SEGUNDA PARTE

1

Cuando la gente en la retaguardia ve pasar los convoyes de refresco hacia el frente les invade un sentimiento de angustiosa felicidad; les parece que aquellos cañones, aquellos tanques recién pintados están destinados a asestar el anhelado golpe decisivo que precipitará el feliz desenlace de la guerra.

Los soldados que suben a los convoyes después de pasar una larga temporada en la reserva sienten una tensión especial. Los jóvenes oficiales sueñan con recibir órdenes de Stalin en sobres lacrados… Los hombres con experiencia, por supuesto, no piensan en nada semejante: beben agua caliente, ablandan el pescado seco golpeándolo contra la mesa o las suelas de las botas, discuten sobre la vida privada del mayor, las perspectivas de intercambio de mercancías que habrá en la próxima estación. Los veteranos ya saben cómo funcionan las cosas: se desembarca a las tropas en alguna zona cercana al frente, en una recóndita estación cuyo emplazamiento sólo parecen conocer los aviones alemanes, y bajo el primer bombardeo, los novatos pierden parte de su humor festivo… Los hombres, que durante el trayecto han dormido como lirones, ahora ni siquiera tienen una hora de reposo; la marcha se prolonga durante días enteros; no hay tiempo de comer ni de beber, mientras las sienes parecen a punto de estallar por el incesante rugido de los motores recalentados; las manos tampoco tienen fuerza para sujetar las palancas de mando. Por su parte, el comandante está harto de mensajes cifrados y de la ración generosa de gritos e improperios que le llegan a través del radiotransmisor; los superiores necesitan tapar agujeros en el frente lo más pronto posible, poco importa cuáles hayan sido los resultados de las tropas durante los ejercicios de tiro. «Adelante, adelante.» Es la única arenga que retumba en los oídos del comandante de la unidad y éste avanza, no se detiene, ataca con todas sus fuerzas. Y, a veces, nada más llegar, sin haber explorado previamente el terreno, la unidad se ve obligada a entrar en combate; la voz cansada y nerviosa de alguien grita: «¡Contraatacad, rápido! ¡A lo largo de esas colinas! No hay ni uno de los nuestros y el enemigo arremete con fuerza. Nos vamos al garete».

En las cabezas de los conductores, los radiotelegrafistas y los artilleros se confunde el rugido de la larga marcha con el silbido de los obuses alemanes y el estallido de las bombas de mortero.

Entonces la locura de la guerra se hace tangible. Pasa una hora, y he aquí el resultado de la ingente empresa: tanques destrozados y en llamas, piezas de artillería retorcidas y orugas arrancadas.

¿Dónde han ido a parar los duros meses de entrenamiento? ¿En qué se ha convertido el trabajo paciente y diligente de los fundidores de acero y los electricistas?

Y el oficial superior, para encubrir la precipitación irreflexiva con la que ha lanzado al combate a la unidad recién llegada de la retaguardia, para ocultar su inútil pérdida, redacta un informe estándar: «La acción de las reservas llegadas de la retaguardia ha frenado momentáneamente el avance del enemigo y ha permitido reagrupar las fuerzas bajo mi mando».

Si no hubiera gritado «adelante, adelante», si les hubiera permitido hacer un reconocimiento previo del terreno no habrían ido a parar a un campo de minas. Y los tanques, aunque no hubieran obtenido un resultado decisivo, al menos habrían podido entrar en combate y ocasionar daños en las filas alemanas.

El cuerpo de tanques de Nóvikov se dirigía al frente.

Los ingenuos y poco aguerridos soldados que conducían los tanques estaban convencidos de que precisamente recaería sobre ellos la misión de participar en los combates decisivos. Los frontoviki[1], que ya sabían lo que era pasarlas moradas, se reían de ellos; Makárov, el comandante de la primera brigada, y Fátov, el mejor comandante del batallón, ya habían visto todo aquello muchas veces.

Los escépticos y pesimistas eran hombres realistas, de probada experiencia, y habían pagado con sangre y sufrimiento su comprensión de la guerra. En eso consistía su superioridad sobre los mozalbetes imberbes. Sin embargo, se equivocaban. Los tanques del coronel Nóvikov iban a participar en una acción que sería decisiva para el curso de la guerra y la vida de cientos de millones de personas después de la contienda.

2

Nóvikov había recibido la orden de ponerse en contacto con el general Riutin en cuanto llegara a Kúibishev a fin de dar respuesta a una serie de cuestiones de interés para la Stavka.

Nóvikov pensaba que alguien iría a buscarlo a la estación, pero el oficial de servicio, un mayor de mirada salvaje, extraviada y al mismo tiempo soñolienta, le dijo que nadie había preguntado por él. Tampoco pudo telefonear al general; su número era estrictamente confidencial.

Al final se dirigió a pie al Estado Mayor. En la plaza de la estación experimentó aquella sensación de malestar que se apodera de los militares en servicio activo cuando de repente se encuentran en las inmediaciones de una ciudad desconocida. De pronto, se había desmoronado la sensación de encontrarse en el centro del mundo: allí no había telefonistas dispuestos a tenderle el auricular ni conductores apresurándose a poner el coche en marcha.

La gente corría por una calle curva, adoquinada, en dirección a una cola que acababa de formarse ante una tienda: «¿Quién es el último…? Después de usted voy yo…». Se diría que para aquellas personas pertrechadas con sus cantimploras tintineantes no había nada más importante que la cola alineada frente a la vetusta puerta de la tienda de comestibles. Nóvikov se irritaba particularmente al ver a los militares; casi todos llevaban una maleta o un paquete en las manos. «Habría que coger a todos estos hijos de perra y enviarlos al frente en un convoy», pensó.

¿De veras la vería hoy? Caminaba por la calle y pensaba en ella: «¡Hola, Zhenia!».

El encuentro con el general Riutin en su despacho del puesto de mando fue breve. Apenas había dado inicio la conversación cuando éste recibió una llamada telefónica del Estado Mayor General: tenía que volar de inmediato a Moscú.

Riutin se disculpó con Nóvikov e hizo una llamada local.

—Masha, hay cambio de planes. El Douglas despega de madrugada, díselo a Anna Aristárjovna. No tendremos tiempo de ir a buscar las patatas, los sacos están en el sovjós… —Su cara, pálida, se arrugó en una repugnante mueca de impaciencia. Luego, interrumpiendo evidentemente el torrente de palabras que le llegaba desde el otro lado de la línea telefónica, gritó—: ¿Qué quieres? ¿Que le diga a la Stavka que no puedo irme porque el abrigo de mi mujer no está cosido todavía?

El general colgó y se volvió hacia Nóvikov:

—Camarada coronel, deme su opinión sobre el mecanismo de tracción de los tanques. ¿Cumple con las exigencias que presentamos a los técnicos?

A Nóvikov le agobiaba aquella conversación. Durante los meses que llevaba como comandante había aprendido a juzgar en su justa medida a las personas, o mejor dicho, su capacidad operativa. Al instante y con un olfato infalible sopesaba la importancia de los inspectores, instructores, jefes de comisión y otros representantes que iban a verle. Conocía el significado de frasecitas modestas como: «El camarada Malenkov me ha pedido que le transmita…», y sabía que había hombres que exhibían condecoraciones, enfundados en su uniforme de general, elocuentes y ruidosos, que eran incapaces de obtener una tonelada de gasoil, nombrar a un almacenero o destituir a un oficinista.

Riutin no estaba en la cima de la pirámide estatal. Era un mero estadista, un proveedor de información, y Nóvikov, mientras hablaba con él, no dejaba de mirar el reloj.

El general cerró su gran libreta de notas.

—Lamentándolo mucho tengo que dejarle, camarada coronel. Mi avión sale al amanecer. Es una verdadera pena. Quizá podría venir a Moscú…

—Sí, por supuesto, camarada general, a Moscú. Con los tanques que tengo bajo mi mando —dijo fríamente Nóvikov.

Luego se despidió. Riutin le pidió que transmitiera sus saludos al general Neudóbnov; en otros tiempos habían servido juntos. Nóvikov todavía no había llegado al final del estrecho pasillo verde cuando oyó a Riutin decir al teléfono:

—Póngame con el jefe del sovjós número 1.

«Va en busca de sus patatas», pensó Nóvikov.

Se dirigió a casa de Yevguenia Nikoláyevna. En una sofocante noche de verano se había acercado a su casa en Stalingrado; venía de la estepa, cubierto del humo y el polvo de la retirada. Y ahora, de nuevo, se dirigía a su casa. Tenía la sensación de que entre el hombre de hoy y el de entonces se había abierto un abismo.

«Serás mía —pensó—. Serás mía.»

3

Era una casa de dos pisos de construcción antigua, uno de esos consistentes edificios de paredes gruesas que nunca van acorde con las estaciones: en verano conservan un frescor húmedo y durante los días fríos del otoño retienen un calor asfixiante y polvoriento.

Llamó al timbre. La puerta se abrió y de pronto le azotó un ambiente cargado; en el pasillo, atestado de baúles y cestos, apareció Yevguenia Nikoláyevna. La veía ante sí sin ver el pañuelo blanco en sus cabellos, ni el vestido negro, ni sus ojos, ni su cara, ni sus manos, ni sus hombros… Era como si no la viera con los ojos, sino con el corazón. Ella lanzó un grito de sorpresa, pero no dio unos pasos hacia atrás, como suelen hacer las personas cuando las sacude un hecho inesperado.

Él la saludó, ella le respondió algo.

Caminó hacia ella con los ojos cerrados. Se sentía feliz de vivir, pero al mismo tiempo estaba dispuesto a morir en el acto. El calor de la mujer le acariciaba. Y de pronto descubrió que para saborear aquella sensación desconocida, esa sensación de felicidad que no había conocido antes, no hacía falta la vista, ni las palabras ni los pensamientos.

Ella le preguntó algo, y él respondió, siguiéndola por el pasillo oscuro y cogiéndole la mano como si fuera un niño que temiera perderse en medio de la multitud.

«¡Qué pasillo tan ancho! —pensó Nóvikov—. Por aquí pasaría un tanque KV.»

Entraron en una habitación con una ventana que daba a la pared ciega del edificio vecino.

En la estancia había dos camas, una con una sábana gris y una almohada arrugada y plana; la otra con un cubrecama de encaje blanco y una montaña de cojines mullidos. Sobre la cama blanca había colgadas postales de felicitación de Año Nuevo ilustradas con hombres apuestos vestidos de esmoquin y pollitos saliendo del cascarón.

En el rincón de la mesa, cubierta de rollos de papel de dibujo, había una botella de aceite, un trozo de pan y media cebolla de aspecto lánguido.

—Yevguenia… —dijo él.

La mirada de la mujer, de ordinario irónica y observadora, tenía en aquel momento una expresión particular, extraña.

—¿Tiene hambre? —le preguntó—. ¿Acaba de llegar?

Parecía querer destruir aquel sentimiento nuevo que había surgido entre los dos y que ya era imposible de romper. Él había cambiado, ya no era el mismo; aquel hombre al que habían confiado cientos de soldados y sombrías máquinas de guerra tenía ahora los ojos implorantes de un muchacho infeliz. Ella se sentía confusa ante aquella incongruencia, quería mostrarse condescendiente, compadecerle, olvidar su fuerza. Su felicidad era la libertad. Pero ahora la libertad la estaba abandonando y aun así, se sentía feliz.

—Pero bueno, ¿tan difícil es de comprender? —dijo Nóvikov de repente.

Y una vez más dejó de percibir sus propias palabras y las de ella. De nuevo se adueñó de él un sentimiento de felicidad y, junto a éste, otro sentimiento vinculado de alguna manera al primero: su disposición a morir en aquel preciso instante. Ella le rodeó el cuello con los brazos, y sus cabellos como agua tibia le tocaron la frente, las mejillas, y entre la penumbra de sus cabellos esparcidos, él pudo ver los ojos de Yevguenia.

El tenue susurro de su voz apagó el fragor de la guerra, el rumor de los tanques…

Por la noche bebieron agua caliente y comieron un poco de pan.

—Nuestro oficial se ha olvidado de lo que es el pan negro —dijo Yevguenia.

Cogió de fuera de la ventana una cacerola de papilla de alforfón. Los grandes granos cubiertos de hielo se habían puesto lívidos, violetas; estaban perlados de gotas de sudor frío.

—Parece lila de Persia.

Nóvikov probó el «lila de Persia» y pensó: «Qué horror».

—Nuestro oficial se ha olvidado del sabor del alforfón —repitió Zhenia.

«Menos mal que no he escuchado a Guétmanov y no he traído nada de comer», pensó Nóvikov.

—Cuando estalló la guerra estaba con un regimiento de aviación cerca de Brest. Los pilotos corrimos hacia el aeropuerto y oí a una polaca gritar: «¿Quién es ese de ahí?»; un niño polaco respondió: «Un zolnierz[2] ruso», y en ese preciso instante sentí vivamente que era ruso, ruso… Por supuesto siempre he sabido que no era turco, pero en ese momento es como si toda mi alma cantara: «¡Soy ruso, ruso…!». A decir verdad antes de la guerra nos habían educado con otra mentalidad. Y hoy, el día más feliz de mi vida porque vuelvo a verte, pienso de nuevo en la desgracia rusa, en la felicidad rusa… Eso es lo que quería decirte… Pero ¿qué tienes? —le preguntó de repente.

A Yevguenia le asaltó la imagen de la cabeza despeinada de Krímov. Dios, ¿era posible que se hubieran separado para siempre? Y precisamente en aquellos minutos de felicidad la idea de no volver a verle jamás le pareció insoportable.

Por un instante tuvo la impresión de que iba a reconciliar el tiempo presente, las palabras del hombre que ahora la besaba, con el tiempo pasado; que estaba a punto de comprender el curso secreto de su vida, que vería aquello que nunca le había sido dado ver: las profundidades de su propio corazón, allí donde se decide el destino.

—Esta habitación —explicó Zhenia— pertenece a una alemana que me dio cobijo. Esa camita blanca y angelical es la suya. Nunca he conocido a un ser más inofensivo, más inocente… Es extraño que, pese a que estamos en guerra con los alemanes, esté convencida de que no hay persona más buena que ella en toda la ciudad. Extraño, ¿no es cierto?

—¿Volverá pronto? —preguntó Nóvikov.

—No, la guerra ha acabado para ella. La han deportado.

—Tanto mejor —dijo Nóvikov.

Yevguenia hubiera querido hablarle de la piedad que sentía hacia Krímov, al que había abandonado; ahora él no tenía a nadie a quien escribir, ni casa a la que acudir, sólo le quedaba la melancolía, una melancolía sin esperanza, y la soledad.

A ello se unía su deseo de hablarle de Limónov, de Sharogorodski, de todas las cosas nuevas e incomprensibles que la vinculaban con esa gente. También quería hablarle del cuaderno de Jenny Guenríjovna donde ésta escribía todas las palabras divertidas que decían los pequeños Sháposhnikov; si quería podía leerlo ahora mismo, estaba encima de la mesa. Quería contarle la historia del permiso de residencia y Grishin, el jefe de la sección de pasaportes. Pero todavía no tenía suficiente confianza en él, se sentía cohibida. ¿Le interesarían aquellas historias?

Increíble… Le parecía revivir su ruptura con Krímov. En el fondo siempre había creído que todo se arreglaría, que podría volver al pasado. Y aquello la tranquilizaba. Pero ahora que se sentía avasallada por una fuerza nueva, volvía la inquietud, el tormento. ¿De veras aquello era para siempre? ¿Es posible que fuera irreparable? Pobre, pobre Nikolái Grigórievich. ¿Qué había hecho para merecer tanto sufrimiento?

—¿Qué va a ser de nosotros? —preguntó.

—Te convertirás en Yevguenia Nikoláyevna Nóvikova —respondió él.

Ella se echó a reír, mirándole fijamente.

—Pero tú eres un extraño, un perfecto extraño para mí. ¿Quién eres en realidad?

—Eso no lo sé. Pero tú eres Nóvikova, Yevguenia Nikoláyevna.

En ese momento Yevguenia dejó de contemplar su vida desde aquella atalaya. Le sirvió agua caliente en una taza y preguntó:

—¿Un poco más de pan?

Luego de repente añadió:

—Si le pasa algo a Krímov, si le mutilan o lo meten en la cárcel, volveré con él. Tenlo en cuenta.

—¿Por qué iban a meterlo en la cárcel? —preguntó él con aire sombrío.

—Nunca se sabe. Es un viejo miembro del Komintern, Trotski le conocía y una vez, leyendo uno de sus artículos, exclamó: «¡Es puro mármol!».

—Adelante, intenta volver con él. Te echará de su lado.

—No te preocupes. Eso es asunto mío.

Nóvikov le dijo que después de la guerra sería dueña de una casa grande, hermosa, con jardín.

¿Es posible que fuera para siempre, para toda la vida?

Por alguna razón quería que Nóvikov comprendiera que Krímov era un hombre inteligente y lleno de talento, que le tenía cariño, más aún, que le amaba. No es que quisiera ponerle celoso deliberadamente, pero estaba haciendo todo lo posible para despertar sus celos. Incluso le había contado a él, y sólo a él, lo que Krímov una vez le había dicho a ella, y sólo a ella: las palabras de Trotski. «Si esta historia hubiera llegado a oídos de cualquier otro, probablemente Krímov no habría sobrevivido al terror del 37.» Su sentimiento hacia Nóvikov le exigía una confianza plena y por ese motivo le confiaba el destino de un hombre al que había ofendido.

Yevguenia tenía la cabeza llena de pensamientos, pensaba en el futuro, en el presente, en el pasado. Se asombraba, se alegraba, sentía vergüenza, se inquietaba, se ponía melancólica, se aterrorizaba. La madre, las hermanas, los sobrinos, Vera, decenas de personas estaban involucradas en aquella mutación que había ocurrido en su vida. ¿Qué le habría dicho Nóvikov a Limónov? ¿Qué habría pensado de sus conversaciones sobre arte y poesía? No se habría sentido fuera de lugar, aunque desconociera quiénes eran Chagall y Matisse… Él era fuerte, fuerte, fuerte. Y ella se había sometido a su fuerza. La guerra pronto acabaría. ¿Es posible que nunca, nunca más, volviera a ver a Nikolái? ¿Qué había hecho? Era mejor no pensar en eso ahora. Quién sabe lo que les deparaba el futuro.

—Me acabo de dar cuenta de que no te conozco en absoluto, y no bromeo: eres un extraño. Una casa, un jardín… ¿Para qué? ¿Hablas en serio?

—Muy bien. Pues dejaré el ejército y trabajaré como capataz en una obra de Siberia oriental. Viviremos en un barracón para obreros casados.

Nóvikov hablaba en serio, no estaba bromeando.

—No necesariamente casados.

—Sí, es completamente necesario.

—Pero ¿te has vuelto loco? ¿Por qué me estás diciendo todo esto? —Y mientras lo decía, pensaba: «Nikolái».

—¿Cómo que por qué? —preguntó él, asustado.

Nóvikov no pensaba ni en el futuro ni en el pasado. Era feliz. No le espantaba ni siquiera la idea de que en pocos minutos se separarían. Estaba sentado a su lado, la miraba… Yevguenia Nikoláyevna Nóvikova… Era feliz. Poco importaba que fuera joven, bella, inteligente. La amaba de verdad. Al principio no se atrevía a soñar en que se convertiría en su mujer. Luego lo soñó muchos años. Pero ahora, como antes, reaccionaba a sus sonrisas y palabras irónicas con temor y humildad. Sin embargo, se daba cuenta de que había nacido algo nuevo.

Se estaba preparando para partir y ella le seguía con la mirada.

—Ha llegado la hora de que te unas a tus valientes compañeros y para mí de lanzarme a las olas que rompen[3].

Mientras Nóvikov se despedía, comprendió que ella no era tan fuerte, que una mujer es siempre una mujer, aunque Dios la haya dotado de un espíritu lúcido y burlón.

—Quería decirte tantas cosas, pero no he dicho nada —decía ella.

Pero no era cierto. Durante el encuentro, había comenzado a perfilarse lo más importante, aquello que decide el destino de las personas. Él la amaba de verdad.

4

Nóvikov caminaba hacia la estación.

… Zhenia, su susurro confuso, sus pies desnudos, su susurro tierno, sus lágrimas en el momento de la despedida, su poder sobre él, su pobreza y su pureza, el olor de sus cabellos, su enternecedor pudor, la calidez de su cuerpo… Y la propia timidez de ser sólo un obrero soldado, y el orgullo de ser un simple obrero soldado.

Nóvikov caminaba por las vías del tren cuando una aguja afilada perforó la nube cálida y turbia de sus pensamientos. Como todo soldado en filas, temía que su unidad hubiera partido sin él.

A lo lejos divisó el andén de la estación, los tanques de formas angulosas con sus músculos metálicos que resaltaban debajo de los toldos, los centinelas con cascos negros, el vagón del Estado Mayor con las ventanas cubiertas por cortinas blancas.

Dejó atrás a un centinela que se cuadró a su paso y subió al vagón.

Vershkov, su ayudante de campo, ofendido porque Nóvikov no le había llevado con él a Kúibishev, depositó en silencio sobre la mesa un mensaje cifrado de la Stavka: debían dirigirse a Sarátov y luego tomar la bifurcación de Astracán… El general Neudóbnov entró en el compartimento, posó la mirada no en Nóvikov sino en el telegrama que tenía en las manos y dijo:

—Itinerario confirmado.

—Sí, Mijaíl Petróvich[4], pero no sólo el itinerario, también la destinación: Stalingrado —y añadió—: el general Riutin le manda saludos.

—Aaah —dijo Neudóbnov, aunque no estaba claro a qué se refería con ese apático «aaah», si al saludo de Riutin o a Stalingrado.

Era un extraño individuo que a veces inquietaba a Nóvikov. Ante el menor incidente en un viaje —un retraso causado por un tren en dirección contraria, un cojinete defectuoso en uno de los vagones, un controlador que no diera la señal de partida—, Neudóbnov decía excitado: «¡El apellido! ¡Apunte el apellido! Esto es sabotaje intencionado, hay que meter en la cárcel a ese canalla».

En el fondo de su corazón Nóvikov no sentía odio, sino más bien indiferencia hacia los hombres que llamaban kulaks, saboteadores, enemigos del pueblo. Nunca había sentido el deseo de meter a alguien en la cárcel, de conducirle ante un tribunal o de desenmascararle en una reunión pública, pero atribuía aquella indiferencia benévola a su escasa conciencia política.

Neudóbnov, por el contrario, parecía estar siempre al acecho. Era como si apenas ver a alguien se preguntara con recelo: «¿Y cómo voy a saber yo, querido camarada, si eres o no un enemigo?». El día antes había contado a Nóvikov y a Guétmanov la historia de unos arquitectos saboteadores que habían intentado transformar las grandes calles y avenidas de Moscú en improvisadas pistas de aterrizaje para la aviación enemiga.

—En mi opinión, todo eso no es más que un disparate —dijo Nóvikov—. Desde el punto de vista técnico no tiene el menor sentido.

Ahora Neudóbnov se había enfrascado en una conversación sobre otro de sus temas preferidos: la vida doméstica. Después de palpar los tubos de la calefacción se puso a hablar del sistema de calefacción central que había hecho instalar en su dacha poco antes de la guerra.

De repente Nóvikov lo encontró sorprendentemente interesante; pidió a Neudóbnov que le dibujara un esquema de la calefacción central de la dacha y, tras doblar el croquis, lo guardó en el bolsillo interior de su chaqueta.

—¿Quién sabe? Es posible que algún día pueda serme útil —dijo.

Poco después Guétmanov entró en el compartimento. Saludó a Nóvikov con voz estentórea:

—Así que aquí está de nuevo el comandante. Empezábamos a pensar que íbamos a tener que elegir a un nuevo atamán. Temíamos que Stenka Razin hubiera abandonado a sus compañeros.

Entornó los ojos mirando afablemente a Nóvikov y éste respondió a la broma riéndose, aunque en su interior advirtió cierta tensión que se estaba convirtiendo en habitual.

Sí, en las bromas de Guétmanov había una particularidad extraña, como si a través de sus chanzas el comisario quisiera dar a entender que sabía muchas cosas de Nóvikov. Ahora, por ejemplo, había repetido las palabras de Zhenia durante la despedida, pero era una pura casualidad.

Guétmanov miró el reloj y dijo:

—Bueno, señores, llegó mi turno de ir a la ciudad. ¿Alguna objeción?

—Adelante —dijo Nóvikov—. Encontraremos la manera de divertirnos sin usted.

—No lo dudo —respondió Guétmanov—. Usted no suele aburrirse en Kúibishev.

Y esta broma ya no era ninguna coincidencia.

Cuando alcanzó la puerta del compartimento, Guétmanov le preguntó:

—Bueno, Piotr Pávlovich, ¿cómo está Yevguenia Nikoláyevna?

La seria actitud de Guétmanov no dejaba lugar a dudas, sus ojos no reían.

—Muy bien, gracias —dijo Nóvikov—, pero tiene mucho trabajo.

Y, deseando cambiar de conversación, se dirigió a Neudóbnov:

—Y usted, Mijaíl Petróvich, ¿por qué no va a darse una vuelta por Kúibishev?

—¿Qué me queda por ver allí? —respondió Neudóbnov.

Estaban sentados el uno al lado del otro. Mientras Nóvikov escuchaba a Neudóbnov, examinaba los papeles, los dejaba a un lado, repitiendo de vez en cuando:

—Muy bien… Continúe…

Durante toda su vida Nóvikov había hecho informes a sus superiores y éstos, durante la lectura, hojeaban documentos y de vez en cuando dejaban caer distraídamente: «Muy bien… Continúe…». Siempre le había ofendido ese tipo de comportamiento; él nunca haría algo así, se decía.

—Escuche un momento —dijo Nóvikov—, debemos hacer una solicitud por anticipado al servicio de reparaciones: tenemos carreteros, pero casi no disponemos de especialistas en orugas.

—Ya la he redactado y creo que lo mejor será enviarla directamente al general. De todas maneras se la darán a él para que la firme.

—Bien —dijo Nóvikov, firmando la solicitud—. Quiero que cada brigada compruebe sus armas antiaéreas. Es posible que se produzcan ataques aéreos una vez dejemos Sarátov.

—He dado órdenes en ese sentido al Estado Mayor.

—No es suficiente. Quiero que sea responsabilidad personal de los comandantes de los convoyes, que hagan un informe para las 16 horas. En persona.

—Ha llegado la confirmación del nombramiento de Sazónov como comandante de brigada del Estado Mayor.

—Qué rápido —dijo Nóvikov.

En lugar de apartar la mirada, Neudóbnov sonreía. Se percataba del enfado y la incomodidad de Nóvikov.

Normalmente a Nóvikov le faltaba coraje para defender con tesón a las personas que consideraba particularmente idóneas para ostentar cargos de mando. En cuanto se comenzaba a hablar de la lealtad política de los comandantes, Nóvikov se desalentaba y de repente la competencia personal de esos oficiales parecía algo irrelevante.

Pero aquel día no ocultaba su irritación. No quería resignarse. Mirando fijamente a Neudóbnov dijo:

—Es culpa mía. He dado más importancia a los datos biográficos que a las capacidades militares. En el frente pondremos las cosas en su sitio. Para luchar contra los alemanes se necesita algo más que un pasado impoluto. Si pasa cualquier cosa, destituiré a Sazónov. ¡Que se vaya al diablo!

Neudóbnov se encogió de hombros.

—Personalmente no tengo nada en contra de ese calmuco de Basángov —dijo—, pero hay que dar preferencia a un ruso. La amistad entre los pueblos es un asunto sagrado, pero compréndalo, entre la población de las minorías nacionales hay un alto porcentaje de hombres poco fiables o claramente hostiles.

—Tendríamos que haber pensado en eso en 1937 —dijo Nóvikov—. Conocí a un hombre, Mitka Yevséyev, que siempre gritaba: «Soy ruso, eso ante todo». No le sirvió de nada: lo metieron en la cárcel.

—Cada cosa a su tiempo —dijo Neudóbnov—. En la cárcel acaban los canallas, los enemigos, no meten a nadie así como así. En el pasado firmamos el tratado de paz de Brest-Litovsk con los alemanes, y aquello era bolchevismo. Ahora el camarada Stalin nos ha ordenado aniquilar a los invasores alemanes que han atacado nuestra patria soviética, del primero al último. Y esto también es bolchevismo.

Y añadió en un tono de voz aleccionador:

—El bolchevique de nuestros tiempos es ante todo un patriota ruso.

Todo aquello irritaba a Nóvikov. Él se había trabajado su lealtad a la patria rusa a costa de sufrimientos en los duros días de guerra, mientras que Neudóbnov parecía haberla tomado prestada en alguna oficina a la que él no tenía acceso.

Continuó hablando con Neudóbnov, pero se sentía irritado, pensaba en mil cosas diferentes, se inquietaba. Las mejillas le ardían como por efecto del sol y el viento, y el corazón le latía con fuerza, sin querer calmarse. Era como si un batallón marchara sobre su corazón, como si miles de botas golpearan las palabras: «Zhenia, Zhenia, Zhenia».

En la puerta del compartimento asomó Vershkov que, enfatizando el perdón ya otorgado a Nóvikov con el tono melifluo de su voz, dijo:

—Camarada coronel, permítame que le diga que el cocinero no me deja en paz; dice que hace más de dos horas que la comida está lista.

—Muy bien, pero que sea rápido.

Sin más dilación entró el cocinero, empapado en sudor, y con una expresión que era mezcla de sufrimiento, felicidad y ofensa comenzó a disponer los platitos con salazones procedentes de los Urales.

—A mí deme una botella de cerveza —pidió Neudóbnov, lánguido.

—Por supuesto, camarada general —respondió contento el cocinero.

Nóvikov sentía tantas ganas de comer después de su largo ayuno que las lágrimas brotaron en sus ojos. «El señor comandante se ha olvidado de lo que es comer», le vino a la cabeza y recordó el reciente lila de Persia gélido.

Nóvikov y Neudóbnov miraron al mismo tiempo por la ventana: a lo largo de la vía, un tanquista borracho sostenido por un miliciano que llevaba un fusil en bandolera avanzaba dando bandazos y tropezando, lanzando gritos penetrantes. El tanquista trataba de zafarse y golpear al miliciano, pero éste lo tenía firmemente agarrado por los hombros. Entonces el militar, en cuya cabeza debía de reinar una confusión total, olvidó sus ansias de pelea y empezó a besar la mejilla del miliciano con una ternura repentina.

—Averigüe qué es ese escándalo e infórmeme enseguida —ordenó Nóvikov a su ayudante de campo.

—Hay que fusilar a ese canalla alborotador —dijo Neudóbnov corriendo la cortina.

En la cara sencilla de Vershkov se reflejó un sentimiento complejo. Ante todo lamentaba que el comandante del regimiento perdiera el apetito. Pero al mismo tiempo compadecía al tanquista, una compasión que encerraba diferentes matices: diversión, aprobación, admiración de camarada, ternura paternal, tristeza, sincera inquietud.

—¡A sus órdenes! —dijo, pero al instante improvisó—: Su madre vive aquí, estaba desconcertado, quería despedirse de la viejita con un poco de calor, tal vez demasiado apasionado… Los rusos no tienen sentido de la medida, y él ha calculado mal la dosis.

Nóvikov se rascó la nuca, luego se acercó el plato. «¡De eso nada! No volveré a abandonar el convoy», pensó, mientras su mente se dirigía hacia la mujer que le esperaba.

Guétmanov regresó poco antes de la partida del convoy, acalorado y alegre; rechazó la cena, y se limitó a pedir al ordenanza que le abriera una botella de gaseosa de mandarina, su preferida. Se quitó las botas con un gemido, se recostó en el diván, y cerró la puerta del compartimento con el pie.

Comenzó a contar a Nóvikov las novedades que un viejo camarada, secretario de un obkom, le había explicado; había vuelto de Moscú el día antes y había sido recibido por uno de esos hombres que tienen un lugar asignado en el mausoleo de la Plaza Roja los días de fiesta, aunque no se sitúan junto al micrófono al lado de Stalin. Aquel hombre obviamente no lo sabía todo y, huelga decirlo, no había contado todo lo que sabía al secretario del obkom, al que había conocido en la época en que sólo era un instructor de raikom en una pequeña ciudad a orillas del Volga. El secretario del obkom, no sin antes ponderar en una pesa invisible a su interlocutor, le había narrado una pequeña parte de lo que había oído. Y a su vez Guétmanov contó a Nóvikov una pequeña parte de lo que le habían contado…

Sin embargo, aquella noche Guétmanov habló a Nóvikov en un tono particularmente confidencial, que nunca antes había utilizado con él. Parecía que daba por hecho que estaba al tanto de los secretos de los grandes: que Malenkov gozaba de un enorme poder ejecutivo, que Beria y Mólotov eran las únicas personas que tuteaban al camarada Stalin, y que al camarada Stalin le disgustaban enormemente las iniciativas personales no autorizadas; que al camarada Stalin le gustaba el suluguni, un queso georgiano; que dado el mal estado de la dentadura del camarada Stalin éste siempre mojaba su pan en vino; que, entre otras cosas, tenía la cara picada por la viruela que había tenido de niño; que el camarada Mólotov hacía tiempo que había perdido su posición de número dos del Partido, que en los últimos tiempos Iósif Vissariónovich no tenía en demasiada estima a Jruschov y que incluso hacía poco le había gritado a voz en cuello por teléfono…

El tono confidencial de aquellas observaciones sobre personas que ostentaban una posición de privilegio de poder supremo dentro del Estado —sobre la manera en que Stalin había bromeado persignándose durante una conversación con Churchill, sobre el descontento de Stalin por la confianza desmedida de uno de sus mariscales en sí mismo—, parecía más importante que ciertas palabras veladas del hombre del mausoleo, palabras que Nóvikov codiciaba y que su alma casi podía adivinar… Sí, se estaba acercando el momento de la ofensiva. Con una risa burlona interna de estúpida autocomplacencia de la que enseguida se avergonzó, Nóvikov pensó: «Vaya, parece que formo parte de la nomenklatura».

Sin previo aviso, el convoy se puso en marcha.

Nóvikov salió a la plataforma del vagón, abrió la puerta y fijó la mirada en la oscuridad en que estaba sumergida la ciudad. Y de nuevo oyó botas de infantería marchando sobre su corazón con el incesante retumbo: «Zhenia, Zhenia, Zhenia». Desde la cabeza del tren le llegaron, a través del estruendo, fragmentos de la canción de Yermak.

El estampido de las ruedas de acero sobre los raíles, el rechinar de los vagones que transportaban velozmente al frente masas de acero de los tanques, las voces jóvenes que cantaban, el viento frío del Volga, el inmenso cielo estrellado, todo afloraba con nuevos matices, distintos a cuantos percibiera un segundo antes, a aquello que había sentido en el transcurso del primer año de guerra. En su alma resplandecía una arrogante alegría, una sensación exultante por su propia fuerza, por el espíritu combativo que sentía en el cuerpo, como si la cara de la guerra hubiera cambiado, como si no expresara solamente sufrimiento y odio… Las tristes notas de aquella canción que emergía de la oscuridad de repente sonaron orgullosas y amenazadoras.

Era extraño, pero su felicidad no despertaba en él bondad ni deseos de perdonar. Más bien al contrario: le suscitaba odio, ira, ambición de demostrar su fuerza, de aniquilar todo lo que se interpusiera en su camino.

Volvió al compartimento, y de la misma manera que antes le había subyugado el encanto de la noche de otoño, ahora lo apabulló el calor sofocante del vagón, el humo de tabaco, el olor a mantequilla rancia, el betún derretido, el sudor de los cuerpos robustos de los oficiales del Estado Mayor. Guétmanov, con un pijama abierto sobre su pecho blanco, estaba reclinado en el diván.

—Bueno, ¿jugamos un partida de dominó? el cuerpo de generales ha dado el visto bueno.

—Claro que sí —respondió Nóvikov—. ¿Por qué no?

Guétmanov eructó discretamente y dijo preocupado:

—Me temo que tengo una úlcera. Después de comer siento ardor de estómago.

—No tendríamos que haber permitido al médico que viajara en el segundo tren —observó Nóvikov.

Y con creciente enojo, se dijo para sus adentros: «Cuando decidí promover a Darenski, Fedorenko frunció el entrecejo y yo di marcha atrás; se lo dije a Guétmanov y Neudóbnov, pero también ellos fruncieron el ceño porque era un ex condenado, y yo me amedrenté. Propuse a Basángov… y no les pareció bien porque no era ruso, y de nuevo me batí en retirada… ¿Puedo pensar por mí mismo o no?». Mientras miraba a Guétmanov, seguía con sus reflexiones hasta el punto de casi caer en el absurdo: «Hoy me ofrece mi propio coñac y mañana, cuando venga mi mujer, pretenderá irse con ella a la cama».

Pero ¿por qué justamente él, que no albergaba dudas sobre su capacidad de romper la columna vertebral de la maquinaria de guerra alemana, al conversar con Guétmanov o Neudóbnov se sentía invariablemente débil y tímido?

En aquel día feliz sintió cómo el odio acumulado durante largos años caía con todo su peso al tener que enfrentarse a una situación ahora habitual para él, en que ciertos tipos incompetentes en materia militar pero avezados al poder, la buena mesa, las condecoraciones, escuchaban sus informes, intervenían con gentileza para ayudarle a obtener una habitación en la residencia de oficiales o le daban palmaditas en la espalda. Hombres que desconocían incluso el calibre de las piezas de artillería, que no sabían leer correctamente los discursos que otros les escribían, que eran incapaces de orientarse en un plano, que se equivocaban en el acento de las palabras y cometían errores gramaticales, esos hombres siempre habían sido sus superiores. Tenía que rendir cuentas ante aquella gente, pero su ignorancia no se debía a su extracción obrera: también el padre de Nóvikov era minero, y su abuelo, y su hermano… A veces tenía la impresión de que la fuerza de aquellos oficiales residía precisamente en su ignorancia; que sus conocimientos, su lenguaje correcto, su interés hacia los libros constituían su debilidad. Antes de la guerra le parecía que aquellos hombres le superaban en voluntad y fe. Pero la guerra le había mostrado que no era así.

La guerra lo había colocado en un puesto de mando, pero no se sentía jefe. Al igual que antes se sometía a una fuerza cuya presencia percibía constantemente pero que no lograba comprender. Los dos hombres que oficialmente estaban subordinados a él, sin derecho a dar órdenes, eran la expresión misma de aquella fuerza. Ahora mismo paladeaba el placer que le procuraban las confidencias de Guétmanov sobre ese mundo en que palpitaba la fuerza, al que era imposible no someterse.

La guerra se encargaría de demostrar a quién debía estar agradecida Rusia: a los hombres como Guétmanov o a los hombres como él.

El sueño tan largamente acariciado se había cumplido: la mujer que había amado durante tantos años se convertiría en su esposa… Y ese mismo día sus tanques habían recibido la orden de dirigirse a Stalingrado.

—Piotr Pávlovich —soltó de sopetón Guétmanov—, mientras usted estaba en la ciudad, Mijaíl Petróvich y yo mantuvimos una discusión.

Antes de proseguir, se reclinó contra el respaldo del diván y dio un trago de cerveza.

—Soy un hombre campechano y se lo diré sin rodeos. Hemos hablado de la camarada Sháposhnikova. Su hermano cayó en 1937. —Guétmanov señaló con un dedo al suelo—. Resulta que Neudóbnov lo conoció en aquella época, y yo conocía a su primer marido, Krímov, del que se puede decir que se ha salvado de milagro. Formaba parte del grupo de conferenciantes del Comité Central. Bueno, Neudóbnov ha dicho que el camarada Nóvikov, en quien el pueblo soviético y el camarada Stalin han depositado su confianza, hace mal al vincularse en el terreno personal con una persona que procede de un ámbito político y social tan poco claro.

—¿Y a él qué le importa mi vida personal? —preguntó Nóvikov.

—¡Exactamente! —le secundó Guétmanov—. Son vestigios de 1937, hay que tener cierta amplitud de miras. Pero no malinterprete lo que acabo de decirle. Neudóbnov es un hombre extraordinario, de una honestidad cristalina, un comunista inflexible de mentalidad estaliniana. Pero tiene un pequeño defecto: no ve los gérmenes de lo nuevo, no es sensible a los cambios. Lo importante para él son las citas de los clásicos. A veces parece tan atiborrado de citas que no sabe entender el Estado donde vive. Pero la guerra nos está enseñando muchas cosas. El teniente general Rokossovski, el general Gorbátov, el general Pultus, el general Belov…, todos estuvieron en algún campo. Y eso no ha impedido que el camarada Stalin les haya asignado cargos de responsabilidad. Mitrich, el hombre al que he ido a ver hoy, me ha explicado que a Rokossovski lo sacaron del campo para ponerlo directamente como comandante del ejército: estaba en el lavadero del barracón lavando sus polainas cuando llegaron a buscarlo corriendo: ¡rápido, rápido! «Bueno», pensó, «no me dejan ni terminar de lavarme las calzas.» El día antes le habían magullado un poco durante un interrogatorio, y ahora le metían en un Douglas en vuelo directo al Kremlin. Debemos sacar conclusiones de historias como éstas. Pero nuestro Neudóbnov es un entusiasta de los métodos de 1937, un dogmático, y nada le hará cambiar. Ignoro qué hizo el hermano de Yevguenia Nikoláyevna, pero tal vez el camarada Beria también hoy lo habría liberado y estaría al mando de algún ejército… En cuanto a Krímov, él ahora está en el frente. Tiene su carné del Partido, su actitud es intachable. Así que ¿dónde está el problema?

Pero fueron precisamente esas últimas palabras las que hicieron explotar a Nóvikov.

—¡Me importa un bledo! —dijo sorprendido por el estruendo y la energía de su voz—. Me trae sin cuidado si Sháposhnikov era un enemigo o no. ¡No tengo la menor idea! en cuanto a Krímov, Trotski dijo de uno de sus artículos que era puro mármol. Y a mí me importa un comino. Si es mármol, es mármol. Y si era el ojito derecho de Trotski, Ríkov, Bujarin, Pushkin, ¿a mí qué más me da? ¿Es que tiene que ver con mi vida? Yo no leo sus artículos de mármol. Y Yevguenia Nikoláyevna, ¿es que ella tiene algo que ver? ¿Acaso trabajó en el Komintern hasta 1937? Dirigir sabe hacerlo todo el mundo, camaradas, pero intentad combatir un poco y cumplir con vuestro trabajo. ¡Estoy hamo de todo eso! ¡Me pone enfermo!

Las mejillas le ardían, el corazón le palpitaba desbocado, los pensamientos eran claros, nítidos, terribles, precisos, pero su cabeza estaba llena de niebla: «Zhenia, Zhenia, Zhenia».

Se escuchaba a sí mismo y no salía de su asombro. Apenas podía creerlo: por primera vez en su vida había dicho lo que pensaba sin miedo a un alto funcionario del Partido. Miró a Guétmanov, sintiéndose feliz, reprimiendo cualquier remordimiento, cualquier temor. De repente éste se puso en pie y exclamó abriendo sus gruesos brazos:

—Piotr Pávlovich, deja que te abrace, eres un verdadero hombre.

Nóvikov, desconcertado, abrazó a Guétmanov, se besaron, y Guétmanov gritó en el pasillo:

—Vershkov, tráenos coñac, el comandante del cuerpo y el comisario han decidido tutearse. Vamos a beber en confraternización.

5

Yevguenia Nikoláyevna terminó de limpiar la habitación y se dijo con satisfacción: «Bueno, ya está», como si al mismo tiempo hubiera puesto orden en el cuarto y en su alma. La cama estaba hecha, había alisado las arrugas de la almohada, no quedaba ni rastro de ceniza en el suelo junto a la cabecera de la cama ni tampoco una sola colilla en el extremo de la estantería. Pero fue entonces cuando Zhenia se dio cuenta de que estaba intentando engañarse, que sólo había una cosa que necesitaba en el mundo, y era Nóvikov. De pronto le entraron ganas de explicar a Sofia Ósipovna lo que había pasado en su vida, a ella, y no a su madre, ni a su hermana. Y comprendía de manera confusa por qué quería hablar precisamente con Sofia Ósipovna.

—Ay, Sóniechka, Sóniechka, mi pequeña Levinton —dijo en voz alta.

Luego recordó que Marusia estaba muerta. Comprendía que no podía vivir sin Nóvikov y, desesperada, golpeó el puño contra la mesa. «Maldita sea. No necesito a nadie», se dijo. A continuación se arrodilló en el lugar donde hacía poco colgaba su abrigo, y susurró: «No mueras». Y enseguida pensó: «Todo esto es una comedia. Soy una mujer indecente». Quiso torturarse adrede, y dentro de su cabeza oyó a una criatura pérfida de sexo indefinido soltar un aluvión de recriminaciones:

«Claro, la señora se aburría sin un hombre, está acostumbrada a que la complazcan, y éstos son los mejores años… A uno lo plantó, por supuesto, pero ese Krímov no cuenta, incluso querían expulsarlo del Partido. Y ahora se convertirá en la mujer de un comandante de un cuerpo del ejército. ¡Y qué hombre! Cualquier mujer le echaría de menos… Pero ¿cómo vas a retenerlo ahora que te has entregado? Bueno, ahora te esperan noches en blanco preguntándote si no lo habrán matado, si habrá encontrado a una telefonista de diecinueve años.»

Y como cogiendo al vuelo un pensamiento desconocido para Zhenia, la criatura cínica y maligna añadió:

«No te preocupes, pronto echarás a correr detrás de él.»

No comprendía por qué había dejado de amar a Krímov, pero llegados a ese punto no era necesario comprenderlo. Ahora era feliz. Luego se dijo que Krímov representaba un obstáculo para su felicidad. Se interponía siempre entre Nóvikov y ella, envenenando su dicha. Seguía arruinándole la vida. ¿Por qué debía torturarse sin pausa? ¿A qué venían esos remordimientos de conciencia? Había dejado de quererle, ya está. Y él, ¿qué quería de ella? ¿Por qué la perseguía con tanta insistencia? Ella tenía derecho a ser feliz. Tenía derecho a amar al hombre que la amaba. ¿Por qué Nikolái Grigórievich le parecía siempre tan débil e impotente, tan perdido, tan solo? ¡No era tan débil! ¡Tampoco era tan bueno!

Cada vez se sentía más furiosa con Krímov. ¡No, no! No iba a sacrificar su felicidad por él… Era un hombre cruel, estrecho de miras, un fanático recalcitrante. Ella nunca había podido aceptar su indiferencia ante el sufrimiento humano. ¡Qué extraño resultaba todo aquello para ella, su madre, su padre…! «No puede haber piedad para los kulaks», decía cuando decenas de miles de mujeres y niños morían de inanición en los pueblos de Rusia y Ucrania. «A los inocentes no se les arresta», había dicho en los tiempos de Yezhov y Yagoda. Aleksandra Vladímirovna había relatado una vez una historia que había tenido lugar en Kamishin en 1918. Varios comerciantes y propietarios de casas fueron colocados junto a sus hijos en una barcaza y ahogados en las aguas del Volga. Algunos niños eran amigos y compañeros de colegio de Marusia: Mináyev, Gorbunov, Kasatkin, Sapóshnikov. Nikolái Grigórievich había dicho airado: «Bueno, ¿qué quieres que se haga con los enemigos de la Revolución, que se les alimente con repostería?». ¿Por qué entonces Zhenia no debía tener derecho a ser feliz? ¿Por qué motivo debía seguir atormentándose y compadeciendo a un hombre que siempre había sido tan despiadado con los débiles?

Pero aunque se enfadara y exasperara, en el fondo de su alma sabía que estaba siendo injusta, que Nikolái Grigórievich no era tan perverso.

Se quitó la falda de invierno que había obtenido mediante trueque en el mercado de Kúibishev y se puso su vestido de verano, el único que le había quedado tras el incendio de Stalingrado. Era el mismo vestido que llevaba aquella noche con Nóvikov, cuando pasearon por el malecón, bajo el monumento a Jolzunov.

Poco antes de que fuera deportada le había preguntado a Jenny Guenríjovna si alguna vez había estado enamorada. Jenny, visiblemente avergonzada, le respondió: «Sí, de un chico con unos rizos de oro y los ojos azul claro. Vestía una chaqueta de terciopelo, el cuello blanco. Tenía once años y lo conocía sólo de vista». ¿Dónde estaba ahora aquel chico de cabellos rizados, vestido de terciopelo, dónde estaba Jenny Guenríjovna?

Yevguenia Nikoláyevna se sentó en la cama y miró el reloj. Sharogorodski solía pasar a visitarla a esa hora. No, no estaba de humor para conversaciones inteligentes.

Se puso a toda prisa el abrigo y un pañuelo. Era absurdo: el tren hacía horas que había partido. Había un gentío enorme alrededor de la estación, todos estaban sentados sobre sus hatillos y petates. Yevguenia deambuló por los callejones próximos. Una mujer le preguntó si tenía cupones de racionamiento, otra le pidió billetes de tren… Ciertos individuos la recorrían con la mirada soñolienta, suspicaces. Un tren de mercancías pasó con gran estruendo por la vía número 1. Los muros de la estación se estremecieron y los cristales de las ventanas tintinearon. Ella sintió que su corazón también temblaba. Pasaron algunos vagones abiertos que transportaban tanques. De repente, la invadió un sentimiento de felicidad. Los tanques siguieron desfilando. Los soldados sentados en la parte superior con sus cascos y las ametralladoras sobre el pecho parecían forjados en bronce.

Yevguenia caminó a casa, meciendo los brazos como un muchachito. Se había desabotonado el abrigo y de vez en cuando echaba una ojeada a su vestido de verano. De repente el sol crepuscular bañó las calles de luz y la ciudad gastada y ruda, que aguardaba el invierno en el frío y el polvo, apareció majestuosa, rosa, clara… Entró en casa y Glafira Dmítrievna, la inquilina más veterana que horas antes había visto al coronel en el pasillo mientras iba a ver a Zhenia, le dijo con una sonrisa aduladora.

—Hay una carta para usted.

«Hoy es mi día de suerte», pensó Yevguenia mientras abría el sobre. Era una carta de su madre, de Kazán. Leyó las primeras líneas, emitió un débil grito y llamó, confusa:

—¡Tolia, Tolia!

6

En la base de la nueva teoría de Shtrum estaba la idea que le había sorprendido aquella noche por la calle. Las ecuaciones que había deducido fruto de varias semanas de trabajo no eran una ampliación ni un apéndice de la teoría clásica aceptada unánimemente por los físicos. En lugar de eso, la teoría clásica, supuestamente global, se había convertido en un caso particular incluido en el marco de una teoría más amplia elaborada por Víktor.

Durante un tiempo dejó de ir al instituto, y Sokolov se hizo cargo de la supervisión del trabajo del laboratorio. Shtrum apenas salía de casa. Deambulaba por la habitación o se pasaba horas sentado en su escritorio. Sólo a veces, por la noche, salía a pasear escogiendo las calles desiertas cerca de la estación para no encontrarse con ningún conocido. En casa se comportaba como de costumbre: bromeaba durante las comidas, leía los periódicos, escuchaba los boletines de la Oficina de Información Soviética, le buscaba las cosquillas a Nadia, preguntaba a Aleksandra Vladímirovna por su trabajo en la fábrica, hablaba con su mujer.

Liudmila Nikoláyevna tenía la sensación de que en aquellos días su marido había comenzado a parecerse a ella. Hacía todo lo que se suponía que debía hacer, pero sin participar plenamente en la vida que le rodeaba, algo que le resultaba fácil porque era mera rutina. Y sin embargo aquella similitud no acercaba a los dos cónyuges, era sólo aparente. Las causas que determinaban la alienación de ambos respecto a la vida familiar eran radicalmente opuestas: la vida y la muerte.

Shtrum no tenía dudas acerca de los resultados de su investigación. Tal seguridad era algo atípico en él, pero ahora que había hecho el descubrimiento científico más importante de su vida tenía la certeza absoluta de su veracidad.

Ahora que llegaba al término de su complejo trabajo matemático, comprobando una y otra vez el desarrollo de sus razonamientos, no se sentía más seguro que cuando, en la calle desierta, le había iluminado una intuición repentina.

A veces intentaba comprender el camino que había seguido para llegar a aquel resultado. En apariencia todo era bastante sencillo. Los experimentos del laboratorio debían confirmar las hipótesis de la teoría. Pero no había sido así. La contradicción entre los datos experimentales y la teoría había suscitado en él, naturalmente, serias dudas sobre la fiabilidad de los experimentos. La teoría que había sido formulada sobre la base de los resultados obtenidos por numerosos investigadores durante décadas de trabajo y que, a su vez, arrojaba luz sobre muchas cuestiones relacionadas con los nuevos estudios experimentales, parecía incontestable. Reiterados experimentos habían mostrado una y otra vez que las desviaciones de las partículas cargadas en la interacción nuclear seguían sin corresponderse con las predicciones de la teoría. Ni siquiera las más generosas correcciones introducidas para compensar la imprecisión de los experimentos, así como la imperfección de los aparatos de medición y la emulsión fotográfica utilizada para captar las fisiones nucleares, podían explicar una disparidad tan grande.

Al darse cuenta de que no podía haber duda respecto a la precisión de los resultados, Víktor había intentado reformular la teoría asumiendo como premisa varias hipótesis arbitrarias que permitieran asumir los nuevos datos experimentales obtenidos en el laboratorio.

Todo lo que había hecho hasta el momento partía de una creencia fundamental: que la teoría se había deducido de datos experimentales, y por tanto era imposible que un experimento la contradijera. Se había despilfarrado una enorme cantidad de trabajo intentando hallar una conexión entre la teoría y los nuevos experimentos. Sin embargo, la teoría modificada, de la que parecía imposible alejarse, seguía fracasando a la hora de explicar los nuevos y contradictorios datos que afluían del laboratorio. La teoría modificada resultó ser tan ineficaz como la primera.

Fue en ese momento cuando sobrevino un nuevo hecho.

La vieja teoría dejó de ser fundamental, un todo omnicomprensivo, no porque fuera un error garrafal o un disparate, sino porque quedó insertada como un caso particular en el nuevo sistema… La reina madre arropada con un manto púrpura inclinó de modo respetuoso la cabeza ante la nueva emperatriz. Todo ocurrió en un abrir y cerrar de ojos.

Cuando Shtrum comenzó a reflexionar sobre cómo había dado con la nueva teoría, le sacudió algo inesperado. Se dio cuenta de que parecía no haber ninguna conexión lógica entre la teoría y los experimentos. Era como si las huellas en el suelo hubieran desaparecido y no pudiera rehacer el camino seguido.

Antes siempre había creído que las teorías nacían de la experiencia. Pensaba que las contradicciones entre una teoría existente y nuevos datos experimentales conducían naturalmente a una teoría nueva, más amplia. Pero, por extraño que pareciera, acababa de convencerse de que no era así. Había tenido éxito en el momento en que no había intentado relacionar la experiencia con la teoría, o viceversa.

La nueva teoría no procedía de la experiencia, sino de la cabeza de Shtrum. Lo veía con una claridad pasmosa. Lo nuevo había surgido de una absoluta libertad. Había brotado de su cabeza. La lógica de esa teoría, su línea de razonamiento, no estaba conectada a los experimentos efectuados por Márkov en el laboratorio. Daba la impresión de que la teoría había nacido espontáneamente, del libre juego del pensamiento, y aquel juego desarticulado de la experiencia permitía explicar toda la riqueza de los viejos y los nuevos datos. Los experimentos no habían sido sino un impulso exterior que le había obligado a pensar, pero no determinaban su contenido. Era sorprendente…

Su cabeza estaba llena de relaciones matemáticas, ecuaciones diferenciales, cálculos de probabilidad, leyes de álgebra superior y algoritmia. Aquellas relaciones matemáticas existían por sí mismas en el vacío, en la nada, fuera del mundo de los átomos y las estrellas, fuera de los campos electromagnéticos y gravitacionales, fuera del tiempo y el espacio, fuera de la historia del hombre y la historia geológica de la Tierra. Pero esas relaciones estaban dentro de su cabeza…

Y al mismo tiempo su cabeza estaba llena de otras relaciones y leyes: interacciones cuánticas, campos de fuerzas, constantes que determinaban los procesos nucleares, el movimiento de la luz, la contracción y dilatación del tiempo y el espacio. ¡Increíble! en su cabeza de físico teórico los procesos del mundo real sólo eran un reflejo de las leyes que habían nacido en el desierto de las matemáticas. En la mente de Shtrum las matemáticas no eran el reflejo del mundo, sino que el mundo se configuraba como proyecciones de las ecuaciones diferenciales. El mundo era un reflejo de las matemáticas.

Y al mismo tiempo su cabeza estaba llena de datos de contadores y otros instrumentos diferentes, de las líneas punteadas que sobre el papel fotográfico describen las trayectorias de las partículas y las fisiones de los núcleos…

Y aún quedaba espacio en su cabeza para el susurro de las hojas, la luz de la luna, las gachas de mijo con leche, el crepitar del fuego en la estufa, fragmentos de melodías, ladridos de perros, el Senado de Roma, los boletines de la Oficina de Información Soviética, el odio hacia la esclavitud, y la pasión por las semillas de calabaza.

Y de ahí, de esa amalgama, había nacido su teoría, había subido a la superficie emergiendo de lo más profundo, donde no existen matemáticas, ni física, ni experimentos en un laboratorio de física, ni experiencia de vida, donde no hay consciencia sino sólo la turba inflamable del inconsciente…

Y la lógica de las matemáticas, privada de los vínculos con el mundo, se reflejó, se expresó, se encarnó en una teoría física real que, con exactitud divina, se plasmó en un complicado trazado de líneas punteadas sobre el papel fotográfico.

El hombre en cuya cabeza había tenido lugar todo aquello, mirando las ecuaciones diferenciales y el papel fotográfico que confirmaba la verdad engendrada por él, lloraba secándose los ojos radiantes de felicidad y bañados en lágrimas…

Sin embargo, de no ser por aquellos experimentos infructuosos, de no ser por el caos y el absurdo, Sokolov y Shtrum habrían seguido reformulando la teoría vieja e incurriendo en el mismo error.

¡Qué felicidad que el absurdo no hubiera cedido ante su insistencia!

Esa nueva explicación había nacido de su cabeza, pero estaba relacionada con los experimentos de Márkov. En efecto, si los núcleos atómicos y los átomos no formaran parte de la realidad, tampoco existirían en el cerebro del hombre. Más aún: si no hubiera admirables sopladores de vidrio como los Petushkov, si no hubiera centrales eléctricas, ni altos hornos en los establecimientos metalúrgicos, ni producción de reactivos puros, no habría matemáticas dentro de la cabeza de un físico teórico.

Lo que más le sorprendía era que había logrado su máximo logro científico en un momento de la vida en que se sentía abrumado por el dolor y una lúgubre melancolía le oprimía el cerebro. ¿Cómo era posible?

¿Y por qué justo después de aquellas conversaciones —temerarias, peligrosas, que tanto le habían inquietado y que no guardaban ninguna relación con su trabajo— lo insoluble había hallado de repente una solución? Pero eso no era más que una banal coincidencia.

Difícil poner orden en todas esas cosas…

Ahora, una vez concluido, Víktor quiso hablar de su trabajo. Hasta ese momento no se había preguntado a quién podía confiarse.

Quería ver a Sokolov, escribir a Chepizhin… Trataba de imaginarse cómo acogerían sus nuevas ecuaciones Mandelshtam, Loffe, Landau, Tamm, Kurchatov, cómo las interpretarían sus colaboradores del laboratorio, qué impresión causarían sobre los de Leningrado. Pensaba en el título que daría a su trabajo. Se preguntó qué pensarían Bohr y Fermi. Tal vez el propio Einstein lo leería y le escribiría algunas líneas. Y se preguntó también quiénes serían sus adversarios, y qué problemas ayudaría a resolver.

Pero no le apetecía hablar a su mujer del trabajo. Por lo general, antes de enviar una carta importante, se la leía a Liudmila. Cuando se encontraba por casualidad a un viejo amigo en la calle, el primer pensamiento que le venía a la mente era: «¡Qué sorpresa se llevará Liudmila!». Después de discutir con el director del instituto al que había dirigido una réplica cortante, pensaba: «Luego le contaré a Liudmila cómo le he puesto en su sitio». No concebía siquiera la idea de ir al cine o al teatro sin Liudmila, sin sentir su presencia al lado y poder susurrarle: «Dios mío, ¡qué basura!». Compartía con ella cualquier cosa que le inquietara; cuando todavía era estudiante, le decía: «¿Sabes? A veces creo que soy idiota». ¿Por qué ahora no le decía nada? ¿Acaso su necesidad compulsiva de compartir su vida con ella se basaba en la certeza de que Liudmila vivía más la vida de su marido que la suya propia, que la vida de él era la de ella? Pero ahora aquella certidumbre había desaparecido. ¿Su mujer había dejado de amarle? ¿O tal vez era él el que ya no la amaba? Al final, aunque no tenía ganas de hacerlo, le habló de su trabajo.

—Es una sensación indefinible, extraña —le dijo—: ahora podría pasarme cualquier cosa y el corazón me diría que no he vivido en vano. ¿Sabes? Por primera vez en la vida, no tengo miedo a morir, porque ahora eso existe, ¡ha nacido!

Le mostró una hoja llena de garabatos que había sobre la mesa.

—No exagero: es una nueva visión de la naturaleza, de las fuerzas nucleares, un nuevo principio que será la llave para muchas puertas que hasta ahora han estado cerradas… ¿Entiendes?, cuando era niño… No, quería decir… Es un sentimiento como si… de las aguas oscuras y quietas aflorase a la superficie un nenúfar… ¡Ay, Dios mío!

—Estoy muy contenta, Vítenka, muy contenta —decía ella sonriendo.

Pero Víktor veía claramente que estaba absorta en sus pensamientos, que no compartía su alegría ni su excitación. Y no dijo ni una sola palabra de ello a su madre ni a Nadia. Lo más probable era que ya ni se acordase.

Por la noche Víktor fue a casa de los Sokolov. No sólo para hablar con Sokolov sobre su trabajo, sino también para contarle lo que sentía. Piotr Lavréntievich le entendería, era amable, inteligente, y tenía un corazón bueno, puro.

Pero al mismo tiempo temía que Sokolov le hiciera algún reproche, que le recordara su falta de fe. A Sokolov le gustaba comentar el comportamiento ajeno y pronunciar locuaces sermones.

Hacía tiempo que no iba a casa de los Sokolov. Probablemente sus amigos se habían reunido al menos tres veces desde su última visita. De repente vio los ojos saltones de Madiárov. «Es valiente, el demonio», pensó Víktor. Qué extraño era que, durante todo ese tiempo, no se hubiera acordado ni una sola vez de las «asambleas» nocturnas. Tampoco ahora tenía ganas. Asociaba a aquellas conversaciones cierta inquietud, ansiedad, el presentimiento de una desgracia inminente. Lo cierto es que se habían pasado de la raya: graznaban como pájaros de mal agüero, y en cambio Stalingrado resistía, el avance alemán había sido detenido, los evacuados regresaban a Moscú.

Anoche le había dicho a Liudmila que no tenía miedo a morir, ni siquiera en ese mismo momento. Sin embargo le aterrorizaba recordar las críticas que había expresado. Madiárov se había desahogado a gusto, tanto que pensarlo le provocaba pavor. ¿Y las sospechas de Karímov? Espantosas. ¿Y si Madiárov fuera en realidad un provocateur?

«Sí, morir no da miedo —pensó Víktor—, pero en este momento soy un proletario que puede perder algo más que sus cadenas.»

Sokolov, con una chaqueta de andar por casa, leía un libro, sentado a la mesa.

—¿Dónde está Maria Ivánovna? —preguntó Shtrum, sorprendido, a la vez que se maravillaba de su propio asombro.

Al no encontrarla en casa se había sentido perdido, como si hubiera ido allí para hablar de física teórica con ella y no con Piotr Lavréntievich. Sokolov colocó las gafas en la funda y le respondió, sonriendo:

—¿Por qué?, ¿es que Maria Ivánovna está obligada a estar siempre encerrada en casa?

Entre toses y tartamudeos propios de la excitación, Víktor comenzó a exponer sus ideas, a desarrollar sus ecuaciones. Sokolov era la primera persona en el mundo a la que Víktor confiaba su teoría, y mientras hablaba revivía todo de nuevo, aunque con sentimientos diferentes.

—Bueno, eso es todo —dijo Víktor con voz trémula, sintiendo la emoción del amigo.

Permanecieron callados, y a Víktor aquel silencio le pareció sublime. Estaba sentado, con la cabeza gacha, frunciendo la frente, meneando tristemente la cabeza. Por fin lanzó a Sokolov una mirada rápida, y le pareció ver lágrimas en los ojos de Piotr Lavréntievich.

Mientras el mundo entero era devastado por una guerra espantosa, dos hombres estaban sentados en una habitación miserable. Un vínculo inefable les unía entre sí, un vínculo que a su vez les unía con otros hombres de diferentes países, y con otros que habían vivido siglos atrás, cuyo pensamiento había aspirado a lo más elevado y grande que un ser humano pueda perseguir.

Shtrum deseaba que Sokolov continuara callado. En aquel silencio había algo divino…

Permanecieron así durante un largo rato. Después Sokolov se acercó a Shtrum, le puso una mano sobre el hombro, y Víktor Pávlovich sintió que estaba a punto de echarse a llorar. Al final Piotr Lavréntievich habló:

—Qué maravilla, qué milagro, qué elegancia. Le felicito de todo corazón. Una fuerza extraordinaria, qué lógica, qué elegancia. Incluso desde el punto de vista estético su razonamiento es perfecto.

Todavía temblando de la excitación, Víktor pensó: «Por el amor de Dios, esto no es una cuestión de elegancia, se trata del pan de cada día, de la realidad».

—Ve ahora, Víktor Pávlovich —dijo Sokolov—, lo equivocado que estaba cuando perdió el ánimo, cuando quería aplazarlo todo hasta el regreso a Moscú. —Y con el tono de un profesor de teología, que Shtrum no soportaba, continuó—: Tiene poca fe, le falta paciencia. A menudo esto le bloquea…

—Sí, sí —respondió deprisa Shtrum—, lo sé. Me deprimía tanto encontrarme en ese callejón sin salida. Me repugnaba todo.

Luego Sokolov se puso a disertar, pero cualquier cosa que decía desagradaba a Víktor, aun cuando su colega hubiera entendido inmediatamente la importancia de su trabajo y lo valorara en términos superlativos. Víktor encontraba todas sus apreciaciones insulsas, estereotipadas.

«Su trabajo promete resultados notables.» «Promete», qué palabra tan estúpida. No necesitaba a Piotr Lavréntievich para saber que su trabajo «prometía». Pero ¿por qué «promete resultados»? Más que prometer, ya era un resultado. «Ha aplicado un método original.» ¿Qué tenía que ver la originalidad? Era pan, pan, sólo pan negro.

Shtrum desvió intencionadamente la conversación hacia los asuntos del laboratorio.

—A propósito, Piotr Lavréntievich, olvidé comentarle que recibí una carta de los Urales: la entrega de nuestro pedido se retrasa.

—Bien —dijo Sokolov—, eso quiere decir que ya estaremos en Moscú cuando llegue el material. Hay un aspecto positivo: en Kazán nunca habríamos podido instalarlo y nos habrían acusado de no cumplir con el plan de trabajo.

Sokolov comenzó a pronunciar un discurso pomposo acerca de los asuntos del laboratorio. Aunque Víktor había sido el artífice del cambio de tema le entristeció que Sokolov hubiera abandonado con tanta facilidad el gran tema, el más importante. En ese momento sintió su soledad con particular intensidad. ¿Acaso Sokolov no entendía que su trabajo era infinitamente más importante que la rutina del laboratorio? Se trataba, sin duda, de la contribución más importante que Shtrum había hecho a la ciencia, una obra que tendría un peso determinante en el desarrollo de la física teórica. Sokolov advirtió, por la cara de Víktor, que había desviado la conversación con demasiada facilidad y ligereza hacia asuntos de puro trámite.

—Es curioso —observó—. Usted ha confirmado de manera absolutamente novedosa la cuestión de los neutrones y del núcleo pesado. —Con la palma de la mano imitó el movimiento de un trineo deslizándose veloz a lo largo de una pendiente—. Y ahora es cuando necesitaríamos los nuevos aparatos.

—Sí, es posible —respondió Víktor—. Pero es sólo un detalle.

—Venga, no diga eso —objetó Sokolov—, es un detalle suficientemente relevante. Una energía titánica, admítalo.

—¿Y a mí qué más me da eso? —replicó Shtrum—. Lo que me interesa es el nuevo punto de vista sobre la naturaleza de las microfuerzas. Es algo que puede alegrar a un cierto número de personas y que posibilita el poder acabar con algunas búsquedas a ciegas.

—Sí, claro que se alegrarán. Como un deportista se alegra cuando es otro el que bate un récord.

Shtrum no respondió. Sokolov había tocado un tema que hacía poco se había discutido en el laboratorio. En aquella ocasión Savostiánov había establecido un paralelismo entre científicos y deportistas: también los científicos se preparan, se entrenan, y la resolución de los problemas científicos conlleva la misma tensión que se encuentra en el deporte. Y además en ambos casos es una cuestión de récords.

Víktor, y sobre todo Sokolov, se habían enfadado con Savostiánov por aquel extraño parangón. Sokolov incluso pronunció un discursito tildando a Savostiánov de joven cínico y afirmó que la ciencia era una especie de religión, que el trabajo científico expresaba la aspiración del hombre hacia lo divino.

Víktor, en cambio, sabía que si se había irritado con Savostiánov no era tanto porque considerara errónea su afirmación. De hecho, más de una vez había sentido la alegría del deportista, el mismo anhelo, la misma pasión.

No obstante, sabía que la competitividad, el entusiasmo y el deseo de marcar récords no constituían la esencia, sino únicamente la superficie de su relación con la ciencia, y había montado en cólera con Savostiánov tanto porque llevaba razón como porque se equivocaba con su diagnóstico.

Nunca había hablado con nadie, ni siquiera con Liudmila, sobre su verdadero sentimiento hacia la ciencia, un sentimiento que había aflorado en los tiempos de su juventud. Y le resultó placentero que, en la discusión con Savostiánov, Sokolov hablara sobre la ciencia con tanta justicia y en términos tan elevados.

¿Por qué ahora, sin embargo, Sokolov había mencionado de improviso la analogía entre científicos y deportistas? ¿Por qué había dicho una cosa semejante precisamente en un instante tan crucial para Shtrum?

Perplejo y ofendido, le preguntó con brusquedad a su colega:

—Piotr Lavréntievich, ¿es que no está contento por mí, puesto que no ha sido usted el que ha establecido el récord?

Justo en aquel instante Sokolov estaba pensando que la solución encontrada por Shtrum era sencillísima, evidente en sí misma, que estaba presente desde hacía tiempo en su cabeza y que a la primera ocasión ineludiblemente la habría formulado.

—Así es —confesó Sokolov—. De la misma manera que Lawrence no se entusiasmó cuando fue Einstein y no él el que transformó las ecuaciones del propio Lawrence.

La candidez de este reconocimiento desarmó hasta tal punto a Shtrum que se arrepintió de su propia animosidad. Sin embargo, Sokolov se apresuró a añadir:

—Estoy bromeando, por supuesto. Lawrence no viene al caso. No siento nada parecido. Pero de todas formas, aunque no sienta nada parecido, soy yo quien tiene razón y no usted.

—Claro, claro. Está de broma —dijo Víktor, pero seguía irritado. Había entendido perfectamente que eso era lo que pensaba Sokolov.

«Hoy no es sincero —pensó—, pero es transparente como un niño. Se ve enseguida cuando no está diciendo la verdad.»

—Piotr Lavréntievich —añadió Víktor—, ¿nos reunimos el sábado en su casa como de costumbre?

Sokolov arrugó su gruesa nariz de bandolero, hizo ademán de ir a decir algo, pero permaneció callado.

Víktor lo miró con aire interrogador.

—Víktor Pávlovich —dijo Sokolov al final—, dicho sea entre nosotros, esas veladas han dejado de gustarme.

Ahora era él quien miraba con cierta curiosidad a Shtrum, pero como éste callaba, prosiguió:

—Me preguntará por qué. Usted sabe muy bien a qué me refiero… No es cosa de broma. Se nos fue demasiado la lengua.

—A usted no —replicó Shtrum—. La mayor parte del tiempo estuvo callado.

—Exacto, ése es el problema.

—Entonces reunámonos en mi casa, estaría encantado de que así fuera —propuso Víktor.

¡Increíble! Ahora el hipócrita era él. ¿Por qué había mentido? ¿Por qué discutía con Sokolov cuando en su fuero interno era de la misma opinión? Sí, porque también él había comenzado a temer aquellos encuentros, no deseaba que se produjeran.

—¿Por qué en su casa? —preguntó Sokolov—. No se trata de eso. Permita que se lo diga sin rodeos: he reñido con mi cuñado, con nuestro principal orador, Madiárov.

Víktor se moría de ganas de preguntarle: «Piotr Lavréntievich, ¿está usted seguro de que Madiárov es un hombre de confianza? ¿Pondría la mano en el fuego por él?». En cambio, dijo:

—¿Por qué hacer una montaña de un grano de arena? Es usted el que se ha metido en la cabeza que cualquier palabra un poco atrevida pone en peligro al Estado. Es una pena que haya discutido con Madiárov, es una persona que me gusta. Mucho, además.

—Es innoble que en unos tiempos tan duros para nuestra patria algunos rusos se dediquen a criticar a diestra y siniestra —sentenció Sokolov.

Y Shtrum de nuevo sintió el deseo de preguntarle: «Piotr Lavréntievich, es un asunto serio. ¿Está seguro de que Madiárov no es un delator?». Pero en su lugar, dijo:

—Con su permiso le diré que las cosas están mejorando. Stalingrado es la golondrina que anuncia la primavera. Usted y yo acabamos de confeccionar las listas para la vuelta a Moscú. ¿Recuerda lo que pensábamos hace dos meses? Los Urales, la taiga, Kazajstán, eso es lo que teníamos en la cabeza.

—Razón de más —replicó Sokolov—, no veo motivo para estar graznando.

—¿Graznando? —repitió Víktor.

—Sí, sí, graznando.

—Por el amor de Dios, Piotr Lavréntievich, ¿por qué dice esas cosas?

Cuando se despidió de Sokolov, Víktor estaba en un estado de perplejidad y melancolía. Por encima de todo le atenazaba una soledad insoportable. Desde la mañana se había consumido pensando en su encuentro con Sokolov, presintiendo que sería una reunión especial. Pero casi todo lo que éste había dicho le había parecido poco sincero, insulso. Y él tampoco había sido sincero. El sentimiento de soledad no le abandonaba; es más, se agudizaba.

Salió a la calle. Se encontraba todavía en la puerta de entrada cuando oyó una voz suave de mujer que le llamaba. Víktor la reconoció al instante.

El farol de la calle alumbraba la cara de Maria Ivánovna, sus mejillas y su frente brillaban por la lluvia. Con su viejo abrigo y el pañuelo de lana cubriéndole la cabeza, aquella mujer, esposa de un profesor universitario y doctor en ciencias, era la viva estampa de los evacuados en tiempo de guerra.

«Como la revisora de un tranvía», pensó Víktor.

—¿Cómo está Liudmila Nikoláyevna? —le preguntó mirándole fijamente con sus ojos oscuros.

Hizo un gesto de despreocupación con la mano y respondió:

—Sin novedades.

—Mañana a primera hora pasaré a visitarles —dijo Maria Ivánovna.

—Es usted su ángel de la guardia, su enfermera —dijo Víktor—. Menos mal que Piotr Lavréntievich lo soporta. Pasa mucho tiempo con Liudmila Nikoláyevna, y él es como un niño, a duras penas puede estar una hora sin usted.

Ella seguía mirándole con aire pensativo, como si estuviera escuchándole sin prestar atención a sus palabras. Luego dijo:

—Víktor Pávlovich, hoy tiene una expresión particular en la cara. ¿Le ha ocurrido algo bueno?

—¿Por qué piensa eso?

—No tiene los mismos ojos que de costumbre. Debe de ser a causa del trabajo —dijo de repente—. Su trabajo va bien, ¿verdad? Y usted pensaba que la desgracia que le había ocurrido le anularía la capacidad de trabajar.

—Pero ¿de dónde ha sacado eso? —le preguntó mientras pensaba: «Hay que ver lo charlatanas que son estas mujeres. ¿Es posible que Liudmila se lo haya explicado todo?»—. ¿Y qué es lo que ha visto en mis ojos? —preguntó con manifiesta ironía a fin de ocultar su irritación.

Maria Ivánovna permaneció callada, reflexionando sobre las palabras de Shtrum. Después le dijo seria, sin haber captado su tono irónico:

—En sus ojos siempre se lee sufrimiento, pero hoy no.

—Maria Ivánovna, qué extraño es el mundo. Mire, siento que he cumplido la gran obra de mi vida. La ciencia es pan, el pan del alma. Y ha sucedido en estos tiempos amargos, difíciles. Qué extrañamente enmarañada es la vida. Ay, cómo quisiera… Basta, es inútil hablar…

Maria Ivánovna le escuchaba sin apartar la mirada de sus ojos. Después le dijo en un susurro:

—Si pudiera ahuyentar la desgracia de su casa…

—Gracias, querida Maria Ivánovna —dijo Shtrum, despidiéndose.

Se apaciguó al instante, como si hubiera ido a visitarla a ella en lugar de a su marido, y él hubiera dicho lo que deseaba decir.

Un minuto más tarde, mientras caminaba por la sombría calle, Víktor se había olvidado de los Sokolov. Los oscuros portales vomitaban corrientes de aire frío, en los cruces de camino el viento levantaba los faldones de su abrigo. Shtrum encogía los hombros, arrugaba la frente… ¿Es posible que su madre nunca supiera lo que su hijo había logrado?

7

Shtrum reunió al personal del laboratorio, los físicos Márkov, Savostiánov y Anna Naumovna Weisspapier, el mecánico Nozdrín y el electricista Perepelitsin, para anunciarles que las dudas sobre la imprecisión de los aparatos eran infundadas. De hecho, había sido la exactitud de las medidas lo que había permitido obtener resultados homogéneos, a pesar de las variaciones en las condiciones de los experimentos.

Shtrum y Sokolov eran teóricos, así que los experimentos de laboratorio estaban bajo la supervisión de Márkov. Dotado de un talento asombroso para resolver los problemas más intrincados, siempre determinaba con precisión los criterios de funcionamiento del nuevo instrumental.

Shtrum admiraba la seguridad con la que Márkov se acercaba a un nuevo aparato y, al cabo de pocos minutos, sin necesidad de instrucciones, era capaz de comprender tanto los principios esenciales como los más nimios detalles de su mecanismo. Parecía percibir los instrumentos físicos como organismos vivos, como si mirando un gato le bastara una ojeada para distinguir los ojos, la cola, las orejas, las garras, advertir sus latidos, determinar la función de cada parte de su cuerpo felino.

Cuando montaban en el laboratorio un nuevo aparato y necesitaban a alguien con una especial destreza, era el altivo mecánico Nozdrín quien se hacía dueño de la situación. Savostiánov solía bromear sobre Nozdrín diciendo: «Cuando Stepán Stepánovich muera, llevarán sus manos al Instituto del Cerebro como objeto de estudio».

A Nozdrín no le gustaban las bromas, miraba por encima del hombro a sus colegas científicos, consciente de que sin sus robustas manos de obrero no podrían hacer gran cosa en el laboratorio.

El favorito del laboratorio era Savostiánov. Era tan hábil con el trabajo teórico como con el de laboratorio. Todo lo hacía bromeando, con presteza, sin apenas esfuerzo. Incluso en los días más nublados, sus cabellos claros, color trigo, parecían iluminados por el sol. Shtrum admiraba a Savostiánov y pensaba que su pelo reflejaba el brillo y la claridad de su mente. Sokolov también le apreciaba.

—No, Savostiánov no es como nosotros, descarados y dogmáticos. Él vuela más alto. Cuando nosotros hayamos muerto, sólo quedará su nombre, y tras él, ocultos, el suyo, el mío, el de Márkov.

Por lo que respecta a Anna Naumovna, los graciosos del laboratorio la habían apodado «la gallina semental». Poseía una capacidad de trabajo y una paciencia casi sobrehumanas: una vez se había pasado dieciocho horas seguidas ante el microscopio estudiando emulsiones fotográficas.

Muchos directores de otras secciones del instituto consideraban que Shtrum era sumamente afortunado por contar con un personal de laboratorio tan brillante. A tales comentarios Víktor solía replicar en broma: «Cada jefe de departamento tiene los colaboradores que se merece».

—Hemos pasado por un periodo de depresión y ansiedad —dijo aquel día Víktor—, pero ahora podernos estar contentos: el profesor Márkov ha llevado a cabo un trabajo impecable. El mérito, evidentemente, también corresponde al taller de mecánica y a los ayudantes de laboratorio, que han llevado a cabo una enorme cantidad de observaciones, cientos y miles de cálculos.

Después de carraspear, Márkov intervino:

—Víktor Pávlovich, nos gustaría que nos expusiera su teoría con el mayor detalle posible. —Bajando la voz, añadió—: He oído que la investigación de Kochkúrov en un área similar ofrece grandes posibilidades prácticas. También me han dicho que ha llegado desde Moscú una solicitud de información sobre los resultados que usted ha obtenido.

Márkov siempre estaba al corriente de los pormenores de todo cuanto ocurría. Cuando los colaboradores del instituto estaban a punto de ser evacuados, Márkov llegó al tren con una avalancha de información acerca de las paradas, los cambios de locomotora, los puntos de abastecimiento durante el itinerario.

Savostiánov, que había asistido a la reunión sin afeitarse, dijo con aire pensativo:

—Tendré que beberme todo el alcohol del laboratorio para celebrarlo.

Anna Naumovna, siempre rebosante de iniciativas de carácter social, observó:

—Vaya, ¡qué alegría! en las reuniones de producción y en el sindicato local nos acusaban ya de toda clase de pecados mortales.

Nozdrín, el mecánico, guardaba silencio y se frotaba las mejillas hundidas. El joven electricista Perepelitsin, mutilado de una pierna, se ruborizó lentamente hasta ponerse como un tomate y dejó caer la muleta al suelo con gran estruendo.

Fue un buen día para Víktor.

Pímenov, el joven director del instituto, le había telefoneado por la mañana, cubriéndolo de elogios. Pímenov debía tomar un avión para Moscú; estaban ultimando los preparativos para la vuelta a esa ciudad de casi todos los departamentos del instituto.

—Víktor Pávlovich —le había dicho Pímenov al despedirse—, pronto nos veremos en Moscú. Me siento feliz y orgulloso de ser el director del instituto durante el periodo en que usted ha concluido esta excelente investigación.

Ahora, en la reunión del personal del laboratorio, Víktor encontraba todo sumamente agradable.

Márkov, que tenía por costumbre bromear acerca de las normas del laboratorio, decía:

—Tenemos un regimiento de doctores y profesores; un batallón de jóvenes investigadores; y como soldado… sólo uno: ¡Nozdrín! —Con esta broma expresaba su desconfianza hacia los físicos teóricos—. Somos como una pirámide invertida, con una parte superior ancha y una base estrechísima. El equilibrio es precario. Lo que necesitamos es una base firme, un regimiento de gente como Nozdrín.

Y después del informe de Víktor, Márkov dijo:

—Bien, ¡ya podía seguir hablando de regimientos y de pirámides!

En cuanto a Savostiánov, el que había comparado la ciencia con el deporte, miraba a Shtrum después de su charla con una expresión en los ojos sorprendentemente cálida y alegre.

Víktor comprendió que en aquel momento Savostiánov le miraba no como un futbolista mira a su entrenador, sino como un creyente contempla a un apóstol. Recordó la discusión de Savostiánov con Sokolov, así como su reciente conversación con Sokolov, y se dijo a sí mismo: «Tendré alguna idea de la naturaleza de las fuerzas nucleares, pero no entiendo ni torta de la naturaleza humana».

Hacia el final de la jornada laboral, Anna Naumovna entró en el despacho de Shtrum y le dijo:

—Víktor Pávlovich, acabo de ver la lista de las personas que regresan a Moscú. El nuevo jefe del departamento de personal no ha incluido mi nombre.

—Lo sé, lo sé; no se preocupe —dijo Víktor—. Se han redactado dos listas. Usted está en el segundo turno. Partirá unas semanas más tarde, eso es todo.

—Por alguna razón soy la única persona de nuestro grupo que no está incluida en la primera lista. Creo que me volveré loca, no soporto vivir aquí. Sueño con Moscú cada noche. Y además, ¿eso quiere decir que montarán el laboratorio en Moscú sin mí?

—Sí, en efecto. Pero entiéndalo, la lista ya está confirmada, sería difícil modificarla. Mire, Svechín, del laboratorio de magnetismo, ya ha consultado el tema a propósito de Borís Izraílevich, a quien le ha ocurrido lo mismo que a usted, pero por lo visto tenemos que conformarnos. Lo mejor que puede hacer es tener paciencia.

De repente Víktor montó en cólera y se puso a gritar:

—A saber con qué parte del cuerpo razona esta gente. Han incluido personas en la lista que no necesitamos para nada y en cambio se han olvidado de usted, que nos sería muy útil para el montaje principal.

—No me han olvidado —dijo Anna Naumovna con los ojos bañados en lágrimas—, peor… —Lanzó una extraña mirada rápida, temerosa, hacia la puerta entreabierta y añadió—: Víktor Pávlovich, por alguna razón sólo han suprimido de la lista al personal judío. Me ha dicho Rimma, la secretaria del departamento de personal, que en la Academia Ucraniana de Ufá han tachado a casi todos los judíos de la lista: sólo han dejado a los doctores en ciencias.

Víktor, boquiabierto, la miró por un instante sin salir de su asombro. Después se echó a reír.

—Pero qué cosas dice, querida. ¡Ha perdido el juicio! Gracias a Dios no vivimos en la Rusia de los zares. ¿A qué viene ese complejo de inferioridad de judío de shtetl? ¡Quítese de la cabeza esas tonterías!

8

¡La amistad! Existen tantos tipos…

La amistad en el trabajo. La amistad en la actividad revolucionaria, la amistad en un largo viaje, entre soldados, en una prisión de tránsito, donde entre el encuentro y la separación discurren sólo dos o tres días, pero el recuerdo de esas horas se conserva durante años. La amistad en la alegría, la amistad en el dolor. La amistad en la igualdad y la desigualdad.

¿En qué consiste la amistad? ¿En una simple comunidad de trabajo y destino? A veces el odio entre miembros de un mismo partido cuyas ideas sólo se diferencian en pequeños matices es mayor que hacia los enemigos del partido. A veces los hombres que van juntos a la batalla se detestan más entre ellos que al enemigo común. Y del mismo modo a veces el odio entre prisioneros supera al odio que éstos sienten por sus carceleros.

Lo cierto es que los amigos se encuentran la mayoría de veces entre aquellos que comparten el mismo destino, la misma profesión, los mismos objetivos, pero concluir que es esa comunidad lo que determina la amistad sería un tanto prematuro.

¿Pueden establecer lazos de amistad dos caracteres completamente diferentes? ¡Por supuesto!

La amistad a veces es una relación desinteresada.

La amistad a veces es egoísta, otras está marcada por el espíritu de sacrificio; pero lo extraño es que el egoísmo de la amistad aporta un beneficio desinteresado a aquel del que se es amigo, mientras que el sacrificio de la amistad es esencialmente egoísta.

La amistad es un espejo en el que el hombre se contempla a sí mismo. A veces, mientras conversas con un amigo, te reconoces a ti mismo: es contigo mismo con quien hablas, es contigo con quien te relacionas.

La amistad es igualdad y afinidad. Pero al mismo tiempo es desigualdad y diferencia.

Existe una amistad práctica, eficaz cuando hay un trabajo colectivo, en la lucha común por la vida, por un trozo de pan.

También está la amistad por un ideal elevado, la amistad filosófica entre interlocutores contemplativos, entre personas que trabajan en campos diferentes, cada uno por su cuenta, pero que juzgan la vida con criterios idénticos.

Es posible que una amistad elevada aúne la amistad activa —la del esfuerzo y la lucha— y la amistad de los interlocutores contemplativos.

Los amigos siempre se necesitan el uno al otro, pero no siempre piden lo mismo a la amistad. Los amigos no siempre quieren la misma cosa de la amistad. Uno ofrece al otro su experiencia, el otro se enriquece con esa experiencia. Uno, al ayudar a un joven amigo, débil e inexperto, toma conciencia de su propia fuerza y madurez, en tanto el otro reconoce en el amigo su ideal: fuerza, madurez, experiencia. Así, en la amistad uno da, mientras que el otro se alegra por los regalos.

Ocurre que un amigo es una instancia tácita que ayuda al hombre a entrar en relación consigo mismo, a encontrar la felicidad en sí mismo, en sus propios pensamientos que se vuelven inteligibles, tangibles gracias a que encuentran un eco en el alma del amigo.

La amistad de la razón, la amistad contemplativa, filosófica, a menudo exige de los amigos unidad de pensamiento, pero esta afinidad puede no ser total. A veces la amistad se expresa en la disputa, en las divergencias.

Cuando los amigos son idénticos en todos los aspectos, cuando se reflejan el uno en el otro, la disputa con el amigo será una disputa con uno mismo.

Amigo es aquel que justifica tus debilidades, tus defectos e incluso tus vicios; es aquel que confirma tu equidad, tu talante, tus méritos.

Amigo es aquel que, amando, desenmascara tus debilidades, tus defectos y vicios.

La amistad es, pues, aquello que, fundado sobre lo semejante, se manifiesta en las diferencias, las contradicciones, las desemejanzas. En la amistad el hombre aspira a recibir de forma egoísta aquello que él no posee. En la amistad el hombre aspira a dar aquello que posee.

El deseo de amistad es inherente a la naturaleza humana, y aquel que no sabe establecer vínculos de amistad con personas, los tendrá con animales: perros, caballos, gatos, ratones, arañas.

Un ser dotado de una fuerza absoluta no necesita amigos; evidentemente, ese ser sólo puede ser Dios.

La verdadera amistad no depende de que el amigo se siente en un trono o que, derrocado de dicho trono, vaya a parar a prisión. La verdadera amistad se corresponde con las cualidades del alma y es indiferente a la gloria, a la fuerza exterior.

Múltiples son las formas de la amistad y múltiple es su contenido, pero hay un fundamento sólido en ella: la fe en el carácter inquebrantable del amigo, en su fidelidad. Por ello es particularmente bella la amistad allí donde el hombre celebra el sabbat. Allí donde el amigo y la amistad son sacrificados en nombre de los más altos intereses, el hombre, declarado enemigo del ideal supremo, pierde a todos sus amigos, pero conserva su fe en su único amigo.

9

Cuando llegó a casa, Shtrum vio en el colgador un abrigo que conocía bien: era el de Karímov, que había pasado a verle y estaba esperándole.

Karímov puso a un lado el periódico y Shtrum pensó que, a juzgar por las apariencias, Liudmila Nikoláyevna no había querido conversar con el invitado.

—Vengo directamente de un koljós, he dado una conferencia —dijo Karímov—. Pero, se lo ruego, no se moleste, en el koljós me han ofrecido comida en abundancia. Nuestro pueblo es sumamente hospitalario.

Y Shtrum pensó que Liudmila no había ofrecido a Karímov ni siquiera una taza de té.

Sólo después de examinar con detenimiento la cara aplastada y de nariz ancha de Karímov, Shtrum advertía en sus rasgos diferencias apenas perceptibles respecto al modelo clásico del eslavo ruso. Pero en ciertos instantes, bastaba con un repentino movimiento de cabeza de Karímov para que todos esos ínfimos detalles se fusionaran y su cara adquiriese una fisonomía típicamente mongola.

De la misma manera, a veces, cuando caminaba por la calle, Shtrum podía reconocer a judíos entre individuos rubios, de ojos claros y nariz respingona. Los detalles que revelaban la procedencia judía de un hombre eran prácticamente invisibles: una sonrisa, la manera en que fruncía la frente para expresar sorpresa o el modo en que se encogía de hombros.

Karímov le estaba explicando que había conocido a un teniente que, tras resultar herido, había vuelto al campo a casa de sus padres. Por lo visto, había visitado a Shtrum sólo para contarle ese encuentro.

—Un chico estupendo —dijo Karímov—, me ha hablado de todo con absoluta franqueza.

—¿En tártaro? —preguntó Shtrum.

—Por supuesto.

Shtrum pensó que si se hubiera encontrado con un teniente judío herido no habría podido hablarle en yiddish, puesto que apenas conocía una decena de palabras en ese idioma, como bekitser o haloimes, empleadas en tono de broma.

El teniente había sido hecho prisionero cerca de Kerch en otoño de 1941. Los alemanes le habían ordenado que recogiera el grano abandonado en la nieve para dárselo de forraje a los caballos. El teniente supo aprovechar el momento propicio y, oculto en el crepúsculo invernal, logró escapar. La población local, rusos y tártaros, le había dado cobijo.

—Tengo grandes esperanzas de volver a ver a mi mujer y a mi hija —dijo Karímov—. Parece que los alemanes, al igual que nosotros, tienen diferentes cartillas de racionamiento. El teniente me contó que muchos tártaros de Crimea han huido a las montañas, aunque los alemanes les dejan en paz.

—Cuando era estudiante escalé las montañas de Crimea —dijo Shtrum, y de pronto recordó que su madre le había enviado dinero para aquel viaje—. ¿Y ha visto judíos su teniente?

Liudmila Nikoláyevna asomó la cabeza por la puerta.

—Mamá no ha vuelto todavía —dijo—. Estoy preocupada.

—¿Ah, sí?, quién sabe dónde andará —respondió Shtrum, distraído; y cuando Liudmila Nikoláyevna cerró la puerta, preguntó por segunda vez—: ¿Qué dice su teniente sobre los judíos?

—Vio cómo se llevaban a una familia judía, una vieja y dos chicas, para ser fusiladas.

—¡Dios mío! —exclamó Shtrum.

—Sí, además oyó hablar de unos campos en Polonia adonde transportan a los judíos; los matan y luego descuartizan sus cuerpos como en un matadero. Pero estoy seguro de que no son más que fantasías. Me he informado en especial sobre los judíos porque sabía que le interesaría.

«¿Por qué sólo a mí? —pensó Shtrum—. ¿Acaso no interesa también a los demás?»

Karímov se quedó absorto un instante y luego dijo:

—Ah, sí, lo olvidaba; me ha contado que los alemanes ordenan llevar a la Kommandantur a los bebés judíos, a los que untan los labios con un compuesto incoloro que les hace morir al instante.

—¿Bebés? —repitió Shtrum.

—Creo que es una invención, como la historia de los campos donde descuartizan cadáveres.

Shtrum comenzó a dar vueltas por la habitación y dijo:

—Cuando uno piensa que en nuestros días se mata a los recién nacidos, todos los esfuerzos de la cultura parecen inútiles. ¿Qué nos han enseñado Goethe, Bach? ¡Están matando a recién nacidos!

—Sí, es terrible —dijo Karímov.

Shtrum sentía el pesar y la compasión en Karímov, pero también se daba cuenta de su alegría: el relato del teniente había fortalecido sus esperanzas de encontrar a su mujer, mientras que Shtrum sabía de sobra que, después de la victoria, nunca más vería a su madre.

Karímov se disponía a volver a casa. Víktor no tenía ganas de despedirse, así que decidió acompañarle parte del camino.

—¿Sabe una cosa? —dijo de repente Shtrum—. Nosotros, los científicos soviéticos, somos muy afortunados. ¿Qué deben de sentir los físicos y químicos alemanes honrados sabiendo que sus descubrimientos van en provecho de Hitler? Imagínese a un físico judío cuya familia es asesinada como si fueran perros rabiosos. Es feliz porque ha hecho un descubrimiento, pero éste, contra su voluntad, confiere potencia militar al fascismo. Él lo ve todo, lo comprende todo, y sin embargo, no puede evitar alegrarse por su descubrimiento… ¡Es horrible!

—Sí, sí —ratificó Karímov—, un hombre que siempre ha pensado no puede obligarse a dejar de pensar.

Salieron a la calle.

—Me da reparo que quiera acompañarme con este tiempo de perros —dijo Karímov—. Hacía poco que estaba en casa y ahora ha tenido que salir otra vez.

—No importa —respondió Shtrum—. Sólo le acompañaré hasta la esquina.

Miró a la cara de su compañero y añadió:

—Me complace pasear con usted por la calle, a pesar de este tiempo desapacible.

Karímov caminaba en silencio y Shtrum tuvo la impresión de que estaba absorto en sus pensamientos y no le escuchaba. Al llegar a la esquina, Shtrum se detuvo.

—Bueno —dijo—, despidámonos aquí.

Karímov le apretó la mano con fuerza y, alargando las palabras, dijo:

—Pronto regresará a Moscú y tendremos que separarnos. Nuestros encuentros han significado mucho para mí.

—Créame, a mí también me da pena —dijo Shtrum.

Cuando Shtrum caminaba de regreso a casa alguien lo llamó, pero él no se dio cuenta. Luego vio los ojos oscuros de Madiárov, mirándole fijamente. Llevaba levantado el cuello del abrigo.

—¿Qué ha pasado? —le preguntó—. ¿Se han acabado nuestras reuniones? Piotr Lavréntievich está enfadado conmigo.

—Sí, claro, es una lástima —respondió Shtrum—. Pero en el calor de la discusión hemos dicho una sarta de tonterías.

—¿Quién da importancia a las palabras dichas en caliente? —replicó Madiárov.

Madiárov acercó la cara a Shtrum, y sus ojos grandes, amplios, llenos de tristeza, se tornaron aún más tristes.

—En cierta manera no está mal que se hayan interrumpido nuestros encuentros.

—¿Por qué? —quiso saber Shtrum.

—Tengo que decírselo —dijo Madiárov, casi jadeando—. Creo que el viejo Karímov colabora. ¿Me entiende? Y usted, me parece, lo ha visto a menudo.

—¡Tonterías! No me creo ni una sola palabra —dijo Shtrum.

—¿No se ha dado cuenta? Todos sus amigos y los amigos de sus amigos han sido reducidos a polvo, todo su entorno ha desaparecido sin dejar huella. Sólo él ha sobrevivido, y bien que ha prosperado: lo han hecho académico.

—¿Y qué? Yo también soy académico, y usted.

—Reflexione un poco sobre esa suerte extraordinaria. Ya no es usted un niño, señor mío.

10

—Vitia, mamá acaba de llegar —dijo Liudmila.

Aleksandra Vladímirovna estaba sentada a la mesa con un chal sobre los hombros. Se llevó una taza de té a los labios y tras dejarla a un lado dijo:

—Bueno, he hablado con una persona que vio a Mitia[5] justo antes de que estallara la guerra.

Con una calma deliberada y midiendo el tono de su voz a causa de la excitación, les explicó que los vecinos de una compañera suya del trabajo, ayudante de laboratorio, habían recibido la visita de un paisano. Su compañera había pronunciado por casualidad, en presencia del invitado, el apellido de Aleksandra Vladímirovna, a lo que éste preguntó si aquella Sháposhnikova no tendría algún pariente llamado Dmitri. Después del trabajo, Aleksandra Vladímirovna se había dirigido a casa de la ayudante de laboratorio. Allí se enteró de que el visitante, corrector de profesión, acababa de ser liberado de un campo penitenciario, donde había pasado siete años por haber dejado escapar una errata en el editorial del periódico: en el apellido del camarada Stalin los tipógrafos se habían equivocado en una letra. Antes de la guerra lo habían trasladado de un campo en la República Autónoma de Komi a otro más severo en el Extremo Oriente por infringir la disciplina, y allí, entre sus compañeros de barracón figuraba Sháposhnikov.

—Desde la primera palabra comprendí que se trataba de Mitia. Aquel hombre me dijo: «Se tumbaba en las literas y silbaba: Chízhyk-Pízhik, gdie ti bil»[6]. Poco antes de que le arrestaran, Mitia vino a verme y respondió a todas mis preguntas sonriendo y silbando Chízhyk-Pízhik… Esta noche el hombre se marcha en un camión a Laishevo, donde vive toda su familia. Según dice, Mitia está enfermo de escorbuto y del corazón. No cree que salga en libertad. Le había hablado de mí y de Seriozha. Dice que trabaja en la cocina, que tiene un buen puesto.

—Sí —dijo Shtrum—, para eso se sacó dos títulos.

—No podemos fiarnos de ese hombre; ¿y si fuese un provocateur mandado intencionadamente? —preguntó Liudmila.

—¿Por qué iba a perder el tiempo un provocateur con una vieja como yo?

—Pues bien que se interesa cierta organización por Víktor.

—Pero qué tonterías dices, Liudmila —replicó Víktor, irritado.

—¿Y por qué está él en libertad? ¿Te lo ha explicado? —preguntó Nadia.

—Lo que me ha contado es increíble. Parece un mundo diferente, o más bien una pesadilla. Se diría que viene de otro país, con sus propias costumbres, su historia medieval y su historia moderna, sus proverbios… Le pregunté por qué le habían puesto en libertad. Él pareció bastante sorprendido: «¿No lo sabe? Me han dado la baja por invalidez». Por lo que he entendido, a veces liberan a los dojodiaga, es decir a los moribundos. Dentro del campo tienen una jerga especial para las diversas categorías de prisioneros: los trabajadores[7], los enchufados, los perros… Le pregunté acerca de esa extraña condena de diez años sin derecho a correspondencia que habían dictado contra miles de personas en 1917. Me contestó que no había conocido a ningún prisionero que estuviera cumpliendo aquella pena, y eso que había estado en decenas de campos. «Entonces ¿qué le ha pasado a esa gente?», pregunté. «No lo sé», respondió él. «Desde luego en los campos no están.»

»La tala forestal, los deportados a zonas de población especial, los prisioneros a los que se les multiplica la condena… De pronto me sentí acongojada. Y pensar que Mitia ha estado viviendo en un sitio así hablando en esa jerga: los moribundos, los enchufados los perros… Ese hombre me habló también de cómo se suicidan algunos prisioneros: no comen durante varios días, sólo beben agua de los pantanos de Kolymá y así mueren de edema, de hidropesía. Entre ellos dicen “ha bebido agua”, o “ha comenzado a beber”. Por supuesto, eso sólo ocurre cuando tienen el corazón enfermo.

Aleksandra Vladímirovna veía la cara tensa y angustiada de Shtrum, la frente surcada de arrugas de su hija. Perturbada, sintiendo la boca seca y que la cabeza le ardía, continuó con su relato:

—Dice que el viaje de traslado en los convoyes es aún más duro que el campo. Ahí los delincuentes comunes son todopoderosos: te desnudan, te quitan la comida, se juegan a las cartas la vida de los prisioneros políticos; el que pierde tiene que matar a un hombre con un cuchillo, y la víctima no sabe hasta el último minuto que han apostado su vida en una partida de cartas… Todavía más terrible es que en los campos todos los puestos de mando están en manos de delincuentes comunes: son los síndicos[8] de los dormitorios, los jefes de brigada en los trabajos del bosque. Los prisioneros políticos no tienen derechos, les tutean. Fascista[9], así es como llamaban los delincuentes comunes a Mitia.

Aleksandra Vladímirovna añadió con voz estentórea, como si se dirigiera a un auditorio:

—Ese hombre fue trasladado del campo donde se encontraba Mitia a otro situado en Siktivkar. Y dice que durante el primer año de guerra enviaron al grupo de campos donde se había quedado Mitia a un tipo llamado Kashketin, que organizó la ejecución de diez mil detenidos.

—Dios mío —exclamó Liudmila Nikoláyevna—. Pero ¿es que Stalin está al corriente de estas atrocidades?

—Dios mío —dijo Nadia irritada, imitando a su madre—; ¿no lo entiendes? Fue Stalin el que dio la orden de matarlos.

—¡Nadia! —explotó Shtrum—. ¡Basta ya!

Como suele pasar con las personas que se dan cuenta de que alguien ha descubierto sus puntos débiles, Víktor se enfureció y le gritó a Nadia:

—No te olvides de que Stalin es el comandante supremo de un ejército que combate contra el fascismo. Tu abuela confió en Stalin hasta el último día de su vida, nosotros vivimos y respiramos gracias a Stalin y el Ejército Rojo… Primero aprende a sonarte la nariz sola, y luego ya podrás atacar a Stalin, el hombre que ha cerrado el paso al fascismo en Stalingrado.

—Stalin está en Moscú —replicó Nadia—. Sabes muy bien quién ha detenido a los fascistas en Stalingrado. No acabo de entenderte: cuando venías de casa de los Sokolov decías las mismas cosas que yo…

Shtrum sintió un nuevo acceso de rabia contra Nadia, tan exacerbado que pensó que le duraría el resto de su vida.

—Nunca he dicho nada parecido después de visitar a los Sokolov. Te lo ruego, no inventes historias.

—¿Qué sentido tiene recordar todos estos horrores —intervino Liudmila Nikoláyevna— cuando tantos jóvenes soviéticos están sacrificando su vida por la patria?

Llegados a este punto, Nadia demostró explícitamente que estaba al tanto de las debilidades que encerraba el alma de su padre.

—Sí, claro, ¡no has dicho nada! Ahora que te va bien el trabajo y que han frenado el avance del ejército alemán.

—Pero ¿cómo…? —respondió Víktor Pávlovich—, ¿cómo te atreves a sospechar de la honestidad de tu padre? Liudmila, ¿oyes lo que está diciendo?

Esperaba que su mujer lo apoyara, pero Liudmila no lo hizo.

—¿De qué te sorprendes? —dijo ella en cambio—. Está cansada de escucharte; son las mismas cosas de las que hablabas con tu Karímov y con ese repugnante de Madiárov. Maria Ivánovna me ha puesto al corriente de vuestras conversaciones. En cualquier caso, ya has hablado más que suficiente. Ay, ojalá salgamos pronto hacia Moscú.

—Basta —dijo Shtrum—. Ya me conozco las lindezas que quieres decirme.

Nadia se calló; su rostro marchito y feo parecía el de una anciana. Le había dado la espalda, pero cuando al fin Víktor logró captar la mirada de su hija, el odio que percibió en ella le dejó estupefacto.

El ambiente estaba tan cargado, tan enrarecido que apenas se podía respirar. Todo lo que durante años vive en la sombra en el seno de casi todas las familias, y que aflora sólo de vez en cuando para ser aplacado al instante por el amor y la confianza sincera, acababa de salir a la superficie, se había desatado, desbordado para llenar sus vidas. Como si no existiera nada más entre padre, madre e hija que incomprensión, sospecha, odio, reproches.

¿Acaso su destino común sólo había engendrado discordia y alienación?

—¡Abuela! —dijo Nadia.

Shtrum y Liudmila miraron al mismo tiempo a Aleksandra Vladímirovna, que apretaba sus manos contra la frente, como aquejada por un dolor de cabeza insoportable.

Había algo indescriptiblemente penoso en su impotencia. Ni ella ni su aflicción parecían ser necesarios a nadie, sólo servían para molestar, irritar, alimentar la discordia familiar. Fuerte y severa durante toda su vida, ahora estaba allí sola, indefensa.

De pronto Nadia se arrodilló y apretó la frente contra las piernas de Aleksandra Vladímirovna.

—Abuela —susurró—. Abuela querida, buena…

Víktor Pávlovich se aproximó a la pared y encendió la radio; el altavoz de cartón comenzó a ronquear, aullar, silbar. Parecía que la radio transmitiera el desapacible tiempo de la noche otoñal que arreciaba sobre la primera línea del frente, sobre los pueblos incendiados, sobre las tumbas de los soldados, sobre Kolymá y Vorkutá, sobre los campos de aviación, sobre los húmedos techos de lona alquitranada que cubrían los hospitales de campaña.

Shtrum miró el rostro sombrío de su mujer, se acercó a Aleksandra Vladímirovna, tomó sus manos entre las suyas y las besó. Luego se inclinó y acarició la cabeza de Nadia.

Daba la impresión de que nada hubiera ocurrido en aquellos minutos; en la habitación estaban las mismas personas oprimidas por el mismo dolor y guiadas por un mismo destino. Sólo ellos sabían qué extraordinaria calidez colmaba en esos momentos sus corazones endurecidos…

De pronto resonó en la habitación una voz atronadora:

—En el transcurso del día nuestras tropas han luchado contra el enemigo en las regiones de Stalingrado, el nordeste de Tuapsé y Nálchik. No se ha producido ningún cambio en el resto de los frentes.

11

El teniente Peter Bach había ido a parar al hospital a causa de una herida de bala en el hombro. La herida no era grave, y los camaradas que lo habían acompañado en el furgón sanitario le felicitaron por su buena suerte.

Con una sensación de felicidad suprema y al mismo tiempo gimiendo de dolor, Bach se levantó, sostenido por un enfermero, para ir a tomar un baño.

El placer que sintió al entrar en el agua fue enorme.

—¿Mejor que en las trincheras? —preguntó el enfermero, y deseando decir algo agradable al herido, añadió—: Cuando le den el alta, seguro que todo estará en orden por allí.

Y apuntó con la mano en dirección al lugar de donde llegaba un estampido regular, continuo.

—¿Hace poco que está aquí? —preguntó Bach.

El enfermero frotó la espalda del teniente con una esponja y luego respondió:

—¿Qué es lo que le hace pensar eso?

—Allí nadie piensa que la guerra vaya a terminar pronto. Al contrario, creen que va para largo.

El enfermero miró al oficial desnudo en la bañera. Bach recordó que el personal de los hospitales tenía instrucciones de informar sobre las opiniones de los heridos, y las palabras que él acababa de pronunciar ponían de manifiesto su escepticismo respecto al poder de las fuerzas armadas.

Sin embargo repitió con total claridad:

—Sí, enfermero, de momento nadie sabe cómo acabará todo esto.

¿Por qué había repetido aquellas palabras tan peligrosas? Sólo un hombre que vive en un imperio totalitario puede entenderlo. Las había repetido porque le enfurecía el miedo que había sentido al pronunciarlas la primera vez. Las había repetido como mecanismo de autodefensa, para engañar con su despreocupación a su presunto delator.

Luego, para borrar la mala impresión que pudiera haberle causado, declaró:

—Probablemente nunca, ni siquiera en el comienzo de la guerra, ha habido semejante concentración de fuerzas. Créame, enfermero.

Asqueado por la esterilidad de aquel juego inútil y complejo, se entregó a un divertimento infantil, tratando de encerrar en su puño el agua tibia y jabonosa que salía disparada bien contra el borde de la bañera, bien contra su propio rostro.

—El principio del lanzallamas —explicó al enfermero.

¡Qué delgado estaba! Examinaba sus brazos desnudos, el pecho, y pensaba en la joven rusa que dos días antes le había besado. ¿Acaso podía haber imaginado que en Stalingrado viviría una historia de amor con una mujer rusa? La verdad es que llamar a aquello historia de amor resultaba un tanto difícil. Se trataba más bien de una aventura fortuita en tiempo de guerra. Con un telón de fondo insólito, extraordinario: se habían encontrado en un sótano; él se había abierto paso entre las ruinas iluminadas por los destellos de las explosiones. Uno de esos encuentros que quedan tan bien descritos en los libros. Ayer tenía que haber ido a verla. Probablemente la chica creería que lo habían matado. Cuando estuviera restablecido, volvería a verla. ¿Quién habría ocupado ahora su lugar? La naturaleza aborrece el vacío…

Inmediatamente después del baño lo llevaron a la sala de radiología, donde el doctor lo colocó ante la pantalla.

—Allí la cosa está que arde, ¿no es así, teniente?

—Más para los rusos que para nosotros —respondió Bach, deseando agradar al radiólogo y recibir un buen diagnóstico que hiciera la operación rápida e indolora.

Entró el cirujano. Los dos médicos observaron las radiografías; sin duda debían de ver la venenosa disidencia que en los últimos años se había ido acumulando en su caja torácica.

El cirujano cogió el brazo de Bach y se puso a manipularlo, ora acercándolo a la pantalla, ora alejándolo. Sólo le interesaba la herida; el hecho de que ésta estuviera unida a un hombre con estudios superiores era una circunstancia del todo casual.

Los dos médicos comenzaron a hablar mezclando latinismos con burlones tacos en alemán, y Bach comprendió que su herida no era tan grave: no perdería el brazo.

—Prepare al teniente para la intervención —dijo el cirujano—. Entretanto iré a examinar esa herida de cráneo. Es un caso difícil.

El enfermero despojó a Bach de la bata y la ayudante del cirujano le mandó sentarse en un taburete.

—Maldita sea —exclamó Bach con una sonrisa lastimosa, avergonzado por su desnudez—. Deberían haber calentado la silla, Fräulein, antes de hacer posar el trasero desnudo a un combatiente de la batalla de Stalingrado.

La mujer le respondió sin esbozar siquiera una sonrisa.

—Eso no forma parte de nuestras obligaciones.

Luego comenzó a sacar de un pequeño armario de cristal instrumentos que causaron pavor al teniente Bach.

Sin embargo, la extracción del casco de metralla resultó rápida y fácil. Bach incluso se sintió ofendido con el cirujano, cuyo desprecio hacia aquella operación insignificante parecía hacerse extensible al herido.

La enfermera le preguntó a Bach si necesitaba que le acompañara a su habitación.

—No, iré yo solo —respondió.

—No tendrá que permanecer mucho tiempo en el hospital —añadió ella con voz reconfortante.

—Bien, ya comenzaba a aburrirme.

La mujer sonrió.

Evidentemente, la enfermera se había formado su propia opinión de los heridos a partir de los artículos que había leído en la prensa, donde escritores y periodistas relataban historias de soldados convalecientes que huían a hurtadillas de los hospitales para reincorporarse a sus queridos batallones y regimientos, movidos por un deseo imperioso de disparar contra el enemigo; de lo contrario, su vida no tenía sentido.

Es posible que los periodistas se encontraran con gente así en los hospitales, pero Bach, por su parte, sintió una vergonzosa felicidad cuando pudo tumbarse en una cama cubierta de sábanas limpias, comer un plato de arroz y, dando una calada a su cigarrillo (pese a que en las habitaciones del hospital estaba estrictamente prohibido fumar), entablar conversación con sus vecinos.

En la sala había cuatro heridos: tres eran oficiales que servían en el frente y el cuarto, un funcionario con el pecho hundido y el vientre hinchado que, enviado en comisión de servicio desde la retaguardia, había sufrido un accidente automovilístico en la región de Gumrak. Cuando se tumbaba boca arriba, con las manos apoyadas sobre el estómago, parecía que al viejo esmirriado le hubieran metido debajo de la colcha, a guisa de broma, una pelota de fútbol.

Sin duda éste era el motivo por el que le habían colgado el apodo de portero.

El Portero era el único que se quejaba de que la herida lo hubiera puesto fuera de combate. Hablaba en tono exaltado del deber, el ejército, la patria, y del orgullo que constituía para él haber sido herido en Stalingrado.

Los oficiales del frente, que habían vertido su sangre por el pueblo, se mostraban sarcásticos respecto a su patriotismo. Uno de ellos, echado boca abajo a consecuencia de una herida en las nalgas, era el comandante Krapp, que estaba al mando de un destacamento de exploradores. Tenía la tez pálida y los labios tan prominentes como sus ojos marrones.

—Por lo visto usted es de ese tipo de porteros que no hacen ascos a meter un gol —dijo Krapp—. No se contenta con detener la pelota.

Krapp estaba obsesionado con el sexo. Era su principal tema de conversación.

El Portero, ansioso de pagar con la misma moneda a su ofensor, le preguntó:

—¿Por qué está tan pálido? Supongo que trabaja en algún despacho.

Pero Krapp no trabajaba en las oficinas.

—Yo —dijo— soy un ave nocturna. Me lanzo a la caza por la noche. Con las mujeres, a diferencia de usted, me acuesto durante el día.

En la sala juzgaban con acritud a los burócratas que todas las noches cogían los automóviles y se escapaban de Berlín a sus casas de campo; insultaban también a los intendentes más veteranos que eran condecorados antes que los soldados del frente; hablaban de las penurias que soportaban sus familias, cuyas casas habían sido destruidas por las bombas; maldecían a los donjuanes de la retaguardia que aprovechaban su situación para conquistar a las mujeres de los soldados; vituperaban las tiendas del frente donde sólo se vendía agua de colonia y cuchillas de afeitar.

Al lado de Bach estaba el teniente Gerne. Al principio aquél creyó que se trataba de un aristócrata, pero luego supo que era uno de esos campesinos promovidos por el nacionalsocialismo. Era subjefe del Estado Mayor del regimiento y había resultado herido por un casco de bomba durante un ataque aéreo nocturno.

Cuando el Portero fue conducido a la sala de operaciones, el teniente Fresser, un hombre más bien vulgar cuya cama estaba situada en la esquina, dijo:

—Llevan disparándome desde el 39, y nunca he proclamado mi patriotismo. Me dan de comer y de beber, me visten, y yo combato. Sin filosofías.

—No es del todo cierto —replicó Bach—. Cuando los oficiales del frente hablan de la hipocresía de hombres como el portero, eso ya es una filosofía.

—Exacto —dijo Gerne—. ¿Nos puede decir de qué clase de filosofía se trata?

Por la expresión hostil en la mirada de Gerne, Bach intuyó que era uno de esos hombres que odiaban a la clase intelectual anterior a Hitler. Bach había leído y escuchado multitud de discursos en los que se atacaba a la vieja clase intelectual por su afinidad con la plutocracia americana, sus simpatías ocultas por el talmudismo y las teorías hebraicas, por el estilo judaizante en la pintura y la literatura. La rabia se apoderó de él. Ahora que estaba dispuesto a inclinarse ante la fuerza bruta de los hombres nuevos, ¿por qué lo miraban con gesto lúgubre, felino? ¿Acaso no le habían comido también a él los piojos? ¿Es que no le había devorado el frío igual que a ellos? ¡A él, un oficial de primera línea, no le consideraban alemán! Bach cerró los ojos y se volvió hacia la pared…

—¿A qué viene ese veneno en su pregunta? —farfulló, resentido.

Gerne replicó con una sonrisa de despreciativa superioridad:

—¿De verdad no lo entiende?

—Acabo de decírselo, no lo entiendo —respondió Bach en tono airado, y añadió—: Pero me lo imagino.

Gerne, por supuesto, se echó a reír.

—¿Me acusa de duplicidad? —gritó Bach.

—Eso es. De duplicidad —dijo Gerne.

—¿Impotencia moral?

En ese instante Fresser se echó a reír, y Krapp, levantándose sobre los codos, miró a Bach con insolencia.

—Degenerados —dijo Bach con voz atronadora—. Estos dos se encuentran fuera de los límites del pensamiento humano, pero usted, Gerne, se halla a medio camino entre el simio y el hombre… Hay que ser serio.

Entumecido por el odio, apretó con fuerza los ojos cerrados.

«Basta con que haya escrito un miserable opúsculo sobre la cuestión más trivial para pensar que eso le da derecho a odiar a los que sentaron las bases y levantaron los muros de la ciencia alemana. Sólo tiene que publicar una novela anodina para poder escupir sobre la gloria de la literatura alemana. Usted cree que la ciencia y el arte son una especie de ministerios: lugares donde los empleados de la vieja generación no le dan la oportunidad de hacer carrera. A usted y a su librito les falta espacio, y Koch, Nernst, Planck y Kellerman le estorban… La ciencia y el arte no son cosa de burócratas; el monte Parnaso está bajo el cielo infinito, donde siempre, a lo largo de la historia de la humanidad, ha habido espacio para todos los talentos. Si no hay sitio para usted y sus estériles frutos, no es por falta de espacio; simplemente no es ése su lugar. Os esforzáis por abriros hueco, pero vuestros globos escuálidos y medio inflados no se elevarán de la tierra ni un metro. Expulsaréis a Einstein, pero no ocuparéis su lugar. Sí, Einstein será judío pero, disculpe por lo que voy a decir, es un genio. No hay poder en el mundo que pueda ayudarles a ocupar su lugar. Reflexione. ¿Vale la pena gastar tantas fuerzas en eliminar a aquellos cuyos sitios quedarán vacíos por siempre? Si su insuficiencia les impide recorrer el camino abierto por Hitler, la culpa es sólo suya, y no la tome con gente válida. ¡Con el método del odio policial en el campo de la cultura no se puede obtener nada! ¿No ve qué bien comprenden Hitler y Goebbels este punto? Debería aprender de ellos. Mire con qué amor, con qué tacto y tolerancia cuidan la ciencia, la pintura, la literatura alemanas. Siga su ejemplo. Tome el camino de la consolidación, no siembre la discordia en nuestra causa común.»

Después de pronunciar aquel discurso imaginario, Bach volvió a abrir los ojos. Sus vecinos estaban acostados bajo las mantas.

—Mirad, camaradas —les llamó Fresser, y con el gesto de un prestidigitador sacó de debajo de la almohada una botella de coñac italiano Tres Valets.

Una suerte de sonido gutural salió de la boca de Gerne; sólo un auténtico borracho, y además campesino, puede contemplar una botella con semejante mirada.

«No es mal tipo, salta a la vista que no lo es», pensó Bach, sintiéndose avergonzado por su histérico discurso.

Fresser saltó sobre una sola pierna y empezó a servir el coñac en los vasos que había sobre las mesitas de noche.

—¡Es usted una fiera! —sonrió Krapp.

—He aquí un verdadero soldado —dijo Gerne.

Fresser se puso a explicar:

—Uno de los medicuchos vio mi botella y me preguntó: «¿Qué lleva ahí envuelto en el periódico?». Y yo le repliqué: «Las cartas de mi madre; nunca me separo de ellas». —Y levantó el vaso.

—Pues con saludos del frente, ¡a su salud, teniente Fresser!

Todos bebieron.

Gerne, que al instante sintió deseos de vaciar otro vaso, dijo:

—Maldita sea, hay que dejar algo para el Portero.

—Al diablo con el Portero, ¿verdad, teniente? —preguntó Krapp.

—Deja que cumpla su deber con la patria; a nosotros nos basta con beber —dijo Fresser—. Después de todo, nos merecemos un poco de diversión.

—Mi trasero está volviendo a la vida —dijo Krapp—. Ahora sólo me falta una dama entradita en carnes.

Reinaba un ambiente alegre y distendido.

—Bueno, allá vamos —dijo Gerne alzando su vaso.

De nuevo bebieron todos.

—¡Qué bien que hayamos ido a parar a la misma habitación!

—Nada más veros lo comprendí. «Éstos son hombres de pelo en pecho, curtidos en el frente», me dije.

—Yo, para ser sincero, tuve mis dudas respecto a Bach —dijo Gerne—. Pensé: «Bah, éste debe de ser del Partido».

—No, nunca me afilié.

Estaban acostados, con las colchas apartadas a un lado porque habían empezado a tener calor. Se pusieron a hablar del frente.

Fresser había combatido en el flanco izquierdo, cerca de Okatovka.

—El demonio sabrá por qué —dijo—, pero estos rusos no saben avanzar. Aunque estamos ya a comienzos de noviembre y nosotros tampoco nos hemos movido. ¿Se acuerda de la cantidad de vodka que nos bebimos en agosto? Brindábamos todo el rato por lo mismo: «Que no se pierda nuestra amistad después de la guerra; hay que crear una asociación de veteranos de Stalingrado».

—Puede que no sepan cómo lanzar un ataque —dijo Krapp, que había combatido en el distrito fabril—. Sin duda no saben defender las posiciones conquistadas. Te expulsan de un edificio y al rato se echan a dormir o comen hasta hartarse, mientras los comandantes se emborrachan.

—No son más que salvajes —sentenció Fresser, guiñando un ojo—. Hemos gastado más hierro con estos salvajes de Stalingrado que en todo el resto de Europa.

—No sólo hierro —objetó Bach—. En nuestro regimiento hay algunos que lloran sin razón y cantan como gallos.

—Si la cosa no se decide antes del invierno —advirtió Gerne—, esto será una guerra china. Sí, un barullo sin sentido.

—¿Sabéis que se está preparando una ofensiva en el distrito fabril y que se ha concentrado allí una cantidad de fuerzas nunca vista antes? —dijo Krapp a media voz—. Estallará cualquier día de éstos. El veinte de noviembre dormiremos con las chicas de Sarátov.

Detrás de las ventanas cubiertas con cortinas se oía el majestuoso y grave fragor de la artillería, el zumbido de los bombarderos nocturnos.

—Ahí van los cucús[10] rusos —dijo Bach—. A esta hora es cuando bombardean. Algunos los llaman los «sierra nervios»

—Nosotros, en el Estado Mayor, los llamamos los suboficiales de servicio.

—¡Silencio! —dijo Krapp, levantando un dedo—. ¡Escuchad! ¡Es la artillería pesada!

—Y nosotros poniéndonos finos en la sala de heridos leves.

Por tercera vez en aquel día se sintieron alegres.

Hablaron de las mujeres rusas; todos tenían alguna historia que contar. A Bach no le gustaba ese tipo de conversaciones, pero de repente, aquella noche se encontró hablándoles de Zina, la chica que vivía en el sótano de una casa semiderruida. Y habló con tanto atrevimiento que hizo reír a todos.

Entró el enfermero. Después de haber escudriñado aquellas caras alegres, empezó a recoger las sábanas de la cama del Portero.

—¿Es que le habéis dado el alta al defensor de la patria por fingirse enfermo? —preguntó Fresser.

—¿Por qué no responde, enfermero? —insistió Gerne—. Aquí todos somos hombres. Si ha ocurrido algo, puede decírnoslo.

—Ha muerto —dijo el enfermero—. Un paro cardíaco.

—Mirad adónde conducen los discursos patrióticos —dijo Gerne.

—No se debe hablar en esos términos de un muerto —replicó Bach—. No nos mintió, no tenía motivos para hacerlo. Por tanto, fue sincero. No, camaradas, no está bien.

—Ay —suspiró Gerne—, ya me parecía a mí que el teniente nos vendría con los discursos del Partido. Enseguida comprendí que pertenecía a la nueva raza ideológica.

12

Aquella noche Bach no pudo conciliar el sueño, estaba demasiado cómodo. Le resultaba extraño recordar el búnker, a los camaradas, la llegada de Lenard; con él contemplaba la puesta de sol a través de la puerta abierta del refugio, bebían café del termo, fumaban.

El día antes, mientras se acomodaba en el furgón sanitario, había pasado su brazo sano alrededor del hombro de Lenard, y al mirarse a los ojos, ambos se habían echado a reír.

¿Cómo podría haber imaginado que algún día bebería en compañía de un SS en un búnker de Stalingrado, que caminaría hacia su amante rusa entre las ruinas iluminadas por el resplandor de los incendios?

Había experimentado un cambio sorprendente. Durante largos años había odiado a Hitler. Cuando escuchaba las palabras impúdicas de canosos profesores que declaraban que Faraday, Darwin y Edison no eran más que un hatajo de ladrones que habían usurpado las ideas de los científicos alemanes, que Hitler era el sabio más grande de todos los tiempos y todos los pueblos, pensaba con alegría maliciosa: «Tarde o temprano este disparate acabará saltando por los aires». La misma sensación suscitaban en él las novelas donde, con sorprendente desfachatez, se describía a gente sin ningún defecto, la felicidad de obreros y campesinos ideales, o el sabio trabajo educativo llevado a cabo por el Partido. ¡Ay, qué poemas tan deplorables se publicaban en las revistas! Eso era quizá lo que más le mortificaba: cuando iba al colegio, él también había escrito versos.

Y ahora allí, en Stalingrado, estaba deseando ingresar en el Partido. De niño, cuando discutía con su padre, se tapaba los oídos por miedo a cambiar de opinión, y gritaba: «No quiero escucharte, no quiero, no quiero». Bueno, ahora sí que había escuchado. El mundo estaba del revés.

Al igual que antes, las obras teatrales y las películas mediocres le hastiaban. Quién sabe, tal vez el pueblo debería pasar sin poesía durante varios años, una década incluso. Sin embargo, hoy mismo era posible escribir la verdad. ¡Qué gran verdad puede albergar el alma alemana, esa alma que da sentido al mundo! Los maestros del Renacimiento habían sabido expresar en sus obras, creadas por encargo de príncipes y obispos, el valor supremo del alma…

El explorador Krapp combatía incluso cuando estaba dormido; vociferaba tan fuerte que sus gritos, probablemente, llegaban hasta la calle: «¡Lánzale una granada, sí, una granada!». Quiso avanzar a rastras, se giró torpemente, lanzó un grito de dolor y luego se volvió a dormir entre ronquidos.

A pesar del estremecimiento que le producía la aniquilación de los judíos, ahora se le presentaba bajo una nueva luz. Cierto, si en aquel momento hubiera detentado el poder habría interrumpido de inmediato la masacre. «Pero digámoslo con franqueza», pensó para sus adentros; aunque tenía amigos judíos, no podía dejar de reconocer que existía un carácter alemán, un alma alemana y, por tanto, un carácter y un alma judíos.

El marxismo había fracasado. Eso era algo difícil de admitir para un hombre cuyos padres habían sido socialdemócratas.

Marx no era más que un físico que había basado su teoría de la estructura de la materia sobre fuerzas centrífugas sin tener en cuenta la atracción gravitacional. Había formulado la definición de las fuerzas centrífugas entre las diferentes clases sociales y había demostrado mejor que nadie cómo habían funcionado a lo largo de la historia de la humanidad. Pero, como a menudo ocurre con los artífices de grandes descubrimientos, Marx se había endiosado hasta el punto de creer que las fuerzas definidas por él como lucha de clases determinarían por sí solas el desarrollo de la sociedad y el curso de la historia. No vio las potentes fuerzas que mantienen unida una nación al margen de las clases, y su física social construida sobre el desprecio a la ley universal de la atracción nacional era un disparate.

El Estado no es una consecuencia, ¡es la causa!

La ley que determina el nacimiento de un Estado-nación es maravillosa, un misterio. El Estado es una unidad viva, la única que puede expresar lo que millones de hombres consideran más precioso, inmortal: el carácter alemán, el hogar alemán, la voluntad alemana, el espíritu de sacrificio alemán.

Bach permaneció tumbado durante algún tiempo con los ojos cerrados. Para adormecerse se puso a contar ovejas: una blanca, una negra, de nuevo una blanca, una negra, y luego otra blanca, otra negra…

A la mañana siguiente, después de tomar el desayuno, empezó a escribir una carta a su madre. Arrugaba la frente, suspiraba: no le gustaría lo que estaba escribiendo. Pero precisamente a ella debía confesarle lo que ahora sentía. No le había contado nada durante su último permiso, pero ella se había dado cuenta de su irritabilidad, de su falta de interés en los interminables recuerdos sobre el padre: siempre la misma cantinela.

Ella lo consideró un apóstata de la fe del padre. Pero no era así. Él rechazaba ser un renegado.

Los enfermos, cansados por las curas matinales, yacían en silencio. Durante la noche habían asignado a un herido grave la cama vacía del Portero. Todavía estaba inconsciente y no sabían a qué unidad pertenecía.

¿Cómo podría explicar a su madre que los hombres de la nueva Alemania le eran más cercanos que los amigos de la infancia?

El enfermero entró y dijo en tono interrogativo:

—¿El teniente Bach?

—Soy yo —respondió él, tapando con una mano la carta que había comenzado.

—Señor teniente, le busca una rusa.

—¿A mí? —dijo asombrado Bach, y al instante entendió que se trataba de Zina, su amiga de Stalingrado.

¿Cómo había averiguado dónde se encontraba? Enseguida intuyó que se lo había dicho el conductor del furgón sanitario. Se alegró, conmovido en lo más íntimo: debía de haber salido en plena noche, se habría subido a cualquier coche de paso y luego caminado siete u ocho kilómetros. Se imaginó su cara pálida de ojos grandes, su estilizado cuello y el pañuelo gris cubriéndole la cabeza.

En la sala se armó un alboroto.

—¡Caramba, teniente Bach! —exclamó Gerne—. ¡Esto sí que es trabajar con la población local!

Fresser agitó los brazos en el aire, como si se estuviera sacudiendo gotas de agua de los dedos, y dijo:

—Enfermero, hágala pasar. La cama del teniente es bastante ancha. Vamos a casarlos ahora mismo.

—Las mujeres son como los perros —dijo Krapp—. Siempre van detrás del hombre.

De repente Bach se indignó. ¿Qué tenía en la cabeza? ¿Cómo se había atrevido a presentarse en el hospital? A los oficiales alemanes les estaba prohibido mantener relaciones con mujeres rusas. ¿Y si en el hospital hubiera estado trabajando algún miembro de su familia o cualquier conocido de la familia Forster? Después de una relación tan insignificante, ni siquiera una alemana se habría atrevido a ir a visitarlo.

Hasta el herido grave que yacía inconsciente parecía reírse con repugnancia.

—Dígale a esa mujer que no puedo salir a verla —dijo con aire sombrío, y para evitar participar en el jolgorio de la conversación volvió a coger el lápiz y releyó lo que llevaba escrito.

«… Lo más sorprendente es que durante muchos años creí que el Estado me oprimía. Pero ahora he comprendido que es él precisamente el que expresa mi alma… No quiero un destino fácil. Si es necesario, romperé con mis viejos amigos. Me doy cuenta de que aquellos a los que volveré no me considerarán uno de los suyos. Pero estoy preparado para sufrir en aras de la creencia más importante que hay en mí…»

El bullicio en la sala no se había apaciguado.

—Silencio, no le molestéis. Está escribiendo una carta a su novia —dijo Gerne.

Bach se echó a reír. Durante algunos segundos, la risa contenida pareció un sollozo; se dio cuenta de que de la misma manera que se estaba riendo, habría podido llorar.

13

Los generales y oficiales que no veían con asiduidad a Friedrich Paulus, el comandante del 6.° Ejército, juzgaban que no se había producido ningún cambio en las ideas o el estado de ánimo del general. Su forma de comportarse, el estilo de sus órdenes, la sonrisa con la que escuchaba tanto las conversaciones personales como los informes importantes testimoniaban que, como de costumbre, el general sometía a su propia autoridad los avatares (le la guerra.

Sólo dos hombres estrechamente ligados al comandante, su ayudante de campo, el coronel Adam, y el general Schmidt, jefe del Estado Mayor del ejército, comprendían hasta qué punto Paulus había cambiado en el curso de los combates de Stalingrado.

Como antes, podía mostrarse arrogante, condescendiente, encantadoramente ingenioso, o amistoso y partícipe en los acontecimientos de la vida de los oficiales. Como antes, tenía el poder de guiar en combate a regimientos y divisiones, podía ascender o degradar a sus hombres, otorgar condecoraciones. Como antes, seguía fumando los mismos cigarrillos de siempre… Pero lo más importante, el fondo secreto de su alma, cambiaba día tras día, y se preparaba para mutar definitivamente.

El general Paulus estaba perdiendo la sensación de estar al mando de las circunstancias y del tiempo. Aún en fecha reciente su mirada tranquila recorría los informes del servicio de inteligencia del Estado Mayor del ejército: ¿a él qué más le daba lo que pensaran los rusos o los movimientos de sus reservas?

Ahora Adam había observado que entre los diferentes informes y documentos guardados en la carpeta que cada mañana le dejaba sobre la mesa al comandante, Paulus examinaba en primer lugar los datos referentes a los movimientos que las tropas rusas habían efectuado por la noche.

Un día Adam invirtió el orden según el cual estaban dispuestos los documentos y antepuso los informes del servicio de inteligencia. Paulus abrió la carpeta y estudió el primer folio. Enarcó sus largas cejas y la cerró bruscamente.

Sorprendido por la mirada fulminante y más bien patética del general, el coronel Adam comprendió que había actuado con poco tacto.

Unos días más tarde, después de revisar los informes y los documentos, esta vez dispuestos según el orden habitual, Paulus sonrió y dijo a su ayudante de campo:

—Señor innovador, parece que es usted un hombre dotado de espíritu de observación.

Aquella apacible tarde de otoño, el general Schmidt se dirigió a presentar un informe a Paulus en un estado de ánimo bastante festivo.

Schmidt anduvo por una calle amplia que atravesaba el pueblo, directo a casa del comandante; aspiraba con placer el aire frío que le aclaraba la garganta impregnada del tabaco fumado por la noche, y miraba el cielo de la estepa, coloreado por las tonalidades oscuras del ocaso. Su corazón estaba sereno; pensaba en la pintura, y el ardor de estómago había cesado de importunarle.

Caminaba por la calle vacía y silenciosa, y en su cabeza, bajo su gorra en forma de pico, se desarrollaban los planes de lo que ocurriría en la ofensiva más cruel lanzada en Stalingrado. Lo dijo precisamente así, cuando el comandante le invitó a tomar asiento y se dispuso a escucharle.

—Sin duda la historia militar alemana ha conocido ofensivas en las que se han movilizado cantidades mucho más elevadas de hombres y equipamientos. Pero por lo que a mí respecta nunca he recibido instrucciones de organizar una concentración tan densa, tanto por tierra como por aire, en un sector del frente tan reducido.

Mientras escuchaba al jefe del Estado Mayor, Paulus permanecía sentado, con la espalda curvada, en una pose que no era digna de un verdadero general, y movía la cabeza deprisa y con gesto sumiso, siguiendo los dedos de Schmidt que señalaban diferentes columnas de los gráficos y sectores del mapa. Era Paulus quien había concebido aquella ofensiva. Era Paulus quien había definido las directrices básicas. Pero ahora, mientras escuchaba a Schmidt, el jefe de Estado Mayor más brillante con el que había tenido ocasión de trabajar, no reconocía sus propias ideas en la detallada elaboración de la operación inminente.

Paulus tenía la impresión de que Schmidt, en lugar de exponer las concepciones que él había enunciado en el programa táctico, le estaba imponiendo su voluntad, preparando la infantería, los tanques y los batallones de ingenieros para la ofensiva contra su propia voluntad.

—Sí, sí —dijo Paulus—, esa densidad llama aún más la atención cuando se compara con el vacío de nuestro flanco izquierdo.

—No hay nada que hacer —replicó Schmidt—. En dirección este hay demasiada tierra y muy pocos soldados.

—No soy el único al que le preocupa. Von Weichs me ha dicho: «No hemos dado con el puño, sólo hemos asestado una bofetada con los dedos abiertos por el infinito espacio oriental». Otros aparte de Weichs también se preocupan. El único que no se preocupa es…

No terminó la frase.

Todo iba como debía ir, y en cierta forma nada iba como debería.

En las imprecisiones debidas al azar y en los funestos detalles de las últimas semanas de combate parecía que estaba a punto de desentrañarse la verdadera esencia de la guerra, una esencia tétrica y desesperada.

El servicio de inteligencia continuaba informando con insistencia sobre la concentración de tropas soviéticas al noroeste. Los bombardeos aéreos parecían incapaces de impedirlo. Weichs no tenía reservas alemanas para cubrir los flancos del ejército de Paulus, y trataba de confundir a los rusos instalando estaciones de radio alemanas en las unidades rumanas.

La campaña en África, que al principio parecía victoriosa, y la brillante represión contra los ingleses en Dunkerque, en Noruega y en Grecia no habían sido coronadas con el éxito en las islas Británicas. Habían cosechado victorias rotundas en el este, habían marchado miles de kilómetros en dirección al Volga, pero no habían conseguido aplastar al ejército soviético. Siempre parecía que habían logrado lo más importante, que si la acción no se había llevado hasta el fin era debido a un contratiempo fortuito, una demora sin importancia.

¿Qué importancia tenían aquellos pocos cientos de metros que le separaban del Volga, con fábricas semidestruidas, casas reducidas a armazones, devoradas por las llamas, en comparación con los vastos espacios conquistados durante la ofensiva del verano? Pero también a Rommel le separaban del oasis egipcio unos pocos kilómetros de desierto. Y en Dunkerque, sólo por pocas horas y pocos kilómetros no habían triunfado sobre Francia… Siempre eran esos mismos pocos kilómetros los que los separaban de la derrota completa del enemigo; siempre faltaban reservas y un vacío abismal se abría en la retaguardia y en los flancos de las tropas victoriosas.

¡Aquel verano de 1942! Probablemente cualquier hombre sólo tiene una oportunidad en la vida para experimentar lo que él había vivido aquellos días. Había sentido contra su rostro la respiración de la India. En aquel periodo había sentido lo mismo que sentiría una avalancha si tuviera sentimientos al barrer bosques y desbordar ríos.

De pronto se le ocurrió que el oído alemán se había familiarizado con el nombre de Friedrich; una idea ridícula, es cierto, petulante, pero le había venido a la mente. Sin embargo era en aquellos días cuando rugosos y ásperos granos de arena rechinaban, bien bajo sus pies, bien contra sus dientes. En el cuartel general reinaba la exultación del triunfo. De los comandantes de las unidades recibía informes escritos, orales, radiofónicos o telefónicos. Daba la impresión de que el trabajo militar ya no era algo duro, sino la expresión simbólica del triunfo alemán…

Pero un día sonó el teléfono. Paulus descolgó el auricular.

«Herr comandante…» Reconoció la voz que le hablaba: era la entonación de la vida prosaica de la guerra, que desarmonizaba con los repiqueteos de triunfo que llenaban el aire. Weller, comandante de una división, le comunicaba que en su sector los rusos habían pasado al ataque. Un destacamento de infantería, equivalente en tamaño a un batallón reforzado, había logrado abrirse paso por el oeste y hacerse con la estación de Stalingrado.

A aquel acontecimiento en apariencia insignificante estaba ligada la primera punzada de angustia que había sentido Paulus.

Schmidt leyó el plan de operaciones en voz alta, enderezó ligeramente la espalda y levantó la barbilla, señal de que se daba cuenta del carácter oficial del momento, si bien el comandante y él mantenían unas relaciones excelentes.

E inesperadamente, en voz baja y en un tono que poco tenía que ver con el de un militar y menos aún con el de un general, Paulus pronunció unas palabras extrañas que dejaron a Schmidt contrariado:

—Confío en el éxito. Pero ¿sabe una cosa? Nuestra lucha en esta ciudad es absurda e innecesaria.

—Es una afirmación un tanto inesperada viniendo del comandante de las tropas de Stalingrado —dijo Schmidt.

—¿La considera inesperada? Stalingrado ha dejado de ser el centro de las comunicaciones o de la industria pesada. ¿Qué hacemos aquí ahora? Podemos cubrir el flanco nordeste del ejército del Cáucaso a lo largo de la línea Astraján-Kalach. Para eso, Stalingrado no nos hace ninguna falta. Estoy seguro de la victoria, Schmidt, tomaremos la fábrica de tractores. Pero eso no nos ayudará a cubrir nuestro flanco. Von Weichs no tiene duda de que los rusos van a atacar. Una jugada de farol no les va a detener.

—El curso de los acontecimientos puede cambiar de sentido —repuso Schmidt—, pero el Führer nunca se ha batido en retirada sin lograr su objetivo.

Paulus creía que era una lástima que las victorias más brillantes no hubieran dado los frutos esperados por no haber sido llevadas con decisión y obstinación hasta el final. Pero al mismo tiempo creía que la verdadera fuerza de un comandante se demostraba en la capacidad de abandonar un objetivo cuando éste había perdido su sentido.

Miró los ojos insistentes y perspicaces del general Schmidt, y dijo:

—No se espera de nosotros que impongamos nuestra voluntad en una gran estrategia.

Cogió de la mesa la orden de ataque y la firmó.

—Haga sólo cuatro copias; es estrictamente confidencial —dijo Schmidt.

14

Después de la visita al Estado Mayor del ejército de la estepa, Darenski se dirigió a una unidad desplegada en el flanco sureste del frente de Stalingrado, entre las áridas arenas del mar Caspio. Las estepas, con sus pequeños ríos y sus lagos, eran una especie de tierra prometida: por allí crecía la hierba, algún árbol ocasional, relinchaban los caballos.

Miles de hombres acostumbrados al aire húmedo, al rocío matutino y al susurro del heno estaban instalados en la desierta llanura de arena. Una arena que les azotaba la piel, se les metía por las orejas, rechinaba cuando masticaban el pan y el mijo; había arena en la sal, en los obturadores de los fusiles, en los mecanismos de los relojes, en los sueños de los soldados… Para un cuerpo humano, para la garganta, la nariz, las pantorrillas, la vida es dura aquí. En estas latitudes, el cuerpo vive como un carro que se desviara de una carretera y fuera obligado a rodar por un camino intransitable.

Darenski pasó el día recorriendo las posiciones de la artillería. Habló con los hombres, tomó notas, hizo esquemas, revisó las armas de la dotación y los depósitos de municiones. Al anochecer estaba agotado; la cabeza le zumbaba y le dolían las piernas, poco acostumbradas a andar por aquellas áridas arenas movedizas.

Hacía tiempo que se había dado cuenta de que, cuando el ejército se bate en retirada, los generales se muestran particularmente atentos con las necesidades de sus subordinados, mientras que los comandantes y los miembros del Consejo Militar dan amplias muestras de autocrítica, escepticismo y modestia.

Nunca un ejército parece disponer de tantos hombres inteligentes y comprensivos como durante una retirada desesperada, cuando el enemigo avanza y el cuartel general busca a los culpables del fracaso para desatar su ira contra ellos.

Pero allí, en el desierto, los hombres se hallaban bajo el influjo de una soñolienta apatía. Los comandantes del Estado Mayor y los soldados de la unidad se comportaban como si estuvieran convencidos de que en aquel mundo no hubiera nada que mereciera su interés, que todo daba igual porque mañana, pasado mañana y al cabo de un año sería exactamente igual; sólo habría arena.

A Darenski le invitó a pasar la noche en su casa el jefe del Estado Mayor del regimiento de artillería, el teniente coronel Bova. Pese a su épico nombre[11], Bova era un hombre encorvado, calvo y sordo de un oído. En cierta ocasión lo llamaron del Estado Mayor de la artillería y dejó sorprendidos a todos por su prodigiosa memoria. Daba la impresión de que su cabeza calva, asentada sobre unos hombros estrechos y encorvados, no pudiera contener otra cosa que cifras, números de baterías y divisiones, nombres de poblaciones, apellidos de comandantes, indicaciones de niveles.

Bova vivía en un cuchitril hecho de tablas con las paredes revestidas de arcilla y estiércol, y el suelo cubierto de papeles alquitranados rotos. Su casucha no se diferenciaba en nada de las otras chabolas de los oficiales diseminadas por la planicie de arena.

—¡Hola! —dijo Bova, estrechando enérgicamente la mano a Darenski—. Bonito, ¿verdad? —y señaló las paredes—. Aquí invernaremos, en esta perrera embadurnada de mierda.

—¡Sí, las viviendas dejan bastante que desear! —dijo Darenski, sorprendido por la transformación que había sufrido el apacible Bova.

El anfitrión le ofreció asiento en una caja vacía de conservas americanas, le sirvió vodka en un vaso tallado cuyo borde estaba manchado de polvos dentífricos secos y le ofreció un tomate verde macerado sobre un trozo de periódico húmedo.

—Siéntase como en casa, camarada teniente coronel. Aquí tiene, ¡vino y fruta! —exclamó.

Darenski se mojó los labios con cautela, como hacen todos los que no están habituados a beber, posó el vaso bastante lejos de él y comenzó a interrogar a Bova sobre la situación del ejército. Pero Bova no tenía ganas de hablar de trabajo.

—Camarada teniente coronel —dijo—, trabajo he tenido más que suficiente; no me he tomado un respiro ni cuando estábamos en Ucrania, con todas esas mujeres espléndidas, y no digamos en Kubán, Dios mío… Y se entregaban de buena gana, créame, bastaba con que les guiñaras un ojo. Pero yo, tonto de mí, todo el rato con el culo pegado a la silla en la sección de operaciones; me di cuenta demasiado tarde, cuando ya estaba en el desierto.

Darenski, en un principio molesto porque Bova no deseaba discutir sobre el promedio de densidad de tropas por kilómetro de frente, o sobre la superioridad de los morteros respecto a la artillería en zonas desérticas, acabó interesándose por el nuevo giro que había tomado la conversación.

—¡Ya lo creo! —dijo—. En Ucrania hay mujeres magníficas. En 1941, cuando nuestro Estado Mayor se instaló en Kiev, solía visitar a una auténtica belleza, la mujer de un funcionario de la fiscalía. En cuanto a Kubán, no pienso rebatírselo. Por lo que a estas cuestiones se refiere, puede situarse entre los primeros puestos, con un porcentaje de bellezas tan elevado que es digno de mención.

Las palabras de Darenski causaron una gran impresión en Bova, que blasfemó y gritó con voz lastimera:

—¡Y ahora las calmucas!

—No diga eso —le interrumpió Darenski y pronunció un discurso armonioso sobre el atractivo de aquellas mujeres de tez morena y pómulos salientes que olían a ajenjo y al humo de la estepa. Se acordó de Alla Serguéyevna, del Estado Mayor del ejército de la estepa, y concluyó su perorata—: Usted está equivocado. En todas partes hay mujeres. Puede que no haya agua en el desierto, pero mujeres siempre hay.

Bova no le respondió. En aquel momento Darenski se dio cuenta de que se había quedado dormido. Sólo entonces comprendió que su anfitrión estaba borracho como una cuba. Roncaba tanto que sus resoplidos parecían los gemidos de un moribundo, y la cabeza le colgaba de la cama.

Darenski, con esa paciencia y suma bondad que siente un ruso ante un borracho, colocó bajo la cabeza de Bova una almohada, le puso un periódico bajo los pies y le limpió la saliva que le asomaba por la boca.

Luego extendió en el suelo el capote de su anfitrión, cubriéndolo seguidamente con el suyo, y en el lugar de la cabeza colocó su mochila a modo de almohada. Cuando estaba en misión, la mochila le servía tanto de oficina como de almacén de víveres y de neceser.

Salió al exterior, aspiró el aire frío de la noche y jadeó mientras contemplaba las llamas sobrenaturales en el negro cielo asiático; hizo una pequeña necesidad sin dejar de mirar las estrellas, pensando: «Sí, el cosmos», y se fue a dormir.

Se tumbó sobre el capote de su anfitrión y se tapó con el suyo. En lugar de cerrar los ojos, fijó la vista en la oscuridad, golpeado por un pensamiento triste.

¡Qué pobreza tan lúgubre! Acostado en el suelo miraba las sobras de los tomates macerados y una maleta de cartón donde probablemente había una toalla raquítica con una marca impresa grande y negra, cuellos sucios, una funda vacía, una jabonera desportillada.

La isba de Verjne-Pogromnoe donde había dormido durante aquel otoño le parecía, en comparación, todo un palacio. Y tal vez dentro de un año aquel tugurio le parecería lujoso, se acordaría de él con nostalgia desde algún agujero donde ya no tendría navaja de afeitar ni mochila ni polainas harapientas.

Darenski había cambiado en el curso de los meses que había servido en el Estado Mayor de artillería. Había satisfecho su necesidad de trabajar, que se había manifestado con una exigencia tan fuerte como la necesidad de comer. Ahora ya no se sentía feliz cuando trabajaba, al igual que no se siente feliz un hombre que siempre está saciado.

Darenski trabajaba bien y era muy apreciado por sus superiores. Al principio esa estima le había causado una gran alegría; no estaba acostumbrado a que le consideraran irreemplazable, pues durante largos años se había habituado justo a lo contrario.

No se preguntaba por qué el sentido de superioridad respecto a sus colegas no había provocado también una especie de condescendencia hacia sus camaradas, rasgo habitual en las personas verdaderamente fuertes. Pero, por lo visto, él no era fuerte.

A menudo se irritaba, gritaba e insultaba; después miraba con aire afligido a quienes había ofendido, pero nunca pedía perdón. Aunque se enfadaban con él, no le consideraban un mal hombre. En el Estado Mayor del frente de Stalingrado tenían muy buen concepto de él, mejor incluso que el que, en su tiempo, tuvieron de Nóvikov en el Estado Mayor del sureste. Corría el rumor de que páginas enteras de sus informes eran transcritas literalmente en los informes que gente importante dirigía a gente todavía más importante en Moscú. En una época crítica, su trabajo e inteligencia resultaban útiles y de vital importancia. Pero cinco años antes de la guerra, su mujer le había abandonado porque le consideraba un enemigo del pueblo que había sido capaz de esconder mediante engaño la flacidez e hipocresía que anidaban en su alma. Con frecuencia sus orígenes familiares, tanto por línea materna como paterna, habían sido un obstáculo a la hora de encontrar trabajo. Al principio se ofendía al enterarse de que el puesto que a él le habían negado había sido asignado a un hombre que se distinguía por su estupidez o su ignorancia. Al final acabó creyendo que en realidad no merecía que se le confiaran puestos de responsabilidad. Tras la temporada que había pasado en el campo se había convencido por completo de su ineptitud.

Pero el estallido de esta terrible guerra había demostrado que no era así.

Estiró el capote hacia sus hombros, exponiendo sus pies al aire frío que se filtraba a través de la puerta. Darenski se dijo que ahora que sus conocimientos y aptitudes por fin habían sido reconocidos, se encontraba acostado en el suelo de un gallinero escuchando los gritos penetrantes y aborrecibles de los camellos, sin soñar en dachas o balnearios, sino en un par ele calzoncillos limpios y en la posibilidad de lavarse con un pedazo de jabón decente.

Se sentía orgulloso de que su ascenso no comportara beneficios materiales, pero al mismo tiempo le irritaba. Su seguridad y arrogancia estaban asociadas a una acusada timidez en la vida cotidiana. En lo más íntimo creía que no era merecedor de los placeres materiales. La inseguridad constante, la falta de dinero, la sensación de llevar ropa usada y vieja le resultaban familiares desde la infancia. Tampoco ahora, cuando disfrutaba del éxito, le abandonaban aquellas sensaciones.

Le aterrorizaba la idea de presentarse un día en la cantina del Consejo Militar y que la chica de detrás del mostrador le dijera: «Camarada teniente coronel, usted debe comer en la cantina común». Y también que algún general bromista le dijera en una reunión, guiñándole el ojo: «Díganos, teniente coronel, ¿está espeso el borsch que dan en la cantina del Consejo Militar?». Siempre se sorprendía ante la seguridad autoritaria que exhibían los generales, pero también los fotógrafos de los periódicos, cuando comían, bebían, exigían gasolina, ropa y cigarrillos en lugares donde se suponía que no había ninguna de esas cosas.

Así era la vida. Durante años su padre no había logrado colocarse en ningún puesto, y la que sacaba la casa adelante era su madre, que trabajaba como taquígrafa.

A medianoche Bova dejó de roncar y Darenski, aguzando el oído ante el silencio que procedía de su catre, comenzó a inquietarse.

—¿No duerme, camarada teniente coronel? —preguntó de improviso Bova.

—No, estoy desvelado.

—Perdone que ayer no le acomodara mejor; bebí más de la cuenta —le explicó hoya—. Pero ahora tengo la cabeza despejada, como si no hubiera probado ni gota. Y estoy aquí preguntándome: ¿cómo hemos venido a parar a este rincón de mala muerte? ¿Quién tiene la culpa de que hayamos acabado en este agujero olvidado por Dios?

—¿Quién? Los alemanes, por supuesto.

—Échese en el catre, yo me tumbaré en el suelo —dijo Bova.

—Qué dice, estoy bien aquí.

—No, no está bien. La hospitalidad del Cáucaso no admite que el anfitrión ocupe la cama y el invitado duerma en el suelo.

—No importa, no somos caucásicos.

—Ya casi lo somos. Estamos cerca de las estribaciones del Cáucaso. Los alemanes, dice usted, son los responsables de que estemos aquí, pero no sólo ellos: nosotros también hemos puesto nuestro granito de arena.

Se oyó chirriar el catre: Bova, probablemente, se había levantado.

—Sí —dijo Bova, alargando la palabra con aire pensativo.

—Sí, sí, sí —dijo desde el suelo Darenski.

Bova había dado un rumbo insólito a la conversación. Los dos guardaron silencio, reflexionando si debían dar rienda suelta a semejante discurso con un desconocido. Al parecer llegaron a la misma conclusión: no valía la pena.

Bova se encendió un cigarrillo. A la luz de la cerilla, Darenski vio el rostro de Bova, arrugado, sombrío, extraño.

Darenski también prendió un cigarrillo. A la luz de la cerilla, Bova vio la cara de Darenski, apoyada sobre el codo; le pareció fría, altiva, extraña.

Y justo después de aquel reconocimiento mutuo dio inicio la conversación que no debería haber tenido lugar.

—Sí —dijo Bova, pero esta vez ya no alargó la palabra, sino que la pronunció de forma tajante y concisa—. La burocracia y los burócratas, eso es lo que nos ha traído hasta aquí.

—Sí —corroboró Darenski—, la burocracia es terrible. Mi conductor me ha contado que, antes de la guerra, en el campo no se podía obtener ningún documento si previamente no se regalaba medio litro de vodka.

—No es cosa de broma, no se ría —le interrumpió Bova—. La burocracia no es un chiste, ¿sabe? en tiempo de paz el diablo ha conducido a los hombres sabe adónde, pero en el frente…, en el frente la burocracia es aún más perniciosa. Mire, esto es lo que ocurrió en una unidad aérea: un piloto saltó de su avión en llamas, un Messer le había derribado; él salió intacto, pero se le quemaron los pantalones. ¿Y sabe qué sucedió? No querían proporcionarle otro par. El oficial de intendencia, dándoselas de amo y señor, le dijo que el plazo de uso de los anteriores no había vencido, ¡y asunto zanjado! el piloto estuvo tres días sin pantalones, hasta que el caso llegó a oídos del comandante de la escuadrilla.

—Eso, si me lo permite, es una estupidez —dijo Darenski—. No hemos retrocedido desde Brest hasta el desierto del Caspio sólo porque un idiota se haya negado a dar un par de pantalones nuevos. No vale la pena ni comentarlo. Son los tejemanejes burocráticos habituales.

Bova gimió con acritud y dijo:

—Yo no he dicho que fuera por culpa de los pantalones. Deje que le ponga otro ejemplo: una unidad de infantería que había sido rodeada no tenía nada que comer. Entonces se ordenó a una escuadrilla que les lanzara víveres con paracaídas; pero la intendencia se negó a suministrar los comestibles. Es imprescindible, decían, que alguien firme el comprobante de entrega, y ¿cómo iban a firmar ellos si las provisiones eran lanzadas desde los aviones? el intendente se empecinó y se mantuvo en sus trece. Al final recibió una orden del alto mando.

Darenski sonrió.

—Es un caso cómico, pero de nuevo una minucia. Una pedantería. En primera línea la burocracia puede tener efectos mucho más monstruosos. ¿Conoce usted la orden «ni un paso atrás»? en cierto lugar los alemanes estaban machacando a cientos de los nuestros. Bastaba con replegarse a la otra pendiente de la colina para que los hombres estuvieran a resguardo. Desde el punto de vista táctico no se salía perdiendo, y habrían conservado intacto el equipamiento. Pero la orden era «ni un paso atrás», así que los dejaron bajo el fuego: los hombres perecieron y el material fue destruido.

—Sí, tiene razón —dijo Bova—. En 1941 enviaron a nuestro ejército a dos coroneles de Moscú para verificar esa misma orden. Pero no tenían coche, y en los últimos tres días habíamos retrocedido unos doscientos kilómetros desde Gomel. Recogí a los coroneles con el camión para que los alemanes no los capturasen, y ellos, estremeciéndose en la parte trasera, me preguntaron: «¿Qué medidas ha tomado para aplicar la orden “ni un paso atrás”?». Dichosos informes, qué se le va a hacer.

Darenski inspiró una gran bocanada de aire, como si se dispusiera a zambullirse más hondo y, evidentemente, se zambulló:

—Yo le diré cuándo es terrible la burocracia: cuando un solo ametrallador del Ejército Rojo defiende una posición contra setenta alemanes y logra retrasar la ofensiva enemiga; el soldado muere y todo el ejército se inclina ante él, pero a su mujer, enferma de tisis, la echan de casa mientras un oficial del sóviet del distrito le grita: «¡Fuera de aquí, pelandusca!». Burocracia es que un hombre tenga que rellenar veinticuatro formularios y que al final termine autoinculpándose en una reunión: «Camaradas, no soy uno de los vuestros». Es cuando un hombre reconoce que nuestro Estado está formado por obreros y campesinos, mientras que sus padres son nobles, parásitos, degenerados. «Adelante, arrojadme a la calle», dice. Entonces todo está en orden.

—Yo no interpreto eso como burocracia —dijo Bova—. En efecto, el Estado pertenece a los obreros y los campesinos, y es gobernado por ellos. ¿Qué hay de malo? Así es como debe ser. El Estado burgués no merece confianza.

Darenski se quedó estupefacto; su interlocutor, evidentemente, no compartía su punto de vista.

Bova encendió una cerilla pero en lugar de prender su cigarrillo iluminó en dirección a Darenski. Éste entornó los ojos con la sensación de quien cae en el campo de batalla bajo la luz del proyector enemigo.

—Yo soy de pura cepa proletaria —dijo Bova—; mi padre era obrero; mi abuelo, también. Mi historial está limpio como los chorros del oro. Pero por lo que parece, yo no servía para nada antes de la guerra.

—¿Por qué no? —se asombró Darenski.

—No interpreto como burocracia el hecho de que un Estado obrero y campesino mire con recelo a los nobles. Pero ¿por qué a mí, que soy proletario, me agarraron del cuello antes de la guerra? Pensé que iba acabar recogiendo patatas o barriendo las calles. Y, sin embargo, sólo había expresado un punto de vista de clase: había criticado a los jefes por vivir con lujos. Y la emprendieron a golpes conmigo. Ahí está, en mi opinión, la raíz de la burocracia: un obrero sufriendo en su propio Estado.

Darenski sintió al instante que con estas palabras su interlocutor había planteado algo muy importante, y puesto que no estaba acostumbrado a hablar de lo que le conmovía, ni tampoco a oír a otros hacerlo, experimentó una emoción indescriptible: la felicidad de quien habla sin tener que mirar a su espalda, sin temor a emitir su propia opinión, la felicidad de poder discutir sobre aquello que inquieta y agita sobremanera a la mente, y que precisamente porque inquieta y agita no se comenta con nadie.

Pero allí, echado sobre el suelo de la miserable casucha, mientras discutía con un simple soldado que acababa de despejarse de la borrachera, sintiendo a su alrededor la presencia de las tropas que desde la Ucrania occidental habían llegado a aquella tierra árida, Darenski sintió que todo era diferente. Se había producido un acontecimiento sencillo, natural, deseado y necesario; un acontecimiento inaccesible, inconcebible: una conversación sincera entre dos hombres.

—¿Sabe en qué se equivoca? —dijo Darenski—. Yo se lo diré. La burguesía no permite a los desarrapados acceder al Senado, es cierto; pero si un paria se convierte en millonario, lo dejan entrar. Los Ford comenzaron como simples trabajadores. Nosotros, en cambio, no confiamos en miembros de la burguesía ni de la aristocracia para los puestos de responsabilidad; es justo. Pero estigmatizar con el sello de Caín a un trabajador sólo porque su padre o su abuelo eran kulaks o sacerdotes es otra historia. Aquí el punto de vista de clase nada tiene que ver. ¿Cree que durante mis años en el campo no me encontré con obreros de la fábrica de Putílov o mineros del Donets? ¡A puñados! Nuestra burocracia da miedo cuando se comprende que no es un tumor en el cuerpo sano del Estado (un tumor siempre puede ser extirpado), sino el cuerpo mismo del Estado. En tiempo de guerra nadie quiere sacrificar su vida por la clase dirigente. Timbrar una solicitud con un «rechazado» o expulsar de un despacho a la viuda de un soldado puede hacerlo cualquier lacayo, pero para expulsar a los alemanes es preciso ser fuerte, hace falta ser un verdadero hombre.

—Sí, es cierto —asintió Bova.

—No crea que estoy resentido —dijo Darenski—. No, hago una reverencia y me quito el sombrero. ¡Gracias! Soy feliz. Lo malo es que para que yo pueda ser feliz y ofrecer a Rusia mis fuerzas tengamos que sufrir esta época tan terrible. Es una constatación amarga. Si ése es el precio, que se vaya a paseo mi felicidad, que sea maldita.

Darenski sentía que no había logrado llegar a lo más importante, a lo que constituía la esencia de la conversación, aquello que habría iluminado su vida con una luz clara y sencilla. Pero cuando menos, había tenido la posibilidad de pensar y hablar de cosas sobre las que a menudo ni se pensaba ni se hablaba, y aquello le procuraba una inmensa felicidad.

—¿Sabe?, pase lo que pase, nunca en mi vida lamentaré la conversación que hemos mantenido esta noche.

15

Mijaíl Sídorovich pasó más de tres semanas en una celda de aislamiento cerca del Revier. Estaba bien alimentado y dos veces al día le visitaba un médico de las SS que le había prescrito inyecciones de glucosa.

Durante las primeras horas de reclusión, cuando esperaba que lo llamaran para ser interrogado, Mijaíl Sídorovich no hacía otra cosa que enfurecerse consigo mismo: ¿por qué había hablado con Ikónnikov? Era evidente que el yuródivi le había traicionado endosándole aquellos papeles comprometedores antes del registro.

Pero los días transcurrían y Mostovskói seguía sin ser llamado. Entretanto repasaba mentalmente las conversaciones políticas mantenidas con otros prisioneros, preguntándose cuál de ellos podía ser reclutado para la organización secreta. Por la noche, cuando no lograba conciliar el sueño, redactaba el texto de las octavillas y empezó a compilar una guía de conversación del Lager para facilitar la comunicación entre detenidos de distintas nacionalidades.

Trataba de recordar las viejas leyes de la conspiración que habrían de evitar la debacle total en caso de denuncia por parte de un provocateur.

Mijaíl Sídorovich sentía el deseo de interrogar a Yershov y Ósipov sobre los primeros pasos de la organización. Estaba seguro de que conseguiría que Ósipov superara los prejuicios respecto a Yershov.

Chernetsov, que odiaba el bolchevismo y al mismo tiempo anhelaba la victoria del Ejército Rojo, le parecía una figura patética. Ahora, mientras esperaba el inminente interrogatorio, estaba casi tranquilo.

Una noche Mostovskói sufrió un ataque al corazón. Yacía con la cabeza contra la pared, sintiendo la horrenda angustia que atenaza a aquel que está a punto de morir encarcelado. Por un momento perdió el conocimiento a causa del dolor. Después volvió en sí; el dolor había remitido; tenía el pecho, la cara, las manos cubiertas de sudor. Sus pensamientos, aparentemente, recobraron la lucidez.

La conversación sobre el mal que había mantenido con el cura italiano se asociaba en su mente con la felicidad que había experimentado de niño, cuando de improviso empezó a llover a cántaros y se refugió en la habitación donde su madre estaba cosiendo; con el recuerdo de la mujer que había ido a visitarle durante su deportación a Yeniséi y con sus ojos anegados de lágrimas, pero lágrimas de felicidad; con el pálido Dzerzhinski, a quien, en un congreso del Partido, había preguntado sobre la suerte que había corrido un joven eserista muy amable. «Fusilado», dijo Dzerzhinski. Los ojos tristes del mayor Kiríllov… Cubierto con una sábana arrastraban sobre un trineo el cadáver de un amigo que había rechazado su ayuda durante el sitio de Leningrado.

La cabeza desgreñada del niño, llena de sueños, era la misma que aquel gran cráneo calvo, apoyado contra las tablas ásperas del Lager.

Al cabo de un rato los recuerdos comenzaron a desvanecerse, a perder su color, sus formas. Tenía la sensación de que se sumergía despacio en agua gélida. Se adormeció para escuchar de nuevo, en la oscuridad que precede al alba, el aullido de las sirenas.

Por la tarde Mijaíl Sídorovich fue conducido al baño del Revier. Suspirando con gesto descontento, examinó sus brazos delgados, el pecho hundido.

«Sí, contra la vejez no hay nada que hacer», pensó.

Cuando el soldado que le escoltaba desapareció tras la puerta dándole vueltas a un cigarrillo entre sus dedos, un prisionero estrecho de espaldas y picado de viruelas que estaba limpiando el suelo de cemento con un cepillo le dijo a Mostovskói:

—Yershov me ha ordenado que le transmita las noticias. En Stalingrado los nuestros están rechazando todos los ataques de los fritzes; todo está en orden. El mayor le pide que escriba una octavilla y que la entregue en el próximo baño.

Mostovskói quiso decirle que no tenía lápiz ni papel, pero en ese momento entró el guardia.

Mientras se vestía, Mostovskói sintió en el bolsillo un paquete. Contenía diez terrones de azúcar, un trozo de tocino envuelto en un trapito, un pedazo de papel blanco y el cabo de un lápiz.

La felicidad se apoderó de él. ¿Acaso podía desear algo más? Tenía la fortuna de vivir sus últimos días sin preocuparse por la esclerosis, el estómago, los espasmos cardíacos.

Estrechó contra el pecho los terrones de azúcar, el trozo de lápiz.

Aquella noche un suboficial de las SS le hizo salir del Revier y lo condujo a la calle del campo. Frías ráfagas de viento le azotaron en la cara. Mijaíl Sídorovich se volvió a mirar los barracones durmientes y pensó: «No os preocupéis muchachos, los nervios del camarada Mostovskói no cederán; dormid tranquilos».

Cruzaron las puertas de la dirección del campo. Allí, en lugar del tufo a amoníaco, flotaba en el aire un fresco olor a tabaco. Mostovskói vio en el suelo una colilla larga y sintió deseos de cogerla.

Dejaron atrás el segundo piso y subieron al tercero. El guardia ordenó a Mostovskói que se limpiara los pies en la alfombrilla y él mismo frotó sus suelas repetidas veces. Mostovskói, jadeando después de aquella subida, se esforzaba por recobrar el aliento.

Penetraron en un pasillo estrecho cubierto por una alfombra. Las lámparas semitransparentes en forma de tulipán difundían una luz tenue, suave. Pasaron por delante de una puerta pulida con una pequeña tablilla donde se leía «Comandante» y se detuvieron frente a otra puerta con la inscripción «Obersturmbannführer Liss».

Mostovskói había oído pronunciar a menudo aquel nombre: se trataba del representante de Himmler en la dirección del campo. A Mostovskói le había divertido que el general Gudz se enfadara porque Ósipov había sido interrogado por el propio Liss, mientras que a él le habían enviado con uno de sus subalternos. Gudz lo había interpretado como una falta de consideración. Ósipov contaba que Liss le había interrogado sin intérprete: Liss era un alemán de Riga con un buen dominio del ruso. Un joven oficial salió al pasillo, le dijo unas pocas palabras al guardia e hizo entrar a Mijaíl Sídorovich en el despacho, dejando la puerta abierta.

El despacho estaba vacío. Tenía el suelo cubierto por una alfombra, flores en un jarrón y un cuadro colgado de la pared, en el que podía verse la linde de un bosque y los tejados rojos de las casas campesinas. Mostovskói pensó que era como estar en el despacho del director de un matadero: alrededor, el estertor de las bestias moribundas, las vísceras humeantes, los hombres manchados de sangre, mientras que en el despacho del director todo estaba tranquilo y sólo los teléfonos negros sobre la mesa evocaban la comunicación existente entre el matadero y el despacho.

¡Enemigo! Qué palabra tan clara y sencilla. Volvió a pensar en Chernetsov, en su miserable destino durante esa época de Sturm und Drang. Pero con guantes de hilo… Mostovskói se miró las manos, los dedos.

Una puerta se abrió al fondo del despacho y a continuación la puerta que daba al pasillo se cerró con un chirrido; el guardia debía de haberla cerrado cuando vio entrar a Liss.

Mostovskói aguardaba de pie, con el ceño fruncido.

—Buenos días —dijo en voz baja un hombre no demasiado alto con el emblema de las SS en la manga de su uniforme gris.

En el rostro de Liss no había nada repulsivo, y por esa razón a Mijaíl le daba miedo mirarlo: su nariz aguileña, sus ojos vigilantes de un gris oscuro, la frente alta, las mejillas pálidas y demacradas… todo confería a su rostro una expresión ascética.

Liss esperó a que Mostovskói acabara de toser y luego dijo:

—Deseo hablar con usted.

—Yo, en cambio, no lo deseo —le respondió Mostovskói mientras miraba de reojo al rincón del despacho donde esperaba ver aparecer a los ayudantes de Liss: los torturadores que le molerían a golpes.

—Le comprendo perfectamente —dijo Liss—. Siéntese.

Ofreció asiento a Mostovskói en un sillón y se sentó a su lado.

Liss hablaba un ruso descarnado, esa lengua con regusto a cenizas frías de la que se nutren los folletos de divulgación científica.

—¿Se encuentra mal?

Mostovskói se encogió de hombros, sin decir nada.

—Sí, sí, lo sé. He enviado a un médico que me ha informado. Le he molestado en mitad de la noche. Pero tenía muchas ganas de hablar con usted.

«Sí, sí, claro», pensó Mostovskói, y dijo:

—Me han traído aquí para interrogarme. Usted y yo no tenemos nada de que hablar.

—¿Por qué? —preguntó Liss—. Todo lo que ve es mi uniforme; pero no nací dentro de él. El Führer, el Partido disponen, y nosotros, los soldados del Partido, obedecemos. Yo siempre he sido un teórico, me interesan las cuestiones filosóficas, la historia, pero soy un miembro del Partido. ¿Es que acaso a todos los agentes del NKVD les gusta su trabajo?

Mostovskói observó el rostro de Liss con detenimiento y pensó que aquella cara pálida de frente alta debería estar dibujada en la raíz del árbol de la evolución, que la evolución partía de él y daba origen al hombre peludo de Neanderthal.

—Si el Comité Central le hubiera ordenado que apoyara el trabajo de la Cheká, ¿habría podido negarse? No, habría apartado a Hegel a un lado y se habría puesto a trabajar. Es lo que yo he hecho.

Mijaíl Sídorovich volvió la mirada hacia su interlocutor: el nombre de Hegel, pronunciado por aquellos labios inmundos, sonaba extraño, sacrílego…

Si en un tranvía abarrotado se le hubiera acercado un ladrón peligroso, experto, y hubiera entablado conversación con él, no le habría escuchado; se habría limitado a seguir con la mirada sus manos, esperando ver de un momento a otro centellear la navaja de afeitar y dispuesto a golpearle en los ojos.

Liss levantó las palmas de sus manos, las miró y dijo:

—Nuestras manos son como las vuestras: aman el trabajo duro, no tienen miedo de ensuciarse.

En el rostro de Mijaíl Sídorovich apareció una mueca; le resultaba insoportable reconocer en aquel hombre sus propios gestos, sus palabras.

Liss comenzó a hablar deprisa, animadamente, como si ya hubiera charlado antes con Mostovskói y ahora se alegrara de tener la oportunidad de concluir la conversación interrumpida.

—Bastan veinte horas de vuelo para que pueda sentarse en el sillón de su despacho en la ciudad soviética de Magadán. Para nosotros usted está en su casa, pero no ha tenido suerte. Me apena cuando su propaganda hace coro a la propaganda de la plutocracia y habla de justicia partidista.

Liss meneó la cabeza. Y las palabras que siguieron fueron todavía más turbadoras, inesperadas, espantosas y disparatadas:

Cuando nos miramos el uno al otro, no sólo vemos un rostro que odiamos, contemplamos un espejo. Ésa es la tragedia de nuestra época. ¿Acaso no se reconocen a ustedes mismos, su voluntad, en nosotros? ¿Acaso para ustedes el mundo no es su voluntad? ¿Hay algo que pueda hacerles titubear o detenerse?

Liss aproximó su rostro al de Mostovskói:

—¿Me comprende? No domino el ruso a la perfección, pero deseo tanto que me comprenda… Ustedes creen que nos odian, pero es sólo una apariencia: se odian a ustedes mismos en nosotros. Terrible, ¿no es cierto? ¿Me comprende?

Mijaíl Sídorovich decidió guardar silencio; no dejaría que Liss le arrastrara a aquella conversación.

Pero por un instante le dio la impresión de que el hombre que le miraba a los ojos no trataba de engañarle, que se esforzaba de verdad y escogía con tino las palabras. Parecía lamentarse, pidiéndole ayuda para encontrar el sentido a algo que le atormentaba.

Mostovskói se sentía mal. Tenía la sensación de que una aguja le estaba atravesando el corazón.

—¿Me comprende? —repitió enseguida Liss, demasiado excitado ya para ver a Mostovskói—. Cuando damos un golpe a su ejército lo infligimos contra nosotros mismos. Nuestros tanques no sólo han roto sus defensas, han quebrado también las nuestras; las orugas de nuestros tanques aplastan al nacionalsocialismo. Es horrible, es una especie de suicidio cometido en un sueño. Para nosotros puede acabar de manera trágica. ¿Lo comprende? Si ganamos, nosotros, los vencedores, nos quedaremos sin ustedes, solos contra un mundo que nos es extraño, que nos odia.

Habría sido fácil refutar las palabras de aquel hombre. Pero sus ojos se acercaron aún más a Mostovskói. Sin embargo había algo todavía más repugnante y peligroso que las palabras de aquel astuto provocateur de las SS, y es que, a veces, ya fuera con timidez o con malicia, Liss rasguñaba el corazón y el cerebro de Mostovskói. Eran dudas abominables y sucias que Mostovskói no encontraba en las palabras del otro, sino en su propia alma.

Como un hombre que tiene miedo a la enfermedad, que teme sufrir un tumor maligno, pero en lugar de ir al médico, finge no sentir malestar y trata de evitar las conversaciones sobre enfermedades con sus allegados. Y de repente, un día alguien le dice: «Oiga, usted siente estos dolores, ¿verdad? Especialmente por las mañanas, después de… sí, sí…».

—¿Me comprende, maestro? —preguntó Liss—. Un pensador alemán, seguro que usted conoce sus brillantes estudios, dijo que la tragedia de Napoleón consistía en que expresaba el alma de Inglaterra, y precisamente en Inglaterra tenía a su enemigo mortal.

«Ay, sería mejor que me molieran a golpes», pensó Mijaíl Sídorovich. Y luego: «Ah, se refiere a Spengler».

Liss encendió un cigarrillo y alargó su pitillera a Mostovskói.

—No quiero —dijo Mijaíl Sídorovich con la voz entrecortada.

Se sintió más tranquilo cuando reparó en que todos los policías del mundo, ya fueran los que le habían interrogado cuarenta años atrás, ya fuera este que hablaba de Hegel y Spengler, utilizaban la misma estúpida técnica: ofrecer un cigarrillo al prisionero. Claro, es cierto, la desorientación se produce a causa del agotamiento nervioso, de la sorpresa: él esperaba recibir una paliza, y de repente se enfrentaba a aquella conversación repulsiva y absurda. Pero incluso la policía zarista entendía un poco de cuestiones políticas, y entre sus filas había personas verdaderamente cultas; uno incluso había leído El capital. Sin embargo lo más interesante sería saber si a aquel policía que había estudiado a Marx, de pronto, en lo más íntimo, le habría asaltado la duda de si Marx tenía razón. ¿Qué había sentido entonces aquel policía? ¿Aversión, horror ante sus propias dudas? en cualquier caso un policía no puede convertirse en un revolucionario: aplaca sus dudas y sigue siendo policía… «Pero yo, en el fondo también yo, aplaco mis dudas. Pero es diferente, yo soy un revolucionario.»

Y Liss, sin darse cuenta de que Mostovskói había rechazado el cigarrillo, masculló:

—Sí, sí, tenga la bondad, es un tabaco muy bueno.

Cerró la pitillera, totalmente apesadumbrado.

—¿Por qué encuentra esta conversación tan sorprendente? ¿Esperaba que le dijera algo diferente? Seguro que ustedes, en la Lubianka, también tienen a hombres instruidos. Gente que pueda hablar con el académico Pávlov o con Oldenburg. Pero ellos persiguen un objetivo, mientras que yo no persigo ningún fin secreto con esta conversación. Le doy mi palabra. Me atormentan las mismas cosas que a usted.

Sonrió y añadió:

—Palabra de honor de un oficial de la Gestapo, y no es ninguna broma.

Mijaíl Sídorovich se repetía a sí mismo: «No digas nada, lo principal es estar callado, no intervenir en la conversación, no objetar».

Liss siguió hablando, casi como si se hubiera olvidado de la presencia de Mostovskói:

—¡Dos polos! ¡Eso es! Si no fuera así, esta terrible guerra no existiría. Nosotros somos sus enemigos mortales, sí. Pero nuestra victoria será su victoria. ¿Lo comprende? Si ustedes ganan, nosotros moriremos y viviremos en vuestra victoria. Es algo paradójico: si perdemos la guerra, seremos los vencedores, continuaremos desarrollándonos bajo otra forma, pero conservando la misma esencia.

¿Por qué razón ese omnipotente Liss, en lugar de mirar películas galardonadas, beber vodka, escribir informes a Himmler, leer libros de jardinería, releer las cartas de su hija, entretenerse con las mujeres jóvenes seleccionadas en el último convoy, o bien irse a dormir a su espacioso dormitorio después de tomarse un medicamento para facilitar la digestión, había mandado llamar de noche a un viejo bolchevique ruso impregnado del hedor a Lager?

¿Qué tenía en mente? ¿Por qué escondía sus fines? ¿Qué trataba de averiguar?

Mijaíl Sídorovich no tenía miedo a las torturas; lo que le aterrorizaba era pensar que el alemán no mentía, que le estuviera hablando con sinceridad. Que simplemente fuera un hombre con ganas de conversar.

Qué pensamiento tan odioso: eran dos seres enfermos, ambos consumidos por la misma enfermedad, pero uno no se contenía y hablaba, se confiaba al otro, y el segundo callaba, se escondía mientras escuchaba, escuchaba…

Y Liss, como si por fin respondiera a la tácita pregunta de Mostovskói, abrió la carpeta que descansaba sobre la mesa y sacó con aprensión, sirviéndose de dos dedos, unos papeles sucios. Mostovskói los reconoció al instante: eran los garabatos de Ikónnikov.

Liss, al parecer, creía que cuando el prisionero viera de improviso aquellos folios que Ikónnikov le había dado furtivamente el desaliento se apoderaría de él.

Pero Mijaíl Sídorovich no perdió la cabeza. Miró las páginas cubiertas de la caligrafía de Ikónnikov casi con alegría: todo se había aclarado de un modo estúpido y sencillo, como siempre ocurre en los interrogatorios de la policía.

Liss acercó al borde de la mesa los garabatos de Ikónnikov, después colocó de nuevo las hojas manuscritas ante sí. De pronto se puso a hablar en alemán.

—Mire, le encontraron estos papeles durante el registro. En cuanto leí las primeras palabras comprendí que semejante basura no podía ser obra suya, a pesar de que no conozco su escritura.

Mostovskói permaneció callado.

Liss tamborileó con un dedo sobre los papeles. Le estaba invitando a hablar de modo amistoso, con buena voluntad.

Mostovskói continuó callado.

—¿Me equivoco? —preguntó Liss, sorprendido—. No, no me equivoco. Usted y yo sentimos el mismo asco hacia lo que aquí está escrito. ¡Usted y yo estamos juntos, del mismo lado, y al otro se encuentra esta porquería! —y señaló los papeles de Ikónnikov.

—Venga, venga —espetó Mostovskói atropelladamente y con furia—. Vayamos al grano. ¿Estos papeles? Sí, sí, me los han confiscado. ¿Quiere saber quién me los ha dado? No es asunto suyo. Tal vez sea yo quien los ha escrito. O tal vez usted haya ordenado a un agente suyo que me los metiera a escondidas debajo del colchón. ¿Está claro?

Por un instante pensó que Liss aceptaría su desafío, que perdería la calma y le gritaría: «¡Tengo medios para obligarle a hablar!». Mostovskói lo deseaba con todas sus fuerzas, así todo resultaría claro y sencillo. ¡Enemigo! Qué palabra tan clara, tan nítida.

Pero Liss dijo:

—¿A quién le importan esos papeles deplorables? ¡Qué más da quién los haya escrito! Sólo sé que no hemos sido ni usted ni yo. Cómo lo siento. ¡Piénselo! ¿Quién estaría en nuestros Lager si no hubiera guerra, si no tuviéramos prisioneros de guerra? Los enemigos del Partido, los enemigos del pueblo. Es una especie que usted conoce, ustedes los tienen en sus campos. Sí, y si la Dirección de Seguridad del Reich acoge prisioneros suyos en tiempo de paz, no los dejará marchar: sus prisioneros son nuestros prisioneros.

Liss esbozó una amplia sonrisa.

—Los comunistas alemanes que enviamos a los campos también fueron enviados a sus campos en 1937. Yezhov los encarceló, y el Reichsführer Himmler también. Sea más hegeliano, maestro.

Guiñó el ojo a Mostovskói.

—A menudo pienso que el conocimiento de lenguas en sus campos podría ser tan útil como en los nuestros. Hoy le asusta nuestro odio a los judíos. Mañana puede darse que ustedes sigan nuestro ejemplo. Y pasado mañana nos volveremos más indulgentes. He recorrido un largo camino, guiado por un gran hombre. A usted también le ha guiado un gran hombre, también ha recorrido un largo camino, difícil. ¿Cree usted que Bujarin era un provocateur? Sólo un gran hombre podía guiar a los demás por un camino como aquél. Yo también conocía a Röhm, confiaba en él, y así debía ser. Pero hay algo que me tortura: el terror de ustedes ha matado a millones de personas, y en todo el mundo, sólo nosotros, los alemanes, hemos comprendido que era algo necesario. Así es, no tiene vuelta de hoja. Trate de comprenderme, como yo le comprendo a usted. Esta guerra debe de horrorizarle. Napoleón no tenía que haber combatido contra Inglaterra.

Un nuevo pensamiento sacudió a Mostovskói. Incluso cerró los ojos, tal vez por el dolor vivo y repentino que sintió en los ojos, tal vez para escapar a ese pensamiento angustioso. ¿Y si sus dudas no eran signo de debilidad, de impotencia, de cansancio, de desconfianza? ¿Y si aquellas dudas que irrumpían en su ánimo, ahora tímidamente, ahora con ímpetu, constituyeran lo más honesto y limpio que había en su interior, y él las aplastaba, las repelía, las odiaba? ¿Qué pasaría si ellas contuvieran la semilla de la verdad revolucionaria? ¡La dinamita de la libertad!

Para rechazar a Liss, sus dedos pegajosos y resbaladizos, bastaba con dejar de odiar a Chernetsov, dejar de despreciar al yuródivi Ikónnikov. No, no, más aún. Tenía que renunciar a todo lo que daba sentido a su vida, condenar todo lo que había defendido y justificado.

Pero no, no, todavía más. No sólo condenar, sino odiar con toda su alma, con toda su pasión revolucionaria el Lager, la Lubianka, al sangriento Yezhov, a Yagoda, a Beria. No, no bastaba, ¡tenía que odiar a Stalin y su dictadura!

¡No, no, mucho más! Tenía que condenar a Lenin. Estaba al borde del abismo.

Sí, aquélla era la victoria de Liss, no una victoria ganada en el campo de batalla, sino en la guerra sin disparos, preñada de veneno, que el oficial de las SS estaba librando contra él.

Sentía que estaba al filo de la locura. Después, de repente, lanzó un alegre suspiro de alivio. El pensamiento que por un instante le había aterrorizado y obnubilado la mente se había convertido en polvo, parecía absurdo y patético. La alucinación había durado sólo algunos segundos. Pero ¿cómo había podido, aunque sólo fuera por algunos segundos o una fracción de segundo, dudar de la justicia de su gran causa?

Liss le miró fijamente, movió los labios y continuó hablando:

—¿Cree que el mundo nos mira a nosotros con horror y a ustedes con amor y esperanza? Créame, quien ahora nos mira con horror a nosotros, también les mirará con horror a ustedes.

Ahora nada podía espantar a Mijaíl Sídorovich. Ahora conocía el precio de sus dudas. No conducían a una ciénaga, como había podido pensar antes: conducían al abismo.

Liss cogió los papeles de Ikónnikov.

—¿Por qué se implica con gente así? Esta maldita guerra lo ha confundido todo, lo ha puesto del revés. ¡Ay, si tuviera fuerzas para desenredar esta madeja!

«No, señor Liss, no hay nada que desenmarañar. Todo está claro, todo es sencillo. No es uniéndonos con los Ikónnikov y los Chernetsov como os hemos vencido. Somos lo bastante fuertes para ocuparnos de unos y otros.»

Mostovskói se percató de que Liss reunía en sí todo lo que era oscuro. Todos los vertederos huelen del mismo modo, todos los despojos, las astillas, los cascotes de ladrillo son idénticos. Pero no es en las inmundicias, en los escombros donde hay que buscar diferencias y semejanzas, sino en el proyecto del constructor, en la idea original.

Y de pronto le invadió una rabia feliz y triunfante, no sólo contra Liss y Hitler, sino también contra el oficial inglés de ojos incoloros que le había preguntado acerca de la crítica del marxismo en Rusia, contra los repugnantes discursos del menchevique tuerto, contra el predicador amargo que se había enmascarado bajo la figura de agente de policía. ¿Dónde, dónde encontrará esta gente a idiotas dispuestos a creer que existe una sombra de semejanza entre un Estado socialista y el Reich fascista? Liss, el oficial de la Gestapo, era el único consumidor de aquella mercancía putrefacta. En aquellos momentos Mijaíl Sídorovich comprendió como nunca antes la relación interna entre el fascismo y sus agentes.

«¿No es ése —pensó— el verdadero rasgo de la genialidad de Stalin? Él odia y extermina a individuos como ésos porque ha sabido ver por sí mismo la secreta hermandad entre el fascismo y los fariseos predicadores de una libertad falsa.» Esta idea le pareció tan evidente que sintió deseos de compartirla con Liss, para explicarle la absurdidad de sus elucubraciones. Pero se limitó a sonreír; él era un viejo zorro, no como el tonto de Goldenberg que se había puesto a hablar de idioteces sobre Naródnaya Volia cuando lo llamó el fiscal.

Clavó su mirada en los ojos de Liss y, con una voz tan estentórea que debieron de oírla incluso los guardias al otro lado de la puerta, dijo:

—Le aconsejo que no pierda el tiempo conmigo. Póngame contra la pared, cuélgueme, vuéleme la tapa de los sesos.

—Nadie quiere matarle —repuso Liss de inmediato—. Cálmese, por favor.

—Estoy tranquilo —replicó alegremente Mostovskói—, no estoy preocupado por nada.

—Pues debería estarlo. Tendría que compartir mi insomnio. Pero ¿cuál es la razón de nuestra enemistad?; no puedo entenderlo… ¿Tal vez porque Adolf Hitler no es un Führer, sino el lacayo de los Krupp y los Stinnes? ¿Porque no hay propiedad privada en su país? ¿Porque las fábricas y los bancos pertenecen al pueblo? ¿Porque son internacionalistas mientras nosotros predicarnos el odio racial? ¿Porque hemos provocado el incendio y ustedes se esfuerzan por apagarlo? ¿Por qué somos odiados mientras que la humanidad mira con esperanza hacia su Stalingrado? ¿Es eso lo que ustedes dicen? ¡Tonterías! ¡No existen abismos entre nosotros! ¡Los han inventado! Somos formas diferentes de una misma esencia: el Estado de Partido. Nuestros capitalistas no son los verdaderos amos, el Estado les asigna un plan y un programa. El Estado torna su producción y sus beneficios. Como salario se quedan con el seis por ciento de los beneficios. Su Estado-Partido, exactamente del mismo modo que el nuestro, establece un plan, un programa, y se apodera de la producción. Y aquellos a los que ustedes llaman amos, los obreros, también reciben un salario de su Estado-Partido.

Mijaíl Sídorovich observaba a Liss y pensaba: «¿Es posible que esta vulgar palabrería me haya confundido por un instante? ¿Cómo he podido ahogarme en este torrente de veneno y de lodo pestilente?».

Liss hizo un gesto de desaliento con la mano.

—También sobre nuestro Estado ondea la bandera roja del proletariado, también nosotros apelamos a la unidad nacional y al esfuerzo de los trabajadores, también nosotros proclamamos que el Partido expresa las aspiraciones del obrero alemán. Y ustedes también apelan al «nacionalismo», al «trabajo». Ustedes saben tan bien como nosotros que el nacionalismo es la fuerza más poderosa del siglo XX. ¡El nacionalismo es el alma de nuestra época! ¡El socialismo en un solo país es la expresión suprema del nacionalismo!

»No veo razón para nuestra enemistad. Pero el genial maestro y líder del pueblo alemán, nuestro padre, el mejor amigo de las madres alemanas, el estratega más grande de todos los tiempos y todos los pueblos es quien ha empezado esta guerra. ¡Y yo creo en Hitler! Sé que la mente de vuestro Stalin no está nublada por la cólera y el dolor. A través del fuego y el humo de la guerra puede ver la verdad. Sabe quiénes son sus enemigos. Lo sabe, sí, lo sabe incluso ahora, cuando estudia con ellos la estrategia militar que desplegará contra nosotros, y se bebe una copa a nuestra salud. En el mundo existen dos grandes revolucionarios: Stalin y nuestro Führer. Es la voluntad de ambos la que ha dado origen al socialismo nacional del Estado. Para mí la fraternidad con ustedes es más importante que la guerra que libramos por los territorios del Este. Construimos dos casas que deben estar la una al lado de la otra. Ahora, maestro, quiero que durante un tiempo viva en una soledad tranquila y que reflexione, que reflexione antes de nuestra próxima conversación.

—¿Para qué? ¡Es estúpido! ¡Absurdo! ¡Un disparate! —gritó Mostovskói—. ¿Y a qué viene esa estupidez de llamarme «maestro»?

—No hay nada de estúpido en ello —replicó Liss—. Usted y yo debemos comprender que el futuro no se decide en los campos de batalla. Usted conoció personalmente a Lenin. Él fundó un nuevo tipo de partido. Fue el primero en comprender que sólo el Partido y su líder son los que expresan el impulso de la nación. Por eso puso fin a la Asamblea Constituyente. Pero así como Maxwell destruyó la mecánica newtoniana pensando que estaba confirmándola, Lenin se consideró el fundador de la Internacional cuando en realidad había creado el gran nacionalismo del siglo XX. Después Stalin nos ha enseñado muchas cosas. Para construir el socialismo en un solo país era necesario privar a los campesinos del derecho a sembrar y vender libremente, y Stalin no vaciló: liquidó a millones de campesinos. Nuestro Hitler advirtió que al movimiento nacionalsocialista alemán le estorbaba un enemigo, el judaísmo, y decidió liquidar a millones de judíos. Pero Hitler no es sólo un discípulo, es también un genio. Fue en la Noche de los cuchillos largos donde Stalin encontró la idea para las grandes purgas del Partido en 1937. Debe creerme. Yo he hablado, usted ha callado, pero sé que para usted soy un espejo.

—¿Un espejo? —replicó Mostovskói—. Todo lo que ha dicho es mentira, desde la primera a la última palabra. Sería indigno de mi parte refutar su charlatanería sucia, nauseabunda, provocadora. ¿Un espejo? ¿Qué le sucede? ¿Ha perdido la cabeza? Stalingrado le hará volver en sí.

Liss se puso en pie y Mostovskói, presa de la confusión, lleno de odio y éxtasis al mismo tiempo, pensó: «Ahora va a fusilarme, se acabó».

Pero Liss parecía no haber oído a Mostovskói. Se inclinó e hizo una profunda y respetuosa reverencia.

—Maestro —dijo—, ustedes nos enseñarán siempre y serán nuestros discípulos. Pensaremos juntos.

Su semblante estaba serio, triste, pero tenía los ojos risueños.

De nuevo aquella aguja venenosa pinchó el corazón de Mijaíl Sídorovich. Liss miró el reloj.

—El tiempo no pasa en vano.

Tocó el timbre y le dijo en voz baja:

—Coja esto si lo necesita. Pronto volveremos a vernos. Gute Nacht.

Mostovskói, sin saber por qué, cogió las hojas de la mesa y se las guardó en el bolsillo.

Lo condujeron fuera del edificio de la dirección y aspiró una bocanada de aire frío. ¡Qué agradable era aquella noche húmeda, el aullido de las sirenas en la oscuridad que precede al alba, después del despacho de la Gestapo y la voz suave del teórico del nacionalsocialismo!

Mientras era escoltado al Revier, vio pasar sobre el asfalto sucio un coche con los faros violetas. Mostovskói comprendió que Liss se iba a descansar y la angustia volvió a atenazarle con una fuerza renovada.

El guardia le hizo entrar en su celda y cerró la puerta con llave.

Mijaíl Sídorovich se sentó sobre el catre. «Si creyera en Dios pensaría que me ha enviado a este extraño interlocutor para castigarme por mis dudas.»

No podía dormir, ya comenzaba un nuevo día. Con la espalda apoyada en la pared, hecha de tablones de pino rugosos, Mijaíl Sídorovich comenzó a leer con atención los garabatos de Ikónnikov.

16

La mayoría de los hombres que viven en la Tierra no se proponen como objetivo definir el «bien». ¿En qué consiste el bien? ¿Bien para quién? ¿De quién? ¿Existe un bien común, aplicable a todos los seres, a todas las tribus, a todas las circunstancias? ¿O tal vez mi bien es el mal para ti y el bien de mi pueblo, el mal para el tuyo? ¿Es eterno e inmutable el bien, o quizás el bien de ayer es el vicio de hoy, y el mal de ayer se ha transformado en el bien de hoy?

Cuando se aproxima el momento del Juicio Final, no sólo los filósofos y los predicadores, también los hombres de toda condición, cultivados y analfabetos, se plantean el problema del bien y el mal.

¿Han asistido los hombres durante miles de años a una evolución del concepto del bien? ¿Es un concepto común a todos los pueblos, a griegos y judíos, como decía el apóstol? ¿No deberíamos tener en cuenta las clases, naciones, Estados? ¿O acaso se trata de un concepto más amplio que engloba también a los animales, a los árboles, a los líquenes, como Buda y sus discípulos aseveraron? el mismo Buda tuvo que negar el bien y el amor de la vida antes de abrazarlos.

He constatado que los diferentes sistemas morales y filosóficos de los guías de la humanidad que se han ido sucediendo en el transcurso de los milenios han limitado el concepto del bien.

La doctrina cristiana, cinco siglos después del budismo, restringió el mundo viviente al cual es aplicable la noción de bien: no contenía a todos los seres vivos, sino sólo a los hombres.

El bien de los primeros cristianos, que abrazaba a toda la humanidad, dio paso al bien exclusivo de los cristianos, mientras que junto a él coexistía el bien de los musulmanes, el bien de los judíos.

Con el transcurso de los siglos, el bien de los cristianos se escindió y surgió el bien de los católicos, el de los protestantes y el de los ortodoxos. Luego, del bien de los ortodoxos nació el bien de los nuevos y los viejos creyentes.

Y existían también el bien de los ricos y el bien de los pobres. Y el bien de los amarillos, los negros, los blancos.

Y esa fragmentación continua dio lugar al bien circunscrito a una secta, una raza, una clase; todos los que se encontraban más allá de tan estrecho círculo quedaban excluidos.

Y los hombres tomaron conciencia de que se había vertido mucha sangre a causa de ese bien pequeño, malo, en nombre de la lucha que ese bien libraba contra todo lo que consideraba como mal.

Y a veces el concepto mismo de ese bien se convertía en un látigo, en un mal más grande que el propio mal.

Un bien así no es más que una cáscara vacía de la que ha caído y se ha perdido la semilla sagrada. ¿Quién restituirá a los hombres la semilla perdida?

¿Qué es el bien? A menudo se dice que es un pensamiento y, ligado a este pensamiento, una acción que conduce al triunfo de la humanidad, o de una familia, una nación, un Estado, una clase, una fe.

Aquellos que luchan por su propio bien tratan de presentarlo como el bien general. Por eso proclaman: mi bien coincide con el bien general, mi bien no es sólo imprescindible para mí, es imprescindible para todos. Realizando mi propio bien persigo también el bien general.

Así, tras haber perdido el bien su universalidad, el bien de una secta, de una clase, de una nación, de un Estado asume una universalidad engañosa para justificar su lucha contra todo lo que él conceptúa como mal.

Ni siquiera Herodes derramó sangre en nombre del mal: la derramó en nombre de su propio bien. Una nueva fuerza había venido al mundo, una fuerza que amenazaba con destruirle a él y a su familia, destrozar a sus amigos y favoritos, su reino, su ejército.

Pero no era el mal lo que había nacido, era el cristianismo. Nunca antes la humanidad había oído estas palabras: «No juzguéis, y no seréis juzgados. Porque con el juicio con que juzguéis seréis juzgados, y con la medida con que midáis seréis medidos… Amad a vuestros enemigos; bendecid a los que os maldicen, haced el bien a los que os aborrecen, y rogad por aquellos que os ultrajan y os persiguen… Todas las cosas que queráis que los hombres hagan con vosotros, así también haced vosotros con ellos; porque esto es La ley y los profetas».

¿Qué aportó a los hombres esa doctrina de paz y amor?

La iconoclasia bizantina, las torturas de la Inquisición, la lucha contra las herejías en Francia, Italia, Flandes, Alemania, la lucha entre protestantismo y catolicismo, las intrigas de las órdenes monásticas, la lucha entre Nikón y Avvakum, el yugo aplastante al que fueron sometidas durante siglos la ciencia y la libertad, las persecuciones cristianas de la población pagana de Tasmania, los malhechores que incendiaron en África pueblos negros. Todo esto provocó sufrimientos mayores que los delitos de los bandidos y criminales que practicaban el mal por el mal…

Ese es el terrible destino, que hace arder al espíritu, de la más humana de las doctrinas de la humanidad; ésta no ha escapado a la suerte común y también se ha descompuesto en una serie de moléculas de pequeños «bienes» particulares.

La crueldad de la vida engendra el bien en los grandes corazones, y éstos llevan ese bien a la vida, estimulados por el deseo de cambiar el mundo a imagen del bien que vive en ellos. Pero no son los círculos de la vida los que cambian a imagen y semejanza de la idea del bien, sino la idea del bien la que se hunde en el fango de la vida, se quiebra, pierde su universalidad, se pone al servicio de la cotidianidad y no esculpe la vida a su hermosa pero incorpórea imagen.

El flujo de la vida siempre es percibido en la conciencia del hombre como una lucha entre el bien y el mal, pero no es así. Los hombres que velan por el bien de la humanidad son impotentes para reducir el mal en la Tierra.

Las grandes ideas son necesarias para abrir nuevos cauces, retirar piedras, desplazar rocas, derribar acantilados, desbrozar bosques. Los sueños del bien universal son necesarios para que las grandes aguas corran impetuosas en un único torrente. Si el mar estuviera dotado de pensamiento, en cada tempestad la idea y el sueño de la felicidad nacerían en sus aguas, y cada ola, al romper contra las rocas, pensaría que perece por el bien de las aguas del mar, y no advertiría que es levantada por la fuerza del viento, del mismo modo que levantó a miles antes que ella y que levantará a miles después.

Muchos libros se han escrito sobre cómo combatir el mal, sobre la naturaleza del bien y el mal.

Pero lo más triste de todo esto es lo siguiente, y es un hecho indiscutible: cada vez que asistimos al amanecer de un bien eterno que nunca será vencido por el mal, ese mismo mal que es eterno y que nunca será vencido por el bien, cada vez que asistimos a ese amanecer mueren niños y ancianos, corre la sangre. No sólo los hombres, también Dios es impotente para reducir el mal sobre la Tierra.

«Se oye un grito en Ramá, lamentos y un amargo llanto. Es Raquel que llora por sus hijos y no quiere ser consolada; ¡sus hijos ya no existen![12]» Y a ella, que ha perdido a sus hijos, poco le importa lo que los sabios consideren qué es el bien y qué el mal.

Pero ¿acaso la vida es el mal?

Yo vi la fuerza inquebrantable de la idea del bien social que nació en mi país. Vi esa fuerza en el periodo de la colectivización total, la vi en 1937. Vi cómo se aniquilaba a las personas en nombre de un ideal tan hermoso y humano como el ideal del cristianismo. Vi pueblos enteros muriéndose de hambre, vi niños campesinos pereciendo en la nieve siberiana. Vi trenes con destino a Siberia que transportaban a cientos y miles de hombres y mujeres de Moscú, Leningrado, de todas las ciudades de Rusia, acusados de ser enemigos de la grande y luminosa idea del bien social.

Esa idea grande y hermosa mataba sin piedad a unos, destrozaba la vida a otros, separaba a los maridos de sus mujeres, a los hijos de sus padres.

Ahora el gran horror del fascismo alemán se ha levantado sobre el mundo. El aire está lleno de los gritos y los gemidos de los torturados. El cielo se ha vuelto negro, el sol se ha apagado en el humo de los hornos crematorios.

Pero estos crímenes sin precedentes, nunca antes vistos en la Tierra ni en el universo, fueron cometidos en nombre del bien.

Hace tiempo, cuando vivía en los bosques del norte, pensé que el bien no se hallaba en el hombre, ni tampoco en el mundo rapaz de los animales y los insectos, sino en el reino silencioso de los árboles. No era cierto. Vi el movimiento del bosque, la lucha cruenta que entablan los árboles contra las hierbas y matorrales por la conquista de la tierra. Miles de millones de semillas vuelan a través del aire y comienzan a germinar, destruyendo la hierba y los arbustos. Millones de brotes de hierba nueva entran en liza unos contra otros. Y sólo los supervivientes constituyen una alianza de iguales para formar la única fronda del joven bosque fotófilo. Abetos y hayas vegetan en un presidio crepuscular, encerrados en la fronda del bosque. Pero para los vencedores también llega el momento de la decrepitud, y vigorosos abetos se yerguen hacia la luz, matando los alisos y los abedules.

Así es la vida del bosque, una lucha constante de todos contra todos. Sólo los ciegos pueden imaginar el reino de los árboles y la hierba como el mundo del bien.

¿Acaso la vida es el mal?

El bien no está en la naturaleza, tampoco en los sermones de los maestros religiosos ni de los profetas, no está en las doctrinas de los grandes sociólogos y líderes populares, no está en la ética de los filósofos. Son las personas corrientes las que llevan en sus corazones el amor por todo cuanto vive; aman y cuidan de la vida de modo natural y espontáneo. Al final del día prefieren el calor del hogar a encender hogueras en las plazas.

Así, además de ese bien grande y amenazador, existe también la bondad cotidiana de los hombres. Es la bondad de una viejecita que lleva un mendrugo de pan a un prisionero, la bondad del soldado que da de beber de su cantimplora al enemigo herido, la bondad de los jóvenes que se apiadan de los ancianos, la bondad del campesino que oculta en el pajar a un viejo judío. Es la bondad del guardia de una prisión que, poniendo en peligro su propia libertad, entrega las cartas de prisioneros y reclusos, con cuyas ideas no congenia, a sus madres y mujeres.

Es la bondad particular de un individuo hacia, otro, es una bondad sin testigos, pequeña, sin ideología. Podríamos denominarla bondad sin sentido. La bondad de los nombres al margen del bien religioso y social.

Pero si nos detenemos a pensarlo, nos damos cuenta de que esa bondad sin sentido, particular, casual, es eterna. Se extiende a todo lo vivo, incluso a un ratón O a una rama quebrada que el transeúnte, parándose un instante, endereza para que cicatrice y se cure rápido.

En estos tiempos terribles en que la locura reina en nombre de la gloria de los Estados, las naciones y el bien universal, en esta época en que los hombres ya no parecen hombres y sólo se agitan como las ramas en los árboles, como piedras que arrastran a otras piedras en una avalancha que llena los barrancos y las fosas, en esta época de horror y demencia, la bondad sin sentido, compasiva, esparcida en la vida como una partícula de radio, no ha desaparecido.

Unos alemanes llegaron a un pueblo para vengar el asesinato de dos soldados. Por la noche reunieron a las mujeres del lugar y les ordenaron cavar una fosa en el lindero del bosque. Varios soldados se instalaron en la casa de una anciana. Su marido había sido conducido por un politsai a la comisaría donde ya habían detenido a veinte campesinos. La anciana no pudo conciliar el sueño durante toda la noche. Los alemanes encontraron en el sótano un cesto de huevos y un tarro de miel, encendieron ellos mismos el fogón, se hicieron una tortilla y bebieron vodka. Luego, el mayor de todos se puso a tocar la armónica y los otros, golpeando con los pies, entonaron una canción. A la propietaria de la casa ni siquiera la miraban, como si fuera un gato. Cuando hubo amanecido, empezaron a comprobar sus subfusiles, y el mayor de los soldados, apretando por equivocación el gatillo, se disparó en el estómago. Todos se pusieron a gritar, se armó un gran revuelo. Vendaron de cualquier modo al herido y lo colocaron en la cama. En aquel momento llamaron a los soldados desde fuera. Con gestos ordenaron a la mujer que cuidara del herido. La mujer pensó lo fácil que le resultaría estrangularlo: el hombre musitaba palabras incomprensibles, cerraba los ojos, lloraba, chasqueaba los labios. De repente el alemán abrió los ojos y dijo con voz clara: «Madre, agua».

—Ay, maldito seas —dijo la mujer—. Lo que tendría que hacer es estrangularte.

Y le dio agua. Él le sujetó la mano y le dio a entender que quería sentarse, que la sangre no le dejaba respirar. La mujer lo levantó, mientras él se sostenía con los brazos alrededor de su cuello. De pronto se oyó un tiroteo fuera y la mujer se estremeció.

Después explicó a la gente lo que había pasado, pero nadie la comprendió; ni ella misma sabía explicárselo.

Esa especie de bondad es condenada por su sinsentido en la fábula del ermitaño que calentó a una serpiente en su pecho. Es la bondad que tiene piedad de una tarántula que ha mordido a un niño. ¡Bondad ciega, insensata, perjudicial!

A la gente le gusta buscar en las historias y fábulas ejemplos del peligro de esta bondad sin sentido. ¡No hay que tener miedo! Temerla es lo mismo que temer un pez de agua dulce que por casualidad ha caído del río hacia el océano salado.

El daño que esa bondad sin sentido a veces puede ocasionar a la sociedad, a la clase, a la raza, al Estado, palidece ante la luz que irradian los hombres que están dotados de ella.

Esa bondad, esa absurda bondad, es lo más humano que hay en el hombre, lo que le define, el logro más alta que puede alcanzar su alma. La vida no es el mal, nos dice.

Esta bondad es muda y sin sentido. Es instintiva; ciega. Cuando la cristiandad le dio forma en el seno de las enseñanzas de los Padres de la Iglesia, comenzó a oscurecerse; su semilla se convirtió en cáscara. Es fuerte mientras es muda, inconsciente y sin sentido, mientras vive en la oscuridad viva del corazón humano, mientras no se convierte en instrumento y mercancía en manos de predicadores, mientras que su oro bruto no se acuña en moneda de santidad. Es sencilla como la vida. Incluso las enseñanzas de Jesús la privaron de su fuerza; su fuerza está en el silencio del corazón humano.

Pero, perdida la fe en el bien, comencé a dudar también de la bondad. Me da pena su impotencia. ¿Para qué sirve entonces? No es contagiosa.

Me pareció que era tan bella e impotente como el rocío.

¿Cómo se puede transformar su fuerza sin echarla a perder, sin sofocarla como hizo la Iglesia? ¡La bondad es fuerte mientras es impotente! Si el hombre trata de transformarla en fuerza, languidece, se desvanece, se pierde, desaparece.

Ahora veo la auténtica fuerza del mal. Los cielos están vacíos. El hombre está solo en la Tierra. ¿Cómo sofocar, pues, el mal? ¿Con gotas de rocío vivo, con bondad humana? No, esa llama no puede apagarse ni con el agua de todos los mares y las nubes, no puede apagarse con un pobre puñado de rocío recogido desde los tiempos evangélicos hasta nuestro presente de hierro…

Así, habiendo perdido la esperanza de encontrar el bien en Dios, en la naturaleza, comencé a perder la fe en la bondad.

Pero cuanto más se abren ante mí las tinieblas del fascismo, más claro veo que lo humano es indestructible y que continúa viviendo en el hombre, incluso al borde de la fosa sangrienta, incluso en la puerta de las cámaras de gas.

Yo he templado mi fe en el infierno. Mi fe ha emergido de las llamas de los hornos crematorios, ha traspasado el hormigón de las cámaras de gas. He visto que no es el hombre quien es impotente en la lucha contra el mal, he visto que es el mal el que es impotente en su lucha contra el hombre. En la impotencia de la bondad, en la bondad sin sentido, está el secreto de su inmortalidad. Nunca podrá ser vencida. Cuanto más estúpida, más absurda, más impotente pueda parecer, más grande es. ¡El mal es impotente ante ella! Los profetas, los maestros religiosos, los reformadores, los líderes, los guías son impotentes ante ella. El amor ciego y mudo es el sentido del hombre.

La historia del hombre no es la batalla del bien que intenta superar al mal. La historia del hombre es la batalla del gran mal que trata de aplastar la semilla de la humanidad. Pero si ni siquiera ahora lo humano ha sido aniquilado en el hombre, entonces el mal nunca vencerá.

Una vez terminada la lectura, Mostovskói permaneció sentado unos minutos, con los ojos entornados.

Sí el hombre que había escrito aquel texto estaba desequilibrado. La crisis de un espíritu débil.

Eso de que los cielos están vacíos… Veía la vida como una guerra de todo contra todo. Y al final entonaba la vieja cantinela de la bondad de las viejecitas y esperaba extinguir el fuego universal con una jeringa de lavativa. ¡Menuda basura!

Mientras miraba la pared gris de la celda, Mijaíl Sídorovich recordó el sillón azul, el diálogo con Liss, y una sensación de opresión se apoderó de él. No se trataba de una angustia mental, sino del corazón, y apenas podía respirar. Estaba claro que había sospechado injustamente de Ikónnikov. Los escritos del yuródivi habían suscitado su desprecio, pero también el de su repugnante interlocutor de aquella noche. De nuevo pensó en lo que sentía por Chernetsov, y sobre el desprecio y el odio con el que hablaba el oficial de la Gestapo de gente como él.

Se apoderó de él una angustia turbia, más insoportable que los sufrimientos físicos.

17

Seriozha Sháposhnikov señaló un libro que reposaba sobre un ladrillo, al lado de un macuto.

—¿Lo has leído? —preguntó a Katia.

—Lo estaba releyendo.

—¿Te gusta?

—Prefiero a Dickens.

—Ah, Dickens —dijo Seriozha en tono de burla y condescendencia.

—Y La cartuja de Parma, ¿te gusta?

—No mucho —respondió Seriozha después de reflexionar un instante, y añadió—: Hoy voy con la infantería a limpiar de alemanes la choza de al lado.

Karia le miró y Scriozha, intuyendo el significado de su mirada, explicó:

—Son órdenes de Grékov, por supuesto.

—¿Envía también a otros operadores de mortero? ¿A Chentsov?

—No, sólo a mí.

Guardaron silencio.

—¿Va detrás de ti? —le preguntó Seriozha.

Ella asintió con la cabeza.

—¿Y a ti qué te parece?

—Lo sabes muy bien —le dijo, y pensó en los asra, que mueren cuando aman.

—Tengo la impresión de que me matarán hoy.

—¿Por qué te envían con la infantería? Eres un operador de mortero.

—¿Y por qué Grékov te retiene aquí? El transmisor está roto en mil pedazos. Hace tiempo que debería haberte devuelto al regimiento. Deberías estar en la orilla izquierda. Aquí no haces nada.

—Al menos nos vemos cada día.

Seriozha hizo un gesto con la mano y se marchó.

Karia se volvió y vio a Bunchuk mirar desde el segundo piso y reírse. Sháposhnikov también debía de haberlo visto, por eso se había marchado a toda prisa.

Los alemanes habían sometido la casa a fuego de artillería hasta la noche; tres soldados resultaron levemente heridos; una pared interna se derrumbó, bloqueando la salida del sótano. Despejaron la salida, peto un obús derribó de nuevo un trozo de pared, volviendo a bloquear la salida del sótano. Tuvieron que despejarla otra vez.

Antsíferov lanzó una ojeada a la penumbra polvorienta y preguntó:

—Eh, camarada radiotelegrafista, ¿está viva?

—Sí —respondió Véngrova sumida en la oscuridad, estornudando y escupiendo polvo rojo.

—Salud —dijo el zapador.

Al anochecer, los alemanes lanzaron bengalas luminosas y abrieron fuego con las ametralladoras. Un bombardero sobrevoló varias veces la casa lanzando su carga mortífera. Nadie dormía. El propio Grékov disparaba con la ametralladora y en dos ocasiones la infantería tuvo que salir a rechazar el avance de los alemanes, soltando tacos y cubriéndose el rostro con las palas de los zapadores.

Los alemanes parecían presentir el ataque inminente contra aquella casa sin dueño que hacía poco habían ocupado.

Cuando cesó el tiroteo, Katia oyó los gritos de los alemanes e incluso sus risas con bastante nitidez.

Los alemanes hablaban una lengua gutural cuya pronunciación no se parecía a la de los profesores de los cursos de lenguas extranjeras. Katia se dio cuenta de que el gatito había abandonado su lecho. Tenía las patas traseras inmóviles, pero arrastrándose con las delanteras se apresuraba a llegar hasta donde estaba Katia.

Luego se detuvo, abrió y cerró la mandíbula varias veces. Katia intentó levantarle un párpado. «Está muerto», pensó con repugnancia. De pronto comprendió que el gato había pensado en ella al sentir próxima su muerte, que se había arrastrado hacia ella con el cuerpo medio paralizado… Puso el cuerpo en un agujero y lo cubrió con trozos de ladrillo.

La luz inesperada de una bengala inundó el sótano y tuvo la sensación de una completa ausencia de aire; le pareció respirar un líquido sangriento que fluía del techo y se filtraba entre los ladrillos.

Ahí estaban los alemanes, saliendo de rincones recónditos, acercándose a ella con sigilo; ahora la cogerían y se la llevarían a rastras. Muy cerca, casi al lado, oía el ruido de sus fusiles. Quizá los alemanes estaban rastrillando el segundo piso. Quizá no irrumpieran desde abajo, sino que caerían desde lo alto a través del agujero en el techo.

Para calmarse trataba de reconstruir mentalmente la lista de inquilinos clavada en la puerta de su casa: «Tijomírov, un timbrazo; Dziga, dos timbrazos; Cheremushkin, tres timbrazos; Feinberg, cuatro timbrazos; Véngrova, cinco timbrazos; Andriuschenko, seis timbrazos; Pegov, uno largo»[13]. Se esforzaba en visualizar la gran cacerola de los Feinberg sobre el hornillo de gas cubierta con una tablilla de madera, el barreño para la colada de Anastasia Stepánovna Andriuschenko, la palangana de esmalte desportillada de los Tijomírov colgada de un trozo de cordel. A hora se veía haciéndose la cama y deslizándose bajo las sábanas, donde los muelles eran especialmente molestos; veía el pañuelo marrón de su madre, un trozo de guata, un abrigo de entretiempo descosido.

Después pensó en la casa 6/1. Ahora que los alemanes estaban tan cerca, saliendo de debajo de la tierra, el lenguaje vulgar de los soldados ya no le molestaba tanto y la mirada de Grékov, que antes le sacaba los colores no sólo de la cara, sino del cuello y los hombros ocultos bajo su chaqueta, ya no le asustaba. ¡Cuántas obscenidades había oído en aquellos meses de guerra! Qué conversación tan desagradable había mantenido con un teniente coronel calvo que, haciendo tintinear sus dientes de metal, le había insinuado lo que tenía que hacer si quería quedarse en el centro de comunicaciones de la orilla izquierda del Volga… Había una canción triste que las chicas cantaban a media voz:

Una bella noche de otoño

el comandante se la llevó a su cama.

La acarició hasta rayar el alba,

luego ella pasó de mano en mano…

La primera vez que Katia había visto a Sháposhnikov él estaba leyendo poesía, y pensó: «¡Qué idiota!». Después Seríozha desapareció durante dos días y a ella le daba vergüenza pedir noticias suyas, pero todo el rato temía que le hubieran matado. Reapareció una noche, de improviso, y oyó que le contaba a Grékov que se había ido sin permiso del refugio del Estado Mayor.

—Bien hecho —lo elogió Grékov—. Has desertado para reincorporarte a nuestro infierno.

Mientras se alejaba de Grékov, Sháposhnikov pasó delante de ella sin mirarla, sin volverse. Al principio Katia se puso triste, luego pensó de nuevo; «Idiota».

Otro día escuchó una conversación entre los habitantes de la casa sobre quién tenía más posibilidades de acostarse con ella, y uno había dicho: «Grékov, está claro». Un segundo rebatió: «No está decidido. Pero lo que sí sé es quién ocupa el último lugar de la lista; Seríozha, el operador de mortero. Cuanto más joven es una chica, más atraída se siente por los hombres maduros».

Después notó que los hombres dejaron de bromear y flirtear con ella. Grékov dejó muy claro que no le gustaba que el resto de los inquilinos de la casa intentara conquistar a Katia.

Una vez el barbudo Zúbarev la llamó diciendo: «Eh, esposa del gerente de la casa».

Grékov no tenía prisa, pero estaba muy seguro de sí mismo y ella lo sentía con nitidez. Después de que la radio quedara hecha añicos a causa de una bomba, le ordenó que se instalara en la esquina más alejada del sótano.

El día antes le había dicho: «Jamás he visto a una chica como tú. Si te hubiera conocido antes de la guerra, me habría casado contigo». Quería replicarle que ella tendría que haber dado su consentimiento, pero no se atrevió.

Él no se había propasado, no le había dicho ninguna palabra grosera, pero cuando Katia pensaba en Grékov le atenazaba un miedo pavoroso.

El día antes también le había dicho con tristeza: «Pronto los alemanes lanzarán una ofensiva. Lo más probable es que ninguno de nosotros salga vivo: nuestra casa está en el centro de su ofensiva».

La examinó con una mirada lenta, penetrante, y Katia tuvo miedo, pero no del inminente ataque alemán, sino de aquella mirada tranquila y lenta. «Vendré a verte», le había dicho Grékov. Daba la impresión de que no hubiera ninguna relación entre esas palabras y las precedentes a propósito del inminente ataque alemán y las escasas posibilidades que tenían de salir con vida, pero la relación existía y Katia la había intuido.

Grékov no era como los oficiales que había visto cerca de Kotlubán. Nunca amenazaba a la gente ni gritaba, y sin embargo le obedecían. Ahí estaba sentado, fumando y charlando como un soldado más. Pero su autoridad era inmensa.

Katia apenas había intercambiado unas palabras con Seriozha. A veces le daba la impresión de que estaba enamorado de ella, pero que se sentía tan impotente como ella ante aquel hombre al que ambos temían y admiraban. Sháposhnikov era débil, inexperto, pero ella deseaba pedirle ayuda, decirle: «Siéntate a mi lado». A veces era ella quien quería consolarlo. Cuando hablaba con él tenía una extrañísima sensación, como si no existiera la guerra ni la casa 6/1. Seriozha, como si se diera cuenta, intentaba adoptar unas maneras rudas. Un día incluso había blasfemado en su presencia.

Ahora tenía la impresión de que existía una relación cruel entre sus pensamientos, sus sensaciones confusas y el hecho de que Grékov quisiera mandar a Sháposhnikov al asalto de la casa ocupada por los alemanes.

Al oír el tiroteo de los subfusiles imaginaba a Sháposhnikov yaciendo sobre un montón de ladrillos rojos, con su cabeza sin rasurar colgando inerte.

La embargó un sentimiento de compasión desgarrador hacia Seriozha, mientras en su alma se confundían las variadas llamaradas nocturnas, el horror y la admiración por Grékov, que había iniciado el ataque contra las divisiones acorazadas alemanas, y los recuerdos de la madre.

Se dijo que estaría dispuesta a sacrificarlo todo por volver a ver a Seriozha vivo.

«¿Y si te dijeran: tu madre o él?», pensó. Luego oyó pasos y se aferró con los dedos a los ladrillos, aguzando el oído.

El tiroteo se extinguió. El silencio lo engulló todo.

Comenzó a sentir una picazón en la espalda, en los hombros y la parte baja de las piernas, pero tenía miedo de rascarse y hacer el menor ruido.

Todos preguntaban a Batrakov por qué siempre se estaba rascando, y él respondía: «Son los nervio». Pero ayer había confesado: «Me he encontrado once piojos». Y Koloméitsev se había burlado de él: «Un piojo nervioso ha atacado a Batrakov».

A ella la han matado. Los soldados arrastran su cadáver a una fosa, diciendo: «Pobre chica. Está cubierta de piojos».

Pero ¿es posible que se tratara realmente de nervios? Comprendió que en la oscuridad un hombre se acercaba a ella, un hombre de carne y hueso, que no era un producto de su imaginación, ni el resultado de los haces de luz y los fragmentos de tiniebla, ni de esperar con el alma en un hilo.

—¿Quién es?

—No tengas miedo. Soy yo —respondió la oscuridad.

18

—El ataque no será hoy. Grékov lo ha aplazado hasta mañana. Hoy son los alemanes los que avanzan. Y además quería decirte que nunca he leído la Cartuja esa.

Katia no respondió.

Seriozha intentó distinguirla en la oscuridad y el fuego de una explosión llegó para cumplir su deseo, iluminando el rostro de la chica. Un segundo después se hizo el silencio otra vez, y ellos, por un acuerdo tácito, se pusieron a esperar una nueva explosión, otro destello de luz. Seriozha le cogió la mano y le apretó los dedos. Era la primera vez en su vida que le cogía la mano a una chica.

La radiotelegrafista sucia, infestada de piojos, permanecía sentada en silencio. Seriozha pudo ver su cuello blanco en la oscuridad.

Otra bengala los iluminó y sus cabezas se aproximaron. Él la tomó entre sus brazos y ella cerró los ojos. Los dos conocían esa historia que se contaba en la escuela: quien besa con los ojos abiertos es que no está enamorado.

—No es una broma, ¿verdad? —preguntó Seriozha.

Katia presionó las manos contra las sienes del chico y le obligó a volver la cabeza hacia ella.

—Es para toda la vida —se respondió a sí mismo Seriozha lentamente.

—Es extraño —dijo ella—. Tengo miedo de que entre alguien. Y hasta ahora siempre me alegraba cuando venía alguien: Liájov, Koloméitsev, Zúbarev…

—Grékov —añadió Seriozha.

—Oh, no —se rebeló Katia.

Seriozha le besó el cuello, desabrochó el botón metálico del cuello de su guerrera, rozó con los labios el hueco de su garganta sin atreverse a deslizarse por sus pechos. Ella acariciaba sus cabellos hirsutos y sucios como si fuera un niño, y se daba cuenta de que todo lo que estaba pasando era inevitable, era preciso que ocurriera así.

Él miró la esfera luminosa de su reloj.

—¿Quién os guiará mañana? —preguntó ella—. ¿Grékov?

—¿Por qué preguntas eso ahora? Iremos nosotros solos, ¿por qué debería guiarnos?

Volvió a abrazarla y sintió un frío repentino en los dedos y en el pecho por la determinación y la emoción. Ella estaba medio acostada sobre su abrigo y parecía que no respiraba. Seriozha sintió bajo sus dedos el tejido burdo y polvoriento de la guerrera y la falda, el material áspero de sus botas. Sintió en las manos el calor de su cuerpo. Ella intentó sentarse, pero él comenzó a besarla otra vez. Una explosión de bengala iluminó por unos instantes la gorra de la chica, que se había deslizado sobre los ladrillos, y su rostro, que en esos segundos le pareció el de una desconocida. Luego se sumieron en la oscuridad, una oscuridad espesa…

—¡Katia!

—¿Qué?

—Nada, sólo quería oír tu voz. ¿Por qué no me miras?

—¡No, no quiero!

Katia pensó de nuevo en él y en su madre, ¿a quién quería más?

—Perdóname —dijo Katia.

Sin entender a qué se refería, Seriozha dijo:

—No tengas miedo, esto es para toda la vida, si es que vivimos.

—No, es que pensaba en mi madre.

—La mía está muerta. Hasta ahora no me había dado cuenta; la deportaron por mi padre.

Se durmieron sobre el abrigo, abrazados; Grékov se acercó a ellos y los miró mientras dormían: la cabeza del operador de mortero Sháposhnikov descansaba sobre el hombro de la radiotelegrafista; su brazo la rodeaba por la espalda, como si tuviera miedo de perderla. Estaban tan inmóviles y silenciosos que a Grékov le parecieron muertos.

Al amanecer Liájov se asomó al sótano y gritó:

—¡Oye, Sháposhnikov! ¡Eh, Véngrova! El jefe quiere veros. Rápido, moveos.

En la fría y brumosa penumbra el rostro de Grékov era duro, despiadado. Apoyaba sus anchas espaldas contra la pared mientras los cabellos desgreñados le caían sobre su frente baja.

Estaban delante de él, apoyándose ahora sobre un pie ahora sobre el otro, sin darse cuenta de que estaban cogidos de la mano.

—¡Bien, veamos! —dijo Grékov, y las aletas de su nariz aplastada se le hincharon—. Sháposhnikov, tú irás al Estado Mayor del regimiento, te destaco allí.

Seriozha sintió cómo se estremecían los dedos de la joven y los apretó; ella, a su vez, sintió que sus dedos temblaban. Tragó una bocanada de aire; la lengua y el paladar estaban secos.

El silencio invadió el cielo encapotado y la tierra. Parecía que los hombres que yacían hacinados, cubiertos con sus abrigos, no durmieran, sino que esperaran aguantando la respiración.

Todo alrededor era maravilloso y familiar. Seriozha pensó: «Nos expulsan del paraíso, nos separan como esclavos», al tiempo que miraba a Grékov con unos ojos llenos de odio y súplica.

Grékov entornó los ojos mientras estudiaba el rostro de Katia, y su mirada le pareció a Seriozha repugnante, despiadada, insolente.

—Eso es todo —concluyó Grékov—. La radiotelegrafista irá contigo. Aquí no tiene nada que hacer sin el transmisor. La acompañarás al Estado Mayor del regimiento.

Seriozha sonrió.

—Una vez allí vosotros mismos encontraréis el camino. Coged este papel. No me gusta el papeleo, así que he escrito uno para los dos. ¿Entendido?

Y de repente Seriozha se dio cuenta de que le estaban mirando dos ojos maravillosos, dos ojos humanos, inteligentes y tristes como nunca había visto.

19

Al final, el comisario del regimiento de fusileros Pivovárov nunca visitó la casa 6/1.

La comunicación por radio con la casa se había interrumpido. Nadie sabía si era porque el aparato había quedado fuera de combate o porque el capitán Grékov se había hartado de las severas admoniciones del comandante.

De todos modos habían logrado ponerse al corriente de cuál era la situación en la casa sitiada a través de un operador de mortero miembro del Partido, el comunista Chentsov; éste había informado que el «gerente de la casa» había perdido el control sobre sí, que decía toda clase de disparates a sus soldados. Pero, a decir verdad, Grékov combatía contra los alemanes con gallardía, circunstancia que el informador no negaba.

La noche en que Pivovárov debía dirigirse a la casa 6/1, Beriozkin, el comandante del regimiento, cayó gravemente enfermo. Yacía en el refugio; su cara ardía y sus ojos, transparentes como el cristal, tenían una expresión ausente, inhumana.

El doctor, tras examinar a Beriozkin, se quedó desconcertado. Acostumbrado a tratar con extremidades amputadas, con cráneos fracturados, ahora tenía que enfrentarse al caso de un hombre que había caído enfermo por sí mismo.

—Hay que ponerle ventosas —dijo el doctor—. Pero aquí, ¿dónde vamos a encontrarlas?

Pivovárov estaba a punto de informar a los superiores acerca de la enfermedad del comandante del regimiento, pero el comisario de la división le telefoneó ordenándole que se presentara de inmediato en el Estado Mayor.

Guando Pivovárov entró en el refugio, un tanto sofocado debido a que las explosiones cercanas le habían hecho caerse un par de veces, el comisario estaba hablando con un comisario de batallón al que habían ordenado venir desde la orilla izquierda. Pivovárov había oído hablar de ese hombre: daba conferencias a las unidades desplegadas en las fábricas.

Pivovárov se anunció con voz estentórea:

—A sus órdenes, comisario.

Acto seguido, informó de la enfermedad de Beriozkin.

—Sí, es un contratiempo —dijo el comisario de la división—. Camarada Pivovárov, deberá asumir el mando del regimiento.

—¿Y la casa sitiada?

—Ese asunto ya no está en sus manos —dijo el comisario de la división—. No se imagina el jaleo que se ha montado aquí, alrededor de esa casa. La noticia ha llegado hasta el Estado Mayor del ejército.

Y agitó ante las narices de Pivovárov un mensaje cifrado.

—Lo he mandado llamar precisamente por este asunto. Aquí el camarada Krímov ha recibido órdenes por parte de la dirección política de dirigirse a la casa sitiada, restablecer el orden bolchevique y asumir el control como comisario. Si surgiera algún problema, tendrá que destituir a Grékov, tomar el mando… Dado que se encuentra en el sector de su regimiento, debe facilitar al camarada Krímov todo lo que necesite, ya sea el paso a la casa o los posteriores enlaces. ¿Entendido?

—Así se hará —dijo Pivovárov.

Después, recuperando su tono de voz habitual, no oficial sino cotidiano, preguntó a Krímov:

—Camarada comisario del batallón, ¿ha tratado antes con tipos así?

—Desde luego —afirmó con una sonrisa el comisario—. En el verano de 1941 guié a doscientos hombres sitiados en Ucrania; conozco la mentalidad del partisano.

—Bien —dijo el comisario de la división—. Actúe, camarada Krímov. Manténgase en contacto conmigo. No podemos aceptar que exista un Estado dentro del Estado.

—Sí, además hay un asunto turbio con una joven radiotelegrafista —dijo Pivovárov—. Nuestro Beriozkin está preocupado porque el radiotransmisor no da señales. Y esos chicos son capaces de cualquier cosa.

—Muy bien, cuando ocupe su puesto ya pondrá orden. ¡Buena suerte! —dijo el comisario de la división.