59

Aquel primer día la comunicación telefónica funcionaba.

La larga inactividad y el aislamiento de la vida de la casa 6/1 pesaban en la joven radiotelegrafista con una tristeza insoportable. Sin embargo, aquel primer día la preparó para entender cuál era la vida que le esperaba.

Supo que los puestos de observación que transmitían los datos a la artillería de la orilla izquierda del Volga estaban situados en las ruinas del primer piso, y que el superior del primer piso era un teniente que llevaba una guerrera sucia y unas gafas que le resbalaban continuamente por su nariz respingona.

Comprendía que aquel viejo enfadado que soltaba tacos había sido trasladado desde la milicia; estaba orgulloso de ser jefe de pieza. Entre un muro alto y una montaña de cascotes estaban dispuestos los zapadores a las órdenes de un hombre que caminaba gruñendo y torciendo el gesto, como si le dolieran los juanetes de los pies.

El jefe del único cañón era un hombre calvo con una camiseta de marinero a rayas. Se llamaba Koloméitsev. Katia había oído a Grékov gritar:

—¡Koloméitsev! ¡Despierta! ¡Has vuelto a perder una oportunidad!

La infantería y las ametralladoras estaban al cargo de un suboficial de barba clara. Su cara enmarcada por una barba acentuaba su juventud pero el suboficial debía de hacerse ilusiones de que la barba le daba el aspecto de un hombre maduro, al menos en la treintena.

Por la tarde le dieron de comer pan y salchichón de cordero. Después se acordó de que en el bolsillo de su chaqueta tenía un caramelo y se lo introdujo furtivamente en la boca. Luego le entraron ganas de dormir, a pesar de que los disparos resonaban cerca. Se quedó dormida todavía chupando el caramelo, pero el sufrimiento y la angustia no la abandonaron. De repente llegó a sus oídos una voz lánguida. Sin abrir los ojos, escuchó:

Pero como un vino, la pena de los días idos

acrecienta su fuerza a medida que envejece…[62]

Junto al pozo de piedra iluminado por una luz ámbar vespertina se hallaba un chico sucio, con los cabellos desgreñados, que tenía ante sí un libro. Sobre los ladrillos rojos estaban sentados cinco o seis hombres. Grékov estaba tumbado sobre su abrigo con la barbilla apoyada sobre los puños. Un joven de aspecto georgiano escuchaba con incredulidad, como si dijera: «Déjalo, a mí no me comprarás con estas tonterías».

Una explosión cercana levantó una nube de polvo de cascotes, como si se hubiera arremolinado una niebla de fábula; los hombres sentados sobre aquellos montones sangrientos de ladrillo y sus armas en medio de aquella neblina rojiza parecían venir del día terrible del que habla el Cantar de las huestes de Ígor[63]. Inesperadamente, el corazón de la chica se estremeció ante la absurda certeza de una felicidad futura.

Al día siguiente tuvo lugar un acontecimiento que aterrorizó a todos los habitantes de la casa, aunque ya estaban curados de espanto.

El «inquilino» de mayor rango del primer piso, el teniente Batrakov, tenía bajo su mando a un observador y un calculador. Katia los veía varias veces al día: el triste Lampásov, el ingenioso y cándido Bunchuk y el extraño suboficial gafudo que sonreía continuamente ante sus propios pensamientos.

En los momentos de silencio, sus voces se oían a través de un boquete en el techo.

Lampásov había criado pollos antes de la guerra y le describía a Bunchuk la inteligencia y las pérfidas costumbres de sus gallinas. Bunchuk, pegado al visor, hablaba como cantando y arrastrando las palabras: «Sí, hay una columna de vehículos de fritzes que viene desde Kalach… Un tanque en el medio… Algunos fritzes más a pie, todo un batallón… Y tres cocinas de campaña, como ayer, echan humo y los fritzes van con cacerolas…». Algunas de sus observaciones no tenían importancia estratégica, sólo presentaban un interés costumbrista. Canturreaba: «El comandante de los fritzes pasea un perro, el perro husmea un poste, probablemente quiere orinar… Lo está haciendo… y el oficial espera». Y luego: «Ahora veo a dos chicas hablando con varios fritzes… les ofrecen cigarrillos a las chicas… Una chica coge uno, lo enciende, la otra sacude la cabeza, parece que diga: “yo no fumo…”».

De repente Bunchuk, con el mismo tono cantarín, anunció: «La plaza está llena de soldados… Hay una orquesta… Hay una tarima en el medio… no, una pila de madera…». Luego guardó silencio un buen rato y, cuando volvió a hablar, su voz cantarina estaba llena de desesperación: «Ay, camarada teniente, veo que conducen a una mujer de unos cuarenta años que grita algo… La orquesta suena… Atan a la mujer a un poste… a su lado hay un niño, también lo atan. Camarada teniente, no puedo soportar ver esto… Dos fritzes están vaciando bidones de gasolina…».

Batrakov transmitió por teléfono lo que estaba sucediendo al otro lado del Volga.

Se acercó al visor y con sus maneras de lugareño de Kaluga, imitando la voz de Bunchuk, vociferó: «Ay, todo está cubierto de humo y la orquesta toca…».

—¡Fuego! —gritó después con una voz terrible, y se giró en dirección a la orilla izquierda del Volga.

Ni el menor ruido al otro lado del Volga…

Unos minutos más tarde el lugar de la ejecución cayó bajo el fuego concentrado de la artillería pesada del regimiento. La plaza quedó envuelta en polvo y humo.

Unas horas más tarde supieron por el explorador Klímov que los alemanes se disponían a quemar a una mujer y un niño gitanos sospechosos de espionaje. El día antes Klímov había dejado algo de ropa sucia a una vieja que vivía en una cueva con su nieta y una cabra; le prometió que volvería más tarde para recoger la ropa limpia. Ahora tenía la intención de preguntarle qué había pasado con los dos gitanos, si habían sido quemados por los alemanes o abatidos por los obuses soviéticos. Klímov se arrastró entre las ruinas por senderos que sólo él conocía, pero en el lugar donde se encontraba la cueva, de noche, un bombardeo soviético había destruido todo: no había ni rastro de la abuela, la nieta, la cabra, ni de sus camisas y calzoncillos. Sólo descubrió, entre los troncos partidos y los trozos de estucado, un gatito sucio. El pequeño felino se hallaba en un estado deplorable, pero no pedía nada, no se quejaba, tal vez pensaba que la vida sobre la tierra consistía en eso: estruendo, hambre, fuego.

Klímov no se explicaba por qué, de repente, se metió el gatito en el bolsillo.

A Katia le sorprendían las relaciones que había entre los hombres de la casa 6/1. En lugar de dar su informe en posición de firmes, como exige el reglamento, Klímov se había sentado al lado de Grékov y hablaban como dos viejos amigos. Klímov encendió su cigarrillo con el de Grékov.

Cuando acabó su relato, Klímov se acercó a Katia y dijo:

—Así es, señorita. En este mundo pasan cosas terribles. Al sentir su mirada dura y penetrante, Katia suspiró y se ruborizó.

Sacó del bolsillo el gatito y lo puso sobre un ladrillo al lado de Katia.

Aquel día una decena de hombres se le acercaron para hablarle de temas felinos, sin embargo nadie hablaba del caso de la gitana, a pesar de que todos estaban impresionados. Los que deseaban mantener con ella una conversación sensible, con el corazón en la mano, adoptaban en cambio un tono burlón, grosero. Los que sencillamente querían pasar la noche con ella se le dirigían ceremoniosamente, con delicadeza almibarada.

El gatito no dejaba de temblar, con todo el cuerpo: evidentemente, estaba conmocionado por la explosión.

El viejo operador de mortero dijo frunciendo el ceño:

—Mátalo y asunto resuelto. De él sólo sacarás pulgas.

El segundo operador de mortero, el voluntario Chentsov, apuesto y con la tez morena, aconsejó a Katia:

—Tire esa porquería, señorita. Si al menos fuera siberiano…

El lúgubre Liájov, un zapador de labios finos y cara de perro, era el único que se interesaba realmente por el gato, indiferente a los encantos de la radiotelegrafista.

—Una vez, cuando estábamos en las estepas —dijo a Katia—, algo me golpeó de repente. Pensé que era una bala perdida, pero era una liebre. Se quedó conmigo hasta la noche y, cuando todo se hubo calmado, se fue.

A continuación añadió:

—Usted es una señorita, pero al menos comprende: aquello es un 108 milímetros, ése es el sonido de un Vaniusha, aquello es un avión de reconocimiento sobrevolando el Volga. Mientras que la liebre, la estúpida, no entendía nada. No podía distinguir un mortero de un obús. Si los alemanes lanzan una bengala, la liebre se sobresalta. Pero ¿cómo haces para explicárselo? Eso es lo que me da pena de esos animales.

Katia, dándose cuenta de que su interlocutor hablaba en serio, le respondió con la misma seriedad:

—No estoy de acuerdo del todo. Los perros, por ejemplo, entienden de aviación. Cuando estábamos acantonados en un pueblo, había un perro bastardo que se llamaba Kerzon, y si nuestros IL estaban volando, él se quedaba tumbado, sin levantar la cabeza siquiera. Pero en cuanto oía el ruido de los Junkers, Kerzon buscaba refugio. Nunca se equivocaba.

El aire se estremeció atravesado por un penetrante aullido: un Vaniusha alemán. Se oyó un estruendo metálico, y un humo negro se mezcló con el polvo sangriento de ladrillos y una lluvia estruendosa de cascotes. Un minuto después, cuando el polvo se posó en el suelo, la radiotelegrafista y Liájov retomaron la conversación como si fueran otras personas y no ellos los que acababan de caer al suelo. A Katia se le había contagiado la seguridad que irradiaban los hombres de la casa cercada. Parecía que estuvieran convencidos de que en aquella casa todo era frágil, quebradizo, también el hierro y la piedra; todo menos ellos.

Por encima de sus cabezas se oyó una ráfaga de ametralladora, y justo después una segunda.

Liájov dijo:

—Esta primavera estábamos en los alrededores de Sviatogorsk y de pronto empezamos a oír silbidos por encima de nuestras cabezas, pero no las detonaciones. No comprendíamos nada. Después resultó que eran estorninos que habían aprendido a hacer el silbido de las balas… También nuestro comandante, que era teniente mayor, cayó en el error.

—En casa me imaginaba que la guerra eran gatos corriendo, gritos de niños, todo alrededor en llamas… Al llegar a Stalingrado vi que realmente era así.

El siguiente hombre en acercarse a la radiotelegrafista fue el barbudo Zúbarev.

—Y bien —preguntó con interés—, ¿cómo está nuestro jovencito con bigotes? —Levantó un extremo del trapo que cubría al gatito—. ¡Oh, pobre animal! ¡Qué débil está! —dijo mientras los ojos le brillaban con insolencia.

Por la noche, después de un breve combate, los alemanes lograron avanzar una corta distancia hacia un ala de la casa 6/1; ahora las ametralladoras cubrían el camino que unía la casa con la defensa soviética. La conexión telefónica con el puesto de mando del regimiento de fusileros quedó interrumpida. Grékov ordenó que se abriera un paso que conectara el sótano con un túnel subterráneo de la fábrica cercano a la casa.

—Tenemos explosivos —comunicó a Grékov el sargento Antsíferov, un hombre corpulento que sostenía en la mano una taza de té y en la otra un terrón de azúcar.

Los habitantes de la casa, sentados en un foso junto a la pared maestra, conversaban. La ejecución de la gitana los había conmovido, pero nadie hablaba de ello. Parecían indiferentes al cerco.

A Katia le parecía extraña esa tranquilidad, pero se sometía a ella, e incluso la espantosa palabra cerco ya no le infundía miedo entre los valientes soldados de la casa 6/1. Ni siquiera tuvo miedo cuando oyó, allí mismo, a su lado, el tableteo de una ametralladora y Grékov gritó:

—¡Disparad, disparad! Están ahí.

Y tampoco sintió miedo cuando Grékov dijo:

—Cada uno con lo que más guste: granadas, cuchillos, palas… Ya conocéis vuestro trabajo. Dadles, no importa cómo.

En los minutos de tregua los habitantes de la casa se enzarzaban en una conversación animada sobre el aspecto físico de la radiotelegrafista. Batrakov, que parecía estar en otro mundo y además era miope, reveló inesperadamente sus conocimientos sobre los atributos de Katia.

—La chica tiene lo que se dice un buen busto —dijo él.

Koloméitsev, el artillero, no era de la misma opinión. En expresión de Zúbarev, a él le gustaba llamar al pan, pan y al vino, vino.

—¿Os habéis aprovechado del gato para hablar con ella? —preguntó Zúbarev.

—¿Cómo no? —respondió Batrakov—. A través del corazón del niño se conquista a la madre. Incluso nuestro papaíto le habló del gato.

El viejo operador de mortero escupió y se pasó la palma de la mano por el pecho.

—¿Dónde tiene lo que debe tener una mujer digna de merecer ese nombre? Vamos, ¡responded!

Pero lo que más enfureció a Zúbarev fueron las alusiones al hecho de que Grékov había echado el ojo a la radiotelegrafista.

—Claro que en nuestras condiciones incluso una Katia cualquiera nos resolvería la papeleta. En el país de los ciegos… Tiene las piernas largas como una cigüeña, el trasero plano y los ojos grandes como una vaca. ¿A eso le llamas mujer?

Chentsov le objetó:

—A ti te basta con que sea tetuda. Ese punto de vista está pasado de moda, es de antes de la Revolución.

Koloméitsev, un hombre obsceno y chabacano que acumulaba en su cabezota calva una infinidad de particularidades sorprendentes, reía entornando sus ojos de un gris turbio.

—La chica no está mal —dijo—. Pero tengo un enfoque particular de la cuestión. Me gustan pequeñas, preferiblemente armenias y judías, con el pelo corto y los ojos grandes y vivarachos.

Zúbarev miró pensativo el cielo oscuro iluminado por los haces de rayos de los reflectores y preguntó en voz baja:

—Me preguntó cómo acabará todo esto.

—¿Te refieres a con quién acabará ella? Con Grékov, por supuesto.

—Ni mucho menos. No está tan claro —dijo Zúbarev, y tras coger del suelo un trozo de ladrillo lo estrelló con fuerza contra el muro.

Los compañeros le miraron a él y su barba, y se rieron.

—¿Cómo vas a seducirla? ¿Con tu barba? —se interesó Batrakov.

—¡Con el canto! —corrigió Koloméitsev—. Sala de transmisión: el soldado de infantería al micrófono. Él cantará, ella transmitirá la emisión. Formarán uno de esos dúos; lo digo yo. ¡Harán una buena pareja!

Zúbarev se giró hacia el compañero que el día antes recitaba poesía.

—¿Y tú qué piensas?

El viejo operador de mortero dijo con acritud:

—No dice nada, por tanto no tiene ganas de hablar. —Y con el tono de un padre que amonesta a su hijo porque escucha la conversación de los adultos, añadió—: Sería mejor que fueras a dormir al sótano mientras la situación lo permita.

—Allí está ahora Antsíferov enfrascado en abrir un paso con trilita —dijo Batrakov.

En aquel momento Grékov estaba dictando un informe a Katia. Comunicaba al Estado Mayor del ejército que, a juzgar por los indicios, los alemanes estaban preparando un ataque y que con toda probabilidad lo lanzarían contra la fábrica de tractores. Pero pasó por alto un detalle: que la casa donde él se encontraba con sus hombres parecía ser el mismo eje de la ofensiva. Mientras observaba el cuello de la chica, sus labios y sus pestañas medio bajadas imaginaba, y lo imaginaba muy vivamente, aquel frágil cuello roto, con una vértebra asomándole de la piel nacarada desgarrada, y aquellas pestañas sobre unos ojos de pescado vidriosos, y sus labios muertos como hechos de caucho gris y polvoriento.

Y tenía ganas de abrazarla, de sentir su calor, su vida, antes de que fuera demasiado tarde, antes de que los dos desaparecieran, mientras aquella belleza habitara su cuerpo femenino, pletórico de juventud.

Le parecía que deseaba abrazarla sólo por compasión, pero ¿acaso la compasión hace zumbar los oídos y pulsar la sangre en las sienes?

El Estado Mayor no respondió de inmediato.

Grékov se estiró hasta sentir crujir dulcemente los huesos, emitió un jadeante respiro mientras pensaba: «Está bien, está bien, queda toda la noche por delante», y preguntó con dulzura:

—¿Cómo está el gatito que trajo Klímov? ¿Está mejor? ¿Ha recobrado fuerzas?

—¿Y cómo iba a coger fuerzas? —respondió la radiotelegrafista.

Cuando Katia se acordaba de la mujer y el niño gitanos en la hoguera, le empezaban a temblar los dedos y miraba a Grékov con el rabillo del ojo para ver si se había dado cuenta.

Ayer mismo le había parecido que nadie le hablaría en la casa 6/1, pero hoy, mientras comía las gachas, había pasado por su lado el chico barbudo con un subfusil en la mano y le había gritado como a una vieja amiga:

—Katia, ¡un poco más de energía! —Y, con un golpe preciso, le mostró cómo debía hundir la cuchara en la escudilla.

Volvió a ver al chico que el día antes leía poesía mientras él mismo trasladaba unos obuses con una lona impermeable. Más tarde se giró y lo vio de pie frente a un perol lleno de agua; había sentido cómo posaba su mirada sobre ella y justo por eso se había girado, pero él había desviado la mirada a tiempo.

Ahora Vera ya imaginaba quién le enseñaría mañana sus cartas y fotografías, quién daría suspiros y la miraría en silencio, quién le traería regalitos —una cantimplora medio llena de agua, algunos mendrugos de pan blanco—, quién le confesaría que ya no creía en el amor de las mujeres y que no se volvería a enamorar. Por lo que respecta al soldado de infantería barbudo, seguro que intentaba ponerle las manos encima.

Al fin el Estado Mayor respondió, y Katia comenzó a transmitir la respuesta a Grékov: «Le ordeno que dé un informe detallado cada día a las doce horas en punto…».

De pronto Grékov le dio un golpe en la mano haciéndole retirar la palma del conmutador. Ella gritó asustada.

Grékov sonrió y dijo:

—Un fragmento de obús ha dejado fuera de servicio el radiotransmisor, restableceremos el contacto cuando convenga a Grékov.

La chica lo miró, confusa.

—Perdóname, Katiusha —dijo Grékov y le cogió la mano.

60

Al despuntar el alba, el regimiento de Beriozkin comunicó al puesto de mando de la división que los hombres de la casa 6/1 habían abierto un paso subterráneo que la conectaba con un túnel de hormigón de la fábrica de tractores, y de hecho algunos soldados ya se encontraban en el taller de la fábrica. El oficial de guardia de la división transmitió la información al Estado Mayor del ejército, que a su vez informó al general Krilov, y Krilov ordenó que le trajeran a uno de esos hombres de la fábrica para interrogarlo. El oficial de enlace condujo al cuartel general del ejército al joven que había escogido el oficial de servicio del puesto de mando. Avanzaron por un desfiladero que llevaba a la orilla, y durante el trayecto el chico le daba vueltas a la cabeza, hacía preguntas, se mostraba inquieto.

—Tengo que volver a la casa. Tenía instrucciones de efectuar un reconocimiento del túnel para ver cómo podemos evacuar a los heridos.

—No te preocupes por eso —respondió el oficial—. Vas a ver a un comandante superior al tuyo; harás lo que él te ordene.

De camino, el chico contó al oficial que llevaban más de dos semanas en la casa 6/1 y que durante ese tiempo se habían alimentado de las patatas que habían encontrado en el sótano y bebido el agua del circuito de calefacción central, y hasta tal punto se las habían hecho pasar moradas a los alemanes, que éstos les habían enviado a un negociador ofreciéndoles dejarles salir del cerco hasta la fábrica, pero que obviamente el comandante —el chico lo llamaba el «gerente de la casa»— había respondido con la orden de abrir fuego. Cuando alcanzaron el Volga, el chico se tumbó y empezó a beber agua y, una vez que se hubo saciado, sacudió cuidadosamente con la palma de la mano las gotas de agua que se le habían quedado adheridas a la chaqueta y las lamió como hace un hambriento con unas migajas de pan. Le contó que el agua del circuito de la calefacción central estaba podrida y que durante los primeros días todos habían padecido trastornos intestinales, pero que luego el gerente había ordenado que se hirviera el agua y los síntomas desaparecieron. Luego caminaron en silencio. El chico prestaba atención a los bombarderos nocturnos, miraba el cielo coloreado por las bengalas rojas y verdes, surcado por las trayectorias de las balas trazadoras y los proyectiles. Vio las llamas moribundas de los incendios de la ciudad que todavía no se habían extinguido, los blancos fogonazos de los cañones, las explosiones azules de las bombas contra el Volga y continuó aminorando el paso hasta que el oficial le gritó:

—¡Vamos, un poco más de brío!

Caminaban entre las rocas de la orilla; los proyectiles silbaban por encima de sus cabezas, los centinelas los llamaban. Luego subieron por un sendero a lo largo de la ladera, entre los refugios encajados en la montaña de arcilla, ahora subían los escalones de tierra, ahora golpeaban con los tacones contra las tablas de madera. Por fin llegaron a un pasaje cubierto de alambre de espino: el cuartel general del 62.° Ejército. El oficial de enlace se ajustó el cinturón y entró por una trinchera de comunicación que conducía a los refugios del Consejo Militar, que se distinguían por el grosor de sus troncos.

El centinela fue a buscar al ayudante de campo y por un instante brilló suavemente, a través de la puerta entreabierta, la luz de la lámpara eléctrica de mesa cubierta por una pantalla.

El ayudante de campo los iluminó con una linterna, preguntó el nombre del chico y les ordenó que aguardaran.

—Pero ¿cómo regresaré a la casa? —preguntó el muchacho.

—No te preocupes, todos los caminos conducen a Kiev —respondió el ayudante de campo.

Luego añadió con severidad:

—Entra. Si te mata un disparo de mortero seré yo quien tenga que responder ante el general.

El chico se sentó en la tierra cálida y oscura de la entrada, se inclinó contra la pared y se quedó dormido.

Una mano lo sacudió violentamente y en la confusión del sueño, donde se mezclaban los gritos atroces de los últimos días de combate y el susurro apacible de su propia casa —una casa que ya no existía—, irrumpió una voz enojada:

—Sháposhnikov, el general le espera. Dese prisa…

61

Seriozha Sháposhnikov pasó dos días enteros en el búnker de la sección de defensa del Estado Mayor. La vida en aquel cuartel general le atormentaba. Parecía que aquella gente se entretuviera, de la mañana a la noche, en no hacer nada.

Le vino a la cabeza un día en que, en compañía de su abuela, había esperado durante ocho horas un tren que partía de Rostov en dirección a Sochi, y pensó que la espera de ahora se parecía a la de entonces, cuando aguardaba en una estación antes de la guerra. Luego sonrió ante lo absurdo de comparar la casa 6/1 con un balneario de Sochi. Pidió al comandante del Estado Mayor que le dejara marcharse, pero éste prorrogó su estancia, puesto que no había recibido instrucciones explícitas por parte del general. Éste, después de haber llamado a Sháposhnikov, le había hecho un par de preguntas; luego el interrogatorio se había interrumpido por una llamada telefónica. El comandante del Estado Mayor había decidido no liberar al chico por el momento: tal vez el general se acordara de él.

Al entrar en el búnker, el comandante interceptaba la mirada de Sháposhnikov y le decía:

—No te preocupes. No me he olvidado.

A veces los ojos suplicantes del soldado le irritaban y entonces decía:

—¿Qué es lo que no te gusta de aquí, eh? Te damos de comer de primera y además estás caliente. Tendrás tiempo más que suficiente para que te maten.

Cuando el día está lleno de estruendo y el soldado vive inmerso hasta las orejas en el caldero de la guerra no está en condiciones de comprender ni de ver su propia vida; debe distanciarse aunque sea sólo unos pasos. Y entonces, como si se encontrara en la orilla, capta con la mirada el río en toda su inmensidad. ¿Era realmente él quien, sólo un momento antes, nadaba en medio de aquellas aguas embravecidas?

A Seriozha le parecía apacible la vida en su regimiento de milicianos acantonado en la estepa: las guardias nocturnas, el resplandor lejano en el cielo, las conversaciones de los soldados…

Sólo tres de esos milicianos voluntarios se habían encontrado en el sector de la fábrica de tractores. Poliakov, a quien no le gustaba Chentsov, decía: «De todo el ejército de voluntarios sólo han quedado un viejo, un joven y un estúpido».

La vida en la casa 6/1 había ofuscado todo lo que había existido antes. Aunque esta vida era inverosímil, era la única real y todo lo que había ocurrido con anterioridad se había vuelto irreal.

Sólo a veces, por la noche, emergía en su memoria la cabeza gris de Aleksandra Vladímirovna, los ojos juguetones de tía Zhenia, y el corazón le oprimía, inundado por el amor.

Durante los primeros días que había pasado en la casa 6/1 pensaba que la irrupción de Grékov, Koloméitsev, Antsíferov en su vida familiar habría resultado extraña, horrible… Pero ahora a veces se imaginaba que su tía, su prima, el tío Víktor Pávlovich estarían completamente fuera de lugar en su vida actual.

Ay, si su abuela hubiera escuchado cómo blasfemaba ahora Seriozha…

¡Grékov!

No tenía del todo claro si en la casa 6/1 se habían reunido personas sorprendentes, especiales, o bien si la gente corriente al caer allí, se volvía extraordinaria…

El voluntario Kriakin aquí no habría mandado ni un día. Y Chentsov, aunque no fuese querido, seguía allí… Pero ya no era el mismo que en los tiempos de voluntario: le había salido la vena administrativa.

¡Grékov! Qué extraordinaria conjunción de fuerza, audacia, autoridad y sentido práctico para la vida cotidiana. Recordaba cuál era el precio de los zapatos de niño antes de la guerra y el salario de un mecánico o una mujer de la limpieza, la cantidad de trigo y la suma de dinero por una jornada de trabajo en el koljós donde trabajaba su tío.

O bien se ponía a hablar de qué había ocurrido en el ejército antes de la guerra, de las purgas, de los exámenes constantes, de los favoritismos en la distribución de los apartamentos; hablaba de algunas personas que durante 1937 habían ascendido a generales porque habían escrito decenas de denuncias y declaraciones que desenmascaraban a falsos enemigos del pueblo.

A veces parecía que su fuerza residía en una valentía animal, en la alegre desesperación con la que, dando un salto a través del boquete en la pared, gritaba:

—¡No pasaréis, hijos de puta! —y lanzaba granadas de mano contra los alemanes, que ponían pies en polvorosa.

Otras veces parecía que su fuerza consistía en las relaciones amistosas que mantenía con los otros integrantes de la casa.

Su vida, antes de la guerra, no era nada del otro mundo: había sido capataz de mina, después se convirtió en técnico de construcción, luego en capataz de infantería de una unidad militar acantonada en los alrededores de Minsk; daba clases en el cuartel y en el campo de maniobras; seguía cursos de reciclaje en Minsk; por la noche leía, bebía vodka, iba al cine, jugaba a las cartas con los amigos, discutía con su mujer que con sobrada razón estaba celosa de infinidad de damas y señoritas de la región. Todo esto lo había contado él mismo. Y de pronto, en la imaginación de Seriozha, y no sólo de Seriozha, se había forjado la imagen de un héroe épico, de un defensor de la justicia.

Nuevas personas habían entrado en la vida de Seriozha, que habían suplantado en su corazón el lugar que antes ocupaban los suyos.

El artillero Koloméitsev era de oficio marinero y había navegado en buques de guerra; tres veces se había ido a pique en el mar Báltico.

A Seriozha le gustaba de Koloméitsev que a menudo hablaba con desprecio de la gente de la que no se solía hablar mal y que manifestara un insólito respeto hacia los científicos y los escritores. Todos los superiores, fuera cual fuese la dignidad o el rango que ostentaran, a su parecer no eran nada en comparación con el calvo Lobachevski o el viejo Romain Rolland.

De vez en cuando Koloméitsev hablaba de literatura. Sus palabras no se parecían en nada a los discursos de Chentsov sobre literatura edificante o patriótica. Le gustaba en especial un escritor inglés o americano. Aunque Seriozha nunca había leído a ese autor, y el propio Koloméitsev había olvidado su apellido, Seriozha estaba convencido de que escribía bien, tal era el placer, la alegría y las palabras obscenas con que lo elogiaba Koloméitsev.

—Lo que me gusta de él —decía— es que no me alecciona. Un hombre se abalanza sobre una mujer, punto y aparte; un soldado se emborracha, punto y aparte; a un viejecito se le muere su viejita, punto y aparte: es pura descripción. Es excitante, ríes, lloras, pero sigues sin saber por qué la gente vive.

Vasia Klímov, el explorador, había trabado amistad con Koloméitsev.

Un día Klímov y Sháposhnikov se infiltraron en las posiciones enemigas franqueando el terraplén de la vía férrea. Se arrastraron hasta el cráter que había producido una bomba alemana y que daba cobijo a una escuadra de ametralladores y a un oficial de artillería enemigos. Arrimados al borde del cráter, observaron la vida de campaña de los alemanes. Un joven ametrallador con la chaqueta desabotonada se había puesto un pañuelo rojo a cuadros por debajo del cuello de la camisa y se estaba afeitando. Seriozha oía cómo la barba dura y polvorienta crujía bajo la navaja. Otro alemán estaba comiendo algo de una pequeña lata de conservas; por un instante, Seriozha miró la expresión de intenso placer en su cara ancha. El oficial estaba dando cuerda a su reloj de pulsera, y Seriozha sintió el impulso de preguntarle en un susurro, para no asustarle: «Perdone, ¿qué hora es?».

Klímov arrancó la anilla de una granada y la lanzó al interior del cráter. Aún no se había asentado el polvo cuando Klímov lanzó una segunda granada para poco después saltar dentro del cráter. Los alemanes yacían muertos; parecía mentira que unos segundos antes estuvieran llenos de vida. Klímov, entre estornudos provocados por el gas de la explosión y el polvo, cogió todo aquello que pudiera servirle: el obturador de una ametralladora pesada, un binóculo, el reloj, que quitó con sumo cuidado de la mano todavía caliente del oficial para no mancharse de sangre; y luego sacó las cartillas militares de los uniformes despedazados de los ametralladores.

De regreso de la misión, Klímov entregó los trofeos requisados y, mientras explicaba lo que había sucedido, pidió a Seriozha que le echara un poco de agua en las manos, se sentó al lado de Koloméitsev y dijo:

—Vamos a fumarnos un cigarrillo.

En ese instante llegó corriendo Perfíliev, que se definía como «un apacible habitante de Riazán amante de la pesca».

—Eh, Klímov, ¿qué haces ahí sentado? —gritó Perfíliev—. El gerente de la casa te busca, debes volver otra vez a las posiciones alemanas.

—Ahora, ahora voy —respondió Klímov en un tono ligeramente culpable, y comenzó a recoger sus bártulos: un subfusil y una bolsa de lona impermeable con granadas.

Tocaba los objetos con delicadeza, como si temiera hacerles daño. A muchos colegas los trataba de usted, nunca soltaba tacos.

—No serás baptista, ¿no? —preguntó un día el viejo Poliakov a Klímov, que había matado a ciento diez personas.

Klímov no era un tipo callado, le gustaba hablar, en particular de su infancia. Su padre era obrero en la fábrica Putílov. Klímov, a su vez, era un tornero cualificado: antes de la guerra daba clases en una escuela de artes y oficios. Seriozha se divertía escuchándole contar la vez en que uno de sus alumnos se había atragantado con un tornillo y tuvo que sacárselo de la garganta con ayuda de unas pinzas antes de que llegara el servicio de emergencias, porque se había puesto todo azul y estaba a punto de ahogarse.

Pero un día Seriozha vio cómo Klímov se emborrachaba con el Schnapps que había cogido como botín de guerra a los alemanes, y daba tanto miedo que incluso Grékov se sintió intimidado.

El más desaliñado de la casa era el teniente Batrakov, que nunca limpiaba sus botas y golpeaba tanto una suela contra el suelo al andar que los otros soldados lo reconocían sin necesidad de levantar la cabeza. En cambio, decenas de veces al día, el teniente limpiaba sus gafas con un trozo de gamuza; las gafas no correspondían a su graduación y a Batrakov le parecía que el polvo y el humo de las explosiones le empañaban los cristales. Klímov le había llevado más de una vez las gafas que sustraía a los alemanes muertos. Pero Batrakov no tenía suerte: las monturas eran buenas, pero los cristales nunca eran los apropiados.

Antes de la guerra Batrakov enseñaba matemáticas en un instituto técnico; se distinguía por la gran seguridad que tenía en sí mismo: hablaba de la mediocridad de los estudiantes en un tono de voz arrogante.

En una ocasión improvisó un examen de matemáticas para Seriozha del que éste salió muy mal parado. Los habitantes de la casa se echaron a reír y amenazaron al joven Sháposhnikov con hacerle repetir curso.

Un día que hubo una incursión aérea alemana, mientras los herreros martilleaban enloquecidos contra las piedras, la tierra, el hierro, Grékov vio que Batrakov estaba sentado en lo que quedaba de la escalera leyendo un libro.

Grékov dijo:

—No tienen nada que hacer. No se saldrán con la suya. ¿Qué queréis que hagan con un cretino semejante?

Toda iniciativa de los alemanes suscitaba en los soldados que defendían la casa, no tanto un sentimiento de miedo como una burla condescendiente: «Vaya, parece que los fritzes se están esforzando hoy…». «Mira, mira lo que se han inventado los granujas…» «Qué idiota, fíjate dónde va a soltar las bombas…»

Batrakov se había hecho amigo del comandante del pelotón de zapadores, Antsíferov, un hombre de unos cuarenta años al que le gustaba mucho hablar de sus enfermedades crónicas. En el frente sucedía algo insólito: bajo el fuego las úlceras y las ciáticas se curaban por sí solas.

Pero Antsíferov continuaba sufriendo en el infierno de Stalingrado la infinidad de enfermedades que anidaban en su voluminoso cuerpo. La medicina alemana no surtía efecto.

Cuando bebía el té con sus soldados reposando plácidamente, iluminado por la reverberación lúgubre de los incendios, aquel hombre de cara llena, con la cabeza redonda calva y los ojos como platos, parecía un ser irreal. A menudo se sentaba descalzo dado que le dolían los callos de los pies, y sin chaqueta porque siempre tenía calor. Y allí se quedaba sentado, bebiendo a sorbos un té caliente de una taza decorada con diminutas flores azules, enjugándose el sudor de la calvicie con un amplio pañuelo; suspiraba, sonreía y de nuevo soplaba sobre la taza, mientras el lúgubre soldado Liájov, con la cabeza enrollada en una venda, le servía a cada momento, de una enorme tetera humeante, un chorro hirviente. A veces Antsíferov, sin calzarse las botas, se subía a un montón de ladrillos gruñendo descontento y mirando qué sucedía fuera. Estaba de pie, descalzo, sin chaqueta ni gorro, como un campesino que se asoma al umbral de su isba en medio de una violenta tempestad para controlar su huerto.

Antes de la guerra trabajaba como jefe de obra. Su experiencia en la construcción ahora demostraba ser útil para otros propósitos. Su cabeza no paraba de elucubrar sistemas para destruir paredes, sótanos, casas enteras.

La mayor parte de las conversaciones entre Batrakov y Antsíferov giraban en torno a cuestiones filosóficas. Antsíferov, que había pasado de la edificación a la destrucción, sentía la necesidad imperiosa de comprender aquella insólita transición.

A veces, sin embargo, abandonaban las alturas de la filosofía —¿cuál es el fin de la vida? ¿Existe el poder soviético en otras galaxias? ¿En qué radica la superioridad de la estructura mental de los hombres respecto a la mujer?— para tocar otros temas más mundanos.

Entre las ruinas de Stalingrado todo asumía un significado diferente y la sabiduría de la que sentían necesidad los hombres a menudo estaba del lado de aquel pelmazo de Batrakov.

—Créeme, Vania —decía Antsíferov a Batrakov—, sólo gracias a ti he comenzado a entender algo. Antes pensaba que entendía la mecánica de la vida: a quién era necesario obsequiar con una botella de vodka, a quién procurarle neumáticos nuevos, a quién simplemente untarle la mano con cien rublos.

Batrakov estaba seriamente convencido de que habían sido sus nebulosos razonamientos y no Stalingrado los que habían cambiado la actitud de Antsíferov respecto a las personas, y le decía con indulgencia:

—Sí, amigo mío. Es una pena que no nos hayamos conocido antes de la guerra.

En el sótano se alojaba la infantería; aquellos que repelían los ataques enemigos eran los mismos que iban al contraataque arengados por la voz estridente de Grékov.

Al frente de la infantería estaba el teniente Zúbarev, que antes de la guerra había estudiado canto en el conservatorio. A veces, por la noche, se acercaba con sigilo hasta las líneas alemanas y entonaba «Oh, efluvios de la primavera, no me despertéis» o el aria de Lenski de Eugenio Oneguin.

Cuando le preguntaban qué le empujaba a subirse a un montón de cascotes para cantar, aun a riesgo de poner en peligro su propia vida, Zúbarev eludía dar una respuesta. Quizás allí, donde el hedor de los cadáveres flotaba en el aire día y noche, quería demostrar, no sólo a sí mismo y a sus camaradas sino también a los enemigos, que las fuerzas destructoras, por poderosas que fueran, nunca podrían borrar la belleza de la vida.

¿De veras había sido posible vivir sin conocer a Grékov, Koloméitsev, Poliakov, Klímov, Batrakov, el barbudo Zúbarev?

Seriozha, que había crecido en un ambiente de intelectuales, ahora había comprobado que su abuela llevaba razón cuando afirmaba repetidamente que los trabajadores sencillos eran gente estupenda.

Pero Seriozha, que también era un chico inteligente, se había dado cuenta del error de la abuela: ella siempre había pensado que la gente sencilla era simple.

En la casa 6/1 los hombres no eran tan simples. Una aseveración de Grékov había impresionado particularmente a Seriozha:

—No se puede guiar a los hombres como a un rebaño de ovejas, y esto Lenin, a pesar de ser una persona inteligente, no lo comprendió. El objetivo de la revolución es liberar a los hombres. Pero Lenin decía: «Antes os dirigían de modo estúpido, yo lo haré de modo inteligente».

Seriozha nunca había oído unas condenas tan audaces contra los jefes del NKVD que en 1937 habían aniquilado a decenas de miles de inocentes. No había oído hablar antes con un dolor tan auténtico sobre las desgracias y sufrimientos que el campesinado había padecido durante la colectivización. El orador más ducho en esos ternas era el mismo Grékov, pero a menudo también Koloméitsev y Batrakov tocaban esos temas.

Ahora que Sháposhnikov se encontraba en el búnker del Estado Mayor; cada minuto que pasaba fuera de la casa 6/1 le parecía una eternidad. Le resultaba increíble que se pudiera hablar tanto sobre las horas de guardia y sobre quién había sido llamado para ver a qué comandante.

Intentaba imaginar qué estarían haciendo ahora Poliakov, Koloméitsev, Grékov.

Era una hora avanzada, todo se habría calmado y debían de estar hablando de la radiotelegrafista.

Cuando Grékov se proponía algo, nada ni nadie podía detenerle, ni siquiera Chuikov o Buda en persona.

Aquella casa alojaba a un puñado de hombres extraordinarios, fuertes, temerarios. Probablemente Zúbarev también esa noche entonaría sus arias… Y ella estaría sentada allí, indefensa, aguardando su destino.

—Los mataré —pensó Seriozha sin saber a qué se refería exactamente.

¿Qué esperanzas podía albergar? No había besado nunca a una chica y en cambio aquellos diablos eran hombres experimentados; sabrían cómo engatusarla, hacerle perder la cabeza.

Había oído un sinfín de historias sobre enfermeras, telefonistas, telemetristas, chicas acabadas de salir de la escuela que se convertían de mala gana en amantes de los comandantes de regimiento o de división. Unas historias que a él le traían sin cuidado.

Miró la puerta. ¿Cómo no se le había pasado antes por la cabeza que sencillamente podía levantarse e irse, sin pedir permiso a nadie?

Se levantó, abrió la puerta y se fue.

En ese preciso instante el oficial de servicio del Estado Mayor fue avisado por teléfono de que el jefe de la sección política Vasíliev había ordenado que le enviaran de inmediato al soldado de la casa cercada.

La historia de Datnis y Cloe continúa conmoviendo los corazones de los hombres, pero no porque su amor naciera entre viñas bajo el cielo azul.

La historia de Dafnis y Cloe se repite siempre y por doquier, ya sea en un sótano sofocante impregnado de olor a bacalao frito, en el búnker de un campo de concentración, entre los chasquidos de los ábacos en una oficina de contabilidad o en el almacén polvoriento de una hilandería.

Y esta historia había brotado por enésima vez entre ruinas, bajo el aullido de los bombarderos alemanes, en un lugar donde los hombres no alimentan sus cuerpos cubiertos de mugre y sudor con miel, sino con patatas podridas y agua de una vieja caldera, allí donde no existe aquella paz que te permite reflexionar, sólo piedras rotas, estruendo y pestilencia.

62

Pável Andréyevich Andréyev, un hombre viejo que trabajaba como vigilante en la central eléctrica de Stalingrado, recibió una nota de su nuera desde Leninsk donde le comunicaba que su mujer, Várvara Aleksándrovna, había fallecido a causa de una pulmonía.

Tras la noticia de la muerte de su mujer, Andréyev se volvió más taciturno; raramente iba a casa de los Spiridónov, por las tardes se sentaba en la entrada de la residencia para obreros y miraba los fogonazos de la artillería y los haces de luces de los proyectores en el cielo encapotado. En la residencia, a veces, intentaban entablar conversación con él, pero Andréyev se quedaba callado. Entonces, acaso creyendo que el viejo oía mal, su interlocutor subía el tono de voz para repetirle la pregunta. A lo que Andréyev contestaba con aire sombrío:

—Le oigo, le oigo, no estoy sordo. —Y de nuevo se encerraba en su mutismo.

La muerte de su mujer le había trastornado. Su vida entera se había reflejado en la de ella; todo lo bueno o lo malo que le había pasado, sus sentimientos de felicidad o tristeza existían en la medida que se reflejaban en el alma de Várvara Aleksándrovna.

Durante un bombardeo demoledor, entre las explosiones de bombas de varias toneladas, Pável Andréyevich miraba las columnas de tierra y humo que se levantaban entre los talleres de la central y pensaba: «Si mi viejita pudiera ver esto… Ay, Várvara, qué desgracia…».

Pero ella, en ese momento, ya no estaba entre los vivos.

Era como si las ruinas de los edificios destruidos por las bombas y los obuses, aquel patio arado por la guerra, los montículos de tierra, los hierros retorcidos, el humo acre y húmedo, la llama amarilla, reptil, trepadora de los aisladores de aceite ardiendo representaran su vida, y lo que ésta de ahora en adelante le reservaba.

¿De veras era el mismo hombre que tiempo atrás se sentaba en una habitación iluminada y tomaba el desayuno antes del trabajo junto a su mujer que le miraba, atenta, dispuesta a servirle una porción más?

Sí, sólo le quedaba morir solo.

Y de repente la recordó de joven, con los ojos vivarachos y los brazos bronceados.

Bueno, pronto llegaría la hora, no tardaría demasiado…

Una tarde bajó lentamente, haciendo crujir los peldaños, al refugio de los Spiridónov. Stepán Fiódorovich miró la cara del viejo y dijo:

—¿Se encuentra mal, Pável Andréyevich?

—Usted es joven todavía, Stepán Fiódorovich —respondió—, pero no es tan fuerte como yo. Puede encontrar un modo de consolarse. Yo, en cambio, soy fuerte: llegaré solo hasta el final.

Vera, que fregaba los platos, se volvió para mirarlo sin comprender enseguida el significado de sus palabras.

Andréyev, que no necesitaba la compasión ajena, cambió de conversación:

—Es hora de que se vaya, Vera. Aquí no hay hospitales, sólo tanques y aviones.

Ella rió y se encogió de hombros.

Stepán profirió, con visible enojo:

—Hasta los desconocidos que se la cruzan por la calle le dicen que ya es hora de que se traslade a la orilla izquierda. Ayer vino un miembro del Consejo Militar, nos hizo una visita aquí, en el refugio; miró a Vera sin decir nada, pero cuando se subió a su coche me puso como un trapo: «¿En qué está pensando? ¿Es usted padre, sí o no? Si quiere la pasaremos a la otra orilla en lancha blindada». ¿Qué puedo hacer yo? Ella no quiere, y punto.

Stepán Fiódorovich hablaba con la fluidez de alguien que se pasa día y noche discutiendo la misma cuestión. Andréyev no decía nada; miraba un zurcido familiar en la manga de su chaqueta ahora descosido.

—Pero ¿qué carta va a recibir aquí de Víktorov? —prosiguió Stepán Fiódorovich—. Si no hay servicio de correo. ¿Cuánto tiempo llevamos aquí? Y ni una sola noticia de la abuela, ni de Yevguenia, ni de Liudmila… No tenemos la menor idea de lo que ha pasado con Tolia y Seriozha.

Vera intervino:

—Pável Andréyevich sí que ha recibido una carta.

—Sí, una notificación de fallecimiento. —Stepán Fiódorovich se asustó de sus propias palabras y se puso a hablar irritado, señalando con la mano las paredes estrechas del refugio, la cortina que separaba la cama de Vera—: ¡Cómo puede vivir aquí una chica, una mujer! Todo el tiempo es un ir y venir de hombres, día y noche, obreros, guardias que se agolpan ahí, gritando, fumando.

—Tened piedad del bebé al menos —dijo Andréyev—, aquí morirá enseguida.

—¿Qué pasará si irrumpen los alemanes? ¿Entonces, qué? —dijo Stepán Fiódorovich.

Vera no respondía. Estaba convencida de que un día Víktorov entraría por el pórtico en ruinas de la central. Le vería a lo lejos, en su mono de piloto, con sus botas de piel, el portaplanos en bandolera.

A veces salía a la calle para ver si había llegado. Los soldados que pasaban le gritaban desde los camiones:

—Eh, preciosa, ¿a quién esperas? ¡Ven con nosotros!

Por un momento se alegraba y respondía:

—Vuestro camión no puede llevarme a donde yo voy.

Cuando los aviones soviéticos reconocían la zona, observaba las formaciones de los cazas que sobrevolaban bajo, por encima de la central, sintiendo que de un momento a otro reconocería a Víktorov.

Una vez el piloto de un caza hizo batir sus alas a modo de saludo. Vera lanzó un grito como un pajarillo desesperado; corrió, tropezó y cayó. Después, tuvo dolor de espalda durante varios días.

A finales de octubre vio un combate aéreo sobre la central eléctrica. No fue más que una refriega: los aviones soviéticos desaparecieron en una nube y los alemanes dieron media vuelta hacia el oeste. Pero Vera, inmóvil, miraba fijamente el cielo vacío. Sus ojos estaban llenos de una tensión tan desbordante que un mecánico que pasaba por el patio dijo:

—¿Qué le pasa, camarada Spiridónova? ¿No estará herida?

Estaba convencida de que se encontraría con Víktorov justamente allí, en la central, pero el encuentro estaba condicionado por una especie de superstición: no podía decir nada a su padre, de lo contrario el destino se le volvería en contra. A veces la convicción de que en cualquier momento llegaría era tan absoluta que se ponía a cocinar pastelillos de patata y centeno, barría el suelo, cambiaba los muebles de sitio, sacaba brillo a los zapatos… A veces, sentada a la mesa con su padre, aguzaba el oído y exclamaba:

—Espera, vuelvo enseguida…

Y, echándose el abrigo sobre los hombros, salía a mirar a la calle, no fuera a ser que hubiera un piloto en el patio preguntando dónde vivía la familia Spiridónov.

Nunca, ni siquiera un instante, se le había pasado por la cabeza que él hubiera podido olvidarla. Estaba segura de que Víktorov pensaba en ella noche y día con la misma intensidad y perseverancia.

La central era atacada por la artillería alemana casi a diario. Los alemanes le habían tomado la medida y no erraban el blanco: los obuses caían sobre los talleres, el estruendo de las explosiones hacía temblar el suelo a cada momento. A menudo bombarderos solitarios sobrevolaban la central y lanzaban bombas. Los Messerschmitts volaban casi a ras de suelo y cuando estaban encima de la central disparaban ráfagas de ametralladora. A veces, a lo lejos, se perfilaban sobre las colinas tanques alemanes, se oía claramente el rápido traqueteo de sus armas.

Stepán Fiódorovich se había acostumbrado a los disparos y a las bombas, igual que el resto de los trabajadores de la central, pero todos lo vivían con sus últimas reservas de fuerza. A veces Spiridónov sentía que le vencía el agotamiento, sólo deseaba acostarse, enrollarse la cabeza con el abrigo y permanecer así, inmóvil, con los ojos cerrados. A veces se emborrachaba. A veces tenía ganas de correr hasta la orilla del Volga, ir a Tumak y adentrarse en la estepa de la orilla izquierda, sin volverse ni una vez a mirar la central, dispuesto a aceptar la deshonra de la deserción con tal de no oír el terrorífico aullido de los bombarderos alemanes. Cuando Stepán Fiódorovich telefoneaba a Moscú, a través del Estado Mayor destacado muy cerca del 64.° Ejército, el responsable militar y adjunto del comisario del pueblo le decía: «Camarada Spiridónov, transmita nuestros saludos al heroico colectivo que está bajo su mando». Y Stepán Fiódorovich se sentía avergonzado: ¿dónde estaba aquel heroísmo? Además corría la voz de que los alemanes se disponían a efectuar un ataque aéreo en masa contra la central, que tenían el propósito de arrasar con bombas gigantescas y monstruosas. Estos rumores les helaban la sangre. Durante el día no dejaban de mirar de reojo el cielo gris, al acecho de las eventuales patrullas enemigas. Por la noche se sobresaltaba, le parecía oír constantemente aproximarse el sordo zumbido de las hordas aéreas. Del miedo, la espalda y el pecho se le empapaban de sudor.

Evidentemente no era el único que tenía los nervios de punta. Kamishov, el ingeniero jefe, una vez le había confesado a Spiridónov: «Siento que me fallan las fuerzas, me parece ver el infierno, miro la carretera y pienso: ¡ojalá pudiera largarme!».

El secretario de organización del Comité Central, Nikoláyev, una tarde que pasó a verle le pidió:

—Sírvame un vasito de vodka, Stepán Fiódorovich. Se me ha acabado el mío y últimamente no puedo dormirme sin ese antídoto contra las bombas.

Mientras le servía el vodka, Stepán Fiódorovich le dijo:

—A la cama no te irás sin saber una cosa más. Debería haber escogido un oficio cuyo material pudiera evacuarse fácilmente; en cambio, como ves, las turbinas no se pueden mover y no tenemos otro remedio que quedarnos con ellas. Los de las otras fábricas ya hace tiempo que se pasean por Sverdlovsk.

Mientras trataba de convencer una vez más a Vera de que partiera, le dijo:

—Francamente, me dejas pasmado. Cada día viene a verme gente pidiéndome que les deje marcharse de aquí con cualquier pretexto; a ti, en cambio, te lo pido encarecidamente, y ni caso. Si yo tuviera elección, no me quedaría ni un minuto más aquí.

—Me quedo aquí por ti —respondió bruscamente Vera—. Sin mí te darías definitivamente a la bebida.

Era obvio que Stepán Fiódorovich no se limitaba únicamente a temblar bajo el fuego enemigo. En la central existía también el coraje, el trabajo constante, la risa y las bromas, la percepción omnipresente de un destino despiadado.

Vera no dejaba de atormentarse por su futuro bebé. Tenía miedo de que naciera enfermo, que fuera nocivo para él que su madre viviera en aquel sótano asfixiante y lleno de humo cuyo suelo temblaba a diario bajo los bombardeos. En los últimos tiempos a menudo sentía náuseas, la cabeza le daba vueltas. Qué triste y asustadizo sería el bebé que daría a luz si los ojos de su madre no hacían más que ver ruinas, fuego y tierra torturada, el cielo gris lleno de aviones con cruces negras. Tal vez el niño incluso oía el rugido de las explosiones; tal vez su cuerpecito acurrucado se quedaba petrificado ante el aullido de las bombas y hundía su pequeña cabeza entre los hombros. Pasaban por su lado hombres con abrigos sucios de grasa, ceñidos a la cintura con cinturones militares de lona impermeabilizada, la saludaban con la mano a su paso, le sonreían y gritaban:

—¿Qué tal, Vera? Vera, ¿piensas en mí?

Sí, podía sentir la ternura con que se dirigían a ella, una futura madre. Quizá su pequeño también sentía aquella ternura, y su corazón sería puro y bueno.

A veces se asomaba por el taller donde reparaban los carros de combate. Allí trabajaba Víktorov antes de la guerra, y Vera trataba de adivinar cuál era su máquina. Se esforzaba por imaginárselo en su mono de trabajo o en su uniforme de aviador; sin embargo se le aparecía obsesivamente la visión de él en bata de hospital.

En el taller no sólo la conocían los trabajadores de la central, sino también los tanquistas de la base. Prácticamente era imposible distinguirlos: los trabajadores civiles de la fábrica y los militares se parecían mucho con sus chaquetas acolchadas grasientas, sus gorros arrugados y sus manos negras.

Vera se hallaba absorta en sus pensamientos sobre Víktorov y el hijo de ambos, que sentía vivir en su interior día y noche; la zozobra por su abuela, la tía Zhenia, Seriozha y Tolia había abandonado su corazón, sólo experimentaba pena cuando pensaba en ellos.

Por la noche echaba de menos a su madre, la llamaba, se lamentaba, le pedía ayuda, murmuraba: «Querida mamá, ayúdame».

En esos momentos se sentía débil, impotente, nada que ver con aquella que decía tranquilamente a su padre:

—No insistas, de aquí no me voy.

63

Durante el desayuno Nadia dijo pensativa:

—A Tolia le gustaban más las patatas cocidas que fritas.

Liudmila Nikoláyevna señaló:

—Mañana habría cumplido exactamente diecinueve años y siete meses.

Por la noche dijo:

—Cómo habría sufrido Marusia al enterarse de las atrocidades cometidas por los fascistas en Yásnaia Poliana.

Poco después Aleksandra Vladímirovna llegó de una reunión en la fábrica y dijo a Shtrum, que la estaba ayudando a quitarse el abrigo:

—Hace un tiempo excelente, Vitia, el aire es seco y frío. Tu madre decía: «Como el vino».

Shtrum le respondió:

—Y cuando comía un buen chucrut lo llamaba «uva».

La vida se movía como un iceberg en el mar, la parte inferior, sumergida en las tinieblas gélidas, confería estabilidad a la parte superior, aquella que reflejaba las olas, respiraba, escuchaba el rumor y el chapoteo del agua…

Cuando los hijos de cualquier familia de amigos ingresaban en los cursos de doctorado, defendían una tesis, se enamoraban o se casaban, en las conversaciones familiares se mezclaba, junto a las felicitaciones, la tristeza.

Cuando Shtrum se enteraba de que algún conocido había muerto en el frente era como si alguna partícula de vida muriera dentro de él, como si algún color palideciera. Pero la voz del muerto seguía sonando en el ruido de la vida.

La época a la que estaban ligados el pensamiento y el alma de Shtrum era terrible, una época que se había levantado contra las mujeres y los niños. Sólo en su familia habían sido asesinados un chico, casi un niño, y dos mujeres.

A menudo le venían a la mente los versos de Mandelshtam que en una ocasión había oído citar a un pariente de Sokolov, el historiador Madiárov:

Me salta a las espaldas el siglo perro-lobo

pero yo no tengo sangre de lobo…

Pero aquella época era la suya, vivía con ella, y a ella permanecería ligado también después de la muerte.

Shtrum seguía sin progresar en el trabajo. Los experimentos que había comenzado mucho antes de la guerra no daban los resultados previstos en la teoría. Había algo absurdo y descorazonador en el caos de datos experimentales y la terca obstinación con que contradecían la teoría.

En un primer momento Shtrum estaba convencido de que la causa de su fracaso se debía a sus condiciones de trabajo insatisfactorias y a la falta de nuevos aparatos. Después se había enfadado con los colegas del laboratorio porque tenía la sensación de que no se aplicaban lo suficiente en el trabajo y se distraían con trivialidades.

No obstante, sus problemas no consistían en el hecho de que el alegre y encantador Savostiánov, lleno de talento, no cejara de hacer gestiones para conseguir cupones de vodka y que el sabelotodo de Márkov impartiera conferencias en horas de trabajo o que explicara a los colaboradores qué raciones alimenticias recibía uno u otro científico, y que tal científico dividía su ración entre sus dos ex mujeres y la actual. Anna Naumovna explicaba con una cantidad de detalles insoportable su relación con la casera.

El pensamiento de Savostiánov era vivo, claro. Márkov, como de costumbre, dejaba maravillado a Shtrum por la amplitud de sus conocimientos, por su capacidad artística para realizar los experimentos más sofisticados, por su lógica serena. Anna Naumovna, aunque vivía en una fría y decadente habitación de paso, trabajaba con una tenacidad y una escrupulosidad sobrehumanas. Y, como siempre, Shtrum estaba orgulloso de contar con Sokolov como uno de sus colaboradores.

Ni el rigor en la observancia de las condiciones experimentales, ni la determinación doble, ni las repeticiones de calibración de los instrumentos de medición aportaban claridad a su trabajo. El caos había irrumpido en el estudio de las sales orgánicas de los metales sometidos a una violenta radiación. Alguna vez Shtrum se imaginaba aquella partícula de sal como una especie de enano que hubiera perdido la decencia y la razón, un enano con un gorro cónico de través, de cara roja, que gesticulaba y realizaba movimientos obscenos, un enano que con sus minúsculos miembros hacía un corte de mangas al rostro severo de la teoría.

En la elaboración de la teoría habían participado físicos de fama mundial, los razonamientos matemáticos eran impecables, los datos experimentales acumulados durante décadas en reputados laboratorios alemanes e ingleses se ajustaban perfectamente en su estructura. Poco antes de la guerra se había realizado un experimento en Cambridge que debía confirmar el comportamiento de las partículas en ciertas condiciones. El éxito de dicho experimento había sido el máximo triunfo de la teoría. A Shtrum le había parecido tan poético y noble como el experimento de la relatividad que había confirmado la desviación de la luz procedente de una estrella cuando entraba en el campo gravitacional del Sol, preanunciada ya por la teoría de la relatividad. Atentar contra la teoría parecía impensable, como para un soldado arrancar las charreteras doradas de los hombros de un mariscal.

Entretanto el enano seguía haciendo muecas y obscenidades, y era imposible hacerlo entrar en razón. Poco antes de que Liudmila Nikoláyevna llegara a Sarátov, Shtrum había pensado que era posible ampliar el marco de la teoría, para lo cual había tenido que admitir dos hipótesis arbitrarias y recargar el aparato matemático.

Las nuevas ecuaciones concernían a la rama de las matemáticas en la que Sokolov estaba más fuerte y Shtrum le pidió ayuda aduciendo que en aquel campo no se sentía demasiado seguro. Sokolov, en efecto, logró en poco tiempo deducir nuevas ecuaciones para la teoría ampliada.

El problema parecía resuelto: los datos experimentales no contradecían la teoría. Shtrum estaba contento por el éxito y felicitó a Sokolov. Éste a su vez felicitó a Shtrum, pero la inquietud y la insatisfacción persistían.

Pronto el abatimiento hizo mella en Shtrum, que confió a Sokolov:

—He notado, Piotr Lavréntievich, que el humor se me agria todas las tardes que veo a mi mujer remendar las medias. Me hace pensar en nosotros, que hemos remendado una teoría: un trabajo burdo, con hilos de otros colores, una verdadera chapuza.

Las dudas de Shtrum eran cada vez más acuciantes. Por suerte, no sabía mentirse a sí mismo e instintivamente intuía que el autoconsuelo le conduciría a la derrota.

En aquella ampliación de la teoría no había nada bueno. Una vez remendada había perdido su armonía interna, las hipótesis introducidas le habían restado fuerza y autonomía, y las ecuaciones se habían vuelto demasiado engorrosas para operar con ellas. Tenía algo rígido, anémico, talmúdico. Estaba como privada de una musculatura viva.

Y la nueva serie de experimentos realizados por el brillante Márkov entraban de nuevo en contradicción con las ecuaciones deducidas inicialmente. Para explicar esta nueva contradicción habría sido necesario elaborar una novedosa suposición teórica, también ésta infundada, apuntalar una vez más la teoría con cerillas y astillas de madera.

«Es absurdo», se dijo a sí mismo. Comprendía que había seguido un camino equivocado.

Recibió una carta de los Urales, del ingeniero Krímov, donde éste le notificaba que no tenía más remedio que posponer el trabajo de fundición y torneado de los aparatos que le había encargado, la fábrica estaba saturada de encargos militares; la preparación de los aparatos se retrasaría entre seis u ocho semanas del plazo estipulado.

La carta no entristeció a Shtrum, que no esperaba el nuevo material con la impaciencia de antes y no tenía confianza en que pudiera introducir modificaciones significativas en el resultado de los experimentos. A veces se apoderaba de él la rabia y entonces le entraban ganas de recibir lo antes posible los nuevos aparatos para convencerse de una vez por todas que los abundantes datos experimentales que habían recopilado contradecían de manera irrevocable y sin esperanza la teoría.

El fracaso en el trabajo se unía, en su mente, con sus desgracias personales y todo acababa por fundirse en una oscuridad grisácea.

Esta depresión se prolongó durante semanas. Víktor Pávlovich se había vuelto irascible, manifestaba un interés repentino por la rutina doméstica, se inmiscuía en las tareas de la cocina y no dejaba de sorprenderse de que Liudmila despilfarrara tanto dinero.

Incluso comenzó a interesarse por las discusiones entre Liudmila y los propietarios de la casa, que le exigían el pago de un suplemento en el alquiler por utilizar la leñera.

—Bueno, ¿cómo van las negociaciones con Nina Matvéyevna? —le preguntaba y, después de escuchar el relato de Liudmila, exclamaba—: Ay, demonios, qué maldita bruja…

Ahora ya no reflexionaba sobre los vínculos existentes entre la ciencia y la vida de los hombres, si ésta constituía un motivo de felicidad o de sufrimiento. Para ese tipo de pensamientos tendría que haberse sentido dueño, triunfador. Pero esos días se consideraba un aprendiz desafortunado, tenía la impresión de que nunca más podría trabajar como en el pasado, que la amargura sufrida lo había privado de su estímulo de investigador.

Repasaba en la memoria los nombres de físicos, matemáticos, escritores cuyas obras más importantes habían sido llevadas a cabo en los años de juventud; después de los treinta y cinco o cuarenta años ya no habían producido nada significativo. Ellos tenían de qué sentirse orgullosos, mientras que él debería pasar el resto de su vida sin haber hecho nada en su juventud de lo que pudiera sentirse satisfecho. Galois, cien años antes, había abierto muchas vías para el desarrollo de las matemáticas, y había muerto a los veintiún años; Einstein, con veintiséis años, publicó su obra Sobre la electrodinámica de los cuerpos en movimiento; Herz había muerto antes de cumplir los cuarenta. ¡Qué abismo se abría entre aquellos hombres y Shtrum!

Shtrum anunció a Sokolov su intención de interrumpir temporalmente el trabajo de laboratorio. Pero Piotr Lavréntievich consideraba que había que seguir la investigación, esperaba mucho de los nuevos aparatos. Sin embargo, Shtrum se había olvidado de hablarle de la carta que había recibido de la fábrica.

Víktor Pávlovich se daba cuenta de que su mujer estaba al corriente de sus fracasos, pero ella evitaba hacerle preguntas sobre el trabajo. Era evidente que no se interesaba por aquello que era lo más importante de su vida; en cambio encontraba tiempo para los quehaceres domésticos, para conversar con Maria Ivánovna, para discutir con los propietarios de la casa, para coser los vestidos de Nadia, para encontrarse con la mujer de Postóyev. Víktor se enfurecía con Liudmila, sin entender cuál era su verdadero estado de ánimo.

Víktor pensaba que su mujer había vuelto a su vida habitual; de hecho ella era capaz de realizar esas tareas precisamente porque eran habituales y no requerían ningún esfuerzo por su parte.

Preparaba sopa de fideos y hablaba de los zapatos de Nadia porque durante años se había ocupado de hacerlo, y ahora repetía de manera mecánica los gestos de siempre. Y él no se daba cuenta de que su mujer, aunque había reanudado su vida anterior, le resultaba del todo extraña. Era como un viandante que, absorto en sus pensamientos, camina por una calle conocida evitando los hoyos, subiendo peldaños, sin darse cuenta siquiera de ellos.

Para hablar con el marido sobre su trabajo habría necesitado una fuerza nueva, un estímulo espiritual nuevo. Fuerza de la que Liudmila no disponía. En cambio Shtrum tenía la impresión de que su mujer continuaba interesándose por todo menos por su trabajo.

Estaba resentido porque Liudmila recordaba a menudo las ocasiones en que él no había sido demasiado amable con Tolia. Era como si hiciera el balance de las relaciones de Tolia con el padrastro y el resultado no fuera para él en absoluto favorable.

Liudmila decía a su madre:

—¡Pobre, cómo le atormentaba tener la cara llena de granos! Había llegado a pedirme que le comprara una crema en una tienda de cosmética. Y Víktor todo el rato tomándole el pelo.

Y así era.

A Shtrum le gustaba meterse con Tolia, y cuando al llegar a casa el chico saludaba al padrastro, Víktor Pávlovich se lo quedaba mirando fijamente y sacudiendo la cabeza decía pensativo:

—Vaya, hermano, ¡tu cara parece un firmamento!

En los últimos tiempos Shtrum prefería no pasar las tardes en casa. Solía ir a casa de Postóyev a jugar una partida de ajedrez o a escuchar música, dado que la mujer de su anfitrión no era mala pianista. Otras, iba a ver a un nuevo conocido de Kazán, Karímov. Pero casi siempre terminaba en casa de los Sokolov.

Le gustaba la pequeña salita de la pareja, la dulce sonrisa de la hospitalaria Maria Ivánovna, y, por encima de todo, las conversaciones que tenían lugar en la mesa.

Cuando, después de la visita, avanzada la noche, caminaba de regreso a casa, la angustia, que por un momento se había apaciguado, volvía a apoderarse de él.

64

En lugar de ir a casa después del instituto, Shtrum se dirigió a buscar a su nuevo amigo, Karímov, para ir a ver juntos a los Sokolov.

Karímov era un hombre feo, con la cara picada de viruelas. Su tez morena le resaltaba los cabellos canos, y los cabellos canos hacían que su piel pareciera aún más oscura.

Karímov hablaba un ruso correcto, y sólo si se le escuchaba atentamente se notaba un leve acento en su pronunciación y matices diversos en la construcción de las frases.

Shtrum no había oído antes su apellido, pero luego supo que era conocido incluso fuera de Kazán. Karímov había traducido al tártaro la Divina Comedia y Los viajes de Gulliver, y ahora estaba traduciendo la Ilíada.

Cuando todavía no se conocían, a menudo se encontraban, al salir de la sala de lectura de la universidad, en la habitación reservada a los fumadores. La bibliotecaria, una vieja charlatana con los labios pintados vestida con negligencia, reveló a Shtrum muchos detalles sobre Karímov: había estudiado en la Sorbona, poseía una dacha en Crimea y antes de la guerra pasaba la mayor parte del año a orillas del mar. En Crimea habían quedado bloqueadas por la guerra su mujer y su hija, de las que no había vuelto a tener noticias. La vieja insinuó a Shtrum que la vida de aquel hombre había estado cuajada de penosos sufrimientos durante ocho años, pero Shtrum acogió la noticia con la mirada perpleja. Estaba claro que aquella vieja mujer también le había hablado a Karímov de él. Teniendo conocimiento el uno del otro se sentían incómodos por no haberse conocido personalmente, y cuando se encontraban, en lugar de sonreír fruncían el ceño. Finalmente un día tropezaron en el vestíbulo de la biblioteca, los dos rieron y se pusieron a hablar.

Shtrum no sabía si lo que decía suscitaba el interés de Karímov, pero a Shtrum le gustaba hablar cuando Karímov le escuchaba. Tenía presente, por triste experiencia personal, que muy a menudo se encontraban interlocutores inteligentes e ingeniosos, pero que al mismo tiempo eran insoportablemente aburridos.

Había personas en cuya presencia a Shtrum le resultaba incluso difícil pronunciar alguna palabra, la lengua se le volvía de madera, el diálogo adquiría tintes absurdos e incoloros, como entre sordomudos.

Había otras personas en cuya presencia cualquier palabra sincera sonaba falsa.

Y había personas, viejos conocidos, en cuya presencia Shtrum percibía su soledad de particular modo.

¿Cuál era el motivo? Quizás el mismo por el cual, a veces, se encuentra casualmente a alguien —el compañero de un breve viaje, el vecino de camastro, un interlocutor fortuito— en cuya presencia el mundo interior rompe su silencio y soledad.

Caminaban el uno al lado del otro, charlaban, y Shtrum se dio cuenta de que había momentos ahora en que, durante horas, no pensaba en su trabajo, especialmente durante las conversaciones vespertinas en casa de los Sokolov. Nunca antes le había pasado una cosa parecida, él siempre pensaba en su trabajo: en el tranvía, durante la comida, escuchando música, secándose la cara tras el aseo matutino.

Debía de ser que el callejón sin salida al que había desembocado era tan opresivo que inconscientemente alejaba cualquier pensamiento referente al trabajo.

—¿Cómo le ha ido hoy el trabajo, Ajmet Usmánovich? —preguntó.

—Tengo la cabeza vacía, no consigo concentrarme —respondió Karímov—. No hago otra cosa que pensar en mi mujer y mi hija, y a veces me digo que todo acabará bien, que las volveré a ver. Hay momentos, en cambio, en que tengo el presentimiento de que están muertas.

—Le entiendo —dijo Shtrum.

—Lo sé —respondió Karímov.

Shtrum pensó que era extraño que se sintiera dispuesto a hablar de lo que ni siquiera hablaba con su mujer e hija con una persona a la que conocía desde hacía pocas semanas.

65

En la pequeña sala de los Sokolov se congregaban casi cada noche alrededor de la mesa personas que, de estar en Moscú, es poco probable que se hubieran encontrado.

Sokolov, un hombre de un talento extraordinario, expresaba sus ideas con verbo grácil. Por los cultismos y la corrección de su discurso costaba creer que su padre fuera un marinero del Volga. Era un hombre bueno y noble, pero la expresión de su cara era astuta y cruel.

Piotr Lavréntievich tampoco parecía un marinero del Volga: no probaba una gota de alcohol, temía las corrientes de aire y las enfermedades infecciosas, tenía la manía de lavarse las manos constantemente y cortaba la corteza del pan por la parte donde la había tocado con los dedos.

Shtrum, cuando leía sus trabajos, no dejaba de sorprenderse: ¿cómo era posible que un hombre que sabía pensar de un modo tan refinado y audaz y que exponía y demostraba sucintamente las ideas más complejas y sutiles se convirtiera en un absoluto pelmazo durante sus conversaciones nocturnas?

A Shtrum, como a muchas otras personas educadas en un círculo intelectual y literario, le gustaba introducir en su discurso palabras como «chorradas», «bulla», y a veces, en presencia de un venerable académico, tildar a una científica docta y huraña de «infame» y «pelandusca».

Antes de la guerra Sokolov no soportaba las conversaciones sobre política. En cuanto Shtrum sacaba a colación el argumento, Sokolov se callaba, se encerraba en sí mismo o bien cambiaba deliberadamente de terna.

En él se había revelado una extraña sumisión, una mansedumbre ante los crueles acontecimientos de la época de la colectivización y del año 1937. Parecía aceptar la ira del Estado como se acepta la ira de la naturaleza o de Dios. Shtrum tenía la impresión de que Sokolov creía en Dios y de que esa fe se manifestaba en su trabajo, en su obediencia humilde ante los poderosos de este mundo y en sus relaciones personales.

Un día Shtrum le preguntó directamente:

—¿Cree en Dios, Piotr Lavréntievich?

Pero Sokolov se limitó a fruncir el ceño, sin responder nada.

Era sorprendente que ahora en casa de Sokolov se reuniera gente por las tardes y se mantuvieran conversaciones sobre política; Sokolov no sólo las soportaba sino que a veces también participaba.

Maria Ivánovna, pequeña, menuda, con gestos torpes de adolescente, escuchaba a su marido con una particular atención: una mezcla del tímido respeto de una estudiante, la admiración de una mujer enamorada y el cuidado condescendiente de una madre.

Por supuesto, las conversaciones comenzaban con los boletines militares, pero enseguida se alejaban de la guerra. No obstante, fuera cual fuese el tema de la conversación, todo estaba ligado al hecho de que los alemanes habían llegado hasta el Cáucaso y la cuenca baja del río Volga.

Paralelamente a los pensamientos tristes engendrados por los reveses militares, era palpable un sentimiento de desesperación, de temeridad: ¡lo que tenga que ser será…!

Por las noches, en aquella pequeña sala, abordaban una infinidad de temas; parecía que los muros cayeran en aquel espacio confinado y reducido, y que la gente dejara de hablar como de costumbre.

El marido de la difunta hermana de Sokolov, el historiador Madiárov, de cabeza grande y labios gruesos, con una piel morena ligeramente azulada, evocaba a veces episodios de la guerra civil que no recogían las páginas de la historia: el húngaro Gavro, comandante del regimiento internacional, el comandante del cuerpo de ejército Krivoruchko, Bozhenko, el joven oficial Schors, que había dado la orden de azotar, en su vagón, a los miembros de una comisión enviada por el Consejo Revolucionario de Guerra para controlar su Estado Mayor. Narraba el extraño y terrible destino de la madre de Gavro, una vieja campesina húngara que no sabía ni una sola palabra de ruso. Había llegado a la Unión Soviética junto con su hijo y, una vez que éste fue arrestado, todos la marginaron, la temían y ella, como una loca, vagaba por Moscú sin conocer el idioma.

Madiárov hablaba de los sargentos de caballería y los oficiales, enfundados en pantalones de montar bermejos con retazos de piel y las cabezas afeitadas azuladas, que se convertían en comandantes de división y de cuerpos del ejército. Contaba cómo esos hombres castigaban o perdonaban, y, bajándose de sus caballerías, se lanzaban sobre una mujer de la que se habían encariñado… Recordaba a los comisarios de los regimientos y las divisiones, tocados con sus budiónovki[64] que leían Así habló Zaratustra y ponían en guardia a los combatientes contra la herejía bakuniana… Hablaba de los oficiales del ejército zarista convertidos en mariscales y comandantes del ejército de primera clase.

Una vez, bajando la voz, dijo:

—Fue en la época en que Trotski todavía era Ley Davídovich…

Y en sus tristes ojos, en esos ojos que suelen tener los hombres corpulentos, inteligentes y enfermos, apareció una expresión particular.

Después sonrió y dijo:

—Montamos una orquesta en nuestro regimiento. Siempre tocaba el mismo tema: «Por la calle se paseaba un gran cocodrilo, un gran cocodrilo verde…». En todos los casos, ya fuera yendo al ataque o enterrando a los héroes, se tocaba la canción del cocodrilo verde. En un momento de siniestro repliegue Trotski vino a levantar el ánimo a las tropas. Movilizó a todo el regimiento. Estábamos en un villorrio polvoriento, triste, con perros vagabundos. Se montó una tribuna en medio de la plaza. Veo ahora mismo la escena: un calor sofocante, hombres adormilados, y ahí estaba Trotski con un gran lazo rojo, los ojos brillantes, proclamando: «Camaradas soldados del Ejército Rojo», con una voz tan atronadora que parecía que nos iba a caer una tormenta encima… Luego la orquesta empezó a tocar el Cocodrilo… Era una pieza extraña, pero este Cocodrilo con balalaica es más que una orquesta formada por varias bandas tocando la Internacional. Ella me llevará a coger con las manos vacías Varsovia, Berlín…

Madiárov hablaba tranquilo, sin apresurarse, no justificaba a los comandantes del Ejército Rojo que habían sido fusilados como enemigos del pueblo y traidores a la patria, no justificaba a Trotski, pero en su admiración hacia Krivoruchko y Dúbov, en el modo respetuoso y sencillo con el que pronunciaba los nombres de los jefes militares y de los comisarios del ejército fusilados en 1937, era evidente que no creía que los mariscales Tujachevski, Bliújer y Yegórov, que Murálov, responsable del distrito militar de Moscú, Levandovski, Gamárnik, Dibenko y Búbnov, o Unshlijt, o el primer sustituto de Trotski, Slianski, fueran enemigos del pueblo y traidores a la patria.

La tranquilidad en el tono de voz de Madiárov no parecía de este mundo. El poder del Estado había construido un nuevo pasado; hacía intervenir de nuevo a la caballería a su manera, exhumaba nuevos héroes para acontecimientos ya sepultados y destituía a los verdaderos. El Estado tenía poder para recrear lo que una vez había sido, para transformar figuras de granito y bronce, para manipular discursos pronunciados hacía tiempo, para cambiar la disposición de los personajes en una fotografía.

Se forjaba realmente una nueva historia. Incluso los hombres que habían sobrevivido a aquellos tiempos volvían a vivir la existencia pasada, de valientes se transformaban en cobardes, de revolucionarios en agentes extranjeros.

Pero escuchando a Madiárov parecía evidente que todo aquello acabaría dando lugar a una lógica más poderosa: la lógica de la verdad. Nunca se había hablado de estas cosas antes de la guerra.

Una vez Madiárov había dicho:

—Todos esos hombres habrían luchado hoy contra el fascismo. Habrían sacrificado sus propias vidas. Los mataron sin motivo…

El ingeniero químico Vladimir Románovich Artelev, originario de Kazán, era propietario del apartamento que los Sokolov tenían alquilado. La mujer de Artelev volvía del trabajo por la noche. Sus dos hijos estaban en el frente. Artelev era jefe del taller de una fábrica química, iba mal vestido, sin abrigo y gorro de invierno y, para resguardarse del frío, se ponía un chaleco forrado bajo el impermeable. En la cabeza llevaba una gorra mugrienta y arrugada que, cuando iba al trabajo, se calaba hasta las orejas.

Al entrar en casa de los Sokolov, soplándose los dedos rojos y congelados, dirigía tímidas sonrisas a los invitados sentados a la mesa, y Shtrum se sorprendía de que fuera el dueño de la casa, el jefe de un taller importante de una gran fábrica; más bien daba la impresión de ser un vecino pobre que viniera a pedir limosna.

Y también aquella tarde, con las mejillas hundidas e hirsutas, casi temiendo hacer ruido al pisar las tarimas, se quedó de pie al lado de la puerta para escuchar lo que decía Madiárov.

Maria Ivánovna, que se dirigía a la cocina, se le acercó y le susurró algo al oído. Éste sacudió la cabeza con aire asustado: evidentemente declinaba su oferta de tomar un refrigerio.

—Ayer —decía Madiárov— un coronel que está aquí sometiéndose a una cura me contó que debe presentarse ante una comisión de investigación del Partido por haber golpeado a un teniente. Durante la guerra civil no sucedían estas cosas.

—Sin embargo usted mismo contó —objetó Shtrum— que Schors ordenó azotar a los miembros de una comisión enviada por el Consejo Revolucionario de Guerra.

—En aquel caso se trataba de un subordinado que daba latigazos a sus superiores —respondió Madiárov—. Es diferente.

—Lo mismo pasa en la fábrica —intervino Artelev—. Nuestro director tutea a todo el mundo y si le llamas camarada Shuriev se ofende. Hay que llamarle Leonti Kuzmich. Hace unos días, en el taller, se enfadó con un viejo químico. Shuriev gritó a voz en cuello: «Haz lo que yo diga o te daré tal patada en el culo que te sacaré volando de la fábrica», y el viejo va para los setenta y dos años.

—¿El sindicato no interviene? —preguntó Sokolov.

—¿Qué va a hacer el sindicato? —dijo Madiárov—. Su trabajo es exhortarnos a hacer sacrificios: antes de la guerra te preparan para la guerra, durante la guerra «todo es para el frente», y después de la guerra nos incitarán a remediar las consecuencias de la guerra. No tienen tiempo para ocuparse de un viejo.

Maria Ivánovna preguntó a media voz a su marido:

—¿Qué te parece? ¿Es hora de servir el té?

—Sí, claro —respondió Sokolov—. Sírvenos té.

«Qué manera tan extraordinariamente silenciosa de moverse», pensó Shtrum mirando distraídamente la espalda delgada de Maria Ivánovna, que se deslizaba por la puerta entreabierta de la cocina.

—Ah, queridos amigos —exclamó de repente Madiárov—, ¿os imagináis lo que es la libertad de prensa? Una hermosa mañana después de la guerra abrís el periódico y en lugar de encontrar un editorial exultante, o la habitual carta de los trabajadores al gran Stalin, o un artículo acerca de la brigada de fundidores de obreros que ha trabajado un día extra en honor a las elecciones del Sóviet Supremo, o las historias sobre los trabajadores de Estados Unidos que han acogido el nuevo año en una situación de desesperación por el paro creciente y la miseria, imaginad que encontráis… ¡Información! ¿Os imagináis un periódico así? ¡Un periódico que ofrece información!

»Empezáis a leer un artículo sobre la mala cosecha en la región de Kursk, un artículo sobre una inspección para determinar las condiciones en la prisión de Butirka, una discusión sobre si la construcción del canal entre el mar Blanco y el Báltico es necesaria, la noticia de que un obrero llamado Golopuzov se ha manifestado en contra de la imposición de un nuevo empréstito.

»En pocas palabras, os enteráis de todo lo que pasa en el país: buenas y malas cosechas; arrebatos de entusiasmo cívico y robos a mano armada; la apertura de una nueva mina y un accidente en otra mina; las discrepancias entre Mólotov y Malenkov; leéis un reportaje sobre la marcha de una huelga porque el director de una fábrica ha ofendido a un viejo químico de setenta y dos años, leéis los discursos de Churchill, Blum, y no que «han declarado que…»; leéis un artículo sobre los debates en la Cámara de los Comunes; os enteráis de cuántas personas se suicidaron ayer en Moscú y cuántas resultaron heridas en accidentes de tráfico y están hospitalizadas. Os enteráis de por qué no hay trigo sarraceno y no sólo de que han ido las primeras fresas por avión de Tashkent a Moscú. Averiguáis por los periódicos, y no por la señora de la limpieza cuya sobrina ha venido a Moscú a comprar pan, cuántos gramos de grano conceden a los trabajadores del koljós por un día de trabajo.

»Sí, y al mismo tiempo continuáis siendo verdaderos ciudadanos soviéticos.

»Entráis en una librería, compráis un libro y seguís siendo ciudadanos soviéticos, leéis a filósofos americanos, ingleses, franceses, a historiadores, economistas, comentadores políticos. Distinguís por vosotros mismos en qué tienen razón y en qué se equivocan; podéis pasear por el parque solos, sin niñera.

Justo cuando Madiárov finalizaba su discurso, Maria Ivánovna entró en la habitación con una montaña de tazas y platillos.

De repente Sokolov golpeó con un puño contra la mesa y dijo:

—¡Basta! —exclamó—. Pido encarecidamente que se ponga fin a este tipo de conversaciones.

Maria Ivánovna miraba fijamente a su marido con la boca abierta. Un temblor repentino hizo tintinear la vajilla que llevaba en sus manos.

—¡He aquí cómo Piotr Lavréntievich ha liquidado la libertad de prensa! —observó Shtrum—. No ha durado mucho tiempo que digamos. Menos mal que Maria Ivánovna no ha escuchado este discurso subversivo.

—Nuestro sistema —sentenció irritado Sokolov— ha demostrado su fuerza. Las democracias burguesas se han hundido.

—Sí, efectivamente, lo ha demostrado —confirmó Shtrum—, pero la democracia burguesa y degenerada de Finlandia desafió, en los años cuarenta, nuestro centralismo, y las cosas no acabaron demasiado bien para nosotros. No soy admirador de la democracia burguesa, pero los hechos son los hechos. Y además, ¿qué tiene que ver el viejo químico con todo esto?

Dicho esto se volvió y se encontró con los ojos atentos y penetrantes de Maria Ivánovna, que le escuchaba.

—No fue Finlandia, sino el invierno finlandés —puntualizó Sokolov.

—Déjalo, Petia —cortó Madiárov.

—Digámoslo así, entonces —propuso Shtrum—. Durante la guerra el Estado soviético demostró sus puntos fuertes y los débiles.

—¿Qué puntos débiles? —quiso saber Sokolov.

—Bueno —respondió Madiárov—, para empezar que muchos de los que ahora podrían estar combatiendo se encuentran en la cárcel. ¿Por qué pensáis que estamos luchando a orillas del Volga?

—¿Y qué tiene que ver el sistema con eso? —preguntó Sokolov.

—¿Qué tiene que ver? —replicó Shtrum—. Según Piotr Lavréntievich, ¿la viuda del suboficial se disparó a sí misma en 1937?[65]

Y de nuevo sintió la mirada penetrante de Maria Ivanovna. Se dijo para sus adentros que se estaba comportando de una manera extraña en esa discusión: cuando Madiárov se había lanzado a criticar al Estado soviético Shtrum le había contradicho, y cuando Sokolov la había tomado con Madiárov, se había puesto a criticar a Piotr Lavréntievich.

A Sokolov le gustaba burlarse a veces de un artículo especialmente estúpido o de un discurso incorrecto, pero de inmediato se ponía rígido en cuanto la discusión tocaba la línea del Partido. En cambio Madiárov no ocultaba sus propias opiniones.

—Usted intenta buscar en las carencias del sistema soviético una explicación a nuestros reveses —señaló Sokolov—, pero el golpe que los alemanes han infligido a nuestro país ha sido de tal calibre que el Estado, al resistirlo, ha demostrado con creces su fuerza, y no su debilidad. Usted ve la sombra proyectada por un gigante y dice: «Mira qué sombra», pero se olvida del gigante de carne y hueso. En el fondo, nuestro centralismo es un motor social de una potencia incomparable, permite realizar milagros. Y ahora los ha cumplido, y los cumplirá también en el futuro.

—Si no fuera necesario al Estado —dijo Karímov—, se desharía de usted; le tiraría junto con sus planes, creaciones e ideas, pero si su idea concuerda con los intereses del Estado, pondrá a su servicio una alfombra voladora.

—Eso, eso —dijo Artelev—. Yo fui destinado durante un mes a una fábrica de especial relevancia militar. El propio Stalin seguía la puesta en marcha de los talleres, telefoneaba al director. ¡Qué equipamiento! Materia prima, piezas de recambio, todo aparecía como por arte de magia. No hablemos ya de las condiciones de vida. ¡Teníamos bañera y cada mañana te llevaban la crema de leche a casa! Nunca antes había vivido así. ¡Qué abastecimiento tan extraordinario de los instrumentos de trabajo! Y lo principal: nada de burocracia.

—Probablemente el burocratismo estatal, como el gigante del cuento, estaba al servicio de los hombres —afirmó Karímov.

—Si se ha podido alcanzar semejante perfección en las fábricas de relevancia militar —dijo Sokolov—, es obvio que finalmente se aplicará el mismo sistema en todas las fábricas.

—No —dijo Madiárov—. Son dos principios totalmente diferentes. Stalin no construye lo que la gente necesita: construye lo que necesita el Estado. Es el Estado, y no la gente, el que necesita la industria pesada. El canal que une el mar Blanco con el Báltico es inútil para la gente; en un plato de la balanza están las necesidades del Estado; en el otro, las necesidades del individuo. ¡Estos platos no lograrán equilibrarse!

—Eso es —aprobó Artelev—. Y fuera de esas fábricas especiales reina el caos total. Según el plan, debo enviar la producción necesaria para nuestros vecinos de Kazán a Chitá, y de Chitá la vuelven a enviar a Kazán. Necesito operarios y todavía no he agotado el crédito para las guarderías infantiles. ¿Qué hago? Traigo a los operarios haciéndoles pasar por puericultoras. ¡La centralización nos asfixia! Un inventor encontró un medio de producir mil quinientas piezas en lugar de doscientas y el director lo echó a patadas: el plan está calculado de acuerdo con el peso total de lo que producimos. Es mejor dejar las cosas como están. Y si la fábrica se paraliza por la falta de un material que se puede adquirir en el mercado por treinta rublos, prefiere asumir un descalabro económico de dos millones. No se arriesgará a pagar treinta rublos en el mercado negro.

Artelev echó una fugaz ojeada al auditorio y retomó la palabra sin dilación, como si temiera que no le dejaran acabar:

—Un obrero cobra poco, pero cobra en función del trabajo realizado. Un vendedor de agua con sirope cobra cinco veces más que un ingeniero. Los dirigentes, los directores, los comisarios del pueblo sólo saben decir una cosa: ¡cumplid con el plan! ¡No importa si te mueres de hambre, debes cumplir el plan! Por ejemplo, teníamos un director, un tal Shmatkov, que durante las reuniones gritaba: «¡La fábrica es más importante que vuestra propia madre! Hay que dejarse el pellejo si es preciso, pero el plan debe cumplirse. Y a los que no lo hagan, yo mismo los despellejaré». Y un buen día nos enteramos de que Shmatkov ha sido destinado a Voskresenk. «Afanasi Lukich, ¿cómo puede dejar la fábrica con el trabajo a la mitad?» Me respondió sencillamente, sin demagogia: «Mire, nuestros hijos estudian en un instituto de Moscú, y Voskresenk queda más cerca. Además, nos han ofrecido un buen piso, con jardín. Mi mujer siempre está enferma y necesita aire puro». Me sorprende que el Estado confíe en gente así, mientras que los obreros, y los científicos famosos, si no son miembros del Partido, siempre están a dos velas.

—Es muy sencillo —dijo Madiárov—. A estos personajes se les confía mucho más que a los institutos y las fábricas, se les confía el corazón del sistema, el sanctasanctórum: la vivificante fuerza del burocratismo soviético.

—Es lo que yo digo —continuó Artelev sin hacer caso a la broma de Madiárov—. Me gusta mi taller. No escatimo esfuerzos. Pero me falta lo esencial: no puedo despellejar viva a la gente, a mis operarios. Yo puedo dejarme el pellejo, pero no el de los otros obreros.

Shtrum, adoptando una actitud que ni siquiera él mismo comprendía, sintió la necesidad de contradecir a Madiárov, aunque compartía punto por punto sus observaciones.

—Hay algo en su razonamiento que no encaja —dijo—. ¿Cómo puede afirmar que los intereses del hombre no coinciden, no confluyen plenamente con los intereses del Estado que ha creado una industria bélica para la defensa? Creo que los cañones, los tanques, los aviones con los que se envía a combatir a nuestros hijos, nuestros hermanos, son necesarios para todos y cada uno de nosotros.

—Rigurosamente exacto —dijo Sokolov.

66

Maria Ivánovna sirvió el té. Ahora hablaban de literatura.

—Dostoyevski ha caído en el olvido —observó Madiárov—. Las editoriales no lo reeditan y las bibliotecas no lo dejan en préstamo así como así.

—Porque es un reaccionario —sentenció Shtrum.

—Es cierto. No debería haber escrito Los demonios —aprobó Sokolov.

—¿Está seguro, Piotr Lavréntievich, de que no debería haber escrito Los demonios? —preguntó Shtrum—. ¿Tal vez es el Diario de un escritor lo que no debería haber escrito?

—No se puede castrar a los genios —dijo Madiárov—. Dostoyevski sencillamente no encaja con nuestra ideología. No es como Mayakovski, al que Stalin definió como el mejor y más dotado de nuestros poetas… Mayakovski es el Estado personificado, hecho emoción, mientras que Dostoyevski, incluso en su culto al Estado, es la misma humanidad.

—Si así lo cree —intervino Sokolov—, nada de la literatura del siglo XIX tiene cabida en nuestra ideología.

—¡Ni mucho menos! —discrepó Madiárov—. ¿Qué hay de Tolstói? Él poetizó la idea de guerra del pueblo, y el Estado ahora se ha puesto al frente de la justa guerra del pueblo. Como ha dicho Ajmet Usmánovich, cuando las ideas coinciden aparece la alfombra voladora: se habla de Tolstói por la radio, en las veladas de lectura, sus obras se editan; incluso nuestros jefes lo citan.

—Con Chéjov no ha habido ningún obstáculo. Fue reconocido tanto en su época como en la nuestra.

—¡Qué despropósito! —exclamó Madiárov golpeando las palmas de las manos contra la mesa—. Chéjov ha sido reconocido por un malentendido. De la misma manera que ha sido reconocido por un malentendido su continuador, Zóschenko.

—No lo entiendo —objetó Sokolov—. Chéjov es un realista. Son los decadentistas a los que criticamos.

—¿No lo entiendes? —replicó Madiárov—. Espera, te lo explicaré.

—No se atreva a decir nada contra Chéjov —dijo Maria Ivánovna—. Lo amo por encima de todos los escritores.

—Haces muy bien, Mashenka —dijo Madiárov—. Pero tú, Piotr Lavréntievich, ¿acaso buscas una expresión de humanismo entre los decadentes?

Sokolov hizo un gesto de negación con la mano, con aire enfadado.

Pero Madiárov tampoco hacía caso a Sokolov, necesitaba expresar sus propias convicciones y para ello necesitaba un Sokolov que buscara humanidad entre los decadentes.

—¡El individualismo no es humanidad! Usted se confunde; todos se confunden. ¿Le parece que ahora critican a los decadentes? ¡Tonterías! No son dañinos para el Estado, simplemente son irrelevantes, inútiles. Estoy convencido de que no hay un abismo entre el realismo socialista y el decadentismo. Mucho se ha discutido sobre la definición del realismo socialista. Es un espejo al que el Partido o el gobierno pregunta: «Espejito, espejito, di: ¿quién es el más bello de todos los reinos?», y el realismo socialista responde: «¡Tú, tú, Partido, gobierno, Estado, el más bello de todos los reinos!».

»Los decadentistas a la misma pregunta responden: “Yo, yo, yo, decadente, soy el más bello de todos”. Pero no existe una gran diferencia. El realismo socialista es la afirmación de la superioridad del Estado y el decadentismo es la afirmación de la superioridad del individuo. Los métodos son diferentes, pero la esencia es la misma: el éxtasis ante la propia superioridad. El Estado genial, sin defectos, menosprecia a todos los que no se le parecen. Y la personalidad del decadente, preciosa como el encaje, es profundamente indiferente al resto de las personalidades, a todas excepto dos: con una mantiene una disputa refinada, con la otra se da besitos y carantoñas. En apariencia parece que el individualismo, el decadentismo luchan por el hombre. ¡Mentira! Los decadentes son indiferentes respecto al hombre, y el Estado también lo es. No hay ningún abismo entre ellos.

Sokolov, frunciendo el ceño, escuchaba a Madiárov e intuyendo que se iba a poner a hablar de temas totalmente prohibidos, lo interrumpió:

—Permíteme un instante, ¿qué tiene eso que ver con Chéjov?

—Claro que tiene que ver, no faltaría más. Entre él y los contemporáneos hay un abismo infranqueable. En el fondo Chéjov se cargó a las espaldas la inexistente democracia rusa. El camino de Chéjov es el camino de la libertad de Rusia. Nosotros tomarnos otro camino. Intentad abarcar todos sus personajes. Tal vez sólo Balzac introdujo en la conciencia colectiva una masa de gente tan enorme. No, ni siquiera Balzac. Pensad: médicos, ingenieros, abogados, maestros, profesores, terratenientes, tenderos, industriales, institutrices, lacayos, estudiantes, funcionarios de toda clase, comerciantes de ganado, conductores, casamenteras, sacristanes, obispos, campesinos, obreros, zapateros, modelos, horticultores, zoólogos, actores, posaderos, prostitutas, pescadores, tenientes, suboficiales, artistas, cocineros, escritores, porteros, monjas, soldados, comadronas, prisioneros de Sajalín…

—¡Basta, basta! —gritó Sokolov.

—¿Ya basta? —rebatió Madiárov con un aire de amenaza cómico—. No, ¡no basta! Chéjov introdujo en nuestra conciencia toda la enorme Rusia, todas las clases, estamentos, edades… ¡Pero eso no es todo! Introdujo a esos millones de personas como demócrata, ¿lo entiende? Habló como nadie antes, ni siquiera Tolstói, había hablado: todos nosotros, antes que nada, somos hombres, ¿comprende? Hombres, hombres, hombres. Habló en Rusia como nadie lo había hecho antes. Dijo que lo principal era que los hombres son hombres, sólo después son obispos, rusos, tenderos, tártaros, obreros. ¿Lo comprende? Los hombres no son buenos o malos según si son obreros u obispos, tártaros o ucranianos; los hombres son iguales en tanto que hombres. Cincuenta años antes la gente, obcecada por la estrechez de miras del Partido, consideraba que Chéjov era portavoz de un fin de siècle. Pero Chéjov es el portador de la más grande bandera que haya sido enarbolada en Rusia durante toda su historia: la verdadera, buena democracia rusa. Nuestro humanismo ruso siempre ha sido cruel, intolerante, sectario. Desde Avvakum a Lenin nuestra concepción de la humanidad y la libertad ha sido siempre partidista y fanática. Siempre ha sacrificado sin piedad al individuo en aras de una idea abstracta de humanidad. Incluso Tolstói nos resulta intolerable con su idea de no oponerse al mal mediante la violencia, su punto de partida no es el hombre, sino Dios. Le interesa que triunfe la idea que afirma la bondad, de hecho los «portadores de Dios» siempre se han esforzado, por medio de la violencia, en introducir a Dios en el hombre, y en Rusia, para conseguir este objetivo, no retrocederán ante nada ni nadie; torturarán y matarán, si es preciso.

»Chéjov dijo: dejemos a un lado a Dios y las así llamadas grandes ideas progresistas; comencemos por el hombre, seamos buenos y atentos para con el hombre sea éste lo que sea: obispo, campesino, magnate industrial, prisionero de Sajalín, camarero de un restaurante; comencemos por amar, respetar y compadecer al hombre; sin eso no funcionará nada. A eso se le llama democracia, la democracia que todavía no ha visto la luz en el pueblo ruso.

»El hombre ruso ha visto todo durante los últimos mil años, la grandeza y la supergrandeza, sólo hay una cosa que no ha visto: la democracia. He aquí la diferencia entre el decadentismo y Chéjov. El Estado puede asestar un golpe en la nuca al decadente por rabia, puede darle un puntapié en el trasero. Pero el Estado no comprende la esencia de Chéjov, por eso lo tolera. En nuestro régimen la democracia verdadera, humana, no se admite.

Era evidente que la audacia de las palabras de Madiárov disgustaba profundamente a Sokolov.

Y Shtrum, que se había apercibido de ello, con una satisfacción particular, incomprensible incluso para él mismo, afirmó:

—Muy bien dicho. Es cierto y muy inteligente. Sólo pido un poco de indulgencia para con Skriabin que, por lo que parece, entra dentro de los decadentistas, pero me gusta.

Hizo un gesto de rechazo hacia la mujer de Sokolov, que le había ofrecido un platito con mermelada, y dijo:

—No, gracias, no me apetece.

—Es de grosella negra —explicó ella.

Él miró sus ojos castaños salpicados de puntos dorados y preguntó:

—¿Es que le he confesado mi debilidad por las grosellas?

Ella sonrió y asintió con la cabeza. Tenía los dientes torcidos, los labios finos, sin brillo. Y al sonreír su cara ligeramente gris se tornó agradable, atractiva.

«Es una mujer agradable, buena —pensó Shtrum—. Es una lástima que siempre tenga la nariz roja.»

Karímov se volvió a Madiárov:

—Leonid Serguéyevich, ¿cómo conciliar su apasionado discurso sobre el humanismo de Chéjov con su himno a Dostoyevski? Para Dostoyevski, no todos los hombres en Rusia son iguales. Hitler ha llamado a Tolstói degenerado, pero se dice que tiene colgado en su despacho un retrato de Dostoyevski. Yo pertenezco a una minoría nacional, soy tártaro, pero nací en Rusia y no perdono a un escritor ruso su odio por los polacos y los judíos. No, no puedo, aunque se trate de un genio. Nos ha bastado con el derramamiento de sangre en la Rusia zarista, los escupitajos en los ojos, los pogromos. En Rusia un gran escritor no tiene derecho a perseguir a los extranjeros, despreciar a los polacos y los tártaros, a los armenios y los chuvachos.

El viejo tártaro de ojos oscuros esbozó una sonrisa maliciosa y altanera típicamente mongol, y continuó:

—¿Ha leído la obra de Tolstói Hadjí Murat? ¿Tal vez haya leído Los cosacos? ¿O su relato, El prisionero del Cáucaso? Todo eso lo ha escrito un conde ruso, más ruso que el lituano Dostoyevski. Mientras los tártaros vivan, rezarán a Alá por Tolstói.

Shtrum miró a Karímov, pensando: «Bien, así es como tu piensas. Te has descubierto».

—Ajmet Usmánovich —intervino Sokolov—, respeto profundamente el amor que siente por su pueblo, pero permítame estar a mí también orgulloso del mío. Permítame que me sienta orgulloso de ser ruso, que me guste Tolstói no sólo porque escribiera bien de los tártaros. A nosotros los rusos, quién sabe por qué, no se nos permite estar orgullosos de nuestro pueblo, si no enseguida te toman por miembro de las Centurias Negras.

Karímov se levantó con la cara perlada de sudor y dijo:

—Os diré la verdad —comenzó—. En efecto, ¿por qué iba a mentir si existe una verdad? Si se recuerda cómo ya en los años veinte se exterminaba a todos aquellos de los que el pueblo tártaro se sentía orgulloso, todas las grandes personalidades de nuestra cultura, entonces se explica por qué se debe prohibir también el Diario de un escritor.

—No sólo a los vuestros, también a los nuestros —corrigió Artelev.

Karímov insistió:

—No sólo aniquilaron a nuestros hombres, sino también la cultura nacional. Los actuales intelectuales tártaros son salvajes en comparación con los que desaparecieron.

—Ya, ya —dijo Madiárov con aire de burla—. Los otros habrían podido crear no sólo una cultura, sino también una política interna y externa. Eso no convenía.

—Ahora tenéis vuestro propio Estado —afirmó Sokolov—. Tenéis institutos, escuelas, óperas, libros, periódicos en vuestra lengua, y es la Revolución la que os ha dado todo eso.

—Es cierto, tenemos una ópera del Estado y un Estado de opereta. Pero nuestra cosecha la recoge Moscú, y es Moscú la que nos mete en la cárcel.

—¿Sería mejor que les metiera en la cárcel un tártaro en lugar de un ruso? —preguntó Madiárov.

—¿Y si nadie encarcelara a nadie? —preguntó Maria Ivánovna.

—Mashenka —dijo Madiárov—. ¿Y qué más quieres? —Luego miró su reloj y dijo—: Vaya, es tarde.

—Quédese a dormir aquí —le propuso rápidamente Maria Ivánovna—. Le prepararemos la cama plegable.

En una ocasión se había lamentado a Maria Ivánovna de que se sentía especialmente solo cuando volvía por la noche a casa y no encontraba a nadie esperándole en la habitación vacía y oscura.

—No diré que no —respondió Madiárov—. ¿Está usted de acuerdo, Piotr Lavréntievich?

—Claro que sí, por supuesto —respondió Sokolov.

Y Madiárov añadió, en broma:

—… dijo el dueño de la casa sin el menor entusiasmo.

Todos se levantaron de la mesa y comenzaron a despedirse.

Sokolov salió para acompañar a sus invitados y Maria Ivánovna, bajando la voz, dijo a Madiárov:

—Qué contenta estoy de que Piotr Lavréntievich no evite este tipo de conversaciones. En Moscú bastaba con que se hiciera la menor alusión en su presencia para que se callara, se encerrara en sí mismo.

Había pronunciado con una entonación particularmente cariñosa y respetuosa el nombre y el patronímico de su marido. Por la noche transcribía los manuscritos de sus trabajos, conservaba las copias sucias y pegaba sobre cartones sus notas fortuitas. Lo consideraba un gran hombre y al mismo tiempo le parecía un niño indefenso.

—Me gusta este Shtrum —dijo Madiárov—. No comprendo por qué se le considera un hombre desagradable. —Después añadió en tono de burla—: Me he dado cuenta de que ha pronunciado todos los discursos en su presencia, Mashenka. Cuando usted estaba ocupada en la cocina, se ahorraba su elocuencia.

Ella estaba de cara a la puerta, en silencio, como si no hubiera oído a Madiárov. Después dijo:

—¿Qué quiere decir, Lenia? No me presta más atención que a un insecto. Petia considera que es un hombre descortés, burlón, arrogante; por eso los físicos no le quieren y algunos le temen. Pero yo no estoy de acuerdo, a mí, en cambio, me parece que es muy bueno.

—En mi opinión es cualquier cosa menos bueno —replicó Madiárov—. Dice sarcasmos a todo el inundo, no está de acuerdo con nadie. Pero tiene una mente abierta y no está adoctrinado.

—No, es bueno. Y vulnerable.

—Pero hay que reconocer —siguió Madiárov— que tampoco hoy Pétenka ha dicho ni una sola palabra de más.

Entretanto, Sokolov entró en la habitación, a tiempo de oír las últimas palabras de Madiárov.

—Le pido dos cosas, Leonid Serguéyevich. En primer lugar que no me dé lecciones y, segundo, que no vuelva a mantener este tipo de conversaciones en mi presencia.

Madiárov replicó:

—Sabe, Piotr Lavréntievich, yo tampoco necesito lecciones suyas. Y respondo por mis palabras, igual que usted responde por las suyas.

Sokolov, evidentemente, habría querido responder con brusquedad, pero se contuvo y volvió a salir de la habitación.

—Bueno, tal vez es mejor que me vaya a casa —dijo Madiárov.

—Me daría usted un disgusto —dijo Maria Ivánovna—. Usted sabe que es bueno. Se atormentará durante toda la noche.

Y se puso a explicarle que Piotr Lavréntievich tenía un alma herida, que había sufrido mucho en 1937 cuando fue sometido a crueles interrogatorios, y, como consecuencia, pasó cuatro meses en una clínica para enfermedades nerviosas.

Madiárov escuchaba, asintiendo con la cabeza.

—De acuerdo, de acuerdo, Masha, me ha convencido. —Pero de repente, enfurecido, añadió—: Todo esto es cierto, pero su Petrusha no es el único que ha soportado interrogatorios. ¿Se acuerda de cuando me encerraron once meses en la Lubianka? Durante todo ese tiempo Piotr sólo llamó a Klava una vez. ¿Acaso no era su propia hermana? Y si recuerda bien también le prohibió a usted, Mashenka, que la telefoneara. Klava sufrió mucho… Tal vez sea un gran físico, pero con alma de lacayo.

Maria Ivánovna se cubrió la cara con las manos y permaneció sentada, en silencio.

—Nadie, nadie comprenderá el daño que me hace todo esto —dijo en voz baja.

De hecho, solamente ella sabía cuánto repugnaban a su marido las atrocidades cometidas durante la colectivización y el año 1937, qué pura era su alma. Y sólo ella sabía qué grande era su sumisión, su obediencia servil al poder.

Por eso, en casa, Piotr era tan tiránico, caprichoso, consentido, acostumbrado a que Mashenka le limpiara los zapatos, le diera aire con un pañuelo para que estuviera fresco, y durante los paseos alrededor de la dacha, le ahuyentara los mosquitos con ayuda de una ramita.

67

Un vez, durante su último año de universidad, Shtrum había lanzado al suelo un ejemplar del Pravda y dicho a un compañero de curso:

—¡Es un aburrimiento mortal! ¿Cómo puede leerlo alguien?

Apenas hubo pronunciado estas palabras, el miedo se apoderó de él. Recogió el periódico, lo sacudió y esbozó una sonrisa extraordinariamente abyecta, tanto que muchos años más tarde se le subía la sangre a la cabeza cada vez que recordaba aquella sonrisa perruna.

Unos días después le extendió a aquel mismo compañero un número del Pravda y le dijo en tono jovial:

—Grisha, léete el editorial, está muy bien escrito.

Su compañero, cogiendo el periódico, le dijo con voz compasiva:

—Estaba lleno de miedo el pobre Vitia… ¿Piensas que voy a denunciarte?

Entonces, todavía estudiante, Shtrum se hizo el juramento de callarse, de no expresar en voz alta pensamientos peligrosos o, si lo hacía, no acobardarse. Pero no mantuvo su palabra. A menudo perdía la prudencia, se encendía, metía la pata, y, metiendo la pata, perdía el coraje e intentaba apagar el fuego que él mismo había encendido.

En 1938, después del proceso de Bujarin, le comentó a Krímov:

—Diga usted lo que quiera, pero yo a Bujarin lo conozco personalmente, hablé con él dos veces. Un tipo con cerebro, una sonrisa inteligente y agradable; en conjunto, un hombre honestísimo, extremadamente fascinante.

Y al instante, turbado por la mirada sombría de Krímov, farfulló:

—Por lo demás, el diablo sabrá… Espía, agente de la Ojrana[66], ¿dónde está aquí la honestidad y la fascinación? ¡Qué infamia!

Y de nuevo, el desconcierto. Krímov, con la misma expresión lúgubre con que le había escuchado, le dijo:

—Ya que somos parientes permíteme que te diga una cosa: no puedo, y nunca podré, asociar el nombre de Bujarin con el de la Ojrana.

Y Shtrum, presa de una rabia repentina contra sí mismo, contra la fuerza que impedía a los hombres ser hombres, gritó:

—Dios mío, no doy crédito a todo este horror. Esos procesos son una pesadilla. Pero ¿por qué confiesan todos? ¿Con qué fin?

Pero Krímov no dijo nada más. Evidentemente ya había dicho demasiado…

¡Oh, maravillosa y clara fuerza del diálogo sincero, fuerza de la verdad! ¡Qué precio tan terrible han tenido que pagar a veces los hombres por decir algunas palabras valientes, sin guardarse las espaldas!

¡Cuántas veces por la noche Shtrum, acostado en la cama, prestaba atención al rumor de los automóviles que circulaban por la calle! De repente Liudmila Nikoláyevna, con los pies descalzos, se acercaba a la ventana, corría la cortina. Y miraba, esperaba; después, sin hacer ruido, creyendo que Víktor Pávlovich dormía, se iba a la cama y se acostaba. Por la mañana ella le preguntaba:

—¿Qué tal has dormido?

—Bien, gracias. ¿Y tú?

—Hacía un poco de calor, estuve un rato junto a la ventana.

—Ah.

¿Cómo transmitir ese sentimiento nocturno de inocencia y perdición al mismo tiempo?

—Recuerda, Vitia, cada palabra llega hasta ellos. Te buscarás tu perdición, la mía y la de tus hijos.

Y otro día:

—No puedo explicártelo todo, pero por el amor de Dios, escucha: ni una palabra a nadie. Víktor, vivimos una época terrible, no puedes imaginarte hasta qué punto. Recuerda, Víktor, ni una palabra a nadie…

A veces Víktor Pávlovich veía los ojos opacos, llenos de sufrimiento, de alguien que conocía desde la infancia. Y no le asustaba lo que su viejo amigo le decía, sino lo que no le decía. Por supuesto, Víktor Pávlovich no se atrevía a preguntarle directamente: «¿Eres un agente? ¿Te han interrogado?».

Recordaba la cara de su ayudante cuando, sin reflexionar, se le había escapado la broma de que Stalin había enunciado las leyes de la gravitación antes que Newton.

—No ha dicho usted nada, no he oído nada —exclamó alegremente el joven físico.

¿Cuál era el sentido de todas aquellas bromas? Bromear, en cualquier caso, era una idiotez, como divertirse dando un manotazo a un frasco de nitroglicerina.

¡Qué poder y claridad hay en la palabra, la palabra libre y desinhibida! La palabra que se pronuncia a pesar de todos los temores.

¿Era consciente Víktor de la tragedia oculta en aquellas conversaciones? Todos los que participaban en ellas odiaban el fascismo alemán y estaban aterrorizados por él… ¿Por qué sólo habían comenzado a hablar con franqueza en los días en que la guerra había llegado hasta las orillas del Volga, cuando todos sufrían por las derrotas militares y presagiaban la odiada esclavitud bajo Alemania?

Shtrum caminaba en silencio al lado de Karímov.

—Es sorprendente —dijo de pronto— lo que se lee en las novelas extranjeras sobre los intelectuales. Por ejemplo, he estado leyendo a Hemingway, y en sus libros los intelectuales, durante sus conversaciones, no hacen más que beber. Cócteles, whisky, ron, coñac, después de nuevo cócteles y whisky de todo tipo. En cambio los intelectuales rusos siempre han mantenido sus conversaciones más importantes ante un vaso de té. Los miembros de Naródnaya Volia, los populistas, los socialdemócratas, todos ellos se reunían en torno a un vaso de té. Lenin y sus amigos planearon la Revolución delante de un vaso de té. A decir verdad, parece que Stalin prefiere el coñac.

—Sí, sí —aprobó Karímov—, tiene razón. Y la conversación que hoy hemos mantenido también ha sido ante un vaso de té.

—Es lo que digo… ¡Qué inteligente es Madiárov! ¡Y valiente! Me entusiasman sus insólitas afirmaciones.

Karímov cogió a Shtrum por el brazo.

—Víktor Pávlovich, ¿ha observado que incluso la observación más inocente de Madiárov suena como una conclusión general? Eso me inquieta. Fue arrestado en 1937 durante algunos meses y luego liberado. En aquella época no soltaban a nadie. Tiene que haber un motivo. ¿Me sigue?

—Le sigo —dijo Shtrum despacio—, ¿cómo no voy a seguirle? Usted piensa que es un provocateur.

Se separaron en la esquina y Shtrum se dirigió a casa.

«Al diablo, basta, hasta —pensaba—, al menos hemos hablado civilizadamente, sin tener miedo de todo, llamando a las cosas por su nombre, sin convencionalismos. París bien vale una misa.»

Menos mal que todavía existen hombres como Madiárov, hombres que no han perdido su independencia. Las palabras de advertencia que había dicho Karímov no helaron, como de costumbre, el corazón de Víktor.

Pensó que otra vez se había olvidado de hablarle a Sokolov de la carta que había recibido de los Urales.

Víktor Pávlovich caminaba en la oscuridad, por la calle desierta. De repente le vino a la cabeza un pensamiento inesperado. Y enseguida, sin dudarlo, supo que ese pensamiento era cierto. Tenía una nueva explicación para el fenómeno atómico que hasta ahora parecía no tener explicación y los abismos se habían transformado en puentes. ¡Qué sencillez, qué luz!

Aquella idea era sorprendentemente bella. Parecía que ni siquiera la hubiera engendrado él, como un nenúfar blanco que emergiera de la oscuridad serena de un lago. Exclamó, admirando su belleza…

Qué extraña coincidencia, pensó de repente, que aquella idea se le hubiera ocurrido cuando su mente estaba tan alejada de las reflexiones científicas, cuando las discusiones sobre el sentido de la vida le tenían absorbido; discusiones de un hombre libre, cuando sus palabras y las de sus interlocutores habían sido determinadas por la libertad, la amarga libertad.

68

La estepa calmuca parece triste y melancólica cuando se ve por primera vez, cuando vas en el automóvil lleno de preocupación e inquietud y tus ojos siguen distraídamente las colinas emergiendo despacio en el horizonte para luego ser poco a poco engullidas… Darenski tenía la impresión de que era siempre la misma colina azotada por el viento la que aparecía frente a él, que era la misma curva la que se abría, giraba y huía por encima de la capota de tela elástica del automóvil. Y los jinetes de la estepa también parecían idénticos, a pesar de que los había jóvenes e imberbes, otros de cabellos canos, algunos montados sobre bayos, otros sobre caballos moros voladores…

El coche atravesaba aldeas y grupos de casuchas con ventanas diminutas detrás de las cuales, como en un acuario, se arracimaban los geranios: parecía como si se hubiera roto el cristal de la ventana y aquel aire vivo se hubiera derramado en el desierto circundante y que el verde de los geranios se hubiese marchitado y muerto; el coche circulaba junto a las yurtas[67] de forma cilíndrica y recubiertas de arcilla, avanzaba entre plantas de flores en panoja llenas de filamentos largos y blancos, la vegetación de la estepa, entre hierba de camello, entre las manchas de las tierras salinas, entre las polvorientas y pequeñas patas de las ovejas, entre las hogueras sin humo que danzaban al viento…

Ante la mirada del viajero acostumbrado a desplazarse sobre los neumáticos hinchados con el aire contaminado de la ciudad, todo se fundía aquí en un gris uniforme, todo era monótono y repetitivo…

Salsolas, cardos, plantas gramináceas, ajenjo…

Las colinas se extendían por la llanura, aplanadas por el rodillo de épocas infinitas. La estepa calmuca del sureste posee una extraordinaria particularidad que traspasa gradualmente al desierto arenoso, que se extiende de Elista a Yashul hasta alcanzar la desembocadura del Volga y la orilla del mar Caspio…

En esta estepa la tierra y el cielo se han mirado recíprocamente tanto tiempo que se parecen como marido y mujer, dos seres que han pasado toda la vida juntos. Y es imposible saber si son los filamentos largos y blancos de las plantas gramináceas los que se abren camino en el monótono y tímido azul del cielo de la estepa, o si es la estepa la que se ha impregnado de cielo; cielo y tierra se han fundido en un polvo atemporal. De la misma manera, el agua gruesa y pesada de los lagos Tsatsa y Barmantsak parece una sábana de sal, mientras que las salinas no parecen tierra, sino agua de un lago.

Cuando no está nevado, en los días de noviembre y diciembre, el camino que atraviesa la estepa calmuca es extraordinario: la misma vegetación verde grisácea, el mismo polvo que se arremolina en la carretera no permite comprender si la estepa está seca y recalentada a causa del sol o del frío.

Tal vez por eso es una tierra de espejismos: la frontera entre tierra y cielo, entre agua y salinas, se ha borrado. La mente de un viajero sediento puede transformar ese mundo con facilidad: el aire bochornoso se convierte en piedras elegantes y estilizadas, y de la tierra árida brota un río de agua, los oasis de palmeras se extienden hasta el horizonte y los rayos del terrible y devastador sol se transforman en cúpulas doradas de templos y palacios… En un momento de extenuación es el hombre quien, a partir de la tierra y el cielo, crea el mundo de sus deseos.

El automóvil prosigue el viaje a lo largo del camino abierto en la estepa uniforme.

Y de repente esa región desértica se muestra al hombre bajo una luz completamente diferente.

¡La estepa calmuca! Antigua, noble creación de la naturaleza donde no existe ni un color estridente, ni un solo trazo duro, abrupto, incisivo en su relieve, donde la sobria melancolía de los matices que van del gris al azul pueden competir con el titánico torrente de colores del bosque ruso otoñal, la estepa donde las mórbidas y apenas onduladas líneas de las colinas ejercen una fascinación mayor que las cordilleras del Cáucaso, donde los lagos avaros atesoran en su seno aguas antiguas, oscuras, tranquilas que parecen expresar la esencia del agua mejor que todos los mares y los océanos…

Todo pasa, pero ese enorme y pesado sol de hierro fundido, en la niebla vespertina, ese viento amargo, impregnado de ajenjo, no puede ser olvidado… Y la estepa se yergue, pero no en su pobreza, sino en su riqueza.

En primavera la estepa joven, cubierta de tulipanes, es un océano donde no rugen las olas sino los colores. Los arbustos espinosos de la hierba de los camellos teñida de verde, y las jóvenes espinas con las puntas todavía tiernas y suaves, todavía no endurecidas…

Y en las noches de verano en la estepa puedes ver alzarse en toda su altura el rascacielos galáctico, desde los bloques de estrellas azules y blancas del fundamento hasta las nebulosidades humeantes y las ligeras cúpulas de las aglomeraciones esféricas que se hunden bajo el lecho del universo… La estepa tiene una particularidad maravillosa. Esa particularidad vive en ella, invariablemente, ya sea al alba, en invierno, en verano, en sombrías noches de lluvia o bajo el claro de luna. Siempre y por encima de todas las cosas la estepa habla al hombre de la libertad… La estepa se la recuerda a aquellos que la han perdido.

Darenski salió del coche y miró a un hombre montado a caballo que se dirigía a la colina. Con la vestimenta ceñida mediante una cuerda, estaba sentado sobre su cabalgadura de pelo largo y desde la colina contemplaba la estepa. Era viejo y su cara parecía de piedra.

Darenski llamó al viejo y, tras ir a su encuentro, le ofreció su pitillera. Éste, girando de golpe todo su cuerpo sobre la silla, con la vivacidad de la juventud y la reflexiva lentitud de la edad madura, se volvió a mirar la mano que le tendía la pitillera; luego la cara de Darenski, luego la pistola colgada al cinto, los tres distintivos de teniente coronel y sus elegantes botas. Entretanto, con los finos dedos oscuros, tan pequeños y delgados que se podría haber dicho tranquilamente que pertenecían a un niño, tomó un cigarrillo y le dio vueltas en el aire.

El rostro de pómulos prominentes, duro como la piedra, del viejo calmuco se transformó por completo y, entre las arrugas, dos ojos buenos e inteligentes escrutaron a Darenski. Y la mirada de esos viejos ojos marrones, al mismo tiempo escudriñadores y confiados, ocultaba algo espléndido. Darenski, sin razón aparente, se sintió alegre y cómodo. El caballo del viejo que había tensado hostilmente las orejas mientras Darenski se aproximaba se calmó de improviso, apuntó hacia él una oreja curiosa, luego la otra, después sonrió con su morro de dientes grandes y con unos ojos maravillosos.

—Gracias —dijo el viejo con un hilo de voz.

Pasó la palma de la mano sobre el hombro de Darenski y añadió:

—Tenía dos hijos en la división de caballería. El mayor —levantó la mano ligeramente por encima de la cabeza del caballo— está muerto, y el pequeño —bajó la mano ligeramente por debajo de la cabeza del caballo— es ametrallador: tiene tres medallas —luego le preguntó—: ¿Tienes padre?

Mi madre todavía vive, pero mi padre está muerto.

—Ay, eso es malo —movió la cabeza el viejo, y Darenski comprendió que el viejo no se había entristecido por cortesía, sino de corazón, al enterarse de que el coronel ruso que le había ofrecido un cigarrillo había perdido a su padre.

De improviso el calmuco lanzó un grito, agitó la mano en el aire y galopó colina abajo con una gracia y una velocidad extraordinarias. ¿Qué estaría pensando mientras galopaba a través de la estepa? ¿En sus hijos? ¿En que el coronel ruso que se había quedado junto a su coche averiado había perdido a su padre?

Darenski siguió el impetuoso galope del viejo y en las sienes no era la sangre lo que le latía, sino una única palabra: libertad, libertad, libertad.

Una envidia irrefrenable hacia el viejo calmuco se apoderó de él.

69

Darenski había sido enviado por el Estado Mayor del frente a una larga misión en las fuerzas militares desplegadas en el flanco izquierdo del frente. Esas misiones estaban particularmente mal vistas entre los oficiales debido a la escasez de agua, las pésimas condiciones de alojamiento, la precariedad de las provisiones, las grandes distancias y el mal estado de las carreteras.

El mando no tenía informaciones precisas respecto a la situación de las tropas esparcidas por las dunas a lo largo del mar Caspio y la estepa calmuca, y los superiores que habían enviado a Darenski a esta zona le habían confiado infinidad de tareas.

Después de recorrer cientos de kilómetros por la estepa, Darenski se sintió vencido por el aburrimiento. Allí nadie pensaba en la ofensiva; la situación de las tropas empujadas por los alemanes al extremo del mundo parecía desesperada…

¿Acaso era una ilusión el esfuerzo que soportaba el Estado Mayor día y noche, los informes sobre la inminencia de una ofensiva enemiga, la movilización de las reservas, los telegramas, los mensajes cifrados, el trabajo incesante del centro de transmisiones del frente, el ruido sordo de las columnas de blindados y camiones procedentes del norte…?

Mientras escuchaba las conversaciones poco optimistas entre los comandantes, reunía y comprobaba los datos sobre las condiciones del material, inspeccionaba las divisiones y las baterías, observaba las caras sombrías de los soldados y los jefes, y miraba cómo avanzaban, despacio, con indolencia, los hombres en el polvo de la estepa, Darenski poco a poco sucumbió a la angustia monótona de aquel lugar. «Es como si Rusia hubiera llegado hasta las estepas de los camellos, hasta las dunas de arena, y allí estuviera, extendida sobre la tierra dura, impotente, incapaz de alzarse de nuevo», pensaba.

Darenski llegó al Estado Mayor del ejército y se dirigió al oficial al mando.

En una habitación semioscura y amplia, un joven con el rostro abotargado, que se estaba quedando calvo y vestía una chaqueta sin insignias de rango, jugaba a las cartas con dos mujeres uniformadas, las dos tenientes. En lugar de interrumpir el juego cuando el teniente coronel entró en la habitación, le miraron con aire distraído y continuaron hablando animadamente:

—¿No quieres triunfos? ¿Y una jota?

Darenski esperó a que terminara el reparto y preguntó:

—¿Está alojado aquí el comandante del ejército?

Una de las dos jóvenes mujeres le respondió:

—Ha ido al flanco derecho, volverá hacia la noche.

Miró a Darenski con ojo experto, de militar, y afirmó más que preguntar:

—Camarada teniente coronel, viene del Estado Mayor del frente, ¿no es así?

—Exacto —respondió Darenski. Y, guiñando imperceptiblemente un ojo, le preguntó—: Disculpe, ¿puedo ver al miembro del Consejo Militar?

—Está con el comandante del ejército, no regresará hasta la noche —respondió la segunda joven, que después añadió—: ¿Es usted del Estado Mayor de la artillería?

—Exacto —repitió Darenski.

La primera, que había respondido a la pregunta sobre el comandante, le pareció a Darenski particularmente atractiva, aunque era más entrada en años que la última en responder. Pertenecía a ese tipo de mujeres que parecían bellas, pero que un movimiento casual de la cabeza bastaba para que de repente revelaran un aspecto ajado, poco interesante, demasiado viejo. Tenía una bonita nariz recta y unos ojos azules fríos que parecían traslucir que conocía el valor exacto de sí misma y los demás.

Su cara parecía decididamente joven, no se le habrían puesto más de veinticinco años, pero apenas fruncía la frente o adoptaba una expresión pensativa, se hacían visibles las arrugas en las comisuras de los labios y la piel que le colgaba del cuello; por lo menos debía de tener unos cuarenta y cinco. Sin embargo sus piernas, vestidas con unas botas elegantes, hechas a medida, eran magníficas.

Todos esos detalles, que se tarda tanto en describir, fueron captados en un instante por el ojo experto de Darenski.

La segunda mujer era joven, pero rellenita, robusta. Tomados por separado, sus rasgos no tenían nada de extraordinario: su pelo carecía de volumen, tenía los pómulos prominentes y los ojos de un color incierto, pero era joven y femenina, hasta tal punto que incluso un ciego sentado a su lado lo habría notado.

Y Darenski también percibió esos detalles al instante. Más aún, en un abrir y cerrar de ojos había comparado inmediatamente las cualidades de la primera, que le había respondido sobre el comandante, y de la segunda, que le había respondido a propósito del miembro del Consejo Militar; y había hecho una elección, una elección casi sin consecuencias prácticas, la misma que hacen casi todos los hombres al mirar a las mujeres. A pesar de que una infinidad de pensamientos le ocupaban la cabeza —¿dónde encontraría al comandante? ¿Lograría obtener la información que necesitaba de él? ¿Dónde podría comer y dormir? ¿Habría un camino largo y difícil desde la división hasta el extremo flanco derecho?—, decidió íntimamente: «¡La elijo a ella!».

Y así fue que en lugar de ir a ver al jefe del Estado Mayor se quedó jugando a las cartas.

Durante la partida, en la que jugó como compañero de la mujer de ojos azules, Darenski se enteró de muchas cosas: su compañera de juego se llamaba Alla Serguéyevna; la segunda, la más joven, trabajaba en la enfermería; el chico de la cara llena, Volodia, era cocinero en la cantina del Consejo Militar y probablemente estaba emparentado con alguien del mando.

Darenski notó enseguida el poder que ejercía Alla Serguéyevna; era obvio por la manera en que la gente se dirigía a ella cuando entraban a la habitación. Lo más probable es que el comandante fuera su marido, no sólo su amante, como pensó de entrada.

Al principio no comprendía por qué Volodia se comportaba de una manera tan familiar con ella. Luego se le ocurrió de repente que Volodia debía de ser el hermano de la primera mujer del comandante. Lo que no estaba claro era si la primera mujer del comandante estaba todavía viva; y si así era, si habían formalizado el divorcio.

Era evidente que la joven, Klavdia, no estaba casada con el miembro del Consejo Militar. Había ciertos matices de arrogancia y condescendencia en la manera en que Alla Serguéyevna le hablaba: «Sí, estoy jugando a las cartas contigo, nos tuteamos, pero son sólo exigencias de la guerra en la que tú y yo participamos».

Por su parte, Klavdia, también tenía un cierto sentido de superioridad respecto a Alla Serguéyevna. Darenski lo entendía así: «Muy bien, tal vez no estoy legalmente casada, pero al menos soy una compañera de guerra, soy fiel al miembro del Consejo; de ti, en cambio, aunque seas esposa legítima, sé dos o tres cosas… Atrévete a llamarme “amante del guerrero”…».

Volodia no se esforzaba en disimular lo mucho que le gustaba Klavdia. Parecía decir: «El mío es un amor desesperado; ¿cómo puedo, yo, un cocinero, competir con un miembro del Consejo Militar…? Pero aunque sólo sea un cocinero, te amo con un amor puro, tú misma lo debes de notar. Me basta con poder mirar tus ojos negros por los que te ama el miembro del Consejo Militar, nada más».

Darenski jugaba mal a las cartas y Alla Serguéyevna le tomó bajo su protección. A la mujer le gustaba el enjuto teniente coronel que decía «se lo agradezco»; balbuceaba «le ruego que me excuse», cuando al repartir las cartas sus manos se tocaban; miraba desolado a Volodia que se hurgaba la nariz con los dedos y luego se secaba con un pañuelo; sonreía amablemente ante las bromas de los compañeros de juego y él mismo era muy ingenioso.

Después de hacer una de sus bromas, ella le dijo:

—Muy agudo, al principio no caía. Esta vida en la estepa me ha vuelto estúpida.

Pronunció estas palabras en voz baja, como para darle a entender, o mejor hacer que intuyera, que entre los dos se podía entablar una conversación íntima, de carácter privado, capaz de provocar escalofríos en la espalda, el único tipo de conversación que tiene importancia entre un hombre y una mujer.

Darenski continuó cometiendo errores y ella continuó corrigiéndole, pero entre ellos, mientras tanto, se había iniciado otro juego, un juego en el que Darenski no cometía errores, un juego que conocía perfectamente… Y aunque no hubieran hablado excepto para decirse «deshágase de las picas», «tire, tire, no tenga miedo, no se ahorre los triunfos», ella ya había visto y apreciado todos los atractivos que había en él: la suavidad y la fuerza, la reserva y la audacia, la timidez…

Alla Serguéyevna notaba todas esas cualidades por su propia perspicacia y porque Darenski sabía cómo mostrarlas. Y ella sabía demostrarle que entendía las miradas que él dirigía a su sonrisa, al movimiento de sus manos, a la manera como contraía la espalda, a su pecho bajo la elegante gabardina, a sus piernas, a sus cuidadas uñas. Darenski percibía que la voz de Alla era más cantarina y forzada, y su sonrisa era más amplia que de costumbre para permitirle apreciar la belleza de su voz, la blancura de sus dientes, la seducción de sus hoyuelos…

Darenski estaba emocionado y agitado por aquella atracción que se había despertado en él. Nunca se acostumbraba a una sensación así, y cada vez le parecía la primera. Su gran experiencia en las relaciones con las mujeres nunca se había transformado en costumbre. Su experiencia era una cosa, el placer y la excitación otra bien diferente. Precisamente eso le convertía en un verdadero amante de las mujeres.

Al final acabó pasando la noche en el cuartel general del ejército.

Por la mañana fue a ver al jefe del Estado Mayor, un coronel taciturno que no le hizo ni una pregunta sobre Stalingrado, sobre las novedades en el frente, sobre la situación al noroeste. Después de la conversación Darenski comprendió que aquel coronel podía ofrecer poca satisfacción a su curiosidad de inspector, le pidió que estampara un sello en sus documentos y salió a inspeccionar las tropas.

Se sentó en el coche con una extraña sensación de vacío y debilidad en las piernas y en las manos, sin un solo pensamiento, sin deseo, reuniendo en sí la saciedad y el vacío total… Le parecía que a su alrededor todo se había vuelto insípido y vacío: el cielo, la vegetación de las estepas, las dunas que el día antes le habían gustado tanto. No tenía ganas de hablar ni de bromear con el conductor, el pensamiento de los suyos, incluso de su madre, que Darenski quería y admiraba, le aburría y le dejaba indiferente…

Las reflexiones sobre la batalla en el desierto, en los confines de la tierra rusa, no le preocupaban, pero se sucedían con indolencia.

De vez en cuando Darenski escupía, movía la cabeza, y con una especie de inexpresivo asombro susurraba: «Pero qué mujer…».

En aquellos momentos se agolpaban en su cabeza pensamientos de arrepentimiento y la constatación de que aquel tipo de caprichos pasajeros no traían nada bueno, y se acordaba de haber leído alguna vez en un escrito de Kuprín, o en alguna novela extranjera, que el amor se parece al carbón: cuando está candente, quema; cuando está frío, ensucia.

Sentía incluso asomar las lágrimas a sus ojos, no es que tuviera deseos de llorar, sino de lloriquear, quejarse a alguien… No era una elección propia, era la voluntad del destino… Luego se durmió. Cuando se despertó, decidió al instante: «Si no me matan, a mi regreso tengo que ver sin falta a Állochka».

70

Tras volver del trabajo, el comandante Yershov se detuvo ante la litera de Mostovskói y le dijo:

—Un americano ha oído por la radio que nuestra resistencia en Stalingrado ha desbaratado la estrategia de los alemanes.

Después, arrugando la frente, añadió:

—Además hay una información de Moscú… algo sobre la liquidación del Komintern.

—¿Está de broma? ¿Se ha vuelto loco? —preguntó Mostovskói escrutando los ojos inteligentes de Yershov, fríos como el agua turbia de primavera.

—Quizás el americano se haya confundido —respondió Yershov rascándose el pecho con las uñas—. Quizá sea al contrario, que estén ampliando el Komintern.

Durante su vida Mostovskói había conocido varias personas parecidas, personas que se habían convertido en la membrana sensible, los portavoces de ideales, pasiones y pensamientos de toda la sociedad. Parecía que ningún acontecimiento serio en Rusia pudiera pasarles inadvertido. En la comunidad del campo de concentración ese portavoz de pensamientos y aspiraciones era Yershov. Pero el rumor sobre la liquidación del Komintern no presentaba el menor interés para este «director de conciencias» del campo.

El comisario de brigada Ósipov, que había sido responsable de la educación política de una gran unidad militar, se mostró asimismo indiferente a esta noticia.

—¿Sabe lo que me ha dicho el general Gudz? —dijo Ósipov dirigiéndose a Mostovskói—. Me ha dicho: «Es culpa de su educación internacionalista, camarada comisario, que hayamos conocido la desbandada. Deberíamos educar al pueblo en el espíritu del patriotismo, el espíritu de Rusia».

—¿Se refiere a Dios, el zar y la patria? —se rió maliciosamente Mostovskói.

—Todo eso son estupideces —dijo Ósipov bostezando nerviosamente—. Aquí la ortodoxia no cuenta, el problema es que los alemanes nos están despellejando vivos, querido camarada Mostovskói.

Un soldado español al que los rusos llamaban Andriushka, que dormía en la tercera fila de literas, había escrito «Stalingrado» en una tablilla de madera: por la noche miraba esa inscripción y por la mañana le daba la vuelta para que el kapo no la viera durante la inspección.

El mayor Kiríllov dijo a Mostovskói:

—Cuando no me enviaban a trabajar solía pasarme días enteros tumbado en la litera. Ahora me lavo la camisa y mastico astillas de pino contra el escorbuto.

Los oficiales de las SS, apodados «los alegres muchachos» porque siempre iban a trabajar cantando, increpaban a los rusos con más crueldad que de costumbre.

Lazos invisibles unían a los habitantes de los barracones del campo de concentración con la ciudad del Volga. Pero nadie estaba interesado en el Komintern.

Fue entonces cuando por primera vez Mostovskói fue abordado por el emigrado Chernetsov.

Cubriéndose con la palma de la mano la cuenca vacía de su ojo, aludió a la radioemisión que había escuchado el americano.

Era tanta su necesidad de hablar del tema que Mostovskói se alegró de que se le presentara aquella ocasión.

—Las fuentes no son fiables —señaló Mostovskói—. Probablemente sólo se trate de un rumor.

Con un tic neurasténico Chernetsov enarcó las cejas en señal de perplejidad, lo cual resaltaba desagradablemente su cuenca vacía.

—¿Por qué? —preguntó el menchevique tuerto—. ¿Por qué es poco fiable? Los señores bolcheviques han fundado la Tercera Internacional, los señores bolcheviques han fundado la teoría del así llamado socialismo en un solo país. La unión de esos dos términos es la quintaesencia de lo absurdo. Como hielo frito… Gueorgui Valentínovich Plejánov escribió en uno de sus últimos artículos: «El socialismo o existe como sistema mundial, internacional, o no existe en absoluto».

—¿El así llamado socialismo? —preguntó Mostovskói.

—Sí, sí, el «así llamado». El socialismo soviético.

Chernetsov sonrió y vio que Mostovskói también sonreía. Sonreían porque reconocían su pasado en aquellas palabras rencorosas, en aquellas entonaciones burlonas y odiosas.

La cuchilla afilada de su enemistad juvenil refulgió de nuevo a través de las décadas, y aquel encuentro en un campo de concentración nazi les recordó no sólo su antiguo odio, sino los tiempos de su juventud.

El prisionero extraño y enemigo conocía y amaba lo que Mostovskói durante su juventud había conocido y amado. Era Chernetsov, y no Ósipov o Yershov, quien recordaba el Primer Congreso del Partido, los nombres de personas que sólo a ellos les interesaban. Hablaban emocionados sobre las relaciones entre Marx y Bakunin, de qué habían dicho Lenin y Plejánov sobre los moderados y los radicales del periódico Iskra. Con qué afecto Engels, viejo y ciego, daba la bienvenida a los jóvenes socialdemócratas rusos que acudían a visitarle. ¡Qué insoportable había sido Liúbochka Akselrod en Zúrich!

Compartiendo evidentemente los mismos sentimientos que Mostovskói, el tuerto menchevique sonrió mientras decía:

—Los escritores han descrito de manera conmovedora el encuentro entre amigos de juventud. Pero ¿qué hay del encuentro entre enemigos de juventud, de perros viejos, de pelo gris y extenuados como usted y yo?

Mostovskói vio una lágrima corriendo por la mejilla de Chernetsov. Los dos comprendían que la muerte en el campo pronto anularía, cubriría de tierra, todos los acontecimientos de una larga vida: su enemistad, sus convicciones y sus errores.

—Sí —confirmó Mostovskói—, los que luchan contigo en el curso de toda una vida, se convierten a la fuerza en parte de tu propia vida.

—Es extraño —admitió Chernetsov— encontrarse en este pozo de lodo. —Después añadió inesperadamente—: Trigo, cereales, lluvia con sol… ¡Qué maravillosas palabras!

—Este campo es un sitio horrible —dijo Mostovskói; luego rió—. Todo parece bueno en comparación con él, incluso el encuentro con un menchevique.

Chernetsov movió tristemente la cabeza:

—Sí, no debe de ser fácil para usted.

—El hitlerismo… —dijo Mostovskói—. ¡El hitlerismo! Nunca imaginé que pudiera existir semejante infierno.

—No sé de qué se asombra —declaró Chernetsov—. El terror no debería sorprenderle.

Era como si el viento hubiera barrido todo lo bueno y melancólico que había nacido entre los dos, y enseguida se enzarzaron en una discusión violenta y despiadada.

Las difamaciones de Chernetsov eran horribles porque no sólo se alimentaban de mentiras. Las atrocidades que se habían cometido durante la construcción del socialismo, los pequeños y aislados errores, Chernetsov los elevaba a reglas generales. Así el menchevique recriminó a Mostovskói:

Por supuesto le conviene pensar que los hechos de 1937 no fueron más que «excesos» y que los crímenes cometidos durante la colectivización se debieron al «vértigo del éxito», que vuestro gran y querido líder sólo peca de una leve crueldad y ambición. Pero en realidad es todo lo contrario: la monstruosa inhumanidad de Stalin ha hecho de él el continuador de Lenin. De hecho a ustedes les gusta escribir: Stalin es el Lenin de nuestros tiempos. Ustedes creen que la miseria de los pueblos y el hecho de que los obreros estén privados de derechos no son más que elementos transitorios, dificultades del crecimiento. Ustedes son los verdaderos kulaks, los verdaderos monopolistas: el trigo que compráis a un campesino a cinco kopeks el kilo y luego volvéis a venderle a un rublo el kilo es la base de todo el edificio soviético.

—¡Incluso usted, un emigrado y un menchevique, admite que Stalin es el Lenin de nuestros tiempos! —exclamó Mostovskói—. Somos los herederos de todas las generaciones de revolucionarios rusos desde Pugachev a Razin. Los herederos de Pugachev, Razin, Dobroliúbov y Herzen no sois vosotros, renegados mencheviques que habéis huido al extranjero, sino Stalin.

—¡Sí, los herederos! —dijo Chernetsov—. ¿Se da cuenta del significado de las elecciones para la Asamblea Constituyente? ¡Después de mil años de esclavitud! Durante todo un milenio Rusia ha sido libre poco más de seis meses. Su Lenin no heredó la libertad rusa: la mató. Cuando pienso en los procesos de 1937 me viene a la mente otro legado completamente diferente: ¿se acuerda usted del coronel Sudeikin, el jefe de la Tercera Sección, que junto con Degáyev quería atemorizar al zar montando falsos complots y, por este medio, usurpar el poder? ¿Y usted piensa que Stalin es el heredero de Herzen?

—¿Es que estoy hablando con un idiota? —preguntó Mostovskói—. ¿Dice en serio lo de Sudeikin? ¿Y la revolución social más grande de todos los tiempos, la expropiación a los expropiadores, las fábricas sustraídas a los capitalistas y las tierras arrebatadas a los terratenientes? ¿Es que no se ha dado cuenta? ¿Es que es eso herencia de Sudeikin? ¿Y la alfabetización general? ¿Y la industria pesada? ¿Y la irrupción del cuarto estado, obreros y campesinos, en todos los campos de la actividad humana? ¿Dónde está aquí la herencia de Sudeikin? Qué lástima me da.

—Lo sé, lo sé —dijo Chernetsov—, no se pueden discutir los hechos. Se explican. Sus mariscales y escritores, sus doctores en ciencias, artistas y comisarios del pueblo no están al servicio del proletariado. Están al servicio del Estado. Por lo que respecta a los que trabajan en los campos o las fábricas, espero que no se atrevan ustedes a decir que son los amos. ¡Vaya amos están hechos!

Se inclinó de repente hacia Mostovskói y dijo:

—Permítame que le diga que al único que respeto de todos ustedes es a Stalin. Él es un albañil y ustedes, unos señoritos. Stalin entiende cuál es la verdadera base del socialismo en un solo país: el terror, los campos penitenciarios, los procesos de brujas medievales.

Mijaíl Sídorovich replicó a Chernetsov:

—Querido, todas esas calumnias no son nuevas. Pero debo decirle que usted lo dice de una manera especialmente repulsiva. Sólo un hombre que haya vivido en su casa desde niño y que luego lo hayan echado a la calle puede ser tan despreciable. ¿Se da cuenta de qué tipo de hombre es ése? ¡Un lacayo!

Miró fijamente a Chernetsov y dijo:

—No le ocultaré que más bien tenía ganas de recordar lo que nos unía en 1898 y no lo que nos separó en 1903[68].

—¿Conversar sobre la época en que todavía no se había echado al lacayo de su casa?

Llegados a ese punto, Mijaíl Sídorovich montó en cólera:

—Sí, sí, ¡así es! ¡Un lacayo al que se ha expulsado, que ha huido! ¡Con guantes de hilo! Nosotros no llevamos guantes, no tenemos nada que ocultar. ¡Nuestras manos están sucias de sangre, de barro! ¿Y entonces? Hemos llegado al movimiento obrero sin los guantes de Plejánov… ¿Qué os han dado vuestros guantes de lacayo? ¿Las monedas de plata de Judas que recibís por vuestros miserables artículos en Sotsialistícheski Véstnik? Aquí, en el campo de concentración, los ingleses, los franceses, los polacos, los noruegos, los holandeses creen en nosotros. ¡La salvación del mundo está en nuestras manos! en la fuerza del Ejército Rojo. ¡Es el ejército de la libertad!

—¿Y es así como ha sido siempre? —le interrumpió Chernetsov—. ¿Y qué me dice del pacto con Hitler y la invasión de Polonia en 1939? ¿Y de cómo vuestros carros aplastaron a Lituania, Estonia, Letonia? ¿Y la invasión de Finlandia? Vuestro ejército y Stalin han robado a los pueblos pequeños lo que la Revolución les había dado. ¿Y la represión de las sublevaciones campesinas en Asia Central? ¿Y la represión de Kronstadt? ¿Todo eso en nombre de la libertad y la democracia?

Mostovskói levantó las manos a la altura de la cara de Chernetsov:

—Aquí están: ¡sin guantes de lacayo!

—¿Recuerda a Strelnikov, el jefe de la policía política? También él trabajaba sin guantes. Escribía falsas confesiones en nombre de los revolucionarios a los que mandaba golpear casi hasta la muerte. ¿De qué os ha servido 1937? ¿Os habéis estado preparando para luchar contra Hitler, tal vez? ¿Quién os lo ha enseñado, Marx o Strelnikov?

—No me sorprenden en absoluto sus palabras nauseabundas —dijo Mostovskói—. No esperaba menos de usted. Pero ¿sabe lo que me sorprende? ¿Por qué los nazis le han hecho prisionero en un campo? ¿Por qué? A nosotros nos odian a muerte. Eso está claro. Pero ¿por qué Hitler le ha metido a usted y a sus amigos en el campo?

Chernetsov sonrió, y su cara adoptó la expresión que tenía al principio de la conversación.

—Ya, como usted ve, aquí me tienen —respondió—. No me sueltan. Intervenga a mi favor, tal vez me liberen. Pero Mostovskói no estaba para bromas.

—Con el odio que usted nos tiene no debería estar preso en un campo de concentración nazi. Y no hablo sólo de usted, sino también de ese tipo —dijo señalando a Ikónnikov-Morzh, que se aproximaba.

La cara y las manos de Ikónnikov estaban manchadas de barro. Éste alargó a Mijaíl Sídorovich algunas hojas de papel sucias escritas a mano y dijo:

—Léalas. Quizá mañana estemos muertos.

Mostovskói, escondiendo las hojas bajo el jergón, exclamó furioso:

—Las leeré, pero ¿qué es eso de que mañana estaremos muertos?

—¿Sabe lo que he oído? Que las fosas que hemos cavado están destinadas a cámaras de gas. Hoy han comenzado a verter hormigón en los cimientos.

—Sí —dijo Chernetsov—. Ese rumor ya corría cuando estábamos instalando la vía férrea.

Miró a su alrededor, y Mostovskói pensó que Chernetsov estaba interesado en comprobar si los compañeros que llegaban del trabajo advertían que estaba hablando en tono desenfadado con un viejo bolchevique. Con toda probabilidad se sentía orgulloso de que le vieran así los italianos, los noruegos, los españoles, los ingleses, pero sobre todo, los prisioneros rusos.

—¿Y tenemos que continuar trabajando? —preguntó Ikónnikov-Morzh—. ¿Participar en la preparación del horror?

Chernetsov se encogió de hombros.

—¿Qué cree, que estamos en Inglaterra? Aunque ocho mil personas se negaran a trabajar, no cambiaría nada. Las matarían en menos de una hora.

—No, no puedo —dijo Ikónnikov-Morzh—. No iré, no iré.

—Si no quiere trabajar, acabarán con usted —afirmó Mostovskói.

—Así es —dijo Chernetsov—. Puede creer estas palabras, el camarada aquí presente sabe qué significa incitar a la huelga en un país donde no existe democracia.

La conversación con Mostovskói lo había apesadumbrado. Ahí, en el campo nazi, las palabras que había pronunciado infinidad de veces en su apartamento de París le sonaban falsas, absurdas. Escuchando las conversaciones entre los reclusos a menudo descubría la palabra «Stalingrado». A eso, tanto si le gustaba como si no, estaba ligado el destino del mundo.

Un joven inglés le hizo el signo de la victoria y añadió:

—Rezaré por vosotros. Stalingrado ha detenido la avalancha.

Chernetsov, al oír esas palabras, sintió una feliz emoción y, dirigiéndose a Mostovskói, dijo:

—¿Sabe? Heine decía que sólo los idiotas demuestran su propia debilidad ante el enemigo. Bueno, seré un idiota, tiene razón: veo claramente el gran significado de la lucha que mantiene el Ejército Rojo. Para un socialista ruso es duro comprenderlo, y al comprenderlo, estar orgulloso y sufrir, y al mismo tiempo, odiaros.

Miró a Mostovskói. Por un momento pareció como si el ojo sano de Chernetsov también estuviera inyectado en sangre.

—Pero ¿no entiende, incluso aquí, que un hombre no puede vivir sin democracia ni libertad? —preguntó Chernetsov.

—Basta, basta ya de crisis nerviosas.

Miró alrededor, y Chernetsov pensó que Mostovskói se preocupaba de que los que llegaban del trabajo lo vieran charlando amistosamente con un emigrado menchevique. Con toda probabilidad se avergonzaba incluso ante los extranjeros. Pero sobre todo ante los prisioneros rusos.

La órbita vacía y sangrienta miraba fijamente a Mostovskói.

Ikónnikov sacudió el pie descalzo del sacerdote que se sentaba en la litera de la segunda fila.

Que dois-je faire, mio padre? Nous travaillons dans une Vernichtungslager.

Los ojos de antracita de Guardi escrutaron las caras de los allí presentes.

Tout le monde travaille lábas. Et moi je travaille lábas. Nous sommes des esclaves —dijo lentamente—. Dieu nous pardonnera.

C’est son métier —añadió Mostovskói.

Mais ce n’est pas votre métier —contestó Guardi en tono de reproche.

Ikónnikov-Morzh dijo a toda prisa:

—Sí, eso es lo que dice Mijaíl Sídorovich, pero yo no quiero la absolución de mis pecados. No diga que son culpables los que te obligan, que tú eres un esclavo, y que no eres culpable porque no eres libre. ¡Yo soy libre! Soy yo el que está construyendo un Vernichtungslager, yo el que responde ante la gente que morirá en las cámaras de gas. Yo puedo decir: «¡No!». ¿Qué poder puede prohibírmelo si encuentro dentro de mí la fuerza para no tener miedo a la muerte? ¡Yo diré «no»! Je dirai non, mio padre, je dirai non.

Guardi puso su mano sobre la cabeza gris de Ikónnikov.

Dones-moi votre main —dijo.

—Bien. Ahora el pastor amonestará a su oveja extraviada por su orgullo —dijo Chernetsov.

Mostovskói asintió.

Pero Guardi no amonestó a Ikónnikov: se llevó a los labios la mano sucia de Ikónnikov y la besó.

71

Al día siguiente Chernetsov estaba hablando con uno de sus pocos conocidos soviéticos, el soldado del Ejército Rojo Pavliukov que trabajaba como enfermero en el Revier.

Pavliukov se estaba quejando de que pronto tendría que dejar su puesto actual para ir a cavar fosas.

—Es por culpa de los miembros del Partido —aseguró—, no soportan que tenga un buen puesto porque he sabido sobornar a la gente acertada. Pero ellos saben guardarse las espaldas: siempre acaban trabajando en la cocina, en el Waschraum, como barrenderos. ¿Recuerda lo que pasaba antes de la guerra? el comité de distrito es mío. El sindicato es mío. ¿No es cierto? Aquí es lo mismo. Ponen a sus hombres en la cocina para tener raciones de comida más abundantes. Mantienen a un viejo bolchevique como si estuviera en una casa de reposo, mientras que vosotros ya os podéis estar muriendo como perros que no os mirarán siquiera. ¿Es justo? Después de todo nosotros también hemos trabajado duro por el poder soviético.

Chernetsov, confuso, admitió que hacía veinte años que no vivía en Rusia. Había notado que palabras como «emigrado» y «extranjero», alejaban al instante a los detenidos soviéticos. Pero la respuesta de Chernetsov no puso en alerta a Pavliukov.

Se sentaron sobre un montón de tablas. Pavliukov, que tenía el aspecto de un verdadero hijo del pueblo, con su nariz y frente ancha —como observó Chernetsov—, miró al centinela que se estaba dirigiendo a la torre de hormigón, y dijo:

—No tengo otra elección. Me uniré al ejército de voluntarios. De lo contrario será mi fin.

—¿Para salvar el pellejo? —preguntó Chernetsov.

—Yo no soy un kulak —dijo Pavliukov—, y nunca he sido enviado a las talas forestales para cortar árboles, pero tengo mis reservas contra los comunistas. No te dejan vivir a tu manera. No, eso no lo siembres; con ésa no te cases; éste no es tu trabajo. El hombre acaba pareciéndose a un loro. Desde niño he querido abrir una tienda propia, una donde se pudiera comprar todo lo que uno quisiera. Y al lado de la tienda, un pequeño restaurante donde, después de las compras, poder tomar una copita, meterte algo caliente en el cuerpo, o si te apetece, una cerveza. ¿Sabe? Lo habría hecho a buen precio. Habría servido platos sencillos. ¡Patatas al horno! ¡Tocino con ajo! ¡Col en salmuera! ¿Sabe lo que le serviría a la gente con el vodka? ¡Huesos de tuétano! Los tendría todo el rato cociéndose en la olla. Así, tú pagas por el vodka, y yo te ofrezco un trozo de pan negro, un hueso, y sal, por supuesto. Y por todas partes, sillones de piel para evitar piojos. Te sientas ahí, tranquilamente, y nosotros te servirnos. Pero si le hubiera contado a alguien esa idea, me habrían enviado a Siberia. No veo dónde está el daño para el pueblo. Los precios serían la mitad que los del Estado.

Pavliukov miró de reojo a su interlocutor.

—En nuestro barracón se han inscrito cuarenta tipos como voluntarios.

—¿Por qué motivo?

—Por un plato de sopa, por un abrigo, para no trabajar hasta que te reviente el cráneo.

—¿Y qué más?

—Algunos empujados por razones ideológicas.

—¿Cuáles?

—Bueno, diferentes… La gente asesinada en los campos. La pobreza en los pueblos. Ya no soportan el comunismo.

—¡Eso es despreciable! —exclamó Chernetsov.

El soviético lanzó una mirada de curiosidad al emigrado, y éste advirtió en su curiosidad una sorpresa burlona.

—Es vergonzoso, bajo, inmoral —dijo Chernetsov—. No es momento de ajustar cuentas; así no es como se arreglan las cosas. Es algo inmoral para uno mismo y para su país.

Se levantó y se sacudió el trasero.

—Nadie puede acusarme de sentir simpatía hacia los bolcheviques —dijo—. Pero, créame, no es momento para ajustar cuentas. No se una a Vlásov —comenzó a tartamudear en su excitación, y añadió—: Escuche, camarada. No vaya.

Después de pronunciar la palabra «camarada», como en los tiempos de su juventud, no pudo ocultar su emoción:

—Dios mío —balbuceó—, si hubiera podido…

… El tren se alejó del andén. El aire, cargado de polvo, estaba impregnado de olores dispares: lilas, humo de la locomotora y de la cocina del restaurante de la estación, el hedor del basurero de la ciudad.

El farol continuaba alejándose, cada vez más distante, hasta que pareció inmovilizarse entre otras luces verdes y rojas.

El estudiante permaneció un instante en el andén antes de salir por la puerta lateral de la estación. Mientras ella se despedía de él, le había rodeado el cuello con sus brazos y le había besado en la frente, los cabellos, se sentía confusa, al igual que él, por la violencia repentina de sus sentimientos… Salía de la estación y la felicidad que había nacido en su interior le hacía girar la cabeza; parecía que aquél era el inicio de algo que llenaría toda su vida…

Había recordado aquel instante la tarde que finalmente abandonó Rusia, de camino a Slavuta. Se acordó más tarde, en un hospital de París, después de la operación en que le extrajeron el ojo afectado de glaucoma, y lo recordaba también cuando penetraba en el porche, siempre en penumbra, del banco donde trabajaba.

El poeta Jodásevich, que también había abandonado Rusia para instalarse en París, había escrito:

Va un peregrino, apoyado en un báculo:

quién sabe por qué me acuerdo de ti.

Va una carroza con las ruedas rojas:

quién sabe por qué me acuerdo de ti.

Se enciende una luz en el pasillo de noche:

quién sabe por qué me acuerdo de ti.

Siempre, en todas partes, por tierra y por mar,

o incluso en el cielo, me acordaré de ti…

Sentía de nuevo deseos de acercarse a Mostovskói y preguntarle:

—¿No conocerá por casualidad a una tal Natasha Zadónskaya? ¿Sabe si está viva? ¿De veras ha caminado usted por la misma tierra que ella durante todas estas décadas?

72

El Stubenälteste Keize, un ladrón de Hamburgo que llevaba polainas amarillas y una chaqueta a cuadros color crema con los bolsillos de parche, estaba de buen humor durante el pase de lista nocturno. Deformando las palabras rusas, canturreaba: Kali zavtra voina, esli zavtra pochod[69]

Su cara arrugada, color azafrán, los ojos marrones como de plástico, aquella noche expresaban bondad. Su mano regordeta, blanca como la nieve, sin un solo pelo, cuyos dedos eran capaces de estrangular a un caballo, daba golpecitos en la espalda y los hombros de los detenidos. Para él matar era tan sencillo como poner una zancadilla a modo de broma. Siempre mantenía un punto de excitación después de un asesinato, como un gato que ha estado jugando con un abejorro.

Casi siempre mataba por orden del Sturmführer Drottenhahr, el responsable de la sección sanitaria en el bloque oriental. Lo más difícil era acarrear los cuerpos hasta los crematorios, pero de eso no se ocupaba Keize: nadie se había atrevido a pedirle una tarea semejante. Drottenhahr era demasiado experto y no permitía que los hombres se debilitaran hasta el punto de que tuvieran que ser llevados al lugar de la ejecución en camilla.

Keize no apremiaba a los que estaban destinados a la «operación», no les hacía observaciones maliciosas, nunca los empujaba o golpeaba. Aunque había subido más de cuatrocientas veces los dos escalones de hormigón que conducían a las cámaras especiales siempre sentía un vivo interés por el hombre que iba a ser sometido a la operación: por la mirada de terror e impaciencia, de sumisión, sufrimiento, timidez y apasionada curiosidad con que el condenado iba al encuentro del hombre que iba a matarle.

Keize no lograba entender por qué le gustaba tanto lo prosaico de su trabajo. La cámara especial tenía una apariencia anodina: un taburete, un suelo de piedra gris, un desagüe, un grifo, una manguera, un despacho con un libro de registro.

La operación se efectuaba con absoluta naturalidad, siempre se hablaba de ella en tono de broma. Si se llevaba a cabo con ayuda de una pistola, Keize decía «disparar en la cabeza un grano de café»; si se hacía mediante una inyección de fenol, Keize lo llamaba «pequeña dosis de elixir».

Le parecía asombroso y sencillo el modo en que se revelaba el secreto de la vida en un grano de café y una dosis de elixir.

Sus ojos marrones de plástico tundido parecían no pertenecer a un ser vivo. Era una resina amarilla pardusca que se había petrificado… Y cuando en los ojos de hormigón de Keize aparecía una expresión de alegría, inspiraban terror, probablemente el mismo terror que siente un pececito que se aproxima a un tronco aparentemente cubierto de arena para descubrir de repente que la oscura masa viscosa tiene ojos, dientes, tentáculos.

Allí, en el campo de concentración, Keize experimentaba un sentimiento de superioridad respecto a los pintores, revolucionarios, científicos, generales, religiosos que poblaban los barracones. Ya no se trataba del grano de café o la dosis de elixir. Era un sentimiento de superioridad natural, y ese sentimiento le colmaba de alegría.

No gozaba de su enorme fuerza física, ni de su capacidad para apartar los obstáculos a su paso, de llevarse a la gente por delante o para forzar cajas fuertes. Se sentía orgulloso de los complejos enigmas que encerraba su alma. Había algo particular en su ira que se desataba sin lógica aparente. Una vez, en primavera, cuando los prisioneros de guerra rusos seleccionados por la Gestapo fueron descargados del convoy en el barracón especial, Keize les pidió que cantaran sus canciones preferidas.

Cuatro rusos con mirada de ultratumba y las manos hinchadas entonaron: «¿Dónde estás, oh, Suliko mía?». Keize escuchaba melancólico y miraba a un hombre de pómulos prominentes que estaba en un rincón. Por respeto a los artistas no interrumpió la canción, pero cuando los cantantes se callaron, dijo al hombre de pómulos salientes que no había participado en el coro que cantara como solista. Echando una ojeada al cuello sucio de la guerrera del soldado, donde quedaban las marcas de los galones descosidos, Keize preguntó:

Verstehen Sie, Herr Major, ¿has comprendido, cerdo?

El hombre asintió. Había comprendido.

Keize le cogió por el cuello y lo zarandeó como se sacude un despertador estropeado. El prisionero de guerra le asestó un puñetazo en el pómulo y le insultó.

Parecía que le había llegado su hora. Pero el Gauleiter del barracón especial no mató al mayor Yershov, le asignó catre del rincón, en el fondo, junto a la ventana. El lugar estaba vacío a la espera de alguien que resultara del agrado de Keize. Ese mismo día Keize llevó a Yershov un huevo de oca cocido y riéndose se lo dio.

Ihre Stimme wird sebón![70]

Desde entonces Keize se comportó bien con Yershov. También en el barracón todo el mundo respetaba a aquel prisionero cuya firmeza inflexible se asociaba a un carácter dulce y alegre.

Después del incidente con Keize, sólo uno de los intérpretes de Suliko estaba resentido con Yershov: el comisario de brigada Ósipov.

—Es un tipo difícil —decía.

Poco después de este suceso Mostovskói bautizó a Yershov como director de conciencias.

Además de Ósipov, otro hombre que sentía antipatía por Yershov era Kótikov, un prisionero de guerra taciturno que parecía saberlo todo de todo el mundo. Kótikov era incoloro; todo lo que tenía que ver con él —sus ojos, los labios, incluso la voz— carecía de color. La ausencia de color era tan pronunciada que se convertía en un color inolvidable.

Aquella noche la alegría de Keize durante el pase de lista hizo aumentar la tensión y el miedo entre los detenidos. Los habitantes de los barracones siempre vivían en estado de alerta, a la espera de que algo malo sucediera, y el miedo, los presentimientos, la angustia que experimentaban día y noche, ora se hacían más intensos, ora amainaban, pero nunca les abandonaban.

Hacia el final del pase de lista, ocho kapos fueron a los barracones especiales. Vestían una ridícula gorra de visera propia de un payaso y un brazalete de un amarillo vivo. A juzgar por sus caras, se adivinaba que no llenaban su escudilla de la olla del resto de los reclusos.

El hombre al mando, Kónig, era alto, rubio y apuesto. Vestía un abrigo de color acerado al que le habían descosido todos los distintivos. Por debajo del abrigo asomaban un par de botas que relucían como diamantes. Era un antiguo oficial de las SS que había sido degradado y relegado al campo por varios delitos criminales. Ahora era el jefe de la policía del campo.

Mütze ab![71] —gritó Keize.

Así dio inicio el registro. Los kapos, con los gestos entrenados y aprendidos de los obreros de una fábrica, palpaban las mesas en busca de cavidades, sacudían los harapos, comprobaban con sus dedos ágiles e inteligentes las costuras de las ropas de los detenidos, y miraban dentro de las escudillas. A veces, a modo de broma, propinaban un rodillazo en el trasero a un detenido y decían: «A tu salud».

De vez en cuando los kapos se volvían hacia Kónig y le tendían algún objeto encontrado: unos apuntes, un cuaderno, una cuchilla de afeitar. Kónig, con un movimiento brusco de guantes, les hacía saber si le parecía digno de interés o no.

Durante el registro los detenidos permanecían de pie, alineados en fila.

Mostovskói y Yershov estaban uno al lado del otro, mirando a Kónig y Keize. Las figuras de los dos alemanes parecían fundidas en bronce.

Mostovskói se tambaleaba, la cabeza le daba vueltas. Apuntando con el dedo en dirección a Keize, dijo a Yershov:

—¡Ay qué individuo!

—Un magnífico ejemplar ario —respondió Yershov. Y para que Chernetsov no le oyera murmuró al oído de Mostovskói—: Pero algunos de nuestros muchachos no se quedan cortos.

Chernetsov se entrometió en la conversación que no había oído y dijo:

—Cada pueblo tiene el derecho sagrado de poseer sus héroes, sus santos y sus villanos.

Mostovskói se volvió hacia Yershov, pero lo que dijo también iba para Chernetsov.

—Por supuesto, nosotros también tenemos a nuestros canallas, pero en el asesino alemán hay algo irrepetible.

El registro concluyó. Dieron la orden de echarse a dormir. Los prisioneros se encaramaron a sus literas.

Mostovskói se acostó y estiró las piernas. Luego recordó que no había comprobado si todas sus cosas seguían en orden. Se levantó con un gemido y empezó a examinar sus pertenencias. Parecía que no había desaparecido la bufanda, ni tampoco los trozos de tela que utilizaba como calcetines, pero la sensación de ansiedad no remitió.

Yershov se le aproximó y le dijo en voz baja:

—El kapo Nedzelski va diciendo por ahí que nuestro bloque se disolverá. Algunos de los hombres serán retenidos para ser sometidos a más interrogatorios y la mayor parte irá a parar a campos comunes.

—Qué más da —respondió Mostovskói.

Yershov se sentó en el catre y dijo, con una voz baja y sin embargo clara:

—¡Mijaíl Sídorovich!

Mostovskói se incorporó sobre el codo y le miró.

—Mijaíl Sídorovich, he estado pensando en algo importante y necesito hablar con usted. Si vamos a morir quiero que sea haciendo ruido.

Hablaba en un susurro y Mostovskói, escuchando a Yershov, comenzó a sentirse embargado por la emoción. Era como si una brisa mágica soplara sobre él.

—El tiempo es oro —dijo Yershov—. Si los alemanes consiguen tomar ese diabólico Stalingrado, todo el mundo se instalará en la apatía. Sólo tiene que echar un vistazo a tipos como Kiríllov para convencerse.

El plan de Yershov consistía en formar una alianza militar entre los prisioneros de guerra. Repasó el plan punto por punto de memoria, como si estuviera leyendo un documento.

—… instauración de la disciplina y de la solidaridad entre todos los ciudadanos soviéticos presentes en el campo; expulsión de los traidores del propio círculo; sabotaje al enemigo; creación de comités de lucha entre prisioneros polacos, franceses, yugoslavos y checos…

Mirando sobre las literas la confusa penumbra del barracón, dijo:

—Algunos de los hombres de la fábrica militar confían en mí: reuniremos armas. Haremos las cosas a lo grande. Disponemos de enlaces con decenas de otros campos. Terror contra los traidores. Nuestro objetivo final: una sublevación general, una Europa libre y unida.

—¡Una Europa libre y unida! Ay, Yershov, Yershov…

—No estoy hablando por hablar. Nuestra conversación es sólo el inicio de la lucha.

—Me alisto en su ejército —dijo Mostovskói y, moviendo la cabeza, repitió—: Una Europa libre… Aquí, en nuestro campo, habrá una sección de la Internacional Comunista, compuesta sólo por dos personas, una de las cuales ni siquiera está afiliada al Partido.

—Usted tiene conocimientos de alemán, inglés y francés, conseguiremos miles de contactos —afirmó Yershov—. ¿Qué Komintern necesita? Prisioneros de todos los países, ¡uníos!

Mostovskói, mirando a Yershov, pronunció unas palabras que creía haber olvidado hacía mucho tiempo:

—¡La voluntad del pueblo! —Y se sorprendió de haber recordado justamente esas palabras.

—Tenemos que hablar con Ósipov y el coronel Zlatokrilets —prosiguió Yershov—. Ósipov tiene una gran energía. Pero no le gusto, es mejor que hable usted con él. Y yo hablaré con el coronel hoy mismo. Con ellos seremos cuatro.

73

El cerebro del mayor Yershov trabajaba sin tregua, día y noche, elaborando un plan para articular un movimiento clandestino que abarcara todos los campos alemanes. Pensaba en los medios de enlace entre ellos, reteniendo los nombres de los campos de trabajo, los campos de concentración y las estaciones ferroviarias. Pensaba en la creación de un código secreto, en la posibilidad de incluir en las listas de transporte, con ayuda de los detenidos que trabajaban en la administración, a los miembros de la organización secreta que tendrían que desplazarse de campo en campo.

¡Su alma acariciaba un sueño! La obra de miles de agitadores clandestinos y heroicos saboteadores culminaría con una insurrección armada en los campos. Quienes se involucraran en el alzamiento deberían hacerse con la artillería antiaérea, utilizada para la defensa del campo, para transformarla en medios antitanque y antiinfantería. Era preciso identificar a los artilleros reclusos y afrontar los cálculos relativos a las piezas incautadas por los grupos de asalto.

El mayor Yershov conocía bien la vida del campo; sabía valorar la potencia de la corrupción, del miedo, de la necesidad de llenar el estómago. Había visto a muchos hombres cambiar sus honestas guerreras por los capotes azul claro con hombreras de los voluntarios de Vlásov.

Presenciaba el abatimiento, el servilismo, la deslealtad y la sumisión. Constataba el horror ante el horror. Veía a hombres petrificados de miedo ante los aterradores oficiales de las SS.

Al mismo tiempo, en los pensamientos del harapiento mayor hecho prisionero no había fantasías.

Durante los tiempos oscuros del implacable avance alemán hacia el frente oriental, él sostenía a sus compañeros con palabras alegres y valientes, convencía a aquellos que estaban hinchados por el hambre a luchar por su salud. En él habitaba un desprecio inextinguible, provocador e indestructible por la violencia.

Los hombres captaban el fuego vivo que Yershov emanaba; un fuego sencillo y necesario a todos, igual al de la estufa rusa donde arde la leña de abedul.

Debía de ser aquella calidez, unida a la fuerza de su mente y coraje, la que había erigido a Yershov como líder indiscutible de los oficiales soviéticos en el campo. Yershov había comprendido hacía tiempo que Mijaíl Sídorovich sería el primer hombre al que confiaría sus pensamientos.

Tendido en el catre miraba fijamente las tablas rugosas del techo como si observara la tapa de su ataúd con el corazón aún latiéndole.

Aquí, en el campo, como nunca antes en sus treinta y tres años de vida, era consciente de su propia fortaleza. Su vida no había sido fácil antes de la guerra. Su padre, un campesino de Vorónezh, había sido deskulakizado en 1930. En aquella época, Yershov servía en el ejército. No rompió la relación con su padre. No fue admitido en la Academia Militar, aunque había pasado el examen de ingreso con calificación de sobresaliente. Después de conseguir con no pocas dificultades graduarse en la Escuela Militar fue destinado a una oficina de reclutamiento de distrito. Su padre y el resto de la familia fueron confinados al norte de los Urales. Yershov pidió un permiso y fue a visitarle. Desde Sverdlovsk recorrió doscientos kilómetros por una vía estrecha. A lo largo de ambos lados de la vía se extendían vastas extensiones de bosques y pantanos, pilas de leña, el alambre espinoso del campo, las barracas y los refugios cavados en la tierra. Las altas torres de vigilancia se erguían como hongos venenosos con piernas gigantes. El convoy fue detenido dos veces: un pelotón de guardias buscaba a un prisionero fugado. Por la noche el tren se detuvo en un apartadero y esperó el paso de otro convoy en dirección opuesta. Yershov no lograba conciliar el sueño, oía los ladridos de los perros de la OGPU[72], los silbidos de los centinelas de un enorme campo penitenciario que se encontraba en las inmediaciones.

Llegó al final de la línea tres días después y, aunque llevaba en el cuello el distintivo de teniente, le pedían a menudo el pase ferroviario y los documentos reglamentarios y en cada control esperaba que le dijeran «venga, coge tus cosas» y le condujeran a un campo… Evidentemente también el aire de aquel lugar tenía algo de concentracionario.

Prosiguió su viaje por una carretera entre pantanos, recorriendo setenta kilómetros en la parte trasera de un camión. El vehículo pertenecía al sovjós OGPU donde trabajaba su padre. Iba atestado de trabajadores deportados a los que enviaban a talar árboles. Yershov les hizo algunas preguntas pero sólo recibió monosílabos como respuesta, evidentemente tenían miedo de su uniforme militar.

Al atardecer llegaron a una diminuta aldea encajonada entre la linde de un bosque y el borde de un pantano. Más tarde recordaría la dulce tranquilidad de la puesta de sol en las inmensas extensiones del norte. Bajo la luz del crepúsculo las isbas parecían completamente negras, como si las hubieran hecho hervir en alquitrán.

Cuando entró en la chabola, con él penetró la última luz del día. La humedad, el bochorno, el olor a comida de pobre, la ropa miserable y las camas, el calor del humo le salieron al encuentro.

De aquella oscuridad emergió su padre, la cara demacrada, ojos espléndidos que golpearon a Yershov por su indescriptible expresión.

Los brazos viejos, delgados, rudos envolvieron al hijo en un abrazo, y en ese movimiento convulso de los viejos brazos extenuados que colgaban del cuello del joven oficial se expresaba un tímido lamento y tanto dolor, una petición de defensa tan confiada, que Yershov sólo encontró un modo de responder: se echó a llorar.

Después visitaron tres tumbas: la madre había muerto en el primer invierno, la hermana mayor, Aniuta, en el segundo y Marusia, en el tercero.

Allí, en el mundo de los campos, los cementerios y los pueblos se fundían en uno. El mismo musgo cubría las paredes de madera de las isbas y las pendientes de los refugios, los túmulos y los terrones de los pantanos. La madre y las hermanas de Yershov descansarían por siempre bajo ese cielo: en invierno, cuando el hielo congela la humedad, y en otoño, cuando la tierra del cementerio se hincha con el agua sucia de los pantanos desbordados.

Padre e hijo permanecieron allí de pie, en silencio. Después el padre levantó la mirada hacia su hijo y abrió los brazos: «Perdonadme, vivos y muertos, porque no supe salvar a los que amaba».

Aquella noche el padre se confió al hijo. Habló con calma, tranquilo. Lo que le contó sólo podía ser dicho con tranquilidad, nunca expresado con lágrimas o gritos.

En una pequeña caja cubierta con un periódico Yershov le había llevado algunos obsequios y medio litro de vodka. El anciano habló, y el hijo se sentó a su lado y escuchó.

Le habló sobre el hambre, sobre la gente del pueblo que había muerto, sobre los niños cuyos cuerpos llegaron a pesar menos que una gallina o una balalaica.

Narró los cincuenta días de travesía, en invierno, en un vagón de ganado con goteras; día tras día los muertos viajaron al lado de los vivos. Prosiguieron el viaje a pie, las mujeres llevaban a los niños en brazos. La madre de Yershov deliraba de fiebre. Fueron conducidos al interior del bosque, donde no había ni una sola choza o refugio; comenzaron una nueva vida en pleno invierno, encendiendo hogueras, construyendo camas con ramas de abeto, derritiendo nieve en cacerolas, enterrando a los muertos…

«Es la voluntad de Stalin», afirmó el padre sin un ápice de ira o resentimiento. Así hablaba la gente sobre la fuerza del destino, una fuerza que no conoce la indecisión.

A su regreso del permiso, Yershov escribió a Kalinin, rogándole misericordia hacia un anciano inocente; pidió que permitieran al viejo vivir con su hijo. Pero su carta aún no había llegado a Moscú cuando Yershov fue citado ante las autoridades, que habían recibido la comunicación, o mejor dicho, la denuncia, de su viaje a los Urales.

Se le expulsó del ejército. Encontró trabajo en una obra. Su plan era ahorrar dinero y reunirse con su padre. Muy pronto, sin embargo, recibió una carta desde los Urales informándole de que su padre había muerto.

El día después del estallido de la guerra, el teniente de reserva Yershov fue movilizado.

En una batalla cerca de Roslavl, su comandante de batallón cayó muerto y Yershov tomó el mando. Reagrupó a sus hombres, lanzó un contraataque, recuperó el control del paso del río y aseguró la retirada de la artillería pesada de las reservas del Estado Mayor.

Cuanto más grande era la carga, más fuertes eran sus hombros. No era consciente de su fuerza. La sumisión no era inherente a su naturaleza. Cuanto más fuerte era el ataque, más furiosas eran sus ganas de luchar.

A veces se preguntaba de dónde procedía su odio contra los vlasovistas. Los llamamientos de Vlásov proclamaban lo mismo que su padre le había contado. Sí, sabía que aquélla era la verdad. Pero sabía también que aquella verdad puesta en boca de los alemanes y los vlasovistas se transformaba en mentira.

Sentía, le resultaba totalmente claro, que al luchar contra los alemanes, luchaba por una vida libre en Rusia, la victoria sobre Hitler se convertiría en la victoria sobre los campos de la muerte donde su padre, su madre y sus hermanos habían perecido.

Yershov experimentaba al mismo tiempo un sentimiento de dolor y felicidad: allí, en el campo, donde los datos biográficos de nada servían, él se había convertido en una fuerza, le seguían. Allí no eran relevantes las condecoraciones, ni las más altas insignias, ni las medallas, ni la sección especial, ni el servicio de personal, ni las comisiones de clasificación, ni las llamadas telefónicas del comité de distrito, ni la opinión del adjunto de la sección política.

Mostovskói le dijo un día:

—Como decía Heinrich Heine, «todos estamos desnudos bajo nuestras ropas»; pero mientras uno deja a la vista un cuerpo anémico, miserable cuando se quita el uniforme, otros parecen desfigurados por la ropa ceñida, se la quitan y se ve dónde está la verdadera fuerza.

El sueño de Yershov se había transformado en realidad, se había convertido en una tarea concreta: a quién hacer participar, a quién reclutar; y seleccionaba mentalmente, sopesando lo que había de bueno y malo en diversos hombres.

¿Quién entraría a formar parte del Estado Mayor clandestino? Cinco nombres le venían a la cabeza. Las debilidades humanas de cada día adquirieron de repente una dimensión nueva, lo insignificante cobraba sentido.

El general Gudz tenía la autoridad propia del rango, pero era indeciso, cobarde y, a todas luces, tenía poca instrucción; era válido cuando a su lado había un segundo inteligente, un Estado Mayor; siempre esperaba que el resto de los oficiales le prestaran sus servicios y le ofrecieran comida, y aceptaba dichos servicios como si se los debieran, sin reconocimiento. Parecía acordarse más de su cocinera que de su mujer e hijas. Hablaba mucho de caza: patos, gansos. Se acordaba de haber prestado servicio en el Cáucaso por los jabalíes y las cabras. Era evidente que le gustaba beber. No era más que un fanfarrón. A menudo hablaba de las batallas de 1941. Todos los que tenía alrededor se habían equivocado: ya fuera el colega de la derecha, ya el de la izquierda; el único que siempre tenía razón era el general Gudz. Pero nunca echaría la culpa de los fracasos al comando militar superior. En cuestiones cotidianas era experto y sabía cómo llevarse bien con las personas influyentes, sutil como un notario. En cualquier caso, si hubiera estado en sus manos, no habría confiado nunca a Gudz el comando de un regimiento y todavía menos un cuerpo del ejército.

El comisario de brigada Ósipov era un hombre brillante. Podía soltar una broma sarcástica sobre los que creen posible que se pueda librar una batalla en territorio enemigo sin apenas derramamiento de sangre, mirándote fijamente con sus ojos marrones. Pero una hora más tarde, duro como una piedra, reprendía a aquel que le había mostrado un atisbo de duda. Y el día después, aleteando las narices, decía entre dientes:

—Sí, camaradas, volamos más alto que nadie, más lejos, más rápido, y mirad dónde hemos llegado.

Sobre las derrotas militares de los primeros meses hacía un análisis lúcido, sin remordimiento, como un despiadado jugador de ajedrez.

Con la gente se expresaba libremente, con una desenvoltura afectada, poco sincera. Lo que más le interesaba eran las conversaciones con Kótikov.

¿Qué tenía este Kótikov que pudiera interesar tanto al comisario de brigada?

Ósipov atesoraba una larga experiencia. Conocía a los hombres y eso era de capital importancia para un Estado Mayor clandestino; sin un Ósipov no se las apañarían. Pero la experiencia no sólo era una ayuda, también podía ser un obstáculo.

A Ósipov le gustaba contar anécdotas sobre celebridades militares y los llamaba familiarmente por sus nombres: Semión Budionni, Andriushka Yeremenko…

Una vez le dijo a Yershov: «Tujachevski, Yegórov y Bliújer no son más culpables que usted o yo».

Kiríllov, sin embargo, contó a Yershov que en 1937, cuando Ósipov era subjefe de la Academia Militar, denunció sin piedad a docenas de hombres acusándoles de ser enemigos del pueblo.

Tenía un miedo cerval a las enfermedades: se palpaba constantemente, sacaba la lengua y bizqueaba para comprobar si la tenía sucia. Pero no temía a la muerte.

El coronel Zlatokrilets, lúgubre, franco, sencillo, era comandante del regimiento. Juzgaba que el Alto Mando era culpable de lo que pasó en 1941. Todos percibían su fuerza combativa de comandante y soldado. Era físicamente fuerte. También su voz era poderosa. Sólo una voz así puede detener al que se escapa e incitarlo al ataque. Soltaba tacos sin parar.

Él a los hombres no les daba explicaciones: les daba órdenes. Un camarada. Dispuesto a dar sopa a un soldado de su propio plato de campaña. Pero era muy grosero.

Los hombres comprendían siempre lo que quería. En el trabajo era el jefe: gritaba y nadie desobedecía.

No cedía un ápice, no se la pegaban. Con él se podía trabajar codo con codo. Pero vaya si era grosero.

Kiríllov era inteligente, pero en él había cierto relajamiento. No se le escapaba el menor detalle, pero miraba con ojos cansados… Indiferente, no le gustaban las personas, pero les perdonaba sus debilidades y cobardías. No temía a la muerte, a veces parecía que la buscara.

Durante la retirada había hablado de manera más inteligente que el resto de los comandantes. Él, sin ser miembro del Partido, una vez dijo:

—No creo que los comunistas puedan hacer mejores a los hombres. Nunca ha pasado un caso así en el curso de la historia.

Parecía indiferente a todo, pero una noche lloró en las literas; a la pregunta de Yershov se calló durante largo rato, después susurró: «Rusia me da pena». En cierta manera, era tierno. En otra ocasión dijo: «Añoro la música». Ayer con una sonrisa de loco había dicho: «Yershov, escucha, voy a recitarte un poema». A él no le habían gustado los versos, pero los recordaba y se le habían quedado molestamente grabados en la memoria:

Camarada mío, en la larga agonía,

no llames a nadie pidiendo ayuda.

Deja que me caliente las manos,

con tu sangre humeante.

Y no llores de miedo como un niño,

no estás herido, sólo estás muerto.

Trae para aquí, es mejor que coja tus botas,

a mí todavía me tocará ir a la lucha.

¿De veras los había escrito él?

No, Kiríllov no era una buena opción. ¿Cómo podía liderar a los demás si apenas podía consigo mismo?

¡Mostovskói era de otra casta! Tenía una educación exquisita y una voluntad de hierro. Se rumoreaba que en los interrogatorios no había dado su brazo a torcer. Pero en fin, no había nadie a quien Yershov no le encontrara una pega. El otro día le había dicho a Mostovskói:

—¿Por qué desperdicia el tiempo chismorreando con esa gentuza, Mijaíl Sídorovich? ¿Por qué molestarse con Ikónnikov-Morzh y ese emigrado tuerto, el sinvergüenza?

—¿Cree que mis convicciones se tambalearán? —le preguntó Mostovskói de manera burlona—. ¿Que puedo convertirme en un evangelista o en un menchevique?

—El diablo lo sabe —respondió Yershov—. Si no quieres oler a mierda, no la toques… Ese Ikónnikov estuvo recluso en nuestros campos. Ahora los alemanes lo arrastran de interrogatorio en interrogatorio. Se venderá, le venderá a usted y a todos los que le rodean…

La conclusión era sólo una: no existen hombres ideales para una empresa secreta, hay que sopesar las fuerzas y las debilidades de cada uno, lo cual no era demasiado difícil; sólo la esencia de un hombre puede decidir si es idóneo o no. Pero la esencia no puede ser medida. Se puede adivinar, presentir. Y fue así que decidió comenzar por Mostovskói.

74

Respirando con dificultad, el general Gudz se acercó hasta Mostovskói. Arrastraba los pies, resollaba y sacaba el labio inferior hacia delante, los pliegues de piel flácida en las mejillas y el cuello le temblaban; todos esos movimientos, gestos, sonidos, que conservaba como vestigio de su vigorosa corpulencia, producían un efecto extraño teniendo en cuenta su actual delgadez.

—Querido padre —le dijo a Mostovskói—, si me permitiera hacerle alguna observación sería absurdo. No tengo más derecho a criticarle que un general tiene a criticar a un coronel general. Pero se lo diré sin rodeos: es un error confraternizar con Yershov. Es un tipo ambiguo. Sin conocimientos militares. Por su cabeza es un teniente, pero le gusta dar consejos a los coroneles. Debería andarse con cuidado.

—Está diciendo tonterías, excelencia —señaló Mostovskói.

—Tal vez lo sean —dijo Gudz, casi sin aliento—. Son tonterías, claro. Me han informado de que en el barracón común ayer se inscribieron doce hombres al Ejército de Liberación Ruso. ¿Sabe cuántos de ellos eran kulaks? No expreso sólo mi opinión personal, represento a alguien de probada experiencia política.

—¿No será Ósipov?

—Tal vez lo sea. Usted es un teórico, no comprende todo el estiércol que hay aquí.

—Ha iniciado una conversación muy curiosa —dijo Mostovskói—. Comienzo a sospechar que no queda nada de los hombres, salvo la vigilancia. ¿Quién podría habérselo imaginado?

Gudz oyó la bronquitis en su pecho crujir y hacer gluglú y respondió con una angustia terrible:

—No viviré para ver la libertad, no la veré.

Mostovskói, siguiéndolo con la mirada, de repente se dio un puñetazo con fuerza en la rodilla: acababa de comprender por qué se sentía tan inquieto y angustiado. Durante el registro habían desaparecido los papeles que le había entregado Ikónnikov.

—A saber lo que había escrito ese granuja. Tal vez Yershov tenga razón y ese miserable de Ikónnikov es un provocateur. Tal vez me los endosó a propósito para incriminarme.

Se dirigió a la litera de Ikónnikov. No se encontraba allí y sus vecinos no sabían su paradero. Maldita sea… todo aquello, el catre vacío de Ikónnikov, la desaparición de los papeles, le hizo ver que no se había comportado adecuadamente, no debería haber hablado con aquel yuródivi, aquel buscador de Dios.

En sus discusiones con Chernetsov, Ikónnikov a menudo se oponía al menchevique, pero esto no quería decir nada. Sin embargo, el yuródivi había entregado los papeles a Mostovskói mientras Chernetsov estaba presente… así que ahí estaban, el delator y el testigo.

Su vida ahora era necesaria para la causa, para la lucha, y él podía perderla inútilmente.

«Viejo idiota… codeándote con la basura y echando tu vida a perder cuando eres necesario para luchar por la Revolución», pensaba, mientras una angustia dolorosa continuaba creciendo en su interior.

En las letrinas se encontró con Ósipov: el comisario de brigada lavaba algunas prendas en los canalones de hojalata, a la tenue luz de una lámpara anémica.

—Me alegra encontrarle aquí —dijo Mostovskói—. Tengo que hablar con usted.

Ósipov asintió, miró a su alrededor y se secó las manos en los costados.

Los dos hombres se sentaron en la repisa de cemento que sobresalía de la pared.

—Es lo que me temía. Ese canalla no pierde el tiempo —le comentó Ósipov cuando Mostovskói empezó a hablarle de los planes de Yershov.

Acarició la mano de Mostovskói con su palma húmeda.

—Camarada Mostovskói —le dijo—, me maravilla su firmeza. Es un bolchevique de la cohorte de Lenin. Por usted no pasan los años. Es un ejemplo para todos nosotros.

Bajó la voz.

—Camarada Mostovskói, nuestra organización militar ya ha sido fundada; habíamos decidido no contárselo de momento, no queríamos poner su vida en peligro. Aun así debo decirle una cosa: no se puede confiar en Yershov. Pero, por lo visto, el tiempo no hace mella en los compañeros de lucha de Lenin. Se lo digo claramente: no podemos confiar en Yershov. Como se dice, tiene una biografía mediocre: un pequeño kulak, rencoroso por las represiones. Pero somos realistas. De momento no podemos prescindir de él. Se ha granjeado el reconocimiento gracias a su populachería. Usted sabe mejor que yo cómo el Partido ha sabido servirse de personas como él para sus propios fines. Pero debe estar al corriente de la opinión que nos merece: confiamos en él, pero prudentemente y sólo por algún tiempo.

—Camarada Ósipov, llegará hasta el fondo, no dudo de él.

Las gotas repiqueteaban contra el suelo de cemento.

—Escuche, camarada Mostovskói —dijo Ósipov despacio—. No tenernos secretos con usted. Aquí hay un camarada enviado desde Moscú. Éste no es sólo mi punto de vista, es también el suyo. Sus directivas son para nosotros, los comunistas, incuestionables: órdenes que nos da el Partido, órdenes de Stalin en circunstancias excepcionales. Colaboraremos con su ahijado, el «director de conciencias»; lo hemos decidido y así lo haremos. Sólo es importante una cosa: ser realista, pensar dialécticamente. Pero no es tarea mía enseñárselo.

Mostovskói guardó silencio. Ósipov le abrazó y le besó tres veces en los labios. En sus ojos brillaron las lágrimas.

—Le beso como besaría a mi padre —le dijo—, y siento la necesidad de santiguarle, como mi madre solía bendecirme.

Y Mijaíl Sídorovich sintió que la sensación insoportable, dolorosa, de la complejidad de la vida se desvanecía.

Una vez más, como en su juventud, el mundo parecía sencillo y diáfano, claramente dividido entre los «nuestros» y «ellos».

Aquella noche, los SS entraron en el barracón especial y se llevaron a seis hombres, Mijaíl Sídorovich Mostovskói entre ellos.