20
Un día después de que Grékov despachara a Sháposhnikov y Véngrova, Krímov, acompañado por un soldado, se puso en camino hacia la famosa casa sitiada por los alemanes.
Cuando salieron del Estado Mayor del regimiento la tarde era fría y luminosa. Apenas puso un pie en el patio asfaltado de la fábrica de tractores, Krímov sintió el peligro de muerte con mayor nitidez e intensidad que nunca antes en su vida. Al mismo tiempo, se sentía preso de entusiasmo y felicidad. El mensaje cifrado llegado de improviso del Estado Mayor del frente parecía confirmarle que en Stalingrado todo era diferente; allí existían otras relaciones, otros valores, otras exigencias respecto a las personas. Krímov volvía a ser Krímov, ya no era un mutilado en un batallón de inválidos sino un comisario de guerra bolchevique. Aquella misión, difícil y peligrosa, no le daba miedo. Era tan dulce y agradable leer de nuevo en los ojos del comisario de la división, en los ojos de Pivovárov, la expresión que siempre había visto en los colegas del Partido…
Un soldado yacía muerto en el suelo entre los restos de un mortero y el asfalto levantado por una explosión.
Quién sabe por qué, ahora que Krímov se sentía rebosante de esperanza, exultante, la visión de este cadáver le impresionó. Había visto muchos cadáveres antes, tantos que se había vuelto indiferente, pero en ese momento se estremeció: aquel cuerpo, tan lleno de muerte eterna, yacía como un pájaro, indefenso, con las piernas dobladas, como si tuviera frío.
Un instructor político vestido con un impermeable gris pasó corriendo, sosteniendo en lo alto un macuto bien lleno, mientras los soldados arrastraban con una lona impermeable minas antitanque entremezcladas con hogazas de pan.
El muerto, sin embargo, ya no necesitaba ni pan ni armas, no esperaba las cartas de su fiel esposa. Su muerte no le había hecho fuerte, sino más débil, un gorrión muerto al que no temen las moscas ni las mariposas.
Algunos artilleros estaban instalando un cañón en la abertura de un muro y discutían con los operadores de una ametralladora pesada. Por sus gestos Krímov pudo hacerse una idea aproximada de lo que estaban discutiendo.
—¿Sabes cuánto tiempo lleva aquí nuestra ametralladora? Vosotros todavía estabais holgazaneando en la orilla izquierda cuando nosotros ya habíamos comenzado a disparar.
—¡Un puñado de sinvergüenzas, eso es lo que sois!
Se oyó un aullido en el aire y un obús impactó en un rincón del taller. Los cascos golpearon contra las paredes. El soldado que abría paso a Krímov se volvió a mirar para asegurarse de que el comisario seguía vivo. En espera de que le alcanzara, dijo:
—No se preocupe, camarada comisario; nosotros consideramos esto la segunda línea, la profunda retaguardia.
Poco después Krímov comprendió que el patio junto al muro del taller era un lugar tranquilo.
Tuvieron que correr, tirarse boca abajo, luego volver a correr y de nuevo echarse cuerpo a tierra. Dos veces se vieron obligados a saltar a las trincheras ocupadas por la infantería, corrieron a través de los edificios en llamas donde en lugar de haber gente sólo silbaba el hierro…
—Al menos no hay bombarderos lanzándose en picado —dijo el soldado para reconfortar a Krímov. Y añadió—: Vamos, camarada comisario, metámonos en aquel cráter.
Krímov se dejó caer en el fondo de aquella fosa producida por una bomba, y miró hacia arriba: el cielo azul seguía estando sobre su cabeza y su cabeza estaba todavía sobre sus hombros. Causaba una extraña impresión sentir la presencia humana sólo a través de la muerte que los hombres enviaban desde todas partes, que aullaba y cantaba sobre su cabeza.
Y no resultaba menos extraño sentirse tan protegido en un cráter que había sido excavado precisamente por la pala de la muerte.
El soldado, sin darle tiempo a recobrar el aliento, le ordenó:
—¡Sígame!
—Y se arrastró a través de un pasadizo oscuro que apareció en el fondo de la fosa. Krímov se metió con dificultad detrás de él. Enseguida el estrecho pasadizo se ensanchó, el techo se hizo más alto y penetraron en un túnel. Bajo tierra aún se oía el rumor sordo de la tormenta que se desencadenaba en la superficie, el techo tembló y se oyeron repetidos estruendos en el túnel. Allí, donde se apiñaban tubos de hierro fundido y se ramificaban cables oscuros del grosor de un brazo humano, alguien había escrito con letras rojas sobre la pared: «Majov es un burro»». El soldado encendió la linterna un momento y dijo:
—Los alemanes están justo encima de nosotros.
Enseguida se desviaron por un pasadizo estrecho y se abrieron paso hacia una mancha gris pálido apenas perceptible. La mancha se hizo cada vez más clara y luminosa al fondo del pasadizo al mismo tiempo que las ráfagas de las metralletas y el rugido de las explosiones se volvía más fiero.
Por un instante a Krímov le pareció que estaba a punto de subir al patíbulo. Pero de pronto salieron a la superficie y lo primero que vio fue el rostro de varios hombres que estaban divinamente tranquilos.
Experimentó un sentimiento indescriptible, una mezcla de felicidad y alivio. Y ya no percibió aquella guerra furiosa como una frontera fatal entre la vida y la muerte, sino como un aguacero que caía lleno de fuerza y de vida sobre la cabeza de un joven viajero.
Tuvo la certeza lúcida y penetrante de que su destino estaba dando un nuevo y feliz viraje. Era como si viese su futuro a la clara luz del día: volvería a vivir con toda la fuerza de la mente, de la voluntad y de su ardor bolchevique.
La sensación de juventud y seguridad se mezclaba con la tristeza que le causaba el abandono de su mujer, la infinitamente dulce Yevguenia. Pero ahora no le parecía que la hubiera perdido para siempre. Volvería, al igual que habían vuelto su fuerza y su vida anterior. ¡La seguiría!
Un viejo con un gorro calado hasta las orejas estaba sentado frente a un fuego encendido en el suelo y con una bayoneta daba vueltas a los buñuelos de patatas que freía en una lámina de chapa; los que ya estaban cocinados los iba metiendo en un casco de metal. Cuando vio al agente de enlace que acompañaba a Krímov, el viejo soldado preguntó:
—¿Está Seriozha con vosotros?
—Acompaño a un superior —dijo el agente de enlace en tono arrogante.
—¿Cuántos años tiene, padre? —preguntó Krímov.
—Sesenta —respondió el viejo, y explicó—: Soy de la milicia obrera.
De nuevo miró al soldado.
—¿Está Seriozha con vosotros?
—En el regimiento no está, han debido de enviarle con el vecino.
—Lástima —dijo el viejo, enojado—. ¿Quién sabe qué será de él?
Krímov saludó a los soldados, se volvió a mirar y examinó las estancias del subterráneo con sus particiones de madera medio desmanteladas. En un rincón había un cañón de campaña apuntando a través de una tronera practicada en la pared.
—Como en un acorazado —dijo Krímov.
—Sí, sólo que aquí no hay mucha agua —replicó un soldado.
Un poco más a lo lejos, los morteros estaban dispuestos en las aberturas y agujeros de los muros. En el suelo había algunos obuses. En el mismo lugar, todavía más lejos, un acordeón estaba colocado cuidadosamente sobre una tela alquitranada.
—Aquí está la casa 6/1, que resiste y no se rinde a los fascistas —pronunció Krímov en voz alta—. Todo el mundo, millones de hombres, tiene los ojos puestos en vosotros y se alegra.
Nadie respondió.
El viejo Poliakov le tendió el casco metálico lleno de buñuelos.
—¿Y nadie escribe sobre cómo prepara Poliakov los buñuelos?
—Está de broma —dijo Poliakov—. Entretanto han echado de aquí a nuestro Seriozha.
—¿No han abierto todavía el segundo frente? —preguntó un operador de mortero—. ¿Se sabe algo?
—De momento no —respondió Krímov.
—Un día en que la artillería pesada abrió fuego desde el otro lado del Volga —explicó un hombre en camiseta con la chaqueta desabotonada—, Koloméitsev cayó derribado por la onda expansiva. Luego se levantó y dijo: «Bien, muchachos, se ha abierto el segundo frente».
—No digas tonterías —dijo un joven de cabellos oscuros—. Si no hubiera artillería no estaríamos aquí. Los alemanes nos habrían engullido hace tiempo.
—¿Dónde está vuestro comandante? —preguntó Krímov.
—Ahí lo tiene, se ha puesto en primera línea.
Grékov yacía sobre una montaña alta de ladrillos y miraba a través de los prismáticos. Cuando Krímov le llamó, volvió la cara con desgana y maliciosamente hizo una señal de advertencia llevándose un dedo a los labios; después volvió a concentrarse en sus prismáticos. Unos instantes después le comenzaron a temblar los hombros: se estaba riendo. Se deslizó y dijo sonriendo:
—Peor que en el ajedrez —y, después de observar los distintivos verdes y la estrella de comisario en la guerrera de Krímov, añadió—: Bienvenido a nuestra casa, camarada comisario de batallón. —Luego se presentó—: Grékov, el gerente de la casa. ¿Ha venido por nuestro pasadizo?
Todo en él —su mirada, sus movimientos rápidos y las ventanas anchas de su nariz chata— tenía algo insolente; el gerente de la casa era la insolencia en persona.
«No importa, ya te bajaré los humos», pensó Krímov.
Krímov comenzó a interrogarle. Grékov respondía perezoso, con gesto ausente, bostezando y mirando alrededor, como si las preguntas de Krímov le impidieran recordar algo verdaderamente serio e importante.
—¿Le gustaría ser relevado? —preguntó Krímov.
—No se moleste —respondió Grékov—. Mándenos sólo tabaco. Bueno, por supuesto, necesitamos bombas de mortero, granadas de mano y, si no es mucho pedir, un poco de vodka y manduca para un kukurúznik…[14]
Mientras enumeraba, contaba con los dedos de la mano.
—¿Así que no tiene intención de marcharse? —preguntó Krímov irritado pero admirando, muy a su pesar, la fea cara de Grékov.
Guardaron silencio y en aquel breve instante en que permanecieron callados, Krímov se sobrepuso al sentimiento de ser moralmente inferior a los hombres de la casa sitiada.
—¿Lleva un diario de las operaciones? —preguntó.
—No tengo papel —respondió Grékov—. No tengo donde escribir, no hay tiempo, y de todas maneras no sirve para nada.
—Ahora se encuentra bajo el mando del comandante del 176.º Regimiento de Fusileros —dijo Krímov.
—A sus órdenes, camarada comisario del batallón —respondió Grékov y añadió con aire burlón—: Cuando los alemanes cortaron este sector, yo reuní en este edificio hombres y armas, rechacé treinta ataques e incendié ocho carros, y por encima de mí no había ningún comandante.
—A fecha de hoy, ¿conoce el número exacto de soldados que están bajo su mando? ¿Lo tiene controlado?
—¿Para qué? No presento informes, no recibo raciones de la intendencia. Vivimos de patatas y agua podridas.
—¿Hay mujeres en la casa?
—Dígame, camarada comisario, ¿me está sometiendo a un interrogatorio?
—¿Alguno de sus hombres ha sido hecho prisionero?
—No.
—Bueno, ¿dónde está la radiotelegrafista?
Grékov se mordió el labio, enarcó las cejas.
—Aquella chica resultó ser una espía alemana. Intentó reclutarme. Luego la violé y la maté.
Estiró el cuello y le preguntó con sarcasmo:
—¿Es el tipo de respuesta que espera de mí? Veo que el asunto empieza a oler a batallón disciplinario. No es así ¿camarada comisario?
Krímov le miró unos instantes sin decir nada.
—Grékov, está llevando las cosas demasiado lejos. Yo también he estado sitiado. Y a mí también me han interrogado.
Tras una pausa prosiguió:
—He recibido la orden de que, en caso de necesidad debo destituirlo y asumir yo el mando. ¿Por qué me pone en este brete y me obliga a escoger ese camino?
Grékov estaba callado, pensaba, escuchaba, y al final observó:
—Llega la calma, los alemanes se han apaciguado.
21
—Bien —dijo Krímov—. Vamos a sentarnos nosotros dos y a decidir la próxima acción.
—¿Por qué tenemos que sentarnos los dos? —replicó Grékov—. Aquí combatimos todos juntos y las acciones sucesivas las precisaremos todos juntos.
A Krímov le gustaba la insolencia de Grékov, pero al mismo tiempo le irritaba. Le entraban ganas de contarle el cerco al que había estado sometido en Ucrania, de hablarle de su vida antes de la guerra, para que Grékov no lo tomara por un burócrata. Pero intuía que si le dijera todo eso, pondría al descubierto su debilidad. Y él había ido a esa casa a mostrar su fuerza, no su debilidad. Él no era un funcionario de la sección política, sino un comisario militar.
«No pasa nada —se dijo a sí mismo—. El comisario sabe lo que tiene que hacer.»
Ahora que había un momento de calma, los hombres estaban sentados o medio acostados sobre los montones de ladrillos. Grékov se volvió a Krímov.
—Los alemanes ya no avanzarán más hoy. ¿Qué tal si comemos, camarada comisario?
Krímov se sentó al lado de Grékov, entre los hombres que descansaban.
—Mientras os miro a todos vosotros —dijo Krímov—, no dejo de pensar en ese viejo dicho: «Los rusos siempre han ganado a los prusianos».
Una voz indolente confirmó en un leve susurro:
—Ya lo creo.
Y ese «ya lo creo» expresaba tal ironía condescendiente hacia las frases hechas que provocó la risa generalizada de todos los presentes. Aquellos hombres conocían la fuerza que encerraban los rusos igual de bien que el hombre que en primer lugar había recordado que los rusos siempre han ganado a los prusianos. Por otra parte, ellos eran la expresión más directa de esa fuerza. Pero sabían y comprendían que los prusianos habían llegado hasta el Volga y Stalingrado porque los rusos no siempre habían ganado.
Krímov se sentía confuso. Por regla general no le gustaba que los instructores políticos alabaran a los jefes militares de tiempos pasados; las alusiones a Dragomírov en la Estrella Roja[15] herían su alma de revolucionario; encontraba inútil la introducción de las órdenes de Suvórov, Kutúzov, Bogdán, Jmelnitski. La revolución era la revolución, y su ejército no necesitaba más que una sola bandera: la roja.
En otro tiempo, cuando trabajaba en el seno del Comité Revolucionario de Odessa, había participado en la manifestación de estibadores y de los jóvenes comunistas venidos para bajar del pedestal la estatua de bronce del gran jefe del ejército que había encabezado la marcha de las tropas siervas rusas hasta Italia[16].
Y fue precisamente allí, en la casa 6/1, donde Krímov, tras pronunciar las palabras de Suvórov por primera vez en su vida, percibió la gloria, idéntica a lo largo de los siglos, del pueblo ruso en la batalla. Le daba la impresión de que sentía de una manera totalmente nueva no sólo el tema de sus conferencias sino también su vida entera. Pero ¿por qué precisamente hoy, cuando había recobrado el espíritu de la Revolución y de Lenin, tenían que apoderarse de él semejantes reflexiones y sentimientos?
Aquel indolente y burlón «ya lo creo» lanzado por uno de los soldados le había herido.
—Bueno, camaradas, no hace falta enseñaros a combatir —profirió Krímov—. Sois vosotros los que podéis dar clases a cualquiera. Pero ¿por qué el mando ha estimado necesario enviarme entre vosotros? En definitiva, ¿por qué estoy aquí?
—¿Por la sopa? —preguntó una voz tímida, sin malicia.
Pero la risa con que la compañía acogió esta proposición timorata fue cualquier cosa menos contenida. Krímov miró al gerente de la casa.
Grékov se reía como el que más.
—Camaradas —gritó Krímov, rojo de ira—. Pongámonos serios un momento; he sido enviado por el Partido.
¿Qué era todo aquello? ¿Un humor pasajero o una sedición? Las pocas ganas que aquellos hombres tenían de oír al comisario, ¿estaban generadas por la percepción de sus propias fuerzas, de su experiencia…? Tal vez la alegría de los soldados no contenía en sí nada subversivo, sino que nacía simplemente de la sensación de igualdad, tan fuerte en Stalingrado.
Pero ¿por que esa sensación de igualdad, que antes encantaba a Krímov, ahora sólo le suscitaba un sentimiento de rabia, el deseo de sofocarla y reprimirla?
Si la relación de Krímov con los soldados no cuajaba no era debido a que éstos estuvieran abatidos, preocupados o atemorizados. Allí los hombres conocían su propia fuerza, y ¿cómo era posible que ese sentimiento de fuerza que había surgido en ellos hubiera acabado por debilitar la relación con el comisario Krímov, que provocara extrañamiento y hostilidad de una y otra parte?
El viejo que había cocinado los buñuelos dijo:
—Hay algo que hace tiempo que quiero preguntar a algún miembro del Partido. Se dice, camarada comisario, que con el comunismo todo el mundo recibirá según sus necesidades, pero si la necesidad de todos es emborracharse desde la mañana, ¿cómo lo haremos? Todo el mundo estará borracho, ¿no?
Al girarse hacia el viejo, Krímov vio una preocupación no fingida en su rostro. Grékov, en cambio, se reía; reían sus ojos y las anchas ventanas de la nariz se le ensancharon todavía más.
Un zapador con la cabeza envuelta en una venda sucia y ensangrentada le preguntó:
—A propósito de los koljoses, camarada comisario. Estaría bien que los suprimieran después de la guerra.
—No estaría mal que nos diera una pequeña charla sobre el tema —dijo Grékov.
—No me han enviado para dar conferencias —dijo Krímov—. Soy un comisario militar y he venido a acabar con ciertas actitudes de partisano inaceptables que han arraigado en este edificio.
—Acabe con ellas —dijo Grékov—. Pero ¿quién acabará con los alemanes?
—No se preocupe, encontraremos la manera. No he venido aquí por la sopa, como alguno de vosotros ha dicho sino para daros a probar la cocina bolchevique.
—Adelante, acabe con las maniobras y prepare su cocina bolchevique.
Krímov, medio en broma pero al mismo tiempo serio, le interrumpió:
—Y si es necesario, camarada Grékov, le comeremos también a usted.
Ahora Nikolái Grigórievich se sentía tranquilo y seguro de sí mismo. Las dudas sobre cuál era la decisión más oportuna que tomar se habían disipado. Había que destituir al comandante Grékov.
Era evidente que Grékov constituía un elemento ajeno y hostil al poder soviético. Todo el heroísmo que se percibía en la casa sitiada no podía disminuir el hecho ni sofocarlo. Krímov sabía que acabaría con él.
Al caer la noche Krímov se acercó de nuevo a él y le dijo:
—Grékov, quiero hablar seriamente con usted, sin rodeos. ¿Qué quiere?
Éste, que permanecía sentado, lanzó una rápida ojeada de abajo arriba a Krímov, que estaba de pie frente a él, y le dijo en tono despreocupado:
—Quiero la libertad, eso es por lo que lucho.
—Todos queremos la libertad.
—¡Basta! —cortó Grékov—. A usted tanto le da la libertad. Lo único que le importa es dominar a los alemanes.
—No es momento para bromas, camarada Grékov —dijo Krímov—. ¿Por qué tolera las declaraciones políticamente incorrectas de algunos soldados, eh? Con la autoridad de la que goza podría ponerles fin igual de bien que un comisario. Pero la impresión que tengo es que los hombres sueltan sus fanfarronadas y le miran, esperando su aprobación. Por ejemplo, el hombre que se pronunció sobre los koljoses. ¿Por qué lo ha apoyado usted? Déjeme que le sea sincero. Si usted quiere, podemos arreglar todo esto juntos. Pero si no está dispuesto, debo advertirle que no estoy para bromas.
—En cuanto a los koljoses, ¿qué tiene de extraordinario lo que ha dicho ese hombre? A la gente no le gustan. Usted lo sabe igual que yo.
—¿Qué le pasa, Grékov? ¿Es que quiere cambiar el curso de la historia?
—¿Y usted quiere que todo vuelva a ser igual que antes?
—¿A qué se refiere con «todo»?
—Justamente a eso: todo. Volver a los trabajos forzados.
Grékov hablaba con voz indolente, dejando caer las palabras a regañadientes y con una buena dosis de sarcasmo.
De repente se levantó y dijo:
—Ya basta, camarada comisario. No estoy maquinando nada. Sólo le estaba tomando un poco el pelo. Soy tan soviético como usted. Su desconfianza me ofende.
—Muy bien, Grékov. Entonces, hablemos en serio. Debemos eliminar el mal espíritu anárquico y antisoviético que reina en la casa. Usted lo ha generado; ayúdeme a eliminarlo. Tendrá más oportunidades de combatir con gloria.
—Ahora tengo ganas de dormir. Y usted también tendría que descansar. Ya verá lo que sucede aquí mañana por la mañana.
—De acuerdo, Grékov. Continuaremos mañana. No tengo ninguna prisa, no voy a irme a ninguna parte.
Grékov se echó a reír.
—Encontraremos la manera de ponernos de acuerdo ya verá.
«Está claro —pensó Krímov—. No es momento para curas de homeopatía. Trabajaré con el bisturí. A los jorobados políticos no se les endereza con la persuasión.»
—En sus ojos hay bondad —soltó de repente Grékov—. Sin embargo usted sufre.
Krímov se quedó de una pieza, pero no dijo nada. Considerando que su reacción confirmaba sus palabras, Grékov confesó:
—Sabe, yo también sufro. Pero no es nada, un asunto personal. No es algo de lo que se pueda dar parte en un informe.
Por la noche, mientras dormía, Krímov fue herido en la cabeza por una bala perdida. La bala le desgarró la piel y le arañó el cráneo. La herida no era grave, pero la cabeza le daba vueltas y no podía ponerse en pie. Todo el rato sentía náuseas.
Grékov ordenó que improvisaran una camilla y el herido fue evacuado de la casa sitiada.
Krímov, tumbado en la camilla, sentía que la cabeza le zumbaba y le daba vueltas y tenía punzadas constantes en las sienes.
Grékov acompañó al herido hasta la entrada del subterráneo.
—Mala suerte, camarada comisario —dijo.
De repente una sospecha asaltó a Krímov: ¿y si hubiera sido Grékov el que había disparado contra él aquella noche?
Al anochecer comenzó a vomitar y el dolor de cabeza se le intensificó. Pasó dos días en un batallón de sanidad de la división; luego fue trasladado a la orilla izquierda del Volga y alojado en un hospital de campaña.
22
El comisario Pivovárov se abrió paso por las estrechas cuevas donde estaba instalado el batallón de sanidad y vio los heridos que yacían hacinados. No encontró allí a Krímov, que había sido evacuado la noche antes a la orilla izquierda.
«¡Qué extraño que le hayan herido tan rápido! —pensó Pivovárov—. No tiene suerte, o tal vez tenga mucha.»
Pivovárov también había ido al batallón de sanidad para valorar si valía la pena trasladar allí al comandante del regimiento Beriozkin.
Mientras recorría el camino inverso hacia el refugio del Estado Mayor, Pivovárov, que por poco no había muerto durante la marcha a causa del casco de una granada alemana, explicó al artillero Glushkov, el ayudante de campo de Beriozkin, que en el batallón de sanidad no había las condiciones necesarias para la cura del enfermo. Allí se amontonaban por doquier gasas ensangrentadas, vendas, algodones; sólo verlo daba miedo.
—Por supuesto, camarada comisario —dijo Glushkov—. Está mejor en su refugio.
—Sí —asintió el comisario—. Además, allí ni siquiera hacen distinciones entre un comandante de regimiento y un soldado raso: todos están en el suelo.
Y Glushkov, al que por rango le correspondía ser atendido en el suelo, dijo:
—Desde luego, eso no es conveniente.
—¿Ha hablado? —preguntó Pivovárov refiriéndose al enfermo.
—No —dijo Glushkov, haciendo un gesto con la mano—. Pero ¿cómo quiere que hable, camarada comisario? Le han traído una carta de su mujer y ni siquiera la ha mirado.
—¿Qué dices? —exclamó Pivovárov—. Debe de estar muy enfermo. Mal asunto, si no la lee.
Cogió la carta, la sopesó en la mano, la puso frente a la cara de Beriozkin y dijo con tono severo:
—Iván Leóntievich, ha recibido carta de su esposa. —Hizo una pausa y añadió en un tono totalmente diferente—: Vania, mira, una carta de tu esposa, ¿es que no lo entiendes? ¡Eh, Vania!
Pero Beriozkin no comprendía. Tenía la cara morada; sus ojos brillantes, penetrantes y dementes miraban fijamente a Pivovárov.
Durante todo el día la guerra golpeó obstinadamente el refugio donde yacía enfermo el comandante del regimiento. Casi todas las comunicaciones telefónicas habían quedado interrumpidas durante la noche. Sin embargo, el teléfono de Beriozkin seguía funcionando y no dejaban de llamar de la división, de la sección de operaciones del Estado Mayor; llamó Guriev, el comandante del regimiento de la división vecina, y telefonearon los jefes de batallón de Beriozkin: Podchufárov y Dirkin.
Los hombres trajinaban por el refugio, la puerta chirriaba y el toldo que Glushkov había colgado en la puerta golpeaba con furia.
Los soldados estaban atenazados por una sensación de inquietud y expectación desde la mañana. Aquel día, a pesar de estar caracterizado por los esporádicos disparos de artillería y los infrecuentes e inexactos ataques aéreos hizo nacer en muchos la angustiosa certeza de que los alemanes iban a lanzar la ofensiva. Esa certeza atormentaba por igual a Chuikov, al comisario del regimiento Pivovárov, a los soldados de la casa 6/1 y al comandante del pelotón de fusileros desplegado en la fábrica de tractores que llevaba bebiendo vodka desde la mañana para celebrar su cumpleaños en Stalingrado.
Cada vez que alguien en el refugio decía algo interesante o divertido, todos se giraban a mirar a Beriozkin: ¿es que no les oía?
El comandante de la compañía, Jrénov, explicaba a Pivovárov, con una voz ronca por el frío de la noche, que había salido antes del amanecer del subterráneo donde se encontraba su puesto de mando, se había sentado sobre una piedra y había aguzado el oído para saber si los alemanes estaban haciendo de las suyas. De repente una voz furiosa, perversa había resonado en el cielo:
—Eh, Jren[17], ¿por qué no has encendido los faroles?
Por un instante Jrénov se quedó asombrado, luego sintió pánico: ¿quién podía saber su apellido en el cielo? Después se dio cuenta de que era el piloto de un kukurúznik, que había encendido el motor y volaba por encima de él; por lo visto, quería lanzar víveres sobre la casa 6/1 y estaba enfadado porque no había ninguna indicación.
Todos los presentes en el refugio se giraron hacia Beriozkin: ¿Había sonreído, tal vez? Pero sólo a Glushkov le pareció que en los brillantes ojos vítreos del enfermo había aparecido una chispa de vitalidad. A la hora de comer el refugio se vació. Beriozkin continuaba acostado en silencio y Glushkov suspiraba: Beriozkin yacía y la tan esperada carta estaba a su lado, sin ser leída. Pivovárov y el mayor, el sustituto de Koshenkov, recientemente muerto, habían ido a atiborrarse de un borsch fabuloso y a pimplarse su ración de vodka. Glushkov sabe que ese borsch es excelente porque el cocinero ya se lo ha hecho probar. Y entretanto el comandante del regimiento, el jefe, no prueba bocado; apenas ha bebido un sorbo de agua de la jarra…
Glushkov abrió el sobre y, arrimándose al catre, leyó en voz baja, lenta y clara: «Hola, mi querido Vania, hola, amor mío, mi adorado…». Frunció el ceño y continuó descifrando en voz alta lo escrito. Leía al comandante, que yacía inconsciente, la carta de su mujer. Una carta que ya había sido leída por la censura militar, una carta tierna, triste y buena, una carta que sólo debería haber sido leída por un hombre en el mundo: Beriozkin.
Glushkov no se sorprendió demasiado cuando Beriozkin volvió la cabeza, alargó la mano y dijo:
—Deme eso.
Las líneas y las hojas de la carta temblaron en sus grandes y temblorosos dedos:
… Vania, aquí todo es muy bello. Vania, cuánto te echo de menos. Liuba no deja de preguntarme por qué papá no está con nosotras. Vivimos a orillas de un lago, la casa es cálida, la dueña tiene una vaca, leche, tenemos el dinero que nos enviaste, y yo por las mañanas salgo, y sobre el agua fría flotan las hojas amarillas y rojas de los arces, y todo alrededor está cubierto de nieve, por eso el agua es de un azul intenso, y las hojas son increíblemente amarillas increíblemente rojas. Y Liuba me pregunta: ¿por qué lloras? Vania, Vania, querido mío, gracias por todo, por todo, por tu bondad. ¿Por qué lloro? Es difícil explicarlo. Lloro porque vivo, lloro de pena porque Slava no está, y yo vivo; lloro de felicidad porque tú estás vivo, lloro cuando pienso en mamá, en mis hermanas, lloro por la luz de la mañana, porque todo alrededor es tan bello y hay tanta tristeza en todas partes, en mí, en todos. Vania, Vania, querido mío, mi bien amado…
Y ahora la cabeza le daba vueltas, todo alrededor se confundía, le temblaban los dedos y la carta temblaba en el aire candente.
—Glushkov —dijo Beriozkin—, hoy debo ponerme en condiciones. (A Támara le disgustaba esa expresión.) Dime, ¿funciona la caldera?
—La caldera está intacta. Pero ¿cómo piensa que va a ponerse mejor en un solo día? Tiene cuarenta grados, como el vodka; ¿cree que desaparecerán de golpe?
Con gran estruendo los soldados metieron rodando en el refugio un tonel de gasolina vacío. Llenaron el tonel metálico hasta la mitad con el agua turbia del río que, tras ser calentada, despedía un vapor caliente.
Glushkov ayudó a Beriozkin a desvestirse y lo acompañó hasta el tonel.
—Está ardiendo, camarada teniente coronel —dijo, tocando con la mano la pared del recipiente y retirando la mano—. Se va a asar ahí dentro. He llamado al camarada comisario, pero estaba en una reunión con el comandante de la división. Sería mejor esperarlo.
—¿Para qué?
—Si le pasara cualquier cosa, me pegaría un tiro. Y si no tuviera agallas, el camarada Pivovárov lo haría por mí.
—Venga, ayúdeme.
—Permítame al menos que llame al jefe del Estado Mayor.
—Ahora —dijo Beriozkin y, a pesar de que ese ronco y breve «ahora» había sido pronunciado por un hombre desnudo que apenas se tenía en pie, Glushkov dejó al instante de discutir.
Mientras se metía en el agua, Beriozkin gimió, lanzó un quejido, y Glushkov, sin perderle de vista, comenzó a gemir también y dio un paso hacia el recipiente.
«Como en una maternidad», se le ocurrió, quién sabe por qué.
Beriozkin perdió el conocimiento por un instante; su preocupación por la guerra, el calor de la fiebre, todo se confundió en una espesa niebla. De improviso se le paró el corazón y el agua insoportablemente caliente dejó de dolerle. Después volvió en sí y dijo a Glushkov:
—Hay que secar el suelo.
Pero Glushkov no perdió el tiempo con el agua que se desbordaba del recipiente. La cara amoratada del comandante del regimiento de pronto se volvió pálida, abrió la boca y sobre su cráneo afeitado asomaron gruesas gotas de sudor que a Glushkov le parecieron azuladas. Beriozkin estaba a punto de perder el conocimiento, pero cuando Glushkov intentó sacarlo del agua, dijo con voz firme:
—No, todavía no estoy listo.
Tuvo un acceso de tos, tras el cual Beriozkin ordenó sin tomar aliento:
—Añada un poco más de agua caliente.
Finalmente salió y Glushkov, al mirarlo, se sintió aún más desanimado.
Lo ayudó a secarse y a tumbarse en el catre, lo tapó con la colcha y varios capotes, y después lo arropó con todo lo que encontró en el refugio: lonas impermeables, chaquetones y pantalones guateados.
Cuando Pivovárov regresó al refugio, todo estaba en orden. Sólo flotaba el aire húmedo del vapor como en una casa de baños. Beriozkin yacía en silencio, adormecido. Pivovárov se inclinó sobre él.
«Tiene cara de hombre bueno —pensó Pivovárov—. Estoy seguro de que nunca ha firmado una delación.»
Durante todo el día a Pivovárov le había atormentado el recuerdo de su camarada de promoción, Shmelev al que cinco años antes había ayudado a desenmascarar como enemigo del pueblo. Durante esa siniestra y abrumadora calma le venía a la cabeza toda clase de tonterías entre ellas Shmelev, que durante la reunión pública le miraba de reojo con lástima y tristeza mientras escuchaba la lectura de la denuncia de su buen amigo Pivovárov.
A las doce en punto, Chuikov, pasando por encima del comandante de la división, telefoneó personalmente al regimiento acuartelado en la fábrica de tractores. Ese regimiento le daba muchas preocupaciones: el servicio de información le había comunicado que en ese distrito se estaban concentrando tanques y tropas de infantería alemanas.
—Y bien, ¿cómo están las cosas? —preguntó irritado—. ¿Quién dirige el regimiento? Batiuk me ha dicho que el comandante del regimiento tiene neumonía o algo así, y que quiere evacuarlo a la orilla izquierda.
Una voz afónica le respondió:
—Soy yo, el teniente coronel Beriozkin, el que está al mando del regimiento. He tenido un resfriado, pero ahora estoy bien.
—Perfecto —dijo Chuikov como si se alegrara de la desgracia ajena—. Estás muy ronco, ya se encargarán los alemanes de darte leche caliente. Lo tienen todo preparado, no tardarán en atacar.
—Comprendido, camarada —dijo Beriozkin.
—Ah, ¿has comprendido? —preguntó amenazante Chuikov—. Conviene que sepas que si se te pasa por la cabeza retroceder mí ponche de huevo no tendrá nada que envidiar a la leche de los alemanes.
23
Poliakov había acordado con Klímov dirigirse al regimiento durante la noche: el viejo deseaba tener noticias de Sháposhnikov.
Poliakov expresó sus intenciones a Grékov, que dijo en tono alegre:
—Vete, vete, padre, así descansarás un poco en la retaguardia y después nos explicarás cómo van las cosas por allí.
—¿Con Katia? —preguntó Poliakov, imaginando por qué Grékov había dado tan rápido su consentimiento.
—Ya no están en el regimiento —dijo Klímov—. He oído que el comandante los envió al otro lado del Volga. Probablemente ya hayan visitado el registro civil en Ájtuba.
—¿Es preciso que aplacemos el viaje? —preguntó Poliakov a Grékov con mordacidad—. ¿O quiere mandar una carta?
Grékov le lanzó una mirada rápida, pero respondió con voz calma:
—Ya lo habíamos acordado. Puede irse.
«Muy bien», pensó Poliakov. A las cinco de la madrugada salieron a través del estrecho pasadizo. A cada paso Poliakov se golpeaba con la cabeza contra los soportes y maldecía a Seriozha Sháposhnikov. Se sentía irritado y desconcertado por la intensidad del afecto que profesaba al muchacho.
El pasadizo se ensanchó y se sentaron a descansar un rato. Klímov le dijo, tomándole el pelo:
—¿Qué llevas en la bolsa, un regalito?
—Que se vaya al infierno ese mocoso —dijo Poliakov—. Debería haber cogido un ladrillo para estampárselo en la cabeza.
—Sí, claro —dijo Klímov—. Por eso has querido venir conmigo y estás dispuesto a cruzar el Volga a nado. ¿O es a Katia a la que quieres ver? ¿Te estás muriendo de celos?
—Vamos —dijo Poliakov.
Pronto salieron a la superficie y tuvieron que caminar por tierra de nadie. Todo estaba completamente silencioso.
«¿Es posible que haya terminado la guerra?», pensó Poliakov, y le vino a la cabeza con una vivacidad extraordinaria su habitación: un plato de borsch sobre la mesa mientras su mujer limpiaba el pez que él había pescado. Le embistió una ola de calor.
Aquella noche el general Paulus dio la orden de atacar el sector de la fábrica de tractores de Stalingrado. Dos divisiones de infantería debían avanzar a través de la brecha abierta por los bombarderos, la artillería y los tanques. Desde medianoche los cigarrillos habían resplandecido en las manos ahuecadas de los soldados.
Noventa minutos antes del amanecer los motores de los Junkers empezaron a zumbar sobre los talleres de las fábricas. Una vez hubo comenzado el bombardeo no se produjeron suspensiones ni treguas, y si había una brevísima pausa en medio de aquel fragor incesante enseguida se llenaba con los silbidos de las bombas que impactaban contra el suelo con su carga de hierro. Daba la impresión de que el estruendo continuo y denso, como el hierro fundido, podía partir el cerebro a un hombre, partirle la columna vertebral.
Comenzaba a clarear, pero en el sector fabril la noche persistía. Parecía que fuera la tierra misma la que lanzara relámpagos, estruendo, humo y polvo negro.
El golpe más violento cayó sobre el regimiento de Beriozkin y la casa 6/1. En todos los lugares donde el regimiento estaba desplegado, los hombres ensordecidos se levantaban sobresaltados, comprendiendo que esta vez los alemanes habían desatado su vandalismo con una potencia inusitada, sembradora de muerte.
Klímov y el viejo, sorprendidos en el bombardeo, se precipitaron hacia tierra de nadie, donde había cráteres producidos por bombas de una tonelada que habían explotado a finales de septiembre. Algunos soldados del batallón de Podchufárov habían tenido tiempo de escapar de las trincheras cubiertas de tierra y corrían en la misma dirección.
La distancia entre las trincheras rusas y alemanas era tan ínfima que el bombardeo cayó en parte sobre la primera línea alemana, donde tropas de asalto aguardaban el ataque.
Poliakov tuvo la impresión de que a lo largo del Volga encrespado se había desencadenado, con toda su fuerza, el viento bajo de Astraján. Poliakov cayó de bruces varias veces y, al caer, olvidaba en qué mundo se encontraba, si era joven o viejo, qué había arriba y qué abajo. Pero Klímov continuaba arrastrándolo y dándole ánimos. Al final se refugiaron en un cráter enorme y se deslizaron hasta el fondo, húmedo y pegajoso. Allí la oscuridad era triple: se mezclaban la negrura de la noche, del humo y del polvo. Era la oscuridad de una cueva.
Yacían el uno al lado del otro; en la cabeza del viejo y del joven vivía una dulce luz, la sed de vivir. Y aquella luz, aquella conmovedora esperanza, era la que ardía en todas las cabezas, en todos los corazones, pero no sólo en los de los hombres: también en los corazones sencillos de las fieras y los pájaros.
Poliakov renegaba en voz baja, echando toda la culpa a Seriozha Sháposhnikov, y musitó: «Aquí es donde me ha traído ese Seriozha». Pero en su corazón era como si rezara.
Aquella explosión de violencia parecía demasiado extrema para poder prolongarse. Pero el tiempo pasaba y el rugido de las explosiones no cesaba; la niebla de humo negro en lugar de despejarse se espesaba, uniendo cada vez más estrechamente cielo y tierra.
Klímov encontró a tientas la áspera mano de trabajador del viejo soldado y la apretó, y el movimiento afectuoso que obtuvo como respuesta le consoló por un instante en aquella tumba descubierta. Una explosión cercana hizo que cayera sobre sus cabezas una lluvia de terrones y piedras. Varios fragmentos de ladrillo golpearon al viejo en la espalda. Cuando grandes capas de tierra se desprendieron de las paredes del agujero, les entraron náuseas. Allí estaban, en el agujero donde habían ido a esconderse para no volver a ver la luz; pronto los alemanes vendrían del cielo a cubrirlo de tierra, nivelando los bordes.
Por lo general, cuando iba en misión de reconocimiento, a Klímov no le gustaba llevarse compañía y se alejaba hacia la oscuridad lo más rápido posible, como un experimentado nadador parte de la orilla arenosa y se lanza a la lúgubre profundidad del mar abierto. Pero allí, en la fosa, estaba contento de tener a Poliakov a su lado.
El tiempo había perdido su flujo uniforme, se había vuelto loco, se lanzaba hacia delante, como una onda expansiva; de repente se congelaba, daba vueltas sobre si mismo como los cuernos de un carnero.
Sin embargo, al final los hombres levantaron la cabeza: el viento había arrastrado el humo y el polvo y flotaba una penumbra confusa. La tierra se apaciguó y aquel rugido continuo y compacto fue espaciándose en explosiones separadas. Un desagradable cansancio se apoderó de sus almas; parecía que hubieran exprimido de su interior todas sus fuerzas vivas para no dejar más que la angustia.
Cuando Klímov se puso en pie, vio a un soldado alemán que yacía a su lado. Allí estaba, cubierto de polvo y maltratado por la guerra, un alemán de pies a cabeza. Klímov no temía a los alemanes, estaba seguro de su propia fuerza, de su asombrosa capacidad para apretar el gatillo, lanzar granadas, asestar un golpe de culata o acuchillar un segundo antes que su adversario.
Pero ahora estaba desconcertado, asombrado ante el pensamiento de que, ensordecido y cegado, se había sentido consolado por la presencia de aquel alemán, cuya mano había confundido con la de Poliakov. Se miraron. Ambos habían sido abatidos por la misma fuerza, y ninguno de los dos se sentía capaz de luchar contra ella; parecía que esa fuerza no protegía a ninguno de los dos, sino que constituía una terrible amenaza para ambos.
Se examinaban en silencio, los dos habitantes de la guerra. El automatismo perfecto e infalible, el instinto de matar que tanto el uno como el otro poseían, no había funcionado.
Poliakov, sentado algo más lejos, miraba también la cara barbuda del alemán. Y aunque no le gustara quedarse callado durante mucho rato, esta vez guardaba silencio.
La vida era terrible. Era como si pudieran comprender, como si cada uno pudiera leer en los ojos del otro que la fuerza que los había empujado a aquel foso y les había hundido la cara en el barro continuaría oprimiéndoles después de la guerra, tanto a los vencedores como a los vencidos.
Como obedeciendo un acuerdo tácito se apresuraron a trepar al exterior del cráter exponiendo la espalda y la nuca a un tiro fácil, pero absolutamente seguros de que aquello no iba a ocurrir.
Poliakov resbaló, pero el alemán que se arrastraba a su lado no le ayudó y el viejo rodó hasta el fondo, renegando y maldiciendo la luz clara, hacia la cual se encaramó con renovada obstinación. Cuando Klímov y el alemán alcanzaron la superficie, los dos se pusieron a mirar —uno hacia el este, el otro hacia el oeste—, no fuera a ser que sus jefes hubieran visto que los dos habían salido del mismo agujero sin haberse disparado. Luego, sin volverse, sin ni siquiera un adiós, ambos se dirigieron a sus respectivas trincheras a través de las colinas y los valles recién labrados, todavía humeantes.
—Nuestra casa ya no está, la han arrasado —dijo asustado Klímov a Poliakov, que se afanaba en llegar a su lado—. ¿Es posible que os hayan matado a todos, hermanos míos?
En aquel instante los cañones y las metralletas abrieron fuego y la infantería alemana comenzó a avanzar. Las tropas alemanas habían dado inicio a la gran ofensiva. Aquél fue el día más duro de Stalingrado.
—Toda la culpa es de ese maldito de Seriozha —farfulló Poliakov.
Aún no comprendía lo que había pasado, que todos habían muerto en la casa 6/1, los sollozos y las exclamaciones de Klímov le irritaban.
24
Durante el ataque aéreo una bomba golpeó el local subterráneo donde estaba instalado el puesto de mando del batallón y enterró al comandante de regimiento Beriozkin, al comandante de batallón Dirkin y al telefonista, que se encontraban allí en ese momento. Sumidos en una oscuridad espesa, ensordecidos, ahogados por el polvo de ladrillo, Beriozkin en un primer momento pensó que estaba muerto, pero Dirkin, tras un breve momento de silencio, estornudó y preguntó:
—¿Está vivo, camarada mayor?
—Sí —respondió Beriozkin.
Al oír la voz de su comandante, Dirkin recuperó su buen humor de siempre.
—Entonces, todo está en orden —dijo ahogándose por el humo, tosiendo y escupiendo, aunque a su alrededor no hubiera ningún orden.
Dirkin y el telefonista estaban cubiertos de cascajos y todavía no sabían si tenían algún hueso roto; no podían palparse. Una viga de hierro se combaba sobre sus cabezas y les impedía erguirse, pero era evidente que esa viga les había salvado la vida. Dirkin encendió una linterna. Envueltos en polvo, vieron algo espantoso. Sobre sus cabezas se agolpaban piedras, hierros retorcidos, cemento dilatado cubierto de aceite lubricante, cables rotos. Una sacudida de bomba más y de aquel estrecho refugio no quedaría nada en pie: el hierro y las piedras cederían sobre ellos.
Durante un rato permanecieron en silencio, acurrucados, mientras una fuerza frenética aporreaba contra los talleres.
«Estos talleres —pensó Beriozkin—, incluso muertos trabajan para la defensa: no resulta fácil quebrar cemento y hierro, destrozar un armazón.»
Después auscultaron las paredes, las palparon y comprendieron que no podrían salir por sus propias fuerzas. El teléfono estaba intacto, pero mudo: el cable había sido cortado.
Apenas podían hablar porque el estruendo de las explosiones cubría sus voces y, a causa del polvo, les asaltaban continuos accesos de tos.
Beriozkin, que el día antes yacía en cama con fiebre alta, ahora no sentía debilidad. En la batalla su fuerza doblegaba a comandantes y oficiales. Pero no se trataba de una fuerza militar y guerrera: era la fuerza sencilla y razonable de un hombre. Pocos eran los que la conservaban y manifestaban en el infierno del combate, y precisamente los hombres que poseían esa fuerza humana, civil, familiar y razonable eran los verdaderos maestros de la guerra.
El bombardeo cesó y los tres hombres atrapados bajo las ruinas oyeron un zumbido metálico. Beriozkin se sonó la nariz, tosió y dijo:
—Aúlla una manada de lobos, los tanques se dirigen a la fábrica de tractores —y añadió—: Nosotros estamos en su camino.
Tal vez porque las cosas no podían ir peor, el comandante de batallón Dirkin entonó entre accesos de tos, con voz alta y alérgica, la canción de una película:
Qué alegría, hermanitos, qué bella es la vida.
Con nuestro jefe no se puede sufrir…
El telefonista pensó que el comandante de batallón había perdido la cabeza; pero, de todos modos, tosiendo y escupiendo, se unió a su canto:
Mi mujer me llorará, pero se volverá a casar.
Se volverá a casar; pronto me olvidará…
Mientras tanto, en la superficie, entre el estruendo del taller, rodeado de humo, polvo y el rugido de los tanques, Glushkov se despellejaba las manos y con los dedos ensangrentados retiraba piedras, trozos de hormigón, doblaba las barras del armazón. Glushkov trabajaba febrilmente, como un loco; sólo la locura podía ayudarle a mover pesadísimas vigas de hierro, a realizar un trabajo para el cual se necesitaría la fuerza de diez hombres.
Beriozkin volvió a ver la luz polvorienta y sucia, mezclada con el fragor de las explosiones, con el rugido de los tanques alemanes, los disparos de los cañones y las ametralladoras. Y sin embargo era la luz del día, suave y clara; y al verla, el primer pensamiento de Beriozkin fue: «Ves, Tamara, no tienes de qué preocuparte, ya te dije que no es nada terrible».
Los brazos firmes y vigorosos de Glushkov le rodearon.
Con la voz entrecortada por los sollozos, Dirkin gritó:
—Camarada comandante del regimiento, soy el comandante de un batallón muerto.
Hizo un círculo con la mano alrededor.
—Vania está muerto. Nuestro Vania está muerto.
Señaló el cadáver del comisario del batallón que yacía de costado en un aterciopelado charco de sangre negra y aceite.
En comparación, el puesto de mando del regimiento había sufrido pocos daños; sólo la mesa y la cama habían quedado sepultadas bajo la tierra.
Al ver a Beriozkin, Pivovárov maldijo alegremente y se precipitó hacia él.
—¿Estamos en contacto con los batallones? —le preguntó Beriozkin—. ¿Qué hay de la casa 6/1? ¿Cómo está Podchufárov? Dirkin y yo quedamos atrapados en una ratonera, sin comunicación, sin luz. No sé quién está vivo y quién muerto, dónde estamos, dónde están los alemanes… No sé nada. ¡Deme un informe! Mientras vosotros combatíais, nosotros cantábamos.
Pivovárov le comunicó las pérdidas. Todos los ocupantes de la casa 6/1 habían muerto, incluido aquel escandaloso Grékov; sólo se habían salvado dos: un explorador y un viejo miliciano. Pero el regimiento había resistido el asalto alemán, y los hombres que todavía estaban vivos, vivían.
El teléfono sonó, y los oficiales, que se habían girado a mirar al soldado de transmisiones, comprendieron por su cara que al otro lado de la línea estaba el comandante supremo de Stalingrado.
El soldado pasó el auricular a Beriozkin; la recepción era nítida y los soldados, que entretanto permanecían callados, oyeron con claridad la voz grave y fuerte de Chuikov.
—¿Beriozkin? El comandante de la división está herido, el segundo jefe y el jefe del Estado Mayor han muerto. Le ordeno que asuma el mando de la división.
Después de una pausa, añadió con voz autoritaria y comedida:
—Has comandado el regimiento en condiciones imposibles, infernales, pero has aguantado el golpe. Te doy las gracias. Te abrazo, querido. Buena suerte.
Había comenzado la guerra en los talleres de la fábrica de tractores. Los vivos seguían vivos.
En la casa 6/1 se había hecho el silencio. De las ruinas no salía ni un disparo. Era evidente que la fuerza principal del ataque aéreo había recaído sobre la casa. Las paredes que aún quedaban en pie se habían derrumbado y el montículo de piedras se había nivelado. Los tanques alemanes abrían fuego contra el batallón de Podchufárov, mimetizándose con los restos de la casa muerta.
Las ruinas de la casa, que hasta hace poco constituían un terrible peligro para los alemanes, se habían transformado en un refugio seguro.
A lo lejos, los montones de ladrillos parecían enormes trozos de carne mojada y humeante, y los soldados alemanes de uniforme gris verdoso pululaban, como insectos zumbantes y excitados, entre los bloques de ladrillos de aquella casa desolada.
—Ahora mismo asumirás el mando del regimiento —dijo Beriozkin a Pivovárov, y añadió—: Durante toda la guerra mis superiores jamás se han sentido satisfechos conmigo. Y ahora que me he quedado sentado sin hacer nada, bajo tierra, cantando canciones, voy y recibo el agradecimiento de Chuikov, que me confía el mando de una división entera. Pero cuidado, no te dejaré pasar una.
25
Shtrum, Liudmila y Nadia llegaron a Moscú en unos días fríos en que la ciudad estaba cuajada de nieve. Aleksandra Vladímirovna no había querido interrumpir su trabajo en la fábrica y se había quedado en Kazán, a pesar de que Shtrum le había prometido que le conseguiría un trabajo en el Instituto Kárpov.
Eran días extraños, días en que la felicidad y la inquietud coexistían en los corazones. Parecía que los alemanes continuaban siendo fuertes y amenazadores, como si estuvieran preparando una nueva ofensiva.
No había ningún signo evidente de que la guerra hubiera experimentado un giro decisivo. No obstante, todo el mundo quería regresar a Moscú. Era lógico y natural, así como legítima era la decisión del gobierno de trasladar a la capital algunas instituciones que habían sido evacuadas.
La gente presagiaba ya el signo secreto de aquella primavera de guerra. Y con todo, la capital parecía triste y lúgubre en aquel segundo invierno de guerra.
Montones de nieve sucia cubrían las aceras. A las afueras de la ciudad había, como en el campo, pequeños senderos que comunicaban cada una de las casas con las paradas del tranvía y las tiendas de comestibles. A menudo se veían los tubos de hierro de estufas improvisadas echando humo a través de las ventanas, y las paredes de los edificios estaban cubiertas por una capa de hollín amarillo y congelado.
Los moscovitas, ataviados con pellizas cortas y pañuelos, tenían un aire provinciano, casi campesino.
En el trayecto desde la estación, Víktor Pávlovich miraba el rostro sombrío de Nadia. Estaban sentados sobre el equipaje en la parte trasera de un camión.
—¿Y bien, mademoiselle? —preguntó Shtrum—. ¿Te imaginabas así Moscú en tus sueños de Kazán?
Nadia, molesta porque su padre había adivinado su estado de ánimo, no contestó.
Víktor Pávlovich se puso a disertar:
—El hombre no entiende que las ciudades construidas por él no son parte integrante de la naturaleza. Si quiere defender su cultura de los lobos, de las tormentas de nieve o de las malas hierbas no puede permitirse soltar el fusil, la pala o la escoba. Basta con que se quede mirando las musarañas, que se distraiga uno o dos años, para que todo se vaya a pique: los lobos salen del bosque, los cardos florecen y todo queda sepultado bajo la nieve y el polvo. ¡Cuántas grandes capitales han sucumbido bajo el polvo, la nieve y la maleza!
Shtrum deseaba que también Liudmila, sentada en la cabina al lado del conductor, escuchase sus divagaciones. Se inclinó sobre un lado del camión y preguntó a través de la ventana medio bajada:
—¿Estás cómoda, Liuda?
—Es bien sencillo —replicó Nadia—, los barrenderos no han quitado la nieve. ¿A qué viene esa historia de la muerte de las culturas?
—No seas tonta —respondió Shtrum—. Mira esos bancos de hielo.
El camión dio una sacudida repentina y todos los bultos y las maletas saltaron en el aire, junto con Nadia y Shtrum. Se miraron y se echaron a reír.
¡Qué extraño era todo! ¿Cómo podría haber imaginado que lograría realizar su obra más importante en Kazán, durante un año de guerra, con todos los sufrimientos y vagabundeos que eso comportaba?
Esperaba sentir sólo una emoción solemne mientras se acercaba a Moscú. Esperaba que su pesar por su madre Anna Semiónovna, Tolia, Marusia, el pensamiento de las victimas que había en el seno de casi todas las familias, se mezclaría con la felicidad del regreso y llenaría su alma. Pero nada había sucedido según las expectativas.
Durante el viaje Shtrum se había enfadado por toda clase de tonterías. Le había irritado que Liudmila Nikoláyevna se pasara todo el trayecto durmiendo y no mirara por la ventana aquella tierra que su hijo había defendido. Mientras dormía, Liudmila roncaba con fuerza, y un herido de guerra que pasó por delante del vagón exclamó al oírla:
—¡Vaya, aquí sí que tenemos a un auténtico soldado de la guardia!
Nadia también le sacaba de sus casillas: con un egoísmo atroz elegía de la bolsa los bizcochos más dorados mientras que su madre recogía con escrúpulo los restos de la comida que dejaba. Y además, en el tren, Nadia había adoptado un tono estúpido y burlón en relación con su padre. Shtrum había oído por casualidad cómo decía en el compartimiento vecino: «Mi papá es un gran entendido en música e incluso sabe tocar el piano».
Las personas con las que viajaban en el compartimiento hablaban del alcantarillado de Moscú y la calefacción central, de la gente descuidada que no pagaba el alquiler y acababa perdiendo su alojamiento, y también acerca de los productos alimenticios que más convenía llevar a Moscú. A Shtrum le irritaban las conversaciones sobre temas domésticos, pero también él hablaba del administrador de la casa, de las cañerías del agua, y por la noche, cuando no podía conciliar el sueño, se preguntaba si no habrían cortado el teléfono y pensaba que tenía que conseguir cartillas de racionamiento.
Una vieja huraña encargada de hacer la limpieza en los vagones había encontrado, cuando barría el compartimiento, un hueso de gallina lanzado por Shtrum debajo de un asiento.
—Hay que ver —dijo—, menudos cerdos; y luego se hacen pasar por gente culta.
En Múrom, mientras caminaban por el andén, Shtrum y Nadia pasaron por delante de unos muchachos vestidos con chaquetas de cuello de astracán. Uno de los más jóvenes dijo:
—Mira, ahí tenemos un Abraham que vuelve de la evacuación.
—Sí —especificó otro—, Abraham se da prisa por recibir la medalla de la defensa de Moscú.
En la estación de Kanash, el tren se detuvo frente a un convoy de prisioneros. Los centinelas patrullaban a lo largo de los vagones de ganado, y contra las minúsculas ventanas enrejadas se apretaban las caras pálidas de los prisioneros, que gritaban: «Tabaco», «dadnos de fumar». Los centinelas los insultaban y les obligaban a apartarse de las ventanillas.
Por la noche Shtrum se acercó al vagón vecino, donde viajaban los Sokolov. Maria Ivánovna, con la cabeza cubierta por un pañuelo de colores, estaba preparando las camas; Piotr Lavréntievich dormiría en la litera inferior, ella, en la superior. Absorbida por la preocupación de si su marido estaría cómodo, respondía a las preguntas de Shtrum con aire distraído, olvidándose incluso de preguntar por Liudmila Nikoláyevna.
Sokolov bostezaba, se quejaba de que el calor del vagón le tenía agotado. Por alguna razón a Víktor le ofendió que Sokolov se mostrara ausente, por no hablar de la tibia bienvenida que le había dispensado.
—Es la primera vez en mi vida —dijo Shtrum— que veo a un marido obligar a su mujer a dormir en la litera de arriba, mientras que él se queda la de abajo.
Pronunció aquellas palabras en un tono irritado, y se asombró de que esa circunstancia le crispara hasta tal punto.
—Es lo que hacemos siempre —dijo Maria Ivánovna—. Piotr Lavréntievich se ahoga si duerme arriba, pero a mí me da igual.
Y le dio un beso en la sien a Sokolov.
—Bueno, me voy —dijo Shtrum. Y volvió a sentirse ofendido de que los Sokolov no intentaran retenerle.
Por la noche, hacía un calor sofocante en el vagón. Le venían a la mente toda clase de recuerdos: Kazán, Karímov, Aleksandra Vladímirovna, las conversaciones con Madiárov, su estrecho despacho en la universidad… Qué ojos tan encantadores y angustiados tenía Maria Ivánovna cuando Shtrum visitaba la casa de los Sokolov y pasaban la velada discutiendo de política. No había en ellos ese aire distraído y extraño que tenían hoy en el vagón.
«¡No hay derecho! —pensó—. Él duerme abajo, donde se está más cómodo y hace menos calor. Eso sí que es aplicar el Domostrói[18].»
Y enfadado con Maria Ivánovna, a la que consideraba la mejor de las mujeres, buena y dulce, pensó: «Es una coneja con la nariz roja. Piotr Lavréntievich es un hombre difícil donde los haya. Parece amable y comedido, pero en realidad es arrogante, reservado y vengativo. Sí, menuda cruz aguanta la pobre».
Sin lograr conciliar el sueño, se esforzaba en pensar en los amigos que pronto vería de nuevo, en Chepizhin y muchos otros que ya conocían su trabajo. ¿Cómo le acogerían? ¿Qué dirían Gurévich y Chepizhin? A fin de cuentas, volvía como vencedor.
Recordó que Márkov, que se había ocupado de todos los pormenores de la nueva planta experimental, no llegaría a Moscú hasta dentro de una semana y que sin él no podría comenzar el trabajo. «Es una lástima que Sokolov y yo sólo seamos unos desmañados, unos teóricos con las manos torpes, inútiles…»
Sí, vencedor, vencedor.
Pero estos pensamientos discurrían perezosos, se interrumpían.
Todavía veía en su cabeza las imágenes de aquellos hombres que gritaban «tabaco», «cigarrillos», y los jóvenes que le habían llamado Abraham. Un día, Postóyev había formulado en su presencia un extraño comentario a Sokolov; le estaba hablando del trabajo de un joven físico, Landesman, y Postóyev dijo: «¿Y qué más nos aporta Landesman ahora que Víktor Pávlovich ha sorprendido al mundo con un descubrimiento de primer orden?». Luego abrazó a Sokolov y añadió: «En cualquier caso, lo más importante es que usted y yo somos rusos».
¿Habrían cortado el teléfono? ¿Funcionaría el gas? ¿Acaso la gente, más de cien años antes, cuando regresaba a Moscú tras la derrota de Napoleón, pensaría en estas tonterías?
El camión paró muy cerca de su casa, y los Shtrum volvieron a ver las cuatro ventanas de su apartamento con las cruces de papel azul que habían pegado en los cristales durante el pasado verano, la puerta principal, los tilos en los márgenes de las aceras, el letrero con la inscripción «leche» y la placa del administrador de la casa en la puerta.
—Bueno, no creo que el ascensor funcione —dijo Liudmila Nikoláyevna, y volviéndose al conductor, le preguntó—: Camarada, ¿no podría ayudarnos a subir las cosas al segundo piso?
—Claro que sí —respondió el conductor—. Pero tendrán que pagarme con pan.
Descargaron el coche y dejaron a Nadia al cuidado del equipaje, mientras Shtrum y su mujer subían al apartamento. Ascendieron las escaleras despacio, sorprendiéndose de que nada hubiera cambiado: la puerta del primer piso revestida aún de hule negro, los familiares buzones… Qué extraño que las calles, las casas, las cosas que uno olvidaba no desaparecieran; qué extraño reencontrarlas, y volverse a ver entre ellas.
Una vez Tolia, cansado de esperar el ascensor, había subido corriendo al segundo piso y desde lo alto había gritado a Shtrum: «¡Eh, ya estoy en casa!».
—Descansemos en el rellano, te estás ahogando —dijo Víktor Pávlovich.
—Dios mío —exclamó Liudmila Nikoláyevna—. Mira en qué estado se encuentra la escalera. Mañana iré a ver al administrador. Obligaré a Vasili Ivánovich a organizar los turnos de limpieza.
Ahí estaban de nuevo, frente a la puerta de su casa, el marido y su mujer.
—¿Quieres abrir tú la puerta?
—No, no, ¿por qué? Abre tú; eres el dueño de la casa.
Entraron en el piso e inspeccionaron todas las habitaciones sin quitarse los abrigos.
Liudmila tocó con la mano el radiador, levantó el auricular del teléfono, sopló y dijo:
—Bueno, ¡parece que el teléfono funciona!
Después entró en la cocina y dijo:
—Hay agua; podemos utilizar los lavabos.
Se acercó al hornillo e intentó encender el gas, pero lo habían cortado.
Señor, Señor, al fin había acabado todo. El enemigo había sido detenido. Habían vuelto a casa. Parecía que fuera ayer aquel sábado 21 de junio de 1941… ¡Todo estaba igual, y todo había cambiado! Eran personas diferentes las que habían franqueado el umbral de la casa, tenían otros corazones, otro destino, vivían en otra época. ¿Por qué todo era tan cotidiano y al mismo tiempo generaba tanta ansiedad? ¿Por qué la vida de antes de la guerra, la vida que habían perdido, les parecía ahora tan bella y feliz? ¿Por qué les atormentaba tanto el pensamiento del mañana? Cartillas de racionamiento, permisos de residencia, el cupo de electricidad, el ascensor que funciona, el ascensor averiado, la suscripción a los periódicos… De nuevo, por la noche, oír desde la cama el viejo reloj dando las horas.
Mientras seguía a su mujer, Shtrum se acordó de repente de aquel día de verano en que había viajado a Moscú, cuando la hermosa Nina había bebido vino con él; la botella vacía todavía estaba en la cocina, cerca del fregadero.
Recordó la noche en que leyó la carta de su madre que le había traído el coronel Nóvikov, y su partida repentina a Cheliabinsk. Era allí donde había besado a Nina, donde una horquilla se le desprendió de los cabellos y no lograron encontrarla. De pronto le sobrecogió el miedo. ¿Y si aparecía la horquilla en el suelo? ¿Y si Nina se había olvidado la barra de labios o la polvera?
En aquel instante el conductor, respirando pesadamente, soltó la maleta y tras mirar la habitación preguntó:
—¿Todo este espacio es vuestro?
—Sí —respondió Shtrum con aire culpable.
—Nosotros tenemos ocho metros cuadrados para seis personas —dijo el conductor—. Mi vieja mujer duerme durante el día, cuando todo el mundo está en el trabajo, y se pasa la noche sentada en una silla.
Shtrum se aproximó a la ventana. Nadia estaba haciendo guardia junto al equipaje que habían descargado del camión, dando saltos y soplándose los dedos.
«Querida Nadia, querida hija indefensa, ésta es la casa donde naciste.»
El conductor subió una bolsa de comida y un portamantas lleno de ropa de cama; se sentó en una silla y comenzó a liarse un cigarrillo.
Parecía tan preocupado por la cuestión de la vivienda que incluso obsequió a Shtrum con comentarios acerca de las recomendaciones oficiales en materia de higiene y sobre los empleados de la Dirección Regional de la Vivienda que aceptaban sobornos.
De la cocina llegaba ruido de cacerolas.
—Una auténtica ama de casa —dijo el conductor, y le guiñó el ojo a Shtrum.
Shtrum miró otra vez por la ventana.
—Todo en orden —dijo el conductor—. Les daremos una tunda a los alemanes en Stalingrado, la gente volverá en masa de la evacuación y el tema de la vivienda empeorará aún más. Hace poco volvió a la fábrica un obrero que había resultado herido dos veces. Su casa, naturalmente, había sido bombardeada, así que a él y a su familia los instalaron en un sótano insalubre; y su mujer, por supuesto, estaba encinta, y sus dos hijos eran tuberculosos. El sótano se les inundó y el agua les llegaba a la altura de las rodillas. Pusieron tablas sobre los taburetes y así se desplazaban de la cama a la mesa, de la mesa al hornillo. Luego el hombre comenzó a presentar solicitudes. Escribió al comité del Partido, al raikom; escribió incluso a Stalin; pero no obtuvo más que promesas. Una noche cogió a su mujer, sus hijos y sus trastos y se instaló en el cuarto piso que estaba reservado para el soviet del distrito. Una habitación de ocho metros y cuarenta y tres centímetros. ¡Vaya escándalo se armó! Fue llamado por el fiscal, que le dijo que debía desalojar la habitación en veinticuatro horas o le caerían cinco años en un campo y sus hijos serían internados en un orfanato. ¿Qué hizo él? Había recibido condecoraciones en la guerra, de modo que se las clavó en el pecho, en carne viva, y se colgó allí mismo, en el taller, durante la pausa del almuerzo. Los muchachos se dieron cuenta, cortaron la cuerda y la ambulancia se lo llevó a toda prisa al hospital. En un abrir y cerrar de ojos le dieron lo que pedía, antes incluso de que saliera del hospital. Ha tenido suerte: el espacio es pequeño, pero con todas las comodidades. Le salió bien la jugada.
Cuando el conductor terminó de contar la historia, hizo su entrada Nadia.
—Y si roban el equipaje, ¿quién se hace responsable? —preguntó el conductor.
Nadia se encogió de hombros y dio una vuelta por las habitaciones, soplándose los dedos congelados.
En cuanto Nadia entró en la casa, Shtrum se sintió de nuevo irritado.
—Al menos desabróchate el cuello —le dijo, pero Nadia le dio la espalda y gritó en dirección a la cocina:
—¡Mamá, me muero de hambre!
Liudmila Nikoláyevna desplegó una energía tan extraordinaria aquel día que Shtrum pensó que, si hubieran dispuesto de semejante fuerza en el frente, los alemanes habrían retrocedido cien kilómetros más desde Moscú.
El fontanero encendió la calefacción; las tuberías se hallaban en buen estado, aunque, a decir verdad, apenas calentaban. Llamar al hombre del gas no fue tarea fácil. Liudmila Nikoláyevna logró hablar por teléfono con el director de la red de gas, que envió a un empleado del servicio de reparaciones. Liudmila Nikoláyevna encendió todos los quemadores, colocó encima las planchas y, aunque la llama era débil, pudieron quitarse los abrigos. Después de los servicios del conductor, el fontanero y el hombre del gas, la bolsa del pan se había aligerado considerablemente.
Hasta bien entrada la noche, Liudmila Nikoláyevna se ocupó de las tareas domésticas. Envolvió la escoba con un trapo y quitó el polvo del techo y las paredes. Limpió la araña, sacó las flores secas a la escalera de servicio, reunió un montón de cachivaches, papeles viejos y trapos; Nadia, refunfuñando, tuvo que bajar tres veces el cubo de la basura.
Liudmila Nikoláyevna lavó toda la vajilla de la cocina y el comedor, y Víktor Pávlovich, bajo sus órdenes, secó los platos, los tenedores y los cuchillos, pero su mujer no le confió el servicio de té. Se puso a hacer la colada en el lavabo, desheló la mantequilla sobre el fuego y seleccionó las patatas que habían traído de Kazán.
Shtrum llamó por teléfono a Sokolov y respondió Maria Ivánovna.
—He mandado a Piotr Lavréntievich a la cama; estaba cansado del viaje, pero si se trata de un asunto urgente, lo despierto.
—No, no, sólo quería charlar con él —explicó Shtrum.
—Estoy tan contenta —dijo Maria Ivánovna—. Sólo tengo ganas de llorar.
—Venga a vernos —le propuso Shtrum—. ¿Quiere visitarnos esta noche?
—Ni hablar; hoy, imposible —dijo riendo Maria Ivánovna—. ¡Con todo el trabajo que tenemos Liudmila y yo!
Maria le preguntó sobre el racionamiento de la electricidad, las cañerías del agua, y Víktor, inesperadamente brusco, la interrumpió:
—Ahora llamo a Liudmila; ella continuará con usted esta conversación sobre tuberías.
Y enseguida añadió en tono jocoso:
—¡Qué pena tan grande que no pueda venir! Habríamos leído el poema de Flaubert Max y Maurice.
Pero ella no respondió a la broma.
—La llamaré más tarde —replicó—. Con todo el trabajo que me está dando una sola habitación, me imagino lo que será para Liudmila.
Shtrum comprendió que la había ofendido con su tono grosero. Y de repente deseó estar en Kazán. ¡Qué extraño es el ser humano!
Después Shtrum intentó llamar a los Postóyev, pero su teléfono parecía estar cortado.
Telefoneó a su colega, el doctor en ciencias Gurévich, pero los vecinos le dijeron que se había ido con su hermana a Sokólniki.
Llamó a Chepizhin, pero nadie contestó.
De repente sonó el teléfono y una voz de chico preguntó por Nadia, que en ese momento estaba haciendo su enésimo viaje con el cubo de basura.
—¿De parte de quién? —preguntó Shtrum, severo.
—No tiene importancia, un conocido.
—Vitia, ya has hablado demasiado por teléfono, ayúdame a mover el armario —le llamó Liudmila Nikoláyevna.
—¿Con quién quieres que hable? Nadie me necesita en Moscú —dijo Shtrum—. Si al menos me dieras algo que llevarme al estómago… Sokolov se ha llenado la panza y se ha ido a dormir ya.
Daba la impresión de que Liudmila sólo había aportado más desorden a la casa: había pilas de ropa por doquier, platos fuera de las estanterías amontonados en el suelo; cacerolas, tinas y sacos impedían el paso por las habitaciones y el pasillo.
Shtrum pensaba que Liudmila tardaría un tiempo en entrar en la habitación de Tolia, pero estaba equivocado.
Con los ojos inquietos y las mejillas sonrosadas, Liudmila le dijo:
—Vitia, Víktor, deja el jarrón chino en la habitación de Tolia, sobre la estantería. Lo he lavado.
El teléfono volvió a sonar. Oyó a Nadia responder:
—¡Hola! No, no había salido. Mi madre me mandó bajar la basura.
Pero Liudmila Nikoláyevna le apremiaba:
—Échame una mano, Vitia, no te duermas, hay mucho que hacer.
¡Qué poderoso instinto anida en el alma femenina! ¡Qué instinto más fuerte y sencillo!
Por la noche el caos había sido vencido, las habitaciones estaban caldeadas y habían comenzado a mostrar el aspecto que tenían antes de la guerra.
Cenaron en la cocina. Liudmila Nikoláyevna horneó algunas tortas secas y cocinó albóndigas de mijo con las gachas preparadas por la tarde.
—¿Quién te ha llamado? —preguntó Shtrum a su hija.
—Bueno, un chico —respondió Nadia, y se echó a reír—. Hace cuatro días que me estaba llamando y hoy por fin me ha encontrado.
—¿Le escribías o qué? ¿Le has avisado de que llegábamos? —preguntó Liudmila Nikoláyevna.
Nadia, irritada, arrugó la frente y se encogió de hombros.
—Yo estaría contento incluso si me telefoneara un perro —dijo Shtrum.
Durante la noche Víktor Pávlovich se despertó. Liudmila, en camisón, estaba ante la puerta abierta de la habitación de Tolia y decía:
—Ya ves, Tólenka, he tenido tiempo de arreglar también tu habitación, y al verla, nadie pensaría que ha habido una guerra, mi querido niño…
26
A su regreso de la evacuación, los científicos se reunieron en una de las salas de la Academia de las Ciencias. Todos aquellos hombres, viejos y jóvenes, pálidos, calvos, de ojos grandes o pequeños y penetrantes, de frente alta o baja, al reunirse, percibían una de las formas más elevadas de poesía que existe, la poesía de la prosa.
Sábanas húmedas y páginas enmohecidas de libros abandonados durante demasiado tiempo en habitaciones sin caldear, clases impartidas con el abrigo puesto y el cuello subido, fórmulas escritas con los dedos rojos y congelados, ensalada moscovita hecha a base de patatas viscosas y algunas hojas de col rotas, los empujones por los cupones de comida, el pensamiento tedioso de las listas en las que había que inscribirse para obtener pescado salado, una ración suplementaria de aceite… Todo aquello de repente perdió importancia. Los conocidos, al encontrarse se profesaban ruidosas muestras de afecto.
Shtrum vio a Chepizhin en compañía del académico Shishakov.
—¡Dmitri Petróvich! ¡Dmitri Petróvich! —repitió Shtrum, mirando aquella cara que le era tan querida.
Chepizhin lo abrazó.
—¿Le escriben sus chicos desde el frente? —preguntó Shtrum.
—Sí, sí, están bien.
Y por la manera en que Chepizhin frunció el ceño, sin sonreír, Shtrum entendió que estaba al corriente de la muerte de Tolia.
—Víktor Pávlovich —dijo—. Transmita a su mujer mis más profundos respetos. Los míos y los de Nadiezhda Fiódorovna.
Y enseguida añadió:
—He leído su trabajo, es muy interesante, es un trabajo importante, mucho más de lo que pueda parecer a primera vista. ¿Comprende?, más interesante de lo que actualmente podamos imaginarnos.
Y besó a Shtrum en la frente.
—Pero qué dice; tonterías, tonterías —rebatió Shtrum, sintiéndose confuso y feliz al mismo tiempo.
Mientras se dirigía a la reunión, le asaltaban los pensamientos más variados: ¿quién habría leído su trabajo? ¿Qué habrían dicho de él? ¿Y si nadie lo había leído?
Añora, tras las palabras de Chepizhin, le invadió la certeza de que sólo se hablaría de él y de su descubrimiento.
Shishakov estaba allí al lado, y Shtrum tenía ganas de contarle a su amigo infinidad de cosas que no pueden decirse en presencia de un extraño, especialmente en presencia de Shishakov.
Cuando Shtrum miraba a Shishakov, a menudo le venía a la cabeza la graciosa definición de Gleb Uspenski: «Un búfalo piramidal».
La cara cuadrada y carnosa de Shishakov, su boca arrogante e igualmente carnosa, sus dedos rechonchos con las uñas pulidas, sus cabellos de erizo color gris plata, sus trajes siempre bien cortados: todo aquello apabullaba a Shtrum. Cada vez que se encontraba con él se descubría pensando: «¿Me reconocerá?». «¿Me saludará?». Y furioso consigo mismo, se alegraba cuando Shishakov pronunciaba despacio, con sus labios carnosos, palabras que tenían algo bovino, pulposo.
—¡Un toro altivo! —había dicho Shtrum a Sokolov una vez, refiriéndose a Shishakov—. Me hace sentir tan intimidado como un judío de shtetl en presencia de un coronel de caballería.
—Y pensar —proseguía Sokolov— que es conocido en todas partes por no haber reconocido un positrón en una fotografía. ¡Todos los estudiantes de doctorado están al corriente del error del académico Shishakov!
Sokolov muy raramente hablaba mal de la gente, en parte por prudencia, en parte por un sentido religioso que le prohibía juzgar al prójimo. Pero Shishakov le causaba a Sokolov una irritación irrefrenable, y Piotr Lavréntievich a menudo lo criticaba, se mofaba de él. No podía contenerse.
Se pusieron a hablar de la guerra.
—El avance alemán ha sido frenado en el Volga —dijo Chepizhin—. Ahí está la fuerza del Volga. ¡Agua viva, una fuerza viva!
—Stalingrado, Stalingrado —dijo Shishakov—. El triunfo de nuestra estrategia y la determinación de nuestro pueblo.
—Alekséi Alekséyevich, ¿está enterado de la última obra de Víktor Pávlovich? —le preguntó Chepizhin de repente.
—He oído hablar de ella, por supuesto, pero todavía no la he leído.
La cara de Shishakov no dejaba entrever qué era lo que había oído decir exactamente de la obra de Shtrum.
Shtrum miró largo rato a los ojos de Chepizhin. Quería que su viejo amigo y maestro comprendiera todo por lo que había pasado, que adivinara sus privaciones y sus dudas. Pero los ojos de Shtrum también descubrieron tristeza, los pensamientos lúgubres y el cansancio senil de Chepizhin.
Sokolov se les acercó y mientras Chepizhin le estrechaba la mano, el académico Shishakov deslizó su mirada despectiva sobre la vieja chaqueta de Piotr Lavréntievich. En cambio, cuando Postóyev se unió a ellos, Shishakov sonrió satisfecho con toda la carne de su gruesa cara y exclamó:
—¡Buenos días, buenos días, amigo! He aquí alguien a quien me alegro de ver.
Intercambiaron información sobre sus respectivas mujeres, hijos, dachas, estado de salud, como grandes, grandísimos señores.
Shtrum susurró a Sokolov:
—¿Qué tal se han instalado? ¿Su casa está caldeada?
—De momento no estamos mejor que en Kazán. Masha ha insistido en que le saludara de su parte. Lo más probable es que mañana pase a visitarles.
—Estupendo —dijo Shtrum—. Comenzábamos a echarla de menos, acostumbrados como estábamos en Kazán a verla cada día.
—Ya, cada día —repitió Sokolov—. Para mí que Masha iba a verles al menos tres veces al día. Llegué a proponerle que se fuera a vivir con ustedes.
Shtrum se echó a reír y pensó que su risa no sonaba del todo espontánea. El académico Leóntiev, un matemático narigudo, con un imponente cráneo calvo y unas gafas enormes de montura amarilla, entró en la sala. Una vez, cuando Shtrum y él vivían en Gaspra, habían ido juntos a Yalta. Habían bebido mucho vino en una tienda; luego habían entrado tambaleándose en la cantina de Gaspra y entonado una canción indecente, que alarmó al personal y provocó las risas de los veraneantes. Al ver a Shtrum, Leóntiev sonrió. Víktor bajó ligeramente la mirada, esperando a que Leóntiev le dijera algo acerca de su trabajo.
Pero al académico, en cambio, le vinieron a la cabeza sus aventuras en Gaspra; hizo un gesto con la mano y gritó:
—Bueno, Víktor Pávlovich, ¿qué tal si cantáramos un poco?
Entró un joven con el pelo oscuro que llevaba puesto un traje negro, y Shtrum se dio cuenta de que el académico Shishakov se precipitaba a saludarlo.
Al joven también se le acercó Suslakov, encargado de asuntos importantes a la par que misteriosos en el presídium de la Academia: se sabía que su ayuda era más útil que la del presidente para poder trasladar a un doctor en ciencias de Alma-Ata a Kazán o para obtener un apartamento. Era un hombre de rostro cansado, de esos que trabajan por la noche, con las mejillas ajadas de color ceniza; pero todo el mundo necesitaba de su apoyo.
Todos se habían acostumbrado a que Suslakov fumara Palmira durante las asambleas, mientras que los académicos fumaban tabaco ordinario, y que al salir de la Academia no fueran las celebridades las que se ofrecieran a llevarle en su automóvil sino que fuera él quien, encaminándose a su ZIS, invitara a las celebridades con un «Venga, que le doy un paseo».
Ahora Shtrum, observando la conversación entre Suslakov y el joven de pelo oscuro, se daba cuenta de que este último no le estaba pidiendo ningún favor: por elegante que sea la manera de pedir siempre se puede adivinar quién está pidiendo a quién; aun al contrario, el joven parecía estar deseando que la conversación acabara lo antes posible. El joven saludó a Chepizhin con un respeto reverencial, pero ese respeto estaba teñido de un desprecio imperceptible, y sin embargo, al mismo tiempo, perfectamente palpable.
—A propósito, ¿quién es ese joven con aires de gran señor? —preguntó Shtrum.
Postóyev le respondió a media voz:
—Trabaja desde hace poco en la sección científica del Comité Central.
—¿Sabe? —dijo Shtrum—, tengo una sensación asombrosa. Me parece que nuestra tenacidad en Stalingrado es la misma tenacidad que la de Newton y Einstein, que la victoria en el Volga significa el triunfo de las ideas de Einstein. Bueno, ya entiende lo que quiero decir.
Shishakov soltó una risa de perplejidad y negó ligeramente con la cabeza.
—¿Es posible que no me entienda, Alekséi Alekséyevich? —dijo Shtrum.
—Oscuras aguas nebulosas —dijo sonriendo el joven de la sección científica, que apareció de improviso al lado de Shtrum—. Supongo que la supuesta teoría de la relatividad nos permite establecer un vínculo entre el Volga ruso y Albert Einstein.
—¿Por qué supuesta? —preguntó Shtrum asombrado, y arrugó el entrecejo ante la hostilidad maliciosa de la que estaba siendo objeto.
Miró al piramidal Shishakov en busca de apoyo, pero evidentemente el plácido desprecio de Shishakov se extendía hasta Einstein.
Shtrum fue presa de una irritación incontenible un sentimiento dañino se apoderó de él. Aquello le pasaba a veces: algo le infligía una ofensa lacerante y debía hacer un gran esfuerzo para contenerse. Por la noche, de regreso a casa, se permitía desahogarse verbalmente contra aquellos que le habían ultrajado, con el corazón en un puño. A veces incluso se olvidaba de sí mismo y se ponía a gritar, a gesticular, mientras defendía con esos discursos imaginarios su amor propio, ridiculizando a sus enemigos. Liudmila Nikoláyevna le decía entonces a Nadia: «Papá está soltando otra vez un discursito».
En aquel momento se sentía injuriado no sólo por Einstein. A su modo de ver, todos sus conocidos deberían estar hablando de su trabajo, él mismo tendría que ser el centro de atención. Se sentía humillado, mortificado. Comprendía que era ridículo ponerse así por semejante cosa, pero igualmente se sentía ofendido. Nadie excepto Chepizhin le había hablado de su trabajo.
Con voz tímida, comenzó a explicar:
—Los fascistas han expulsado al genial Einstein, y su física se ha convertido en una física de simios. Pero gracias a Dios hemos detenido el avance del fascismo. Y todo esto va a la par: el Volga, Stalingrado, el primer genio de nuestra época, Albert Einstein, el pueblo más remoto, una vieja campesina analfabeta, y la libertad que todos necesitamos… Todo está conectado. Puede que lo exprese de una manera un tanto confusa, pero es probable que no haya nada más claro que este enredo…
—Me parece, Víktor Pávlovich, que su panegírico sobre Einstein es una burda exageración —replicó Shishakov.
—Totalmente de acuerdo —intervino alegremente Postóyev—. Una exageración evidente.
El joven de la sección científica miró a Víktor con tristeza.
—Mire, camarada Shtrum —comenzó, y Shtrum percibió de nuevo malevolencia en su voz—. En estos días tan importantes para nuestro pueblo a usted le parece natural unir en su corazón a Einstein y al Volga. Lo que ocurre es que los corazones de sus opositores albergan, en estos días, sentimientos completamente diferentes. Sobre el corazón no se manda, por tanto no hay nada que discutir. Pero, en cambio, sí se puede discutir en cuanto a su valoración sobre Einstein, porque no me parece adecuado presentar una teoría idealista como la cumbre de los logros científicos.
—Ya basta —le interrumpió Shtrum, y continuó con un tono de voz arrogante y didáctico—: Alekséi Alekséyevich, la física contemporánea sin Einstein sería una física de simios. No tenemos derecho a bromear con los nombres de Einstein, Galileo o Newton.
Amonestó con el dedo a Alekséi Alekséyevich y vio que Shishakov pestañeaba.
Poco después, Shtrum, delante de la ventana, unas veces murmurando, otras alzando la voz, contaba a Sokolov aquel inesperado encontronazo.
—Y usted, que estaba tan cerca, ni siquiera se ha enterado —dijo Shtrum.
Y Chepizhin, ni hecho adrede, se había alejado y tampoco había oído nada.
Frunció el ceño y se calló. ¡De qué manera tan ingenua e infantil había imaginado su día de triunfo! Al final no había sido él quien había suscitado el alboroto general sino la llegada de un joven burócrata cualquiera.
—¿Conoce el apellido de ese jovenzuelo? —le preguntó de repente Sokolov como si le estuviera leyendo el pensamiento—. ¿Sabe de quién es pariente?
—No tengo ni idea —respondió Shtrum.
Sokolov se inclinó hacia él y le susurró al oído.
—¡Qué me dice! —exclamó Shtrum.
Y recordando la actitud, a su modo de ver inexplicable, del académico piramidal y de Suslakov con respecto a un joven en edad universitaria, añadió alargando las palabras:
—¡A-a-ah, bueno! Así que era eso. Ya me extrañaba a mí.
Sokolov se rió.
—Desde el primer día tiene usted aseguradas las relaciones amistosas tanto en la sección científica como en la dirección académica. Es usted como aquel personaje de Mark Twain que se jacta de sus ingresos ante el inspector de hacienda.
Pero aquella broma no le hizo ninguna gracia a Shtrum, que preguntó:
—¿De veras no ha oído nuestra discusión, usted que se encontraba a mi lado? ¿O acaso no deseaba intervenir en mi conversación con el inspector de hacienda?
Los pequeños ojos de Sokolov sonrieron a Shtrum, y se volvieron buenos y hermosos.
—No se disguste, Víktor Pávlovich. No esperaría que Shishakov apreciara su trabajo, ¿verdad? Ay, Dios mío, Dios mío. Pura vanidad cotidiana, mientras que su trabajo es auténtico.
En sus ojos, en su voz, había aquella gravedad, aquella calidez que Shtrum había esperado encontrar cuando lo visitó una noche de otoño, en Kazán. Entonces Víktor se había ido con las manos vacías.
La reunión comenzó. Los ponentes hablaron de las tareas de la ciencia en los penosos tiempos de la guerra, de la disposición a consagrar las propias fuerzas a la causa del pueblo, a ayudar al ejército en su lucha contra el fascismo alemán. Hablaron del trabajo de varios institutos de la Academia, sobre la ayuda que el Comité Central del Partido brindaría a los científicos, y del camarada Stalin, que mientras dirigía el ejército y el pueblo, todavía encontraba tiempo para interesarse por las cuestiones científicas, y de los científicos, que debían mostrarse dignos de la confianza del Partido y del propio camarada Stalin.
Se debatieron también algunos cambios en la organización requeridos por la nueva situación. Para gran asombro de los físicos, éstos descubrieron que no estaban satisfechos con los planes de su instituto; se prestaba demasiada atención a las cuestiones puramente teóricas. En la sala se repetía en un murmullo la sentencia de Suslakov: «El instituto está distanciado de la vida».
27
En el Comité Central se había discutido la situación de la investigación científica en el país. Se anunció que el Partido, desde ese momento en adelante, concentraría su atención en el desarrollo de la física, las matemáticas y la química.
El Comité Central consideraba que la ciencia debía orientarse hacia la producción, acercarse a la vida, unirse estrechamente a ella.
El mismísimo Stalin había asistido a la reunión, y por lo visto se había paseado por la sala como de costumbre, pipa en mano, interrumpiendo de vez en cuando su paseo con aire pensativo para escuchar a algún orador o bien absorto en sus propios pensamientos.
Los participantes de la reunión se habían pronunciado en contra del idealismo y de la infravaloración de la ciencia y la filosofía rusas.
Stalin sólo había hablado dos veces. Cuando Scherbakov abogó por una reducción en el presupuesto de la Academia, Stalin negó con la cabeza y dijo:
—Hacer ciencia no es como fabricar pastillas de jabón. No vamos a ahorrar con la Academia.
Luego intervino una segunda vez, cuando en la reunión se abordaba el problema de ciertas teorías idealistas nocivas y la excesiva admiración por parte de algunos científicos hacia la ciencia occidental. Stalin asintió con la cabeza y dijo:
—Sí, pero debemos proteger a nuestra gente de los epígonos de Arakchéyev[19].
Los científicos presentes en la reunión se lo contaron a sus amigos, bajo el solemne juramento de que no se irían de la lengua. Al cabo de tres días todo el Moscú científico —en decenas de familias y círculos de amigos— discutía a media voz los pormenores de la reunión. Cuchicheaban que a Stalin le habían salido canas, que tenía los dientes negros, estropeados, que los dedos de sus manos eran finos y bellos, y que tenía la cara picada de viruelas. A los jovencitos que escuchaban estas descripciones se les advertía: «Cuidado, mantened la boca cerrada, mira que no os buscáis sólo vuestra ruina, sino la de todos».
Todos esperaban que la situación de los científicos mejorara sensiblemente; las palabras de Stalin sobre Arakchéyev habían arrojado grandes esperanzas.
Unos días más tarde arrestaron a un famoso botánico, el genetista Chetverikov. Sobre el motivo del arresto corrían diversos rumores: algunos sostenían que era un espía; otros, que durante sus viajes al extranjero se había reunido con emigrados rusos; los terceros, que su mujer, alemana, se carteaba antes de la guerra con su hermana que vivía en Berlín; los cuartos afirmaban que el genetista había intentado introducir en el mercado una clase nociva de trigo para provocar plagas y malas cosechas; los quintos relacionaban su arresto con una frase pronunciada por él sobre el «dedo de Dios»; los sextos, con un chiste de contenido político que había contado a un compañero de la infancia.
Desde que había comenzado la guerra se oía hablar relativamente poco de arrestos políticos, y muchos, Shtrum incluido, comenzaron a pensar que aquellas espantosas prácticas eran agua pasada.
Todo el mundo se acordaba de 1937, cuando casi a diario se citaban nombres de personas arrestadas la noche antes. La gente se telefoneaba para contarse las novedades: «Hoy por la noche se ha puesto enfermo el marido de Anna Andréyevna…». Le venía a la mente cómo hablaban por teléfono los vecinos sobre los que habían sido arrestados: «Se fue y no se sabe cuándo regresará». Volvían a aflorar los relatos sobre las circunstancias de los arrestos: «Llegaron a su casa en el momento en que estaba bañando al niño; lo apresaron en el trabajo, en el teatro, en plena noche…». Recordaban «El registro duró cuarenta y ocho horas, lo pusieron todo patas arriba, incluso rompieron el suelo… Apenas han revisado nada; han hojeado los libros sólo para salvar las apariencias…».
Rememoraban a decenas de familias desaparecidas que nunca habían vuelto: el académico Vavílov, Vize, el poeta Ósip Mandelshtam, el escritor Babel, Borís Pilniak, Meyerhold, los bacteriólogos Kórshunov y Zlatogórov, el profesor Pletniov, el doctor Levin…
Pero el hecho de que los arrestados fueran eminentes y conocidos carecía de importancia. La cuestión era que célebres o anónimas, modestas e insignificantes, aquellas personas eran inocentes, y realizaban su trabajo honestamente.
¿Es que todo aquello iba a comenzar de nuevo? ¿Era posible que después de la guerra a uno le tuviera que dar un vuelco el corazón cada vez que oía pasos en la noche, ante cada toque de claxon?
Qué difícil era encontrar un vínculo entre la guerra por la libertad y todo aquello… Sí, sí, en Kazán se habían equivocado hablando tan a la ligera.
Una semana después del arresto de Chetverikov, Chepizhin declaró que se marchaba del Instituto de Física. Shishakov fue asignado para cubrir su puesto.
El presidente de la Academia había visitado a Chepizhin en su casa y se decía que el científico, apremiado no se sabe si por Beria o por Malenkov, se había negado a introducir cambios en el programa de trabajo del instituto.
Considerando los servicios que Chepizhin había brindado a la ciencia, en un principio no quisieron adoptar medidas extremas contra él. Al mismo tiempo había sido relevado de sus funciones administrativas el joven liberal Pímenov, declarado no idóneo para el puesto.
Al académico Shishakov le fueron confiadas la responsabilidad científica y la función de director, cargo que hasta ese momento desempeñaba Chepizhin.
Circulaba el rumor de que Chepizhin, después de estos acontecimientos, había sufrido un ataque al corazón. Shtrum se dispuso a visitarlo enseguida pero antes quiso avisarlo por teléfono; respondió la asistenta doméstica, que le informó de que Dmitri Petróvich se había encontrado muy mal en los últimos días y que, por consejo médico, había salido de la ciudad en compañía de Nadiezhda Fiódorovna; no regresaría hasta dentro de dos o tres semanas.
Shtrum dijo a Liudmila:
—Es como si empujaran a un niño desde un tranvía. Y a eso le llaman defendernos de los Arakchéyev. ¿Qué importancia tiene para la física si Chepizhin es marxista, budista o lamaísta? Chepizhin ha fundado una escuela. Chepizhin es amigo de Rutherford. Cualquier barrendero conoce las ecuaciones de Chepizhin.
—En eso de los barrenderos, papá, creo que exageras un poco —dijo Nadia.
—Vigila bien lo que dices por ahí —le espetó Shtrum—. Mira que no te buscas sólo tu ruina, sino la de todos.
—Lo sé. Estas conversaciones sólo se tienen de puertas para adentro.
—Ay, querida Nadia —dijo Shtrum dócilmente—, ¿qué puedo hacer para que el Comité Central revoque su decisión? ¿Darme con la cabeza contra la pared? En el fondo ha sido el propio Dmitri Petróvich el que ha dicho que quería renunciar. Aunque, como se suele decir, lo ha hecho «contra la voluntad del pueblo».
Liudmila Nikoláyevna reprochó a su marido:
—No debes sulfurarte. Además, tú siempre andabas discutiendo con Dmitri Petróvich.
—Si no se discute, no hay verdadera amistad.
—Ése es el problema —dijo Liudmila Nikoláyevna—. Con esa lengua tuya tan larga acabarán destituyéndote a ti también de la dirección del laboratorio.
—Eso no me preocupa —respondió Shtrum—. Nadia tiene razón, todas mis conversaciones son de uso interno, papel mojado. Tendrías que llamar a la mujer de Chetverikov, ¡ir a visitarla! Después de todo os conocéis.
—Eso sencillamente queda fuera de lugar —replicó Liudmila Nikoláyevna—. En cualquier caso, tampoco la conozco tanto. ¿En que puedo ayudarla? ¿Por qué debería ella tener ganas de verme? ¿Cuándo has llamado tú a alguien en una situación parecida?
—A mi modo de ver, hay que hacerlo —intervino Nadia.
Shtrum frunció el ceño.
—Las llamadas telefónicas, en realidad, son tres cuartos de lo mismo.
Era con Sokolov, no con Liudmila y su hija, con quien tenía ganas de hablar de la marcha de Chepizhin. Pero se obligó a no telefonear a Piotr Lavréntievich. No era una conversación que pudieran mantener por teléfono.
Sin embargo, era extraño. ¿Por qué Shishakov? Estaba claro que la última obra de Shtrum constituía un acontecimiento para la ciencia. Chepizhin había manifestado en el Consejo Científico que se trataba del acontecimiento más significativo de la última década en el campo de la física teórica soviética. Pero habían puesto a Shishakov como jefe del instituto. ¿Era una broma? Un hombre que había observado cientos de fotografías con las trayectorias de los electrones desviándose a la izquierda, y que luego había visto fotografías con las mismas trayectorias desviándose a la derecha… (¡Es como si se le hubiera servido en bandeja de plata la oportunidad de descubrir el positrón! ¡Hasta el joven Savostiánov lo habría comprendido! Pero Shishakov había adelantado los labios como un pez y apartado las fotografías a un lado como defectuosas. «—¡Eh! —exclamó Selifán—. Es a la derecha. No sabes dónde tienes la derecha y dónde la izquierda[20].»
Pero lo más sorprendente es que nadie se asombraba por este tipo de cosas. En cierto modo estas situaciones se habían vuelto naturales. Y todos los amigos de Víktor Pávlovich, también su mujer e incluso él mismo, consideraban legítimo ese estado de cosas. Shtrum no convenía como director; y Shishakov, sí.
¿Cómo había dicho Postóyev? Ah, sí: «Lo principal es que somos rusos».
Pero ser más ruso que Chepizhin parecía muy difícil.
Por la mañana, mientras se dirigía al instituto, Shtrum se imaginaba que todos los colaboradores, desde los doctores hasta los ayudantes de laboratorio, sólo hablarían de Chepizhin.
Frente a la entrada principal había estacionada una limusina ZIS; el chófer, un hombre entrado en años y con gafas, leía el periódico.
El viejo vigilante con el que Shtrum bebía té en verano en el laboratorio le abordó en las escaleras.
—Ha llegado el nuevo director —le anunció, y con aire compungido añadió—; ¿Qué será de nuestro Dmitri Petróvich?
Los ayudantes de laboratorio discutían sobre la instalación del equipamiento que había llegado el día antes de Kazán. Pilas enormes de cajas obstaculizaban el paso en la sala de laboratorio. Al viejo instrumental se había sumado el nuevo fabricado en los Urales. Nozdrín, con un semblante que Shtrum estimó arrogante, estaba de pie al lado de una caja de madera.
Perepelitsin saltaba a la pata coja alrededor de la caja, con una muleta bajo el brazo.
Anna Stepánovna, señalando las cajas, exclamó:
—¿Ha visto esto, Víktor Pávlovich?
—Hasta un ciego lo vería —respondió Perepelitsin.
Pero Anna Stepánovna no se refería a las cajas.
—Ya lo creo que lo veo —dijo Shtrum.
—Dentro de una hora llegarán los obreros —comunicó Nozdrín—. El profesor Márkov y yo lo hemos arreglado todo.
Pronunció aquellas palabras con la voz serena y lenta de un hombre que sabe quién es el jefe. Había llegado su hora de gloria.
Shtrum entró en su despacho. Márkov y Savostiánov estaban sentados en el sofá, Sokolov permanecía de pie al lado de la ventana y Svechín, el responsable del laboratorio de magnetismo vecino, se había acomodado sobre el escritorio y fumaba un pitillo de fabricación casera.
Cuando Shtrum apareció por la puerta, Svechín se levantó y le cedió el sillón:
—Éste es el sitio del jefe.
—No, no, no pasa nada, siéntese —dijo Shtrum—. ¿Cuál es el tema de esta conversación en las altas esferas?
—Hablábamos del racionamiento —respondió Márkov—. Por lo visto los académicos tendrán derecho a mil quinientos rublos al mes, mientras que los simples mortales, como los artistas del pueblo o los grandes poetas del tipo Lébedev-Kumach, deberán conformarse con quinientos.
—Comenzamos a instalar el material —le interrumpió Shtrum—, y Dmitri Petróvich no está ya en el instituto. Como se suele decir, la casa se quema, pero el reloj sigue funcionando.
Pero los allí presentes no mostraron ningún interés el tema de conversación propuesto por Shtrum.
—Ayer vino a verme mi primo. Salía del hospital y volvía a partir para el frente —dijo Savostiánov—. Había que celebrarlo, así que compré medio litro de vodka a la vecina por trescientos cincuenta rublos.
—¡Increíble! —exclamó Svechín.
—Hacer ciencia no es como fabricar pastillas de jabón —dijo Savostiánov alegremente, pero por las caras de sus interlocutores comprendió que su chiste estaba fuera de lugar.
—El nuevo jefe ya ha llegado —dijo Shtrum.
—Un hombre de gran energía —elogió Svechín.
—Con Alekséi Alekséyevich todo irá a pedir de boca —añadió Márkov—. Ha tomado el té en casa del camarada Zhdánov.
Márkov era un tipo sorprendente; parecía que apenas tuviera conocidos, pero siempre estaba al tanto de todo: que en el laboratorio de al lado Gabrichévskaya, la candidata a la Academia de las Ciencias, se había quedado embarazada; que al marido de la mujer de la limpieza, Lida, de nuevo lo habían hospitalizado; y que a Smoródintsev no le habían concedido el título de doctor.
—Está bien —dijo Savostiánov—. Todos conocemos el famoso error de Shishakov. Pero, en general, no es mal tipo. Por cierto, ¿sabe cuál es la diferencia entre un buen tipo y uno malo? Que el buen tipo hace canalladas de mala gana.
—Tanto si hubo error como si no —replicó el director del laboratorio de magnetismo—, no le nombran a uno académico así como así.
Svechín era miembro del buró del Partido del instituto. Se había inscrito en otoño de 1941 y, como muchos otros que prácticamente acababan de integrarse en la vida del Partido, con respecto a las misiones políticas se comportaba con veneración religiosa.
—Víktor Pávlovich —dijo—, tengo un encargo para usted: el buró del Partido le pide que intervenga en la asamblea que se celebrará sobre el nuevo programa.
—¿Se refiere a criticar a la vieja dirección, el trabajo de Chepizhin? —preguntó Shtrum, irritado porque la conversación tomaba unos derroteros diferentes a los que hubiera querido—. No sé si soy un buen o un mal tipo, pero las canalladas las hago de mala gana.
Y volviéndose a los colegas del laboratorio, preguntó:
—Ustedes, por ejemplo, camaradas, ¿están de acuerdo con la partida de Chepizhin?
Estaba convencido de antemano de que contaría con el apoyo de todos ellos y, cuando Savostiánov se encogió de hombros en señal de indiferencia, se quedó contrariado.
—Cuando uno es viejo, ya no es bueno para nada.
Svechín se limitó a añadir:
—Chepizhin declaró que no iba a emprender nuevos proyectos. ¿Qué iban a hacer? Y después fue él quien se negó cuando todo el mundo le pedía que se quedara.
—¿Así que al final han desenmascarado a un Arakchéyev? —preguntó Shtrum.
—Víktor Pávlovich —dijo Márkov, bajando la voz—, tengo entendido que una vez Rutherford juró que nunca trabajaría en investigaciones sobre neutrones ante el temor de que aquello condujera al desarrollo de una enorme fuerza explosiva. Noble argumento, no lo niego, pero de una pulcritud exagerada y absurda. Por lo que cuentan, Dmitri Petróvich había pronunciado discursos del mismo estilo mojigato.
«Dios mío —pensó Shtrum—. ¿Cómo diantres saben todo eso?»
—Piotr Lavréntievich, parece que usted y yo estamos en minoría —dijo Shtrum, buscando apoyo.
Sokolov negó con la cabeza.
—Víktor Pávlovich, me parece que no es momento para individualismos, y la insubordinación es inaceptable. Estamos en guerra. Chepizhin se equivocó al pensar sólo en él y en sus intereses personales, cuando fue citado por sus superiores.
Sokolov se enfurruñó, y todo lo que había de feo en su cara se acentuó aún más.
—Ah, claro, ¿quién eres tú, Brutus? —bromeó Shtrum para camuflar su confusión.
Pero lo más desconcertante es que Shtrum no se sintió sólo confuso, sino también contento en cierto sentido: «Desde luego, ya me lo esperaba». Pero ¿por qué «desdé luego»? A decir verdad, él no se imaginaba que Sokolov pudiera responder de aquella manera. Y aun cuando se lo imaginara, ¿de que se alegraba?
—Debe usted intervenir —dijo Svechín—. No es en absoluto necesario que critique a Chepizhin, pero qué menos que pronunciar algunas palabras sobre las perspectivas de su trabajo en vista de las nuevas resoluciones del Comité Central.
Antes de la guerra Shtrum había coincidido varias veces con Svechín en los conciertos sinfónicos del conservatorio. Se decía que cuando era joven y estudiaba en la Facultad de Física, Svechín escribía versos incomprensibles y llevaba un crisantemo en el ojal. Ahora hablaba de las decisiones del buró del Partido como si formulara verdades absolutas.
A veces Shtrum tenía ganas de guiñarle un ojo, empujarle con un dedo en el costado y decirle: «En, viejo hablemos lisa y llanamente». Pero sabía que Svechín ahora ya no hablaba lisa y llanamente.
Y, aunque asombrado por las palabras de Sokolov, Shtrum sí que habló sin rodeos:
—El arresto de Chetverikov —pregunto—, ¿está también relacionado con los nuevos proyectos? ¿Es ése el motivo de que hayan metido a Vavílov en la cárcel? ¿Y sí me permitiera afirmar que considero a Dmitri Petróvich una autoridad mayor en el campo de la física que el camarada Zhdánov, o incluso…?
Vio los ojos que ponían todos mientras le miraban fijamente esperando a que pronunciara el nombre de Stalin. Hizo un gesto de desdén y se contuvo:
—Bueno, ya basta, vayamos al laboratorio.
Las cajas con el nuevo material procedente de los Urales ya estaban abiertas y la pieza fundamental de la instalación, que pesaba tres cuartos de tonelada, había sido cuidadosamente liberada del serrín, del papel y de las toscas planchas de madera que la protegían. Shtrum pasó la palma de la mano sobre la superficie pulida de metal.
Un torrente de partículas fluiría a chorros de aquel vientre de metal, como el Volga brota de la pequeña cavidad del lago Seliguer.
En aquel instante había algo bueno en los ojos de todos. Sí, era bueno saber que en el mundo existía una máquina tan maravillosa. ¿Qué más se podía pedir?
Cuando hubo acabado la jornada laboral, Shtrum y Sokolov se quedaron solos en el laboratorio.
—Víktor Pávlovich, ¿por qué se pone gallito? Le falta humildad. Le expliqué a Masha su proeza en la Academia, cuando en sólo media hora se las apañó para estropear las relaciones con el nuevo director y el jovenzuelo de la sección científica. Masha se llevó un disgusto enorme, tanto que no ha podido dormir en toda la noche. Sabe en qué tiempos vivimos. Mañana instalaremos la nueva máquina. He visto la cara que ponía mientras la miraba. ¿Qué quiere, sacrificarlo todo por una frase hueca?
—Espere, espere —dijo Shtrum—. Déjeme respirar.
—Ay, Señor —le cortó Sokolov—. Nadie va a interferir en su trabajo. Respire tanto como le plazca.
—Escuche, amigo mío —dijo Shtrum, sonriendo con acritud—. Usted tiene buenas intenciones hacia mí y se lo agradezco de todo corazón. Permítame que le sea igual de sincero. ¿Por qué, por el amor de Dios, habló así de Dmitri Petróvich delante de Svechín? Me duele especialmente después de la libertad de pensamiento de la que disfrutamos en Kazán. Por lo que a mí respecta, me temo que no soy tan temerario como usted me pinta. No soy Danton, como solíamos decir en mis tiempos de estudiante.
—Menos mal que no es usted Danton. Francamente, siempre he considerado que los oradores políticos son personas incapaces de expresarse de forma creativa. En cambio, nosotros sí que podemos.
—¡Anda! ¡Esa sí que es buena! —dijo Shtrum—. ¿Y qué hay de ese francesito llamado Galois? ¿Y qué me dice de Nikolái Kibálchich?
Sokolov apartó la silla y dijo:
—Kibálchich, como usted bien sabe, acabó en el patíbulo. Yo estoy hablando de toda esa palabrería hueca. Como la que soltaba en sus charlas con Madiárov.
—¿Me está llamando charlatán?
Sokolov se encogió de hombros y no contestó.
Se hubiera podido esperar que aquella discusión pronto quedaría olvidada como muchas otras antes. Pero por alguna razón aquel insignificante arrebato no pasó sin dejar huella, no cayó en el olvido. Cuando las vidas de dos hombres están en armonía, éstos pueden discutir, mostrarse injustos el uno con el otro, y sin embargo, las ofensas mutuas se desvanecen sin dejar secuelas. Pero si en su interior anidan desavenencias profundas, aunque todavía no tengan conciencia de ellas, cualquier palabra fortuita, el más leve descuido puede transformarse en un puñal letal para su amistad.
Y a menudo las discrepancias se alojan tan profundamente que nunca salen a la luz, a veces ni siquiera se toma conciencia de ellas. Una riña violenta por una nadería donde se deja caer una mala palabra asesta el golpe fatídico que acaba destruyendo una amistad de largos años.
No, Iván Ivánovich e Iván Nikíforovich no se pelearon por un ganso[21].
28
Del nuevo subdirector del instituto, Kasián Teréntievich Kovchenko, se decía que era «uno de los hombres de Shishakov». Afable, intercalaba en sus discursos muchas palabras ucranianas y se las había ingeniado con una rapidez extraordinaria para obtener un apartamento y un coche.
Márkov, que conocía un arsenal de historias sobre los académicos y lo más florido de la Academia, contaba que Kovchenko había recibido el premio Stalin por una obra que éste sólo había leído de cabo a rabo una vez ya publicada: su participación en el trabajo había consistido en proporcionar materiales de difícil acceso y en agilizar los trámites burocráticos ante diversas instancias.
Shishakov había encomendado a Kovchenko que organizara un concurso para cubrir las plazas que habían quedado vacantes. Se anunció la contratación de jefes de investigación. También estaban vacantes las plazas de jefes de los laboratorios de vacío y de bajas temperaturas.
El Departamento de Guerra proporcionó materiales y obreros, se reformaron los talleres de mecánica, se restauró el edificio del instituto, la central eléctrica abastecía de energía sin restricciones y fábricas especiales reservaron para el instituto materiales que escaseaban. Todo esto también fue dispuesto por Kovchenko.
Cuando un nuevo director asume el cargo, se suele decir de él con respeto: «Llega al trabajo primero que todos y es el último en marcharse». Así se hablaba de Kovchenko. Pero un nuevo director es aún más respetado por sus subordinados cuando se dice de él: «Hace dos semanas que fue nombrado y sólo ha venido un día media horita. No se le ve el pelo». Ésa es la prueba de que el director dicta las nuevas leyes y que frecuenta las altas esferas gubernamentales.
Así se hablaba al principio del académico Shishakov.
En cuanto a Chepizhin, se había ido a trabajar a su dacha o, como él decía, a su granja-laboratorio. El profesor Feinhard, un famoso cardiólogo, le había aconsejado no realizar movimientos bruscos ni levantar peso. Sin embargo, Chepizhin cortaba leña, cavaba zanjas y se sentía en plena forma. Escribió al profesor Feinhard que el estricto régimen de vida le estaba resultando de gran ayuda.
En el Moscú azotado por el hambre y el frío el instituto parecía un oasis de calor y lujo. Cuando los miembros del personal entraban a trabajar sentían un enorme placer al calentarse las manos junto a los caldeados radiadores después de haberse congelado durante la noche en sus húmedos apartamentos.
A los empleados del instituto les gustaba en particular la nueva cantina instalada en el sótano. Disponía de un bufé donde se podía tomar yogur, café dulce y salchichón. Y al servir la comida, la mujer de detrás del mostrador no cortaba los cupones de la carne y la grasa de las cartillas de racionamiento, gesto que era muy apreciado entre el personal del instituto.
La cantina ofrecía seis tipos de menú: para los doctores en ciencias, para los jefes de investigación, para los jóvenes investigadores, para los ayudantes de laboratorio, para el personal técnico y para el de servicio.
Las pasiones más desbordantes se desataban alrededor de las comidas de las dos categorías superiores, que se distinguían por constar de un postre: compota de frutos secos o jalea en polvo. También suscitaban emoción los paquetes de comida que se entregaban a domicilio a los doctores y los responsables de las secciones. Savostiánov solía bromear diciendo que probablemente la teoría copernicana había generado muchos menos comentarios que aquellos paquetes de comida.
A veces parecía que la elaboración de las normas referentes a la asignación de las raciones no dependiera sólo de la dirección y del comité del Partido, sino que en ella participaran fuerzas más elevadas y misteriosas.
Una noche Liudmila Nikoláyevna dijo:
—Es extraño, ¿sabes? Hoy he recibido tu paquete. A Svechín, esa nulidad en el campo científico, le han dado dos decenas de huevos mientras que a ti, por alguna razón, sólo te han tocado quince. Incluso he comprobado la lista. A Sokolov y a ti os corresponden quince.
Shtrum pronunció un discurso sarcástico:
—¡Dios mío! ¿Qué querrá decir eso? Todo el mundo sabe que a los científicos se les clasifica según diferentes categorías: supremos, grandes, ilustres, eminentes, notables, experimentados, calificados y, por último, viejos. Dado que los supremos y los grandes no se encuentran entre los vivos, no hace falta darles huevos. Todos los demás reciben col, sémola y huevos en función de su peso científico. Pero entre nosotros todo se embrolla con otras cuestiones: se tiene en cuenta si uno es activo socialmente, si se dirige un seminario de marxismo, si se está próximo a la dirección. El resultado es un absoluto disparate. El encargado del garaje de la Academia es colocado al mismo nivel que Zelinski: recibe veinticinco huevos. Ayer en el laboratorio de Svechín una mujer encantadora incluso se echó a llorar de la humillación y se negó a ingerir alimentos, como Gandhi.
Nadia, escuchando a su padre, se desternillaba de risa.
—Sabes, papá, es increíble que no te avergüences de zamparte tus costillas delante de las mujeres de la limpieza. La abuela nunca habría hecho eso.
—A cada uno según su trabajo —dijo Liudmila Nikoláyevna—. ¿Lo entiendes? Ése es el principio del socialismo.
—Pamplinas. En la cantina no huele demasiado a socialismo —exclamó Shtrum, y añadió—: De todos modos, me importa un bledo toda esta historia. ¿Sabéis lo que me ha contado hoy Márkov? El personal de nuestro instituto y también los del Instituto de Matemáticas copian a máquina mi obra y se la pasan de mano en mano.
—¿Como los poemas de Mandelshtam? —preguntó Nadia.
—No te burles —dijo Shtrum—. Los estudiantes de los últimos cursos han solicitado una conferencia especial sobre el tema.
—¡Vaya! —replicó Nadia—. A ver si tenía razón Alka Postóyeva cuando decía: «Tu papá es todo un genio».
—Bueno —rectificó Víktor—. Estoy lejos de ser un genio.
Se marchó a su habitación, pero no tardó en volver y decirle a su mujer:
—No me saco esa tontería de la cabeza. ¡Darle dos decenas de huevos a Svechín! ¡Qué formas más sorprendentes que tienen de humillar a la gente!
Era vergonzoso, pero a Shtrum le dolía que hubieran colocado a Sokolov en la misma categoría que a él. «Tendrían que haber reconocido mi superioridad, aunque sólo hubiera sido con un huevo adicional. Podrían haber dado catorce a Sokolov, hacer una distinción simbólica».
Intentaba reírse de sí mismo, pero su penosa irritación no se templaba: estar equiparado a Sokolov en la distribución de víveres le ofendía más que la supremacía de Svechín. En el caso de Svechín todo estaba claro: él era miembro del buró del Partido, su ventaja obedecía a cuestiones de orden político. Y eso no le daba ni frío ni calor.
Pero con Sokolov entraba en juego la capacidad científica, sus méritos como investigador. Y a eso sí que no era indiferente. Una sensación de exasperación que nacía en lo más profundo de su alma se apoderó de él. ¡Qué forma tan ridícula y deplorable habían encontrado para valorar a las personas! Pero ¿qué podía hacer si el hombre no era siempre noble y tenía sus momentos de ruindad?
Mientras se acostaba, Shtrum recordó su reciente conversación con Sokolov acerca de Chepizhin y dijo en voz alta, fuera de sí por la ira:
—¡Homo laqueus!
—¿De quién hablas? —preguntó Liudmila Nikoláyevna, que estaba leyendo un libro en la cama.
—De Sokolov —dijo Shtrum—. Es un lacayo.
Liudmila puso un dedo en el libro para marcar la página donde se había quedado y sin girar la cabeza hacia su marido dijo:
—Terminarán por echarte del instituto, y todo por tus discursitos ingeniosos. Eres irritante, aleccionas a todo el mundo… Te has enemistado con todos y ya veo que ahora quieres hacer tres cuartos de lo mismo con Sokolov. Pronto nadie pondrá los pies en nuestra casa.
—No, Liuda, querida —se defendió Shtrum—, no te pongas así. ¿Cómo puedo explicártelo? Hay el mismo miedo que antes de la guerra, el miedo ante cada palabra que se pronuncia, la misma impotencia. ¡Chepizhin! Ese sí que es un gran hombre, Liuda. Pensé que el instituto sería pura ebullición, pero la única persona que hizo un comentario compasivo hacia él fue el viejo vigilante. Y luego lo que Postóyev le dijo a Sokolov: «Lo más importante es que usted y yo somos rusos». ¿A qué venía eso?
Deseaba hablar un largo rato con Liudmila, hacerla partícipe de sus pensamientos. Le avergonzaba preocuparse, muy a su pesar, de todas esas historias de la distribución de comida. ¿Por qué? ¿Por qué en Moscú tenía la impresión de haberse vuelto viejo, apagado? ¿Por qué todas esas menudencias del día a día, intereses pequeñoburgueses e historias del servicio se habían vuelto de repente tan importantes? ¿Por qué su vida espiritual en Kazán era más profunda, más pura, más rica? ¿Por qué incluso su trabajo científico, su alegría, se veía empañado por pensamientos ambiciosos y mezquinos?
—Todo es muy difícil; no me encuentro bien. Liuda, ¿por qué no dices nada? Eh, ¿Liuda? ¿Comprendes lo que te digo?
Liudmila Nikoláyevna no contestó. Se había quedado dormida.
Víktor se rió en voz baja. Le parecía cómico que de las dos mujeres que conocían sus problemas una se hubiera dormido y la otra no pegara ojo. Después imaginó el rostro delgado de Maria Ivánovna y le repitió las mismas palabras que hace un momento le había dicho a su mujer:
—¿Me comprendes, Masha?
«Caramba, qué disparates se me pasan por la cabeza», pensó mientras se dormía.
En efecto, por la cabeza se le había pasado un verdadero disparate.
Shtrum era un inepto para cualquier actividad manual. En casa, cuando la plancha eléctrica se quemaba o saltaba la luz por un cortocircuito, era Liudmila Nikoláyevna quien se ocupaba de las reparaciones.
Durante los primeros años de vida en común con Víktor, a Liudmila le enternecía su torpeza. Pero en los últimos tiempos la desesperaba, y un día que puso la tetera vacía en el fuego exclamó:
—¿Qué te pasa? ¿Tienes las manos de mantequilla? Eres más tonto que el asa de un cubo.
Luego, mientras instalaban los nuevos aparatos en el laboratorio, aquellas palabras de Liudmila, que tanto le habían irritado y ofendido, le volvían constantemente a la mente.
En el laboratorio reinaban Márkov y Nozdrín. Savostiánov fue el primero en percatarse y dijo en una reunión de producción:
—¡No hay otro Dios que el profesor Márkov y Nozdrín es su profeta!
La arrogancia y la reticencia de Márkov desaparecieron. Márkov maravillaba a Shtrum por su audacia de pensamiento, por la extrema facilidad con que solucionaba todos los problemas. Shtrum tenía la impresión de que era como un cirujano que, bisturí en mano, operaba entre una red de vasos sanguíneos y centros nerviosos. Parecía que de sus manos naciera un ser inteligente de mente poderosa y penetrante, un nuevo organismo de metal dotado, por primera vez en el mundo, de corazón y sentimientos, capaz de alegrarse y sufrir al mismo nivel que las gentes que lo habían creado.
A Shtrum siempre le había divertido un poco la inquebrantable seguridad de Márkov en su trabajo, convencido de que los instrumentos que creaba con sus manos tenían mayor importancia que las fútiles cuestiones de las que se habían ocupado Buda o Mahoma, o que los libros escritos por Tolstói o Dostoyevski.
¡Tolstói dudaba del valor de su inmenso trabajo como escritor! El genio no estaba convencido de estar creando algo necesario para la gente. Pero los físicos sí lo estaban. Ellos no dudaban. Y Márkov, mucho menos.
Sin embargo, ahora esta seguridad suya no le parecía tan divertida. A Shtrum también le gustaba observar a Nozdrín trabajando con la lima, las pinzas, el destornillador o mientras escogía, con aire pensativo, entre diversas terminaciones de cables para echar una mano a los electricistas que conectaban el circuito eléctrico con los nuevos aparatos.
El suelo estaba cubierto de manojos de cables y hojas de plomo opacas y azuladas. En medio de la sala, sobre una plancha de hierro fundido, se erguía la pieza maestra llegada de los Urales, que se distinguía por sus formas circulares y triangulares perforadas sobre el metal. Qué belleza tan abrumadora e inquietante encerraba aquel bloque de metal que les permitiría estudiar la naturaleza con una perfección fantástica…
A orillas del mar, mil o dos mil años antes, un puñado de hombres construyeron una balsa con troncos gruesos sujetos por cuerdas y ganchos. Sobre la arena habían dispuesto sus tornos y bancos de carpintero y en las hogueras fundían el alquitrán en vasijas… Pronto se harían a la mar.
Por la noche los constructores de la balsa habían vuelto a sus casas, habían respirado el aroma del hogar, sentido el calor en torno al brasero, oído los improperios y las risas de sus mujeres. A veces se entrometían en las riñas domésticas, hacían ruido, levantaban la mano a sus hijos, discutían con los vecinos. Y por la noche, en la cálida oscuridad, el rumor del mar se volvía cada vez más audible, y el corazón se les encogía en el presentimiento del próximo viaje a lo desconocido…
Cuando estaba concentrado en el trabajo, Sokolov por lo general no articulaba palabra. En ocasiones Shtrum se volvía a mirarlo, se cruzaba con su mirada seria y atenta, y tenía la impresión de que todo cuanto había habido de bueno e importante entre ellos seguía muy vivo.
Shtrum deseaba mantener una conversación sincera con Piotr Lavréntievich. En realidad, todo era muy extraño. Todas aquellas pasiones humillantes desencadenadas por la distribución de las raciones, los pensamientos mezquinos sobre el modo de medir la estima y la consideración que te tenían los superiores. Pero todavía continuaban palpitando en el corazón sentimientos que no dependían de las autoridades, de los éxitos o fracasos profesionales, de los premios.
De nuevo las veladas de Kazán parecían jóvenes y maravillosas, tenían algo de las reuniones estudiantiles de antes de la Revolución. Si al menos Madiárov pudiera revelarse como un hombre honesto. Era extraño: Karímov desconfiaba de Madiárov, Madiárov de Karímov… ¡Y los dos eran honrados! De eso estaba seguro. Después de todo, como decía Heine: Die beiden stinken[22].
A veces recordaba una conversación que había tenido con Chepizhin acerca del «magma»; ¿Por qué ahora que había vuelto a Moscú se removían en su alma todas esas cosas mezquinas e insignificantes? ¿Por qué pensaba tan a menudo en personas a las que no respetaba? ¿Por qué las personas más talentosas, fuertes y honestas eran incapaces de ayudarle?
—Es curioso —dijo Shtrum a Sokolov—. Viene gente de todos los laboratorios para ver el montaje de nuestro nuevo aparato. En cambio Shishakov no se ha dignado honrarnos con su presencia.
—Está muy ocupado —respondió Sokolov.
—Claro, claro —se apresuró a confirmar Shtrum.
Desde que habían regresado a Moscú era imposible mantener una conversación sincera y amistosa con Piotr Lavréntievich. Era como si ya no se conocieran.
Shtrum había dejado de discutir con Sokolov ante el mínimo pretexto. Por el contrario, trataba de evitar cualquier polémica. Aunque rehuir las discusiones no siempre era fácil; a veces surgían del modo más inesperado, en el momento que Shtrum menos lo esperaba.
Una vez Shtrum dejó caer:
—Me estaba acordando de nuestras conversaciones en Kazán… A propósito, ¿cómo está Madiárov? ¿Le escribe?
Sokolov negó con la cabeza.
—No lo sé. No sé nada sobre Madiárov. Ya le dije que dejamos de vernos antes de partir. Cada vez me resulta más desagradable recordar las conversaciones que teníamos en aquella época. Estábamos tan deprimidos que intentábamos echar la culpa de los contratiempos militares a presuntos vicios de la vida soviética. Todo lo que se nos antojaba una carencia del Estado soviético ha demostrado ser su fuerza.
—¿Se refiere a 1937, por ejemplo? —preguntó Shtrum.
—Víktor Pávlovich —replicó Sokolov—, en los últimos tiempos transforma usted todas nuestras conversaciones en discusiones.
Shtrum quería decirle que, por el contrario, su predisposición era buena, que era él, Sokolov, quien estaba irritable, y que esa irritación interna le impulsaba a buscar pretextos para discutir.
En cambio, se limitó a decir:
—Es probable, Piotr Lavréntievich, que se deba a mi mal carácter, que empeora día tras día. También Liudmila Nikoláyevna se ha dado cuenta.
Al pronunciar estas palabras, Shtrum pensó: «Qué solo estoy. Ya sea en casa, en el trabajo o con mi amigo, estoy solo».
29
El Reichsführer Himmler había organizado una reunión para hablar sobre las medidas especiales que estaban siendo llevadas a cabo por la RSHA, la Oficina Central de Seguridad del Reich. La reunión era de especial importancia ya que estaba relacionada con el viaje de Himmler al cuartel general del Führer.
El Obersturmbannführer Liss había recibido órdenes desde Berlín de informar sobre el progreso de la construcción de un edificio especial situado cerca de la dirección del campo.
Antes de inspeccionar la marcha de la obra, Liss debía visitar las fábricas de maquinaria de la empresa Foss y la fábrica química encargada de servir los pedidos de la Dirección de Seguridad. Acto seguido, Liss viajaría a Berlín para informar al Obersturmbannführer Eichmann, responsable de la preparación de la reunión.
Liss estaba encantado de que le hubieran encargado aquella misión. Se sentía hastiado de la atmósfera del campo, del continuo trato con hombres rudos y primitivos.
Al subirse al coche, se acordó de Mostovskói. Probablemente el viejo, confinado en su celda de aislamiento, se esforzaba día y noche en adivinar con qué propósito le había mandado llamar Liss y esperaba impaciente a que se produjera el próximo encuentro. Pero Liss sólo buscaba confirmar algunas hipótesis con la intención de escribir un ensayo: La ideología del enemigo y sus líderes.
¡Qué carácter tan interesante! En efecto, cuando penetras en el núcleo del átomo, las fuerzas de atracción comienzan a actuar tan poderosamente sobre ti como las fuerzas centrífugas.
El automóvil traspasó las puertas del campo, y Liss se olvidó de Mostovskói.
Al día siguiente, por la mañana temprano Liss llegó a las fábricas Foss. Después de desayunar, estuvo conversando en el despacho de Foss con el proyectista Praschke; luego habló con los ingenieros encargados de la producción y, en la oficina, el director comercial le informó del presupuesto de la maquinaria. Pasó varias horas en los talleres, deambulando entre el estruendo del metal, y al final del día estaba exhausto.
La fábrica Foss servía gran parte de los pedidos de la Dirección de Seguridad y Liss quedó satisfecho del trabajo que estaban llevando a cabo: los dirigentes de la empresa se tomaban muy en serio su cometido y respetaban escrupulosamente las especificaciones técnicas. Los ingenieros mecánicos habían perfeccionado incluso la construcción de las cintas transportadoras, y los técnicos termales habían desarrollado un sistema más económico para calentar los hornos.
Después de aquel largo día en la fábrica, la velada pasada en casa de los Foss fue particularmente agradable.
La visita a la fábrica química, en cambio, supuso una decepción: la producción apenas había alcanzado el cuarenta por ciento de lo previsto.
A Liss le habían irritado las innumerables quejas que había recibido por parte del personal. La producción de esas sustancias químicas era compleja y problemática. El sistema de ventilación había sufrido daños durante un ataque aéreo y se había producido una intoxicación masiva entre los trabajadores. El kieselgur, tierra caliza porosa con que se impregnaba la producción estabilizada, no llegaba con regularidad; los envases herméticos sufrían retrasos en el transporte ferroviario…
Sin embargo la dirección de la empresa química parecía plenamente consciente de la importancia del pedido de la Dirección de Seguridad. El jefe químico, el doctor Kirchgarten, aseguró a Liss que el encargo se cumpliría dentro del plazo. Incluso habían tomado la decisión de retrasar la ejecución de los pedidos del Ministerio de Municiones, un hecho sin precedentes desde septiembre de 1939.
Liss rechazó una invitación para presenciar los experimentos que se realizaban en el laboratorio, pero revisó las páginas de registros firmadas por los fisiólogos, los químicos y los bioquímicos.
Aquel mismo día también se encontró con los jóvenes investigadores que efectuaban los experimentos: dos mujeres (una fisióloga y una bioquímica), un especialista en patología anatómica, un químico especializado en componentes orgánicos con un bajo punto de ebullición y el toxicólogo responsable del grupo, el profesor Fischer. Todos los presentes en aquella reunión causaron una excelente impresión en Liss.
Y aunque estaban interesados en que el método que habían elaborado contara con su aprobación, no ocultaron a Liss sus puntos débiles e incluso le confiaron todas sus dudas.
Al tercer día Liss tomó un avión, acompañado de los ingenieros de la empresa de montaje Oberstein, para dirigirse a la obra. Se sentía bien; aquel viaje le divertía. Por delante tenía la parte más agradable de su misión: ir a Berlín. Después de haber inspeccionado la obra viajaría allí junto con los responsables técnicos para presentar un informe a la RSHA.
El tiempo era pésimo, caía una fría lluvia de noviembre. El avión realizó un aterrizaje difícil en el aeródromo central del campo. Mientras volaban a poca altura las alas habían comenzado a congelarse, y sobre el suelo se extendía la niebla.
Al amanecer nevaba y por todos lados se veían terrones de arcilla gris, cubiertos de nieve resbaladiza que la lluvia no había logrado derretir. Las alas de los sombreros de fieltro de los ingenieros se doblaban, empapadas de una lluvia pesada como el plomo.
Habían tendido una vía férrea que conducía hasta el lugar de la obra y conectaba directamente con la vía principal. Cerca de la vía férrea se encontraban los almacenes y por allí empezaron la inspección. En el primer cobertizo se realizaba la selección del cargamento: estaba lleno de piezas sueltas de varios mecanismos, canalones, cintas transportadoras aún sin montar, tubos de diferentes diámetros, sopladores y ventiladores, trituradoras de huesos, medidores de gas y electricidad todavía pendientes de ser montados en paneles de control, bobinas de cable, cemento, vagonetas de volqueo automático, montañas de raíles, mobiliario de oficina.
En un local aparte, custodiado por suboficiales de las SS y dotado con una gran cantidad de dispositivos de extracción de aire y ventilación que producían un ruido sordo, estaba situado el almacén donde se iba colocando la mercancía que llegaba de la fábrica química: bombonas con válvulas cojas y latas de quince kilos con etiquetas rojas y azules que a lo lejos parecían tarros de mermelada búlgara.
Al salir de aquel lugar medio enterrado en el suelo, Liss y sus compañeros se encontraron con el profesor Stahlgang, el proyectista principal del complejo, que acababa de llegar en tren desde Berlín, y el ingeniero en jefe de la obra Von Reineke, un hombre enorme vestido con una chaqueta de piel amarilla.
Stahlgang respiraba con dificultad; el aire húmedo le había provocado un ataque de asma. Los ingenieros que le rodeaban comenzaron a reprocharle que no se cuidara lo suficiente: todos sabían que el catálogo de obras de Stahlgang formaba parte de la biblioteca personal de Hitler.
El lugar de la obra no se diferenciaba en nada de cualquier otra construcción gigantesca de mediados del siglo XX.
En torno a las excavaciones se oían los silbidos de los centinelas, el rugido de las perforadoras, el movimiento de las grúas y los graznidos de las locomotoras.
Liss y su séquito se aproximaron a un edificio rectangular, gris y sin ventanas. El complejo de aquellos edificios industriales, los hornos de ladrillo rojo, las chimeneas de boca ancha, las salas de control, las torres de observación con campanas de cristal: todo tendía hacia aquel edificio gris, ciego y sin rostro.
Los peones estaban acabando de asfaltar los caminos y de debajo de las apisonadoras se levantaba un humo gris, ardiente, que se mezclaba con la niebla gris y fría.
Von Reineke informo a Liss de que las pruebas de evaluación de la hermeticidad de la obra nº 1 no habían sido satisfactorias. Stahlgang, con voz ronca y exaltada, olvidándose de su asma, expuso a Liss la idea arquitectónica del nuevo proyecto.
En contraste con su aparente simplicidad y sus reducidas dimensiones, la turbina hidráulica tradicional es el punto de concentración de enormes masas, fuerzas y velocidades. En sus espiras, el poder geológico del agua se transforma en trabajo.
La obra nº 1 estaba construida según el principio de la turbina. Era capaz de transformar la vida y todas las formas de energía relacionadas con ella en materia inorgánica. La nueva turbina tenía que vencer la fuerza física, nerviosa, respiratoria, cardíaca, muscular y circulatoria. Aquel edificio reunía los principios de la turbina, del matadero y de la incineración. Lo más difícil había sido encontrar la manera de integrar todos aquellos factores en una sencilla solución arquitectónica.
—Como usted bien sabe —dijo Stahlgang—, nuestro amado Hitler nunca se olvida del aspecto arquitectónico cuando inspecciona los complejos industriales más banales.
Bajó la voz para que sólo Liss pudiera oírle.
—Seguramente estará al corriente de que los excesos místicos en la estructura arquitectónica de los campos cercanos a Varsovia han acarreado no pocos disgustos al Reichsführer. Todo eso debe ser tenido en cuenta.
En el interior, el aspecto de la cámara de hormigón se correspondía totalmente con la época de la industria de masas y de la velocidad.
Una vez que la vida, como si fuera agua, fluía por los canales aductores, ya no podía detenerse ni refluir; la velocidad de su flujo a lo largo del pasillo de hormigón estaba determinada por formulas análogas a la de Stokes referente al movimiento de un líquido en un tubo, que depende de su densidad, peso específico, viscosidad, fricción y temperatura. Las lámparas eléctricas, protegidas por cristales gruesos y casi opacos, estaban encajadas en el techo.
Cuanto más se adentraba uno en el interior de la construcción, más brillante se volvía la luz, y a la entrada de la cámara, cerrada por una puerta de acero pulida, la luz era fría y cegadora.
En torno a la puerta flotaba aquella excitación particular que siempre se apodera de los constructores y montadores antes de la puesta en marcha de una nueva maquinaria. Algunos peones limpiaban el suelo con mangueras. Un anciano químico enfundado en una bata blanca efectuaba las mediciones de presión delante de la puerta. Von Reineke le ordenó que abriera la puerta de la cámara. Cuando entraron en la espaciosa sala con el techo bajo de hormigón, varios ingenieros se quitaron el sombrero. El suelo de la cámara estaba compuesto por pesadas losas corredizas sujetas firmemente entre sí por bastidores metálicos. Al accionar el mecanismo desde la sala de control las losas que formaban el suelo se ponían en posición vertical y el contenido de la cámara desaparecía en los locales subterráneos. Allí la materia orgánica era manipulada por equipos de odontólogos que extraían los metales preciosos de las prótesis. A continuación, se ponía en marcha la cinta transportadora que conducía la materia orgánica, privada ya de pensamiento y sensibilidad, a los hornos crematorios, donde sufría el último proceso de destrucción bajo la acción de la energía térmica para transformarse en abono fosfórico, en cal y cenizas, en amoníaco, en gas carbónico y sulfuroso.
Un oficial de enlace se acercó a Liss y le alargó un telegrama. Todos vieron que, al leerlo, la cara del Obersturmbannführer se ensombrecía. El telegrama le comunicaba que el Obersturmbannführer Eichmann viajaba en coche por la autopista de Munich para entrevistarse con él aquella misma noche en la obra.
El viaje de Liss a Berlín se había ido al traste. ¡Y él que contaba con pasar la noche siguiente en su casa de campo, donde vivía su mujer enferma que tanto le echaba de menos! Antes de irse a dormir se habría sentado una o dos horas en su sillón, en el calor y la comodidad del hogar, con sus suaves zapatillas en los pies, olvidándose de aquella época funesta ¡Qué agradable era escuchar de noche, en la cama de su casa de campo, el rumor lejano de los cañones antiaéreos de Berlín!
Ya se veía la noche siguiente en Berlín, después de haber presentado su informe en la Prinz Albertstrasse y antes de partir de nuevo para el campo, en la hora de tregua, cuando no suele haber ni alarmas ni ataques aéreos… Habría visitado a la joven investigadora del Instituto de Filosofía; sólo ella sabía qué dura era su vida, qué inquietud turbaba su alma. En el fondo de su cartera, preparadas para ese encuentro, llevaba una botella de coñac y una caja de bombones. Ahora sus planes se habían ido al traste.
Los ingenieros, los químicos y los arquitectos le miraban preguntándose cuáles eran las preocupaciones que hacían fruncir el ceño al inspector de la Dirección General de Seguridad. ¿Quién podía saberlo?
En algunos momentos tenían la impresión de que la cámara no se subordinaba a sus creadores, que había cobrado vida propia, una vida de hormigón, que sentía apetito y estaba a punto de segregar toxinas, masticar con su mandíbula de acero e iniciar el proceso de digestión.
Stahlgang guiñó un ojo a Von Reineke y le susurró:
—Por lo visto Liss acaba de enterarse de que el Obersturmbannführer escuchará aquí su informe. Yo lo sé desde esta mañana. Se han frustrado sus perspectivas de descanso en familia y, seguramente, la cita con una amable señorita.
30
Liss se encontró con Eichmann aquella noche.
Eichmann tenía unos treinta y cinco años. Sus guantes, su gorra y sus botas, encarnaciones materiales de la poesía, de la arrogancia y la superioridad del ejército alemán, se parecían a los que llevaba el Reichsführer Himmler.
Liss conocía a la familia de Eichmann desde antes de la guerra; ambos eran de la misma ciudad. Cuando Liss estudiaba en la Universidad de Berlín, al tiempo que trabajaba primero en un periódico y luego en una revista de filosofía, realizaba visitas esporádicas a su ciudad natal, donde se enteraba de la suerte que habían corrido sus compañeros de instituto. Algunos habían sido empujados por la ola del éxito hacia la cumbre de la sociedad; luego la ola retrocedía y la fortuna y la fama sonreían a otros. Pero el joven Eichmann seguía llevando la misma vida, monótona y uniforme.
Las piezas de artillería en las inmediaciones de Verdún, la aparente victoria inminente, la derrota final y la inflación resultante, las contiendas políticas en el Reichstag, el torbellino de los movimientos izquierdistas y ultraizquierdistas en la pintura, el teatro, la música, las nuevas modas y el desmoronamiento de las nuevas modas… Nada de eso había cambiado la uniforme existencia de Eichmann.
Trabajó como agente en una empresa de provincias. Con la familia, y en las relaciones sociales se comportaba con moderada brutalidad y cautela. En todas las calles de la vida se cruzaba con una muchedumbre ruidosa, gesticulante, hostil. Adondequiera que fuera se veía rechazado por personas enérgicas y perspicaces, de ojos brillantes y oscuros, hábiles y experimentadas, que le dirigían miradas condescendientes…
En Berlín, después de terminar sus estudios en el instituto, no logró encontrar trabajo. Los directores de oficina y los propietarios de las empresas de la capital le decían que, por desgracia, no había puestos vacantes, pero Eichmann no tardaba en enterarse por otras vías de que el puesto al que aspiraba se lo habían dado a cualquier depravado de nacionalidad indefinida, polaca o italiana. Intentó matricularse en la universidad, pero la injusticia allí reinante se lo impidió. Se percató de que los examinadores perdían el interés en el momento en que posaban la mirada en su cara redonda de ojos claros, sus rubios cabellos de erizo, su nariz corta y recta. Le parecía, en cambio, que sentían predilección por aquellos de cara alargada, ojos oscuros, espalda curvada y estrecha; en definitiva, por los degenerados. No era el único, sin embargo, al que habían enviado de vuelta a la provincia. Era el destino de muchos. La raza de hombres que reinaba en Berlín procedía de todos los extractos sociales, pero sobre todo proliferaba en la clase intelectual, cosmopolita, despojada de rasgos nacionales e incapaz de distinguir entre un alemán y un italiano, un alemán o un polaco.
Se trataba de una raza particular, extraña, que aplastaba con indiferencia burlona a todos aquellos que intentaban rivalizar con ella en el plano cultural e intelectual. Era tremenda la sensación de potencia intelectual viva, superior, no agresiva que ésta irradiaba; aquella potencia se manifestaba en sus gustos exóticos de esa gente, en su modo de vida donde la observancia de la moda se mezclaba con la negligencia e indiferencia hacia ella, en su amor hacia los animales asociado a un estilo de vida completamente urbano, en el talento para la especulación abstracta unido a la pasión por todo lo burdo en la vida y el arte… Estas mismas personas eran las responsables de los avances que se producían en Alemania en el ámbito de la química de los colorantes, la síntesis del nitrógeno, la investigación de los rayos gamma, la producción de acero de alta calidad. Sólo para verlos a ellos llegaban a Alemania desde el extranjero científicos, pintores, filósofos e ingenieros. Pero precisamente aquella gente era la que menos se parecía a los alemanes; habían viajado por todo el mundo, sus amistades no eran alemanas, sus orígenes alemanes eran inciertos.
¿Qué oportunidad se le presentaba en tales condiciones al empleado de una empresa de provincias que intentaba labrarse una vida mejor? Se podía considerar afortunado por no pasar hambre.
Y helo aquí ahora, saliendo de su despacho después de haber guardado en la caja fuerte los documentos cuyo contenido sólo conocen tres personas en el mundo: Hitler, Himmler y Kaltenbrunner. Un gran coche negro le aguarda en la puerta. Los centinelas le saludan, el ayudante le abre con brío la portezuela: el Obersturmbannführer Eichmann parte. El chófer pisa el acelerador y la potente limusina de la Gestapo, saludada con respeto por la policía que se apresura a poner el disco del semáforo en verde, atraviesa las calles de Berlín y toma la autopista. Lluvia, niebla, señales de tráfico, curvas suaves en la autopista…
Smolevichi está lleno de casas apacibles con jardín, y la hierba crece en las aceras. En las calles de los modestos barrios de Berdíchev corretean entre el polvo gallinas sucias con sus patas color azufre marcadas con tinta roja y lila. En Kiev, en el barrio de Podol y la avenida Vasilkovskaya, hay edificios altos con las ventanas sucias y escaleras cuyos peldaños han sido desgastados por millones de botas de niños y chancletas de ancianos.
En los patios de Odessa se alzan plátanos con los troncos desconchados; se secan camisas y calzoncillos, sábanas de colores; peroles de mermelada de frutos del bosque humean en los braseros; recién nacidos de piel oscura que todavía no han visto el sol lloran en sus cunas.
En Varsovia, en un edificio de seis pisos delgado y de espaldas estrechas, viven costureras, encuadernadores, preceptores, cantantes de cabaré, estudiantes, relojeros.
En Stalindorf, por la noche se enciende el fuego en las isbas, el viento que sopla de Perekop huele a sal y a polvo caliente, las vacas sacuden sus pesadas cabezas y mugen…
En Budapest, en Fástov, en Viena, en Melitópol, en Amsterdam, en palacetes de relucientes ventanas acristaladas, en casuchas envueltas en el humo de las fábricas vivían personas que pertenecían a la nación judía.
Las alambradas del campo, los muros de las cámaras de gas, la arcilla de un foso antitanque unían ahora a millones de personas de edades, profesiones y lenguas diferentes, con intereses materiales y espirituales dispares, creyentes fanáticos y fanáticos ateos, trabajadores, parásitos, médicos y comerciantes, sabios e idiotas, ladrones, idealistas, contempladores, buenos, santos y crápulas. Todos estaban destinados al exterminio.
La limusina de la Gestapo engullía kilómetros y giraba por las autopistas otoñales.
31
Eichmann entró en la oficina para su encuentro nocturno con Liss y comenzó a bombardearle a preguntas antes incluso de sentarse en el sillón.
—Tengo poco tiempo. Mañana como muy tarde debo estar en Varsovia.
Ya había visto al comandante del campo y había hablado con el jefe de obra.
—¿Qué tal funcionan las fábricas? ¿Qué impresión le ha causado Foss? ¿Cree que los químicos están a la altura? —le preguntó a toda prisa.
Sus grandes dedos blancos con sus correspondientes grandes uñas rosadas removían los papeles sobre la mesa y de vez en cuando el Obersturmbannführer tomaba notas con una estilográfica. Liss tenía la sensación de que para Eichmann aquella empresa no tenía nada de especial, aunque ésta despertaba un secreto sobresalto de espanto hasta en los corazones más duros.
Liss había bebido mucho durante los últimos días. Le costaba respirar y por las noches sentía latir su corazón. Así y todo le parecía que el alcohol tenía un efecto menos nocivo en su salud que la tensión nerviosa a la que estaba sometido constantemente.
Soñaba con volver a su investigación sobre los líderes que se habían mostrado hostiles al nacionalsocialismo y encontrar la solución de problemas crueles y complejos, pero que podían ser resueltos sin derramamiento de sangre. Entonces dejaría de beber y fumaría sólo dos o tres cigarrillos al día. Hacía poco tiempo que había mandado llamar a su despacho a un viejo bolchevique ruso con quien había jugado una partida de ajedrez político. Al volver a su casa había dormido sin tomar somníferos y no se había despertado hasta las nueve de la mañana.
La inspección nocturna del Obersturmbannführer y Liss a la cámara de gas les tenía reservada una pequeña sorpresa. Los ingenieros habían colocado en medio de la cámara una mesita con vino y entremeses, y Reineke invitó a los dos dirigentes a tomar una copa.
Aquella encantadora idea hizo reír a Eichmann, que afirmó:
—Con mucho gusto tomaré un tentempié.
Entregó la gorra al guardia y se sentó a la mesa. De repente su enorme cara adquirió una expresión de bondadosa concentración, la misma que adoptan millones de hombres amantes de la buena comida cuando se sientan a una mesa servida.
Reineke, de pie, sirvió el vino, y todos alzaron su copa con la mano, esperando a que Eichmann propusiera un brindis.
En aquel silencio de hormigón, en aquellas copas llenas, había tanta tensión que Liss pensó que su corazón no iba a poder resistirlo. Deseaba que un brindis grandilocuente por el triunfo del ideal alemán ayudara a descargar la atmósfera. Pero la tensión, en lugar de mitigarse, seguía creciendo mientras el Obersturmbannführer masticaba un bocadillo.
—¿A que esperan, señores? —preguntó Eichmann—. El jamón es excelente.
—Estamos esperando a que el maestro de ceremonias proponga un brindis —dijo Liss.
El Obersturmbannführer levantó la copa.
—Por nuestro trabajo, que siga cosechando éxitos. Sí, me parece que verdaderamente esto merece un brindis.
Eichmann era el único que comía con avidez y apenas bebía.
Por la mañana Eichmann hacía gimnasia en calzoncillos delante de la ventana abierta. En la niebla se distinguían las filas rectas de los barracones del Lager y llegaba el sonido de los pitidos de la locomotora.
Liss no envidiaba a Eichmann. También él gozaba de una posición elevada sin excesivas responsabilidades. Se le consideraba uno de los hombres más inteligentes de la Gestapo. A Himmler le gustaba conversar con él.
Los altos dignatarios, por lo general, evitaban hacer ostentación de su superioridad jerárquica en su presencia. Estaba acostumbrado a que le trataran con respeto, y no sólo en los servicios de seguridad. La Gestapo se respiraba y vivía en todas partes: en la universidad, en la firma del director de un sanatorio infantil, en las audiciones de los jóvenes cantantes de ópera, en las decisiones del jurado encargado de escoger los cuadros para la exposición de primavera, en la lista de candidatos para las elecciones del Reichstag.
Era el eje en torno al cual se articulaba la vida. Era gracias a la Gestapo que la justicia del Partido siempre era infalible, que su lógica —o su falta de lógica— triunfaba sobre cualquier otra lógica, su filosofía sobre cualquier otra filosofía. ¡Era la varita mágica! Bastaba con dejarla caer para que toda la magia desapareciera: un gran orador se convertiría en un simple charlatán, un célebre científico en un popularizador de ideas ajenas. Era preciso que aquella varita mágica nunca se cayera de la mano.
Aquella mañana, al mirar a Eichmann, Liss sintió por primera vez en su vida que le carcomía una envidia irrefrenable.
Unos minutos antes de partir Eichmann dijo pensativo:
—Usted y yo somos paisanos, ¿verdad?
Comenzaron a recitar de memoria los nombres de las calles que les gustaban de su ciudad, los restaurantes, los cines.
—Hay lugares, por supuesto, donde nunca he puesto un pie —dijo Eichmann, y pronunció el nombre de un club donde no admitían a los hijos de los artesanos.
Liss, cambiando de tema, preguntó:
—Dígame, ¿es posible tener una idea aproximada del número de judíos del que estamos hablando?
Era consciente de que le había formulado una pregunta trascendental, una pregunta a la que tal vez sólo tres personas en el mundo, además de Himmler y el Führer, podían responder.
Pero después de rememorar los años duros de la juventud en la época de la democracia y el cosmopolitismo era el momento idóneo para que Liss confesara su ignorancia y pidiera información. Eichmann respondió.
—¿Millones? —inquirió Liss, aturdido.
Eichmann se encogió de hombros.
Durante unos instantes guardaron silencio.
—Lamento mucho que no nos hayamos conocido en nuestra época de estudiantes —dijo Liss—; en nuestros años de aprendizaje, como dijo Goethe.
—Yo estudié en provincias, no en Berlín. No lamente nada —replico Eichmann, y añadió—: Es la primera vez que digo esta cifra en voz alta. Contando Berchtesgaden, la cancillería del Reich y la oficina de nuestro Führer, quizás haya sido pronunciada siete u ocho veces en total.
—Lo entiendo; no es algo que mañana vayamos a leer en los periódicos.
—Eso es precisamente a lo que me refería —corroboró Eichmann.
Lanzó una mirada irónica a Liss, y éste tuvo la inquietante sensación de que su interlocutor era más inteligente que él.
Eichmann prosiguió:
—Aparte del vínculo con nuestra tranquila ciudad cubierta de verdor, hay otra razón por la que le he dicho esa cifra. Desearía que nos uniera en nuestro futuro trabajo en común.
—Gracias —dijo Liss—. Lo pensare; se trata de un asunto muy serio.
—Por supuesto. La propuesta no es solo mía. —Eichmann apuntó con el dedo hacia arriba—. Si usted se une conmigo en esta tarea y Hitler pierde, a usted y a mí nos colgarán juntos.
—Una perspectiva encantadora. Vale la pena meditarlo —dijo Liss.
—¿Se imagina? Dentro de dos años estaremos de nuevo sentados en esta misma cámara ante una confortable mesa y diremos: «¡En veinte meses hemos resuelto un problema que la humanidad no había resuelto en veinte siglos!».
Se despidieron, Liss siguió la limusina con la mirada.
Tenía sus propias ideas sobre las relaciones personales en el seno de un Estado. La vida en el Estado nacionalsocialista no podía desarrollarse libremente, había que calcular cada paso.
Y para controlar y organizar fábricas y ejércitos, círculos literarios, las vacaciones estivales de las personas, sus sentimientos maternales, cómo respiraban y cantaban, hacían falta líderes. La vida había perdido el derecho a crecer como la hierba, a agitarse como el mar. Liss consideraba que había cuatro tipos de líderes.
El primer tipo estaba formado por hombres de una pieza, a menudo desprovistos de una particular inteligencia o de capacidad de análisis. Estas personas adoptaban eslóganes y fórmulas de los periódicos y las revistas, citas de los discursos de Hitler y artículos de Goebbels, de los libros de Franck y Rosenberg. Sin tierra firme bajo sus pies, estaban perdidos. No reflexionaban sobre las relaciones entre diferentes fenómenos y, con cualquier pretexto, se mostraban crueles e intolerantes. Se lo tomaban todo en serio: la filosofía, la ciencia nacionalsocialista y sus oscuras revelaciones, los logros del nuevo teatro y la nueva música, o la campaña electoral del Reichstag. Como escolares, se reunían para empollar el Mein Kampf, hacían resúmenes de conferencias y folletos. Por lo general, llevaban una vida modesta, a veces pasaban necesidades, y estaban más dispuestos que el resto de las categorías a ofrecerse voluntarios para cubrir puestos que los separaran de sus familias. En un primer momento Liss había tenido la impresión de que Eichmann pertenecía a esta categoría.
El segundo tipo estaba constituido por los cínicos inteligentes, los hombres que estaban al corriente de la existencia de la varita mágica. En compañía de amigos de confianza, se reían de muchas cosas: de la ignorancia de los nuevos doctores y profesores, de los errores y la moral de los Leiter y los Gauleiter. El Führer y los ideales supremos eran la única cosa de la que no se reían. Estos hombres vivían normalmente a cuerpo de rey, bebían mucho, y su presencia era cada vez mayor en los peldaños superiores de la escala jerárquica del Partido que en la base, donde predominaban los jefes del primer tipo.
En la cúspide regía una tercera categoría: allí sólo había lugar para ocho o nueve personas, que admitían a unas quince o veinte más en el seno de sus reuniones. Se trataba de un mundo sin dogmas donde se podía discutir de todo con plena libertad. Allí, nada de ideales; sólo pura matemática y la alegría de los grandes maestros que no conocían la piedad.
A veces Liss tenía la sensación de que en Alemania todo giraba en torno a ellos, a su bienestar.
Liss también había constatado que la aparición en la cúspide de personas con facultades limitadas siempre presagiaba acontecimientos siniestros. Los controladores del mecanismo social elevaban a los dogmáticos sólo para confiarles las tareas más cruentas. Y éstos, necios, disfrutaban por un tiempo de la ebriedad del poder, pero luego, una vez cumplido el trabajo, eran borrados del mapa; a menudo corrían la misma suerte que sus víctimas. En la cima quedaban, como antes, los imperturbables maestros.
Los simplones, los que correspondían al primer tipo, estaban dotados de una cualidad excepcionalmente valiosa: eran del pueblo. No se limitaban a citar a los clásicos del nacionalsocialismo, también hablaban la lengua del pueblo. Su rudeza parecía sencilla, popular. Sus bromas provocaban la risa en las reuniones obreras.
El cuarto tipo era el de los ejecutores, hombres que eran completamente indiferentes al dogma, a las ideas, a la filosofía; también estaban privados de capacidad analítica. El nacionalismo les pagaba y ellos le servían. Su única gran pasión eran las vajillas, los trajes, las casas de campo, los objetos de valor, los muebles, los automóviles, los frigoríficos. No les gustaba demasiado el dinero porque no creían en su estabilidad.
Liss aspiraba a mezclarse con los altos dirigentes, soñaba con su compañía y su intimidad; allí, en el reino de la inteligencia y la ironía, de la lógica elegante, se sentía a gusto, bien, cómodo.
Pero a una altura aterradora, por encima de aquellos líderes, por encima de la estratosfera, había un mundo oscuro, incomprensible, confuso, cuya falta de lógica era inquietante, y en aquel mundo superior imperaba el Führer.
Lo que mas aterrorizaba a Liss de Hitler era la inconcebible yuxtaposición que se daba en él de elementos contradictorios: era el maestro absoluto, el gran mecánico, dotado del cinismo y la crueldad matemática más refinada, superior a la de todos sus colaboradores más estrechos juntos. Pero, al mismo tiempo, poseía un frenesí dogmático, una fe fanática y ciega, una falta de lógica bovina que Liss sólo había encontrado en los niveles más bajos, casi subterráneos, de la dirección del Partido. Creador de la varita mágica y sumo sacerdote, era al mismo tiempo un feligrés oscuro y frenético.
Y ahora, mientras seguía con la mirada el coche que se alejaba, Liss sintió que Eichmann había suscitado en él aquel confuso sentimiento que al mismo tiempo aterrorizaba y atraía y que hasta el momento sólo le había provocado una sola persona en el mundo: el Führer del pueblo alemán, Adolf Hitler.
32
El antisemitismo se manifiesta de modos diversos, desde el desprecio burlesco hasta los sangrientos pogromos.
Puede asumir diferentes aspectos: ideológico, interior, oculto, histórico, cotidiano, fisiológico, y son varias sus formas: individual, social, estatal.
El antisemitismo se encuentra en el mercado y en las sesiones del presídium de la Academia de las Ciencias, en el alma de un hombre viejo y en los juegos infantiles. Sin perder un ápice de su fuerza, el antisemitismo ha pasado de la época de las lámparas de aceite, los barcos de vela y las ruecas a la época de los motores de reacción, las pilas atómicas y las máquinas electrónicas.
El antisemitismo nunca es un fin, siempre es un medio; es un criterio para medir contradicciones que no tienen salida.
El antisemitismo es un espejo donde se reflejan los defectos de los individuos, de las estructuras sociales y de los sistemas estatales. Dime de qué acusas a un judío y te diré de qué eres culpable.
El odio hacia el régimen de servidumbre de la patria incluso en la mente del campesino Oleinichuk, combatiente por la libertad encarcelado en Schlisselburg, se transforma en odio hacia los polacos y los judíos. E incluso un genio como Dostoyevski vio un judío usurero allí donde debería haber visto los ojos despiadados del contratista, el fabricante y el esclavista rusos.
Y el nacionalsocialismo, al acusar al pueblo judío que él mismo había inventado de racismo, de ansia de dominar el mundo y de una indiferencia cosmopolita hacia la nación alemana, proyectaba sobre los judíos sus propios rasgos. Pero éste es sólo uno de los aspectos del antisemitismo.
El antisemitismo es la expresión de la falta de talento, de la incapacidad de vencer en una contienda disputada con las mismas armas; y eso es aplicable a todos los campos, tanto la ciencia como el comercio, la artesanía, la pintura. El antisemitismo es la medida de la mediocridad humana. Los Estados buscan la explicación de sus fracasos en las artimañas del judaísmo internacional. Pero éste es sólo uno de los aspectos del antisemitismo.
El antisemitismo es la expresión de la falta de cultura en las masas populares, incapaces de analizar las verdaderas causas de su pobreza y sufrimiento. Las gentes incultas ven en los judíos la causa de sus desgracias en lugar de verla en la estructura social y el Estado. Pero también el antisemitismo de las masas no es más que uno de sus aspectos.
El antisemitismo es la medida de los prejuicios religiosos que está latente en las capas más bajas de la sociedad. Pero éste, también, es sólo uno de los aspectos del antisemitismo.
La repugnancia hacia el aspecto físico de los judíos, hacia su manera de hablar y comer, no es ni mucho menos la causa real del antisemitismo fisiológico. De hecho, el mismo hombre que habla con desagrado de los cabellos rizados de los judíos, de su modo de gesticular, entra en éxtasis ante los niños de pelo oscuro y crespo de los cuadros de Murillo, y se muestra indiferente a la pronunciación gutural, al modo de gesticular de los armenios y mira sin aversión los gruesos labios de un negro.
El antisemitismo ocupa un lugar particular en la historia de la persecución a las minorías nacionales. Es un fenómeno único porque el destino histórico de los judíos es único.
Al igual que la sombra de un hombre da una idea de su figura, también el antisemitismo nos da una idea de la historia y el destino de los judíos. La historia del pueblo judío se encuentra ligada y mezclada con abundantes cuestiones políticas y religiosas a nivel mundial. Y ése es el primer rasgo que distingue a los judíos de otras minorías nacionales. Los judíos viven en casi todos los países del mundo. La insólita dispersión de una minoría nacional en los dos hemisferios constituye el segundo rasgo distintivo de los judíos.
Durante el apogeo del capital mercantil, aparecieron los comerciantes y los usureros judíos. Con el florecimiento de la industria muchos judíos emergieron como técnicos y emprendedores. En la era atómica, no pocos judíos dotados de talento se dedicaron a la física nuclear.
Durante las luchas revolucionarias un buen número de judíos se revelaron como destacados revolucionarios. Constituyen una minoría nacional que no se margina en la periferia social y geográfica, sino que se esfuerza en desempeñar un papel central en el desarrollo de las fuerzas ideológicas y productivas. En eso consiste la tercera particularidad de la minoría nacional judía.
Una parte de la minoría judía se asimila, se confunde en la población autóctona del país, mientras una amplia base popular conserva su religión, su lengua y sus costumbres. El antisemitismo toma como regla acusar sistemáticamente a los judíos asimilados de perseguir oscuras aspiraciones nacionalistas y religiosas, mientras que los judíos no asimilados, artesanos y trabajadores manuales en su mayoría, son acusados de las actividades de aquellos que han tomado parte en la revolución, que dirigen la industria, que crean reactores atómicos, empresas y bancos.
Cada uno de estos rasgos tomado por separado puede hacer referencia a cualquier otra minoría nacional, pero sólo los judíos han aglutinado en sí todos ellos.
El antisemitismo también refleja estas particularidades. También ha estado ligado a las principales cuestiones de la política mundial, de la vida económica, ideológica y religiosa. En eso consiste su siniestra peculiaridad. La llama de sus hogueras ha iluminado los períodos más terribles de la historia.
Cuando el Renacimiento irrumpió en el desierto del medievo católico, el mundo de las tinieblas fue iluminado por las hogueras de la Inquisición. Aquellas llamas no sólo alumbraron el poder del mal, también iluminaron el espectáculo de la destrucción.
En el siglo XX, un aciago régimen nacionalista encendió las hogueras de Auschwitz, de los hornos crematorios de Lublin y Treblinka. Estas llamas no sólo iluminaron el breve triunfo del fascismo, sino que también indicaron a la humanidad que el fascismo estaba condenado. Épocas históricas enteras, así como gobiernos reaccionarios fallidos e individuos con la esperanza de mejorar su suerte recurren al antisemitismo en un intento de escapar a un destino inexorable.
¿Ha habido casos en estos dos milenios en que la libertad y el humanitarismo se hayan servido del antisemitismo para alcanzar sus fines? Es probable pero no los conozco.
El antisemitismo del día a día es un antisemitismo que no hace correr la sangre. Sólo atestigua que en el mundo existen idiotas, envidiosos y fracasados.
En los países democráticos puede nacer un antisemitismo de tipo social. Se manifiesta en la prensa que representa a estos o aquellos grupos reaccionarios; en las acciones de grupos del mismo tipo, por ejemplo mediante el boicot de la mano de obra o de los productos judíos; en la religión y en la ideología de los reaccionarios.
En los países totalitarios, donde no existe la sociedad civil, el antisemitismo sólo puede ser estatal.
El antisemitismo estatal es el indicador de que el Estado intenta sacar provecho de los idiotas, los reaccionarios, los fracasados, de la ignorancia de los supersticiosos y la rabia de los hambrientos. La primera etapa es la discriminación: el Estado limita las áreas en las que los judíos pueden vivir, la elección de profesión, su acceso a posiciones importantes y el derecho a matricularse en las universidades y obtener títulos académicos, grados, etcétera.
La siguiente etapa es el exterminio.
Cuando las fuerzas de la reacción entablan una guerra mortal contra las fuerzas de la libertad, el antisemitismo se convierte en una ideología de Partido y del Estado; eso es lo que ocurrió en el siglo XX con el fascismo.
33
Las unidades recién constituidas avanzaban hacia el frente de Stalingrado en secreto, durante la noche.
En el curso medio del Don, en la zona noroeste de Stalingrado, se estaban concentrando las fuerzas del nuevo frente. Los convoyes descargaban en plena estepa, en las vías férreas recién construidas.
A la primera luz del alba, los ríos de hierro que habían llenado la noche de ruido de repente se aquietaban, y en la estepa quedaba suspendida una ligera bruma polvorienta.
De día, los tubos de los cañones se cubrían con maleza seca y montones de paja, tanto que parecía que no hubiera en el mundo objetos más pacíficos que aquellas piezas de artillería fundidas en la estepa otoñal. Loa aviones, con las alas extendidas, como insectos muertos y secos, yacían en los aeródromos, cubiertos bajo redes de camuflaje.
Cada día los triángulos, los rombos, los círculos se hacían más y más densos, y más densa se volvía la red de cifras sobre aquel mapa que sólo conocían unos pocos hombres. Los ejércitos del recién formado frente suroeste, ahora frente de ataque, tomaban posiciones en la línea de partida y se disponían a avanzar.
Entretanto, en la orilla izquierda del Volga, bordeando el humo y el estruendo de Stalingrado, los cuerpos de tanques y las divisiones de artillería avanzaban a través de las estepas desiertas hacia las apacibles ensenadas. Las tropas que habían cruzado el Volga tomaban posiciones en la estepa calmuca, en el terreno salino situado entre los lagos. Aquellas fuerzas se estaban concentrando en el flanco derecho de los alemanes. El alto mando soviético estaba preparando el cerco de las divisiones de Paulus.
Durante las noches oscuras, bajo las nubes y estrellas otoñales, buques de vapor, transbordadores y barcazas trasladaban a la orilla derecha, la calmuca, más al sur de Stalingrado, los tanques de Nóvikov.
Miles de hombres vieron los nombres de famosos generales rusos —Kutúzov, Suvórov, Aleksandr Nevskir— escritos con pintura blanca en las torres de los carros.
Millones de hombres vieron la artillería pesada, los morteros y las columnas de camiones Ford y Dodge, enviados por los aliados occidentales, avanzando en dirección a Stalingrado.
Y sin embargo, aunque este movimiento fuera evidente para millones de hombres, la concentración de enormes contingentes militares preparados para lanzar la ofensiva al noroeste y al sur de Stalingrado se hacía con el máximo secretismo.
¿Cómo era posible? Los alemanes también estaban al corriente de aquellas grandes maniobras. De hecho era imposible esconderlo, como es imposible que un hombre eluda el viento al atravesar la estepa.
Los alemanes sabían lo que estaba pasando, pero desconocían que el ataque era inminente. Cualquier teniente alemán, con solamente echar un vistazo al mapa donde estaban marcadas las posiciones aproximadas de las principales concentraciones de las fuerzas rusas, podría haber descifrado el secreto militar mejor guardado de la Unión Soviética, un secreto que sólo Stalin, Zhúkov y Vasilievski conocían.
No obstante, el cerco de las tropas alemanas en Stalingrado constituyó una sorpresa para los tenientes y los mariscales de campo alemanes.
¿Cómo era posible que aquello hubiera sucedido?
Stalingrado continuaba resistiendo. A pesar de los grandes contingentes desplegados, los ataques alemanes no conducían a la victoria decisiva. Algunos regimientos rusos sólo contaban con unas docenas de soldados. Fueron aquellos pocos hombres quienes, soportando todo el peso de la terrible batalla, indujeron los cálculos erróneos de los alemanes.
Los alemanes se negaban a creer que todos sus ataques serían rechazados por un puñado de hombres. Estaban convencidos de que las reservas soviéticas estaban destinadas a sostener y alimentar la defensa de Stalingrado. Los verdaderos estrategas de la ofensiva de Stalingrado fueron los soldados que repelieron los ataques de la división de Paulus a orillas del Volga.
Sin embargo, la implacable astucia de la historia se escondía todavía más profundamente; y en aquella profundidad, la libertad que hacía nacer la victoria, aun siendo el objetivo mismo de la guerra, se convertía con el roce de los dedos astutos de la historia en un medio de conducir la guerra.
34
Una vieja, cuya cara enfurruñada delataba su preocupación, se dirigió hacia su casa con una brazada de hierbas secas. Pasó por delante de un jeep cubierto de polvo y de un tanque del Estado Mayor protegido por una lona. Caminaba, huesuda y taciturna; se habría podido creer que no había nada más banal que aquella viejita que pasaba por delante de un tanque arrimado a su casa. Y sin embargo, no había nada más significativo en los acontecimientos del mundo que el vínculo que existía entre aquella vieja, su hija poco agraciada que había llevado a la vaca a cubierto para ordeñarla, su nieto de cabellos rubios que, metiéndose un dedo en la nariz, vigilaba los chorros que brotaban de las ubres de la vaca, y las tropas acantonadas en la estepa.
Todos aquellos hombres, los oficiales de los Estados Mayores de varios cuerpos y ejércitos, los generales que fumaban bajo los rústicos y ennegrecidos iconos religiosos de una isba, los cocineros de los generales que asaban la carne de carnero en los hornos, las telefonistas que se enrollaban los mechones de pelo con cartuchos o clavos, el chófer que se afeitaba una mejilla en el patio sobre una palangana de hojalata, mirándose en el espejo con el rabillo del ojo mientras con el otro controlaba el cielo (no fuera a ser que llegaran los alemanes): todo aquel mundo de acero, electricidad y gasolina, todo ese mundo de guerra, era parte integrante de la larga serie de pueblos, aldeas y granjas diseminadas por la estepa.
Existía un hilo invisible que unía a la vieja, los jóvenes de hoy en sus tanques y aquellos que en verano habían llegado a pie, extenuados, pidiéndole que les dejara pasar la noche en su casa y que luego, llenos de miedo, no habían logrado conciliar el sueño y salían constantemente para comprobar que todo estuviera tranquilo.
Existía un hilo invisible que unía a aquella vieja en su pueblo de la estepa calmuca con aquella que, en los Urales, había posado un ruidoso samovar de cobre en el Estado Mayor del cuerpo blindado de la reserva; con aquella otra que en junio, cerca de Vorónezh, había instalado a un coronel sobre la paja del suelo y se había santiguado al mirar a través de la pequeña ventana el resplandor rojo de los incendios; pero aquel vínculo era tan familiar que no lo habían notado ni la vieja que acarreaba su carga para encender la estufa, ni el coronel acostado en el suelo.
En la estepa flotaba un silencio maravilloso, pero en cierto modo abrumador. ¿Sabían los hombres que iban y venían aquella mañana por la avenida Unter den Linden que Rusia había vuelto su rostro hacia Occidente y se disponía a atacar, a avanzar?
Nóvikov, desde el zaguán, llamó al chófer Jaritónov.
—Coge los capotes, el mío y el del comisario; volveremos tarde.
Guétmanov y Neudóbnov también salieron al zaguán.
—Mijaíl Petróvich —dijo Nóvikov—. Si pasa cualquier cosa llame a Kárpov y después de las tres a Belov o Makárov.
—¿Qué cree que puede pasar aquí? —preguntó Neudóbnov.
—Nunca se sabe. Tal vez la visita inesperada de un superior —dijo Nóvikov.
Dos puntitos se alejaron del sol y descendieron volando hacia el pueblo. El quejido de los motores se hizo cada vez más fuerte, su irrupción, más virulenta, sacando a la estepa de su letargo.
Jaritónov bajó de un salto del jeep y corrió a refugiarse tras la pared de un granero.
—¿Pero qué te pasa, idiota? ¿Tienes miedo de los nuestros? —gritó Guétmanov.
En ese mismo momento uno de los aviones descargo una ráfaga de ametralladora y el segundo lanzó una bomba.
El aire aulló, sonó un ruido de cristales rotos, una mujer lanzó un grito penetrante, un niño rompió a llorar, los terrones levantados por la explosión aporrearon el suelo.
Nóvikov se agazapó al oír caer la bomba, En un segundo todo quedó sumergido en el polvo y el humo. Lo único que veía era a Guétmanov, que estaba a su lado. La silueta de Neudóbnov emergió de la nube de polvo: erguido, sacando pecho, La cabeza alta; era el único que no había encogido el cuerpo para pegarse al suelo; permanecía inmóvil, como esculpido en madera.
Guétmanov, un poco pálido pero alegre y lleno de excitación, se sacudió el polvo de los pantalones y dijo con una jactancia cautivadora:
—No pasa nada. Los pantalones, por lo visto, siguen secos y nuestro general no se ha movido siquiera.
Después, acompañado de Neudóbnov, fue a mirar a qué distancia del cráter habían saltado los terrones y se asombraron de que los cristales de las casas más lejanas se hubieran roto mientras que los de la más cercana estaban intactos.
Nóvikov sentía curiosidad por las reacciones de aquellos hombres que asistían por primera vez a la explosión de una bomba. Estaban visiblemente impresionados ante la idea de que aquella bomba se había fabricado, levantado en el aire y lanzado a la tierra con un único objetivo: matar al padre de los pequeños Guétmanov y al padre de los pequeños Neudóbnov. Eso era de lo que se ocupaban los hombres en la guerra.
Cuando se pusieron en camino, Guétmanov no dejó de hablar de la incursión aérea, pero de pronto se interrumpió:
—Debe de hacerte gracia escucharme, Piotr Pávlovich; sobre tu cabeza han caído miles de bombas, pero para mí ésta es la primera. —Volvió a interrumpirse, y dijo—: Dime, Piotr Pávlovich, ¿por casualidad Krímov ha sido hecho prisionero alguna vez?
—¿Krímov? ¿Por que lo preguntas?
—Oí una conversación interesante al respecto en el Estado Mayor del frente.
—Creo que sufrió un cerco, pero no fue hecho prisionero. En cualquier caso, ¿de qué trataba la conversación?
Como si no le hubiera oído, Guétmanov golpeó ligeramente en el hombro a Jaritónov y dijo:
—El camino es por allí; lleva directamente al Estado Mayor de la primera brigada, evitando el barranco. He aprendido a orientarme, ¿eh?
Nóvikov ya estaba acostumbrado a que Guétmanov nunca siguiera el hilo de una conversación: ahora contaba una historia, ahora formulaba una pregunta repentina, después retomaba un relato interrumpido para intercalarlo con una nueva pregunta. Sus pensamientos parecían moverse en zigzag, sin orden ni concierto. Pero sólo en apariencia. En realidad no era así; se trataba sólo de una impresión.
Guétmanov hablaba a menudo de su mujer y de sus hijos. Siempre llevaba encima un grueso fajo de fotografías familiares y había enviado dos veces a un hombre a Ufá con paquetes de comida.
Sin embargo eso no le había impedido iniciar una relación con la doctora morena del puesto de socorro, Tamara Pávlovna, y no se trataba de un mero capricho. Una mañana Vershkov informó a Nóvikov con voz trágica:
—Camarada coronel, la doctora ha pasado la noche con el comisario y no se ha ido hasta el amanecer.
—No es asunto suyo, Vershkov —contestó Nóvikov—. Sería mejor que no viniera a traerme los dulces a escondidas.
Guétmanov no se esforzaba en esconder su relación con Támara Pávlovna y ahora, mientras viajaban por la estepa, se inclinó hacia Nóvikov y le confesó en un susurro:
—Piotr Pávlovich, sé de un muchacho que se ha enamorado de la doctora —y miró a Nóvikov con ojos dulces y lastimeros.
—Un comisario, tengo entendido —dijo Nóvikov lanzando una mirada al conductor.
—Bueno, los bolcheviques no son monjes —le explicó Guétmanov bisbiseando—. La amo, ¿entiendes? Soy un viejo estúpido.
Guardaron silencio algunos minutos y Guétmanov, como si no acabara de hacerle una confidencia, le dijo en tono diferente:
—En cuanto a ti, Piotr Pávlovich, no adelgazas ni un gramo. Parece que estás como en casa en el frente. Yo, por ejemplo, estoy hecho para trabajar en el Partido. Llegué a mi obkom en el momento más difícil. A otro le hubiera dado un ataque al corazón. El plan para la entrega del trigo no se había cumplido y el camarada Stalin me telefoneó dos veces, pero yo como si nada, engordé igual que si estuviera de vacaciones. Tú también eres así.
—Sólo el demonio sabe para qué estoy hecho yo —replicó Nóvikov—. Tal vez esté hecho para la guerra, después de todo —y se echó a reír—. Me he dado cuenta de una cosa: cada vez que pasa algo interesante, lo primero que pienso es que debo recordarlo para contárselo a Yevguenia Nikoláyevna. Los alemanes os han tirado por primera vez una bomba a ti y a Neudóbnov e inmediatamente he pensado: «Tengo que contárselo».
—De modo que escribes informes, ¿eh? —preguntó Guétmanov.
—Así es.
—Lo entiendo, es tu mujer —dijo Guétmanov—. No hay nadie que esté tan cerca de uno como su mujer.
Llegaron a la primera brigada y se apearon del coche.
En la cabeza de Nóvikov pululaban apellidos, nombres de poblaciones, problemas pequeños y grandes, cosas claras u oscuras, órdenes que dar o referir.
De noche se despertaba sobresaltado, angustiado por las dudas: ¿valía la pena abrir fuego a una distancia superior a la escala del alza? ¿Tenía sentido disparar durante el avance? ¿Serian capaces los comandantes de las unidades de valorar con rapidez y precisión los cambios de situación durante el combate, de tomar decisiones autónomamente, de dar órdenes en el acto?
Luego imaginaba como, convoy tras convoy, sus tanques rompían la defensa germano-rumana, logrando abrir una brecha, perseguir al enemigo en combinación con el ataque aéreo, la artillería autopropulsada, la infantería motorizada, los zapadores; empujarían al enemigo cada vez más al oeste, apoderándose de los pasos de los ríos y los puentes, evitando los campos de minas, eliminando las bolsas de resistencia. Presa de una excitación alegre, sacaba los pies descalzos de la cama y, sentado en la oscuridad, con la respiración entrecortada, presentía la felicidad inminente.
Nunca había sentido deseos de hacer partícipe a Guétmanov de estos pensamientos nocturnos.
En la estepa, con mayor frecuencia que en los Urales, se irritaba con Neudóbnov y Guétmanov. «Han llegado aquí para los postres», pensaba.
Ya no era el mismo hombre que en 1941. Ahora bebía más, soltaba tacos, se irritaba. Una vez le había levantado la mano al oficial encargado del suministro de carburante. Había notado que le tenían miedo.
—Sólo el demonio sabe si estoy hecho para la guerra —repitió Nóvikov—. Lo mejor sería vivir con la mujer que uno ama en alguna isba perdida en lo más profundo del bosque. Saldría a cazar y regresaría por la noche. Ella haría la sopa y nos iríamos a la cama. No es la guerra lo que alimenta a un hombre.
Guétmanov, con la cabeza baja, lo miró atentamente.
El comandante de la primera brigada, el coronel Kárpov, era un hombre de carrillos abultados, cabellos rojos y ojos de aquel azul penetrante y claro típico de los pelirrojos. Recibió a Nóvikov y Guétmanov al lado del radiotransmisor.
Había combatido durante algún tiempo en el frente noroeste, donde más de una vez tuvo que enterrar sus tanques para transformarlos en posiciones de tiro estático.
Acompañó a Nóvikov y a Guétmanov durante su inspección de la primera brigada y, viendo sus gestos distendidos, se habría podido pensar que él era el superior.
A juzgar por su constitución, parecía un hombre bonachón aficionado a la cerveza y a las comidas copiosas. Pero su naturaleza era totalmente diferente: taciturna, fría, suspicaz, mezquina. No era hospitalario y tenía fama de avaro.
Guétmanov elogió el esmero con el que habían sido cavados los búnkeres y los refugios para los tanques y las armas.
Al comandante de la brigada no se le había escapado ningún detalle: la eventual dirección de un ataque enemigo, la posibilidad de un asalto por los flancos; lo único que no había tenido en cuenta era que la inminente batalla le obligaría a pasar a la ofensiva, romper el frente enemigo e iniciar la persecución.
A Nóvikov le irritaban sobremanera las inclinaciones de cabeza y las palabritas de aprobación de Guétmanov.
Y Kárpov, como si quisiera añadir más leña al fuego, dijo:
—Permítame, camarada coronel, que le cuente lo que pasó una vez en Odessa. Bueno, nosotros estábamos perfectamente atrincherados. Al anochecer pasamos al contraataque y les dimos un buen golpe a los rumanos. Por la noche, siguiendo órdenes del comandante, toda nuestra defensa, como si de un solo hombre se tratara, se dirigió al lugar convenido para embarcar. Los rumanos comenzaron a atacar las trincheras abandonadas a las diez de la mañana, pero nosotros ya estábamos en el mar Negro.
—Bien, sólo espero que no le suceda eso aquí, que no tenga que quedarse plantado delante de las trincheras rumanas vacías —dijo Nóvikov.
¿Sería capaz Kárpov, llegado el momento del ataque, de forzar el avance, día y noche, y dejar a sus espaldas las bolsas de resistencia del enemigo? ¿Sería capaz de arremeter dejando al descubierto la cabeza, la nuca, los flancos? ¿Se apoderaría de él la furia de la persecución? No, no era su carácter.
A su alrededor todo dejaba ver los rastros del reciente incendio y era extraño que el aire fuera tan gélido. Los tanquistas estaban absortos en las preocupaciones cotidianas de todo soldado: uno se afeitaba sentado sobre el carro después de haber acomodado un espejito sobre la torreta, otro limpiaba el fusil, otro escribía una carta y al lado, sobre una tela extendida en el suelo, otros jugaban a las cartas, mientras un nutrido grupo, suspirando de vez en cuando, formaba un circulo alrededor de la enfermera.
Y aquella escena trivial, bajo el cielo infinito, sobre la tierra infinita, se llenaba de una melancolía crepuscular.
De repente, un comandante de batallón se puso en pie, se ajustó la chaqueta y gritó:
—¡Batallón, firmes!
Nóvikov, como para contradecirle, replicó:
—Descansen, descansen.
Por allí donde pasaba el comisario soltando sus frasecitas, se oían estallidos de risas y los tanquistas intercambiaban miradas, mientras sus caras se volvían más alegres.
El comisario les preguntaba qué tal había ido la separación de las muchachas de los Urales, si habían gastado mucho papel escribiéndoles cartas, si recibían puntualmente en la estepa la Estrella Roja.
Luego, la tomó con el intendente:
—¿Qué han comido hoy los soldados? ¿Y ayer? ¿Y anteayer? ¿Tú también has comido sopa de cebada y tomates verdes tres días seguidos? ¡Mandad llamar al cocinero! —ordenó entre las risas de los tanquistas—. Que venga y diga qué ha preparado hoy de desayuno para el intendente.
Sus preguntas sobre las condiciones de vida de los tanquistas sonaban como un reproche a los comandantes de las unidades. Era como si les estuviera diciendo: «¿Por qué pensáis siempre en el material y nunca en los hombres?».
El intendente, un hombre delgado con unas viejas botas de lona polvorientas y las manos rojas como una lavandera que enjuaga la ropa en agua fría, estaba erguido frente a Guétmanov y tosía.
A Nóvikov le dio pena y dijo:
—Camarada comisario, ¿vamos a ver a Belov?
Desde antes de la guerra Guétmanov siempre había sido considerado, y con razón, un hombre de masas, un líder nato. Sólo tenía que abrir la boca para que la gente comenzara a reír: su manera de hablar, directa y viva, su lenguaje a veces vulgar, borraban de un plumazo la distancia que hay entre el secretario de un obkom y un hombre sucio en traje de faena.
Su interés siempre se dirigía a las cuestiones de la vida cotidiana: si se había pagado el salario con retraso, si la tienda del pueblo o de la fábrica estaba bien surtida, si la residencia de los trabajadores estaba bien caldeada, si la cocina del campamento estaba organizada como era debido.
Tenía un don particular para hablar con las ancianas obreras de las fábricas y las koljosianas. A todos les gustaba que el secretario fuera un servidor del pueblo, que supiera defenderlos a capa y espada de los proveedores, los gerentes de las residencias y, si era preciso, de los directores de las fabricas o los MTS[23], cuando éstos desatendían los intereses del obrero. Era hijo de campesinos, él mismo había trabajado de mecánico en una fábrica y los obreros lo notaban. Pero, en su despacho de secretario de obkom sólo se preocupaba de su responsabilidad frente al Estado; las preocupaciones de Moscú eran su principal inquietud; los directores de las grandes fábricas y los secretarios de raikom rurales lo sabían muy bien.
—¿Te das cuenta de que estás incumpliendo el plan del Estado? ¿Quieres renunciar a tu carné del Partido? ¿Sabes por qué el Partido ha depositado su confianza en ti? ¿Hace falta que te lo explique?
En su despacho no se reía ni se bromeaba, no se hablaba del agua caliente de las residencias o de las zonas verdes de los talleres. En su despacho se determinaban severos planes de producción, se discutía sobre el aumento del ritmo de producción. Se decía que para la construcción de viviendas era preciso esperar todavía un poco, apretarse el cinturón, bajar el coste de producción, aumentar el precio de los artículos al por menor.
Durante las reuniones que se celebraban en su oficina era cuando la fuerza de Guétmanov se podía apreciar en su justa medida. Los demás asistentes parecían acudir a esas reuniones no para exponer sus ideas o sus quejas, sino para ayudar a Guétmanov, como si el curso de las reuniones estuviera ya decidido de antemano por su voluntad e inteligencia.
Hablaba en voz baja, sin apresurarse, convencido de la obediencia de aquellos a los que se dirigía.
—Háblanos un poco de tu distrito. En primer lugar, camaradas, cederemos la palabra al agrónomo. Y nos gustaría escuchar tu punto de vista, Piotr Mijaílovich. Creo que Lazko tiene algo que decirnos; él se está encontrando con varios problemas en esa área. Sí, Rodiónov, sé que tienes algo en la punta de la lengua. Para mí, camaradas, la cuestión está clara. Es hora de ir concluyendo, creo que no habrá objeciones a este respecto. Aquí, camaradas, está preparado el proyecto de resolución. Tal vez el camarada Rodiónov pueda leerlo en voz alta.
Y Rodiónov, que quería expresar algunas de sus dudas e incluso discutir, se ponía a leer con diligencia la resolución, mirando de vez en cuando al presidente para comprobar si estaba leyendo con suficiente claridad. «Bien, camaradas, parece que nadie tiene objeciones.»
Pero lo más sorprendente era que Guétmanov siempre parecía absolutamente sincero; seguía siendo él mismo cuando exigía la ejecución del plan a los secretarios de raikom, cuando retiraba a los trabajadores de un koljós los últimos granos de trigo, bajaba el salario a los obreros exigía un abaratamiento del precio de coste, cuando subía los precios al por menor, pero también cuando hablaba, conmovido, con las mujeres del soviet de la ciudad y las compadecía por su difícil vida y se afligía por las estrecheces con que vivían los obreros en las residencias.
Era algo difícil de comprender, pero ¿acaso en la vida todo es fácil de comprender?
Cuando Nóvikov y Guétmanov se acercaron al coche, este último dijo en tono de broma a Kárpov, que les había acompañado:
—Tendremos que comer con Belov; no esperábamos una invitación para comer por parte suya y de su intendente.
—Camarada comisario —replicó Kárpov—, hasta ahora nuestro intendente no ha recibido nada de los almacenes del frente. Y él mismo, entre otras cosas, casi no prueba bocado porque padece del estómago.
—¡Padece del estómago! Ay, ay, qué desgracia —dijo Guétmanov; luego bostezó y ordenó con la mano—. Venga, nos vamos.
La brigada de Belov estaba destacada algo más al oeste que la de Kárpov.
Belov, un hombre delgado, narigudo, con las piernas arqueadas de un jinete, de mente ágil y aguda, rápido como una ametralladora a la hora de hablar, era del agrado de Nóvikov, que lo consideraba el hombre ideal para efectuar un ataque repentino y penetrar en el frente enemigo.
Se tenía un alto concepto de él, a pesar de las pocas acciones militares que contaba en su haber. El pasado mes de diciembre, cerca de Moscú, había dirigido un ataque contra la retaguardia alemana.
Pero ahora Nóvikov, preocupado, sólo veía los defectos del comandante de la brigada: bebía como una esponja, era olvidadizo y frívolo, mujeriego y no gozaba de la simpatía de sus subordinados. No había organizado la defensa. Los problemas de logística no suscitaban su interés: se ocupaba sólo del abastecimiento de carburante y municiones, y no prestaba suficiente atención a la evacuación de los tanques averiados del campo de batalla para su posterior reparación.
—Pero ¿qué hace, camarada Belov? No estamos en los Urales, sino en la estepa —dijo Nóvikov.
—Sí, esto parece un campamento zíngaro —añadió Guétmanov.
—He tomado medidas contra los ataques aéreos —respondió enseguida Belov—. Pero a la distancia que estamos de la primera línea, un ataque por tierra parece poco probable.
Tomó una bocanada de aire y continuó:
—De todas formas, camarada coronel, estoy impaciente por pasar al ataque; estar a la defensiva no es lo mío.
—Bravo, bravo, Belov. Usted es el Suvórov soviético, un verdadero jefe militar —aplaudió Guétmanov, y pasando a tutearle, continuó en tono confidencial—: El jefe de la sección política me ha dicho que tienes una aventura con una enfermera. ¿Es verdad?
Belov, confundido por el tono campechano de Guétmanov, no entendió del todo la pregunta.
—Lo siento, ¿qué ha dicho?
Pero antes incluso de que Guétmanov le repitiera la frase captó el sentido de la pregunta y se sintió a disgusto.
—Soy un hombre, camarada comisario, cuando se está en campaña…
—Pero tienes mujer y un hijo.
—Tres —le corrigió Belov, con aire triste.
—Tres hijos, entonces. En la segunda brigada el mando ha destituido a Bulánovich, un buen oficial. Recurrieron a las medidas más radicales: cuando tuvieron que salir de la reserva, prefirieron sustituirlo por el comandante de batallón Kobilni, y todo por una aventura como la tuya. ¿Qué ejemplo les das a tus subordinados? Un comandante ruso padre de tres hijos.
Belov, fuera de sí, protestó en voz alta:
—Eso a nadie le incumbe, puesto que no la he violado. Y por lo que se refiere a dar ejemplo, eso lo han hecho otros antes que yo, antes que usted y antes que su padre.
Sin alzar el tono, Guétmanov volvió a dirigirse a él de usted.
—Camarada Belov, no olvide su carné del Partido. Compórtese como es debido cuando hable con un superior.
Belov se cuadró, adoptando una posición impecable, y dijo:
—Disculpe, camarada comisario, comprendo mi error.
—Estoy seguro de tu éxito —replicó Guétmanov—, el comisario del cuerpo tiene confianza en ti, pero que tu conducta no te deshonre. —Consultó su reloj y se volvió hacia Nóvikov—: Piotr Pávlovich, tengo que ir al Estado Mayor; no iré contigo a ver a Makárov. Cogeré el coche de Belov.
Cuando salieron del refugio, Nóvikov no pudo contenerse y le preguntó:
—¿No puedes esperar a ver a tu doctora?
Dos ojos de hielo le miraron perplejos y una voz irritada dijo:
—He sido convocado por un miembro del Consejo Militar del frente.
Nóvikov decidió pasar a ver a Makárov, el comandante de la primera brigada, su favorito.
Pasearon juntos hacia un lago en cuya orilla estaba desplegado un batallón. Makárov, pálido y con unos ojos tristes que no se correspondían con la imagen de un comandante de una brigada de tanques pesados, dijo:
—¿Se acuerda de aquel pantano bielorruso, camarada coronel, cuando los alemanes nos perseguían?
Nóvikov se acordaba, por supuesto.
Pensó un instante en Kárpov y en Belov. Obviamente no se trataba sólo de una cuestión de experiencia, sino de naturaleza. No se puede trasladar a un piloto de caza a una unidad de zapadores. No todos podían ser como Makárov, igual de competente en la defensa que en el ataque.
Guétmanov afirmaba que estaba hecho para trabajar en el Partido. Makárov, en cambio, era un verdadero soldado. ¡Un soldado de primera!
Nóvikov no necesitaba oír informes ni balances de Makárov. Deseaba sólo pedirle consejo, confiarle sus preocupaciones.
¿Cómo conseguir durante el ataque la plena armonía entre la infantería ligera y la infantería motorizada, entre los zapadores y la artillería autopropulsada? ¿Estaban de acuerdo respecto a las posibles acciones del enemigo después del inicio del ataque? ¿Tenían la misma opinión acerca de la fuerza de sus defensas antitanque? ¿Se habían definido correctamente las líneas del despliegue?
Llegaron a un barranco poco profundo donde estaba instalado el puesto de mando del batallón. Al ver a Nóvikov y Makárov, Fátov, el comandante del batallón, se sintió confuso: el refugio del Estado Mayor, a su modo de ver, era inadecuado para aquellos invitados tan distinguidos. Para colmo, un soldado había encendido fuego con pólvora y la estufa respondía con unos ruidos inconvenientes.
—Quiero que recuerden algo, camaradas —dijo Nóvikov—. A este cuerpo se le asignará un papel crucial en las misiones sucesivas; confiaré la parte más difícil a Makárov, y tengo la impresión de que Makárov le asignará la parte más difícil de su misión a Fátov. Les tocará a ustedes resolver sus propios problemas. No seré yo quien les brinde la solución durante el combate.
Preguntó a Fátov sobre la organización de las conexiones entre el Estado Mayor del regimiento y los comandantes de los escuadrones, sobre el funcionamiento de la radio, sobre las reservas de las municiones, sobre la calidad del carburante.
Antes de despedirse, Nóvikov preguntó:
—Makárov, ¿está preparado?
—No, no del todo, camarada coronel.
—¿Le basta con tres días?
—Sí, camarada coronel.
Mientras se subía al coche, Nóvikov dijo al chófer:
—Bueno, Jaritónov, parece que Makárov lo tiene todo controlado, ¿verdad?
Jaritónov miró a Nóvikov de reojo y respondió:
—Sí, todo controlado, camarada coronel. El responsable de aprovisionamiento se ha puesto como una cuba; han venido de un batallón para recoger sus raciones y él se había ido a dormir, cerrándolo todo con llave. Así que han tenido que darse media vuelta de vacío. Un sargento me ha contado que un comandante de su escuadrón celebró su onomástica pimplándose la ración entera de vodka de sus soldados. Yo quería reparar la cámara de aire y ni siquiera tenían parches.
35
Neudóbnov se alegró cuando, al asomarse por la ventana de la isba, vio llegar el jeep de Nóvikov en medio de una polvareda.
En su ausencia había experimentado la misma sensación que de niño, cuando sus padres salían y él se quedaba como dueño y señor de la casa. Se sentía feliz, pero en cuanto la puerta se cerraba empezaba a ver ladrones por todas partes, se imaginaba un incendio e iba corriendo de la puerta a la ventana, aguzando el oído, petrificado, y alzando la nariz en busca de olor a humo.
Se sentía impotente sin Nóvikov, ya que los métodos que aplicaba normalmente a las cuestiones importantes se habían probado ineficaces allí.
Los alemanes podían aparecer en cualquier momento. Después de todo sólo había sesenta kilómetros hasta la línea del frente. ¿Qué haría entonces? Aquí de nada servia amenazar con destituciones o acusar de conspiración con enemigos del pueblo. Los tanques se abalanzaban, y ya está; ¿qué podían hacer para detenerlos? Una idea sacudió a Neudóbnov con una evidencia abrumadora: la terrible furia del Estado que hacía doblegarse y estremecerse a millones de hombres, allí, en el frente, mientras el enemigo acechaba, no surtía ningún efecto. No se podía obligar a los alemanes a rellenar cuestionarios, a contar su vida delante de una asamblea, a sentir miedo por tener que confesar cuál era la posición social de sus padres antes de 1917.
Todo lo que Neudóbnov amaba y sin lo cual no podía vivir, su destino, el destino de sus hijos, ya no se encontraba bajo la protección del gran y amenazador Estado donde había nacido. Y por primera vez pensó en Nóvikov con una mezcla de temor y admiración.
Nóvikov, que acababa de entrar en la isba del Estado Mayor, exclamo:
—Para mí, camarada general, está claro: ¡Makárov es nuestro hombre! Es capaz de tomar decisiones rápidas en cualquier circunstancia. Belov se precipita hacía delante sin entender nada ni mirar a los lados. A Kárpov hay que espolearlo: es un caballo de tiro pesado, lento.
—Sí, los cuadros de dirigentes son los que lo deciden todo; el camarada Stalin nos ha enseñado a estudiar los cuadros incansablemente —confirmó Neudóbnov, y añadió con vivacidad—: No dejo de pensar que tiene que haber un agente alemán en el pueblo. El cerdo debe de haber dado la posición de nuestro Estado Mayor a los bombarderos alemanes.
Neudóbnov contó a Nóvikov lo que había ocurrido en su ausencia.
—Nuestros vecinos y los comandantes de las unidades de refuerzo van a venir a saludarle, sólo para presentarse, en visita de cortesía.
—Qué lástima que Guétmanov no esté aquí, ¿qué habrá ido a hacer al Estado Mayor del frente? —preguntó Nóvikov.
Acordaron comer juntos y Nóvikov, entretanto, se marchó a su alojamiento para lavarse y cambiarse la chaqueta llena de polvo.
La calle principal del pueblo estaba desierta; solo junto al cráter producido por la bomba estaba plantado el viejo en cuya casa se había instalado Guétmanov. El viejo, como si el cráter hubiera sido cavado para algún propósito en particular, lo estaba midiendo con los brazos abiertos. Al llegar a su altura, Nóvikov le preguntó:
—¿Qué estás haciendo, padre?
El viejo le hizo el saludo militar y respondió:
—Camarada comandante, fui hecho prisionero por los alemanes en 1915 y allí trabajé para una alemana. —Señalando el foso y luego el cielo, guiñó un ojo—. Me pregunto si no habrá sido mi hijo, ese pequeño bastardo, quien ha venido en avión a hacerme una visita.
Nóvikov se echó a reír.
—¡Viejo diablo!
Miró los postigos cerrados de la ventana de Guétmanov, hizo una señal al centinela que estaba apostado en el porche y de repente pensó angustiado: «¿Qué demonios habrá ido a hacer Guétmanov al Estado Mayor del frente? ¿Qué asuntos le habrán llevado allí?». Por un instante fue presa del pánico: «Es un hipócrita: le echa una bronca a Belov por su conducta inmoral y luego se queda helado cuando le menciono a su doctora». Pero de repente aquellas suposiciones le parecieron infundadas. No era suspicaz por naturaleza.
Dobló la esquina y vio unas decenas de jóvenes sentados en un claro. Seguramente eran nuevos reclutas que estaban descansando al lado del pozo en su camino hacía el comisariado militar del distrito.
El soldado encargado de acompañar a los muchachos, extenuado, se había calado la gorra en la cara y dormía. A su lado se amontonaban desordenadamente bolsas y petates. Debían de haber caminado una larga distancia a lo largo de la estepa; tenían los músculos de las piernas doloridos y algunos se habían quitado el calzado. Aún no les habían cortado el pelo y de lejos parecían alumnos de una escuela de pueblo descansando durante el recreo. Las caras delgadas, los cuellos finos, los largos cabellos rubios, las ropas remendadas con retazos de pantalones y chaquetas de sus padres… Todo aquello les daba un aspecto decididamente infantil. Algunos se divertían con un juego de niños al que, en su época, también había jugado él: se trataba de lanzar una moneda de cinco kopeks dentro de un agujero; entornaban los ojos y hacían puntería. Los demás miraban, y sus ojos eran lo único que no parecía infantil: eran tristes e inquietos.
Vieron a Nóvikov y se volvieron hacia el soldado que dormía. Daban la impresión de querer preguntarle sí podían continuar lanzando monedas y permanecer sentados en presencia de un oficial.
—Seguid, guerreros, adelante —dijo con voz suave y siguió su camino, haciéndoles un gesto con la mano.
Se sintió penetrado por un intenso sentimiento de piedad, tan hondo que le dejó estupefacto.
Aquellos ojos grandes que resaltaban en sus caritas delgadas e infantiles, aquel pobre modo de vestir, de campesinos, le revelaban con una claridad extraordinaria que los hombres que estaban a su mando también eran niños… Una vez en el ejército su condición de adolescentes desaparecía, bajo el casco, la disciplina, el crujido de las botas, las palabras y movimientos pulidos y automáticos… Aquí el cambio era evidente.
Nóvikov entró en su alojamiento. Era extraño, entre la amalgama compleja e inquietante de impresiones y pensamientos que habían aflorado aquel día, lo que más le turbaba era el encuentro con aquellos jovencísimos reclutas.
—Hombres… —repitió para sí mismo Nóvikov—. Hombres, hombres.
Durante toda su vida como soldado había sentido miedo de tener que dar cuenta de la pérdida de medios técnicos, municiones, tiempo; miedo de tener que justificarse por haber abandonado una cima o una encrucijada sin antes recibir una orden…
Nunca había visto que un superior se enfureciera porqué una operación hubiera resultado cara en términos de vidas humanas. A veces sucedía que un comandante mandaba a sus hombres bajo fuego enemigo para evitar la cólera de sus superiores; luego, para justificarse abría los brazas y decía: «No he podido hacer nada, he perdido a la mitad de mis hombres, pero no he podido alcanzar el objetivo…».
Hombres, hombres…
También había visto cómo se mandaba a los hombres bajo el fuego letal no por una cautela excesiva o el cumplimiento formal de una orden, sino por temeridad, por tozudez. El misterio de los misterios de la guerra, su carácter trágico, consistía en el derecho que tenía un hombre de enviar a la muerte a otro hombre. Este derecho se basaba en la suposición de que los hombres iban a enfrentarse al fuego enemigo en nombre de una causa común.
Un oficial que Nóvikov conocía, un hombre lúcido y juicioso que estaba destacado en un puesto de observación de primera línea, no había querido renunciar a su costumbre de beber leche fresca por la mañana. Así que cada mañana, un soldado de segundo grado se adentraba bajo fuego enemigo y le traía un termo con leche. A veces, los alemanes mataban al soldado y entonces este conocido de Nóvikov, un buen hombre, se veía obligado a prescindir de la leche hasta el día siguiente, cuando un nuevo correo sustituía al anterior. Y quien así se comportaba era un buen hombre, justo, preocupado por sus subordinados, un hombre al que los soldados llamaban «padre». Intenta encontrar un sentido a esta contradicción.
Neudóbnov no tardó en llegar y Nóvikov, que se estaba peinando a toda prisa delante del espejo, dijo:
—La guerra es algo terrible, camarada general. ¿Ha visto a los nuevos reclutas?
—Sí, material humano de segunda categoría, mocosos. Despabilé al soldado que los acompañaba y le prometí que lo enviaría a un batallón disciplinario. Qué dejadez tan increíble, más que una unidad militar parecía una panda de borrachos.
Las novelas de Turguéniev a menudo describen escenas de vecinos que visitan a un terrateniente recién afincado en su hacienda…
En la oscuridad dos jeeps se acercaron al Estado Mayor, y los dueños de la casa salieron para recibir a sus invitados: el comandante de la división de artillería pesada, el comandante del regimiento de obuses y el comandante de la brigada de lanzacohetes.
«… Toma mi mano, amable lector, y dirijámonos juntos a la hacienda de Tatiana Borísovna, mi vecina…»
Nóvikov conocía a Morózov, el comandante de la división de artillería, por los relatos que circulaban sobre él en el frente y por los boletines del Estado Mayor. Incluso se lo había imaginado perfectamente: rostro encendido y cabeza redonda. En realidad era un hombre viejo y encorvado.
Daba la impresión de que sus ojos risueños se habían añadido, como sin venir a cuento, a una cara enfurruñada. A veces reían con un aire tan inteligente que parecía que constituyeran su verdadera esencia, mientras que las arrugas y la espalda encorvada no serían más que meros atributos accidentales.
El comandante del regimiento de obuses, Lopatin, habría podido pasar no sólo por el hijo, sino por el nieto de Morózov.
Maguid, el comandante de la brigada lanzacohetes, un hombre de tez oscura, con bigote negro sobre un labio superior pronunciado y la frente alta con una calvicie prematura, se reveló como un invitado ocurrente y locuaz.
Nóvikov hizo pasar a los recién llegados a la habitación donde la mesa ya estaba puesta.
—Saludos desde los Urales —dijo, señalando los champiñones marinados y salados servidos en los platos.
El cocinero, que estaba al lado de la mesa en una postura teatral, se ruborizó violentamente, lanzó un suspiro y abandonó la habitación: no soportaba los nervios.
Vershkov se inclinó hacia el oído de Nóvikov y le susurró algo mientras señalaba la mesa.
—Por supuesto, sírvalo —dijo Nóvikov—. ¿Para qué vamos a tener el vodka bajo llave?
El comandante de la división de artillería Morózov indicó con la uña algo más de un cuarto de vaso, y dijo:
—No puedo beber más, por mi hígado.
—¿Y usted, teniente coronel?
—Sin miedo, el mío está perfecto; llénelo hasta arriba.
—Nuestro Maguid es un cosaco.
—¿Y su hígado, coronel, cómo está?
Lopatin, el comandante del regimiento de obuses, cubrió su vaso con la palma de la mano:
—No, gracias, no bebo.
Luego retiró la mano y añadió:
—Bueno, una gota simbólica. Para brindar.
—Lopatin va a la escuela de párvulos; sólo le pierden los caramelos —dijo Maguid.
Levantaron los vasos por el éxito de su empresa conjunta. Luego, como suele ocurrir en estos casos, descubrieron amigos comunes, compañeros de las escuelas militares o la academia. Hablaron de sus jefes y de lo mal que se estaba en otoño en la estepa.
—Entonces, ¿habrá boda pronto? —preguntó Lopatin.
—Sí, no tardará —dijo Nóvikov.
—Sí, sí; si hay Katiuska[24] cerca seguro que hay boda —indicó Maguid.
Maguid tenía una elevada opinión del decisivo papel que desempeñaban sus lanzacohetes. Después del primer vaso se mostró condescendiente y benévolo, aunque también irónico, escéptico, distraído; y eso no le gustó ni un ápice a Nóvikov.
Últimamente, cada vez que se relacionaba con gente, Nóvikov trataba de imaginar qué actitud habría adoptado Yevguenia Nikoláyevna con ellos. También trataba de imaginar cómo se comportarían sus conocidos en presencia de Zhenia.
Maguid pensó Nóvikov, se habría puesto a cortejarla, dándose aires y contando historias.
De repente se sintió angustiado, consumido por los celos como si en realidad Yevguenia estuviera escuchando las argucias que Maguid se afanaba en presentar con suma cortesía.
Y deseando demostrar a Zhenia que él también podía brillar, se puso a hablar de lo importante que era conocer a los hombres junto a los que uno combate y saber por anticipado cómo se comportarán en la batalla.
Dijo que a Kárpov había que espolearlo y a Belov, refrenarlo, mientras que Makárov sabía orientarse con extrema rapidez y desenvoltura, ya fuera en el ataque o en la defensa.
De aquellas observaciones bastante vacías nació una discusión que, aunque transcurría animada, era igual de vacía, como suele pasar cuando se reúne un grupo de oficiales que comandan divisiones distintas.
—Sí —dijo Morózov—, a veces se debe corregir un poco a los hombres, darles cierta orientación, pero nunca hay que forzar su voluntad.
—A los hombres hay que dirigirlos con pulso firme —rebatió Neudóbnov—. No hay que tener miedo de la responsabilidad, es necesario asumirla.
Lopatin cambió de tercio:
—Quien no ha estado en Stalingrado, no sabe qué es la guerra.
—Disculpe —exclamó Maguid—, pero ¿por qué Stalingrado? Nadie puede negar la perseverancia y el heroísmo de sus defensores; sería absurdo. Pero yo, que no he estado en Stalingrado, tengo la presunción de saber qué es la guerra. Soy un oficial de asalto. He participado en tres ofensivas y he roto la línea enemiga, he penetrado en la brecha. La artillería ha demostrado de lo que era capaz. Adelantamos a la infantería, incluso a los tanques y, por si les interesa saberlo, también a la aviación.
—Pero qué dice, coronel —exclamó Nóvikov, furioso—. ¡Todo el mundo sabe que el tanque es el rey de la guerra de maniobras! Eso no se discute siquiera.
—Hay otra posibilidad —dijo Lopatin—. En caso de éxito, uno se lo apropia. Pero si se fracasa, se echa la culpa al vecino.
—Ay, el vecino, el vecino —dijo Morózov—. Una vez el comandante de una unidad de infantería, un general, me pidió que le cubriese abriendo fuego. «Dale, amigo un poco de fuego a aquella altura», me dijo. «¿Qué calibre?» le pregunto yo. Él me pone como un trapo y me repite: «Abre fuego, te he dicho, ¡déjate de historias!». Más tarde descubrí que no tenía ni idea de los calibres de las armas, ni del alcance, y que a duras penas sabía orientarse con un mapa. «Dispara, dispara, hijo de puta…», decía. Y a sus subordinados les gritaba: «Adelante, si no os hago saltar los dientes, ¡os mando fusilar!». Y, por supuesto, estaba convencido de que era un gran estratega. Ése sí que era un buen vecino; os ruego que lo apreciéis y lo compadezcáis. A menudo acabas bajo las órdenes de un hombre así. Después de todo, es un general.
—Me sorprende oírle hablar de ese modo —dijo Neudóbnov—. No hay en las fuerzas armadas soviéticas comandantes así, menos aún generales.
—¿Cómo que no? —insistió Morózov—. ¡En un año de guerra he conocido a un montón de esa calaña! Maldicen, amenazan con una pistola, mandan irreflexivamente a los hombres bajo fuego enemigo. Por ejemplo, hace poco el comandante de un batallón se me puso prácticamente a llorar: «¿Cómo puedo mandar a mis hombres directamente contra las ametralladoras?». Yo le apoyé: «Es verdad, neutralicemos primero los puntos de resistencia con la artillería». Pero ¿qué creen que hizo el comandante de la división, el general? Le amenazó con un puño y le gritó: «¡O te lanzas al ataque o te mando fusilar como un perro!». Así que llevó a sus hombres al matadero, como ganado.
—Sí, sí, a eso se le llama: «Haré lo que me dé la gana y no se atreva a contradecirme» —confirmó Maguid—. Y, por cierto, esos generales no se reproducen por gemación; ponen sus sucias manos sobre las telefonistas.
—Y no saben escribir dos palabras sin hacer cinco faltas —observó Lopatin.
—Bien dicho —corroboró Morózov, que no había oído el último comentario—. Intenta tener piedad con individuos como éstos a tu alrededor. A ellos no les importan sus hombres y en eso reside toda su fuerza.
Nóvikov estaba plenamente de acuerdo con lo que decía Morózov. Durante su vida militar había visto muchos incidentes de ese tipo.
Sin embargo, de repente dijo:
—¡Tener piedad de los hombres! ¿Cómo cree que puede tener piedad de sus hombres? Si eso es lo que quiere, es mejor que no haga la guerra.
Los jóvenes reclutas que había visto aquel día le habían contrariado profundamente y deseaba hablar de ellos. Pero en lugar de expresar lo que había de bueno en su corazón, Nóvikov repitió con una rabia y una grosería repentinas, que a él mismo le resultaron incomprensibles:
—¿Cómo va a tener piedad de sus hombres? En la guerra uno no se preocupa de si mismo ni de los demás. Lo que a mí me perturba es que nos envían a novatos que apenas han salido del cascarón, y hay que depositar en sus manos un material precioso. Habría que preguntarse si es de los hombres por los que hay que velar.
Neudóbnov deslizaba la mirada de un interlocutor a otro. Había mandado a la muerte a no pocos hombres de valor, similares a los que estaban sentados a la mesa. A Nóvikov se le pasó por la cabeza que tal vez la desgracia que aguardaba a aquel hombre en el frente no era menor de la que esperaba en primera línea a Morózov, a él mismo, a Nóvikov, a Maguid, a Lopatin y a aquellos chicos procedentes del campo que había visto descansando en la calle.
Neudóbnov dijo en tono edificante:
—Eso no es lo que dice el camarada Stalin. El camarada Stalin dice que no hay nada más valioso que los hombres, nuestras tropas. Nuestro capital más valioso son los hombres y hay que cuidarlos como los ojos de la cara.
Nóvikov se dio cuenta de que el resto de los invitados acogía con simpatía las palabras de Neudóbnov y pensó: «¡Qué extraño! Ahora todos me considerarán un bruto y a Neudóbnov un hombre que cuida a sus hombres. Es una lástima que Guétmanov no esté aquí: él es todavía más santo».
Interrumpió a Neudóbnov en un tono extremadamente colérico y violento:
—No nos faltan hombres, tenemos más que suficientes. Lo que no tenemos es material. Cualquier idiota puede traer al mundo a un hombre. Otra cosa es fabricar un tanque o un avión. Si te apiadas de los hombres, no asumas la responsabilidad de mando.