogió de la silla un cordel en cuyo extremo había un trozo de periódico atado. El gatito que dormía sobre la silla, al oír el frufrú familiar de su juguete, levantó bruscamente la cabeza en dirección a la cama vacía y, bostezando, volvió a acurrucarse.

Mientras seguían el féretro, los parientes de Lenin y sus camaradas más allegados recordaban al difunto. Las hermanas se acordaban del niño rubio cuyo carácter difícil a veces le llevaba a ser mordaz y exigente hasta rayar la crueldad. Pero era bueno, amaba a su madre, a sus hermanas y hermanos.

Su esposa recordaba aquella ocasión en Zúrich en la que habló en cuclillas con la nieta de la casera, Tilli. La casera había dicho con aquel acento suizo que tanto divertía a Volodia[28]: «Deberían tener hijos». Y él había lanzado con malicia una rápida mirada desde abajo a Nadiezhda Konstantínovna.

Los obreros de la fábrica Dínamo recordaban que habían ido a Gorki, y Vladimir, que había ido a su encuentro, se aturdió. Quería hablar con ellos, pero todo cuanto pudo hacer fue emitir un gemido lastimoso y hacer un gesto con la mano, y los obreros que le rodeaban lloraron también al verle llorar. Y luego, aquella mirada que tenía antes del fin, asustada, implorante, como la de un niño frente a su madre.

A lo lejos comenzaban a perfilarse los edificios de la estación. La locomotora negra con la chimenea negra destacaba aún más entre la nieve blanca.

Los amigos políticos del gran Lenin —Ríkov, Kámenev, Bujarin—, que seguían el trineo a pie con las barbas escarchadas por el frío, miraban de vez en cuando con aire ausente a aquel hombre de tez morena y picado de viruelas que llevaba un largo capote y botas de cuero blando. Siempre miraban con desdén burlón su estilo de vestir caucásico. En realidad, si Stalin hubiera tenido delicadeza no debería haberse desplazado a Gorki, donde se habían reunido los parientes y amigos más íntimos del gran Lenin. Y ellos no comprendían que los apartaría con violencia a todos, hasta a los más cercanos, incluso a su mujer.

No eran Bujarin, Ríkov, Zinóviev los poseedores de la verdad leninista. Tampoco Trotski. Se habían equivocado. Ninguno de ellos se convertiría en el sucesor de Lenin. Ni siquiera Vladimir Uliánov intuyó en sus últimos días o alcanzó a entender que su obra se convertiría en la obra de Stalin.

Habían transcurrido casi dos décadas desde el día en que el cuerpo del hombre que había marcado el destino de Rusia, de Europa, de Asia y de la humanidad entera había sido transportado sobre un trineo que crujía sobre la nieve.

Los pensamientos de Krímov se obstinaban en volver a aquella época. Recordaba con nitidez los días gélidos de enero de 1924, el crepitar de las hogueras nocturnas, los muros escarchados del Kremlin, un gentío compuesto por cientos de personas llorando, el aullido lacerante de las sirenas de las fábricas, la voz estentórea de Yevdokímov invocando, desde una tarima de madera, a todos los obreros del mundo, el reducido grupo de hombres que cargaba el féretro sobre sus espaldas hasta el mausoleo de madera construido a toda prisa.

Krímov subió la escalera alfombrada de la Casa de los Sindicatos, pasando por delante de los espejos adornados con cintas rojas y negras; en el aire tibio que olía a pino flotaba una música triste. Al entrar en la sala vio las cabezas inclinadas de los hombres que solía ver en la tribuna de Smolni o Stáraya Plóschad.

Después, allí mismo, en la Casa de los Sindicatos, volvería a ver las mismas cabezas inclinadas en 1937. Probablemente los acusados, al escuchar la voz inhumana y estridente de Vishinski[29], se acordarían de cuando marchaban detrás del trineo y montaban guardia junto al féretro de Lenin; tal vez resonaría en sus oídos el eco de la música fúnebre.

¿Por qué de repente en la central, en el aniversario de la Revolución, sus pensamientos volvían a aquellos días de enero?

Decenas de personas que habían fundado junto a Lenin el partido bolchevique fueron declarados provocateurs, agentes a sueldo de los servicios de inteligencia extranjeros, mientras un único hombre que no había ocupado una posición central en el Partido, desconocido como teórico, había sido el salvador de la causa del Partido, el portador de la verdad. ¿Por qué confesaron todos?

Preguntas como ésas era mejor olvidarlas. Pero esa noche Krímov no podía apartarlas de su mente. «¿Por qué confesaron? ¿Y por qué sigo callando? ¿Por qué nunca tuve el valor suficiente para decir: “Dudo que Bujarin sea un saboteador, un asesino, un provocateur”? En el momento de la votación, levanté la mano. Y después firmé. Hice un discurso y escribí un artículo. Y todavía creo que mi fervor era genuino. Pero ¿dónde estaban mis dudas entonces, toda mi confusión? ¿Qué es lo que trato de decir? ¿Que soy un hombre con dos conciencias, o que viven en mí dos hombres diferentes y cada uno tiene su propia conciencia? ¿Cómo entenderlo? ¿Acaso no ha sido siempre así para todos y no sólo para mí?»

Grékov había expresado lo que muchos pensaban en su fuero interno, aquello que en el fondo de su alma guardaba solapadamente, inquietaba, interesaba y, a veces, atraía a Krímov. Pero en cuanto ese secreto había salido a la luz, Krímov había sentido odio y rabia, deseo de doblegar y destrozar a Grékov. Si hubiera tenido ocasión, Krímov, sin temblarle el pulso, le hubiera fusilado.

Priajin, por su parte, había hablado con el frío lenguaje del burócrata, había revisado, en nombre del Estado, las cuotas del abastecimiento de grano, las obligaciones de los obreros y los porcentajes del plan. Aquel tipo de discursos fríos, de burócrata desalmado, siempre disgustaban a Krímov. Pero esos burócratas despiadados eran sus viejos camaradas, los hombres con los que había marchado hombro con hombro y que ahora eran sus jefes y camaradas. La obra de Lenin había engendrado a Stalin, se había encarnado en aquellos hombres, en aquel Estado. Y Krímov, sin vacilar, estaba dispuesto a dar la vida por su gloria y su fuerza.

¡Y ese viejo bolchevique, Mostovskói! Nunca había salido en defensa de individuos de cuya honestidad revolucionaria estaba convencido. ¿Por qué?

¿Y el estudiante de los cursos superiores de periodismo donde Krímov había dado clases durante un tiempo, aquel chico amable y honesto que se llamaba Koloskov? El joven, que procedía del campo, le habló sobre la colectivización, sobre los canallas que incluían en las listas de kulaks los nombres de personas cuyas casas y jardines codiciaban, así como a sus enemigos personales. Le contó las terribles hambrunas que sufrían en el campo y la crueldad despiadada con que les habían confiscado hasta el último grano de trigo. Lloró al recordar a un maravilloso anciano que dio su vida para salvar a su esposa y su nieta… Resulta que poco después Krímov leyó en un periódico mural un artículo de Koloskov que trataba sobre los kulaks, donde los acusaba de enterrar el trigo y del que destilaba un odio feroz hacia todo lo nuevo.

¿Por qué había escrito eso Koloskov, el mismo que lloraba por el sufrimiento que le atenazaba el corazón? ¿Por qué callaba Mostovskói? ¿Era simple cobardía? ¿Cuántas veces había manifestado Krímov ciertas ideas que en realidad no compartía? Pero cuando las decía o las escribía, le parecía expresar su verdadera opinión, estaba convencido de afirmar lo que pensaba. De vez en cuando se consolaba diciéndose: «No se puede hacer nada, así lo quiere la Revolución».

Habían pasado cosas, cosas de todo tipo. Krímov había defendido mal a los amigos de cuya inocencia estaba seguro. A veces callaba, otras murmuraba. Otras veces hacía algo peor: ni callaba ni murmuraba. A veces era llamado al comité del Partido, al comité regional, al comité de la ciudad, al comité provincial, o bien por los órganos de seguridad para preguntarle acerca de alguno de sus conocidos, de otros miembros del Partido. Nunca había hablado mal de sus amigos, nunca había difamado, nunca había escrito denuncias o declaraciones…

¿Y Grékov? Bueno, Grékov era un enemigo. En cuanto a enemigos se refería, Krímov nunca se había andado con chiquitas; con ellos no conocía la piedad.

Pero ¿por qué evitó toda relación con las familias de los compañeros que habían sido víctimas de la represión? Había dejado de ir a verlos, de llamarlos por teléfono. Sí, pero también era cierto que cuando se encontraba por la calle con los familiares de amigos represaliados no cambiaba de acera, sino que iba a saludarlos.

Había ciertas personas, normalmente viejecitas, amas de casa, pequeñoburguesas apolíticas, a través de las cuales se podía hacer llegar paquetes a los campos. Recibían en sus direcciones cartas de los campos. Curiosamente, ellas no tenían miedo. A veces eran esas mismas ancianas, amas de casa, niñeras analfabetas, llenas de prejuicios religiosos, las que recogían a los niños cuyos padres habían sido arrestados, salvándoles del orfanato y los centros de acogida. En cambio, los miembros del Partido evitaban a esos niños como si de la peste se tratara. ¿Acaso esas mujeres eran más valientes o más honradas que los viejos bolcheviques como Mostovskói y Krímov?

Las personas saben cómo vencer el miedo; los niños caminan en la oscuridad, los soldados entran en combate, un joven da un paso adelante para saltar al vacío en paracaídas.

Pero aquel otro miedo, particular, atroz, insuperable para millones de personas, estaba escrito en letras siniestras de un rojo deslumbrante en el cielo plomizo de Moscú: el miedo al Estado…

¡No, no! El miedo no es capaz de realizar por sí solo semejante tarea. El fin superior de la revolución libera de la moral en nombre de la moral, justifica en nombre del futuro a los actuales fariseos, los delatores, los hipócritas; explica por qué un hombre, en aras de la felicidad del pueblo, debe empujar a los inocentes a la fosa. En nombre de la Revolución esa fuerza permite ignorar a los niños cuyos padres acaban en un campo penitenciario. Explica por qué la Revolución ha establecido que la esposa que se ha negado a denunciar al marido inocente debe ser apartada de sus hijos y enviada diez años a un campo de trabajo.

La fuerza de la revolución se había aliado con el miedo a la muerte, el terror a la tortura, con la angustia que atenaza a aquel que siente sobre sí el aliento de los campos lejanos.

Antes, cuando los hombres hacían la revolución sabían que se arriesgaban a la cárcel, a trabajos forzados, a años de exilio y de vida sin refugio, al patíbulo… Pero ahora lo más inquietante, confuso, desagradable era que la Revolución pagaba a sus fieles, a aquellos que servían a su gran causa, con raciones suplementarias, comidas en el Kremlin, paquetes de víveres, coches particulares, viajes y estancias en Barvija, billetes en coche cama.

—¿Todavía estás despierto, Nikolái Grigórievich? —le preguntó Spiridónov en la oscuridad.

—Casi. Me estoy quedando dormido —respondió Krímov.

—Ah, perdona, no quiero molestarte.

40

Había pasado más de una semana desde la noche en que Mostovskói fue llamado por el Obersturmbannführer Liss. La espera febril y la tensión habían dado paso a un hondo abatimiento. Por momentos Mostovskói tenía la impresión de que tanto sus amigos como sus enemigos se habían olvidado de él, que unos y otros le consideraban impotente, un viejo que había perdido la cabeza, un inútil moribundo.

Una mañana luminosa y sin viento lo condujeron al baño. Esta vez el SS que le escoltaba no entró en el bloque; se sentó en las escaleras, colocando el fusil a su lado, y se | encendió un cigarrillo. Era un día sereno, el sol calentaba y el soldado, por lo visto, no deseaba entrar en el ambiente húmedo del baño.

El prisionero político que trabajaba en el baño se acercó a Mijaíl Sídorovich.

—Buenos días, querido camarada Mostovskói.

Mostovskói lanzó un grito de asombro: enfrente de él, con una chaqueta de uniforme y el brazalete del Revier en la manga, estaba el comisario de brigada Ósipov.

Se abrazaron, y Ósipov le dijo apresuradamente:

—He logrado que me destinen al baño; estoy sustituyendo al mozo de la limpieza. Quería verle. Kótikov y el general Zlatokrilets le mandan saludos. En primer lugar dígame cómo le va, cómo se encuentra, qué quieren de usted. Explíquemelo todo mientras se va quitando la ropa.

Mostovskói le habló del interrogatorio nocturno. Ósipov, mirándole fijamente con sus negros ojos saltones, le dijo:

—Esos imbéciles quieren trastornarle.

—Pero ¿para qué? ¿Con qué objetivo?

—Es posible que quieran sonsacarle alguna información de tipo histórico, sobre las características de los fundadores y los dirigentes del Partido. Tal vez tenga que ver con declaraciones, proclamas, cartas.

—Están perdiendo el tiempo —dijo Mostovskói.

—Le torturarán, camarada Mostovskói.

—Están perdiendo el tiempo, es estúpido —repitió Mostovskói, y preguntó—: Y a ustedes, ¿cómo les va?

Ósipov explicó en un susurro:

—Mejor de lo que esperábamos. Lo más importante es que hemos logrado ponernos en contacto con los que trabajan en la fábrica y hemos comenzado a recibir armas: granadas y metralletas. Los hombres traen las piezas una por una y nosotros las montamos de noche en los bloques. La verdad es que tenemos pocas hasta el momento.

—Esto es obra de Yershov. ¡Bravo por él! —exclamó Mostovskói.

Luego sacudió la cabeza compungido al quitarse la camisa y observarse el pecho y los brazos desnudos. Se sintió de nuevo furioso consigo mismo por ser tan viejo.

—Tengo el deber de informarle, como superior del Partido, que Yershov ya no está en nuestro campo.

—¿Cómo que no está?

—Ha sido trasladado a Buchenwald.

—¿Qué dice? —gritó Mostovskói—. ¡Era un tipo magnífico!

—Seguirá siendo magnífico en Buchenwald.

—Pero ¿por qué? ¿Qué ha pasado?

—Hubo una división en el liderazgo —replicó Ósipov con aire sombrío—. Un nutrido grupo sentía una inclinación espontánea hacia Yershov y a éste se le había subido a la cabeza. No se hubiera sometido a la dirección por nada del mundo. Es un individuo poco claro, no es uno de los nuestros. La situación se complicaba a cada paso. El primer mandamiento en la clandestinidad es la disciplina de hierro. Y nos habíamos encontrado con dos centros diferentes: los que son del Partido y los que no. Después de discutir la situación tomamos una decisión. Un camarada checo que trabaja en la administración del campo archivó la tarjeta de Yershov junto a las del grupo de trasladados a Buchenwald y automáticamente fue incluido en la lista.

—Nada más fácil —dijo Mostovskói.

—Fue la decisión unánime de todos los comunistas —concretó Ósipov.

Estaba de pie frente a Mostovskói con su ropa miserable un trapo en la mano, severo, inquebrantable, seguro de su derecho férreo, de su terrible derecho, superior al de Dios, para convertir la causa a la que servía en el árbitro supremo del destino del hombre.

El viejo desnudo, delgado, uno de los fundadores del gran Partido, estaba sentado en silencio con la espalda encorvada y la cabeza inclinada.

Se le presentó con nitidez la noche pasada en el despacho de Liss. Y de nuevo se apoderó de él el miedo: ¿y si Liss no mentía? ¿Y si no perseguía un objetivo policial secreto y sólo quería mantener una conversación de hombre a hombre?

Se enderezó y ahora, como siempre, como diez años antes, durante la colectivización, durante los procesos políticos que condujeron al patíbulo a sus camaradas de juventud, declaró:

—Me someto a esta decisión. La acepto como miembro del Partido.

Cogió la chaqueta que reposaba sobre el banco y sacó del forro varios trozos de papel: eran los textos que había redactado para las octavillas.

De repente le vino a la cabeza la cara de Ikónnikov, sus ojos de vaca, y sintió el deseo de oír la voz del apóstol de la bondad sin sentido.

—Quería preguntarle: sobre Ikónnikov —dijo Mijaíl Sídorovich—. ¿El checo también cambió su tarjeta?

—Ah, el viejo yuródivi, el trapo mojado, como le llamaba usted. Fue ejecutado. Se negó a trabajar en la construcción del campo de exterminio. Keize recibió la orden de matarle.

Aquella misma noche, se pegaron en las paredes de los barracones los folletos escritos por Mostovskói sobre la batalla de Stalingrado.

41

Poco después de la guerra se encontró en los archivos de la Gestapo de Munich un expediente relacionado con la investigación de una organización clandestina en un campo de concentración de la Alemania occidental. El documento que cerraba el expediente informaba que la sentencia contra los miembros de dicha organización había sido ejecutada. Los cuerpos de los prisioneros habían sido quemados en un homo crematorio. El primer nombre de la lista era el de Mostovskói.

El estudio de los documentos no permitió establecer el nombre del provocateur que traicionó a sus camaradas. Probablemente fue ejecutado por la Gestapo junto a aquellos a los que había denunciado.

42

Los barracones del Sonderkommando, el escuadrón especial de trabajo destinado a operar en las cámaras de gas, el almacén de sustancias tóxicas y los crematorios, eran cálidos y tranquilos.

Los prisioneros que trabajaban de manera permanente en la obra n.° 1 gozaban de unas buenas condiciones de vida. Cada cama tenía una mesilla de noche con su correspondiente garrafa de agua hervida y había una alfombra en el pasillo central.

Los obreros que trabajaban en la cámara de gas estaban libres de escolta y comían en un local aparte. Los alemanes del Sonderkommando podían escoger su propio menú, igual que en un restaurante. Recibían un salario casi tres veces mayor que el de los soldados, homólogos en rango, que estaban en activo. Sus familias disfrutaban de reducciones de alquiler, de raciones de víveres superiores a las estipuladas y del derecho a evacuación prioritaria de las zonas sometidas a bombardeos.

El trabajo del soldado Roze consistía en observar a través de la mirilla de inspección, y cuando el proceso había concluido daba la orden de proceder a la descarga de la cámara de gas. Además debía controlar que los dentistas trabajaran con escrúpulo y esmero. Más de una vez había escrito informes al director del complejo, el Sturmbannführer Kaltluft, sobre la dificultad de realizar simultáneamente esa doble tarea; mientras Roze estaba arriba, supervisando el gaseamiento, abajo, donde trabajaban los dentistas y los trabajadores cargaban los cuerpos en las cintas transportadoras, se quedaban sin vigilancia, con la posibilidad de trampear y cometer hurtos.

Roze se había acostumbrado a su trabajo y ya no le inquietaba, como los primeros días, el espectáculo que se desarrollaba detrás del cristal. Su predecesor había sido sorprendido un día entretenido en un pasatiempo más propio de un chico de doce años que de un soldado de las SS al que se le ha confiado una acción especial. Al principio Roze no acertaba a comprender algunas alusiones a ciertas incorrecciones, y sólo más tarde comprendió a qué se referían.

A Roze no le gustaba su nuevo trabajo, pero ahora ya se había acostumbrado. Le inquietaba el insólito respeto del que estaba rodeado. Las camareras de la cantina le preguntaban por qué estaba pálido. Siempre, desde que tenía uso de razón, recordaba haber visto a su madre llorando. A su padre, por alguna razón, siempre le despedían de los trabajos; daba la impresión de que le habían despedido de más trabajos de los que en realidad había tenido. Roze había aprendido de sus padres a andar de una manera suave y furtiva que no debía molestar a nadie; regalaba la misma sonrisa inquieta y afable a los vecinos, a su casero, al gato del casero, al director de la escuela y al policía en la esquina de la calle. En apariencia la afabilidad y la cortesía eran los rasgos fundamentales de su carácter y él mismo se asombraba de cuánto odio anidaba en su cuerpo y de cuánto tiempo había permanecido oculto en su interior. Luego había ido a parar al Sonderkommando; el superior, buen conocedor del alma humana, había intuido enseguida su carácter gentil y afeminado.

No había nada agradable en observar cómo se contorsionaban los judíos en la cámara de gas. Roze sentía antipatía por los soldados que disfrutaban trabajando allí. El prisionero de guerra Zhuchenko, que trabajaba en el turno de la mañana cerrando las puertas de la cámara de gas, le desagradaba en particular. Tenía una sonrisa infantil perennemente estampada en su cara, y por eso era especialmente desagradable. A Roze no le gustaba su trabajo, pero conocía todas sus ventajas, las evidentes y las ocultas.

Cada día, al finalizar el trabajo, un dentista entregaba a Roze un pequeño paquete con varias coronas de oro. Aunque aquello representaba una parte insignificante del metal precioso que la dirección del campo recibía todos los días, Roze ya había enviado dos veces casi un kilo de oro a su mujer. Era la garantía de un futuro luminoso, la materialización de su sueño de una vejez tranquila. De joven, Roze había sido débil y tímido, incapaz de tomar parte activa en la lucha por la vida. Nunca había dudado de que el Partido tenía como único fin el bien de los hombres pequeños y débiles. Ahora experimentaba los beneficios de la política de Hitler, porque él era uno de esos hombres pequeños y débiles, y en esos momentos, su vida y la de su familia se había vuelto incomparablemente más fácil, mejor.

43

A veces Antón Jmélkov se sentía horrorizado por su trabajo, y por la noche, cuando se acostaba en el catre y oía las risas de Trofim Zhuchenko, un miedo frío y angustioso atenazaba su corazón.

Las manos de Zhuchenko, esas manos de dedos largos y gruesos que cerraban las compuertas herméticas de la cámara de gas, siempre le causaban la impresión de estar sucias, y por esa razón le daba asco coger el pan de la misma cesta que su compañero.

Zhuchenko parecía feliz y excitado cuando salía por la mañana para cumplir su turno de trabajo y esperaba la columna de personas procedentes de la vía férrea. Pero el movimiento de la columna le parecía insoportablemente lento. Emitía con la garganta un débil sonido lastimoso y tensaba la mandíbula como un gato acechando a los gorriones detrás del cristal.

Para Jmélkov aquel hombre se había convertido en una fuente de inquietud. Por supuesto, Jmélkov también podía beber más de la cuenta y pasar un buen rato con alguna mujer de la fila cuando estaba borracho. Había un pasillo a través del cual los miembros del Sonderkommando penetraban en el vestidor para escoger una mujer. Un hombre es un hombre, después de todo. Jmélkov escogía a una chica o una mujer, la conducía a un rincón vacío del barracón y al cabo de media horita la devolvía a los guardias. Ni él ni la mujer decían nada. Pero él no estaba allí por las mujeres y el vino, ni por los pantalones de montar de gabardina y las botas de piel de comandante.

Le habían hecho prisionero un día de julio de 1941. Le habían asestado golpes de culata en la cabeza y el cuello, había enfermado de disentería, le habían obligado a caminar por la nieve con las botas destrozadas, le habían dado de beber un agua amarillenta con manchas de gasoil, había arrancado con los dedos trozos de una fétida carne negra del cadáver de un caballo, había comido nabos podridos y mondas de patata. Sólo había elegido una cosa: vivir. No deseaba nada más. Había repelido decenas de muertes: por hambre, por frío, de disentería… No quería ser abatido con nueve gramos de plomo en la cabeza, no quería hincharse hasta que su corazón se ahogara con el líquido que le subía de las piernas. No era un criminal; había sido peluquero en la ciudad de Kerch, nunca nadie había pensado mal de él ni sus familiares, ni los vecinos de patio, ni los colegas del trabajo, ni los conocidos con los que bebía vino, comía salmonete ahumado y jugaba al dominó. Pensaba que no tenía nada en común con Zhuchenko. Pero a veces también le daba la sensación de que la diferencia entre él y Zhuchenko consistía en una bagatela insignificante. ¿Qué importancia tenía para Dios y para los hombres el sentimiento con el que se dirigían al trabajo? ¿Qué importa que uno se sintiera feliz y el otro desgraciado cuando el trabajo que realizaban era el mismo?

No comprendía que Zhuchenko le inquietaba no porque fuera más culpable que él, sino porque su terrible monstruosidad innata le disculpaba, mientras que él, Jmélkov, no era un monstruo, sino un hombre.

Comprendía vagamente que, bajo el fascismo, al hombre que desea seguir siendo un hombre se le presenta una opción más fácil que la de conservar la vida: la muerte.

44

El jefe del Sonderkommando, el Sturmbannführer Kaltluft, había conseguido que el puesto de control le proporcionara cada noche un gráfico con la llegada de los convoyes del día siguiente. Así, Kaltluft podía dar instrucciones a sus subordinados por anticipado sobre el trabajo que debían realizar, en función del número de vagones y la cantidad de personas que se esperaba recibir. Según el país de procedencia del tren, se asignaba el Kommando auxiliar de prisioneros mas conveniente; se necesitaban peluqueros, escoltas, cargadores.

A Kaltluft no le gustaba la vida desordenada: no bebía y se enfadaba cuando sorprendía a sus subordinados en estado de embriaguez. Sólo una vez le habían visto alegre y animado. Estaba a punto de partir para reunirse con su familia para las fiestas de Pascua y ya estaba montado en el coche cuando llamó al Sturmführer Hahn y se puso a enseñarle fotografías de su hija, una niña de cara alargada y ojos grandes como los de su padre.

A Kaltluft le gustaba trabajar y odiaba perder el tiempo. Después de cenar nunca se daba una vuelta por el club, no jugaba a las cartas, no asistía a las proyecciones de películas. En Navidad adornaron un abeto para el Sonderkommando, actuó un coro de aficionados y en la cena distribuyeron gratuitamente una botella de coñac francés para cada dos personas. En aquélla ocasión Kaltluft se dejó caer media hora por el club y todos se dieron cuenta de que tenía en los dedos una mancha de tinta fresca, señal de que también había estado trabajando la noche de Navidad.

Hubo un tiempo en que vivía en la casa de campo de sus padres y creía que toda su vida transcurriría allí. Amaba la tranquilidad del campo y el trabajo no le daba miedo. Su sueño era ampliar la hacienda del padre y estaba convencido de que por grandes que fueran los ingresos que obtuviera con la cría de cerdos y la venta de nabos y trigo, nunca abandonaría la cómoda y tranquila casa de su infancia. Pero la vida había tomado otra dirección. Hacia el final de la Primera Guerra Mundial se había encontrado en el frente y había recorrido el camino que el destino le había reservado. Y, por lo visto, lo que el destino le había reservado era convertirse de campesino en soldado, pasar de las trincheras a guardia del Estado Mayor, de empleado en las oficinas a ayudante de campo, y después del puesto en la administración central de la RSHA había acabado como jefe de un Sonderkommando en un campo de exterminio.

Si Kaltluft hubiera tenido que responder ante un tribunal divino, habría justificado su alma contando de manera sincera que sólo el destino le había empujado a ser un verdugo, el asesino de quinientas noventa mil personas. ¿Qué podía hacer él frente a fuerzas tan potentes como la guerra mundial en curso, un movimiento nacional inmenso, la inflexibilidad del Partido, la coerción del Estado? ¿Quién habría estado en condiciones de nadar a contracorriente? Él era un ser humano, sólo deseaba vivir en la casa de su padre. No había intervenido por voluntad propia, le habían empujado; él no quería, se lo habían ordenado, el destino le había conducido de la mano como a un niño. Y del mismo modo, o casi del mismo modo, se habrían justificado ante Dios aquellos a los que Kaltluft había enviado a trabajar y aquellos que habían enviado a trabajar a Kaltluft.

Pero Kaltluft no había tenido que justificar su alma ante un tribunal divino. Por eso Dios no había tenido que confirmar a Kaltluft que en el mundo no hay culpables.

El juicio divino existe, y existe también el tribunal del Estado, de la sociedad; pero existe un juicio supremo y es el juicio de un pecador sobre otro pecador. El hombre que ha pecado conoce la potencia del Estado totalitario, que es infinitamente grande; sirviéndose de la propaganda, el hambre, la soledad, el campo, la amenaza de muerte, el ostracismo y la infamia, esa fuerza paraliza la voluntad del hombre. Pero en cada paso dado bajo la amenaza de la miseria, el hambre, el campo y la muerte, se manifiesta siempre, al mismo tiempo que lo condicionado, la libre voluntad del hombre. En la trayectoria vital recorrida por el jefe del Sonderkommando, del campo a las trincheras, de la condición de hombre sin partido a la de miembro consciente del partido nacionalsocialista, siempre y por doquier estaba impresa su voluntad. El destino conduce al hombre, pero el hombre lo sigue porque quiere y es libre de no querer seguirlo. El destino guía al hombre, que se convierte en un instrumento de las fuerzas de destrucción pero cuando eso sucede no pierde nada; al contrario, gana. Éste lo sabe y va allí donde le esperan las ganancias; el terrible destino y el hombre tienen objetivos diversos, pero el camino es uno solo.

Quien pronuncie el veredicto no será un juez divino, puro y misericordioso, ni un sabio tribunal supremo que mire por el bien del Estado y la sociedad, ni un hombre santo, y justo, sino un ser miserable destruido por el poder del Estado totalitario. Quien pronuncie el veredicto será un hombre que a su vez ha caído, se ha inclinado, ha tenido miedo y se ha sometido.

Ese hombre dirá:

—¡En este mundo terrible existen los culpables! ¡Tú eres culpable!

45

Y así había llegado el último día del viaje. Los vagones crujieron, los frenos rechinaron y después se hizo el silencio; de pronto descorrieron los cerrojos y retumbó la orden:

Alle heraus![30]

La gente empezó a descender al andén todavía mojado por la lluvia reciente.

¡Qué aspecto tan extraño tenían aquellos rostros familiares después de la oscuridad del vagón! Los abrigos y los pañuelos habían cambiado menos que las personas; las chaquetas y los vestidos les recordaban las casas donde se los habían puesto, los espejos ante los cuales se los habían probado.

La gente que salía de los vagones se apiñaba en grupos, y en aquella muchedumbre gregaria había algo conocido, tranquilizador: calor familiar, olor familiar, rostros cansados y ojos extenuados, una masa compacta de personas que han bajado de cuarenta y dos vagones de transporte de ganado.

Dos SS de patrulla vestidos con largos capotes caminaban lentamente haciendo resonar sobre el asfalto las botas claveteadas. Marchaban arrogantes y absortos en sus pensamientos sin mirar siquiera a los jóvenes judíos que sacaban en brazos el cadáver de una anciana cuyos cabellos blancos caían sobre un rostro blanquecino, ni al barbudo de pelo rizado que lamía a gatas el agua de un charco ni a la jorobada que se subía la falda para ajustarse el elástico de las medias.

De vez en cuando los SS intercambiaban miradas y algunas palabras. Se movían sobre el asfalto como el sol en el firmamento. El sol no se preocupa del viento, de las nubes, de las tormentas en el mar, del rumor de las hojas; pero en su movimiento uniforme, sabe que todo en la tierra existe gracias a él.

Hombres con monos azules, brazaletes blancos en las mangas y quepis de largas viseras gritaban y apuraban a los recién llegados en una extraña lengua, una mezcolanza de palabras rusas, alemanas, yiddish, polacas y ucranianas.

Los hombres del mono azul organizaban al gentío del andén con rapidez y práctica: seleccionaban a los que no se tenían en pie, obligaban a los más fuertes a cargar a los moribundos en los furgones, creaban dentro de ese caos de movimientos desordenados una columna y le marcaban una dirección y un sentido. La columna se divide en filas de seis, y por las filas corre la noticia: «¡A las duchas, primero nos llevan a las duchas!».

Parecía que Dios misericordioso no habría podido inventar nada mejor.

—¡Muy bien, judíos, andando! —gritó un hombre con quepis, el jefe del escuadrón encargado de la descarga de los convoyes y de la vigilancia de los deportados.

Hombres y mujeres cogieron sus bolsas, los niños se agarraron a las faldas de sus madres y a los pantalones de sus padres.

«Las duchas…, las duchas…»; esas palabras tenían un efecto hipnotizante en las conciencias.

En aquel hombre alto con el quepis había algo sencillo, atrayente, parecía más cercano al mundo de los infelices que al de los cascos y los capotes grises. Una vieja acaricia con delicadeza religiosa la manga de su traje con la punta de los dedos y pregunta:

Ir sind a yid, a litvek, metn kind[31]

Da, da, mamenka, ij bin a id, prentko, prentko, panove![32]

De repente, con una voz ronca pero fuerte, funde en una frase las lenguas de los dos ejércitos enemigos:

Die Kolonne marsch! Shagom march![33]

El andén se queda vacío. Los hombres del mono azul retiran del asfalto trapos, trozos de venda, un zueco roto, un cubo que un niño ha abandonado, y cierran con estruendo las puertas de los vagones de mercancías. Un ruido metálico atraviesa los vagones mientras el tren se pone en marcha hacia la zona de desinfección.

Después de acabar el trabajo, el Kommando vuelve al campo a través de la puerta de servicio. Los trenes procedentes del Este son los peores: están infestados de piojos y llenos de muertos y enfermos que exhalan un hedor insoportable. En estos vagones no se encuentra, como en los procedentes de Hungría, Holanda o Bélgica, un frasco de perfume, un paquete de cacao o una lata de leche condensada.

46

Ante los deportados se abrió una gran ciudad. Sus límites, al oeste, se perdían en la niebla. El humo oscuro de las lejanas chimeneas de las fábricas se confundía con la bruma formando una neblina baja que cubría la cuadrícula de barracones, y la fusión de la niebla con la rectitud geométrica de las calles de barracones producía una impresión sorprendente.

Al noreste se levantaba un resplandor rojo oscuro y el cielo húmedo del otoño, al calentarse, parecía estar ruborizándose. A veces del húmedo resplandor se escapaba una llama lenta, sucia, serpenteante.

Los viajeros salieron a una plaza espaciosa. En el centro, sobre un podio de madera como los que normalmente se colocan en las fiestas populares, había una decena de personas. Era una orquesta. Los músicos se diferenciaban claramente entre sí, al igual que sus instrumentos. Algunos se volvieron hacia la columna que llegaba, pero en ese momento un hombre canoso vestido con una capa colorida dijo algo y todos abrazaron sus instrumentos. De repente pareció que un pájaro hubiera lanzado un trino tímido e insolente, y el aire, un aire desgarrado por el alambre de espinas y el aullido de las sirenas, que apestaba a basura y vapores aceitosos, se llenó de música. Como si una cálida cascada de una lluvia de verano encendida por el sol se hubiera precipitado contra el suelo.

La gente de los campos, la gente de la cárcel, la gente que se ha escapado de la prisión, la gente que marcha hacia su muerte conoce el extraordinario poder de la música. Nadie siente la música como los que han conocido la prisión y el campo, como los que marchan hacia la muerte.

La música que roza al moribundo no resucita en su alma la esperanza ni la razón, sino el milagro agudo y sobrecogedor de la vida. De la columna brotó un sollozo. Parecía que todo se hubiera transformado, que todo se hubiera fundido en una unidad. Todo lo que se había fragmentado: la casa, el mundo, la infancia, el camino, el rumor de las ruedas, la sed, el miedo y esta ciudad que emergía de la niebla, esta aurora roja y pálida, todo se fundió de repente, pero no en la memoria o en un cuadro, sino en la percepción instintiva, ardiente, dolorosa de la vida pasada. Allí, en el resplandor de los hornos, en la plaza del campo, la gente percibía que la vida era algo más que la felicidad, que también era maldad. La libertad es difícil, a veces dolorosa: es la vida.

La música supo expresar la última agitación de sus almas, que unían en su ciega profundidad las alegrías y penas experimentadas a lo largo de la vida con aquella mañana brumosa, con el resplandor sobre sus cabezas. O tal vez no era así. Tal vez la música sólo era la llave que permitía acceder a los sentimientos de los hombres, no lo que les llenaba en aquel horrible instante, sino lo que les abría las entrañas.

Suele pasar que una canción infantil haga llorar a un anciano. Pero no es por la canción por lo que llora el anciano; ésa sólo es la llave que abre su alma.

Mientras la columna dibujaba lentamente un semicírculo alrededor de la plaza, por las puertas del campo entró un coche color crema. De él bajó un oficial de las SS con gafas y un capote de cuello de piel que hizo un gesto de impaciencia, y el director de la orquesta bajó en el acto las manos en un movimiento desesperado, haciendo cesar bruscamente la música.

Resonó repetidas veces un «Halt!».

El oficial se paseó entre las filas. Señalaba con el dedo y el jefe del grupo hacía salir de la fila a los indicados. El oficial observaba a las personas seleccionadas con una mirada indiferente, y el jefe de la columna les preguntaba en voz baja, para no turbar las reflexiones del SS:

—¿Cuántos años tienes? ¿Cuál es tu profesión?

Cerca de treinta personas fueron escogidas.

Una petición recorrió las filas:

—¡Médicos, cirujanos!

Nadie respondió.

—¡Médicos y cirujanos, un paso al frente!

De nuevo, silencio.

El oficial se acercó a su coche, perdido todo interés en los miles de personas que había congregadas en la plaza.

Los seleccionados fueron alineados en filas de cinco, de cara al cartel que había sobre las puertas del campo: Arbeit macht frei.[34]

En las filas resonó el grito de un niño seguido del grito salvaje y penetrante de las mujeres. Los que habían sido seleccionados continuaban callados con la cabeza gacha.

¿Cómo se puede transmitir la sensación de un hombre que aprieta la mano de su mujer por última vez? ¿Cómo describir la última y rápida mirada al rostro amado? ¿Cómo se puede vivir cuando la memoria despiadada te recuerda que en el instante de aquella despedida silenciosa tus ojos parpadearon para esconder la grosera sensación de alegría que experimentaste por haber salvado la vida? ¿Cómo puede ese hombre enterrar el recuerdo de su esposa, que le depositó en la mano un paquete con el anillo de boda, algunos terrones de azúcar y unas galletas? ¿Cómo puede seguir viviendo al ver el resplandor rojo inflamarse en el cielo con fuerza renovada? Ahora las manos que él ha besado deben de estar ardiendo, los ojos que se iluminaban con su llegada, sus cabellos cuyo olor podía reconocer en la oscuridad; ahora arden sus hijos, su mujer, su madre. ¿Cómo es posible que pida un lugar más cercano a la estufa en el barracón, que sostenga la escudilla bajo el cucharón que sirve un litro de líquido grisáceo; que repare la suela rota de su bota? ¿Es posible que golpee con la pala, que respire, que beba agua? Y en los oídos resuenan los gritos de los hijos, el gemido de la madre.

Los destinados a sobrevivir son enviados en dirección a las puertas del campo. Hasta ellos llegan los gritos de la gente y ellos mismos también gritan, desgarrándose la camisa sobre el pecho, pero una nueva vida les sale al encuentro: alambradas eléctricas, torres de observación con ametralladoras, barracones, mujeres y niñas con semblante desvaído que les miran a través de las alambradas, columnas de hombres que marchan hacia el trabajo con retales rojos, amarillos y azules cosidos en el pecho.

La orquesta comienza de nuevo a tocar. Los hombres seleccionados para trabajar en el campo entran en la ciudad construida sobre un pantano. El agua oscura se abre camino entre las resbaladizas losas de hormigón y los pesados bloques de piedra. Es un agua negra rojiza que apesta a podredumbre y está compuesta de partículas de espuma verde, de jirones de trapos mugrientos, de harapos ensangrentados procedentes de las salas de operaciones del campo. El agua penetrará bajo el suelo del campo, luego emergerá a la superficie y de nuevo desaparecerá bajo la tierra. En aquella lúgubre agua del campo viven las olas del mar y el rocío de la mañana.

Entretanto los condenados iban al encuentro de la muerte.

47

Sofia Ósipovna avanzaba con paso pesado, cadencioso, y el niño se aferraba a su mano. Con la otra mano, el pequeño palpaba en el interior de su bolsillo la caja de cerillas donde guardaba entre algodones sucios una crisálida marrón oscura que hacía poco, en el vagón, había salido del capullo. A su lado caminaba balbuceando el mecánico Lazar Yankélevich y su mujer, Deborah Samuílovna, llevando a un bebé en brazos. A su espalda Rebekka Bujman susurraba: «¡Dios mío, Dios mío, Dios mío!». La quinta de la fila era la bibliotecaria Musia Borísovna. Tenía los cabellos bien peinados y su cuello de encaje parecía blanco. Durante el viaje había intercambiado varias veces su ración de pan por media taza de agua caliente. La tal Musia Borísovna siempre estaba dispuesta a darlo todo; en su vagón la tenían por una santa, y las viejas, que de hombres y santos entienden, iban a besarle el vestido. La fila de delante estaba compuesta por cuatro personas. Durante la selección el oficial había apartado de repente a dos miembros de la familia Slepoi, padre e hijo, que, al ser preguntados por su profesión, habían gritado: Zahnarzt[35], Y el oficial asintió con la cabeza. Los Slepoi habían acertado, se habían ganado la vida. De los cuatro que habían quedado en la fila, tres caminaban balanceando los brazos, aquellos brazos que habían sido considerados inútiles; el cuarto andaba con paso seguro, el cuello de la chaqueta levantado, las manos en los bolsillos y la cabeza alta echada hacia atrás. Cuatro o cinco filas delante de ellos sobresalía la cabeza de un anciano tocado con una gorra de invierno del Ejército Rojo.

Justo detrás de Sofia Ósipovna marchaba Musia Vinokur, que había cumplido catorce años en el vagón de mercancías.

¡La muerte! Se había vuelto familiar y sociable, visitaba a la gente sin formalidades, en los patios, en los talleres; iba al encuentro de un ama de casa en el mercado y se la llevaba junto a su saco de patatas; se entrometía en los juegos de los niños más pequeños; echaba una ojeada en un local donde los modistos, canturreando, se afanaban en terminar de coser el abrigo de la esposa del comisario; hacía cola para comprar el pan; se sentaba junto a una viejita que zurcía unas medias…

La muerte hacía su trabajo y la gente, el suyo. A veces permitía acabar el cigarrillo, engullir la comida; otras veces sorprendía al hombre de manera grosera, entraba como ama y señora, dando palmadas en la espalda y con una risa estúpida.

Parecía que la gente, al fin, había comprendido la muerte, como si se les hubiera revelado lo prosaica, lo infantil y lo sencilla que era. Era tan fácil como cruzar un minúsculo arroyo sobre el cual se hubiera colocado una tabla de madera que comunicara una orilla, la del humo de las isbas, con la otra, de prados vacíos. Cinco, seis pasos, ¡eso era todo! ¿De qué tener miedo? Y he aquí que por el puente pasó un ternero, golpeando con los cascos, y pasaron corriendo unos niños, golpeando con los talones desnudos.

Sofia Ósipovna escuchó la música. Había oído aquella pieza por primera vez cuando era niña, luego en su época de estudiante, después ya como joven doctora. Al oírla siempre la asaltaba el vivo presentimiento del futuro. Sin embargo la música la había engañado. Sofia Ósipovna no tenía futuro, sólo una vida pasada.

Y el sentimiento de su vida pasada, particular, intransferible, por un instante ofuscó el presente inminente: su vida estaba al borde del abismo.

Era el más terrible de los sentimientos. Algo inefable, que no se puede compartir siquiera con la persona más cercana, la mujer, la madre, el hermano, el hijo, el amigo o el padre; es un secreto del alma, y el alma, aunque lo desee fervientemente, no puede desvelar su secreto. El hombre lleva consigo el sentido de su vida y no puede compartirlo con nadie. El milagro del individuo particular, en cuya conciencia e inconciencia acumula todo lo que ha habido de bueno, malo, divertido, agradable, vergonzoso, triste, tímido, tierno, sorprendente, desde la infancia hasta la vejez, está fusionado en ese sentimiento único, mudo, secreto de su vida única.

Cuando la música sonó de nuevo, David sintió el deseo de sacar la caja de cerillas del bolsillo, abrirla un instante, para que la crisálida no cogiera frío, y enseñársela a los músicos. Pero después de dar unos pasos no volvió a pensar en las personas que estaban sobre la tarima. Sólo habían quedado la música y el resplandor en el cielo. Aquella melodía triste y potente llenaba su corazón hasta el borde, como si fuera una tacita, del deseo de volver a ver a su madre, a esa madre que no era ni fuerte ni tranquila, que se avergonzaba de haber sido abandonada por el marido. Había cosido una camisita para David, y los vecinos del pasillo se reían de que el niño llevara una camisa de percal con florecitas y las mangas mal cosidas. Su madre era su único baluarte, su esperanza. Confiaba en ella sin reservas, ciegamente. Pero, tal vez, la música había obrado de tal manera que había dejado de tener confianza en su madre. La amaba, pero ella era débil e indefensa como los que ahora caminaban a su lado. La música, aletargada, suave, parecía compuesta de minúsculas olas; las había visto entre delirios, cuando le subía la fiebre y él se deslizaba desde la almohada caliente hasta la arena templada y húmeda.

La orquesta ululó; una garganta reseca se abrió, enorme, en un lamento.

La pared oscura que se levantaba del agua cuando enfermaba de anginas ahora se cernía sobre él e invadía todo el cielo.

Todo, todo lo que había aterrorizado a su corazoncito, se unió, se fusionó en uno. El miedo que se apoderaba de él cuando contemplaba la ilustración de la cabritilla que no veía la sombra del lobo entre los troncos de abetos; las cabezas de ojos azules de los terneros muertos en el mercado; la abuela muerta; aquella niña estrangulada por su madre, Rebekka Bujman; su primer miedo inconsciente que le hizo gritar y llamar desesperadamente a su madre durante la noche. La muerte se cernía sobre él, tan inmensa como el cielo, y el pequeño David caminaba hacia ella con sus pequeñas piernecitas. A su alrededor sólo quedaba la música, detrás de la cual no podía esconderse, a la que no podía aferrarse, contra la que no podía golpearse la cabeza.

La crisálida no tiene alas ni patas ni antenas, ni ojos siquiera; está en la cajita, estúpida, confiada, y espera.

¡Basta con ser judío, y ya está!

Tenía hipo, jadeaba. Si hubiera podido se habría estrangulado con sus propias manos. La música cesó. Sus pequeñas piernas y decenas de otras piernas se apresuraban, corrían. No le quedaban pensamientos, no podía gritar ni llorar. Sus dedos, bañados en sudor, apretaban en el bolsillo la cajita de cerillas, pero ya no se acordaba de la crisálida. Sólo era consciente de sus pequeñas piernas andando, andando, apresurándose, corriendo. Si el terror que le atenazaba se hubiera prolongado algunos minutos más, habría caído al suelo con el corazón roto.

Cuando cesó la música, Sofia Ósipovna se secó las lágrimas y dijo:

—Muy bien. Eso es todo.

Luego miró la cara del niño; incluso ahora, tan asustada, se distinguía por su expresión particular.

—¿Qué tienes? ¿Qué te sucede? —gritó Sofia Ósipovna, tirándole bruscamente de la mano—. ¿Qué te pasa? Vamos al baño, eso es todo.

Cuando antes les habían preguntado si había algún médico entre ellos, Sofia Ósipovna no contestó, oponiéndose a una fuerza que le resultó repugnante.

A su lado caminaba la mujer del mecánico con su hijo en brazos, y aquel desafortunado bebé de cabeza grande miraba alrededor con ojos mansos y pensativos. Había sido esa mujer, Deborah, quien una noche había robado a otra un puñado de azúcar para su bebé. La víctima estaba demasiado débil para oponer resistencia, pero el viejo Lapidus, a cuyo lado nadie quería sentarse porque siempre se orinaba encima, salió en su defensa.

Y ahora Deborah, la mujer del mecánico, caminaba pensativa llevando en brazos a su hijo, y aquel bebé que lloraba día y noche ahora estaba callado. Los ojos tristes y oscuros de la mujer hacían olvidar la fealdad de su rostro sucio, de sus labios pálidos y flácidos.

«La Virgen y el Niño», pensó Sofia Ósipovna.

Un vez, dos años antes de la guerra, vio salir el sol por detrás de los pinos de Tian Shan, iluminando las ardillas y el lago sumergido en el crepúsculo, como esculpido en un azul tan condensado que alcanzaba la consistencia de la piedra. En aquel instante pensó que no había persona en el mundo que no la hubiera envidiado. Y al mismo tiempo, con una fuerza que abrasó su corazón quincuagenario, sintió que estaba dispuesta a darlo todo por que en cualquier parte del mundo, en una habitación oscura, miserable, de techo bajo, unos brazos de niño la estrecharan.

El pequeño David despertaba en ella una ternura particular que nunca había sentido respecto a otros niños, aunque siempre le habían gustado. En el vagón, cuando le daba un trozo de su pan, David volvía su cara hacia ella en la penumbra y ella sentía deseos de llorar, de estrecharlo contra sí, de cubrirle de besos rápidos y abundantes, como suelen hacer las madres con sus hijos pequeños; en un susurro, para que él no la oyera, repetía: «Come, hijo mío, come».

Le hablaba poco; un extraño pudor la empujaba a esconder el sentimiento maternal que suscitaba en ella. Pero se daba cuenta de que el niño la seguía con mirada inquieta si se cambiaba de sitio en el vagón y que se tranquilizaba cuando ella estaba a su lado.

Sofia Ósipovna no quería reconocer cuál era el motivo por el que no había respondido a la llamada de los médicos, por qué había permanecido en aquella columna, ni el sentimiento de exaltación que la había invadido en aquellos instantes.

La columna bordeó las alambradas, las fosas, las torres de hormigón con las ametralladoras, y a aquellas personas, que habían olvidado qué era la libertad, les parecía que las alambradas y las ametralladoras estaban allí no para impedir que los prisioneros huyeran, sino para que los condenados a muerte no pudieran encontrar refugio en el campo de trabajos forzados.

Luego el camino se alejaba de las alambradas y conducía a unas construcciones bajas de techo liso; desde lejos aquellos rectángulos de paredes grises y sin ventanas le recordaban a David sus enormes cubos de madera, esos cubos a los que se les habían despegado las imágenes.

La columna torció, y por el hueco que se había abierto entre las filas David vio las construcciones, que tenían las puercas abiertas de par en par. Sin saber por qué, sacó del bolsillo la cajita con la crisálida y, sin despedirse, la tiró a un lado. ¡Que viva!

—Gente estupenda, estos alemanes —dijo un hombre que caminaba delante, como si esperara que los guardias oyeran y apreciaran su lisonja.

El hombre que llevaba el cuello levantado se encogió de hombros de una manera particular, miró a un lado, luego a otro, pareció que se hacía más alto y más fuerte, y de repente dio un salto rápido, como si batiera las alas, asestó un puñetazo en la cara a un SS y lo tiró al suelo. Sofia Ósipovna lanzó un grito de odio y se precipitó hacia él, pero tropezó y cayó. Enseguida unos brazos la recogieron y la ayudaron a ponerse en pie. Las filas que iban detrás seguían avanzando y David, aunque temía perder el paso, giró la cabeza y vio fugazmente cómo los guardias se llevaban al hombre a rastras.

Sofia Ósipovna se había olvidado del niño durante el breve instante en que había tratado de lanzarse contra el guardia. Ahora lo tenía de nuevo cogido de la mano. David había visto qué luminosos, qué feroces y maravillosos pueden ser los ojos de un ser humano que por una fracción de segundo ha reconquistado la libertad.

En ese momento las primeras filas llegaron a una plaza asfaltada situada delante de la entrada a los baños, y los pasos de las personas que cruzaban las puertas abiertas resonaron de una manera distinta.

48

En el cálido vestuario del baño reinaba una penumbra silenciosa y húmeda; la luz tan sólo entraba a través de algunas pequeñas ventanas rectangulares.

Unos bancos hechos de tablas gruesas y toscas con unos números escritos en pintura blanca se perdían en la oscuridad. Desde el centro de la sala hasta el muro opuesto a la entrada se extendía un tabique no demasiado alto que dividía el recinto; los hombres tenían que desnudarse a un lado; las mujeres y los niños, al otro.

Aquella separación no despertó la inquietud de la gente, puesto que continuaban viéndose y llamándose los unos a los otros: «Mania, Mania, ¿estás ahí?». «Sí, sí, te veo». Otro gritó: «¡Matilda, ven con la esponja a frotarme la espalda!». La mayoría de la gente se sentía aliviada.

Varios hombres vestidos con batas y con el semblante serio recorrían las filas velando por el orden y aconsejaban cosas razonables: debían meter los calcetines y las medias dentro de los zapatos, y recordar siempre el número de la fila y del colgador.

Las voces sonaban sordas y amortiguadas.

Cuando un hombre se desnuda por completo, se acerca a sí mismo. Dios mío, qué tupido e hirsuto se ha vuelto el vello de mi pecho, y cuántos pelos blancos. ¡Qué feas las uñas de los pies! Un hombre desnudo que mira su cuerpo no saca más conclusiones que una: «Soy yo»». Se reconoce, identifica el propio «yo», que siempre es el mismo. El niño que cruza los brazos delgados sobre el pecho huesudo mira su cuerpo de rana y piensa: «Soy yo». Y cincuenta años después, cuando examina las venas hinchadas de sus piernas, el pecho gordo y caído, se reconoce: «Soy yo».

Pero a Sofia Ósipovna la invadió una extraña sensación. En la desnudez de los cuerpos jóvenes y viejos; en el chico demacrado de nariz prominente del que una vieja, sacudiendo la cabeza, había dicho: «Ay, pobre hassid»; en la niña de catorce años que incluso allí es observada con admiración por cientos de ojos; en la fealdad y debilidad de viejos y viejas que suscitaban un respeto religioso; en la fuerza de las espaldas velludas de los hombres; en las piernas varicosas y los grandes senos de las mujeres, el cuerpo de un pueblo había salido a la luz. A Sofia Ósipovna le pareció intuir que cuando se había dicho «soy yo», no se refería sólo a mi cuerpo, sino a todo su pueblo. Era el cuerpo desnudo de un pueblo, al mismo tiempo joven y viejo, vivo, en crecimiento, fuerte y marchito, hermoso y feo, con el pelo rizado y el cabello cano. Sofia miró sus hombros fuertes y blancos; nadie los había besado, sólo su madre hacía mucho tiempo, cuando era una niña. Luego, con un sentimiento de ternura, desvió la mirada hacia el niño. ¿Es posible que durante algunos minutos se hubiera olvidado de él para abalanzarse ebria de rabia contra el SS…? «Un estúpido joven judío y su viejo discípulo ruso predicaban la no violencia —pensó—. Pero eso fue antes del fascismo.» Y sin avergonzarse ya de aquel sentimiento maternal que había nacido en ella, Sofia Ósipovna, una mujer soltera, cogió entre sus grandes manos de trabajadora la cara delgada de David. Era como si hubiera tomado entre sus manos sus ojos cálidos, y los besó.

—Sí, mi niño —dijo—. Hemos llegado a los baños.

En la penumbra del vestuario de hormigón le pareció que habían brillado los ojos de Aleksandra Vladímirovna Sháposhnikova. ¿Estaría aún viva? Se habían despedido, y Sofia Ósipovna había seguido su camino, y ahora había llegado al final, igual que Ania Shtrum…

La mujer del obrero quería mostrar el cuerpecito del niño desnudo a su marido, pero él estaba al otro lado del tabique; extendió a Sofia Ósipovna el bebé medio cubierto por un pañal y le dijo orgullosa:

—Ha sido desnudarle y dejar de llorar.

Y del otro lado del tabique, un hombre al que le había crecido una barba negra, que llevaba unos pantalones de pijama desgarrados en lugar de calzoncillos y al que le refulgían los ojos y los dientes falsos de oro, gritó:

—Mánechka, aquí venden trajes de baño. ¿Te compro uno?

Musia Borísovna se cubrió con la mano el pecho que despuntaba del amplio escote de su camisa y rió el chiste.

Sofia Ósipovna sabía ahora que aquellas bromas de los condenados no manifestaban el vigor de su ánimo; los tímidos y los débiles tienen menos miedo cuando se ríen de sus temores.

Rebekka Bujman, con su bellísima cara extenuada y demacrada, desviando de la gente sus ojos ardientes e inmensos, se deshacía sus voluminosas trenzas para esconder dentro anillos y pendientes.

La poseía un deseo de vivir ciego y cruel. El fascismo la había rebajado a su nivel; aunque era desgraciada e impotente nada podía detenerla ya en sus esfuerzos por salvar la vida. Y ahora, mientras escondía los anillos, no recordaba que con aquellas mismas manos había apretado el cuello de su bebé ante el temor de que su llanto descubriera su escondite en la buhardilla.

Pero cuando Rebekka Bujman suspiró aliviada, como un animal que ha logrado refugiarse al amparo de la espesura, vio a una mujer con una bata que cortaba a tijeretazos las trenzas de Musia Borísovna. A su lado estaban rapando la cabeza a una niña, y los mechones negros de seda brillaban silenciosos sobre el suelo de hormigón. Los cabellos cubrían el suelo y daba la impresión de que las mujeres se lavaban los pies en un agua oscura y clara.

La mujer de la bata apartó con calma la mano con la que Rebekka se estaba protegiendo la cabeza, le cogió los cabellos a la altura de la nuca y las tijeras chocaron contra un anillo escondido en los cabellos; la mujer, sin dejar de trabajar y desenredando hábilmente con los dedos los anillos atrapados en los rizos, se inclinó hacia el oído de Rebekka y le dijo: «Todo le será devuelto»; y luego le susurró en voz más baja todavía: «Ganz ruhig. Los alemanes están ahí». Rebekka no logró retener la cara de la mujer de la bata: no tenía ojos ni labios, sólo era una mano amarillenta con venitas azules.

Al otro lado del tabique apareció un hombre de cabellos blancos con las gafas torcidas apoyadas sobre una nariz torcida; parecía un diablo enfermo y triste. Recorrió con la mirada los bancos. Articulando cada sílaba como alguien que está acostumbrado a hablar a un sordo, preguntó:

—Mamá, mamá, ¿cómo estás?

Una viejecita arrugada, que de repente había oído la voz de su hijo entre la confusión de cientos de voces, le sonrió con ternura, y adivinando la pregunta habitual, le respondió:

—El pulso es bueno, no hay irregularidades, no te preocupes.

Al lado de Sofia Ósipovna alguien dijo:

—Es Herman. Un médico famoso.

Una joven desnuda que cogía de la mano a una niña con bragas blancas gritó:

—¡Nos van a matar, nos van a matar!

—Silencio, haced callar a esa loca —decían las mujeres.

Miraron a su alrededor: ni rastro de guardias. Los ojos y los oídos reposaban en la oscuridad y el silencio. Qué enorme felicidad, olvidada desde hacía meses, poder quitarse la ropa endurecida por el sudor y la mugre, los calcetines y las medias casi descompuestos. Las mujeres que habían acabado de cortar el pelo salieron y la gente respiró aún más libremente. Unos comenzaron a adormecerse, otros a examinar las costuras de su ropa, y otros a hablar en voz baja. Alguien dijo:

—Qué pena que no tengamos una baraja de cartas. Podríamos echar una partidita.

Pero en ese momento el jefe del Sonderkommando, con un cigarrillo entre los labios, descolgó el auricular del teléfono; el almacenero cargó en un carro de motor los botes de Zyklon B con etiquetas rojas como las de los tarros de mermelada, mientras el guardia de turno del departamento especial, sentado en el puesto de servicio miraba fijamente la pared: de un momento a otro debía encenderse la lámpara roja.

Desde varios rincones del vestidor resonó la orden: «¡En pie!».

Allí donde se acababan los bancos había alemanes de uniforme negro. La gente penetró en un largo pasillo iluminado débilmente por lámparas encajadas en el techo, protegidas por un cristal grueso de forma ovalada. La fuerza musculosa del hormigón aspiraba en una curva progresiva al torrente humano.

En el silencio sólo se oía el rumor de pasos de los pies descalzos.

Una vez, antes de la guerra, Sofia Ósipovna le había dicho a Yevguenia Nikoláyevna Sháposhnikova: «Si una persona está predestinada a ser asesinada por otra, resulta interesante seguir esos caminos que se van acercando poco a poco. Al principio, tal vez estén terriblemente lejos. Por ejemplo, yo estoy en Pamir recogiendo rosas alpinas y saco fotografías con mi cámara, mientras ese otro hombre, mi muerte, se encuentra a ocho mil verstas de mí y, al salir de la escuela, pesca gobios en el río. Yo me preparo para ir a un concierto, y él compra un billete en la estación, va a casa de su suegra; pero de todos modos, nos encontraremos, y pasará lo que tiene que pasar». Y ahora esa extraña conversación había vuelto a la cabeza de Sofia Ósipovna mientras miraba al techo: con aquel espesor de cemento sobre la cabeza ya no podría oír las tormentas ni ver el cucharón invertido de la Osa Mayor… Iba descalza al encuentro de una nueva curva del pasillo, y el pasillo, sin ruido, se abría de manera insinuante; la procesión seguía su camino sin necesidad de ser empujada, por sí sola, en una especie de deslizamiento soñoliento, como si todo en torno a ella estuviera impregnado de glicerina y se deslizara en estado de hipnosis.

La entrada a la cámara de gas se abrió gradualmente pero de modo brusco. El flujo de gente se deslizó con lentitud. El viejo y la vieja que habían vivido juntos cincuenta años, separados durante la sesión de desnudamiento, caminaban de nuevo uno al lado del otro; la mujer del obrero llevaba a su hijo despierto en los brazos; madre e hijo miraban por encima de las cabezas de aquellos que caminaban, miraban el tiempo y no el espacio. Apareció la cara del médico; a su lado estaban los ojos llenos de bondad de Musia Borísovna, la mirada aterrorizada de Rebekka Bujman. Ahí está Liusia Shterental. No se puede atenuar, sofocar, la belleza de aquellos ojos jóvenes, de su nariz que respira levemente, del cuello, de los labios entrecerrados; a su lado camina el viejo Lapidus con la boca arrugada de labios azulados. Sofia Ósipovna apretó de nuevo contra sí la espalda del niño. Nunca había sentido en su corazón tanta ternura por la gente como ahora.

Rebekka, que caminaba a su lado, lanzó un grito aterrador, el grito de un ser humano que se transforma en cenizas.

En la entrada de la cámara de gas les esperaba un hombre con un tubo de plomo en la mano. Llevaba puesta una camisa marrón con las mangas cortas y cremallera. Había sido su sonrisa ambigua, infantil, demente, extasiada lo que había hecho gritar de manera tan espantosa a Rebekka Bujman.

Los ojos del hombre se deslizaron sobre la cara de Sofia Ósipovna: ahí estaba, ¡al final se habían encontrado!

Sintió que sus dedos debían apretar aquel cuello que sobresalía de la camisa abierta. Pero el hombre, que esbozaba una sonrisa, alzó con un gesto breve la porra, y a través del repique de campanas y el crujido de cristales que resonaban en su cabeza, oyó: «No me toques, cochina judía».

Consiguió tenerse en pie y con paso lento y pesado cruzó con David el umbral de acero de la puerta.

49

David pasó la palma de la mano por el marco de acero de la puerta y sintió su frío liso. Vio en el espejo de acero una mancha gris clara, confusa: el reflejo de su cara. Las plantas de sus pies determinaron que el suelo de la habitación era más frío que el del pasillo. Hacía poco que lo habían regado y lavado.

Caminaba con pasitos lentos por la caja de hormigón de techo bajo. No veía las lámparas, pero en la cámara brillaba una luz gris, difusa, como si el sol, filtrado a través de un cielo de cemento, proyectase una luz de piedra que no parecía hecha para los seres vivos.

Las personas que antes habían permanecido siempre juntas se dispersaron, se perdieron de vista entre sí. David entrevió el rostro de Liusia Shterental. Cuando David la miraba en el vagón de mercancías sentía la dulce tristeza de estar enamorado. Un instante después, en el lugar de Liusia apareció una mujer de baja estatura, sin cuello. Y enseguida, en el mismo lugar, un viejo de ojos azules con una pelusa blanca en la cabeza, que de repente fue sustituido por la mirada fija, los ojos desorbitados de un hombre joven.

Aquél no era un movimiento humano. Ni siquiera era la forma en que se movían las especies inferiores del reino animal. Era un movimiento sin sentido ni objetivo; en él no se manifestaba la voluntad de los vivos. La corriente de gente fluía hacia la cámara y los que estaban entrando empujaban a los que se encontraban ya dentro, que a su vez empujaban a sus vecinos; y de todos esos pequeños e incontables empujones con el codo, la espalda, el vientre, brotaba un movimiento que no se distinguía en nada del movimiento molecular descubierto por el botánico Robert Brown.

David tenia la impresión de que le guiaban, que le hacían avanzar. Llegó hasta la pared y tocó su fría superficie primero con la rodilla, luego con el pecho: ya no había más camino. Sofia Ósipovna también estaba allí, apoyada contra la pared.

Durante algunos instantes observaron el hormigueo de gente que seguía entrando por la puerta. Ésta quedaba lejos y sólo era posible percibir dónde estaba por la blancura particularmente densa de cuerpos humanos apretados, agolpados en la entrada, y que después se esparcían por el espacio de la cámara de gas.

David veía las caras de las personas. Desde que les habían hecho bajar del tren sólo había visto sus espaldas, y ahora todo el convoy parecía avanzar de frente hacia él. Sofia Ósipovna, de repente, se había vuelto extraña: su voz sonaba diferente en el espacio plano de hormigón; toda ella, al entrar en la cámara, había cambiado. Cuando le dijo: «Sujétate fuerte a mí, pequeño», David percibió que tenía miedo de soltarle y quedarse sola. Pero no pudieron permanecer al lado de la pared. Les apartaron de allí y les obligaron a moverse a pequeños pasos. David notó que él se movía más rápido que Sofia Ósipovna. La mano de la mujer se aferraba a la del niño, lo apretaba contra ella. Pero una especie de fuerza dulce e insensible estiraba gradualmente a David y los dedos de la mujer comenzaron a abrirse…

El gentío se volvía cada vez más denso, sus movimientos se ralentizaban y los pasitos eran más cortos. Nadie dirigía el movimiento en la caja de hormigón. A los alemanes tanto les daba si la gente estaba inmóvil en la cámara de gas o bien giraba en zigzag y semicírculos como locos. Y el niño desnudo daba pasitos minúsculos y absurdos. La curva de movimiento que efectuaba su cuerpecito ligero había dejado de coincidir con la curva de movimiento del cuerpo grande y pesado de Sofia Ósipovna, y de pronto se separaron. No tenía que sujetarlo de la mano, sino como hacían aquellas dos mujeres, madre e hija, que febrilmente, con la sombría obstinación del amor, se apretaban mejilla contra mejilla, pecho contra pecho, fundidas en un solo cuerpo indivisible.

El número de personas seguía creciendo, y a medida que aumentaba su densidad, el movimiento de los cuerpos dejaba de obedecer las leyes de Avogadro. Cuando perdió la mano de Sofia Ósipovna, el niño gritó. Pero de repente pasó a formar parte del pasado; ahora sólo existía el presente. Los labios de la gente respiraban cerca, los cuerpos se rozaban, los pensamientos y los sentimientos se unían, se entrelazaban.

David cayó en un remolino que, impulsado desde la pared, retrocedía hacia la puerta. David vio a tres personas unidas, dos hombres y una anciana. La mujer defendía a sus hijos que, a su vez, la sostenían. Y de repente se produjo un nuevo movimiento al lado de David. El ruido también era nuevo, no se confundía con el susurro y el murmullo general.

—¡Dejad libre el camino!

A través de la masa compacta se abría paso un hombre que, con los brazos robustos y tensos hacia delante, el cuello grueso y la cabeza inclinada, quería escapar de aquel ritmo hipnótico del cemento; su cuerpo se rebelaba ciega e irreflexivamente, como un pez en la mesa de una cocina. Enseguida se apaciguó, perdió el aliento y empezó a dar pasitos como hacía todo el mundo.

El desequilibrio que el cuerpo del hombre había causado cambió el rumbo del flujo rotatorio y David se encontró de nuevo junto a Sofia Ósipovna. La mujer se apretó contra el niño con una fuerza que sólo los obreros del Sonderkommando habrían podido valorar: cuando vaciaban la cámara de gas nunca intentaban separar los cuerpos de los seres queridos estrechamente abrazados.

Sonaban gritos cerca de la puerta; al ver la densa masa humana, la gente se negaba a pasar al interior.

David vio cómo se cerraba la puerta: el acero, suave y ligero, como atraído por un imán, encajó herméticamente con el acero del marco, hasta formar un solo cuerpo.

En lo alto, detrás de una reja metálica y cuadrada que había en la pared, David vio algo que se movía. Le pareció que era una rata gris, pero enseguida comprendió que era un ventilador que se ponía en marcha. Sintió un tenue olor dulzón.

El rumor de pasos se calmó; a veces se oían palabras confusas, gemidos, lamentos. Hablar ya no servía para nada, moverse no tenía sentido: ésas son acciones que se proyectan hacia el futuro, y en la cámara de gas ya no hay futuro. Los movimientos que David hizo con la cabeza y el cuello no despertaron en Sofia Ósipovna el deseo de volverse y mirar qué estaba observando otro ser humano.

Sus ojos, que habían leído a Homero, el Izvestia, Las aventuras de Huckleberry Finn, a Mayne Reid, la Lógica de Hegel, que habían visto gente buena y mala, que habían visto gansos en los vastos prados de Kursk, estrellas en el observatorio de Púlkovo, el brillo del acero quirúrgico, La Gioconda en el Louvre, tomates y nabos en los puestos del mercado, las aguas azules del lago Issik-Kul, ahora ya no eran necesarios. Si alguien la hubiera cegado en ese instante, no habría notado la pérdida de la visión.

Respiraba, pero respirar se había convertido en un trabajo fatigoso, y ese acto tan sencillo la agotaba. Deseaba concentrarse en su último pensamiento a pesar del estruendo de campanas que resonaba en su cabeza. Pero no lograba concebir ningún pensamiento. Estaba de pie, muda, sin cerrar los ojos que ya no veían nada.

El movimiento del niño la colmó de piedad. Su sentimiento hacia el niño era tan sencillo que ya no hacían falta palabras ni miradas. El niño agonizante respiraba, pero el aire que inspiraba no le traía la vida, se la llevaba. Su cabeza se volvía: continuaba queriendo ver. Miraba a los que se habían desplomado en el suelo, las bocas desdentadas abiertas, bocas con dientes blancos y de oro, los hilos de sangre que manaban de la nariz. Vio los ojos curiosos que observaban la cámara de gas a través del cristal; los ojos contemplativos de Roze se cruzaron por un momento con los de David. Él todavía necesitaba su voz, le hubiera preguntado a tía Sonia qué eran esos ojos de lobo. Y necesitaba también el pensamiento. Sólo había dado unos pocos pasos en el mundo, había visto las huellas de los talones desnudos de los niños sobre la tierra caliente y polvorienta; en Moscú vivía su madre, la luna miraba desde arriba y desde abajo la miraban los ojos, en la cocina de gas hervía la tetera… Ese mundo, donde corría una gallina decapitada, el mundo donde vivían las ranas que hacía bailar sujetándolas por las patas delanteras y donde bebía la leche por la mañana; ese mundo continuaba interesándole.

Durante todo ese tiempo unos brazos fuertes y cálidos habían estrechado a David. El niño no entendía que en los ojos se le habían hundido las tinieblas, en el corazón, un desierto, y el cerebro se le empañó, invadido del sopor.

Sofia Ósipovna Levinton sintió el cuerpo del niño derrumbarse en sus brazos. Luego volvió a separarse de él. En las minas, cuando el aire se intoxica, son siempre las pequeñas criaturas, los pájaros y los ratones, las que mueren primero, y el niño con su cuerpecito de pájaro se había ido antes que ella.

«Soy madre», pensó.

Ése fue su último pensamiento.

Pero en su corazón todavía había vida: se comprimía, sufría, se compadecía de vosotros, tanto de los vivos como de los muertos. Sofia Ósipovna sintió náuseas. Presionó a David contra sí, ahora un muñeco, y murió, también muñeca.

50

Cuando un hombre muere, transita del reino de la libertad al reino de la esclavitud. La vida es la libertad, por eso la muerte es la negación gradual de la libertad, Primero la mente se debilita, luego se ofusca. Los procesos biológicos en un organismo cuya mente se ha apagado continúan funcionando durante cierto tiempo: la circulación de la sangre, la respiración, el metabolismo. Pero se produce una retirada inevitable hacia la esclavitud: la conciencia se ha extinguido, la llama de la libertad se ha extinguido.

Las estrellas del firmamento nocturno se apagan, la Vía Láctea desaparece, el Sol se ha apagado, Venus, Marte y Júpiter se esfuman, el océano se petrífica, millones de hojas mueren, el viento deja de soplar, las flores pierden su color y aroma, el pan desaparece, el agua desaparece, el frío y el calor del aire desaparecen. El universo que existía en un individuo ha dejado de existir. Ese universo es asombrosamente parecido al universo que existe fuera de las personas. Es asombrosamente parecido al universo que todavía se refleja en las cabezas de millones de seres vivos. Pero aún más sorprendente es el hecho de que ese universo tiene algo en él que distingue el rumor de sus océanos, el perfume de sus flores, el susurro de sus hojas, los matices de su granito, la tristeza de sus campos otoñales, y el hecho de que existe en el seno de las personas y, a la vez, existe eternamente fuera de ellas. La libertad consiste en el carácter irrepetible, único del alma de cada vida particular. El reflejo del universo en la mente del individuo es el fundamento del poder del ser humano, pero la vida se transforma en felicidad, libertad, se convierte en valor supremo sólo en la medida en que el individuo existe como mundo que nunca se repetirá en toda la eternidad. Sólo se puede experimentar la alegría de la libertad cuando encontramos en los demás lo que hemos encontrado en nosotros mismos.

51

El conductor Semiónov, que había caído prisionero junto con Mosrovskói y Sofia Ósipovna Levinton, había pasado diez semanas de hambre en un campo de la zona cercana al frente, antes de ser enviado junto a un numeroso contingente de prisioneros del Ejército Rojo hacia la frontera occidental.

En el campo cercano al frente nunca lo habían golpeado con el puño, con la culata de un fusil, con una bota.

En el campo azotaba el hambre.

El agua murmura en la acequia, chapotea, gime, se agita contra la orilla; el agua retumba, ruge, arrastra bloques de piedra, derriba troncos como si fueran briznas de paja; y el corazón se hiela cuando mira el río comprimido entre sus estrechas orillas que se retuerce, se estremece, y parece que no sea agua, sino una pesada masa de plomo transparente que, de repente, ha cobrado vida, se ha enfurecido, encabritado.

El hambre, como el agua, está ligada de una manera continua y natural a la vida. Como el agua, tiene el poder de destruir el cuerpo, arruinar y mutilar el alma, aniquilar millones de vidas.

La carestía de forraje, las heladas y nevadas, la sequía en estepas y bosques, las inundaciones y las epidemias diezman los rebaños de ovejas y las manadas de caballos; matan a lobos, zorros, pájaros cantarines, abejas salvajes, camellos, truchas, víboras. En los períodos de calamidad, los hombres, debido a sus sufrimientos, se vuelven parecidos a las bestias.

El Estado puede decidir, motu proprio, encerrar la vida con diques, y entonces, como el agua entre las orillas demasiado cercanas, la terrible fuerza del hambre mutila, ahoga, extermina a los seres humanos, a una tribu o a un pueblo.

El hambre extrae, molécula a molécula, la proteína y la grasa de las células del cuerpo, ablanda los huesos, curva las piernas raquíticas de los niños, agua la sangre, hace dar vueltas a la cabeza, consume los músculos, devora el tejido nervioso. El hambre aplasta el alma; ahuyenta la alegría, la fe; sofoca la fuerza del pensamiento; hace nacer la sumisión, la bajeza, la crueldad, la desesperación y la indiferencia.

Todo lo que hay de humano en el hombre a veces muere. El ser hambriento se transforma en un animal salvaje que mata y comete actos de canibalismo.

El Estado puede construir una muralla que separe el trigo y el centeno de aquellos que lo sembraron, y con ello provocar una terrible hambruna similar a la que mató a millones de leningradenses durante el sitio alemán, a la que segó la vida de millones de prisioneros de guerra en los campos de concentración hitlerianos.

¡Comida! ¡Pitanza! ¡Manduca! ¡Víveres! ¡Abastecimiento y provisiones! ¡Condumio y viandas! ¡Pan! ¡Frituras! ¡Algo que llevarse a la boca! Una dieta abundante, de carne, de enfermo, frugal. Una mesa rica y copiosa, refinada, sencilla, campesina. Manjares. Una comilona. Comida…

Mondas de patata, perros, ranas, caracoles, hojas de col podridas, remolacha enmohecida, carne de caballo, carne de gato, carne de cuervos y cornejas, grano quemado y húmedo, piel de cinturones, cordones de botas, pegamento, tierra impregnada de grasa con los restos de la cocina de los oficiales: todo eso era comida. Aquello que se filtraba a través de la muralla.

Esta comida la conseguían, la compartían, la cambiaban, se la robaban los unos a los otros.

El undécimo día de viaje, cuando el convoy estaba detenido en la estación Jutor Mijáilovski, los guardias sacaron del vagón a Semiónov, que había perdido el conocimiento, y lo entregaron a las autoridades de la estación.

El comandante, un alemán entrado en años, observó al soldado agonizante, que estaba sentado contra la pared.

—Dejémosle que se arrastre hasta el pueblo. Mañana estará muerto. No hay necesidad de dispararle.

Semiónov caminó a rastras hasta el pueblo vecino.

En la primera jata[36] le negaron la entrada.

—No tenemos nada para ti. ¡Vete! —le respondió detrás de la puerta una voz de anciana.

En la segunda llamó durante mucho rato sin obtener respuesta. Debía de estar vacía o cerrada por dentro.

En la tercera, la puerta estaba entreabierta; entró en el zaguán. Nadie lo detuvo y Semiónov penetró en la jata. Le embistió una ola de calor, la cabeza le dio vueltas, y se sentó en un banco al lado de la puerta.

Con respiración, jadeante, rápida, miraba las paredes blancas, los iconos, la mesa y la estufa. Era algo perturbador, después de la reclusión en el campo.

En la ventana apareció una sombra y una mujer irrumpió en la habitación. Al ver a Semiónov gritó:

—¿Quién eres?

No respondió. Estaba claro quién era.

Aquel día no fueron las fuerzas despiadadas de los potentes Estados, sino un ser humano, la vieja Jristia Chuniak, quien decidió la vida y el destino de Semiónov.

El sol, entre las nubes grises, miraba de reojo la tierra horadada por la guerra, y el viento, el mismo que pasaba sobre las trincheras y los fortines, sobre las alambradas del campo, sobre los tribunales y los departamentos especiales, aullaba a través de la pequeña ventana de la jata.

La mujer le dio una taza de leche a Semiónov, que se puso a ingerirla con avidez, pero al mismo tiempo con dificultad. Cuando acabó de beber, le invadieron las náuseas. Se retorcía entre conatos de vómito, le lloraban los ojos; luego aspiró cada bocanada de aire como si fuera la última, y vomitó más y más.

Semiónov se esforzó por controlar los vómitos, preso de un temor: que la mujer le echara de casa, sucio e inmundo. Con los ojos inflamados vio que la vieja había cogido un trapo y se había puesto a limpiar el suelo. Quería decirle que él mismo lo limpiaría, que lo lavaría, con tal de que no le echara. Pero sólo podía farfullar, señalar con los dedos temblorosos. Entretanto el tiempo pasaba. La anciana entraba y salía de la jata. Por lo visto, no tenía, intención de echar a Semiónov. ¿Acaso le había pedido a una vecina que fuera a buscar a una patrulla alemana o a la policía ucraniana?

La propietaria de la jata puso a calentar agua en un caldero. Comenzó a hacer calor porque del agua se elevaban nubes de vapor. La cara de la anciana parecía enfurruñada, mala.

«Me echará y luego desinfectará la habitación», pensó.

La mujer sacó de un baúl ropa interior y unos pantalones. Le ayudó a desnudarse e hizo un fardo con la ropa sucia. Le llegó el hedor de su cuerpo sucio, la pestilencia de sus pantalones manchados de orina y excrementos ensangrentados.

Ayudó a Semiónov a sentarse en una tina y su cuerpo devorado por los piojos percibió el contacto de las manos rugosas y enérgicas de la mujer, y sobre el pecho, el chorro de agua caliente y jabonosa. De repente se atragantó con el agua, empezó a temblar, y con la mente extraviada, tragándose los mocos, chilló:

—Mamá, mamanka, mamanka

Con una toalla de lienzo gris le secó los ojos llorosos, los cabellos y la espalda. Cogió a Semiónov por las axilas, lo sentó en el banco e, inclinándose, le secó las piernas delgadas como palos, le puso una camisa y unos calzoncillos y le abrochó los botones blancos.

Vertió en un cubo el agua sucia de la tina y la sacó fuera. Extendió sobre la estufa una piel de cordero y la cubrió con una tela burda a rayas, tomó de la cama un cojín grande y lo puso en la parte de la cabecera. Luego levantó a Semiónov sin esfuerzo, como a un pollito, y le ayudó a encaramarse sobre la estufa[37].

Semiónov yacía en un estado de desvarío. Su cuerpo experimentaba un cambio inconcebible: la voluntad de un mundo despiadado que intenta aniquilar a una bestia moribunda dejó de actuar.

Pero ni en el campo ni en el convoy había vivido un sufrimiento parecido: las piernas extenuadas, los dedos doloridos al igual que los huesos, unas náuseas continuas; la cabeza tan pronto se le llenaba de un potaje crudo y negro como parecía, de repente, vacía y ligera, y empezaba a darle vueltas; tenía picazón en los ojos, hipo, los párpados le escocían. De vez en cuando le oprimía el corazón, parecía que dejaba de latir y las entrañas se le llenaban de humo, como si estuviera a punto de morir.

Pasaron cuatro días. Semiónov bajó de la estufa y empezó a caminar por la habitación. Le asombraba ver que el mundo estaba lleno de comida. En el campo no había otra cosa que remolacha podrida; parecía que en el mundo sólo hubiera un brebaje turbio: la sopa del campo, esa sopa que apestaba a podrido.

Ahora veía mijo, patatas, col, tocino, y oía el canto del gallo. Y como un niño tenía la impresión de que en el mundo había dos magos, el bueno y el malo, y todo el rato tenía miedo de que el mago malo se impusiera sobre el bueno, y que el mundo bueno, cálido, repleto de comida desapareciera y él se viera obligado a arrancar con los dientes un trozo de piel del cinturón.

Se puso a reparar el molino de trigo que trituraba el grano de forma pésima; antes de conseguir moler un puñado de harina húmeda y gris la frente se le cubría de sudor. Semiónov limpió la transmisión con una lima y un trozo de papel de lija; luego apretó el perno que unía el mecanismo y las muelas hechas con piedras planas. Hizo todo esto con perfecta eficacia, como corresponde a un mecánico cualificado procedente de Moscú; había mejorado el trabajo rudimentario del artesano rural, pero el molino funcionaba aún peor que antes.

Semiónov, echado en la estufa, pensaba en qué podría hacer para moler mejor el trigo. A la mañana siguiente desmontó el molino e insertó ruedas y engranajes de un viejo reloj de pared.

—Mire, tía Jristia —exclamó con orgullo, y mostró cómo funcionaba el doble sistema de engranaje que acababa de instalar.

Apenas se dirigían la palabra. Ella no le habló de su marido muerto en 1930, de los hijos desaparecidos sin dejar rastro, de la hija que se había marchado a Priluki y había olvidado a su madre. No le preguntó por qué le habían hecho prisionero o si había nacido en el campo o en la ciudad.

Semiónov tenía miedo de salir a la calle, se pasaba largo rato mirando por la ventana antes de salir al patio y siempre se afanaba en volver enseguida a la jata. Se asustaba por un simple portazo o si se caía una taza al suelo. Creía que lo bueno se acabaría y la fuerza de la vieja Jristia Chuniak se desvanecería.

Cuando venía alguna vecina a la jata de tía Jristia, Semiónov subía a la estufa, se acostaba y se esforzaba por no respirar demasiado fuerte ni estornudar. Pero los vecinos rara vez aparecían por la cabaña.

Los alemanes no vivían en el pueblo, estaban acantonados en una población cercana a la estación.

Semiónov no tenia remordimientos por vivir a resguardo, bien calentito y en paz, mientras la guerra causaba estragos a su alrededor; su único temor era ser arrastrado nuevamente al mundo del Lager y del hambre.

Por la mañana, al despertarse, no se atrevía a abrir los ojos: temía que la magia se hubiera desvanecido durante la noche y volver a ver ante él la alambrada del campo, los guardias, oír de nuevo el ruido metálico de las escudillas vacías.

Permanecía un rato con los ojos cerrados y aguzaba el oído tratando de averiguar si Jristia todavía, estaba allí.

Pensaba poco en el pasado reciente; no recordaba al comisario Krímov, ni Stalingrado, el campo alemán, el convoy. Pero todas las noches lloraba y gritaba en sueños. Una noche bajó de la estufa, gateó por el suelo, se acurrucó debajo de un banco y allí durmió hasta la mañana. Al despertarse no pudo recordar qué había soñado.

Más de una vez había visto pasar por la calle del pueblo camiones cargados de patatas y sacos de grano, y un día vio un automóvil Opel Kapitan. El motor tiraba bien y las ruedas no patinaban sobre el barro.

Se le encogía el corazón cuando imaginaba voces guturales gritando en el zaguán, y después la patrulla alemana que irrumpía en la jata.

Semiónov preguntó a tía Jristia sobre los alemanes.

—Algunos no son malos —respondió ella—. Cuando el frente pasó por aquí, se quedaron en mi casa dos alemanes: uno era estudiante; el otro, pintor. Jugaban con los niños. Después llegó un conductor, que tenía un gato. Cuando volvía, el gato iba a su encuentro. Debía de haberle acompañado durante todo el viaje desde la frontera. Cuando se sentaba a la mesa, lo cogía en brazos. Fue muy bueno conmigo. Me traía leña y una vez también harina. Pero hay alemanes que matan a los niños; aquí mataron a un anciano. No nos consideran seres humanos. Hacen sus necesidades dentro de la jata, se pasean desnudos delante de las mujeres… Y algunos de los nuestros, los politsai, también hacen de las suyas.

—No hay salvajes como los alemanes entre los nuestros —afirmó Semiónov, y preguntó—: Tía Jristia, ¿no le da miedo tenerme aquí?

Ella negó con la cabeza y le dijo que en el pueblo había muchos prisioneros liberados. La mayoría, por supuesto, eran ucranianos, gente del pueblo que había vuelto con los suyos. En cualquier caso, ella siempre podía decir que Semiónov era su sobrino, el hijo de la hermana emigrada a Rusia con su marido.

Semiónov ya conocía de vista a todos los vecinos y conocía también a la viejecita que le había negado la entrada en su casa el primer día. Sabía que por la noche las chicas iban al cine en la estación, que todos los sábados, también en la estación, tocaba una orquesta y había baile. Le interesaba mucho saber qué tipo de películas proyectaban los alemanes, pero a la tía Jristia sólo pasaba a verla gente mayor que nunca iba al cine. Y no tenía a nadie a quien preguntarle.

Una vecina llegó con una carta de su hija, que había sido reclutada para trabajar en Alemania. Semiónov no lograba comprender algunos pasajes de la carta y tuvieron que explicárselos. La muchacha escribía: «Han venido Grisha y Vania; han hecho añicos los cristales». Grisha y Vania prestaban servicio en la aviación. Significaba que en la ciudad alemana se había producido una incursión soviética.

En otro pasaje, escribía: «Llovió a cántaros, como en Bájmach». Y esto también significaba que había habido una incursión, porque al inicio de la guerra la estación de Bájmach había sido bombardeada.

Aquella misma noche se acercó a ver a Jristia un viejo alto y delgado. Miró fijamente a Semiónov y le preguntó en un ruso perfecto sin acento ucraniano:

—¿De dónde eres, héroe?

—Soy un prisionero —respondió Semiónov.

—Todos somos prisioneros.

En tiempos del zar Nicolás II había prestado servicio en el ejército como artillero y recordaba con una precisión pasmosa las diversas órdenes de mando. Se puso a enumerarlas para Semiónov. Para dar las órdenes ponía una voz ronca, de ruso, y para anunciar su ejecución, una voz joven, vibrante, con acento ucraniano. Obviamente había memorizado la entonación de su superior y la que él tenía hacía muchos años.

Después despotricó contra los alemanes.

Explicó a Semiónov que al principio la gente esperaba que los alemanes eliminaran los koljoses, pero éstos comprendieron que el sistema tenía sus ventajas. Habían formado grupos de cinco y diez personas que no se diferenciaban demasiado de las escuadras y las brigadas.

La tía Jristia, con voz triste y lánguida, repitió:

—¡Ay, los koljoses, los koljoses!

—¿Qué hay de malo? —preguntó Semiónov—. Nosotros tenemos koljoses en todas partes.

—Tú calla —instó la vieja mujer—. ¿Recuerdas en qué condiciones saliste del convoy? En 1930 toda Ucrania era un convoy. Cuando se acabaron las ortigas, comimos tierra. Se llevaron el pan, hasta el último grano de maíz. Mi marido murió. ¡Qué sufrimiento! Yo me hinché; perdí la voz y no podía caminar.

Semiónov se quedó estupefacto al saber que la vieja Jristia había pasado hambre como él. Había creído que el hambre y la muerte nada podían hacer contra la dueña de la jara.

—¿Erais kulaks? —le preguntó.

—Qué íbamos a ser kulaks. Todo el pueblo se moría, peor que en la guerra.

—¿Eres del campo? —preguntó el viejo.

—No, moscovita —respondió Semiónov—. Como mi padre.

—Eso es —dijo el viejo en tono jactancioso—. Si hubieras estado aquí durante la colectivización habrías estirado la pata. ¿Sabes por qué estoy vivo? Porque conozco la naturaleza. ¿Piensas que hablo de bellotas, hojas de tilo y ortigas? No, eso se acabó enseguida. Conozco cincuenta y seis plantas comestibles. Así es como sobreviví. La primavera acababa de comenzar, no había ni una hoja en los árboles y yo ya estaba desenterrando raíces. Yo, hermano, lo sé todo sobre las raíces, las cortezas y las flores, y conozco todas las hierbas. Las vacas, las ovejas o los caballos se morirán de hambre, pero yo no, yo soy más herbívoro que ellos.

—¿De Moscú? —volvió a preguntar Jristia muy despacio—. No sabía que eras de Moscú.

El vecino se fue, Semiónov se echó a dormir, y entretanto Jristia, sentada con la cara entre las manos, miraba el cielo negro de la noche.

Aquel año de hacía tanto tiempo la cosecha había sido buena. El trigo se alzaba como una pared compacta, alta; las espigas llegaban al hombro de su Vasili, mientras que ella podría haberse escondido por completo entre ellas.

Sobre el pueblo flotaba un gemido suave y lánguido; los niños, verdaderos esqueletos vivientes, se arrastraban por la tierra y emitían un quejido apenas perceptible; los hombres, con los pies hinchados, vagaban por los patios, exhaustos por el hambre, sin apenas fuerzas para respirar. Las mujeres buscaban algo para comer, pero todo se había acabado: ortigas, bellotas, hojas de tilo, pieles de oveja sin curtir, huesos viejos, pezuñas, cuernos… Y los individuos llegados de la ciudad iban de casa en casa, sorteando a muertos y moribundos, buscando en los sótanos; cavaban agujeros en los graneros; aguijoneaban el suelo con varillas de hierro buscando el grano que habían ocultado los kulaks.

Un día bochornoso de verano, Vasili Chuniak se apagó, dejó de respirar. En ese momento volvieron a entrar en la jata los jóvenes que venían de la ciudad, y uno de ojos azules y un acento parecido al de Semiónov se acercó al cuerpo sin vida y dijo:

—Son testarudos estos kulaks. Prefieren morir antes que rendirse.

Jristia suspiró, se persignó y comenzó a prepararse la cama.

52

Víktor estaba convencido de que su trabajo sólo sería apreciado por un reducido círculo de físicos teóricos, pero los hechos desmintieron sus previsiones. En los últimos tiempos había recibido llamadas telefónicas no sólo de sus colegas físicos, sino también de matemáticos y químicos. Algunos incluso le habían pedido que aclarara algún paso de sus complejas deducciones matemáticas.

En el instituto se habían presentado algunos delegados de la universidad con la petición de que diera una conferencia a los estudiantes de matemáticas y física de los cursos superiores. La Academia ya había requerido su presencia en dos ocasiones. Márkov y Savostiánov le habían contado que su trabajo se discutía en muchos laboratorios del instituto.

En la tienda especial, Liudmila Nikoláyevna había oído a la mujer de un colega preguntar a otra: «¿Detrás de quién va en la cola?». Y cuando ésta respondió: «Detrás de la mujer de Shtrum», la otra comentó curiosa: «¿El famoso Shtrum?».

Víktor Pávlovich trataba de disimular hasta qué punto le satisfacía aquella fama repentina, pero no era indiferente a la gloria. El Consejo Científico del instituto lo nominó para el premio Stalin. Shtrum no asistió a la sesión pero aquella noche no apartó los ojos del teléfono en espera de la llamada de Sokolov. Sin embargo, el primero en telefonearle después de la reunión fue Savostiánov.

Por lo general irónico, incluso cínico, Savostiánov le habló en un tono totalmente diferente:

—¡Es un triunfo, un verdadero triunfo! —repetía.

Le resumió la intervención del académico Prásolov. El viejo había afirmado que, desde los tiempos de su difunto amigo Lébedev, que había estudiado la presión de la luz, las paredes del instituto no habían sido testigos de un trabajo tan relevante.

El profesor Svechín había expuesto el sistema matemático desarrollado por Shtrum, demostrando que el mismo método ofrecía elementos innovadores. Además había proclamado que sólo el pueblo soviético era capaz, en tiempo de guerra, de consagrar con tanta abnegación las propias fuerzas al servicio del pueblo.

Muchos otros tomaron la palabra, entre ellos Márkov, pero el discurso más brillante y eficaz lo había pronunciado Gurévich.

—Ha estado soberbio —dijo Savostiánov—. Ha sabido encontrar las palabras necesarias, se ha expresado sin reservas. Ha dicho que tu trabajo es una obra clásica; la ha situado al mismo nivel que los estudios de los fundadores de la física atómica, Planck, Bohr y Fermi.

«Caramba», pensó Shtrum.

Poco después le llamó Sokolov.

—Hoy es imposible comunicar con usted. Llevo veinte minutos llamándole y siempre está ocupado —dijo.

Piotr Lavréntievich también estaba excitado y contento.

—He olvidado preguntar a Savostiánov sobre la votación —dijo Víktor.

Sokolov contestó que el profesor Gavronov, un especialista en historia de la física, había votado contra él. Según éste, la obra de Shtrum carecía de verdaderos fundamentos científicos, dejaba entrever influencias de la concepción idealista de los físicos occidentales y, desde el punto de vista práctico, no ofrecía ninguna perspectiva.

—Es incluso mejor que Gavronov se haya opuesto —comentó Víktor.

—Sí, tal vez —coincidió Sokolov.

Gavronov era un hombre extraño. Se le apodaba en broma «La hermandad eslava» porque se empecinaba en demostrar con obstinación fanática que todos los grandes logros en el campo de la física estaban relacionados con descubrimientos de científicos rusos, anteponiendo nombres prácticamente desconocidos como Petrov, Úmov y Yákovlev a los de Faraday, Maxwell y Einstein.

—¿Ve, Víktor Pávlovich? —bromeó Sokolov—. Moscú ha reconocido la importancia de su trabajo. Pronto lo celebraremos en su casa.

Maria Ivánovna cogió el auricular y dijo:

—Felicidades; salude a Liudmila Nikoláyevna de mi parte, me siento tan feliz por los dos…

—No es nada —dijo Víktor—. Vanidad de vanidades.

Pero aquella vanidad de vanidades le alegraba y le emocionaba.

Por la noche, cuando Liudmila Nikoláyevna ya se estaba quedando dormida, llamó Márkov. Este, que siempre estaba al corriente de los pormenores del mundo oficial, le dio una versión diferente a la de Savostiánov y Sokolov sobre la sesión del Consejo Científico. Después de la intervención de Gurévich, Kovchenko había afirmado entre las risas generales: «En el Instituto de Matemáticas tocan las campanas para celebrar el trabajo de Víktor Pávlovich. Todavía no ha empezado la procesión, pero ya se han alzado los gonfalones».

El suspicaz Márkov había detectado cierta hostilidad en la broma de Kovchenko. Las últimas observaciones concernían a Shishakov. Alekséi Alekséyevich no había expresado su opinión sobre la obra de Shtrum. Mientras escuchaba a los oradores se limitaba a asentir, pero no estaba claro si era en señal de aprobación o como para decir: «Vaya, así que ahora es tu turno, ¿en?».

Ciertamente, Shishakov parecía más partidario de que el premio recayera en el joven profesor Molokanov, que había consagrado su investigación al análisis radiográfico del acero. Su estudio tenía una aplicación práctica inmediata en las pocas fábricas que producían metal de alta calidad.

Después Márkov le contó que, al término de la reunión, Shishakov se había acercado a Gavronov y había hablado con él.

—Viacheslav Ivánovich —dijo Shtrum—, usted debería trabajar en el cuerpo diplomático.

Márkov, que no tenía sentido del humor, le respondió:

—No, yo soy físico experimental.

Shtrum entró en la habitación de Liudmila y anunció:

—Me han propuesto para el premio Stalin. Se dicen muchas cosas agradables de mí.

Le explicó las intervenciones de los participantes en la sesión.

—Por supuesto todos estos reconocimientos oficiales son una memez. Pero ya sabes, mi eterno complejo de inferioridad me da náuseas. Entro en la sala de conferencias y, aunque queden asientos libres en la primera fila, no me decido a sentarme allí. En lugar de eso me escondo en alguna esquina apartada. En cambio Shishakov y Postóyev se dirigen a la mesa de la presidencia sin titubear. ¿Comprendes?, me importa un bledo ese sillón, pero me gustaría poder sentir que me lo merezco.

—Qué contento estaría Tolia —observó Liudmila Nikoláyevna.

—Y yo nunca podré contárselo a mi madre —dijo Víktor.

—Vitia, ya es medianoche y Nadia todavía no ha vuelto a casa. Ayer llegó a las once —dijo la mujer.

—¿Cómo?

—Ella dice que va a casa de una amiga, pero no estoy tranquila. Dice que el padre de Maika tiene un salvoconducto para circular en coche por la noche y que la acompaña hasta la esquina de casa.

—Entonces, ¿de qué te preocupas? —preguntó Víktor Pávlovich, y pensó: «Dios mío, estamos hablando de un verdadero éxito, el premio Stalin, ¿a qué viene interrumpir la conversación con problemas domésticos?».

Guardó silencio y emitió un leve suspiro.

Dos días después de la reunión del Consejo Científico, Shtrum telefoneó a casa de Shishakov. Quería preguntarle si podían contratar al joven físico Landesman. La dirección y el departamento de personal le seguían dando largas Además quería pedirle que se agilizara el regreso de Anna Naumovna Weisspapier desde Kazán. Ahora que el instituto estaba contratando a gente nueva, era ridículo dejar a personal cualificado en Kazán.

Hacia mucho tiempo que quería hablar de este tema con Shishakov, pero creía que Alekséi Alekséyevich no tenía buena predisposición hacia él y que le respondería: «Diríjase a mi adjunto». Por eso había estado aplazando la conversación.

Pero ahora se encontraba en la cresta de la ola del éxito. Diez días antes no se habría atrevido a solicitar una entrevista a Shishakov en las horas de visita, pero hoy le parecía natural y sencillo llamarle a su casa.

Una voz de mujer preguntó:

—¿De parte de quién?

Shtrum respondió. Le satisfizo oír su propia voz, el tono tranquilo y distendido con el que se había presentado.

La mujer se demoró unos segundos en responder y luego dijo amablemente:

—Un momento.

Y unos instantes después respondió con la misma amabilidad:

—Por favor, tenga la bondad de llamar mañana a las diez al instituto.

—Gracias, perdone las molestias.

Sintió que por todo su cuerpo, por toda su piel, se extendía una vergüenza espantosa.

Humillado, aventuraba tristemente que aquel sentimiento no le abandonaría ni siquiera en sueños y que al despertar se preguntaría: «¿Por qué siento esta náusea?», y acto seguido se acordaría: «¡Ah, sí!, aquella maldita llamada telefónica».

Volvió a la habitación de Liudmila y le contó su intento fallido de hablar con Shishakov.

—Sí, sí, has apostado por el caballo perdedor, como decía tu madre de mí.

Víktor empezó a maldecir a la mujer que se había puesto al aparato.

—¡Al diablo con esa pelandusca! No soporto eso de preguntar quién llama para responder luego que el señor está ocupado.

Por lo general Liudmila Nikoláyevna compartía la indignación que él sentía en tales casos; por eso habla ido a explicárselo.

—¿Te acuerdas? —dijo Shtrum—, yo creía que Shishakov se mostraba tan distante porque no podía sacar ningún provecho de mi trabajo. Ahora se ha dado cuenta de que hay una manera: desacreditándome. Sabe que Sadko no me ama[38].

—¡Señor, que suspicaz eres! —exclamo Liudmila Nikoláyevna—. ¿Qué hora es?

—Las nueve y cuarto.

—Ya ves, y Nadia aun no ha llegado.

—Señor —replico Shtrum—. ¡Qué suspicaz eres!

—A propósito —repuso Liudmila Nikoláyevna—, hoy en la tienda especial he oído decir que habían propuesto a Svechín para el premio.

—¡Esta sí que es buena! ¡Y él no me ha dicho nada! ¿Y por qué méritos?

—Por su teoría de la difusión, creo.

—No lo entiendo. Esa teoría fue publicada antes de la guerra.

—¿Y qué? El pasado también cuenta. Le darán el premio a él y no a ti. Ya lo verás. Haces todo lo posible por que sea así.

—Eres estúpida, Liudmila. Es Sadko quien no me ve con buenos ojos.

—Te falta tu madre. Ella siempre te bailaba el agua en todo.

—No me explico tu rabia. Si al menos en aquellos días hubieras mostrado por mi madre una pizca del afecto que yo siempre he mostrado por Aleksandra Vladímirovna…

—Anna Semiónovna nunca quiso a Tolia —sentenció Liudmila Nikoláyevna.

—Mentira, mentira —la defendió Shtrum.

Y su mujer le pareció extraña. Le asustaba su injusta tozudez.

53

Por la mañana, en el instituto, Shtrum supo por Sokolov que la noche antes Shishakov había invitado a su casa a varios investigadores del instituto. Kovchenko había pasado a recoger a Sokolov en coche.

Entre los invitados estaba el delegado de la sección científica del Comité Central, el joven Badin.

Shtrum se sintió aún más mortificado. Estaba claro que había telefoneado a Shishakov en el momento en que estaba recibiendo a los invitados.

Con una sonrisa forzada, dijo a Sokolov:

—Así que el conde de Saint-Germain figuraba en la lista de invitados… ¿Y de qué hablaron los señores?

De repente se acordó de que al llamar a Shishakov había pronunciado su propio nombre con voz aterciopelada, convencido de que Alekséi Alekséyevich se precipitaría hacia el teléfono en cuanto oyera el apellido Shtrum. Ese recuerdo casi le arrancó un gemido y pensó que sólo los perros gemían de un modo tan lamentable, cuando tratan inútilmente de sacarse una pulga.

—Debo decir —dijo Sokolov— que parecía que no estuviésemos en guerra. Café, vino georgiano. Había poca gente en la reunión, unas diez personas.

—Es extraño —dijo Shtrum.

Sokolov comprendió a qué se refería con ese «extraño» pronunciado con aire pensativo, e igual de pensativo respondió él:

—Sí, no lo entiendo muy bien. Mejor dicho, no lo entiendo en absoluto.

—¿Estaba Natán Samsónovich? —preguntó Shtrum.

—¿Gurévich? No; parece ser que le telefonearon, pero estaba dando clase a unos estudiantes del tercer ciclo.

—Ya, ya —dijo Shtrum, tamborileando en la mesa. Luego, para su sorpresa, se oyó a sí mismo preguntar—: Piotr Lavréntievich, ¿se dijo algo sobre mi trabajo?

Sokolov titubeó.

—Tengo la impresión, Víktor Pávlovich, de que sus admiradores, sus fervientes partidarios, le están haciendo un flaco favor: los superiores comienzan a estar irritados.

—¿Por qué se calla? ¡Continúe!

Sokolov le contó una observación formulada por Gavronov. Éste sostenía que los trabajos de Shtrum contradecían las teorías de Lenin sobre la naturaleza de la materia.

—Bueno —dijo Shtrum—. ¿Y qué?

—Lo de Gavronov no tiene importancia. Usted lo sabe. Lo desagradable es que Badin le apoyó. Dijo algo así como que su trabajo, a pesar de derrochar talento, contradice las directrices definidas en la famosa reunión.

Sokolov se volvió a mirar la puerta, después al teléfono, y dijo a media voz:

—Verá, temo que los peces gordos del instituto le utilicen como chivo expiatorio en la campaña lanzada para reforzar el espíritu del Partido en la ciencia. Ya sabe a qué clase de campañas me refiero. Escogen a una víctima y todos se ensañan con ella. Eso sería horrible. ¡Su trabajo es tan extraordinario, tan fuera de lo común!

—¿Nadie salió en mi defensa?

—Creo que no.

—¿Y usted, Piotr Lavréntievich?

—Consideré absurdo entrar en polémicas. Refutar la demagogia no tiene sentido.

La turbación de su amigo contagió también a Shtrum, que dijo:

—Sí, sí, por supuesto. Tiene razón.

Callaron, pero su silencio era incómodo. Un escalofrío de miedo recorrió a Shtrum, ese miedo que siempre albergaba secretamente en su corazón, el miedo a la ira del Estado, el miedo a ser víctima de aquella ira que convierte al hombre en polvo.

—Ya, ya —dijo, pensativo—. La gloria no sirve de gran cosa cuando uno está criando malvas.

—Cómo deseo que lo comprenda —dijo Sokolov a media voz.

—Piotr Lavréntievich —repuso Shtrum también a media voz—. ¿Cómo está Madiárov? ¿Todo bien? ¿Le ha escrito? A veces me preocupo sin saber yo mismo el motivo.

Aquella improvisada conversación en voz baja era una manera de expresar que había relaciones que eran privadas, particulares, humanas, y que no tenían nada que ver con el Estado.

Sokolov respondió en un tono deliberadamente tranquilo, separando las palabras:

—No, no tengo noticias de Kazán.

Había respondido con voz serena y fuerte, como si quisiera decir que él no tenía relaciones que fueran privadas, particulares, humanas, independientes del Estado.

En el despacho entraron Márkov y Savostiánov y la conversación tomó otros derroteros. Márkov ponía ejemplos de mujeres que arruinaban la vida a sus maridos.

—Cada uno tiene la mujer que se merece —sentenció Sokolov; luego miró el reloj y salió.

Savostiánov, riendo, dijo mientras se iba:

—Si en el trolebús sólo hay una plaza libre, Maria Ivánovna se queda de pie y Piotr Lavréntievich se sienta. Si de noche alguien llama por teléfono no es él quien se levanta de la cama sino Mashenka la que corre en bata a preguntar quién es. Está claro: la mujer es la mejor amiga del hombre.

—Yo no tengo tanta suerte —dijo Márkov—. A mí mi mujer me dice: «¿Estás sordo o qué? ¡Ve a abrir la puerta!».

Shtrum, de repente enfadado, intervino:

—¿Qué está diciendo? Piotr Lavréntievich es un marido ejemplar.

—Usted no tiene motivos para quejarse, Víacheslav Ivánovich —dijo Savostiánov—. Se pasa día y noche en el laboratorio; está fuera de alcance.

—¿Cree que no lo pago caro? —preguntó Márkov.

—Ya entiendo —dijo Savostiánov mientras se relamía los labios, saboreando por anticipado una nueva broma—: ¡Quédate en casa! Como se suele decir, mi casa es mi fortaleza, sí… la fortaleza de Pedro y Pablo[39].

Márkov y Shtrum se rieron y luego, ante el temor de que aquella conversación informal se alargara, Márkov se levantó y se dijo a sí mismo:

—Viacheslav Ivánovich, es hora de ponerse a trabajar.

Cuando salió, Shtrum observó:

—Él que era tan afectado, que medía cada gesto, ahora va por ahí como si estuviera borracho. Es cierto, pasa día y noche en el laboratorio.

—Sí, así es —confirmó Savostiánov—. Como un pájaro construyéndose el nido. Completamente absorto en el trabajo.

—Ya no se entretiene con los cuchicheos, ya no va por ahí divulgando rumores. Sí, sí, me gusta, como un pájaro construyéndose el nido.

Savostiánov se volvió bruscamente hacia Shtrum. Su rostro joven de cejas claras ahora estaba serio.

—A propósito de rumores —dijo—, debo decirle, Víktor Pávlovich, que la velada de ayer en casa de Shishakov, a la que usted no estaba invitado, fue indignante. Me sorprendió mucho…

Shtrum frunció el ceño; aquella manifestación de compasión le parecía humillante.

—Muy bien, déjelo estar —respondió con aire desabrido.

—Víktor Pávlovich —dijo Savostiánov—. Sé que le trae sin cuidado que Shishakov no le haya invitado, pero tal vez Piotr Lavréntievich no le haya contado la vileza que ha tenido el valor de soltar Gavronov. Hay que ser descarado para declarar que sus trabajos huelen a judaísmo y que Gurévich lo definió como clásico sólo porque usted es judío. Y las autoridades lo único que hicieron fue sonreír en señal de aprobación. Ahí tiene a los «hermanos eslavos».

A la hora de la comida, en lugar de dirigirse a la cantina. Shtrum se quedó deambulando por su despacho. ¿Quién se imaginaba que la gente pudiera caer tan bajo? ¡Un buen tipo, Savostiánov! Y pensar que parecía un chaval superficial con sus eternas bromas y las fotografías de chicas en traje de baño. La charlatanería de Gavronov era insignificante, propia de un psicópata, de un tipo envidioso. Nadie le había rebatido porque lo que insinuaba era demasiado absurdo, demasiado ridículo.

Sin embargo aquellas naderías sin importancia le causaban una terrible angustia, le torturaban. ¿Cómo era posible que Shishakov no le hubiera invitado? Se había comportado de un modo grosero y estúpido. Y lo más humillante es que a Shtrum le importaba un comino ese mediocre de Shishakov y sus veladas, pero así y todo le dolía como si hubiera sufrido una desgracia irreparable. Entendía que era estúpido, pero no podía hacer nada. Sí, sí, y además quería que le dieran un huevo más que a Sokolov. ¡Eso era todo!

Pero había algo que le dolía en lo más íntimo, y tenía ganas de decir a Sokolov: «¿Cómo no le da vergüenza, amigo mío? ¿Cómo ha podido ocultarme que Gavronov me ha cubierto de fango? Piotr Lavréntievich, usted ha guardado silencio dos veces: primero, con ellos, y luego en mi presencia. ¡Qué vergüenza!».

Y la agitación no le impedía continuar repitiéndose: «Pero tú también te callas. Tú tampoco le contaste a tu amigo Sokolov las sospechas de Karímov acerca de su pariente Madiárov. ¡Te callaste! ¿Por incomodidad? ¿Por delicadeza? ¡Mentira! Por miedo, miedo de judío».

A todas luces hoy no era su día.

Anna Stepánovna entró en su despacho y, al ver su cara triste, Shtrum le preguntó:

—Anna Stepánovna, querida, ¿qué le pasa?

«¿Se habrá enterado de mis preocupaciones?», pensó Shtrum.

—Víktor Pávlovich, ¿qué significa? —dijo—. Así, a mis espaldas. ¿Qué he hecho yo para merecerme esto?

A Anna Stepánovna le habían pedido que pasara por el departamento de personal durante la hora de la comida, y allí le habían comunicado que debía firmar su dimisión. La dirección había enviado una circular donde se daba la orden de despedir a todos los auxiliares de laboratorio que no tuvieran estudios superiores.

—Nunca he oído un disparate semejante —dijo Shtrum—. No se preocupe, créame, lo arreglaré todo.

Anna Stepánovna se había ofendido particularmente cuando Dubenkov le había dicho que la administración no tenía nada personal contra ella.

—Víktor Pávlovich, ¿qué pueden tener contra mí? Pero disculpe, por el amor de Dios, he interrumpido su trabajo.

Shtrum se echó el abrigo sobre los hombros y atravesó el patio en dirección al edificio de una sola planta donde estaba el departamento de personal.

«Está bien —pensó Shtrum—. Está bien.» No pensaba en nada más. Pero en ese «está bien, está bien» se sobreentendían muchas cosas.

Dubenkov saludó a Shtrum y le dijo:

—Estaba a punto de llamarle por teléfono.

—¿A propósito de Anna Stepánovna?

—No, ¿por qué? Debido a determinadas circunstancias los miembros más destacados de nuestro instituto deben rellenar este formulario.

Shtrum miró el montón de hojas del formulario y exclamó:

—¡Anda! Si hay para una semana de trabajo.

—Venga, Víktor Pávlovich. Sólo una cosa, por favor: en caso de respuesta negativa, en lugar de poner una rayita, escriba con todas las palabras: «No, no he estado», «No, no tengo», según proceda en cada caso.

—Escucha, amigo —dijo Shtrum—. Hay que revocar la orden de despido de nuestra ayudante de laboratorio más veterana, Anna Stepánovna Loshakova.

—¿Loshakova? —replico Dubenkov—. Víktor Pávlovich, ¿cómo voy a revocar yo una orden de la dirección?

—¡No hay derecho! Salvó el instituto, lo defendió bajo las bombas. Y se la expulsa por razones puramente administrativas.

—Es que si no hay razones administrativas nosotros no despedimos a nadie —le replicó Dubenkov en tono pomposo.

—Anna Stepánovna no es sólo una persona maravillosa, también es una de las mejores trabajadoras de nuestro laboratorio.

—Si de verdad es insustituible diríjase a Kasián Teréntievich —dijo Dubenkov—. Por cierto, hay un par de asuntos pendientes que tienen que ver con su laboratorio.

Alargó a Shtrum dos papeles grapados.

—Es a propósito del nombramiento de un investigador científico por concurso. —Echó una mirada al papel y leyó despacio—: Un tal Emili Pinjusovich Landesman.

—Sí, lo he escrito yo —dijo Shtrum reconociendo el papel que Dubenkov tenía en la mano.

—Aquí está la resolución de Kasián Teréntievich: «No cumple los requisitos».

—¿Cómo dice? —preguntó Shtrum—. ¿Los requisitos? Es a mí a quien corresponde decir si los cumple o no. ¿Cómo va a saber Kovchenko lo que yo necesito?

—Eso deberá discutirlo con Kasián Teréntievich —dijo Dubenkov, y echó un vistazo al segundo documento—: Aquí está la petición de los colaboradores que se quedaron en Kazán y aquí su solicitud.

—¿Y bien?

—Kasián Teréntievich señala que no es oportuna; dado que trabajan de manera productiva en la Universidad de Kazán su caso no será revisado hasta el final del año académico.

Hablaba con voz suave, templada, como si deseara atenuar, con la cordialidad de su tono, las malas noticias que le estaba dando; pero en sus ojos no había amabilidad, sólo curiosidad maligna.

—Se lo agradezco, camarada Dubenkov —dijo Shtrum.

Atravesó de nuevo el patio, repitiéndose: «Está bien, está bien». No necesitaba el apoyo de sus superiores, ni el afecto de sus amigos, ni la comprensión de su mujer. Podía luchar solo. De vuelta en el edificio principal, subió al primer piso.

Kovchenko, con americana negra y una camisa bordada ucraniana, salió del despacho detrás de su secretaria, que le había anunciado la visita de Shtrum, y dijo:

—Bienvenido, Víktor Pávlovich, pase a mi jata.

Shtrum entró en el despacho amueblado con sillones rojos y divanes. Kovchenko le ofreció asiento en un diván y se sentó a su lado.

Mientras escuchaba a Shtrum sonreía, y su amabilidad recordaba en cierto sentido a la de Dubenkov, Sin duda había esbozado una sonrisa similar cuando Gavronov hablaba del descubrimiento de Shtrum.

—¿Qué quiere que haga? —preguntó Kovchenko, afligido, e hizo un gesto de impotencia—. No somos nosotros los que hemos inventado esto. ¿Dice que estuvo bajo las bombas? No podemos considerarlo un mérito especial, Víktor Pávlovich. Todos los ciudadanos soviéticos soportarían los bombardeos si se lo ordenara la patria.

Se quedó pensativo un momento; luego dijo:

—Hay una posibilidad, aunque suscitará criticas. Se le podría asignar a Loshakova un puesto de preparadora. Dejaremos que conserve su tarjeta para las tiendas especiales. Eso se lo puedo prometer.

—No, sería humillante para ella —objetó Shtrum.

—Víktor Pávlovich, ¿qué quiere? ¿Que el Estado soviético se rija por unas leyes y su laboratorio por otras?

—Al contrario, quiero que en mi laboratorio se apliquen las leyes soviéticas. Y según las leyes soviéticas no se debe despedir a Loshakova, Kasián Teréntievich, puesto que hablamos de leyes, ¿por qué ha rechazado la asignación del joven Landesman para cubrir una plaza en mi laboratorio? —insistió Shtrum.

Kovchenko se mordió los labios.

—Víktor Pávlovich, tal vez reúna los requisitos que usted necesita, pero debe entender que hay otros criterios que la dirección del instituto debe valorar.

—Muy bien —dijo Shtrum, y repitió de nuevo—: Muy bien. —Luego preguntó en un susurro—: Se trata del formulario, ¿no? ¿Es que tiene parientes en el extranjero?

Kovchenko hizo un gesto evasivo con los brazos.

—Kasián Teréntievich, para continuar con esta agradable conversación le haré una pregunta: ¿Por qué obstaculiza el regreso de Kazán de mi colaboradora Anna Naumovna Weisspapier? Le hago saber que es candidata a doctora en ciencias. En este caso no veo contradicción alguna entre mi laboratorio y el Estado…

Una expresión martirizada asomó en la cara de Kovchenko.

—Víktor Pávlovich, ¿por qué me somete a un interrogatorio? Yo soy responsable del personal. Intente comprenderlo.

—Muy bien, muy bien —dijo Shtrum, sintiendo que estaba a punto de mostrarse extremadamente grosero—. Con el debido respeto, Kasián Teréntievich, no puedo seguir trabajando en estas condiciones. La ciencia no está a su servicio ni al de Dubenkov. También yo estoy aquí para trabajar y no por los confusos intereses del departamento de personal. Escribiré una solicitud a Alekséi Alekséyevich para que nombre a Dubenkov director del laboratorio nuclear.

—Víktor Pávlovich, se lo ruego, cálmese.

—No voy a trabajar en estas condiciones.

—Víktor Pávlovich, usted no se imagina cómo aprecia la dirección su trabajo, y yo personalmente.

—Me importa un bledo si aprecian mi trabajo o no —dijo Shtrum, y vio que en la cara de Kovchenko no se reflejaba la ofensa, sino una gozosa satisfacción.

—Víktor Pávlovich, no le permitiremos bajo ningún concepto que abandone el instituto. —Frunció el ceño y añadió—: Y no porque usted sea insustituible. No creerá en serio que Víktor Pávlovich Shtrum no puede ser sustituido por nadie, ¿verdad? —Luego, casi con dulzura, dijo—: Usted no puede prescindir de Landesman ni de Weisspapier, ¿y piensa que en Rusia nadie puede sustituirle?

Miró a Shtrum y éste tuvo la sensación de que, en cualquier momento, Kovchenko iba a pronunciar las palabras que todo el tiempo, como una niebla invisible, habían estado suspendidas entre ellos, rozando sus ojos, sus manos, su cerebro.

Shtrum bajó la cabeza, y en ese instante dejó de existir el profesor, el doctor en ciencias, el científico famoso, el autor de un importante descubrimiento, capaz de ser altivo y condescendiente, independiente y brusco. Sólo era un hombre encorvado, estrecho de espaldas, de nariz aguileña, pelo rizado, con los ojos entornados, como si estuviera esperando recibir una bofetada en la mejilla; miró al hombre de la camisa bordada ucraniana, y esperó.

Kovchenko dijo en voz baja:

—¡Vamos, Víktor Pávlovich, no se preocupe, no se preocupe! No hay motivos. ¿Por qué monta tanto alboroto por una nimiedad?

54

Por la noche, cuando su mujer y su hija se fueron a dormir, Shtrum empezó a rellenar el formulario. Las preguntas eran casi las mismas que antes de la guerra, y como eran idénticas, a Víktor Pávlovich le parecieron inútiles y portadoras de nuevas preocupaciones.

Al Estado no le interesaba si las herramientas matemáticas que utilizaba Shtrum para realizar su trabajo eran apropiadas; si el montaje instalado en el laboratorio era idóneo para los complejos experimentos que debían efectuarse; si era buena la protección de los investigadores contra las radiaciones; si era satisfactoria la amistad y la relación profesional entre Shtrum y Sokolov; si los jóvenes colaboradores estaban preparados para llevar a cabo cálculos extenuantes y si comprendían cuántas cosas dependían de la paciencia, el esfuerzo constante y la concentración.

Era un cuestionario magistral, el formulario de los formularios. Querían saberlo todo sobre el padre de Liudmila, sobre su madre, el abuelo y la abuela de Víktor Pávlovich, dónde habían vivido, cuándo habían muerto, dónde estaban enterrados. ¿Por qué motivo el padre de Víktor Pávlovich, Pável Iósifovich, había viajado a Berlín en 1910? La curiosidad del Estado era seria, tétrica. Shtrum miró el formulario y se sorprendió al dudar de si mismo: ¿Era un hombre de fiar?

1. Apellido, nombre, patronímico… ¿Quién era el hombre que rellenaba el formulario a altas horas de la noche?: ¿Shtrum? ¿Víktor Pávlovich? Su madre y su padre nunca se habían casado, sólo habían convivido, y se habían separado cuando Vitia tenía dos años. Se acordaba de que en los documentos de su padre figuraba el nombre de Pinjus y no Pável. «¿Por qué soy Víktor Pávlovich? ¿Quién soy? ¿Me conozco de veras? ¿Y si me llamara Goldman o Sagaidachni? ¿Y si fuera el francés Desforges, alias Dubrovski?»

Y, acechado por las dudas, pasó a responder la segunda pregunta.

2. Fecha de nacimiento… año… mes… día…, según el antiguo y el nuevo calendario. ¿Qué sabía él de aquel oscuro día de diciembre? ¿Podía afirmar con certeza que había nacido precisamente aquel día? ¿No debería añadir, para declinar la responsabilidad, «según dice…»?

3. Sexo… Shtrum escribió sin vacilar: «Hombre». Luego pensó: «Vaya hombre estoy hecho; un verdadero hombre no se habría callado tras la destitución de Chepizhin».

4. Lugar de nacimiento, según las antiguas divisiones administrativas (provincia, distrito, vólost, pueblo) y las nuevas (oblast, distrito, región urbana o rural)… Shtrum anotó: «Járkov». Su madre le había contado que había nacido en Bajmut, pero que la partida de nacimiento la habían expedido en Járkov, donde se había trasladado dos meses después de su nacimiento. ¿Era preciso añadir una explicación?

5. Nacionalidad… Aquí estaba el quinto punto. Tan sencillo e insustancial antes de la guerra; ahora, sin embargo, había cobrado una importancia particular.

Apretando la pluma entre los dedos, escribió con trazo decidido: «Judío». Aún no sabía el precio que pagarían cientos de miles de personas por responder a la quinta pregunta del formulario con las palabras: calmuco, balkar, checheno, tártaro de Crimea, judío…

No sabía qué oscuras pasiones se desatarían año tras año en torno a este quinto punto. No preveía que el miedo, la rabia, la desesperación, la desolación, la sangre se trasladarían del sexto punto, «origen social», al quinto; que al cabo de pocos años muchas personas responderían al quinto punto del formulario con el mismo sentimiento de fatalidad con que diez años antes los hijos de los oficiales cosacos, así como los nobles, industriales, sacerdotes, habían respondido al sexto.

Sin embargo, Víktor intuía ya que las líneas de fuerza se concentraban alrededor de la quinta pregunta del cuestionario. La noche antes había telefoneado a Landesman para decirle que no había tenido éxito respecto a su nombramiento. «Ya me lo imaginaba», dijo Landesman en un tono de voz irritado y de reproche. «¿Algún dato reprobable en su formulario?», le preguntó Shtrum. Landesman suspiró y dijo: «Lo que es reprobable es mi apellido».

A la hora del té, Nadia había contado:

—¿Sabes, papá?, el padre de Maika ha dicho que el año que viene en el Instituto de Relaciones Exteriores no contratarán a ningún judío.

«Bueno —pensó Shtrum—. Si uno es judío, es judío, y hay que ponerlo.»

6. Origen social… Éste era el tronco de un potente árbol cuyas raíces se hundían profundamente en la tierra, cuyas ramas se extendían sobre las amplias hojas del cuestionario: origen social de la madre y el padre, de los padres de la madre y el padre… Origen social de la mujer, de los padres de la mujer… Si usted está divorciado, origen social de su ex mujer… ¿A qué se dedicaban sus padres antes de la Revolución?

La Gran Revolución había sido una revolución social, la revolución de los pobres. A Shtrum siempre le había parecido que en la sexta pregunta se expresaba la justa desconfianza de los pobres, provocada por la tiranía milenaria de los ricos.

Escribió: «Pequeñoburgués». ¡Pequeñoburgués! ¿Qué clase de pequeñoburgués era? De repente, seguramente a causa de la guerra, había empezado a dudar de si existía un abismo entre la legítima pregunta soviética acerca del origen social y la sangrienta manera en que los alemanes trataban el problema de la nacionalidad. Recordó las conversaciones nocturnas de Kazán, el discurso de Madiárov sobre la actitud de Chéjov respecto al ser humano.

Pensó: «A mí me parece moral, justa, la distinción social. Pero a los alemanes les parece indiscutiblemente moral la distinción nacional. Para mí está claro que es horrible matar a los judíos por el simple hecho de que sean judíos. Son hombres como los demás: buenos, malos, ingeniosos, estúpidos, torpes, alegres, sensibles, generosos o tacaños. Hitler dice que nada de eso importa, lo único que importa es que son judíos. ¡Protesto con toda mi alma! Pero nosotros tenemos el mismo principio: lo que importa es sí eres hijo de aristócrata, hijo de un kulak, de un comerciante. Y si una persona es buena, mala, inteligente, sensible, estúpida, alegre, ¿qué más da? Lo peor es que en nuestros formularios no se habla de comerciantes, sacerdotes o aristócratas. Se habla de sus hijos, de sus nietos. No se sabe, tal vez llevan la nobleza en la sangre, como los judíos. ¡Como si uno pudiera ser comerciante o sacerdote por una cuestión de sangre! ¡Qué estupidez! Sofia Peróvskaya era hija de un general, aún más, de un gobernador. ¿Hay que arrojarla al fango por ese motivo? Komissárov, el lacayo policía que capturó a Karakózov, habría respondido a la sexta pregunta: «Pequeñoburgués». Le habrían aceptado en la universidad, puesto que Stalin ha dicho; «El hijo no debe responder por su padre». Pero Stalin también ha dicho: «La manzana no cae lejos del árbol». Bueno, pequeñoburgués sí que lo es.

7. Posición social… ¿Funcionario? Un funcionario es un contable, un registrador… Un funcionario llamado Shtrum había demostrado sobre bases matemáticas el mecanismo de desintegración de los núcleos atómicos. Otro empleado llamado Márkov esperaba confirmar, con la ayuda de los nuevos aparatos, las teorías del funcionario llamado Shtrum.

«Eso es —pensó—. Funcionario.»

Shtrum encogía los hombros, se levantaba, paseaba por la habitación, hacía movimientos con la mano como si quisiera apartar a alguien. Después se sentó a la mesa y siguió respondiendo a las preguntas.

29. ¿Ha sido usted o alguno de sus parientes objeto de una investigación judicial o de un juicio? ¿Ha sido arrestado? ¿Se le ha impuesto una condena penal o administrativa? ¿Cuándo? ¿Dónde? ¿Por qué? En caso de que haya sido indultado, ¿cuándo…?

Luego, la misma pregunta referida a su esposa. Se estremeció. No tenían piedad. Varios nombres se le pasaron por la mente…

«Estoy seguro de que él es inocente… Simplemente no es de este mundo… ella fue arrestada por no haber denunciado a su marido. Le cayeron ocho años; no estoy seguro, no le escribí; tal vez fue enviada a Tiomniki, me enteré por casualidad, me encontré con su hija en la calle… No lo recuerdo muy bien… Me parece que a él lo arrestaron a principios de 1938; sí, diez años, sin derecho a correspondencia…

»El hermano de mi mujer era miembro del Partido, nos vimos pocas veces; ni yo ni mi mujer hemos mantenido contacto con él; la madre de mi mujer me parece que fue a verle, sí, sí, mucho antes de la guerra; su segunda mujer fue enviada a un campo por no denunciar al marido; murió durante la guerra, su hijo participa en la defensa de Stalingrado como voluntario… Mi mujer está separada de su primer marido; el hijo de su primer matrimonio, mi hijastro, murió en el frente, en la defensa de Stalingrado… El primer marido fue arrestado y desde el momento del divorcio mi mujer no ha tenido noticias suyas… No sé por qué fue condenado, oí vagamente que pertenecía a la oposición trotskista, pero no estoy seguro, el asunto no me interesaba…»

A Shtrum le invadió un sentimiento de culpabilidad, de suciedad. Se acordó de aquel miembro del Partido que había confesado en una reunión: «¡Camaradas, no soy de los vuestros!».

De repente se sublevó; «Yo no pertenezco a la categoría de los sometidos y los sumisos. Sadko no me ama, y que así sea. Estoy solo, mi mujer ha dejado de interesarse por mí. Bueno, ¿y qué? No renegaré de los infelices, de los muertos, de aquellos que eran inocentes.

»¡Deberíais avergonzaros de vosotros mismos, camaradas! ¿Cómo podéis remover estas cosas? Esa gente era inocente; ¿de qué pueden ser culpables sus mujeres y sus hijos? Ante estas personas hay que arrepentirse, hay que pedir perdón. ¿Y vosotros queréis demostrar mi inferioridad, privarme de vuestra confianza porque estoy emparentado con personas inocentes? Si soy culpable es de haberles ayudado demasiado poco en su desgracia».

Al mismo tiempo en su cerebro brotaban otros pensamientos, que discurrían en sentido inverso a los anteriores. «En el fondo no he tenido contacto con ellos. No he intercambiado correspondencia con esos enemigos, no recibo cartas de los campos, no les he sostenido materialmente, raras veces me he encontrado con ellos, sólo por azar…»

30. ¿Tiene familiares en el extranjero? (¿Dónde? ¿Desde cuándo? ¿Motivos de su partida?) ¿Sigue en contacto con ellos?

Esa nueva pregunta hizo crecer su angustia.

«Camaradas, ¿es posible que no comprendáis que en las condiciones en que se encontraba la Rusia zarista la emigración era inevitable? En realidad emigraban los pobres, emigraban las personas amantes de la libertad. Lenin también vivió en Londres, en Zúrich, en París. ¿Por qué os hacéis señas cuando leéis que mis tías y mis tíos, sus hijos y sus hijas, viven en Nueva York, París, Buenos Aires…?»

En efecto, la lista de sus parientes en el extranjero era casi tan larga como la de sus trabajos científicos. Y si a eso se le añadía la lista de las víctimas de la represión…

Así es como se aplastaba a un hombre. ¡Al basurero con él! ¡Es un intruso! ¡Pero es mentira, es mentira! Es de él, y no de Gavronov y Dubenkov, de quien tiene necesidad la ciencia; él daría la vida por su país. ¿Acaso no había personas con formularios impecables capaces de engañar y traicionar? ¿Acaso eran pocas las personas que habían escrito en los cuestionarios: «Padre, kulak»; «padre, ex terrateniente», y que luego habían muerto en combate, se habían unido a los partisanos, habían sido ejecutados?

¿Qué significado tenía todo eso? Él lo sabía muy bien: ¡era el método estadístico! ¡La teoría de la probabilidad! Había más probabilidades de encontrar al enemigo entre las gentes que no pertenecían a la clase de los trabajadores que entre las de origen proletario. Pero también los nazis, apoyándose en el mismo tipo de probabilidad, exterminaban pueblos, naciones. Era un principio inhumano. Inhumano y ciego. Sólo había una manera aceptable de relacionarse con la gente: la humana.

Si tuviera que escoger colaboradores para su laboratorio, Víktor Pávlovich elaboraría un formulario muy diferente a éste: un formulario humano.

Le daría lo mismo que su futuro colega fuera ruso, judío, ucraniano, armenio; que su abuelo hubiera sido obrero, el propietario de una fábrica o un kulak. Su relación con él no dependería de que su hermano fuera arrestado o no por los órganos del NKVD; no le importaría si su hermana vivía en Ginebra o en Kostroma.

Le preguntaría a qué edad comenzó a interesarse por la física teórica, qué opinión le merece la crítica que Einstein había hecho al viejo Planck, si está interesado sólo en la teoría matemática o también disfruta con el trabajo experimental, qué piensa de Heisenberg, y si cree que es posible elaborar una teoría unificada de los campos. Lo importante es el talento, el fuego, la chispa divina.

Le preguntaría —pero sólo si a su futuro colega le apetece contestar— si le gusta caminar, beber vino, si va a los conciertos de música sinfónica, si le gustan los libros infantiles de Serón Thompson, a quién siente más cercano, a Tolstói o a Dostoyevski, si se dedica a la jardinería, si le gusta la pesca, que piensa de Picasso, cuál es su cuento preferido de Chéjov.

Le interesaría saber si su futuro colega es taciturno o hablador; si es bueno, ingenioso, vengativo, irascible, ambicioso; si se arriesgaría a tener una aventura con la encantadora Vérochka Ponomariova.

Es curioso lo bien que Madiárov había respondido a preguntas parecidas… Tal vez sí que fuera un provocateur… Dios mío…

Pluma en ristre, Shtrum escribió: «Esther Semiónovna Dashevskaya, tía por parte de madre, vive en Buenos Aires desde 1909, profesora de música».

55

Shtrum entró en el despacho de Shishakov con el firme propósito de permanecer tranquilo y no pronunciar ni una palabra fuera de tono.

Comprendía que era estúpido enojarse y ofenderse porque en la cabeza del académico-funcionario, Shtrum y sus trabajos ocuparan uno de los últimos puestos.

Pero en cuanto vio la cara de Shishakov sintió una irritación insuperable.

—Alekséi Alekséyevich —comenzó—, como suele decirse, no se puede ser amable a la fuerza, nadie manda sobre el corazón; pero usted no se ha interesado ni siquiera una vez en el montaje de la instalación.

Shishakov contestó con tono conciliador:

—Pasaré sin falta en cuanto tenga un momento.

El jefe, benevolente, había prometido honrar a Shtrum con una visita.

—Por lo demás, me parece que la dirección se muestra bastante atenta con sus peticiones —añadió Shishakov.

—En especial el departamento de personal.

Shishakov, rezumando espíritu pacífico, le preguntó:

—¿En qué le molesta el departamento de personal? Usted es el primer director de laboratorio que me hace una observación parecida.

—Alekséi Alekséyevich, he intentado en vano que se haga venir a Weisspapier de Kazán. Es una especialista irreemplazable en el campo de la fotografía nuclear. También me opongo categóricamente al despido de Loshakova; es una trabajadora excelente y una bellísima persona. No logro entender cómo pueden despedirla. Es inhumano. Por último, insisto en que se acepte la candidatura de Landesman; es un joven con un talento extraordinario. Creo que subestima usted la importancia de nuestro laboratorio. De lo contrario yo no estaría perdiendo el tiempo en conversaciones de este tipo.

—Yo también estoy perdiendo el tiempo —dijo Shishakov.

Shtrum se alegró de que Shishakov dejara de hablar en aquel tono pacífico que le impedía dar rienda suelta a su irritación.

—Me resulta particularmente desagradable —continuó— que todos estos conflictos se hayan producido en torno a personas con apellidos judíos.

—¡Ah, ya veo! —dijo Alekséi Alekséyevich, pasando a la ofensiva—. Víktor Pávlovich, el instituto debe llevar a cabo tareas de primer orden. No es preciso que le recuerde en qué tiempos tan duros debemos afrontar dichas tareas. Considero que en la actualidad su laboratorio no puede contribuir a la resolución de estas tareas. Además, alrededor de su trabajo, tan discutible como interesante, se ha levantado demasiado ruido.

Y añadió con aire grave:

—No estoy expresando un punto de vista personal. Hay camaradas que consideran que todo este alboroto desorienta a los investigadores científicos. Ayer mismo discutimos a fondo esta cuestión, y se dio la opinión de que usted debería reflexionar sobre sus conclusiones puesto que contradicen las teorías materialistas sobre la naturaleza de la materia; debería usted pronunciar una conferencia al respecto. Algunas personas, por razones que se me escapan, están interesadas en hacer que unas teorías discutibles se conviertan en el principio rector de la ciencia, precisamente cuando tenemos que concentrar todos nuestros esfuerzos en los objetivos qué nos impone la guerra. Es algo muy seno. Ha venido a verme con unas pretensiones ridículas respecto a una tal Loshakova. Disculpe, pero no sabía que «Loshakova» fuera un apellido judío.

Al escuchar a Shishakov, Shtrum se sintió desconcertado. Nadie había manifestado jamás tanta hostilidad hacia su trabajo. Lo oía por primera vez de boca de un académico, del director del instituto donde trabajaba.

Sin temer las consecuencias, dejó salir todo lo que pensaba y que, por esa misma razón, nunca debería haber dicho.

Dijo que no era asunto de la física confirmar una filosofía. Dijo que la lógica de los descubrimientos matemáticos era más fuerte que la lógica de Engels y Lenin, y que Badin, el delegado de la sección científica del Comité Central, podía tranquilamente adaptar las ideas de Lenin a las matemáticas y a la física, pero no la física y las matemáticas a las ideas de Lenin. Dijo que un pragmatismo excesivo era letal para la ciencia, aunque estuviera impulsado por «Dios Todopoderoso en persona», y que sólo una gran teoría puede engendrar grandes logros prácticos. Estaba convencido de que los principales problemas técnicos —y no sólo los problemas técnicos— del siglo XX se resolverían gracias a la teoría de los procesos nucleares. Estaría encantado de hacer un discurso al respecto si los camaradas cuyos nombres Shishakov prefería callar lo consideraban necesario.

—Por lo que respecta a las personas con apellidos judíos, Alekséi Alekséyevich, no es algo que se pueda tomar a broma, no si de verdad se considera usted un miembro de la intelligentsia rusa. Si mis peticiones son rechazadas me veré obligado a abandonar inmediatamente el instituto. Así no puedo trabajar.

Cobró aliento, miró a Shishakov, reflexionó un instante y prosiguió:

—Me resulta difícil trabajar en estas condiciones. No soy sólo un físico, también soy un ser humano. Me siento avergonzado ante esas personas que esperan de mí ayuda y protección ante la injusticia.

Esta vez, Víktor sólo había dicho «me resulta difícil», pero había tenido el coraje suficiente para reiterar su amenaza de una dimisión inminente.

Shtrum leyó en la cara de Shishakov que éste se había dado cuenta de que había suavizado sus palabras.

Y tal vez por ese motivo, Shishakov insistió:

—No tiene sentido continuar una conversación a golpe de ultimátums. Es mi deber, por supuesto, tener en cuenta sus deseos.

Durante el resto del día Shtrum fue presa de una extraña sensación, triste y alegre a la vez. Los instrumentos del laboratorio, la nueva instalación cuyo montaje pronto estaría concluido constituían una parte imprescindible de su vida, de su cerebro, de su cuerpo. ¿Cómo podría vivir separado de ellos?

Le aterrorizaba incluso recordar las palabras heréticas que había pronunciado ante el director. Y sin embargo, Víktor se sentía fuerte. Su impotencia era al mismo tiempo su fuerza. ¿Cómo hubiera podido imaginar que en los días de su triunfo científico, de regreso en Moscú, llegaría a mantener una conversación de este tipo?

Nadie estaba al corriente de su enfrentamiento con Shishakov, pero tuvo la impresión de que sus colegas se dirigían a él de manera especialmente afectuosa.

Anna Stepánovna le cogió la mano y se la apretó.

—Víktor Pávlovich, no quiero que piense que sólo trato de darle las gracias, pero permítame decirle que… sé que usted, ha sido fiel a sí mismo.

Víktor se quedó a su lado en silencio. Se sentía emocionado y casi feliz.

«Mamá, mama —pensó de repente—. ¿Lo ves?»

De camino a casa decidió no contarle nada a su mujer pero no logró vencer la costumbre de hacerla partícipe de todo lo que le ocurría, y ya en la entrada, mientras se quitaba el abrigo, le anunció:

—Bueno, Liudmila, dejo el instituto.

Liudmila Nikoláyevna se quedó muy apenada, pero aun así se las arregló para decirle algunas palabras desagradables.

—Te comportas como si fueras Lomonósov o Mendeléyev. Te marcharás y en tu lugar pondrán a Sokolov o a Márkov. —Levantó la cabeza de su labor de costura—. Deja que tu Landesman se vaya al frente. De lo contrario, la gente recelosa acabará creyendo que los judíos se dedican a enchufar a los suyos.

—Muy bien, muy bien —dijo Víktor—. Basta. ¿Te acuerdas de las palabras de Nekrásov? «El pobre diablo pensaba que estaba en el templo de la gloria, y se alegró de encontrarse en el hospital» Creía merecerme el pan que comía y, en cambio, me piden que me arrepienta de mis pecados, de mis herejías. No, piénsalo un momento: me exigen que haga una intervención pública. ¡Es puro delirio! Y al mismo tiempo me proponen para el premio, los estudiantes vienen a verme… ¡Todo es culpa de Badin! En cualquier caso, llegados a este punto, aquí ya no entra Badin. ¡Sadko no me quiere!

Liudmila Nikoláyevna se le acercó, le compuso la corbata, le arregló el faldón de la chaqueta y le preguntó:

—Estás muy pálido. No has comido, ¿verdad?

—No tengo hambre.

—Come un poco de pan con mantequilla mientras te caliento la comida.

Después vertió en un vaso sus gotas para el corazón y le dijo:

—Tómatelas; no me gusta tu cara, deja que te tome el pulso.

Fueron a la cocina. Mientras masticaba el pan Shtrum se miraba en el espejito que Nadia había colgado al lado del contador del gas.

—Qué cosa tan extraña, qué salvajes —dijo—. ¡En Kazán jamás hubiera pensado que tendría que rellenar montañas de formularios, escuchar lo que hoy he escuchado! ¡Qué poder! El Estado y el individuo… El Estado eleva a un hombre y luego lo deja caer al abismo, como si nada.

—Vitia, quiero hablar contigo de Nadia —dijo Liudmila Nikoláyevna—. Casi todos los días vuelve a casa después del toque de queda.

—Ya me lo contaste el otro día —dijo Shtrum.

—Ya sé que te lo conté. Bueno, ayer por la noche me acerqué por casualidad a la ventana y descorrí la cortina. ¿Y qué crees que vi? Nadia y un soldado caminaban por la calle, se pararon junto a la lechería y empezaron a besarse.

—¡Caramba! —exclamó Víktor Pávlovich, y se quedó tan sorprendido que dejó de masticar.

¡Nadia besando a un militar! Durante unos instantes Shtrum se quedó callado, luego se echó a reír. Sólo una noticia tan asombrosa habría podido distraerle de sus sombrías preocupaciones, mitigar su angustia. Por un momento sus ojos se encontraron y Liudmila Nikoláyevna, para su sorpresa, también se echó a reír. Durante algunos segundos había surgido entre ambos esa complicidad plena, posible en esos raros instantes de la vida en que las palabras y los pensamientos no son necesarios.

Y Liudmila Nikoláyevna no se sorprendió cuando Shtrum, aparentemente fuera de lugar, le dijo:

—Mila, he hecho bien en pararle los pies a Shishakov, ¿verdad?

El curso de los pensamientos de Víktor Pávlovich era muy sencillo, pero no resultaba tan sencillo seguirlo desde fuera. Se mezclaban ideas diversas: recuerdos del pasado; el destino de Tolia y Anna Semiónovna; la guerra; el hecho de que, por muy rico y famoso que un hombre sea, siempre envejecerá, morirá y cederá su lugar a otros más jóvenes; que tal vez lo más importante fuera vivir con honestidad.

Y Shtrum preguntó a su mujer:

—He hecho bien, ¿verdad?

Liudmila Nikoláyevna negó con la cabeza. Décadas de intimidad, de vida en común pueden acabar separando o las personas.

—¿Sabes, Liuda? —dijo en tono humilde—, en la vida las personas que tienen razón suelen ser las que no saben comportarse. Pierden los estribos y sueltan groserías. Actúan sin tacto y se muestran intolerantes. Se les hace responsables de todo lo que va mal en casa y en el trabajo. En cambio, aquellos que están equivocados, que ofenden a los demás, saben comportarse. Actúan de manera lógica, tranquila, con tacto, y parecen tener siempre razón.

Nadia volvió a las once. Al oír el ruido de la llave en la cerradura, Liudmila Nikoláyevna dijo a su marido:

—Habla con ella.

—Para ti es más fácil, prefiero que lo hagas tú.

Pero en cuanto Nadia, despeinada y con la nariz roja, entró en casa, Víktor Pávlovich le preguntó:

—¿Con quién te estabas besando enfrente de casa?

Nadia miró alrededor como si estuviera a punto de salir corriendo, y luego a su padre, con la boca entreabierta. Después, se encogió de hombros y dijo con indiferencia:

—A Andriushka Lómov. Estudia en la escuela militar, es teniente.

—¿Vas a casarte con él, o qué? —preguntó Shtrum, asombrado por el tono confiado de Nadia.

Miró a su mujer: ¿veía a su hija?

Como una adulta, Nadia entornó los ojos y desgranó irritada y con parsimonia sus palabras:

—¿Casarme con él? —repitió, y esas palabras en boca de su hija desconcertaron a Shtrum—. Puede ser, lo estoy pensando… Pero tal vez no. En realidad no lo he decidido todavía.

Liudmila Nikoláyevna, que hasta ese momento había estado callada, preguntó:

—Nadia, ¿por qué nos has mentido acerca del padre de una tal Maika y has inventado esa historia de las lecciones? Yo nunca dije mentiras a mi madre.

Shtrum recordó que, en la época en que cortejaba a Liudmila, ella le confesaba cuando iba a verle; «He dejado a Tolia con mamá. Le he dicho que iba a la biblioteca».

De repente Nadia volvió a convertirse en una chiquilla. Con voz enfadada y lastimosa, gritó:

—¿Y te parece bonito espiarme? ¿A ti también te espiaba tu madre?

Shtrum, hecho una furia, chilló:

—¡Idiota, no seas impertinente con tu madre!

Ella le miraba con cara de aburrimiento y paciencia.

—¿Así que Nadiezhda Víktorovna todavía no ha decidido si se casará o se convertirá en la concubina de un joven coronel?

—No, no lo he decidido. Además, no es coronel —respondió Nadia.

¿Era posible que los labios de su hija pudieran besar a un jovencito vestido con capote militar? ¿Era posible que alguien se pudiera enamorar de aquella niña, Nadia, aquella pequeña idiota, estúpida a la vez que inteligente, y que mirara con pasión aquellos ojos suyos de cachorro?

Pero ésa era la eterna historia…

Liudmila Nikoláyevna guardaba silencio y comprendía que ahora Nadia se pondría furiosa, que no diría una palabra más. Sabía que cuando se quedaran solas, ella acariciaría la cabeza de su hija, Nadia sollozaría sin saber por qué, y a Liudmila Nikoláyevna, también sin saber por qué, le invadiría una inmensa piedad. A fin de cuentas no había nada terrible en que una joven besara a un chico. Y Nadia se lo contaría todo sobre el tal Lómov, y ella seguiría acariciando los cabellos de su hija mientras recordaba su primer beso y pensaba en Tolia, porque en el fondo todo lo que sucedía en la vida lo relacionaba con Tolia. Y Tolia ya no estaba.

¡Qué triste era aquel amor adolescente suspendido en el abismo de la guerra! Tolia, Tolia…

Entretanto Víktor Pávlovich, presa de la angustia paterna, se agitaba, metía ruido.

—¿Y dónde presta servicio ese memo? —preguntó—. Hablaré con su comandante; ya le enseñará él a flirtear con las mocosas.

Nadia no decía nada, y Shtrum, fascinado por su arrogancia, enmudeció sin quererlo y después preguntó:

—¿Por qué me miras así? Pareces un ser de una raza superior mirando a una ameba.

Por un extraño juego de la memoria, la mirada de Nadia le recordó su conversación con Shishakov. Alekséi Alekséyevich, tranquilo, seguro de sí mismo, miraba a Shtrum desde su grandeza de académico reconocido por el Estado. Bajo la mirada de los ojos claros de Shishakov había comprendido instintivamente la inutilidad de sus protestas, de sus ultimátums. El poder del Estado se erguía ante él como un bloque de granito. Y Shishakov, con una indiferencia tranquila, contemplaba las tentativas de Shtrum; contra el granito no hay nada que hacer.

Curiosamente, la joven que estaba frente a él también parecía comprender lo absurdo de su cólera, de su indignación. Se daba cuenta de que Víktor Pávlovich quería alcanzar un imposible: detener el curso de la vida.

Durante la noche, Shtrum pensó que si rompía con el instituto arruinaría su vida. Se apresurarían a conferir a su dimisión un sentido político; dirían que había fomentado peligrosas tendencias de oposición… mientras Rusia estaba en guerra y el instituto gozaba de los favores de Stalin. Y después, aquel horroroso formulario… Y además la conversación insensata con Shishakov. Y aquellas discusiones en Kazán, Madiárov…

Fue tal el pánico que le asaltó que sintió deseos de escribir una carta a Shishakov y pedirle disculpas. Quería borrar de un plumazo los acontecimientos, olvidarlos.

56

Cuando volvió de la tienda por la tarde, Liudmila Nikoláyevna vio en el buzón un sobre blanco. El corazón, que le latía desbocado después de subir la escalera, le palpitó aún con más fuerza. Con la carta en la mano se acercó a la habitación de Tolia y abrió la puerta. La habitación estaba vacía: hoy tampoco había vuelto.

Liudmila Nikoláyevna examinó las hojas cubiertas con aquella caligrafía que conocía desde la infancia, la caligrafía de su madre. Vio los nombres de Zhenia, Vera, Stepán Fiódorovich. En la carta no aparecía el nombre del hijo. Su esperanza se difuminó una vez más, pero no se extinguió del todo.

Aleksandra Vladímirovna no contaba casi nada de su vida, sólo algunas palabras acerca de la casera, Nina Matvéyevna, que tras la partida de Liudmila se había comportado de manera desagradable.

Ninguna noticia de Seriozha, Stepán Fiódorovich y Vera. Aleksandra Vladímirovna estaba preocupada por Zhenia, que parecía estar atravesando por momentos difíciles en su vida. Le había escrito una carta en la que aludía a ciertos problemas y a un posible viaje a Moscú.

Liudmila Nikoláyevna no sabía estar triste. Sólo sabía sufrir. Tolia, Tolia, Tolia.

Stepán Fiódorovich se había quedado viudo, Vera era una huérfana sin hogar. ¿Seguía con vida Seriozha o estaba mutilado, recuperándose en un hospital? Su padre había muerto en un campo o había sido fusilado, su madre había muerto durante la deportación… Habían quemado la casa de Aleksandra Vladímirovna y ella vivía sola, sin noticias del hijo ni del nieto.

Su madre no le contaba nada sobre la vida en Kazán, sobre su salud, si su habitación estaba bien caldeada o si las raciones habían aumentado.

Liudmila Nikoláyevna sabía muy bien por qué su madre no mencionaba ni una sola palabra al respecto. Y sufría aún más.

La casa de Liudmila se volvió fría, vacía, como si hubieran caído unas terribles bombas invisibles, todo se hubiera desmoronado y el calor se hubiera dispersado entre las ruinas.

Aquel día había pensado mucho en su marido. Su relación se había deteriorado. Víktor estaba enfadado con ella; se había vuelto frío y ella constataba con tristeza que le era indiferente. Le conocía demasiado bien. Visto desde fuera todo parecía romántico y exaltado. Aunque, a decir verdad, ella nunca había visto nada poético y exaltado en los demás. En cambio Maria Ivánovna veía a Víktor Pávlovich como a un hombre sabio, abnegado, una criatura noble. Masha amaba la música, incluso palidecía cuando oía el piano, y Víktor Pávlovich lo tocaba siempre que ella se lo pedía. Evidentemente, Masha necesitaba un objeto de veneración. Se había creado una imagen exaltada, un Víktor que no existía. Si Masha observara a Víktor día tras día, no tardaría en desilusionarse. Liudmila Nikoláyevna sabía que sólo el egoísmo movía a Víktor y que él no amaba a nadie. Incluso ahora, cuando pensaba en el enfrentamiento con Shishakov, llena de angustia y de temor por el marido, sentía al mismo tiempo la irritación de siempre: ahí estaba él, dispuesto a sacrificar la ciencia y la tranquilidad de los suyos por el puro placer egoísta de hacerse el gallito, de salir en defensa de los débiles.

Ayer, por ejemplo, preocupado por Nadia, había dejado a un lado su egoísmo. ¿Habría sabido olvidarse de sus graves ocupaciones y preocuparse del mismo modo por Tolia? Ayer ella se había equivocado. Nadia no había sido completamente franca con ella. ¿Cómo podía saber si se trataba de un capricho infantil, pasajero, o de su destino?

Nadia le había confiado en qué círculo de amigos había conocido a Lómov. Le había hablado con detalle de esos jóvenes que leían poesía de otra época, de sus discusiones sobre arte antiguo y arte moderno, de su actitud burlona y despreciativa hacia cosas que, según Liudmila Nikoláyevna, no merecían ni la burla ni el desprecio.

Nadia había respondido de buena gana a las preguntas de Liudmila y parecía estar diciendo la verdad: «No, no bebemos, sólo una vez, cuando un chico partía para el frente»; «De vez en cuando se habla de política. No en el mismo lenguaje que en los periódicos…, pero muy raras veces, una o dos como mucho».

Pero en cuanto Liudmila Nikoláyevna le preguntaba sobre Lómov, Nadia se acaloraba: «No, no escribe poesías»; «¿Cómo quieres que sepa quiénes son sus padres? Claro que no les he visto nunca. ¿Qué hay de extraño? Tampoco él tiene ni idea de qué hace papá; lo más seguro es que se piense que trabaja en una tienda de comestibles».

¿Era el destino de Nadia lo que estaba en juego o acabaría todo dentro de un mes sin dejar huella?

Mientras preparaba la comida y hacía la colada, pensaba en su madre, en Vera, en Zhenia, en Seriozha. Llamó por teléfono a Maria Ivánovna, pero no respondió nadie. Telefoneó a los Postóyev, pero la mujer de la limpieza le dijo que la señora había salido a hacer unas compras. Marcó el número del administrador para que avisara al fontanero —había que reparar un grifo—, pero le respondieron que el fontanero aquel día no había ido a trabajar.

Se sentó a escribir una larga carta a su madre. Quería transmitirle la tristeza que sentía por no haber conseguido que Aleksandra Vladímirovna se sintiera como en casa, cuánto lamentaba que hubiera decidido quedarse sola en Kazán. Los parientes de Liudmila no iban de visita a su casa desde antes de la guerra, y mucho menos se quedaban a dormir. Tampoco ahora sus familiares más cercanos venían a verla a su gran apartamento de Moscú. Liudmila no escribió la carta, sólo emborronó cuatro hojas de papel.

A última hora de la tarde, Víktor Pávlovich llamó para avisar de que se retrasaría; los técnicos de la fábrica militar a los que había convocado llegarían esa tarde.

—¿Alguna noticia? —preguntó Liudmila Nikoláyevna.

—¿En qué sentido? —dijo él—. No, ninguna novedad.

Por la noche Liudmila Nikoláyevna volvió a leer la carta de su madre; se acercó a la ventana.

La luna brillaba y la calle estaba desierta. Vio de nuevo a Nadia cogida del brazo de su militar; caminaban por la calzada, en dirección a casa. Luego Nadia echó a correr y el joven con capote militar se quedó parado en mitad de la calle desierta, mirándola fijamente. Y era como si Liudmila Nikoláyevna uniera en su corazón cosas incompatibles entre sí: su amor por Víktor Pávlovich, su intranquilidad por él, su rabia contra él; Tolia, que había muerto sin besar los labios de una chica; el teniente plantado en medio de la calle; Vera, que subía feliz las escaleras de su Casa de Stalingrado; Aleksandra Vladímirovna que ya no tenía vivienda… La sensación de vida, única felicidad del hombre y también su tremendo dolor, colmó de repente su alma.

57

En la entrada del instituto Shtrum se encontró con Shishakov que bajaba de su coche.

Shishakov se levanto el sombrero para saludarle sin mostrar el menor deseo de pararse a hablar con él.

«Mal asunto», pensó Shtrum.

Durante la comida, el profesor Svechín, que se sentaba a la mesa de al lado, evitó su mirada y no le dirigió la palabra. Mientras salían de la cantina, el gordo Gurévich le habló con una cordialidad particular y le apretó durante un largo rato la mano; pero cuando la puerta de la sala de recepción de la dirección se entreabrió, Gurévich se despidió precipitadamente y se marchó a toda prisa por el pasillo.

En el laboratorio, Márkov, que estaba hablando con Shtrum sobre los aparatos que había que instalar para fotografiar partículas nucleares, levantó de repente la cabeza de sus notas y dijo:

—Víktor Pávlovich, me han contado que fue usted el tema de conversación durante una fuerte discusión en el buró del comité del Partido. Kovchenko le hizo una jugarreta al declarar: «Shtrum no quiere trabajar en nuestro colectivo».

—Bueno —dijo Shtrum—. Así es —y sintió un tic nervioso en un párpado.

Mientras hablaba con Márkov sobre las fotografías nucleares, Shtrum tuvo la sensación de que ya no era el quien dirigía el laboratorio sino Márkov, que había tomado el relevo. Márkov le hablaba con la voz tranquila del que se sabe señor, y Nozdrín se le había acercado dos veces para consultarle acerca del montaje de los aparatos.

Luego, de improviso, Márkov adoptó una expresión lastimera y suplicante, y le susurró:

—Víktor Pávlovich, por favor, no mencione mi nombre en caso de que hable sobre esa reunión del comité del Partido. De lo contrario, tendré problemas por haber revelado un secreto del Partido.

—Faltaría más —respondió Shtrum.

—Todo se arreglará —le consoló.

—No lo creo —dijo Shtrum—; se las arreglarán igual de bien sin mí. ¡Los equívocos alrededor del operador psi son puro delirio!

—Creo que comete un error —dijo Márkov—. Ayer hablaba con Kochkúrov, ya le conoce, es un tipo con los pies en el suelo, y me decía: «En la obra de Shtrum las matemáticas prevalecen sobre la física pero, curiosamente, me ilumina, ni yo mismo entiendo por qué».

Shtrum entendía a qué se refería: el joven Kochkúrov era un entusiasta de las investigaciones sobre la interacción de los neutrones lentos con los núcleos de los átomos pesados y afirmaba que esos estudios abrían perspectivas de tipo práctico.

—La gente como Kochkúrov no decide nada —replicó Shtrum—. Los que tienen poder de decisión son los Badin, y Badin considera que yo debo arrepentirme de arrastrar a los físicos a una abstracción talmúdica.

Era evidente que todo el laboratorio estaba al corriente del conflicto entre Shtrum y la dirección, y de la sesión que se había celebrado el día anterior en el comité del Partido. Anna Stepánovna miraba a Shtrum con expresión de sufrimiento. Víktor Pávlovich tenía ganas de hablar con Sokolov, pero éste se había marchado a la Academia por la mañana, y después telefoneó para decir que se quedaría allí hasta tarde y que probablemente ya no pasaría por el instituto.

Savostiánov estaba de un humor excelente y no dejaba de bromear ni un instante.

—Víktor Pávlovich —dijo—. Tiene ante usted al respetable Gurévich, un científico brillante y notable. —Y mientras decía esto se pasaba la mano por la cabeza y el vientre para indicar su calvicie y su barriga.

Por la noche, cuando volvía a casa por la calle Kaluga, Shtrum se encontró de improviso con Maria Ivánovna.

Fue ella quien le vio primero y lo llamó. Llevaba un abrigo que Víktor Pávlovich nunca antes le había visto y no la reconoció de inmediato.

—Increíble —dijo Víktor—. ¿Qué está haciendo en la calle Kaluga?

Maria se quedó callada unos instantes, mirándole. Después movió la cabeza y le dijo:

—No es casualidad; quería verle, por eso he venido a la calle Kaluga.

Víktor se quedó desconcertado. Por un momento pensó que su corazón había dejado de latir. Pensaba que ella quería decirle algo terrible, prevenirle de algún peligro.

—Víktor Pávlovich —dijo—. Quería hablar con usted. Piotr Lavréntievich me lo ha contado todo.

—Ah, se refiere a mis clamorosos éxitos —dijo Shtrum.

Caminaban el uno al lado del otro como dos extraños.

Shtrum se sintió cohibido por el silencio de Maria Ivánovna. Mirándola de reojo, dijo:

—Liudmila está muy enfadada conmigo. Supongo que usted también.

—No, no estoy enfadada —respondió—. Sé qué le ha impulsado a actuar así.

La miró fugazmente.

—Usted estaba pensando en su madre —le dijo.

Él asintió.

—Piotr Lavréntievich no quería decírselo… Le han explicado que la dirección y la organización del Partido están disgustados con usted y ha oído decir a Badin: «No es sólo un caso de histeria. Es histeria política, histeria antisoviética».

—Ah, así que ése es mi problema —dijo Shtrum—. Ya me parecía a mí que Piotr Lavréntievich no quería contarme lo que sabía.

—Es cierto, no quería. Y me duele.

—¿Tiene miedo?

—Sí. Además considera que en general usted está equivocado. —Luego añadió en voz baja—: Piotr Lavréntievich es un buen hombre, ha sufrido mucho.

—Sí, sí —dijo Shtrum—. También a mí me duele eso: un hombre brillante, un investigador valiente; pero qué alma tan cobarde.

—Ha sufrido mucho —repitió Maria Ivánovna.

—En cualquier caso —replicó Shtrum—, esperaba que fuera su marido y no usted quien me hablara de esto.

La cogió del brazo.

—Escuche, Maria Ivánovna, dígame: ¿cómo está Madiárov? No logro comprender qué ha pasado.

Ahora el recuerdo de las conversaciones de Kazán le mantenía en tensión permanente; a menudo le venían a la cabeza frases sueltas, palabras, el aviso siniestro de Karímov, las sospechas de Madiárov. Tenía la impresión de que las nubes que se cernían sobre su cabeza en Moscú acabarían relacionándose con sus conversaciones en Kazán.

—Yo tampoco me lo explico —dijo Maria Ivánovna—. La carta certificada que enviamos a Leonid Serguéyevich fue devuelta a Moscú. ¿Ha cambiado de dirección? ¿Se ha marchado? ¿Ha ocurrido lo peor?

—Sí, sí, sí —musitó Shtrum, desamparado.

Era obvio que Maria Ivánovna estaba segura de que Sokolov le había explicado a Víktor lo de la carta devuelta. Pero él no sabía nada. Sokolov no había hecho ningún comentario acerca del asunto. Su pregunta se refería a la discusión entre Madiárov y Piotr Lavréntievich.

—Venga, vemos a Neskuchni —dijo.

—Pero ¿no vamos en la dirección equivocada?

—Hay una entrada por la calle Kaluga —le explicó.

Deseaba preguntarle con detalle acerca de Madiárov sobre sus sospechas con respecto a Karímov, y sobre las sospechas de Karímov respecto a Madiárov. Nadie los molestaría en el jardín desierto.

Maria Ivánovna comprendería enseguida la importancia de esta conversación. Víktor sentía que podía hablarle con libertad y confianza de todo lo que le inquietaba, y que ella sería sincera.

El día antes había comenzado el deshielo. En las pendientes de las pequeñas colinas del jardín Neskuchni, bajo la nieve derretida, asomaban las hojas podridas y húmedas, mientras que en los pequeños barrancos la nieve resistía. Un cielo desapacible y nebuloso se extendía sobre sus cabezas.

—Qué tarde tan maravillosa —dijo Shtrum, aspirando una bocanada de aire frío y húmedo.

—Sí, se está bien; no hay ni un alma, como si no estuviéramos en la ciudad.

Caminaban por caminos llenos de barro. Cuando se encontraban con un charco, Shtrum le ofrecía su mano a Maria Ivánovna y la ayudaba a saltar.

Permanecieron en silencio durante un largo rato. Víktor no tenía ganas de hablar de la guerra, ni tampoco de los asuntos del instituto, de Madiárov, de sus recelos, de sus presentimientos y sospechas. Le bastaba con caminar en silencio al lado de aquella mujer pequeña de paso a un tiempo ligero y torpe, continuar sintiendo aquella sensación de irreflexiva ligereza que le había invadido sin motivo.

Ella tampoco decía nada. Andaba con la cabeza baja.

Salieron al muelle. El río estaba cubierto por una capa de hielo oscuro.

—Se está bien aquí —repitió Shtrum.

—Sí, muy bien —respondió ella.

El camino asfaltado que bordeaba el río estaba seco y lo recorrieron a pasos rápidos, como dos viajeros que han emprendido un largo viaje.

Salieron a su encuentro un herido de guerra, un teniente, y una joven de baja estatura, ancha de hombros, enfundada en un traje de esquí. Ambos caminaban abrazados y de vez en cuando se besaban. Al llegar a la altura de Shtrum y Maria Ivánovna se besaron de nuevo, miraron alrededor y se pusieron a reír.

«Tal vez Nadia haya paseado por aquí con su teniente», pensó Shtrum.

Maria Ivánovna miró a la pareja y dijo:

—¡Qué triste! —y añadió, sonriendo—: Liudmila Nikoláyevna me ha contado lo de Nadia.

—Sí, sí —asintió Shtrum—. Es increíblemente extraño.

Luego añadió:

—He decidido llamar al director del Instituto de Electromecánica para ofrecerle mis servicios. Si no me acepta, me iré a cualquier parte, a Novosibirsk o Krasnoyarsk.

—¿Qué otra opción hay, si no? —dijo ella—. Parece que es lo mejor que puede hacer. No pudo actuar de otra manera.

—Qué triste es todo —exclamó él.

Deseaba contarle que sentía con una fuerza particular el amor por su trabajo, por el laboratorio, que experimentaba felicidad y tristeza cuando miraba la instalación donde pronto se efectuarían los primeros análisis; tenía la impresión de que iría por la noche al instituto para mirar por la ventana. Luego pensó que Maria Ivánovna podría interpretar sus palabras como una pose y decidió no decir nada.

Se acercaron a la exposición de trofeos de guerra. Aminoraron el paso y contemplaron los tanques alemanes pintados de gris, los cañones, los morteros, el avión con la esvástica en las alas.

—Incluso así, mudos e inmóviles, da miedo mirarlos —dijo Maria Ivánovna.

—No es nada —dijo Shtrum—. Hay que consolarse pensando que en la próxima guerra todo esto parecerá tan inocente como mosquetes o alabardas.

Cuando se acercaban a las verjas del parque, Víktor Pávlovich dijo:

—Nuestro paseo ha terminado. Qué lástima que el jardín sea tan pequeño. ¿Está cansada?

—No, no —respondió—. Estoy acostumbrada, camino mucho.

Tal vez no había comprendido las palabras de Shtrum, o simulaba que no las había comprendido.

—¿Sabe? —dijo Víktor—, por alguna extraña razón nuestros encuentros siempre dependen de sus citas con Liudmila y de las mías con Piotr Lavréntievich.

—Es cierto —reconoció Maria—, ¿cómo iba a ser de otra manera?

Salieron del parque y fueron engullidos por el ruido de la ciudad, que destruyó el encanto del paseo silencioso.

Llegaron a una plaza situada a escasa distancia del lugar donde se habían encontrado.

Mirándole de abajo arriba, como una niña a un adulto, Maria dijo:

—Probablemente ahora sienta de manera particular el amor por su trabajo, el laboratorio, sus aparatos. Pero no hubiera podido actuar de otro modo. Otro habría podido pero usted no. Le he contado cosas desagradables, pero creo que siempre es mejor conocer la verdad.

—Gracias, Maria Ivánovna —dijo Shtrum, apretándole la mano—. Gracias, y no sólo por eso.

Shtrum tuvo la sensación de que los dedos de la mujer temblaban en su mano.

—Es extraño —exclamó ella—, nos despedimos casi en el mismo lugar donde nos hemos encontrado.

—No sin motivo los antiguos decían que en el fin se encuentra el inicio.

Maria Ivánovna arrugó la frente mientras pensaba en aquellas palabras. Luego rió y dijo:

—No lo entiendo.

Shtrum la siguió con la mirada: era una mujer pequeña, delgada, de esas que los hombres, al encontrárselas por la calle, nunca se giran a mirarlas.

58

Muy pocas veces había estado Darenski tan aburrido y deprimido como durante esas semanas en la estepa calmuca. Había enviado un telegrama al cuartel general del frente para informar de que había concluido su misión y que su presencia en el extremo del flanco izquierdo, donde reinaba la calma total, ya no era necesaria. Pero los superiores, con una obstinación que le resultaba incomprensible, no le llamaban.

Las horas pasaban más rápido cuando trabajaba, pero el tiempo de descanso se hacía durísimo.

Alrededor sólo había arena árida, seca, rugosa. Naturalmente la vida también estaba allí: los lagartos y las tortugas hacían susurrar la arena, dejando con su cola huellas sobre las dunas; por doquier crecían desparramadas plantas espinosas del color de la arena; los halcones giraban en el cielo en busca de carroña y desechos, y las arañas corrían sobre sus largas patas.

La miseria de aquella naturaleza severa, la monotonía fría del desierto en un noviembre sin nieve parecían haber vaciado a las personas, tanto su vida como sus pensamientos, que eran planos, uniformes, angustiosos.

Poco a poco Darenski había sucumbido a aquella monotonía melancólica del desierto. Siempre se había mostrado indiferente a la comida, pero allí no hacía más que pensar en ella. Las eternas comidas compuestas por un primer plato de sopa ácida a base de cebada perlada y de tomate, y un segundo plato de gachas de cebada perlada se habían convertido en la pesadilla de su vida. Sentado en la penumbra del cobertizo, detrás de una mesa de tablas salpicadas de charcos de sopa, sentía una congoja inconmensurable mientras observaba a los hombres que hacían tintinear la cuchara en las escudillas de hojalata; se apoderaba de él un violento deseo de salir del comedor para no escuchar el golpe de las cucharas, para no respirar aquel olor nauseabundo. Pero, en cuanto salía al aire libre, volvía a pensar obsesivamente en el comedor y contaba las horas que faltaban para la próxima comida.

Por la noche hacía frío en las casuchas, y Darenski dormía mal. La espalda, las orejas, los pies, los dedos de la mano se le entumecían, las mejillas se le congelaban. Dormía sin quitarse la ropa, se enrollaba los pies con dos trozos de tela y una toalla alrededor de la cabeza.

Al principio le sorprendió que los hombres con los que trabajaba allí parecieran indiferentes a la guerra y, en cambio, tuvieran la cabeza llena de historias de comida, tabaco y coladas. Pero muy pronto, también él, cuando hablaba con los comandantes de las divisiones y las baterías sobre la preparación de las armas para el invierno, sobre el aceite almacenado y el abastecimiento de municiones, descubría que su cabeza estaba llena de esperanzas y amarguras relacionadas con las cuestiones más prosaicas.

El Estado Mayor del frente parecía inalcanzable, lejano y sus sueños eran más modestos: pasar un solo día en el Estado Mayor del ejército, cerca de Elista. Pero cuando soñaba con aquel viaje no se imaginaba un encuentro con la hermosa Alla Serguéyevna, de ojos azules, sino que pensaba en un baño, ropa interior limpia, sopa de fideos blancos.

Incluso la noche que había pasado junto a Bova le parecía agradable. No se estaba tan mal en el cuchitril de Bova. Y su conversación no se había reducido a la colada y la comida.

Lo que más le atormentaba eran los piojos.

Durante mucho tiempo no logró comprender por qué había comenzado a rascarse con tanta frecuencia y no advertía las sonrisas de complicidad de sus interlocutores cuando, durante una reunión de trabajo, se rascaba con furia la axila o un muslo. Cada día se rascaba con más ardor. La quemazón y el prurito por debajo de las clavículas y en las axilas se había vuelto ya familiar. Creía que le había salido un eccema y lo justificaba pensando que la piel seca se le irritaba por el polvo y la arena. A veces el prurito se volvía tan atroz que le obligaba a pararse mientras caminaba por la calle para rascarse una pierna, el vientre, el cóccix.

El picor era particularmente intenso por la noche. Se despertaba y se rascaba durante largo rato la piel del pecho, con saña. Una vez, acostado boca arriba, levantó las piernas en el aire y entre lamentos se puso a rascarse las pantorrillas con las uñas. Había notado que el eccema se acentuaba con el calor. Bajo la manta el cuerpo le picaba con un ardor insoportable. Cuando salía al aire frío de la noche, el picor se calmaba. Había pensado en acercarse al batallón sanitario y pedir una pomada para el eccema.

Una mañana, al arreglarse el cuello de la camisa, descubrió a lo largo de la costura una nutrida fila de robustos piojos con aire soñoliento. Había muchos. Darenski, aterrorizado y avergonzado a un tiempo, miró al capitán que dormía a su lado. Éste ya se había despertado y, sentado en el catre, con expresión rapaz, se entregaba a la caza de los piojos que había descubierto en sus calzoncillos. Los labios del capitán se movían en silencio: evidentemente llevaba la cuenta de las bajas producidas en la batalla.

Darenski se quitó la camisa y se puso manos a la obra.

Era una mañana tranquila, nebulosa. No se oían tiroteos ni ruido de aviones y por eso el chasquido de los piojos que morían bajo la uña del capitán era completamente nítido.

El capitán miró fugazmente a Darenski y farfulló:

—¡Caramba, qué robusta la bestia! Es una hembra reproductora, seguro.

Darenski, sin despegar los ojos del cuello de su camisa, dijo:

—¿Es que no nos dan polvos?

—Sí —dijo el capitán—. Pero para lo que sirven… Habría que bañarse, pero aquí no alcanza el agua ni para beber. En el comedor apenas lavan los platos para ahorrar agua. No hay posibilidad de darse un buen baño.

—¿Y los insecticidas?

—No sirven para nada. Queman los uniformes y el piojo adquiere un color más sano. Bah, cuando estábamos en Penza, en la reserva, ¡aquello sí era vida! Ni siquiera iba al comedor. Me daba de comer la dueña de la casa, una mujer que aún no era vieja, apetitosa. Podía bañarme dos veces por semana y bebía cerveza cada día.

—¿Qué le vamos a hacer? —preguntó Darenski—. Estamos lejos de Penza.

El capitán lo miró con aire serio y le susurró en tono confidencial:

—Hay un buen método, camarada coronel: el rapé. Coges un poco de polvo de ladrillo, lo mezclas con el rapé, y luego espolvoreas tu ropa interior. El piojo comienza a estornudar, se hincha, salta y se rompe la cabeza contra el ladrillo.

Tenía una expresión tan seria que Darenski tardó un momento en comprender que el capitán le estaba gastando una broma.

En pocos días Darenski oyó contar decenas de chistes sobre el mismo tema. El folclore del piojo era rico.

Ahora su cabeza estaba ocupada noche y día por infinidad de problemas: comida, colada, cambio de uniforme, polvos, exterminación de piojos por medio de una botella ardiente, congelamiento de los mismos. Incluso había dejado de pensar en mujeres y le vino a la mente el proverbio que circulaba entre los prisioneros de los campos: «Vivirás y mujer no querrás».

59

Darenski pasó el día en las posiciones de la división de artillería. Durante toda la jornada no había oído ni un disparo, ni un avión se había perfilado en el horizonte.

El comandante de la división, un joven kazajo, le había dicho con una pronunciación nítida, sin el menor rastro de acento:

—El año que viene tengo la intención de cultivar melones; vuelva para probarlos.

El comandante de la división no se encontraba a disgusto por estos lugares: bromeaba dejando al descubierto su dentadura blanca, se desplazaba sobre sus piernas cortas y torcidas adentrándose en la arena y miraba con simpatía a los camellos atados en grupo, cerca de las casuchas cubiertas con trozos de papel alquitranado.

El buen humor del joven kazajo irritaba a Darenski que en su deseo por estar solo, regresó a las posiciones de la primera batería, aunque ya había estado allí ese mismo día.

Salió la luna, increíblemente grande, más negra que roja. A medida que adquiría un tono morado, se alzaba en el negro transparente del cielo y, bajo su luz iracunda, el desierto nocturno, los morteros, los fusiles antitanque y los largos tubos de los cañones cobraban un nuevo aspecto, inquietante y amenazador.

A lo largo de la carretera avanzaba a ritmo lento una caravana de camellos enganchados a unos crujientes carros místicos, cargados de cajas de obuses y heno. Era una escena insólita: los tractores, el camión con la tipografía del periódico del ejército, la torre delgada del radiotransmisor, los largos cuellos de los camellos y su paso ondulante y ligero que creaba la ilusión de un cuerpo sin huesos, hecho de goma.

Los camellos pasaron y dejaron tras de sí en el aire gélido el olor a heno típico del campo. La misma luna enorme, más negra que roja, se encaramaba por el cielo de las llanuras desiertas donde habían combatido las huestes del príncipe Ígor. La misma luna brillaba cuando las hordas persas marchaban hacia Grecia, cuando las legiones romanas irrumpieron en los bosques germánicos, cuando los batallones del primer cónsul vieron caer la noche a los pies de las pirámides.

La mente del hombre, cuando vuelve la vista atrás, filtra siempre con el tamiz de la memoria los grandes acontecimientos del pasado, y elimina los sufrimientos de los soldados, sus angustias, la tristeza. Sólo perdura el recuerdo vacío de cómo estaban organizadas las tropas que se alzaron con la victoria y cómo estaban dispuestas aquellas que sufrieron la derrota, el número de catapultas, balistas, elefantes, cañones, blindados o bombarderos que participaron en la batalla. En la memoria se conserva el recuerdo de cómo el sabio y afortunado caudillo inmovilizó el centro y golpeó el flanco, y de cómo las tropas de reserva emergiendo de detrás de las colinas, decidieron el curso de la contienda. Eso es todo, si nos dejamos en el tintero cómo el afortunado caudillo, de regreso a la patria, fue declarado sospechoso de querer derrocar a su soberano, y pagó la salvación de su patria con la cabeza o, si tuvo suerte, con el exilio.

Pero he aquí el cuadro del antiguo campo de batalla que pinta el artista: una luna enorme y pálida suspendida a poca altura sobre el campo de la gloria; los héroes, con los brazos cubiertos sobre el pecho, yacen sobre el terreno; las cuadrigas destrozadas o los tanques incendiados están esparcidos por el campo de batalla. Y ahí están los vencedores, con ropa de camuflaje y metralleta en bandolera, casco romano rematado con un águila de bronce o con un gorro de piel de granadero.

Darenski, con la cabeza hundida entre los hombros, estaba sentado sobre una caja de obuses y escuchaba el diálogo de dos soldados, acostados bajo sus capotes al lado de sus armas. El comandante de la batería y el instructor político habían ido al cuartel general de la división, y el coronel, representante del Estado Mayor del frente (los soldados se habían informado sobre Darenski), parecía profundamente dormido. Los soldados fumaban con fruición los cigarrillos que habían liado a mano y dejaban escapar volutas de humo.

Saltaba a la vista que eran amigos; les unía aquel sentimiento que siempre distingue a la verdadera amistad, seguros de que cada acontecimiento de la vida de uno, por nimio que fuera, siempre era importante e interesante para el otro.

—¿Y entonces? —preguntó uno fingiendo mofa e indiferencia.

Y el segundo, simulando apatía, respondió:

—¿Es que acaso no lo sabes? Me duelen los pies, no se puede andar con unas botas así.

—Bueno, ¿y entonces?

—Pues aquí me tienes con las mismas botas viejas. No voy a andar con los pies descalzos, ¿no?

—Total, que no te ha dado las botas —replicó el otro, y en su voz ya no había ni rastro de ironía o indiferencia, sino un vivo interés.

Luego la conversación giró en torno a sus hogares.

—¿Qué me escribe mi mujer? ¿Qué quieres que me diga? Falta esto, falta lo otro, si no está enfermo el niño, lo está la niña. Ya sabes cómo son las mujeres.

—La mía, por si fuera poco, me escribe esto: vosotros, en el frente, tenéis vuestra ración, mientras que aquí se puede decir que nos morimos por las restricciones de la guerra.

—¡La inteligencia femenina! —soltó el primer artillero—. Están en la retaguardia y no logran comprender qué ocurre en primera línea. Sólo ven tus raciones.

—Así es —confirmó el segundo—. No ha conseguido queroseno y piensa que no puede suceder nada más trágico en el mundo.

—Claro, es más duro esperar en la cola para comprar queroseno que rechazar los tanques alemanes en el desierto con botellas vacías.

Hablaban de tanques, aunque los dos sabían muy bien que no se habían producido ataques de carros blindados por allí cerca.

Interrumpiendo la eterna discusión de quién se lleva la peor parte en la vida, si el hombre o la mujer, uno de ellos dijo con voz vacilante:

—La mía está enferma, tiene una lesión en la columna vertebral y si levanta algo pesado tiene que pasar una semana en cama.

Una vez más la conversación parecía tomar un rumbo totalmente diferente y se pusieron a hablar del desierto, de aquel lugar maldito sin agua.

El que estaba más cerca de Darenski dijo:

—No hay malicia en lo que escribe, es que no lo entiende.

Y el otro, para retirar las duras palabras que había dicho contra las mujeres de los soldados, pero al mismo tiempo para confirmarlo:

—Claro. Sólo lo ha hecho por estupidez.

Después de fumar un rato en silencio, se pusieron a valorar los pros y los contras de las maquinillas de afeitar y los machetes, hablaron de la nueva chaqueta del comandante de batería y de que, por dura que fuera la vida, uno siempre tiene ganas de vivir.

—Sabes, cuando iba a la escuela vi un cuadro que se parecía a esta noche: una luna sobre la llanura y cuerpos de guerreros muertos en batalla.

—¿Dónde ves el parecido? —se rió el otro—. Aquéllos eran héroes mientras que nosotros no somos más que gorriones.

60

A la derecha de Darenski retumbó una explosión que rompió el silencio. «Ciento tres milímetros», valoró el ojo experto. El cerebro generó automáticamente los pensamientos asociados con aquella situación: «¿Un tiro casual? ¿Un tiro esporádico? ¿Un tiro de ajustamiento? Espero que no nos hayan cercado. ¿Y si se trata de un ataque a gran escala? ¿Están preparando el terreno para un ataque de blindados?».

Todos los soldados acostumbrados a la guerra se hacían las mismas preguntas que Darenski.

Un soldado experimentado sabe distinguir al instante entre cientos de ruidos el que anuncia un peligro genuino. Sea lo que sea lo que esté haciendo —comer, limpiar el rifle, escribir una carta, rascarse la nariz, leer el periódico, o incluso si está inmerso en aquella ausencia de pensamiento total que a veces te asalta en los momentos de libertad—, de pronto levanta la cabeza y aguza el oído, atento y perspicaz.

La respuesta no se hizo esperar. Retumbaron algunas detonaciones a la derecha, luego a la izquierda, mientras todo en derredor crepitaba, humeaba, temblaba. Se trataba de un ataque en toda regla.

A través de las nubes de humo, polvo y arena se entreveía el fuego de las explosiones. Por todas partes los hombres buscaban un sitio donde guarecerse, caían al suelo.

Un aullido lacerante desgarró el desierto. Granadas de mortero explotaron cerca de los camellos mientras los animales, derribando los carros, corrían encabritados arrastrando pedazos de arneses.

Darenski, sin prestar atención a las explosiones de los obuses, se irguió y contempló aquel espectáculo dantesco.

Un pensamiento de una lucidez absoluta le atravesó la mente: estaba asistiendo a los últimos días de su patria. Se apoderó de él un sentimiento de fatalidad. Los gritos terribles de los camellos enloquecidos, aquellas voces de rusos llenas de espanto, los hombres corriendo hacia los refugios… ¡Rusia estaba perdida! Perecía allí, atrapada entre las dunas heladas de las inmediaciones de Asia, moribunda bajo una luna hosca e indiferente, y la lengua rusa que amaba con tanta ternura se mezclaba con los gritos aterradores y de desesperación de los camellos mutilados por las bombas.

En aquel instante amargo no sentía ni cólera ni odio, sino un sentimiento de fraternidad hacia todo lo que en este mundo era pobre y débil. Por alguna razón, emergió de su memoria la cara del viejo calmuco que se había encontrado en la estepa hacía poco y le pareció próximo, familiar.

«Muy bien, estamos en manos del destino», pensó, y comprendió que prefería morir antes que ver a Rusia derrotada.

Miró a los soldados apostados en las trincheras, asumió una actitud solemne, dispuesto a tomar el mando de aquella batería desconsolada, y grito:

—Eh, telefonista. ¡Rápido! Venga aquí ahora mismo.

De repente el estruendo de las explosiones se interrumpió.

Aquella misma noche, siguiendo órdenes de Stalin, los comandantes de los tres frentes, Vatutin, Rokossovski y Yeremenko, lanzaron la ofensiva que, en las cien horas sucesivas, decidiría el desenlace de la batalla por Stalingrado, la suerte de los trescientos mil hombres del ejército de Paulus; la ofensiva que iba a constituir un hito decisivo en el curso de la guerra.

Un telegrama esperaba a Darenski en el Estado Mayor: debía incorporarse al cuerpo de blindados del coronel Nóvikov y mantener informado al Estado Mayor General de las operaciones llevadas a cabo por dicho cuerpo.

61

Poco después del aniversario de la Revolución de Octubre, la aviación alemana efectuó una masiva incursión sobre la central eléctrica. Dieciocho bombarderos alemanes lanzaron su carga sobre la central.

Las nubes de humo cubrían las ruinas y la fuerza destructora de la aviación alemana logró suspender por completo la actividad de la central.

Después de aquel ataque las manos de Spiridónov comenzaron a temblar de un modo convulsivo, hasta tal punto que cuando se llevaba la taza a la boca derramaba el té por todas partes y a veces se veía obligado a posarla sobre la mesa porque no era capaz de sostenerla. Los dedos sólo dejaban de temblarle cuando bebía vodka.

La dirección comenzó a evacuar a los obreros, que cruzaban el Volga y se adentraban en la estepa, hacia Ájtuba y Leninsk.

Los dirigentes de la central pidieron permiso a Moscú para abandonar la central, dado que su permanencia en la línea de frente, entre las ruinas de la fábrica, no tenía sentido. Moscú demoraba su respuesta y Spiridónov tenía los nervios de punta. Nikoláyev, el responsable del Partido, había sido llamado por el Comité Central poco después de la incursión y había marchado a Moscú en un Douglas.

Spiridónov y Kamishov vagaban entre las ruinas y se convencían mutuamente de que no tenían nada que hacer allí, que debían marcharse cuanto antes. Pero Moscú continuaba sin dar señales.

Spiridónov estaba especialmente preocupado porque no tenía noticias de su hija. Después de ser transferida a la orilla izquierda del Volga, Vera se había encontrado indispuesta y no había podido proseguir su viaje hacia Leninsk. Era imposible que, estando en la última etapa de embarazo, hubiera recorrido casi cien kilómetros a lo largo de una carretera desfondada, en la parte trasera de un camión que se tambaleaba y retumbaba entre montañas de barro helado duras como piedras.

Algunos obreros que conocía la habían acompañado a una barcaza inmovilizada por el hielo cerca de la orilla, que había sido transformada en refugio.

Poco después del segundo bombardeo, Vera hizo llegar a su padre, mediante un mecánico de lanchas, una nota donde le informaba de que no se preocupara, que le habían encontrado un rincón confortable en una bodega, detrás de un tabique. Entre los refugiados de la gabarra había una enfermera de la clínica de Beketovka y una vieja comadrona; en caso de que surgiera alguna complicación podrían llamar a un médico del hospital de campaña instalado a cuatro kilómetros de allí. Tenían agua caliente, una estufa y el obkom les suministraba comida que compartían entre todos.

Aunque Vera pedía a su padre que estuviera tranquilo, cada una de sus palabras le llenó de inquietud. Lo único que le confortaba era que Vera decía que durante los combates la barcaza no había sido bombardeada ni una vez. Si hubiera podido cruzar a la orilla izquierda, habría conseguido un coche o una ambulancia para llevar a su hija a Ájtuba.

Pero Moscú no se pronunciaba; seguía sin autorizar la partida del director e ingeniero jefe, aunque la central en ruinas no necesitaba más que una pequeña guardia armada. Los obreros y el personal técnico no tenían ganas de deambular por la central con los brazos cruzados, y tan pronto como Spiridónov les daba autorización, cruzaban a la orilla oriental del Volga.

Sólo el viejo Andréyev se negó a aceptar el permiso oficial con el sello redondo del director. Cuando Stepán Fiódorovich propuso a Andréyev partir para Leninsk, donde se hallaban su nuera y su nieto, el viejo le respondió:

—No, yo me quedo aquí.

Le parecía que permaneciendo en la orilla de Stalingrado mantenía un lazo con su vida pasada. Quizá dentro de poco podría alcanzar la fábrica de tractores; se abriría paso entre las casas quemadas o destruidas y llegaría al jardín plantado por su mujer, lo arreglaría de nuevo y enderezaría los árboles jóvenes, comprobaría si las cosas enterradas continuaban en su lugar y luego se sentaría en la piedra al lado de la empalizada derribada.

—Mira, Várvara. La máquina de coser está en su lugar, ni siquiera se ha oxidado; pero el manzano de al lado de la empalizada es irrecuperable, un fragmento de obús lo segó por la mitad. En el sótano, las berzas agrias del tonel tienen una pequeña capa de moho. Eso es todo.

Stepán Fiódorovich deseaba confiarse a Krímov, pero desde el aniversario de la Revolución no se le había vuelto a ver por la central.

Spiridónov y Kamishov decidieron esperar hasta el 17 de noviembre y luego marcharse. En la central no había nada que hacer, pero los alemanes continuaban bombardeándola sin tregua, y Kamishov, especialmente nervioso después de las incursiones masivas, dijo a Spiridónov:

—Stepán Fiódorovich, si siguen bombardeándonos es que tienen un servicio de inteligencia poco eficaz. La aviación puede volver a atacar de un momento a otro. Ya sabe, los alemanes, como los toros, se afanan en golpear contra el vado.

El 18 de noviembre, sin haber obtenido la autorización de Moscú, Stepán Fiódorovich se despidió de los guardias, abrazó a Andréyev, contempló por última vez las ruinas de la central y partió.

Durante la batalla de Stalingrado había trabajado duro, con honestidad, sin escatimar esfuerzos. Y su trabajo había sido más duro y era más digno de respeto por el hecho de que Spiridónov tenía miedo a la guerra, no estaba acostumbrado a vivir en condiciones similares y le aterrorizaba constantemente la amenaza de las incursiones aéreas; durante los bombardeos se le helaba la sangre, pero continuaba trabajando.

Ahora se iba con una maleta en la mano y un hatillo a la espalda y se volvía a mirar, saludaba con la mano a Andréyev de pie delante del pórtico destruido, se volvía hacia el edificio con los cristales rotos, los muros siniestros de la sala de turbinas, observaba el humo que se levantaba de los aislantes de aceite. Abandonaba la central de Stalingrado cuando ya no era útil, se iba veinticuatro horas antes del principio de la ofensiva de las tropas soviéticas.

Pero aquellas veinticuatro horas que no había esperado borraron, a los ojos de muchas personas, todo su trabajo duro y honesto. Dispuestos a declararle un héroe, después le tildaron de cobarde y desertor.

Conservaría durante mucho tiempo el recuerdo atormentador del momento de su partida, volviéndose, agitando la mano, mientras un viejo solitario de pie ante el pórtico de la central le miraba.

62

Vera dio a luz a un niño.

Estaba acostada sobre un catre de tablones ásperos en la bodega de la barcaza. Para que estuviera caliente las mujeres la habían enterrado bajo trapos, y a su lado yacía el bebé envuelto en una pequeña sábana. Cuando alguien entraba y apartaba la cortina, Vera veía a la gente, hombres y mujeres, entre los trapos que colgaban de las literas de arriba, oía los gritos de los niños, el alboroto continuo, el zumbido incesante de voces.

La niebla llenaba su cabeza; la niebla había invadido el aire lleno de humo.

En la bodega faltaba el aire y al mismo tiempo hacía mucho frío, tanto que en los tabiques de madera se formaba escarcha. De noche la gente dormía sin quitarse las botas de fieltro ni los chaquetones. Las mujeres se pasaban todo el día arropándose con pañuelos y trozos de mantas y se soplaban los dedos helados.

La luz apenas se filtraba a través de una diminuta ventada recortada casi al nivel del hielo, por lo que durante el día la bodega también estaba sumergida en la penumbra. Por la noche se encendían lámparas de petróleo sin cristal de protección y a la gente se le tiznaba la cara de hollín. Cuando desde la escalera se abría la escotilla, en la bodega irrumpían nubes de vapor parecidas al humo de las explosiones.

Las viejas desgreñadas se peinaban sus cabelleras grises y plateadas; los viejos se sentaban en el suelo sosteniendo en las manos jarras de agua caliente, entre cojines de todos los colores, bultos, maletas de madera sobre las que se subían, para jugar, los niños envueltos con pañuelos.

Desde el momento en que había sentido el peso del bebé sobre su pecho, Vera tenía la impresión de que sus pensamientos habían cambiado, que su relación con la gente había cambiado que su cuerpo había cambiado. Pensaba en su amiga Zina Melnikova, en la vieja Serguéyevna que la había cuidado en la primavera, en su madre, en el agujero de su camisa, en el edredón, en Seriozha y en Tolia, en el jabón, en los aviones alemanes, en el refugio de la central eléctrica, en su pelo sin lavar, y todo lo que se le pasaba por la cabeza estaba impregnado del sentimiento hacia su hijo recién nacido, todo tenía sentido o dejaba de tenerlo sólo en relación con él.

Se miraba las manos, las piernas, el pecho, los dedos. Ya no eran las manos que jugaban al voleibol, escribían redacciones y hojeaban los libros. Aquéllas ya no eran las piernas que subían corriendo los escalones del instituto, que daban patadas al agua tibia del río, picadas por las ortigas, las piernas que los viandantes se volvían a mirar por la calle.

Y, pensando en el bebé, pensaba al mismo tiempo en Víktorov.

Los aeródromos estaban situados en la orilla izquierda del Volga; Víktorov debía de estar muy cerca, el Volga ya no les separaba.

Ahora entraría un teniente en la bodega y ella le preguntaría: «¿Conoce usted al teniente Víktorov?». Y el piloto respondería: «Sí». «Dígale que aquí está su hijo, y también su mujer.»

Las mujeres venían a verla y se quedaban detrás de la cortina, movían la cabeza, sonreían, suspiraban; algunas se ponían a llorar y se inclinaban sobre el pequeño. Lloraban por su propia suerte y sonreían al recién nacido, y para entenderlas no eran necesarias las palabras. Las preguntas que le hacían a Vera siempre tenían que ver con el niño: si tenía leche, si tenía los senos inflamados, si le molestaba la humedad.

Tres días después del parto llegó su padre. Ya no se parecía a aquel hombre que había sido el director de la central eléctrica: iba con una pequeña maleta y un hatillo, sin afeitar, el cuello del abrigo subido, la corbata ajustada, las mejillas y la nariz quemadas por el viento gélido.

Y cuando Stepán Fiódorovich se acercó a la cama, Vera vio que su cara temblorosa no se volvía hacia ella en primer lugar, sino hacia el pequeño ser que estaba a su lado.

El padre le dio la espalda y, por el movimiento de sus hombros, Vera comprendió que estaba llorando, porque su mujer nunca vería a su nieto, no se inclinaría sobre él como había hecho su abuelo.

Después, irritado por sus lágrimas, avergonzado —le habían visto decenas de personas—, dijo con la voz ronca por el frío:

—Bueno, así que por tu culpa me he convertido en abuelo.

Se inclinó sobre Vera, la besó en la frente, le acarició el hombro con una mano fría y sucia.

Luego dijo:

—El día del aniversario de la Revolución Krímov vino a la central. No sabía que tu madre había muerto. Me preguntó por Yevguenia.

Un viejo sin afeitar, ataviado con una chaqueta rota que perdía trozos de guata, dijo jadeando:

—Camarada Spiridónov, aquí se entrega la Orden de Kutúzov, de Lenin, la Estrella Roja por matar el mayor número de gente posible. ¡Y cuántos han muerto ya en los dos bandos! Habría que darle una medalla de al menos dos kilos a su hija por haber traído al mundo una nueva vida en este presidio.

Era la primera persona que había hablado de Vera desde el nacimiento del niño.

Stepán Fiódorovich decidió quedarse en la barcaza hasta que Vera recobrara las fuerzas y marcharse con ella a Leninsk. Pasaría por Kúibishev, donde recibiría un nuevo destino. Tras comprobar la pésima situación alimenticia en la bodega y la necesidad imperiosa de sustentar de un modo más decente a su hija y su nieto, Stepán Fiódorovich decidió, después de haber entrado en calor, ir en busca del puesto de mando del obkom del Partido, que se encontraba en alguna parte del bosque, a escasa distancia de allí. Contaba con poder obtener grasa y azúcar a través de sus conocidos.

63

Aquél fue un día duro en la bodega. Las nubes se cernían sobre el Volga. Los niños no salían a jugar, las mujeres no lavaban la ropa en algún agujero del hielo, el viento frío de Astraján soplaba bajo y penetraba a través de las rendijas de las paredes de la bodega, llenándola de crujidos y aullidos.

La gente, entumecida, estaba sentada sin moverse, arropándose con pañuelos, mantas, chaquetas forradas. Incluso las mujeres más charlatanas se habían callado, aguzando el oído al aullido del viento y el crujido de las tablas.

Había comenzado a anochecer y parecía que las tinieblas nacieran de la angustia de las personas, del frío que atormentaba a todos, del hambre, del barro y de los interminables suplicios de la guerra.

Vera, cubierta con la manta hasta la barbilla, sentía en las mejillas las corrientes de aire frío que se filtraban en la bodega con cada ráfaga.

En aquellos momentos le parecía que todo acabaría saliendo mal: su padre no lograría sacarla de allí y la guerra no acabaría nunca; en primavera los alemanes habrían alcanzado los Urales, Siberia; sus aviones continuarían gimiendo en el cielo, sus bombas seguirían cayendo sobre la tierra.

Por primera vez dudaba de que Víktorov estuviera realmente cerca. Había aeródromos en cada sector del frente. Y tal vez ya ni siquiera estuviera en el frente ni en la retaguardia.

Apartó la sábana y miró la carita del bebé. ¿Por qué lloraba? Seguramente debía de haberle transmitido su tristeza, del mismo modo que le pasaba su calor y su leche.

Todos se sentían oprimidos por la crueldad del frío, por la violencia implacable del viento helado, por la inmensidad de la guerra que se extendía por los vastos ríos y llanuras rusos.

¿Cuánto tiempo puede soportar un ser humano una vida llena de hambre y de frío?

La vieja Serguéyevna, que la había ayudado a dar a luz, se le acercó.

—No me gusta el aspecto que tienes hoy. Estabas mejor el primer día.

—No importa —replicó Vera—, papá volverá mañana y traerá comida.

Y aunque Serguéyevna estaba contenta de que la joven madre recibiera azúcar y grasas, soltó con tono rudo:

—Vosotros los de la clase dirigente siempre encontráis la manera de atiborraros. Siempre hay algo para vosotros; pero nosotros lo único que tenemos son patatas heladas.

—¡Silencio! —gritó alguien—. ¡Silencio!

Del otro extremo de la bodega llegó una voz confusa.

De repente, la voz tronó alta y clara, sofocando cualquier otro sonido.

Alguien estaba leyendo a la luz de una lámpara:

«En el curso de las últimas horas… Una ofensiva triunfal de nuestras tropas en la zona de Stalingrado… Hace algunos días, nuestras tropas, desplegadas en las vías de acceso a Stalingrado, atacaron a las fuerzas germano-fascistas… La ofensiva se ha iniciado en dos direcciones: al nordeste y al sur de Stalingrado…»

La gente estaba de pie y lloraba. Un vínculo invisible y milagroso los unía a aquellos muchachos que, protegiéndose el rostro del viento, marchaban en ese mismo momento entre la nieve, y a aquellos que yacían en el blanco manto, cubiertos de sangre, con la mirada oscurecida, despidiéndose de la vida.

Todos lloraban: los ancianos, las mujeres, los obreros y los niños, que con expresión adulta escuchaban atentos la lectura del comunicado.

«Nuestras tropas han recuperado la ciudad de Kalach en la orilla este del Don, la estación Krivomuzguinskaya, la estación y la ciudad de Abgasarovo…», informaba el lector.

Vera lloraba con los demás. Sentía también el lazo existente entre los hombres que avanzaban en la tiniebla nocturna e invernal, se caían, se levantaban y volvían a caer, de nuevo caían para no levantarse más, y las personas desfallecidas de aquella bodega que escuchaban conmovidas el comunicado de la ofensiva.

Aquellos hombres, allá en el frente, iban a morir por ella, por su hijo, por las mujeres de manos agrietadas a causa del agua helada, por los ancianos, por los niños envueltos en los pañuelos desgarrados de sus madres.

Y mientras lloraba imaginó que su marido entraría en la bodega, y las mujeres y los viejos obreros le rodearían y le dirían: «Ha sido niño».

El hombre que leía el comunicado llegó al final: «La ofensiva lanzada por nuestras tropas prosigue».

64

El oficial de guardia del Estado Mayor presentó un informe al comandante del 8.° Ejército del aire sobre las salidas que habían efectuado los escuadrones de caza durante el día.

El general examinó los papeles que tenía delante de él y dijo al oficial:

—Zakabluka no está en racha: ayer le abatieron al comisario, hoy a dos pilotos.

—He llamado al Estado Mayor del regimiento, camarada comandante —dijo el oficial—. Mañana enterrarán al camarada comisario Berman. El representante del Consejo Militar ha prometido coger un avión y venir a pronunciar un discurso.

—A nuestro miembro del Consejo Militar le gustan mucho los discursos —dijo el general con una sonrisa.

—En cuanto a los pilotos, camarada comandante, el teniente Korol fue abatido sobre las líneas defendidas por la 38.ª División. Y el comandante de la patrulla, el teniente Víktorov, fue alcanzado por un Messer que sobrevolaba un aeródromo alemán; no pudo volver a la línea del frente y cayó en una colina en zona neutral. La infantería lo vio y trató de acercarse, pero los alemanes se lo impidieron.

—Bueno, son cosas que pasan —sentenció el general, rascándose la nariz con el lápiz—. Esto es lo que hay que hacer: telefonee al Estado Mayor General y recuérdeles que Zajárov nos prometió un jeep nuevo; de lo contrario dentro de poco no podremos desplazarnos.

El cuerpo del piloto muerto permaneció en la colina cubierta de nieve durante toda la noche; el frío era intenso y las estrellas brillaban luminosas. Al alba la colina se volvió completamente rosada y el piloto yació sobre una colina rosa. Luego arreció el viento y poco a poco, la nieve cubrió su cuerpo.