39
A las cinco de la madrugada los guardias de turno despertaron a los detenidos. Todavía era noche cerrada y los barracones estaban iluminados por esa luz despiadada que hay en las prisiones, las estaciones ferroviarias y las salas de admisión de los hospitales.
Miles de hombres, tosiendo y escupiendo se ponían los pantalones forrados y sus zapatos, se rascaban los costados, el cuello, la barriga.
Cuando los que dormían en las literas de arriba daban con los pies en la cabeza a los que estaban vistiéndose abajo, notaban que éstos les apartaban los pies sin mediar una palabra; o bien, los de abajo, apartaban en silencio la cabeza.
Había algo profundamente antinatural en aquel despertar nocturno de una enorme masa de prisioneros, el ajetreo de cabezas y espaldas en medio del espeso humo de la majorka[40], la luz eléctrica inflamada. Alrededor había cientos de kilómetros cuadrados de raiga rígidos sumidos en un silencio gélido, mientras el campo estaba atestado de gente, lleno de movimiento, humo, luz.
Durante la primera mitad de la noche había nevado sin interrupción, los montones de nieve bloqueaban las puertas de los barracones y habían inundado el camino que conducía a la mina…
Las sirenas ulularon lentamente y tal vez en alguna parte de la taiga los lobos aullaron en respuesta a aquellas voces potentes y siniestras. En el campo los mastines ladraban roncamente mientras retumbaba el ruido sordo de los tractores afanándose en despejar de nieve los caminos hacia las minas y los guardias se intercambiaban voces.
La nieve seca, iluminada por los proyectores, brillaba blanda y suave. En el inmenso campo, bajo los ladridos incesantes de los perros, empezó el control. Las voces afónicas de los guardas sonaban exasperadas… Y he aquí que un río humano, a punto de desbordarse por el abundante caudal, fluye en dirección a los pozos de mina. El suelo cruje bajo las botas de piel y fieltro. Abriendo desmesuradamente su único ojo, la torre del puesto de vigilancia mira con atención…
Entretanto las sirenas del norte continuaban aullando, ahora próximas ahora lejanas, entonando una monótona sinfonía, como una orquesta formada por varias bandas, que se extendía por la tierra helada de Krasnoyarsk, la República Autónoma de los Komi, sobre Magadán, sobre Soviétskaya Gavan, sobre las nieves de Kolymá, sobre la tundra de la Chukotka, sobre los campos al norte de Murmansk y el Kazajstán del Norte…
Acompañados del sonido de las sirenas y los golpes rítmicos de una palanca contra un segmento de riel colgado de un palo, los hombres marchaban a extraer el potasio de Solikamsk, el cobre de Rídder y de los ríos del lago Baljash, el plomo y el níquel de Kolymá, el carbón de Kuznetsk y Sajalín. Marchaban los constructores de la vía férrea que discurría sobre el hielo eterno a lo largo de la orilla del océano glacial; otros limpiaban los caminos a través de la tundra de Kolymá; un grupo partía a talar el bosque de Siberia, los Urales del Norte, las regiones de Murmansk y Arjanguelsk…
En aquella hora nocturna llena de nieve comenzaba la jornada en los lagpunkts[41] de la taiga y en toda la extensión del enorme sistema de campos del Dalstrói[42].
40
Aquella noche el zek[43] Abarchuk fue presa de un ataque de angustia. No era la doliente angustia habitual del campo, sino una fiebre ardiente como la malaria, una angustia que te empuja a gritar, salirte del catre, darte puñetazos en el cráneo.
Por la mañana, mientras los prisioneros se preparaban para ir al trabajo a toda prisa, y a la vez a regañadientes, el vecino patilargo de Abarchuk, el capataz de gas Neumolímov, que había sido comandante de una brigada de caballería durante la guerra civil, le preguntó:
—¿Por qué te movías tanto esta noche? ¿Soñabas con una mujer? Te reías incluso.
—Tú sólo piensas en eso —respondió Abarchuk.
—Pues yo pensaba que llorabas durmiendo —dijo el pridurok[44] Monidze, el segundo vecino de litera de Abarchuk, ex miembro del presídium de la Internacional de la Juventud Comunista— y quería despertarte.
Un tercer amigo de Abarchuk, el auxiliar médico Abraham Rubin, no se había dado cuenta de nada y mientras salían a la oscuridad helada, dijo:
—¿Sabes qué? Esta noche he soñado que Nikolái Ivánovich Bujarin, vivo y alegre, venía a visitarnos al Instituto de Profesores Rojos y se había armado una escandalera a propósito de la teoría de Enchmen.
Abarchuk se puso a trabajar en el almacén de herramientas. Su ayudante, un tal Bárjatov, que tiempo atrás había degollado a una familia de seis miembros para robarles, estaba encendiendo la estufa con un trozo de leña de cedro y desechos de serrería; Abarchuk ordenaba las herramientas dispersas por las cajas. Le parecía que la punta afilada de las limas y los buriles, impregnados de un frío abrasador, expresaba la sensación que había experimentado durante la noche.
Aquel día no se diferenciaba en nada de los anteriores. Por la mañana el contable había enviado a Abarchuk los pedidos de herramientas que les habían formulado de campos lejanos, ya aprobados por el departamento técnico. Ahora tenía que sacar el material y las herramientas correspondientes, embalarlo en cajas, cumplimentar el inventario adjunto. Algunos envíos estaban incompletos y había que redactar unos certificados especiales.
Como de costumbre Bárjatov no hacía nada y obligarle a trabajar era imposible. Cuando llegaba al almacén sólo se ocupaba de cuestiones de alimentación, y aquel día, desde primera hora de la mañana, se había puesto a hervir en la olla una sopa de patatas y hojas de col. Un profesor de latín del Instituto Farmacéutico de Járkov, ahora recadero en la primera sección, se escapó para hacer una visita a Bárjatov; con los dedos rojos y temblorosos volcó sobre la mesa algunos granos de mijo sucios. Bárjatov le chantajeaba por algún asunto.
Por la tarde, la sección de finanzas llamó a Abarchuk: en sus cuentas no cuadraban los números. El subjefe de la sección le gritó, lo amenazó con mandar un informe a su superior y estas amenazas le provocaron náuseas. Solo, sin ayuda, no lograba sacar adelante todo el trabajo, pero al mismo tiempo no se atrevía a quejarse de Bárjatov. Estaba cansado, tenía miedo de perder el puesto de almacenero e ir a parar de nuevo a la mina o a la tala de árboles. El pelo se le había vuelto cano, había perdido la fuerza… Ése era el motivo de su ataque de angustia: su vida se le había ido bajo el hielo siberiano.
A su regreso de la sección de finanzas Bárjatov dormía con la cabeza apoyada sobre unas botas de fieltro que, al parecer, le había traído uno de los delincuentes comunes; al lado de la cabeza estaba la cacerola vacía y en la mejilla tenía pegado el mijo del botín.
Abarchuk sabía que a veces Bárjatov se llevaba herramientas del almacén y, por tanto, era posible que las botas fueran fruto de una operación de intercambio de material del almacén. En una ocasión que Abarchuk advirtió la falta de tres limas le dijo:
—¡Robar en la Gran Guerra Patria el escaso metal! Debería darte vergüenza…
Y Bárjatov le había replicado:
—Tú, piojo, cierra el pico, ¡si no, verás!
Abarchuk no se atrevió a despertar a Bárjatov directamente; en su lugar se puso a hacer ruido, a ordenar sierras de cinta, tosió, dejó caer un martillo. Bárjatov se despertó y le siguió con la mirada, una mirada tranquila y despreocupada.
Después dijo en voz baja:
—Un chico del convoy de ayer me contó que hay campos peores que éste. Los zeks llevan cadenas y medio cráneo afeitado. Sin nombre, sólo un número cosido sobre el pecho, sobre las rodillas, y en la espalda un as de diamantes.
—Patrañas —replicó Abarchuk.
Bárjatov siguió con voz soñadora:
—Habría que enviar allí a todos los políticos fascistas —anunció—. Y a ti, carroña, el primero, así no volverías a despertarme.
—Disculpe, ciudadano Bárjatov, si he interrumpido vuestro reposo —dijo Abarchuk.
Generalmente temía a Bárjatov, pero esta vez no lograba controlar su rabia.
A la hora del relevo llegó Neumolímov, negro del polvo de carbón.
—Bueno, ¿cómo va la emulación?[45] —preguntó Abarchuk—. ¿El pueblo participa?
—Poco a poco. Que el carbón es necesario para el frente es algo que todos comprenden. Hoy nos han llegado carteles de la sección cultural y educativa[46] «Ayudemos a la patria superando la cuota de trabajo fijado».
Abarchuk suspiró.
—¿Sabes qué? Alguien debería escribir un tratado sobre los tipos de angustia en los campos. Una te oprime, otra te agobia, la tercera te ahoga, no te deja respirar. Y hay una especial, una que ni te ahoga ni te oprime ni te agobia, sino que desgarra al hombre por dentro, como un monstruo de las profundidades del mar que de repente sale a la superficie.
Neumolímov dibujó una sonrisa triste, pero los dientes no le brillaron, los tenía todos estropeados y se confundían con el color del carbón.
Bárjatov se acercó a ellos y Abarchuk, volviéndose, le dijo:
—Andas siempre con tanto sigilo que haces que me sobresalte: te encuentro a mi lado cuando menos me lo espero.
Bárjatov, un hombre que nunca sonreía, dijo con aire serio:
—¿Tienes algo en contra de que haga una incursión al almacén de víveres?
Cuando se fue, Abarchuk le confió a su amigo:
—Esta noche me acordé del hijo que tuve con mi primera mujer. Lo más probable es que haya partido al frente.
Luego se inclinó hacia Neumolímov y siguió:
—Me gustaría que el chico se convirtiera en un buen comunista. Me imaginaba que me encontraba con él y le decía: «Recuerda, el destino de tu padre no importa, es una tontería, pero la causa del Partido es sagrada. ¡La ley suprema de nuestro tiempo!».
—¿Lleva tu apellido?
—No —respondió Abarchuk—, pensaba que se convertiría en un pequeñoburgués.
Por la noche y también la noche del día antes había pensado en Liudmila. Deseaba verla. Buscaba en los trozos de periódicos moscovitas esperando leer de repente: «Teniente Anatoli Abarchuk». Entonces comprendería que el hijo había querido llevar el apellido de su padre.
Por primera vez en su vida tenía ganas de que alguien lo compadeciera; se imaginaba acercándose al hijo, la respiración entrecortada, y se señalaría el cuello con la mano: «No puedo hablar».
Tolia le abrazaría y él apoyaría la cabeza sobre su pecho y rompería a llorar sin avergonzarse, con amargura, con tanta amargura… Permanecerían así mucho tiempo, el uno frente al otro, el hijo una cabeza más alto que el padre…
Tolia probablemente siempre estaría pensando en su padre. Habría buscado a sus viejos camaradas, quienes le habrían contado cómo su padre había luchado por la Revolución. Tolia le diría: «Papá, papá, el pelo se te ha puesto todo blanco, qué cuello tan delgado, arrugado… Has combatido todos estos años, has librado una batalla solo, una batalla enorme».
En el curso de la instrucción le dieron tres días seguidos comida salada, sin darle de beber; le pegaron.
Al final comprendió que lo que querían no era tanto obligarlo a firmar una declaración de sabotaje o espionaje, ni inducirlo a acusar a otras personas. Lo que se proponían, sobre todo, era instalar en él la duda sobre la justicia de la causa a la que él había consagrado toda su vida. Durante la instrucción llegó a pensar que había caído en manos de unos bandidos, y que tal vez bastaría obtener una entrevista con el jefe del departamento para descubrir el pastel y que detuvieran a aquel juez instructor criminal que en realidad era un malhechor.
Sin embargo, con el paso del tiempo se había dado cuenta de que no se trataba sólo de algunos sádicos.
Había aprendido las leyes que regían los trenes y barcos de prisioneros. Había visto cómo los presos comunes se jugaban a las cartas no sólo los bienes ajenos sino las vidas ajenas. Había sido testigo de lamentables depravaciones y traiciones, y visto la India[47] criminal, histérica, sanguinaria, vengativa e increíblemente cruel. Vio riñas terribles entre los perros, los que aceptaban trabajar, y los ladrones honrados[48], los ortodoxos que se negaban a trabajar.
Solía decir: «No meten a alguien en prisión por nada». Creía que sólo un grupo reducido, él incluido, había ido a parar allí por error, pero que los demás, la inmensa mayoría, habían sido encarcelados justificadamente: la espada de la justicia castigaba a los enemigos de la Revolución.
Vio el servilismo, la deslealtad, la sumisión, la crueldad… Las definía como taras congénitas del capitalismo y consideraba que sólo podía encontrarlas en hombres del antiguo régimen, los oficiales blancos, los kulaks, los nacionalistas burgueses.
Su fe era firme, su fidelidad al Partido, inquebrantable. Justo cuando estaba a punto de marcharse, Neumolímov exclamó:
Casi me olvido, alguien ha preguntado hoy por ti.
—¿Quién?
—Uno del convoy que llegó ayer. Los han repartido para el trabajo. Ha preguntado por ti y yo le he dicho: «Lo conozco por casualidad, y por casualidad hace cuatro años que dormimos uno al lado del otro en la tarima». Me dijo su nombre, pero lo he olvidado.
—¿Cómo era? —preguntó Abarchuk.
—Bueno… Debilucho, con una cicatriz en la sien.
—Ay —gritó Abarchuk—, ¿no será Magar?
—Sí, eso es.
—Es mi camarada, mayor que yo, mi maestro, ¡el que me metió en el Partido! ¿Qué te preguntó? ¿Qué dijo?
—Lo de costumbre: qué pena te había caído. Le respondí: «Habían pedido cinco, pero le dieron diez». Le dije que habías comenzado a toser y que pronto serías liberado.
Sin escucharlo, Abarchuk repetía:
—Magar, Magar… Durante un tiempo trabajó en la Cheká. Era un hombre fuera de lo normal, ¿sabes?, un tipo especial. A un camarada le hubiera dado todo, en invierno te habría dado su abrigo, su último trozo de pan. Y era inteligente, un hombre instruido. Y un proletario de pura cepa, hijo de un pescador de Kerch.
Abarchuk se giró y se inclinó hacia Neumolímov:
—¿Te acuerdas? Dijimos que los comunistas del campo deberíamos fundar una organización, ser útiles al Partido, y Abrashka Rubin preguntó: «¿Quién sería el secretario?». Pues ya lo tenemos.
—Yo te voto a ti. A él no le conozco. Y luego, ¿dónde lo buscas? Han salido diez coches cargados de gente para diferentes campos y probablemente se lo han llevado.
—No importa, lo encontraremos. Ah, Magar, Magar. ¿Así que preguntaba por mí?
—Por poco me olvido para qué había venido —dijo Neumolímov—. Dame una hoja de papel. ¡Vaya memoria que tengo!
—¿Una carta?
—No, voy a dirigir una petición a Semión Budionni para que me envíen al frente.
—No te enviarán.
—Semia se acuerda de mí.
—El ejército no admite en sus filas a los prisioneros políticos. Lo que puedes hacer es ayudar a incrementar nuestra producción de carbón. Los soldados nos lo agradecerán.
—Quiero combatir.
—Budionni no puede ayudarte. Yo he escrito al propio Stalin.
—¿Que Budionni no puede ayudarme? ¡Debes de estar bromeando! ¿Es que no quieres darme papel? No te lo pediría si me lo hubieran dado en la sección de educación y cultura, pero no me lo dan. He superado mi cupo.
—De acuerdo. Te daré una hoja —respondió Abarchuk.
Le quedaba algo de papel guardado del que no tenía que rendir cuentas. En la sección de educación y cultura llevaban la cuenta del papel y había que justificar el empleo que de él se hacía.
Aquella noche, en el barracón, la vida seguía su curso habitual.
El viejo caballero de la guardia real, Tungúsov, parpadeaba repetidamente mientras contaba una interminable historia novelada: los delincuentes comunes le escuchaban con atención, se rascaban y asentían con gesto de aprobación. Tungúsov tejía una historia rocambolesca y complicada, insertando nombres de bailarinas famosas, el famoso Lawrence de Arabia, aventuras extraídas de Los tres mosqueteros y viajes del Nautilus, de Jules Verne.
—Espera, espera —lo interrumpió uno de los oyentes—. ¿Lomo que ha atravesado la frontera de Persia? ¡Ayer dijiste que la habían envenenado!
Tungúsov se calló, miró con dulzura a su crítico y después reanudó su relato con soltura:
—Nadin estaba muy grave pero consiguió recuperarse. Los esfuerzos de un médico tibetano, que le vertió entre los labios entreabiertos unas gotas de una preciosa infusión hecha con hierbas azules de altas montañas, le restituyeron a la vida. Por la mañana ya era capaz de moverse por su habitación sin ayuda. Recuperó las fuerzas.
La explicación satisfizo al auditorio.
—Comprendido, sigue entonces —le dijeron.
En un rincón al que llamaban el «sector koljosiano» todos reían mientras escuchaban al viejo Gasiuchenko, a quien los alemanes habían nombrado jefe de un pueblo, recitar cancioncillas obscenas con voz cantarina…
Un periodista y escritor de Moscú, aquejado de una hernia, un hombre bueno, inteligente y tímido, masticaba lentamente un trozo de pan blanco que había recibido el día antes en un paquete enviado por su mujer. Evidentemente el gusto y el crujido del mendrugo le recordaban la vida pasada y las lágrimas asomaban a sus ojos.
Neumolímov discutía con un tanquista que cumplía pena en el campo por violación y asesinato. El soldado amenizaba a los oyentes burlándose de la caballería mientras Neumolímov, pálido de odio, le espetaba:
—¿Sabes lo que hicimos con nuestras espadas en 1920?
—Sí, degollabais gallinas robadas. Un solo tanque KV podría haber acabado con vuestro primer Ejército de Caballería entero. No se puede comparar la guerra civil con ésta, mundial.
El joven ladrón Kolka Ugárov la había tomado con Rubin y trataba de convencerle de que le cambiara sus zapatos por unas zapatillas rotas con la suela desgastada.
Rubin, oliéndose el peligro, bostezaba nervioso, volviéndose hacia sus vecinos en busca de un apoyo.
—Escucha, judío —dijo Kolka, parecido a un gato salvaje de ojos claros—, escucha, carroña, ten cuidado, me estás poniendo los nervios de punta.
Luego Ugárov dijo:
—¿Por qué no me has firmado el papel para librarme del trabajo?
—No tenía derecho. No estás enfermo.
—Entonces ¿no lo firmarás?
—Kolia, amigo, te aseguro que lo haría, pero no puedo.
—En definitiva, no lo harás.
—Pero entiéndelo. Es que piensas que si pudiera…
—Está bien. No hay más que hablar.
—No, espera, intenta comprenderme…
—Lo he comprendido, ahora comprenderás tú.
Shtedding, un sueco rusificado —se decía que en realidad era un espía—, levantó por un momento los ojos del cuadro que estaba pintando sobre un trocito de cartón que le habían dado en la sección de educación y cultura, miró a Ugárov, a Rubin, sacudió la cabeza y volvió de nuevo a su cuadro titulado Madre taiga. Shtedding no temía a los delincuentes comunes que, por alguna razón, no le tocaban.
Cuando Ugárov se alejó, Shtedding dijo a Rubin:
—No eres prudente, Abraham Yefímovich.
Tampoco temía a los comunes el bielorruso Konashévich que antes del arresto había sido mecánico de aviación en el Extremo Oriente y había conquistado, en la flota del Pacífico, el título de campeón de boxeo de peso medio. Era respetado por los comunes pero ni una vez salía en defensa de aquellos que los ladrones maltrataban.
Abarchuk atravesó con pasos lentos el estrecho pasillo que había entre las tarimas dispuestas en dos niveles, y de nuevo se apoderó de él la angustia. El extremo más lejano del barracón, de cien metros de largo, estaba sumergido en una niebla de majorka y cada vez tenía la impresión de que, llegado al horizonte del barracón, vería algo nuevo; sin embargo el espectáculo siempre era el mismo: el muro donde, bajo los lavaderos en forma de canalones de madera por los que discurría el agua, los reclusos lavaban sus peales, los escobones apoyados contra la pared estucada, los cubos pintados, los colchones sobre las tarimas rellenos de virutas que perdían a través de la arpillera, el ruido monótono de las conversaciones, las caras demacradas de los presos, todos del mismo color.
La mayoría de los zeks, en espera del toque de silencio, se sentaban en las tarimas, hablaban de la sopa, de mujeres, de la deshonestidad del encargado de cortar el pan, del destino de sus cartas a Stalin y las peticiones a la fiscalía de la Unión Soviética, de las nuevas normas concernientes a la extracción y el transporte de carbón, del frío de hoy, del frío de mañana.
Abarchuk caminaba despacio escuchando fragmentos de conversación. Le parecía que la misma conversación interminable se prolongaba hacía años entre millones de hombres durante las etapas de los convoyes, en los barracones de los campos: los jóvenes hablaban de mujeres, los viejos de comida. Pero era especialmente desagradable oír a los viejos hablar con concupiscencia de mujeres y a los jóvenes de las sabrosas comidas que habían disfrutado antes del campo.
Abarchuk se apresuró al pasar delante del catre donde estaba sentado Gasiuchenko: un hombre viejo, a cuya mujer sus hijos y nietos llamaban «mamá» y «abuela», que soltaba unas impudicias que infundían miedo.
Sólo deseaba que llegara pronto el toque de silencio, el momento de tumbarse en el catre, enrollarse la cabeza con el chaquetón, no ver, no oír.
Abarchuk miró hacia la puerta: en cualquier momento podía entrar Magar. Abarchuk convencería al jefe de dormitorio para que le asignara un lugar a su lado, y por las noches conversarían abiertamente, con sinceridad: eran dos comunistas, maestro y discípulo, dos miembros del Partido.
En los catres donde estaban situados los amos del barracón, es decir Perekrest —el jefe de la brigada de los comunes en la mina—, Bárjatov y el jefe de dormitorio Zarókov, se había organizado un pequeño banquete. El lacayo de Perekrest, el planificador Zheliábov, había extendido una toalla sobre una mesita y estaba colocando encima tocino, arenques, dulces de miel: el tributo que Perekrest percibía de los que trabajaban en su brigada.
Abarchuk pasó delante de los catres de los amos sintiendo que el corazón se le encogía: tal vez lo invitaran, le pedirían que se sentara con ellos. ¡Tenía tantas ganas de algo apetitoso! ¡El canalla de Bárjatov! Pensar que hacía y deshacía a su antojo en el almacén… Abarchuk sabía que robaba clavos, había hurtado tres limas, pero no había dicho ni una palabra a los guardias. Al menos, Bárjatov habría podido llamarle, decirle: «¡Eh, jefe, siéntate con nosotros!». Y, despreciándose, Abarchuk sintió que no eran sólo las ganas de comer, sino otro sentimiento el que le agitaba, un sentimiento infame, bajo, propio del campo: entrar en el círculo de los fuertes, hablar de igual a igual con Perekrest, que hacía temblar a todo el grandioso campo.
Y Abarchuk pensó de sí mismo: «carroña». Y de Bárjatov inmediatamente después: «carroña».
A él no le invitaron, pero sí a Neumolímov y, sonriendo con los dientes marrones, el comandante de la brigada, condecorado con dos órdenes de la Bandera Roja, se acercó a los catres. El hombre sonriente, que estaba a punto de sentarse a la mesa de los ladrones, veinte años antes había guiado en combate a los regimientos de caballería para instituir una comuna mundial… ¿Por qué le había hablado a Neumolímov de Tolia, la persona que más amaba en el mundo?
Aunque él también, a fin de cuentas, había luchado por la comuna y desde su despacho de Kuzbass hacía informes a Stalin… y ahora míralo ahí, emocionado por la esperanza de que lo llamaran, mientras pasaba al lado de la mesita cubierta con una sucia toalla bordada.
Abarchuk se acercó al catre de Monidze que estaba remendando un calcetín y dijo:
—¿Sabes qué pienso? No envidio a los que están en libertad. Tengo envidia de los que se encuentran en los campos de concentración alemanes. ¡Eso sí que está bien! ¡Ser prisionero y saber que los que te pegan son fascistas! Entre nosotros es lo más espantoso, lo más duro: son los nuestros, los nuestros, los nuestros, ¡estamos entre los nuestros!
Monidze levantó sus grandes ojos tristes y dijo:
—A mí hoy Perekrest me ha amenazado: «Tenlo presente, amigo, te daré un puñetazo en el cráneo, te denunciaré en el puesto de guardia, e incluso me estarán agradecidos, tú eres el último de los traidores».
—¡Y eso no es lo peor! —dijo Abrashka Rubin, sentado en el catre de al lado.
—Sí, sí —insistió Abarchuk—, ¿has visto qué contento estaba el comandante de la brigada cuando lo han llamado?
—Te duele que no te hayan llamado a ti, ¿verdad? —preguntó Rubin.
Abarchuk, con aquel odio particular que suscita un reproche o una sospecha justa, replicó:
—Ocúpate de tu alma, y no metas las narices en la mía.
Rubin cerró los ojos como hacen las gallinas.
—¿Yo? Si ni siquiera me atrevo a ofenderme. Estoy en la casta de los inferiores, soy un intocable. ¿Has oído mi conversación con Kolka hace un momento?
—No es eso, no es eso —esgrimió gesticulando Abarchuk.
Luego se levantó y se puso a caminar en dirección a la entrada, a lo largo del pasillo que separaba los catres, y de nuevo le llegaron las palabras de una conversación larga, interminable.
—… cada día borsch con carne de cerdo, incluso los festivos.
—¡Qué pechos! Increíble.
—Me gustan las cosas sencillas, cordero con gachas. ¿Quién necesita todas esas salsas vuestras…?
Regresó al catre de Monidze y durante un rato se sentó a escuchar.
Rubin decía:
—Al principio no comprendí por qué me dijo: «Te convertirás en un compositor». Se refería a un soplón. ¿Lo entiendes? el compositor escribe óperas; el soplón, al óper[49].
—Que se vaya al diablo —dijo Monidze, sin dejar de remendar—. Ser un chivato, eso es lo último.
—¿Cómo, ser un chivato? —se maravilló Abarchuk—, pero si eres comunista.
—Uno como tú —le replicó Monidze—, un ex.
—Yo no soy un ex —dijo Abarchuk—, y tú tampoco lo eres.
De nuevo Rubin le había hecho enfadarse expresando una sospecha justa, siempre más ofensiva y pesada que una injusta. Y le dijo:
—El comunismo no tiene nada que ver. Estoy harto de ese enjuague de maíz tres veces al día. No lo soporto más. Ése es un buen motivo para convertirse en un chivato. Y éste el inconveniente: no quiero que me ataquen durante la noche y me encuentren en la letrina a la mañana siguiente como a Orlov, con la cabeza dentro del agujero. ¿Has oído mi conversación con Ugárov?
—La cabeza hacia abajo, los pies hacia arriba —indicó Monidze, y se puso a reír, tal vez porque no había nada de lo que reírse.
—¿Qué crees? ¿Que me dejo guiar por el puro instinto de conservación? —preguntó Abarchuk y sintió un deseo histérico de dar un puñetazo a Rubin.
Se puso de pie y caminó por el barracón.
Desde luego estaba harto del brebaje de maíz. Hacía días que trataba de adivinar lo que les servirían de comer para el aniversario de la Revolución de Octubre: guisado de hortalizas, macarrones a la marinera, gratén…
Desde luego, muchas cosas dependían del óper y los caminos que llevaban a las cimas de la vida —por ejemplo, ser responsable del baño o de las raciones de pan— eran misteriosos y confusos. De hecho, él podría haber trabajado en el laboratorio, con bata blanca, a las órdenes de una directora asalariada que no tuviera nada que ver con los delincuentes; podía trabajar en la sección de planificación, dirigir una mina… Pero Rubin se equivocaba, Rubin quería humillar, Rubin te minaba las fuerzas, buscaba en el hombre lo que le aflora en el subconsciente. Rubin era un saboteador.
Durante toda su vida Abarchuk había sido implacable con los oportunistas, siempre había odiado a las personas con dos caras, a los elementos ajenos desde el punto de vista social.
Su fuerza espiritual, su fe, consistía en el derecho a juzgar. Había perdido la confianza en su mujer y la había abandonado. Creía que no sería capaz de hacer de su hijo un combatiente inquebrantable y se había negado a darle su nombre. Abarchuk estigmatizaba a los que dudaban, despreciaba a los llorones y a los escépticos que manifestaban debilidad. Condenaba a los técnicos que en el Kuzbass se dejaban llevar por la nostalgia de sus familias moscovitas. Había hecho que sentenciaran a cuarenta obreros socialmente ambiguos que habían abandonado la obra para volver a sus pueblos. Había repudiado a su padre burgués.
Era dulce ser inquebrantable. Juzgando a los otros afirmaba su propia fuerza interior, su ideal, su pureza. En aquello residía su consuelo y su fe. Nunca había eludido las movilizaciones del Partido. Había renunciado voluntariamente al salario máximo de los funcionarios del Partido. Para él la afirmación de sí mismo consistía en su propio sacrificio. Siempre llevaba la misma guerrera y las mismas botas cuando iba al trabajo, a las reuniones del Comisariado del Pueblo, al teatro, y también cuando el Partido lo había mandado a Yalta a curarse y paseaba por la orilla. Quería parecerse a Stalin.
Perdiendo el derecho a juzgar se perdía a sí mismo. Rubin se había dado cuenta. Casi cada día hacía alusiones a la debilidad, a la cobardía, a los deseos miserables que se infiltran en la mente concentracionaria.
Anteayer había dicho:
—Bárjatov abastece a la chusma de metal robado en el almacén, y nuestro Robespierre calla. Como reza la canción, también los polluelos quieren vivir…
Cuando Abarchuk estaba a punto de condenar a alguien y se sentía asimismo culpable, empezaba a vacilar, era presa de la desesperación, se hundía en la confusión.
Abarchuk se paró junto al catre donde el viejo príncipe Dolgoruki hablaba con Stepánov, un joven profesor del Instituto de Economía. En el campo Stepánov se comportaba con altivez, se negaba a levantarse cuando las autoridades entraban en el barracón, expresaba abiertamente sus opiniones antisoviéticas. Estaba orgulloso de que, a diferencia de la masa de detenidos políticos, él había sido condenado por una causa concreta: había escrito un artículo titulado «El Estado de Lenin y Stalin», y lo había dado a leer a los estudiantes. El tercero o el cuarto de sus lectores le denunció.
Dolgoruki había regresado a la Unión Soviética desde Suecia. Antes había vivido durante mucho tiempo en París, pero en un momento dado había sentido nostalgia por la patria. Una semana después de regresar lo arrestaron. En el campo rezaba, había trabado amistad con los miembros de las sectas religiosas y escribía poesía de carácter místico.
Ahora estaba leyendo sus versos a Stepánov.
Abarchuk escuchó con la espalda apoyada contra el poste que aguantaba las dos literas de catres. Dolgoruki, los ojos medio cerrados, leía con labios trémulos y agrietados. Y su voz baja era a su vez trémula, rota:
¿Acaso no fui yo el que eligió la hora, el lugar,
el año, la nación, el pueblo de mi nacimiento,
a fin de atravesar todos los bautismos y sufrimientos,
del agua, el fuego, la conciencia?
Caído en la boca de la bestia apocalíptica,
en lo podrido de su vientre inmundo,
continúo creyendo en el artífice
que en el principio puso cada cosa en el mundo.
Creo en la justicia de la fuerza suprema
que desencadenó los elementos primeros,
y desde las entrañas de la Rusia quemada
clamo: ¡Oh, Señor mío, tu juicio es justo!
Templas en el fuego al ser,
hasta que duro y puro es como un diamante.
Y si hay poca leña en el horno de fundir,
Dios mío, ¡ten aquí esta carne mía!
Cuando hubo terminado su lectura, permaneció sentado con los ojos entornados, moviendo los labios sin decir una palabra.
—Tonterías —sentenció Stepánov—, puro decadentismo.
Dolgoruki hizo un ademán a su alrededor con su mano, pálida y exangüe.
—¿Ve adónde han llevado a los rusos los Chernishevski y los Herzen? ¿Recuerda lo que escribió Chaadáyev en su tercera carta filosófica?
Stepánov profirió en tono didáctico:
—Usted y su oscurantismo místico me repugnan tanto como los organizadores de este campo. Usted, como ellos, olvida que existe una tercera vía para Rusia, la más natural: la vía de la democracia y la libertad.
Más de una vez Abarchuk había discutido con Stepánov, pero ahora se le habían pasado las ganas de intervenir en la conversación, de denunciar en su interlocutor al enemigo, al emigrado interior. Pasó por el rincón donde rezaban los baptistas, escuchó su bisbiseo.
En aquel instante retumbó la voz estentórea de Zarókov, el jefe de dormitorio:
—¡En pie!
Todos saltaron de su sitio; los guardias irrumpieron en el barracón. Abarchuk miraba la cara pálida y larga de Dolgoruki con el rabillo del ojo. Realmente estaba en las últimas. Se mantenía en posición de firmes mientras sus labios murmuraban. Probablemente repetía sus versos. Cerca de él se sentaba Stepánov que, fiel a su propio instinto anárquico, se negaba a someterse a las reglas del ordenamiento interno.
—Un cacheo, un cacheo —susurraban los prisioneros.
Pero no hubo cacheo. Dos jóvenes soldados escolta con gorras rojas y azules pasaban entre los catres examinando a los reclusos.
Cuando llegaron a la altura de Stepánov, uno de ellos le dijo:
—¿Todavía sentado, profesor? ¿Tienes miedo de enfriarte el culo?
Y Stepánov, volviendo hacia ellos su cara larga de nariz chata, repitió en voz alta como un papagayo: «Soy un detenido político».
Aquella noche Rubin fue asesinado en el barracón.
El asesino había apoyado un clavo grueso contra su oreja y entonces, con un golpe enérgico, se lo hundió hasta el cerebro. Cinco personas, entre ellas Abarchuk, fueron llamadas al despacho del delegado operativo. Por lo visto, el óper trataba de averiguar la procedencia del clavo. Unos clavos parecidos acababan de llegar al almacén de herramientas, pero aún no se habían distribuido.
Durante el aseo Bárjatov estaba cerca de Abarchuk en el barreño. Volvió hacia él su cara mojada y, lamiéndose de los labios las gotas de agua, dijo en voz baja:
—Acuérdate de esto, carroña: si te chivas al óper, a mí no me pasará nada, pero yo acabaré contigo, y de una manera que a todos los del campo se les pondrá la piel de gallina.
Mientras se secaba con la toalla, hundió sus ojos tranquilos y húmedos en los de Abarchuk y, leyendo en ellos lo que quería leer, le apretó la mano.
En la cantina Abarchuk dio a Neumolímov su escudilla de sopa de maíz.
—Animales. ¡Hacer eso a nuestro Abraham! ¡Menudo hombre era! —dijo Neumolímov y se acercó la escudilla de sopa.
Sin hablar, Abarchuk se levantó de la mesa.
La muchedumbre agolpada en la entrada de la cantina se abrió para dejar paso a Perekrest. Tuvo que agacharse para franquear el umbral, puesto que los techos del campo no estaban diseñados para hombres de su estatura.
—Hoy es mi cumpleaños —informó a Abarchuk—. Ven, únete a nosotros. Beberemos vodka.
¡Qué horror! Decenas de personas habían oído el asesinato de aquella noche, habían visto al hombre que se había deslizado hasta el catre de Rubin.
¿Qué les habría costado saltar abajo desde la litera, dar la voz de alarma por todo el barracón? Juntos habrían podido dominar al asesino en dos minutos, salvar a su compañero. Pero nadie levantó la cabeza, nadie gritó. Habían matado a un hombre como se degüella a una oveja. Los demás permanecieron acostados, simulando que dormían, aguantándose la tos: se habían tapado la cabeza con la chaqueta para no oír cómo se agitaba el moribundo.
¡Qué vileza! ¡Qué sumisión!
Pero él tampoco dormía, se había quedado callado, se había tapado la cabeza con la chaqueta… Sabía con absoluta lucidez que la sumisión no era porque sí, era fruto de la experiencia, del conocimiento de las leyes del campo.
Podrían haberse levantado, detener al asesino, pero un hombre con un cuchillo en la mano siempre es más fuerte que un hombre desarmado. La fuerza de un grupo de prisioneros apenas dura un instante, mientras que un cuchillo siempre es un cuchillo.
Abarchuk pensaba en el interrogatorio que le esperaba; era fácil para el óper exigir declaraciones: él no dormía por la noche en el barracón, no se lavaba en los lavabos comunes con la espalda a merced de una puñalada, no andaba por las galerías de la mina, ni iba a las letrinas del campo, donde varios hombres podían asaltarle y meterle la cabeza en un saco.
Sí, había visto aquella noche cómo el hombre se había acercado a Rubin. Había oído sus estertores, cómo Rubin, en su agonía, golpeaba los pies y las manos contra el catre.
El capitán Mishanin, el delegado operativo, hizo llamar a Abarchuk a su despacho, cerró la puerta y dijo:
—Siéntese, detenido.
Comenzó con las primeras preguntas de rigor, aquellas a las que los detenidos políticos respondían siempre con precisión y rapidez.
Luego levantó los ojos cansados hacia Abarchuk y lo miró unos instantes en silencio. Comprendía perfectamente que el recluso, hombre de experiencia, temiendo la inevitable venganza nunca le revelaría cómo el asesino se había hecho con el clavo.
Abarchuk, a su vez, le miraba. Observaba la cara joven del capitán, los cabellos, las cejas, las pecas de su nariz, y pensaba que debía de ser dos o tres años mayor que su hijo.
El óper le formuló la pregunta que tres presos se habían negado a responder.
Abarchuk permaneció callado un rato.
—Y bien, ¿es usted sordo?
Abarchuk continuó en silencio.
Cómo deseaba que el óper, tal vez no de manera abierta, sino limitándose a seguir las frases establecidas del interrogatorio, le dijera: «Escuche, camarada Abarchuk, en el fondo usted es un comunista. Hoy estás en el campo, pero mañana tú y yo pagaremos nuestra cuota de miembros a la misma organización. Ayúdame de camarada a camarada, como miembro del Partido».
Pero el capitán Mishanin dijo:
—¿Es que se ha dormido? Yo le despertaré.
Pero no hizo falta despertar a Abarchuk. Con voz ronca respondió:
—Los clavos del almacén los robó Bárjatov. Además sustrajo tres limas. En mi opinión el asesinato lo cometió Nikolái Ugárov. Sé que Bárjatov le dio el clavo y más de una vez había amenazado a Rubin con matarle. Ayer volvió a amenazarlo. Rubin se negó a firmarle un certificado de enfermedad.
Luego cogió el cigarrillo que le extendía y dijo:
—Considero mi deber como miembro del Partido darle esta información, camarada delegado operativo. El camarada Rubin era un viejo miembro del Partido.
Mishanin le dio fuego y comenzó a escribir deprisa, sin hablar. Después le replicó amistosamente:
—Debe saber, prisionero, que no tiene derecho a hablar de pertenencia al Partido. Tampoco tiene derecho a llamarme camarada. Yo, para usted, soy ciudadano comandante.
—Le pido que me disculpe, ciudadano comandante —rectificó Abarchuk.
—Me llevará varios días acabar la investigación —dijo Mishanin—. Entretanto no tendrá ningún problema. Luego, ya sabe…, podemos trasladarle a otro campo.
—No, no tengo miedo, ciudadano comandante —respondió Abarchuk.
Se fue al almacén sabiendo que Bárjatov no le preguntaría nada. Bárjatov le miraría insistentemente, trataría de sonsacarle la verdad siguiendo sus movimientos, sus miradas, sus carraspeos…
Abarchuk era feliz, había obtenido una victoria sobre sí mismo.
Había reconquistado el derecho a juzgar. Y al recordar a Rubin, Abarchuk lamentó no poder decirle las cosas malas que había pensado de él el día antes.
Tres días más tarde Magar seguía sin aparecer. Abarchuk preguntó por él en la dirección de la mina, pero los empleados que conocía no encontraron en ninguna lista el nombre de Magar. Aquella tarde, cuando Abarchuk ya había comprendido que el destino los separaba, el enfermero Triufelev se acercó hasta el barracón. Cubierto de nieve y quitándose el hielo de las pestañas, le dijo a Abarchuk:
—Oye, en la enfermería hay un zek que ha preguntado por ti. Será mejor que te lleve enseguida. Primero obtén la autorización del jefe. De lo contrario… ya sabes cómo son nuestros zeks. Puede estirar la pata en cualquier momento, y no querrás hablar con él cuando lo metan en la camisa de madera, ¿verdad?
41
El enfermero condujo a Abarchuk al pasillo de la enfermería donde flotaba un olor característico, distinto al de los barracones, un mal olor. Pasaron en la penumbra al lado de montones de camillas de madera y fardos de chaquetones que, por lo visto, esperaban a ser desinfectados.
Magar estaba en un cuarto aislado, un cuchitril con paredes de vigas donde casi pegadas la una a la otra había dos camas de hierro. Generalmente ponían en aislamiento a los enfermos infecciosos o a los moribundos. Las finas patas de las camas parecían de alambre, pero no se habían curvado; en camas así nunca instalaban a personas corpulentas.
—Por ahí no, por ahí no, a la derecha —dijo una voz en tono tan familiar que a Abarchuk le pareció que ya no existían las canas ni la prisión, sino aquello por lo que había vivido y por lo que estaría feliz de dar la vida.
Mirando la cara de Magar patéticamente, dijo despacio:
—Buenos días, buenos días, buenos días…
Magar, por temor a no lograr dominar la emoción, habló con un tono de voz intencionadamente cotidiano.
—Siéntate, siéntate enfrente de mí, en la otra cama.
Y al percatarse de la mirada que Abarchuk lanzaba a la cama vecina, añadió:
—No le molestarás, ahora ya nada le molestará.
Abarchuk se inclinó para ver mejor la cara de su compañero, después se volvió a mirar al difunto cubierto.
—¿Hace mucho que ha ocurrido?
—Murió hace un par de horas y por ahora los enfermeros no lo tocan, esperan al médico. Mejor así; si no, nos meten a otro y con uno vivo no podremos hablar.
—Es cierto —reconoció Abarchuk, y no preguntó nada de lo que más le interesaba: «Así pues, ¿te han cogido por Búbnov o por el caso Sokólnikov? ¿Cuántos años te han caído? ¿Has estado en Vladimir o en el campo para políticos de Súzdal? ¿Te sentenció una comisión especial o un tribunal militar? ¿Has firmado contra ti?».
Se giró a mirar el cuerpo cubierto y dijo:
—¿Quién es? ¿De qué ha muerto?
—Era un deskulakizado. Ha muerto a causa del campo. Llamaba a una tal Nastia, quería irse…
Paulatinamente Abarchuk comenzó a distinguir en la penumbra la cara de Magar. Había cambiado tanto que no lo habría reconocido: ¡un viejo al final de su vida!
Mientras notaba contra la espalda el contacto de la mano rígida del muerto, sintió la mirada de Magar sobre él y pensó: «Probablemente debe de estar pensando lo mismo: nunca lo habría reconocido».
Pero Magar dijo:
—Acabo de caer en la cuenta: no hacía más que gruñir algo así como «be… be… be…» y lo que quería decir era: «Beber, beber». Justo al lado tenía un vaso. Si al menos hubiera podido satisfacer su última voluntad…
—Ya lo ves, también un muerto nos impide hablar con tranquilidad.
—Es comprensible —respondió Magar, y Abarchuk reconoció aquella entonación familiar que siempre le conmovía: por lo general era así como Magar comenzaba a hablar de cosas serias—. Hablamos de él, pero en realidad se trata de nosotros.
—¡No, no! —gritó Abarchuk y, agarrando la palma caliente de Magar, la apretó, lo abrazó por los hombros, sacudiéndose por unos sollozos silenciosos.
—Gracias —balbució Magar—. Gracias, camarada, amigo.
Los dos se callaron, respiraban con dificultad, sus alientos se confundían. A Abarchuk le pareció que no eran sólo sus respiraciones lo que se fundía.
Magar habló primero.
—Escucha —dijo—. Escucha, amigo mío, te llamo así por última vez.
—Pero ¿qué tienes? ¡Tú vivirás! —dijo Abarchuk.
Magar se sentó en la cama.
—No quiero torturarte, pero debo decírtelo. Y tú escucha —se dirigió al muerto—: te concierne, a ti y a tu Nastia. Éste es mi último deber como revolucionario y lo cumpliré. Tú, camarada Abarchuk, eres de una naturaleza especial. Nos conocimos en un tiempo, en un momento especial; nuestro mejor momento, me parece. Bien, tengo que decirlo… Nos equivocamos. Mira adónde nos ha llevado nuestro error… Nosotros dos debemos pedirle a ese hombre que nos perdone. Dame de fumar. Pero ¿por qué arrepentirse ahora? Ningún arrepentimiento puede expiar lo que hemos hecho. Eso es lo que te quería decir. Punto primero. Ahora el segundo: no comprendimos la libertad. La aplastamos. Ni siquiera Marx la valoró: la libertad es el fundamento, el sentido, la base de la base. Sin libertad no hay revolución proletaria. Ése era el segundo punto y ahora escucha el tercero. Atravesamos el campo, la taiga, pero nuestra fe es más fuerte que todo. Sin embargo, eso no es fortaleza, sino debilidad, instinto de conservación. Al otro lado de la alambrada, el instinto de conservación lleva a la gente a transformarse, a menos que prefieran morir, ser enviados a un campo de prisioneros. Y así los comunistas han creado un ídolo, se han puesto uniformes y hombreras, profesan el nacionalismo, han levantado la mano contra la clase obrera, si es necesario revivirán las Centurias Negras…[50] Pero aquí, en el campo, el mismo instinto ordena a la gente no cambiar: si no quieres enfundarte el abrigo de madera no debes cambiar durante las décadas que pases en el campo. En eso reside la salvación… Son dos caras de la misma moneda…
—¡Para! —gritó Abarchuk y alzó su puño cerrado sobre la cara de Magar—. ¡Te han quebrado! ¡No lo has resistido! Todo lo que has dicho es mentira, delirio.
—No lo es. A mí también me gustaría creerlo, pero no es así, no deliro en absoluto. Te estoy pidiendo que me sigas. Como hace veinte años. Si no podemos vivir como revolucionarios, entonces lo mejor es morir.
—¡Basta! ¡Es suficiente!
—Perdóname, me doy cuenta. Parezco una vieja prostituta que llora por la virginidad perdida. Pero te lo digo: ¡recuérdalo! Querido amigo, perdóname…
—¡Perdonarte! Mejor sería que yo… Mejor sería que uno de los dos estuviera ahí tumbado, en lugar de este cadáver, que tú estuvieras muerto antes de este encuentro…
Ya en la puerta, Abarchuk añadió:
—Vendré a verte de nuevo… Te ordenaré las ideas; de ahora en adelante yo seré tu maestro.
A la mañana siguiente, Abarchuk se encontró al enfermero Triufelev en la plaza del campo. Arrastraba un trineo con un bidón de leche amarrado con cuerdas. Era extraño ver a alguien en el Polo Ártico con la cara bañada en sudor.
—Tu amigo no beberá más leche —dijo—. Se ha colgado durante la noche.
Siempre es agradable sorprender al interlocutor con una noticia inesperada, y el enfermero miró a Abarchuk con aire triunfante.
—¿Ha dejado alguna nota? —preguntó Abarchuk aspirando una bocanada de aire gélido.
Estaba seguro de que Magar habría dejado una nota y que la escena de ayer era totalmente fortuita.
—¿Una nota para qué? ¿Para que acabe en manos del óper?
Aquélla fue la peor noche de su vida. Estaba tumbado inmóvil, apretando los dientes, los ojos completamente abiertos y fijos contra la pared de enfrente, cubierta de las manchas oscuras de las chinches aplastadas.
Se dirigía a su hijo, a aquel que un día le había negado su apellido, le invocaba: «Tú eres lo único que me queda, eres mi única esperanza. ¿Lo entiendes? Mi amigo, mi maestro quería matar en mí la voluntad y la razón, y él mismo se ha matado. Tolia, Tolia, eres lo único que me queda en el mundo, ¿puedes verme? ¿Puedes oírme? ¿Sabrás algún día que tu padre no se doblegó, que no sucumbió a la duda?».
Entretanto, a su alrededor, el campo dormía en un sueño profundo, ruidoso, desagradable. El aire, que se había vuelto pesado y sofocante, estaba atravesado por ronquidos, gemidos, gritos y el sonido de dientes rechinando.
De repente, Abarchuk se levantó sobre el catre: le pareció ver que se movía una sombra, rápida y silenciosa.
42
A finales del verano de 1942 el Ejército del Grupo del Cáucaso comandado por Kleist se había apoderado de la explotación petrolera soviética cerca de Maikop. Los ejércitos alemanes habían llegado a Cabo Norte y Creta, al norte de Finlandia y a las costas del Canal de la Mancha. El Zorro del desierto, el mariscal Erwin Rommel, se encontraba a ochenta kilómetros de Alejandría. Los cazadores habían alzado la bandera con la esvástica sobre la cima del Elbrus. Manstein había recibido la orden de mover sus gigantescos cañones y los lanzacohetes de la nueva artillería hacia la ciudadela del bolchevismo, Leningrado. Mussolini elaboraba el plan de ataque contra el Cairo y se entrenaba en montar un semental árabe. Dietl, el soldado de las nieves, había llegado a latitudes septentrionales nunca antes alcanzadas por ningún conquistador europeo. París, Viena, Praga, Bruselas se convirtieron en ciudades de provincia alemanas.
Había llegado el momento para el nacionalsocialismo de realizar sus más crueles designios contra la vida humana y la libertad. Los líderes del fascismo mienten cuando afirman que la tensión de la lucha les obliga a ser tan crueles. Al contrario, el peligro los reconduce a la cordura; la falta de confianza en sus fuerzas les obliga a moderarse.
El día en que el fascismo esté convencido de su triunfo definitivo, el mundo se atragantará en sangre. Cuando el fascismo no encuentre más resistencia armada, nada contendrá ya a los verdugos de los niños, las mujeres y los viejos. Porque el ser humano es el gran enemigo del fascismo.
En otoño de 1942 el gobierno del Reich adoptó una serie de leyes particularmente crueles e inhumanas.
En particular, el 12 de septiembre de 1942, cuando el nacionalsocialismo estaba en el apogeo de sus éxitos militares, los judíos de Europa fueron sustraídos a la jurisdicción de los tribunales ordinarios y transferidos a la Gestapo.
Adolf Hitler y los dirigentes del Partido tomaron la decisión de aniquilar a la nación judía.
43
A veces Sofia Ósipovna Levinton pensaba en su vida anterior: cinco años de estudios en la Universidad de Zúrich, las vacaciones de verano que había pasado en París e Italia, los conciertos en el conservatorio, las expediciones a las regiones montañosas del Asia Central, sus treinta y dos años de trabajo como doctora, sus platos preferidos, sus amistades cuyas vidas, hechas de días duros y días felices, se habían trenzado con la suya, las habituales conversaciones telefónicas, las palabras ucranianas de siempre: «Hola…, qué tal…», las partidas de cartas, los objetos que se habían quedado en su habitación de Moscú.
Recordaba los meses pasados en Stalingrado: Aleksandra Vladímirovna, Zhenia, Seriozha, Vera, Marusia. Cuanto más cerca de ella estaban las personas, más lejos parecían irse.
Una tarde, Sofia Ósipovna, encerrada en un vagón de mercancías varado en una vía muerta de un nudo ferroviario que estaba a escasa distancia de Kiev, buscaba piojos en el cuello de su chaqueta mientras a su lado dos ancianas hablaban en yiddish, rápido y en voz baja. De improviso comprendió con una claridad insólita que todo aquello le estaba pasando a ella: a la pequeña Sóniechka de la infancia, a la Sonka de los años de juventud, a Sofia, a la mayor Sofia Ósipovna Levinton, médico militar.
El cambio principal que se producía en las personas consistía en el debilitamiento de su sentido de la individualidad mientras que, cada vez con mayor intensidad, advertían el sentido de la fatalidad.
«¿Quién soy en realidad? ¿Quién es la auténtica Sofia? —se preguntaba—. ¿Es la enclenque mocosa que tenía miedo de papá y la abuela, o la corpulenta, la irascible Sonia con los galones en el cuello, o la de hoy, la sucia y piojosa Sofia?»
El deseo de la felicidad se había evaporado, pero en su lugar habían aparecido infinidad de aspiraciones y proyectos: desembarazarse de los piojos… levantarse hasta la rendija y respirar un poco de aire puro… poder orinar… lavarse al menos un pie… y además el deseo, el deseo vivo en todo el cuerpo, de beber.
La habían arrojado en aquel vagón y, mientras miraba en la penumbra, que en un primer momento le había parecido oscuridad total, había oído una risa en voz baja.
—¿Es que hay locos que ríen aquí dentro? —preguntó.
—No —respondió una voz de hombre—, estamos contándonos chistes.
Alguien musitó melancólicamente:
—Una judía más en nuestro desventurado convoy.
De pie al lado de la puerta, Sofia Ósipovna entornaba los ojos para acostumbrarse a la oscuridad y respondía a las preguntas que le hacían.
Además de los llantos, los gemidos, el hedor, la envolvió una atmósfera de palabras y entonaciones olvidadas desde la infancia…
Sofia Ósipovna quiso adentrarse más en el vagón, pero no pudo avanzar. Notó una pierna delgadita con pantalones cortos y se disculpó:
—Perdóname, pequeño, ¿te he hecho daño?
Pero el muchacho no respondió. Entonces dijo dirigiéndose a la oscuridad:
—¿La mamá de este niño mudo podría decirle que se moviera? No puedo quedarme todo el rato de pie.
Desde un rincón se oyó una voz de hombre teatral, histérica:
—Tendría que haber enviado un telegrama de antemano, entonces le habríamos reservado una habitación con baño.
—Imbécil —profirió Sofia Ósipovna.
Una mujer cuya cara ya podía distinguir en la penumbra dijo:
—Siéntese a mi lado, aquí hay sitio de sobra.
Sofia Ósipovna sintió que se apoderaba de sus dedos un temblor rápido, ligero.
Era el mundo de su infancia, el mundo de los shtetl, y pudo constatar cómo había cambiado todo.
En el vagón había trabajadores de cooperativas, radio-técnicos, estudiantes de una escuela de magisterio, profesores de un instituto profesional, un ingeniero de una fábrica de conservas, un zootécnico, una chica veterinaria. Antes en los shtetl no se conocían aquellas profesiones. Pero Sofia Ósipovna no había cambiado, seguía siendo la misma niña que tenía miedo de papá y la abuela. ¿Era posible que aquel mundo, en el fondo, tampoco hubiera cambiado? Por otra parte, ¿qué importancia tenía? Viejo o nuevo, el mundo del shtetl rodaba hacia el abismo.
Oyó la voz de una mujer joven que decía:
—Los alemanes de hoy en día son unos salvajes; ni siquiera han oído hablar de quién es Heinrich Heine.
Desde otro rincón replicó una voz de hombre en tono burlón:
—Ya, pero a fin de cuentas estos salvajes nos transportan como ganado. ¿De qué nos sirve saber quién es ese Heine?
A Sofia Ósipovna le hicieron preguntas sobre la situación en el frente, y dado que no contó nada bueno, le dijeron que estaba mal informada; comprendió que aquel vagón de ganado tenía su estrategia, cimentada en un ardiente deseo de vivir.
—Pero ¿es que no sabe que a Hitler le han enviado un ultimátum para que libere inmediatamente a todos los judíos?
Sí, sí, por supuesto. Cuando el sentimiento de melancolía bovina, de irremediable fatalismo se transforma en un lacerante sentido del horror, el absurdo opio del optimismo acude en ayuda de los hombres.
Muy pronto desapareció el interés por Sofia Ósipovna, y pasó a convertirse en otra viajera como los demás, que no sabe para qué y adónde se la llevan. Nadie le preguntó su nombre ni su patronímico; nadie recordó su apellido. Sofia Ósipovna constataba con estupor que, aunque el proceso de evolución había llevado millones de años, habían bastado pocos días para hacer el camino inverso, el camino que va del ser humano a la bestia sucia y miserable, desprovista de nombre y de libertad.
Le sorprendía que en aquella enorme desgracia que se había abatido contra ellos aquellos hombres continuaran preocupándose de nimiedades cotidianas, que se irritaran entre sí por tonterías.
Una mujer anciana le dijo en un susurro:
—Doctora, mire a aquella grande dame que no se mueve de la rendija, como si su hijo fuera el único que necesitara aire fresco. Madame se va al balneario.
Durante la noche el tren se detuvo dos veces, y todo el vagón oyó el crujido de los pasos de los centinelas y captaba sus incomprensibles palabras en ruso y alemán.
La lengua de Goethe sonaba horrible en medio de la noche en las estaciones rusas, pero el ruso que hablaban los colaboradores de la policía alemana era todavía más siniestro.
Por la mañana Sofia Ósipovna sufría el hambre como todos y soñaba con un trago de agua. Incluso había algo patético y esmirriado en su sueño. Veía una lata de conservas abollada, en cuyo fondo quedaba un poco de líquido tibio. Y se rascaba con pequeños movimientos rápidos y bruscos, como hacen los perros cuando se buscan las pulgas.
Ahora creía haber comprendido la diferencia entre vida y existencia. Su vida se había acabado, interrumpido, pero la existencia seguía, se prolongaba. Y aunque aquella existencia era miserable, el pensamiento de una muerte cercana le colmaba el corazón de terror.
Comenzó a llover; algunas gotas entraron por la ventanilla enrejada. Sofia Ósipovna rompió un ribete de tela del dobladillo de su camisa, se arrimó a la pared del vagón y deslizó la tira por una hendidura. Luego esperó a que el trozo de tela se empapara de agua de lluvia, lo sacó y se puso a masticar la tela fresca y húmeda. También sus vecinos comenzaron a arrancar trozos de tela, y Sofia Ósipovna se sintió orgullosa de haber encontrado un medio de capturar la lluvia.
El niño al que Sofia Ósipovna había empujado al entrar en el vagón estaba sentado a pocos pasos de ella y observaba a la gente deslizar trozos de tela por la rendija que quedaba entre la puerta y el suelo. En la luz incierta distinguió su cara delgada de nariz afilada. Debía de tener seis años. Sofia Ósipovna pensó que desde que ella había entrado en el vagón nadie le había dirigido la palabra al niño y él había permanecido inmóvil y mudo.
—Cógelo, hijo.
No se movió.
—Tómalo, es para ti —insistió ella, y el niño alargó la mano, indeciso.
—¿Cómo te llamas? —preguntó.
Éste respondió en voz baja:
—David.
La vecina de Sofia, Musia Borísovna, le explicó que David era de Moscú. Había ido a pasar las vacaciones a casa de su abuela y la guerra lo había separado de la madre. La abuela había muerto en el gueto y otra pariente suya, Rebekka Bujman, que viajaba con su marido enfermo, no permitía al niño siquiera que se sentara a su lado.
Al final del día Sofia Ósipovna estaba saturada de escuchar conversaciones, relatos, discusiones; también ella se había puesto a hablar y a discutir.
Cuando se dirigía a sus interlocutores, decía:
—Brider yidn[51], escuchad lo que os digo…
Muchos aguardaban con esperanza el final del viaje creyendo que los conducirían a campos donde cada uno trabajaría según su especialidad y los enfermos serían instalados en barracones para impedidos. Hablaban del tema incesantemente. Pero un alarido mudo se había alojado misteriosamente en sus corazones y no les abandonaba.
Por los relatos de sus compañeros de viaje Sofia Ósipovna supo cuánta inhumanidad hay en el ser humano. Le contaron que una mujer había puesto a su hermana paralítica en una palangana y la había sacado fuera de casa en pleno invierno para que muriera de frío. Le contaron que había madres que habían matado a sus propios hijos y que una de ellas viajaba en el vagón. Le contaron de personas que habían vivido escondidas durante meses en las alcantarillas, como las ratas, alimentándose de inmundicias, dispuestas a cualquier sufrimiento para salvar la vida.
La vida de los judíos bajo el fascismo era horrible, y los judíos no eran ni santos ni malhechores, eran seres humanos.
La piedad que Sofia Ósipovna sentía por aquella gente se volvía particularmente intensa cuando miraba al pequeño David. La mayor parte del tiempo permanecía inmóvil y callado. De vez en cuando sacaba del bolsillo una vieja caja de cerillas, miraba de reojo en el interior y luego volvía a esconderla en el bolsillo.
Sofia Ósipovna llevaba varios días sin dormir, el sueño la había abandonado. Aquella noche se quedó sentada en vela, en la oscuridad hedionda. «¿Dónde estará Zhenia Sháposhnikova en este momento?», pensó de repente. Escuchaba los susurros y los gritos de la gente y se daba cuenta de que sus cabezas estaban llenas de imágenes dolorosamente vívidas que las palabras no podían expresar. ¿Cómo conservar, cómo retener en la memoria aquellas imágenes en caso de que quedaran hombres sobre la Tierra y que quisieran saber lo que había ocurrido?
—¡Zlata! ¡Zlata! —gritó una voz de hombre entrecortada por los sollozos.
44
… El cerebro de Naum Rozemberg, un contable de cuarenta años, realizaba sus cálculos habituales. Caminaba por la carretera y contaba: en el de anteayer, 110; en el de ayer, 71; los cinco días antes, 612; eso suma un total de 783… Qué lástima no haber llevado una cuenta separada de los hombres, los niños, las mujeres… Las mujeres arden más fácilmente. Un Brenner experimentado dispone los cuerpos de manera que los viejos huesudos, ricos en ceniza, ardan al lado de los cuerpos de las mujeres. Ahora darán la orden —«desvíense de la carretera»—, así mandaron un año antes a los que ahora vamos a desenterrar y a extraer de la fosa con ganchos sujetados a cuerdas. Un Brenner experimentado puede determinar a partir de un montículo cuántos cuerpos yacen dentro de una fosa: cincuenta, cien, doscientos, seiscientos, mil… El Scharführer Elf exige que a los cuerpos se les llame Figuren, cien figuras, doscientas figuras, pero Rozemberg los llama: personas, hombre asesinado, niño ejecutado, viejo ejecutado… Los llama así en voz baja, de lo contrario el Scharführer descargaría nueve gramos de metal contra él, pero sigue musitando obstinadamente: «Ahora sales de la fosa, hombre ejecutado… Niño, no te agarres a tu mamá con las manos, os quedaréis juntos, no te irás lejos de ella…».
—¿Qué estás susurrando por ahí?
—Nada, se lo ha parecido.
Y susurra: «Lucha, en eso consiste su pequeña lucha…». Anteayer abrieron una fosa donde había ocho muertos. El Scharführer gritaba: «Esto es una mofa, un equipo de veinte Brenner para quemar ocho figuras». Tenía razón, pero ¿qué podían hacer ellos si en la pequeña aldea sólo había dos familias de judíos? Una orden es una orden: desenterrar todas las tumbas y quemar todos los cuerpos… Ahora se han desviado de la carretera y caminan por la hierba y por ciento quincuagésima vez, en medio del verde claro, he aquí un montículo gris: una tumba. Ocho cavan, cuatro abaten troncos de robles y los sierran en leños de la longitud de un cuerpo humano, dos los cortan con hachas y cuñas, dos acercan de la carretera tableros viejos y secos, encendajas, recipientes con gasolina, cuatro preparan el lugar para la hoguera, excavan la zanja para las cenizas: hay que averiguar de dónde sopla el viento.
Enseguida desaparece el olor a podredumbre del bosque y los guardias ríen, blasfeman, se tapan la nariz; el Scharführer escupe y se aleja hasta el lindero del bosque. Los Brenner lanzan sus palas, cogen los ganchos, se tapan la nariz y la boca con trapos… «Buenos días, abuelo, te toca ver el sol de nuevo, pero cómo pesas…» Una madre asesinada junto a sus tres hijos: dos niños —uno de ellos todavía escolar— y una niña que debió de nacer en 1939, enferma de raquitismo, pero no importa, ahora ya está curada… No te aferres así a tu mamá, no se irá a ninguna parte… «¿Cuántas figuras?», grita el Scharführer desde el lindero. «Diecinueve», y en voz muy baja, casi para sus adentros, «personas muertas». Todos maldicen: ya ha pasado media jornada. La semana pasada, en cambio, abrieron una tumba de doscientas mujeres, todas jóvenes. Al retirar la capa superior de la tierra, se levantó un vapor gris sobre la tumba y los guardias se pusieron a reír. «¡Qué mujeres más calientes!» Sobre las zanjas por donde circula el aire colocan la leña seca, después los leños de roble —éstos arden bien—, luego los cadáveres de las mujeres; se añade leña, luego los cadáveres de los hombres, más leña, después otros restos de cuerpos, luego un tanque de gasolina, a continuación, en el centro, una bomba incendiaria; luego el Scharführer da una orden y los guardias sonríen por anticipado. Los Brenner cantan a coro: «¡La hoguera arde!». Después echan las cenizas en la fosa. De nuevo se hace el silencio; se mantiene, se vuelve más profundo. Después los condujeron a un bosque, esta vez no vieron un montículo en medio del claro verde; el Scharführer ordenó cavar un agujero de cuatro metros por dos; todos lo comprendieron, el trabajo había concluido: 89 pueblos, más 18 shtetl, más cuatro aldeas, más dos ciudades de distrito, más tres sovjoses[52], dos cerealistas y uno de leche; en total, 116 núcleos de población, los Brenner han desenterrado 116 túmulos… Mientras cava la fosa para él y sus compañeros, el contable Naum Rozemberg sigue calculando: la semana pasada 783, y el mes antes 4.826; un total de 5.609 cuerpos quemados. Calcula, calcula y el tiempo pasa sin que se dé cuenta, calcula la media de figuras —no, de cadáveres— en cada fosa: 5.609 entre el número de tumbas, 116; eso da una media de 48,35 cadáveres por fosa: redondeando, 48 cadáveres por tumba.
Si tenemos en cuenta que veinte Brenner han trabajado durante treinta y siete días, por cada Brenner eso da… «¡En fila!», grita el jefe de los guardias, y el Scharführer ordena: «In die Grube marsch!»[53]. Pero él no quiere ser enterrado. Corre, se cae, se levanta, corre perezoso, el contable no sabe correr, pero no han logrado matarle, reposa sobre la hierba del bosque, en silencio, y no piensa en el cielo que se alza sobre su cabeza, ni en Zlata, Zlátochka, a la que asesinaron cuando estaba en el sexto mes de gestación, está tendido en la hierba y calcula lo que no tuvo tiempo de calcular junto a la fosa: veinte Brenner, treinta y siete días, el total de días por Brenner… eso en primer lugar; ahora, en segundo, tiene que calcular la cantidad de leña por persona; tercero, hay que calcular el tiempo medio de combustión por una figura, cuánto…
Una semana más tarde unos policías lo encontraron y lo condujeron al gueto.
Y ahora aquí, en el vagón, susurra todo el rato, cuenta, multiplica, divide. ¡El balance anual! Tiene que presentárselo a Bujman, el jefe de contabilidad del Gosbank. De pronto, durante la noche, en sueños, lágrimas ardientes brotan y le arrancan la costra que le cubre el cerebro y el corazón.
—¡Zlata!, ¡Zlata! —grita.
45
La ventana de la habitación de Musia Borísovna daba a las alambradas del gueto. Una noche la bibliotecaria se despertó, levantó el extremo de la cortina y vio a dos soldados arrastrando una ametralladora; los rayos azules de la luz de la luna hacían centellear el acero pulido y las gafas del oficial que caminaba delante. Oyó el ruido sordo de los motores. Los vehículos se acercaban al gueto con los faros apagados, y el pesado polvo nocturno se tornaba plateado y se arremolinaba alrededor de sus ruedas, como divinidades flotando entre nubes.
En aquellos tranquilos minutos de claro de luna, mientras las patrullas de las SS y SD, destacamentos de policías ucranianos, unidades auxiliares y una columna motorizada de la Gestapo se aproximaban a las puertas del gueto dormido, la mujer midió el destino del siglo XX.
La luz de la luna, el movimiento rítmico y majestuoso de las tropas armadas, los potentes camiones negros, el tictac despavorido del reloj de pesas en la pared, la blusa, el sujetador y las medias sobre la silla, el cálido olor del hogar: todo aquel batiburrillo de cosas opuestas e incompatibles se habían conciliado.
46
De vez en cuando, en el vagón, Natasha, la hija del viejo doctor Karasik, detenido y ejecutado en 1937, se ponía a cantar. A veces incluso cantaba por la noche, lo que no causaba enfado en la gente del vagón.
Era tímida, hablaba siempre con una voz apenas audible, mantenía la mirada baja, sólo visitaba a sus parientes más cercanos y se sorprendía de la audacia de las jóvenes que bailaban en las fiestas.
En el proceso de selección de personas sujetas a aniquilación no fue incluida en el grupo de artesanos y médicos cuya útil vida se conservaría: a nadie le interesaba la vida de una señorita marchita de pelo ya canoso.
Un guardia la empujó hacia la colina polvorienta donde estaba el mercado. Se encontró ante tres hombres borrachos; a uno de ellos, ahora jefe de policía, lo conocía de antes de la guerra, cuando trabajaba como administrador en el almacén del ferrocarril. Ni siquiera comprendió que aquellos tres hombres eran árbitros de la vida y la muerte de los hombres. Un policía la empujó hacia una muchedumbre clamorosa de niños, mujeres y hombres, los considerados inútiles.
Luego caminaron hacia el aeródromo, bajo aquella canícula que sería la última para ellos. Dejaban atrás manzanos polvorientos al borde del camino; lanzaban por última vez gritos penetrantes, rasgándose la ropa; rezaban. Natasha caminaba en silencio.
Nunca había pensado que la sangre pudiera ser de un rojo tan vivo bajo el sol. Cuando los gritos, los disparos, los ronquidos cesaron por un instante, se oyó el susurro de la sangre en la fosa: ella corría sobre los cuerpos blancos como sobre piedras blancas.
Después vino un momento menos terrible: el crepitar de la ametralladora y la cara del verdugo fatigada por el trabajo, sencilla y bonachona, aguardando paciente a que ella se acercara y se colocara en el borde de la fosa susurrante.
Cuando llegó la noche, escurrió la camisa mojada y volvió a la ciudad. Los muertos no salían de la tumba, por tanto ella estaba viva. Y mientras, a través de los patios, Natasha se dirigía al gueto, vio que en la plaza había un baile popular. Una orquesta compuesta por instrumentos de viento y cuerda tocaba la melodía triste y melancólica de un vals que siempre le había gustado, y a la luz opaca de la luna y los faroles, las parejas —chicas y soldados— giraban por la plaza polvorienta, y su pisoteo se mezclaba con la música. En ese instante aquella señorita marchita se sintió feliz y a salvo; y, desde entonces, cantaba con el presentimiento de una felicidad futura y, a veces, si nadie la veía, incluso trataba de bailar el vals.
47
David no recordaba con certeza todo lo que había sucedido después del inicio de la guerra. Pero una noche, en el vagón, aquel pasado reciente le volvió a la mente con claridad diáfana.
Está oscuro y su abuela lo lleva a casa de los Bujman. El cielo está cuajado de diminutas estrellas y el horizonte es claro, de color verde limón. Las hojas de bardana le tocan las mejillas como manos frías y húmedas.
En la buhardilla, detrás de una pared falsa de ladrillos, se esconde gente. De día las chapas negras del techo se calientan al rojo. A veces, un olor a quemado inunda la buhardilla, el gueto está en llamas. Durante el día todos permanecen inmóviles en el refugio. La pequeña Svetlana, la hija de los Bujman, llora monótonamente. Bujman está enfermo del corazón, de día todos lo creen muerto. Pero por la noche come y se pelea con su mujer.
De repente ladridos de perros. Voces no rusas: «Asta! Asta! Wo sind die joden?»[54], y, sobre las cabezas, crece el estruendo. Los alemanes han trepado al techo a través del tragaluz.
El sonido retumbante de suelas de hierro sobre el cielo de chapa negro se interrumpe. Se oyen golpecitos ligeros, astutos: alguien está examinando las paredes.
En el refugio se hace el silencio, un silencio implacable, con los músculos tensos de las espaldas y los cuellos, ojos desencajados de la angustia, bocas torcidas en una mueca.
La pequeña Svetlana responde con un lamento sin palabras al sonido del engatusador golpeteo. De improviso deja de llorar, David se vuelve hacia ella y se encuentra con los ojos furiosos de la madre de Svetlana, Rebekka Bujman.
Más tarde aquellos ojos y la cabeza de la niña colgando de un lado, como una muñeca de trapo, le volvieron a la mente, pero fugazmente.
En cambio recordaba, a menudo y con todo detalle, su vida de antes de la guerra. En el vagón, como un viejo, David revivía su pasado, lo acariciaba, lo amaba.
48
Para su cumpleaños, el 12 de diciembre, mamá le había comprado un libro de cuentos. En el claro de un bosque había una cabritilla gris; la oscuridad del bosque parecía especialmente amenazadora. Entre troncos marrón oscuro, matamoscas y otros hongos venenosos, se vislumbraban las rojas fauces abiertas y los ojos verdes de un lobo.
Sólo David conocía el inminente asesinato. Golpeaba el puño sobre la mesa, escondiendo el claro del bosque con la palma de la mano, pero comprendía que no podía proteger a la cabritilla.
Y por la noche gritaba:
—¡Mamá, mamá, mamá!
Su madre se despertaba y se acercaba a su cama, como una nube en la noche tenebrosa, y él bostezaba feliz porque sentía que la fuerza más grande del mundo le defendía de la oscuridad del bosque nocturno.
Cuando se hizo mayor eran los perros rojos de El libro de la selva lo que le daba miedo. Una noche su habitación se llenó de fieras rojas, y David, con los pies descalzos, avanzó a tientas guiándose por el cajón abierto de la cómoda junto a la cama de su madre.
Cuando tenía la fiebre alta, siempre le asaltaba la misma pesadilla: estaba acostado en una playa arenosa, y minúsculas olas, no más grandes que su dedo meñique, le hacían cosquillas en el cuerpo. De repente una montaña de agua azul se alzaba silenciosamente y se acercaba a una velocidad vertiginosa. David estaba tumbado sobre la arena caliente, la montaña azul oscuro se abatía sobre él. Era todavía más horrible que el lobo y los perros rojos.
Por la mañana mamá se iba al trabajo y él salía a la escalera de servicio y vertía su taza de leche en una vieja lata de conservas de cangrejo cuyo destinatario era un delgado gato vagabundo de cola larga y fina, hocico blanco y ojos lacrimosos. Un día la vecina les comunicó que al amanecer habían venido unos hombres y, gracias a Dios, habían metido aquel repugnante gato vagabundo en una caja; por fin se lo habían llevado al instituto.
—Pero ¿adónde quieres que vaya? ¿Cómo voy a saber yo dónde está ese instituto? Es del todo imposible. ¡Olvídate de ese gato desgraciado! —le decía la madre mirando sus ojos implorantes—. ¿Cómo vas a sobrevivir en este mundo? ¡No se puede ser tan sensible!
La madre quiso enviarlo a un campamento infantil de verano, pero él lloró, suplicó con las manos juntas, gritando:
—Te prometo que iré a casa de la abuela, pero ¡no me envíes al campamento!
Cuando la madre lo acompañó en tren a casa de la abuela, en Ucrania, David apenas probó bocado durante el trayecto: le daba vergüenza masticar un huevo duro o desenvolver una croqueta de un papel grasiento.
La madre se quedó en casa de la abuela junto a David cinco días, luego tuvo que volver al trabajo. En el momento de la despedida el niño no lloró, pero le apretó con tanta fuerza el cuello que su madre le dijo:
—Me ahogas, bobo. Aquí te hartarás de fresas y además son baratas. Vendré a buscarte dentro de dos meses.
Al lado de la casa de la abuela Roza había una parada del autobús que hacía el recorrido entre la ciudad y la tenería. En ucraniano la parada de autobús se llamaba zupinka.
El difunto abuelo había sido miembro del Bund, un hombre de renombre, había vivido un tiempo en París. Por aquel motivo la abuela se había ganado el respeto de todos y no pocos despidos laborales.
A través de las ventanas abiertas se oía la radio: «Uvaga, uvaga[55], aquí Kiev».
Durante el día la calle estaba desierta, y se animaba cuando salían los alumnos del instituto profesional de la tenería, que se gritaban de una acera a otra: «Bella, ¿has aprobado el examen? Jashka, ¿preparamos juntos el marxismo?».
Por la noche regresaban a casa los trabajadores de la tenería, los vendedores, los electricistas del centro radiofónico local. La abuela trabajaba en el comité local de la policlínica.
David no se aburría cuando la abuela no estaba en la casa.
Cerca, en un viejo huerto abandonado, entre decrépitos y estériles manzanos, pastaba una vieja cabra, vagaban gallinas marcadas con pintura y hormigas silenciosas trepaban por la hierba. En el huerto los gorriones y cuervos del lugar se mostraban seguros de sí mismos y hacían ruido, mientras que los pájaros del campo, pájaros cuyo nombre David desconocía, se comportaban como campesinas intimidadas.
David escuchó muchas palabras nuevas: glechik, dikt, kaliuzha, riazhenka, riaska, puzhalo, liadache, koshenia…[56] en estas palabras reconoció ecos y reflejos de su lengua materna, el ruso. Oyó hablar en yiddish y se quedó sorprendido de que mamá y la abuela conversaran delante de él en aquella lengua. Nunca había oído a su madre hablar una lengua que él no comprendiera.
La abuela lo llevó de visita a casa de una sobrina, la gorda Rebekka Bujman. Entraron en una habitación que impresionó a David por la abundancia de cortinas de encaje blanco; Eduard Isaákovich Bujman, el jefe de contabilidad del Gosbank, hizo su aparición vestido con chaqueta militar y botas.
—Jaim —dijo Rebekka—, tenemos visita de Moscú: es el hijo de Raya. —Y enseguida añadió—: Bueno, saluda a tío Eduard.
—Tío Eduard, ¿por qué la tía Rebekka le llama Jaim? —preguntó David.
—Ésa es una pregunta difícil —dijo Eduard Isaákovich—. ¿No sabes que en Inglaterra a todos los Jaim se les llama Eduard?
Después el gato se puso a arañar la puerta, y cuando consiguió abrirla todos vieron en el centro de la habitación a una niña con mirada inquieta sentada en un orinal.
Un domingo David fue al mercado con su abuela. Por el camino encontraron viejas con pañuelos negros, encargadas de vagones de ferrocarril soñolientas y taciturnas, altivas mujeres de dirigentes locales, mujeres campesinas calzadas con botas de agua.
Los mendigos judíos gritaban con voces rudas y enojadas: la gente parecía darles limosna más por temor que por compasión. Por la carretera de cantos rodados pasaban los camiones de los koljoses cargados de sacos de patatas y salvado, jaulas de mimbre llenas de gallinas que gritaban en cada bache, como viejas judías enfermas.
Lo que más le fascinaba y le aterrorizaba, hasta el punto de llevarle a la desesperación, eran los puestos de las carnicerías. David había visto sacar de un carro a un ternero muerto: tenía la boca pálida entreabierta y el pelaje rizado y blanco del cuello manchado de sangre.
La abuela compró una gallina joven variopinta y se la llevó por las patas atadas con un trozo de tela blanca, y David caminaba a su lado intentando ayudar a la gallina a levantar su débil cabeza, preguntándose asombrado cómo su abuela podía ser tan inhumanamente cruel.
Recordó unas palabras incomprensibles de su madre. Decía que la familia por parte del abuelo eran personas cultas e instruidas, pero que por parte de la madre todos eran pequeñoburgueses y comerciantes. Seguramente ése era el motivo por el que su abuela no tenía piedad de la gallina.
Entraron en un patio, salió a su encuentro un viejecito con una kipá en la cabeza y la abuela comenzó a hablar con él en yiddish. El viejecito cogió la gallina entre los brazos, farfulló algunas palabras y la gallina cacareó confiada. El viejo hizo entonces un gesto muy rápido, un movimiento apenas perceptible pero obviamente terrible, y se echó la gallina por encima del hombro. Ésta comenzó a correr batiendo las alas y el niño vio que no tenía cabeza, lo que corría era sólo un cuerpo decapitado: el viejecito había matado la gallina.
Después de una carrera de pocos pasos, el cuerpo cayó arañando el suelo con sus patas fuertes y jóvenes, y dejó de vivir.
Aquella noche David tuvo la sensación de que el olor húmedo de las vacas y sus crías degolladas llegaba incluso hasta su habitación.
La muerte, que antes vivía en la ilustración de un bosque donde un lobo dibujado se acercaba furtivamente a una cabritilla dibujada, dejó de estar confinada en las páginas del libro de cuentos. Por primera vez David comprendió con claridad meridiana que también él era mortal, no sólo como en los cuentos, sino de verdad.
Comprendió que un día su mamá moriría. La muerte les llegaría a ambos, pero no saldría de un bosque de cuento donde los abetos se yerguen en la penumbra, sino de este aire, de la vida, de estas paredes familiares, y sería imposible escaparse de ella.
David sintió la muerte con una claridad y una profundidad que sólo son capaces de alcanzar los niños y los grandes filósofos, cuyo vigor especulativo se aproxima a la sencillez y la fuerza del sentimiento infantil.
De los asientos hundidos sobre los que habían colocado unas tablas de madera contrachapada y del armario ropero emanaba un olor bueno y tranquilizador, el mismo olor de los cabellos y los vestidos de la abuela. Una noche cálida y engañosamente calma los rodeaba.
49
Aquel verano la vida dejó de estar confinada en los cubitos con dibujos pintados en los silabarios. Vio qué destellos azules irradian las oscuras alas de un pato y cuánta broma burlona encierra su graznido. Se encaramó al tronco rugoso de un cerezo y logró coger las blancas cerezas que brillaban entre el follaje. Fue a ver de cerca a un ternero amarrado al poste de un páramo y le extendió un terrón de azúcar; mudo de felicidad miró los ojos tiernos de la enorme criatura.
Pinchik el pelirrojo se acercó a David y le propuso, arrastrando las erres:
—¿Quier-r-r-r-es camor-r-r-a?
En el vecindario de la abuela, los judíos y los ucranianos se parecían. La vieja Partinskaya, de visita en casa de la abuela, decía con su voz arrulladora:
—¿Ha oído la noticia, Roza Nusinovna? Sonia se va a Kiev, ha hecho las paces con el marido.
La abuela, juntando las manos y riendo, respondía:
—¡Vaya! ¡Menuda comedia!
Aquel mundo a David le parecía mejor y más agradable que la calle Kírov, donde una vieja mujer llamada Drako-Drakon con la cara toda pintada paseaba su caniche por la calle asfaltada, donde cada mañana estacionaba delante del portal una limusina ZIS-101, donde una vecina, con quevedos y un cigarrillo entre sus labios rojos de carmín, susurraba con furia ante la cocina comunal de gas: «Tú, trotskista, has vuelto a tirarme el café del hornillo».
Era de noche cuando David y su madre volvieron de la estación. Caminaron por una calle pavimentada, iluminada por la luna, y pasaron por delante de una iglesia católica blanca que albergaba en un nicho a un Cristo delgado, del tamaño de un niño de doce años, inclinado, y en la cabeza, una corona de espinas. Dejaron atrás la escuela de magisterio donde una vez había estudiado su madre.
Y algunos días después, un viernes por la noche, David vio a los viejos que se dirigían a la sinagoga entre el polvo dorado que levantaban los pies desnudos de unos chicos jugando al fútbol en un solar.
Había un encanto conmovedor en aquella yuxtaposición de casas blancas ucranianas, el chirrido de las grúas del pozo y los antiguos bordados negros y blancos de los mantos de oración que suscitaban la admiración desde tiempos bíblicos, remotos e insondables. Y coexistía todo junto: el Kohzar[57], Pushkin y Tolstói, los manuales de física, La enfermedad infantil del izquierdismo en el movimiento comunista, los hijos de sastres y zapateros que habían combatido en la guerra civil, los instructores del raikom, los tribunos y cizañeros del sóviet de sindicatos regional, conductores de camiones, inspectores de policía, conferenciantes marxistas.
Cuando llegó a casa de la abuela, David se enteró de que su madre era desdichada. La primera en anunciárselo fue la gorda tía Rajil, que tenía las mejillas tan coloradas que daba la impresión de que siempre se avergonzaba de algo.
—¡Cómo es posible, abandonar a una mujer tan maravillosa como tu madre! ¡Ya se arrepentirá, ya!
Un día después David ya sabía que su padre se había ido con una mujer rusa ocho años mayor que él; que él ganaba dos mil quinientos rublos al mes en la Filarmónica, pero que mamá no había aceptado pensión alimenticia y vivía sólo de su sueldo: trescientos diez rublos al mes.
Una vez David enseñó a su abuela el capullo que guardaba en una caja de cerillas.
—Pero bueno, ¿para qué quieres esa porquería? ¡Tíralo ahora mismo!
David fue a la estación de mercancías dos veces y vio cómo cargaban en los vagones a toros, carneros y cerdos. Un toro mugía potente como si sufriera o implorara piedad. Al niño le atenazó un miedo pavoroso, pero los ferroviarios que pasaban junto a los vagones con chaquetas sucias y desgarradas ni siquiera volvían sus caras demacradas y extenuadas hacia la bestia doliente.
Una semana después de su llegada, una vecina de la abuela llamada Deborah cuyo marido, Lázar Yankélevich, trabajaba como mecánico en la fábrica de máquinas agrícolas, trajo al mundo a su primer hijo. El año antes Deborah había ido a casa de su hermana, en Kolymá, y durante una tormenta le cayó un rayo. Intentaron reanimarla practicándole la respiración artificial, pero al final desistieron y la cubrieron de tierra. Así yació durante dos horas, como muerta… Y, mira por dónde, ahora daba a luz a un bebé, ella que durante quince años había sido estéril. La abuela contó esa historia y luego añadió:
—Eso es lo que dice la gente, pero el año pasado tuvo que someterse a una operación.
David y su abuela fueron a visitar a los vecinos.
—¡Bueno, Luzia! ¡Bueno, Deba! —dijo la abuela después de echar un vistazo a aquella criaturita de dos piernas acostada en el cesto de la ropa.
Pronunció aquellas palabras en tono amenazador, como advirtiendo al padre y a la madre que no se tomaran a la ligera aquel milagro acontecido.
En una pequeña casa al lado de la vía férrea vivía la vieja Sorkina con sus dos hijos sordomudos, peluqueros de oficio. Todo el vecindario les temía, y la vieja Partinskaya decía a David en ucraniano:
—Si no beben están tranquilos. Pero cuando han bebido se tiran el uno encima del otro, se pelean como caballos, lanzándose cuchillos.
Un día la abuela mandó a David que llevara un tarro de nata a Musia Borísovna… La habitación de la bibliotecaria era minúscula. Sobre la mesa había una pequeña taza, en la pared había fijada una estantería donde reposaban algunos libros pequeños y sobre la cama colgaba una pequeña fotografía. En la imagen aparecían David de bebé y su madre. Cuando David miró la fotografía, Musia Borísovna se ruborizó y dijo:
—Tu mamá y yo nos sentábamos en el mismo pupitre en la escuela.
David le recitó la fábula de la cigarra y la hormiga y Musia Borísovna declamó el inicio de la poesía «Sasha lloraba mientras talaban el bosque…».
Por la mañana todo el patio estaba murmurando: durante la noche a Solomón Slepoi le habían robado la pelliza que había guardado en naftalina para preservarla del verano.
Cuando la abuela se enteró de la desaparición de la pelliza, exclamó:
—Gracias, Dios mío. Es lo mínimo que se merecía.
David se enteró de que Slepoi era un delator y que había denunciado a mucha gente en los tiempos de confiscación de divisas extranjeras y de oro. Dos de sus víctimas fueron fusiladas y otra murió en la enfermería de la prisión.
La noche y sus terribles ruidos, el canto de los pájaros, sangre inocente…, todo se mezclaba en un potaje en ebullición abrasador. Décadas más tarde, David hubiera podido comprenderlo, pero incluso en ese momento era consciente, noche y día, de su horror y su conmovedor encanto.
50
Antes del sacrificio del ganado infectado deben adoptarse varias medidas preventivas: el transporte, la concentración en puntos adecuados, la instrucción de personal cualificado, la excavación de fosas y zanjas.
La población que colabora con las autoridades para llevar el ganado infectado a los mataderos o para capturar los animales dispersos no lo hace por un odio cerval hacia los terneros y las vacas, sino por instinto de conservación.
Asimismo, en los casos de exterminios masivos de personas la población local no profesa un odio sanguinario contra las mujeres, los ancianos y los niños que van a ser aniquilados. Por ese motivo, la campaña para el exterminio masivo de personas exige una preparación especial. En este caso no basta tan sólo con el instinto de conservación: es necesario incitar en la población el odio y la repugnancia.
Fue precisamente en una atmósfera de odio y repulsión como se preparó y llevó a cabo la aniquilación de los judíos ucranianos y bielorrusos. En su momento, en aquella misma tierra, después de haber movilizado y atizado la ira de las masas, Stalin abanderó la campaña para la aniquilación de los kulaks como clase, la campaña para la destrucción de los degenerados y saboteadores trotskistas-bujarinistas.
La experiencia había mostrado que la mayor parte de la población, tras ser expuesta a empresas similares, está dispuesta a obedecer hipnóticamente todas las indicaciones de las autoridades. Luego hay una minoría particular que ayuda activamente a crear la atmósfera de la campaña: fanáticos ideológicos, sanguinarios que disfrutan y se alegran ante las desgracias ajenas, gente que actúa en beneficio propio en la rapiña de objetos, apartamentos y la ocupación de eventuales puestos vacantes. A la mayoría, sin embargo, la horrorizan las ejecuciones masivas, y esconden su propio estado de ánimo no sólo a sus más allegados, sino a sí mismos. Estas personas llenan salas donde se celebran reuniones dedicadas a las campañas de exterminio pero, por frecuentes que sean las reuniones y grandes las dimensiones de las salas, no existe casi ningún caso en que alguien haya infringido la tácita unanimidad del voto. Y, naturalmente, todavía es más extraordinario que un hombre, ante un perro que acaso tenga la rabia, no aparte la mirada de sus ojos suplicantes, sino que lo acoja en la casa donde vive junto a su mujer e hijos. Sin embargo también hubo casos así.
La primera mitad del siglo XX será recordada como una época de grandes descubrimientos científicos, revoluciones, grandiosas transformaciones sociales y dos guerras mundiales.
Pero la primera mitad del siglo XX entrará en la historia de la humanidad como la época del exterminio total de enormes extractos de población judía, un exterminio basado en teorías sociales o raciales. Hoy en día se guarda silencio sobre ello con una discreción comprensible.
En ese tiempo, una de las particularidades más sorprendentes de la naturaleza humana que se reveló fue la sumisión. Hubo episodios en que se formaron enormes colas en las inmediaciones del lugar de la ejecución y eran las propias víctimas las que regulaban el movimiento de las colas. Se dieron casos en que algunas madres previsoras, sabiendo que habría que hacer cola desde la mañana hasta bien entrada la noche en espera de la ejecución, que tendrían un día largo y caluroso por delante, se llevaban botellas de agua y pan para sus hijos. Millones de inocentes, presintiendo un arresto inminente, preparaban con antelación fardos con ropa blanca, toallas, y se despedían de sus más allegados. Millones de seres humanos vivieron en campos gigantescos, no sólo construidos sino también custodiados por ellos mismos.
Y no ya decenas de miles, ni siquiera decenas de millones, sino masas ingentes de hombres fueron testigos sumisos de la masacre de inocentes. Pero no sólo fueron testigos sumisos: cuando era preciso votaban a favor de la aniquilación en medio de un barullo de voces aprobador. Había algo insólito en aquella extrema sumisión.
Por supuesto, hubo resistencia, hubo valentía y tenacidad por parte de los condenados, alzamientos, incluso sacrificios llegado el caso cuando, para salvar a un hombre desconocido y lejano, otros hombres arriesgaban su propia vida y la de su familia. Pero la sumisión de las masas es un hecho irrebatible.
¿Qué hemos aprendido? ¿Se trata de un nuevo rasgo que brotó de repente en la naturaleza humana? No, esta sumisión nos habla de una nueva fuerza terrible que triunfó sobre los hombres. La extrema violencia de los sistemas totalitarios demostró ser capaz de paralizar el espíritu humano en continentes enteros.
Una vez puesta al servicio del fascismo, el alma del hombre declara que la esclavitud, ese mal absoluto portador de muerte, es el único bien verdadero. Sin renegar de los sentimientos humanos, el alma traidora proclama que los crímenes cometidos por el fascismo son la más alta forma de humanitarismo y está conforme en dividir a los hombres en puros y dignos e impuros e indignos. La voluntad de sobrevivir a cualquier precio se expresa en el oportunismo del instinto y la conciencia.
En ayuda del instinto acude la fuerza hipnótica de las grandes ideas. Apelan a que se produzca cualquier víctima, a que se acepte cualquier medio en aras del logro de objetivos supremos: la futura grandeza de la patria, la felicidad de la humanidad, la nación o una clase, el progreso mundial.
Y al lado del instinto de supervivencia, al lado de la fuerza hipnótica de las grandes ideas, trabaja también una tercera fuerza: el terror ante la violencia ilimitada de un Estado poderoso que utiliza el asesinato como medio cotidiano para gobernar.
La violencia del Estado totalitario es tan grande que deja de ser un medio para convertirse en un objeto de culto místico, de exaltación religiosa.
¿Cómo si no cabe explicar las posiciones de algunos pensadores e intelectuales judíos que juzgaron necesario el asesinato de los judíos para la felicidad de la humanidad, que afirmaron que, a sabiendas de eso, los judíos estaban dispuestos a conducir a sus propios hijos al matadero para la felicidad de la patria, dispuestos a realizar el sacrificio que en un tiempo había realizado Abraham?
¿Cómo si no cabe explicar que un poeta, campesino de nacimiento, dotado de razón y talento, escribiera con sentimiento genuino un poema que exalta los años terribles de sufrimientos padecidos por los campesinos, años que han engullido a su propio padre, un trabajador honrado y sencillo?
Uno de los medios de los que se sirve el fascismo para actuar sobre el hombre es la total, o casi total, ceguera. El hombre no cree que vaya al encuentro de su propia aniquilación. Es sorprendente que aquellos que se encontraban al borde de la tumba fueran tan optimistas. Sobre la base de la esperanza —una esperanza absurda, a veces deshonesta, a veces infame— surgió la sumisión, que a menudo era igual de miserable y ruin.
La insurrección de Varsovia, la insurrección de Treblinka, la insurrección de Sobibor, las pequeñas revueltas y levantamientos de los Brenner nacieron de la desesperación más absoluta. Pero, naturalmente, la desesperación total y lúcida no generó sólo levantamientos y resistencia: engendró también el deseo —extraño en un hombre normal— de ser ejecutado lo más pronto posible.
La gente discutía por el puesto en la cola hacia la fosa sangrienta mientras en el aire resonaba una voz excitada, demente, casi exultante:
—Judíos, no tengáis miedo. No es nada terrible. Cinco minutos y todo habrá terminado.
Todo, todo engendraba sumisión, tanto la esperanza como la desesperación. Sin embargo, los hombres, aunque sometidos a la misma suerte, no tienen el mismo carácter.
Es necesario reflexionar sobre qué debió de soportar y experimentar un hombre para llegar a considerar la muerte inminente como una alegría. Son muchas las personas que deberían reflexionar, y sobre todo las que tienen tendencia a aleccionar sobre cómo debería de haberse luchado en unas condiciones de las que, por suerte, esos frívolos profesores no tienen ni la menor idea.
Una vez establecida la disposición del hombre a someterse ante una violencia ilimitada, cabe extraer la última conclusión, de gran relevancia para entender la humanidad y su futuro.
¿Sufre la naturaleza del hombre una mutación dentro del caldero de la violencia totalitaria? ¿Pierde el hombre su deseo inherente a ser libre? en esta respuesta se encierra el destino de la humanidad y el destino del Estado totalitario. La transformación de la naturaleza misma del hombre presagia el triunfo universal y eterno de la dictadura del Estado; la inmutabilidad de la tendencia del hombre a la libertad es la condena del Estado totalitario.
He aquí que las grandes insurrecciones en el gueto de Varsovia, en Treblinka y Sobibor, el gran movimiento partisano que inflamó decenas de países subyugados por Hitler, las insurrecciones postestalinianas en Berlín en 1953 o en Hungría en 1956, los levantamientos que estallaron en los campos de Siberia y Extremo Oriente tras la muerte de Stalin, los disturbios en Polonia, los movimientos estudiantiles de protesta contra la represión del derecho de opinión que se extendió por muchas ciudades, las huelgas en numerosas fábricas, todo ello demostró que el instinto de libertad en el hombre es invencible. Había sido reprimido, pero existía. El hombre condenado a la esclavitud se convierte en esclavo por destino, pero no por naturaleza.
La aspiración innata del hombre a la libertad es invencible; puede ser aplastada pero no aniquilada. El totalitarismo no puede renunciar a la violencia. Si lo hiciera, perecería. La eterna, ininterrumpida violencia, directa o enmascarada, es la base del totalitarismo. El hombre no renuncia a la libertad por propia voluntad. En esta conclusión se halla la luz de nuestros tiempos, la luz del futuro.
51
Una máquina eléctrica puede efectuar cálculos matemáticos, memorizar acontecimientos históricos, jugar al ajedrez, traducir libros de una lengua a otra. Supera al hombre en su capacidad de solucionar con mayor rapidez problemas matemáticos; su memoria es impecable.
¿Existe un límite al progreso que crea máquinas a imagen y semejanza del hombre? Evidentemente la respuesta es no.
Se puede imaginar la máquina de los siglos y milenios futuros. Escuchará música, sabrá apreciar la pintura, ella misma pintará cuadros, compondrá melodías, escribirá versos.
¿Hay un límite a su perfeccionamiento? ¿Podrá ser comparada a un hombre? ¿Lo sobrepasará?
La reproducción del hombre por parte de la máquina necesitará cada vez más electrónica, volumen y superficie.
El recuerdo de la infancia, las lágrimas de felicidad, la amargura de la separación, el amor a la libertad, la compasión hacia un perrito enfermo, la aprensión, la ternura maternal, la reflexión sobre la muerte, la tristeza, la amistad, la esperanza repentina, la suposición feliz, la melancolía, la alegría inmotivada, la turbación inesperada…
¡Todo, la máquina lo reproducirá todo! Sin embargo, sobre la Tierra no habrá lugar suficiente para colocar la máquina, esa máquina cuyas dimensiones siempre continuarán creciendo en medida y peso como si intentara recrear las particularidades de la mente y el alma del hombre medio, del hombre insignificante.
El fascismo aniquiló a decenas de millones de hombres.
52
En una casa espaciosa, luminosa y limpia de un pueblo situado en un bosque de los Urales, Nóvikov, el comandante del cuerpo de tanques, y el comisario Guétmanov acababan de examinar los informes de los comandantes de las brigadas que habían recibido la orden de salir de la reserva y entrar en servicio activo.
El trabajo insomne de los últimos días había dado paso a una calma momentánea.
Como suele suceder en esos casos, a Nóvikov y a sus subordinados les daba la impresión de que les había faltado tiempo para completar la instrucción de los reclutas. Pero ahora el periodo de instrucción había llegado a su fin, había acabado la asimilación de la óptica, los equipos de radio, los principios de balística y el funcionamiento de los motores y las piezas móviles; había terminado el periodo de prácticas de la dirección del tiro, de evaluación, elección y repartición de los objetivos, de determinación del momento propicio para abrir fuego, de la observación de los impactos, de la introducción de modificaciones, del cambio de objetivos.
El nuevo maestro, la guerra, enseña rápido, hace trabajar a los rezagados, llena las lagunas.
Guétmanov alargó la mano hacia el armarito que se encontraba entre las dos ventanas, tamborileó con un dedo y dijo:
—Eh, amigo, ven a primera línea.
Nóvikov abrió la puerta del armario, sacó una botella de coñac y lo sirvió en dos grandes vasos azulados.
—¿Por quién vamos a brindar? —dijo el comisario, pensativo.
Nóvikov sabía a la salud de quién había que beber, precisamente por eso Guétmanov lo había preguntado.
Después de un momento de vacilación, Nóvikov dijo:
—Camarada comisario del cuerpo, beberemos a la salud de los que usted y yo estamos a punto de conducir a la batalla. Que no derramen mucha sangre.
—Correcto, antes de nada preocupémonos de los cuadros que nos han confiado —asintió Guétmanov—. ¡Bebamos por nuestros muchachos!
Brindaron y luego vaciaron sus vasos.
Nóvikov, con precipitación indisimulada, volvió a llenar los vasos y dijo:
—¡Por el camarada Stalin! ¡Que seamos dignos de su confianza!
Se percató de que en los ojos atentos y afectuosos de Guétmanov había asomado una sonrisa burlona e, irritado consigo mismo, pensó: «¡Maldita sea! He corrido demasiado».
—Claro que sí —dijo Guétmanov bondadosamente—, brindemos por nuestro viejecito, por nuestro papaíto. Bajo su mando hemos navegado hasta las aguas del Volga.
Nóvikov miró al comisario, pero ¿qué se puede leer en una cara gorda, sonriente, de pómulos salientes, en los ojos entornados, alegres y desprovistos de bondad de un hombre inteligente de cuarenta años? De repente Guétmanov se puso a hablar del jefe del Estado Mayor, el general Neudóbnov:
—Es un buen tipo. Un bolchevique. Un auténtico estalinista. Un hombre con experiencia de mando. Y resistencia. Lo conocí en 1937. Yezhov lo mandó a limpiar el distrito militar. Bueno, en esos tiempos yo tampoco me ocupaba de un jardín de infancia… Hizo un trabajo concienzudo. No era un blandengue, era un hacha: ¡había liquidado listas de hombres enteras! Sí, se ganó la confianza de Yezhov, tanto como Vasili Vasílievich Úlrij. Hay que invitarlo enseguida, si no se ofenderá.
Por su tono se habría podido creer que condenara la lucha librada contra los enemigos del pueblo, lucha en la que, Nóvikov lo sabía, Guétmanov había tomado parte. Y Nóvikov miró de nuevo a Guétmanov y no lograba comprenderlo.
—Sí —dijo Nóvikov despacio y a regañadientes—, en aquella época algunos las hicieron buenas.
Guétmanov hizo un ademán y cambió de tema.
—Hoy ha llegado un informe del Estado Mayor General: horrible. Los alemanes avanzan hacia el monte Elbrus, y en Stalingrado empujan a los nuestros al agua. Lo digo sin rodeos: es culpa nuestra, hemos disparado contra los nuestros, hemos destruido nuestros cuadros.
Nóvikov sintió un repentino arrebato de confianza hacia Guétmanov:
—Sí, camarada comisario, han destruido a muchos hombres buenos. Han hecho verdadero daño al ejército. Por ejemplo, el general Krivoruchko: perdió un ojo durante un interrogatorio, si bien él le rompió la cabeza al juez instructor con un tintero.
Guétmanov asintió con simpatía y dijo:
—Lavrenti Pávlovich aprecia mucho a nuestro Neudóbnov. Y Lavrenti Pávlovich es un hombre inteligente: nunca se equivoca juzgando a las personas.
«Sí, sí», pensó Nóvikov para sus adentros, resignadamente.
Se callaron y escucharon las voces bajas y silbantes que llegaban de la habitación de al lado.
—Mientes, esos calcetines son nuestros.
—¿Cómo que vuestros, camarada teniente? ¿Qué le pasa, está chiflado o qué? —Y la misma voz añadió, esta vez tuteando—: Pero dónde los pones, no los toques, ésos son los cuellos de nuestros uniformes.
—Y qué más, camarada instructor, ¿cómo que vuestros? ¡Mire!
Eran el ayudante de campo de Nóvikov y el ordenanza de Guétmanov que estaban separando la ropa de sus jefes después de la colada.
—Tengo a estos diablos bajo control —dijo Guétmanov—. Antes, cuando caminábamos usted y yo, ellos iban detrás de nosotros hacia los ejercicios de tiro del batallón de Fátov. Yo crucé el arroyo a través de las piedras, mientras que usted pasó saltando y sacudió la pierna para quitarse el barro. Pues bien, miré atrás y vi a mi ordenanza cruzar el arroyo a través de las piedras y a su teniente saltar y sacudirse la pierna.
—Eh, pendencieros, discutid en voz baja —dijo Nóvikov, y las voces allí al lado cesaron de inmediato.
En la habitación entró el general Neudóbnov, un hombre pálido, de frente alta y tupidos cabellos canos. Lanzó una mirada a los vasos y a la botella, colocó sobre la mesa un fajo de papeles y le preguntó a Nóvikov:
—Camarada coronel, ¿qué vamos a hacer con el jefe de Estado Mayor de la segunda brigada? Mijáilov volverá dentro de un mes y medio, he recibido un certificado médico del hospital del distrito.
—Pero ¿qué clase de jefe de Estado Mayor va a ser un hombre sin intestino y sin un trozo de estómago? —dijo Guétmanov mientras servía en un vaso coñac para Neudóbnov—. Beba, camarada general, beba ahora que los intestinos están en su sitio.
Neudóbnov enarcó las cejas y miró interrogativamente con sus ojos gris claro en dirección a Nóvikov.
—Por favor, camarada general, se lo ruego —le invitó Nóvikov.
Le irritaban los modales de Guétmanov, su actitud de amo y señor allí adonde iba, convencido de su derecho a emitir su opinión largo y tendido en las reuniones que se celebraban para resolver problemas técnicos de los que no entendía nada. Y con esa misma seguridad, convencido de su derecho, Guétmanov era capaz de ofrecer el coñac ajeno, invitar a los huéspedes a descansar en la cama de otro, leer de la mesa papeles que no le pertenecían.
—Tal vez podríamos nombrar temporalmente para el cargo al mayor Basángov —dijo Nóvikov—. Es un oficial sensato y ya ha participado en combates de tanques en Novograd-Volinski. ¿Tiene alguna objeción el comisario de brigada?
—Ninguna, naturalmente —respondió Guétmanov—. ¿Qué objeción podría hacer…? Pero sí una consideración. El subjefe de la segunda brigada es un teniente coronel armenio, su superior del Estado Mayor será un calmuco, a lo que hay que añadir que, en la tercera brigada, el superior del Estado Mayor es el teniente coronel Lifshits. Tal vez podríamos prescindir del calmuco.
Miró a Nóvikov y luego a Neudóbnov.
—Para ser francos, eso es lo que nos dice el sentido común, pero el marxismo nos ha dado otro enfoque sobre esa cuestión.
—Lo principal es cómo el camarada en cuestión combatirá al alemán, ése es mi marxismo —declaró Nóvikov—. Y dónde rece su abuelo a Dios, si en una iglesia, en una mezquita… —meditó un instante y añadió—: o en una sinagoga, a mí me da lo mismo… Yo pienso así: lo principal en la guerra es disparar.
—Eso, eso —asintió con alegría Guétmanov—. No tenemos sinagogas ni lugares de oración en nuestro cuerpo de tanques. Después de todo estamos defendiendo Rusia. —Acto seguido frunció el ceño y dijo con rabia—: Os lo digo de verdad: basta ya. ¡Me dan ganas de vomitar! Siempre sacrificamos a los rusos en nombre de la amistad de los pueblos. Un natsmen[58] apenas necesita saber el alfabeto para que le nombren comisario del pueblo, mientras que a nuestro Iván, no importa que sea un pozo de ciencia, lo mandamos al cuerno, «¡cede el paso al natsmen!». Han transformado al gran pueblo ruso en una minoría nacional. Yo estoy a favor de la amistad entre los pueblos, pero no en estos términos. ¡Basta!
Nóvikov se quedó pensativo, miró los papeles que estaban sobre la mesa, tamborileó en el vaso con la uña y dijo:
—¿Soy yo quien oprime a los rusos por una simpatía particular hacia los calmucos?
Se volvió hacia Neudóbnov y añadió:
—Bien, el mayor Sazónov es nombrado temporalmente jefe del Estado Mayor de la segunda brigada.
—El oficial Sazónov es excepcional —comentó Guétmanov en voz baja.
Y Nóvikov, que había aprendido a ser rudo, autoritario, duro, sintió de nuevo inseguridad ante el comisario… «Bien, bien… —pensó consolándose—, no entiendo de política. Sólo soy un proletario que sabe de guerra. Nuestro trabajo es sencillo: aplastar a los alemanes.»
Pero, aunque se reía para sus adentros de la incompetencia en materia militar de Guétmanov, le resultaba desagradable sentirse tímido frente a él.
Aquel hombre de cabeza grande, cabellos desgreñados, estatura mediana, pero ancho de espaldas y con un vientre prominente, aquel tipo divertido, de voz estentórea, siempre en movimiento, tenía una energía inagotable.
Aunque nunca había estado en el frente, en las brigadas se decía de él: «¡Oh, es combativo nuestro secretario!».
Le gustaba organizar los mítines del Ejército Rojo; sus discursos cautivaban a la audiencia, bromeaba mucho y hablaba con sencillez, a menudo groseramente.
Caminaba bamboleándose y normalmente se apoyaba en un bastón; si un tanquista estaba en las musarañas y no lo saludaba, Guétmanov se detenía delante y, apoyándose en el famoso bastón, se quitaba la gorra y hacía una profunda reverencia como un viejo campesino.
Era irascible y odiaba las objeciones. Cuando alguien discutía con él, se ponía a resoplar y fruncir el ceño; una vez se encolerizó, levantó la mano y acabó descargando un puñetazo contra el capitán Gubenkov, el jefe del Estado Mayor del regimiento de artillería pesada. Como decían de él sus camaradas, se mostraba «terriblemente sujeto a sus principios».
El ordenanza de Guétmanov condenó severamente al terco capitán:
—Ese cerdo ha sacado de quicio a nuestro comisario.
Guétmanov no trataba con consideración a quienes habían sido testigos de los primeros días duros de la guerra. En una ocasión había dicho del favorito de Nóvikov, el comandante de la primera brigada Makárov:
—Le haré escupir toda la filosofía de 1941.
Nóvikov optó por callar, si bien le gustaba hablar con Makárov sobre aquellos primeros días de la guerra, días terribles pero en cierto sentido fascinantes.
En la audacia, en la agudeza de sus juicios, Guétmanov parecía todo lo contrario que Neudóbnov.
Pero los dos hombres, a pesar de sus diferencias, estaban unidos por un vínculo sólido.
La mirada inexpresiva pero atenta de Neudóbnov, sus frases bien perfiladas, sus palabras siempre sosegadas, deprimían a Nóvikov.
En cambio, Guétmanov, riéndose a carcajadas, decía:
—Tenemos suerte. En sólo doce meses los alemanes se han vuelto más odiosos para nuestros campesinos que los comunistas en veinticinco años.
O bien, sonriendo de improviso:
—Qué quieres, a nuestro papaíto le gusta que le digan que es genial.
Ese atrevimiento no contagiaba al interlocutor, bien al contrario, le inspiraba inquietud.
Antes de la guerra Guétmanov había estado al frente de una región. Pronunciaba discursos sobre la producción de ladrillos y la organización del trabajo de investigación científica en una filial del Instituto de Carbón, hablaba de la calidad de la cocción del pan en la fábrica de pan de la ciudad, de los defectos de la novela Llamas azules publicada en el almanaque local, de la reparación del parque de tractores, del inadecuado almacenamiento de las mercancías en las naves locales, sobre la epidemia de peste aviaria en los corrales de los koljoses.
Ahora hablaba con la misma seguridad de la calidad del combustible, de las normas del consumo de los motores y de la táctica de los combates con tanques, de la acción conjunta de infantería, tanques y artillería en caso de que rompieran la defensa del adversario, de la marcha de los tanques, del servicio médico en batalla, de los códigos de radio, de la psicología militar del tanquista, de la peculiar relación que se establece entre los miembros de cada dotación y de las diversas dotaciones entre sí, de las reparaciones rutinarias y las prioritarias, sobre la evacuación de la maquinaria averiada en el campo de batalla.
En una ocasión Guétmanov y Nóvikov, que estaban en el batallón del capitán Fátov, se detuvieron frente al tanque que había resultado vencedor en las pruebas de tiro.
Mientras el oficial al mando del blindado respondía a las preguntas de los superiores acariciaba suavemente con la palma de la mano la pared del tanque.
Guétmanov preguntó al tanquista si le había resultado difícil hacerse con el primer puesto. Y éste, animado de improviso, había respondido:
—No, ¿por qué iba a ser difícil? Yo amo a mi tanque. Apenas llegué de mi pueblo al centro de instrucción y lo vi, enseguida lo amé aunque parezca increíble.
—Un flechazo —señaló Guétmanov y se echó a reír.
Y en aquella risa condescendiente había cierta condena al amor ridículo del joven hacia su tanque.
Nóvikov sintió en aquel instante que él era igual de ridículo, que también él podía amar estúpidamente. Pero no quería hablar con Guétmanov de su capacidad de amar de modo estúpido y cuando éste se puso serio dijo al tanquista con tono ejemplar:
—¡Bravo! el amor al tanque es una gran fuerza. Has obtenido éxito porque amas a tu carro —Nóvikov añadió con tono de burla—: Pero ¿por qué razón concreta amarlo? Es un blanco enorme y fácil, hace un ruido infernal que lo desenmascara inmediatamente y quienes van en él se aturden con el estruendo. Cuando está en movimiento traquetea y desde él es imposible observar ni apuntar correctamente.
Guétmanov había mirado a Nóvikov y sonreído con ironía. Y ahora, mientras llenaba de nuevo los vasos, sonrió del mismo modo, miró a Nóvikov y dijo:
—Nuestro itinerario pasa por Kúibishev. Nuestro comandante podrá hacerle una visita a alguien que yo me sé. Brindemos por el encuentro.
«Sólo me faltaba eso», pensó Nóvikov sintiendo que se ruborizaba como un colegial.
La guerra había sorprendido al general Neudóbnov en el extranjero. No fue hasta inicios de 1942, a su regreso al Comisariado Popular de Defensa en Moscú, cuando vio las barricadas más allá del río Moscova, las barricadas antitanque, y escuchó las señales de alarma aérea.
Neudóbnov, como Guétmanov, no hacía nunca preguntas a Nóvikov sobre la guerra, tal vez porque se avergonzaba de no haber estado nunca en el frente.
Sin embargo Nóvikov quería comprender por qué cualidades Neudóbnov había llegado a ser general, y por ello reflexionaba sobre la biografía del jefe de Estado Mayor, que se reflejaba en las hojas de su expediente como un abedul joven en un estanque.
Neudóbnov era mayor que Nóvikov y Guétmanov y en 1916 había estado recluido en una cárcel zarista por su participación en un grupo bolchevique.
Después de la guerra civil fue enviado por el Partido a trabajar en el GPU[59], prestó servicio en las tropas fronterizas, fue enviado a estudiar a la Academia, periodo durante el que fue secretario de la organización del Partido de su promoción. Después trabajó en el departamento militar del Comité Central, en la oficina central del Comisariado Popular de Defensa.
Antes de la guerra había estado dos veces en el extranjero. Formaba parte de la nomenklatura. Al principio Nóvikov no comprendía del todo qué significaba eso de la nomenklatura, cuáles eran los privilegios y derechos especiales de los que gozaban esos dirigentes.
Neudóbnov avanzaba con extraordinaria rapidez a través del habitualmente largo periodo que separa la candidatura a un cargo del nombramiento al mismo; parecía que el Comisariado Popular de Defensa sólo esperara la candidatura de Neudóbnov para aprobarla. Había algo extraño, sin embargo, en la información que constaba en su expediente: en un primer momento parecía explicar todos los misterios de la vida de un hombre, los motivos de sus éxitos y fracasos, pero un momento después sólo parecía oscurecer la esencia, no explicar nada.
A su modo de ver la guerra reexaminaba los historiales, las biografías, los informes confidenciales, los diplomas… Y de repente el dirigente Neudóbnov, que formaba parte de la nomenklatura, se había encontrado bajo las órdenes del coronel Nóvikov. Pero sabía perfectamente que una vez acabada la guerra cesaría también aquella situación anormal.
Neudóbnov había llevado consigo a los Urales un fusil de caza y había dejado pasmados a todos los aficionados del cuerpo; Nóvikov dijo que seguramente, en su tiempo, el zar Nicolás II también salía de caza con un fusil de ese tipo. A Neudóbnov se lo habían dado en 1938 junto con una dacha y varios objetos confiscados: muebles, alfombras y una vajilla de porcelana.
Hablaran de lo que hablaran, ya fuera de la guerra, de la situación de los koljoses, del libro del general Dragomírov, de la nación china, de las cualidades del general Rokossovski, del clima de Siberia, de la calidad de la tela para capote rusa, o de la belleza superior de las rubias sobre las morenas, las opiniones de Neudóbnov nunca se pasaban de la raya.
Resultaba difícil comprender si aquello obedecía a la discreción o bien era la expresión de su verdadera naturaleza.
A veces, después de la cena, se volvía locuaz y contaba historias sobre saboteadores que habían sido desenmascarados y que actuaban en los campos más inesperados: en la fabricación de instrumental médico, en talleres de fabricación de botas para el ejército, en pastelerías, en palacios de pioneros, en los establos del hipódromo de Moscú, la Galería Tretiakov.
Poseía una memoria excelente y al parecer leía mucho: estudiaba las obras de Lenin y Stalin. Durante las discusiones solía decir:
—El camarada Stalin ya en el XVII Congreso decía… —y citaba.
Una vez Guétmanov le dijo:
—Hay citas y citas. Se han dicho cosas de todo tipo… Por ejemplo: «La tierra ajena no queremos, pero de la nuestra ni un centímetro cederemos». Y ¿dónde están los alemanes ahora?
Neudóbnov se encogió de hombros como si la presencia de los alemanes en el Volga no significara nada en comparación con las palabras sobre que no se cedería un solo centímetro de tierra.
De repente todo se desvaneció: los tanques, el reglamento militar, los ejercicios de tiro, el bosque, Guétmanov, Neudóbnov… ¡Zhenia! ¿De veras volvería a verla?
53
Nóvikov se sorprendió de que Guétmanov, después de leer una carta que había recibido de casa, le dijera:
—Mi esposa nos compadece, le he descrito las condiciones en que vivimos.
Lo que al comisario le parecía una vida ardua, para Nóvikov era un lujo excesivo.
Por primera vez había podido escoger su alojamiento. Una vez, yendo a visitar a una brigada, había dicho que el sofá no le gustaba y, cuando regresó al lugar del sofá, éste había sido reemplazado por una silla con un respaldo de madera; y Vershkov, su ayudante de campo, estaba esperándolo ansioso para ver si el cambio era del agrado del oficial.
El cocinero le preguntaba:
—¿Cómo está el borsch, camarada coronel?
Nóvikov amaba a los animales desde que era niño. Y ahora bajo su cama vivía un erizo que, como amo y señor, se pasaba la noche correteando por la habitación. También tenía una joven ardilla que comía avellanas y vivía en una jaula especial, decorada con el emblema de un tanque que le habían construido los mecánicos. La ardilla se había acostumbrado rápidamente a Nóvikov y a veces se le sentaba en las rodillas, lo miraba fijamente, confiada y curiosa, con ojos de pilluela. Todos se mostraban atentos y amables con los animales: el ayudante de campo Vershkov, el cocinero Orlénev, el conductor Jaritónov.
Y aquello para Nóvikov no era un asunto baladí. Una vez, antes de la guerra, llevó a la residencia de oficiales un cachorro que mordisqueó un zapato al coronel e hizo, en el transcurso de media hora, tres charcos de pipí en la cocina comunal; fue tal el revuelo que se armó que Nóvikov se vio obligado a separarse de su perro.
Llegó el día de la partida y entre el comandante del cuerpo de tanques y su jefe de Estado Mayor quedó pendiente una riña intrincada sin resolver.
Llegó el día de la partida, y con él las preocupaciones por el combustible, por las provisiones del viaje, por la organización de los carros y los convoyes.
Comenzó a pensar cómo serían sus futuros colegas, los hombres cuyos batallones de artillería saldrían hoy de la reserva y se dirigirían a la vía férrea; comenzó a preguntarse acerca del hombre ante el cual tendría que cuadrarse y decir: «Camarada general, permítale que le informe…».
Llegó el día de la partida y Nóvikov no había conseguido ver a su hermano, a su sobrina. Cuando partió hacia los Urales pensó que estaría cerca de su hermano; sin embargo, no había tenido tiempo de verlo.
Ya había sido informado del movimiento de las brigadas, de que las plataformas para la maquinaria pesada estaban preparadas, y de que el erizo y la ardilla habían sido liberados en el bosque.
Era difícil gobernar, responder por cada nadería, revisar cada detalle. Los tanques ya estaban dispuestos sobre las plataformas. Pero ¿no se habrían olvidado de poner el freno a las máquinas, poner la primera, fijar las torretas del cañón hacia delante, bloquear las escotillas? ¿Habrían preparado los cepos de madera para inmovilizar los tanques y prevenir oscilaciones peligrosas?
—¿Y si jugáramos una última partida de cartas? —preguntó Guétmanov.
—Por mí, de acuerdo —respondió Neudóbnov.
Pero Nóvikov tenía ganas de salir al aire libre, estar un rato a solas.
En aquella hora silenciosa que precede al anochecer, el aire tenía una transparencia sorprendente, y los objetos más insignificantes y minúsculos destacaban con nitidez. De las chimeneas el humo se desprendía sin arremolinarse, descendía en columnas perfectamente verticales. La leña de las cocinas de campaña crepitaba. En medio de la calle había un tanquista con las cejas muy negras, una chica lo abrazaba, apoyaba la cabeza contra su pecho, lloraba. De los edificios del Estado Mayor sacaban cajas y maletas, máquinas de escribir en sus estuches negros. Los soldados de transmisiones estaban enrollando dentro de la bobina los cables gruesos y negros que se extendían entre las brigadas y el Estado Mayor de la división. Detrás de los cobertizos un carro disparaba, jadeaba, echaba bocanadas de humo mientras se preparaba para partir. Los conductores vertían combustible en los nuevos Ford de carga, retiraban las fundas acolchadas de las capotas. Entretanto, el mundo a su alrededor permanecía inmóvil.
Nóvikov estaba de pie en el porche y miraba pasar los tanques; por un momento sentía que aminoraba el peso de sus preocupaciones y angustias.
Antes de caer la noche, montado en un jeep, desembocó en la carretera que conducía a la estación.
Los tanques salían del bosque.
La tierra, endurecida por las primeras heladas, sonaba bajo su peso. El sol poniente iluminaba las copas del lejano abetal de donde salía la brigada del teniente coronel Kárpov. Los regimientos de Makárov marchaban entre jóvenes abedules. Los soldados habían decorado sus blindados con ramas de árboles y daba la impresión de que las agujas de pino y las hojas de los abedules hubieran nacido, como las corazas de los carros de combate, del rugido de los motores, del crujido argénteo de las orugas de los tanques.
Los militares que parten desde las reservas hacia el frente suelen decir:
—¡Se montará una gran fiesta!
Nóvikov, que se había desviado a un lado del camino, observaba el paso de las máquinas.
¡Cuántos dramas, cuántas historias cómicas y extrañas habían pasado en este lugar! ¡Qué sucesos tan extraordinarios le habían explicado…! Durante el almuerzo en el Estado Mayor del batallón habían descubierto una rana en la sopa… El suboficial Rozhdéstvenski, con estudios superiores, había herido a un camarada en el vientre mientras limpiaba su arma, y acto seguido se había suicidado. Un soldado del regimiento de infantería motorizada se había negado a prestar juramento diciendo: «Juraré sólo en la iglesia».
Un humo azul y gris se aferraba a los arbustos situados al borde del camino.
Una infinidad de pensamientos diversos se amalgamaban en aquellas cabezas cubiertas por cascos de cuero; pensamientos al mismo tiempo personales y comunes a todo el pueblo: las desventuras de la guerra, el amor por la propia tierra; pero también aquella maravillosa diferencia que hermana a todas las personas, que las uniforma en la diversidad.
¡Ay, Dios mío! Dios mío… Cuántos eran, todos ataviados con monos negros, ceñidos con cinturones anchos… Los superiores escogían a los jóvenes anchos de espalda y de baja estatura, aptos para deslizarse fácilmente por la escotilla y moverse dentro del tanque. ¡Cuántas respuestas idénticas plasmadas en sus formularios acerca de sus padres, sus madres, el año de nacimiento, la fecha del diploma de estudios, de los cursos para conducir tractores!
Los verdes y achatados T-34, todos con las escotillas abiertas y las lonas impermeabilizadas atadas a los blindajes verdes, parecían fundirse en uno.
Un tanquista entonaba una canción; otro, con los ojos entornados, estaba lleno de temor y malos presentimientos; el tercero pensaba en su casa; el cuarto masticaba pan y salchichón, y sólo pensaba en eso; el quinto, boquiabierto, se esforzaba en reconocer un pájaro sobre un árbol (¿no sería una abubilla?); el sexto se preguntaba inquieto si no habría ofendido el día antes a su compañero con una palabra grosera; el séptimo, un tipo ladino que no se dejaba llevar por la ira, soñaba con romperle la cara a su adversario, el comandante de un T-34 que iba delante; el octavo componía mentalmente un poema; el noveno pensaba en los senos de una chica; el décimo compadecía a un perro que, entendiendo que lo habían abandonado entre los refugios vacíos, se lanzaba contra el blindaje del tanque e intentaba enternecer al tanquista moviendo tristemente la cola; el undécimo pensaba qué bello sería huir al bosque, vivir solo en una pequeña isba, alimentarse de hayas, beber agua de un manantial y caminar descalzo; el duodécimo se preguntaba si debía fingirse enfermo y pasar una larga temporada en un hospital; el decimotercero se repetía una historia que le habían contado de pequeño; el decimocuarto recordaba una conversación con una chica y no le afligía la separación definitiva, sino al contrario, se alegraba; el decimoquinto pensaba en el futuro: después de la guerra le gustaría ser director de una cantina.
«Ay, chicos», piensa Nóvikov.
Ellos le miran. Piensan que probablemente esté comprobando si sus uniformes están en buen estado, que está escuchando los motores y por su sonido adivina la experiencia o falta de la misma de los conductores y los mecánicos; que está observando si se ha mantenido la distancia correcta entre los tanques o si hay temerarios que intentan tomar la delantera respecto a los demás.
Pero él los mira de la misma manera que ellos a él, y los pensamientos que ellos abrigan son sus propios pensamientos: piensa en su botella de coñac que Guétmanov se había tomado la licencia de abrir; piensa que Neudóbnov tiene un carácter difícil, que no volverá a cazar en los Urales, y, por otra parte, que la última vez fue un fracaso, con aquel estruendo de metralleta, tanto vodka y bromas estúpidas…; piensa en la mujer a la que ama desde hace tantos años y que en breve volverá a ver… Cuando hace seis años se enteró de que se había casado, escribió una breve nota: «Me tomo un permiso indefinido, devuelvo mi revólver: número 10322». Eso fue cuando estaba de servicio en Nikolsk-Ussuríiski. Pero al final no había apretado el gatillo…
Tímidos, taciturnos, risueños y fríos, meditabundos, mujeriegos, egoístas inofensivos, vagabundos, avaros, contemplativos, buenazos… Helos ahí, dirigiéndose al combate por una causa común y justa. Esa verdad era hasta tal punto sencilla que hablar de ella parecía difícil. Pero justamente de esa sencillísima verdad se olvidan aquellos que deberían tomarla como punto de partida. Allí, en alguna parte, debía de hallarse la respuesta a aquella vieja disputa: ¿vive el hombre para el sábado?[60]
¡Qué triviales eran los pensamientos sobre las botas, sobre el perro abandonado, sobre la isba en un pequeño pueblo remoto, sobre el odio hacia un compañero que te ha arrebatado a una chica…! Sin embargo, en aquello estaba la esencia.
Las agrupaciones humanas tienen un propósito principal: conquistar el derecho que todo el mundo tiene a ser diferente, a ser especial, a sentir, pensar y vivir cada uno a su manera.
Para conquistar ese derecho, defenderlo o ampliarlo, la gente se une. Y de ahí nace un prejuicio horrible pero poderoso: en aquella unión en nombre de la raza, de Dios, del Partido, del Estado se ve el sentido de la vida y no un medio. ¡No, no y no! Es en el hombre, en su modesta singularidad, en su derecho a esa particularidad donde reside el único, verdadero y eterno significado de la lucha por la vida.
Nóvikov sentía que aquellos hombres lograrían su objetivo: serían más fuertes, más astutos, más inteligentes que sus enemigos. Aquella mole de cerebros, laboriosidad, osadía y cálculo, eficacia operativa, furia; aquella riqueza espiritual de chicos del pueblo, estudiantes, alumnos de décimo curso, torneros, tractoristas, maestros, electricistas, conductores de autobús, malos, buenos, duros, amantes de la risa, solistas de coro, acordeonistas, precavidos, lentos, atrevidos, todos ellos se mancomunarían, se fundirían en una sola cosa, y así unidos, deberían llevarse la victoria, demasiada riqueza para no vencer.
Si no es uno, será otro, si no es en el centro, será en un flanco, si no es durante la primera hora de batalla, será en la segunda, pero lo conseguirán, serán más astutos, y con su potencia destrozarán, aplastarán al enemigo… El éxito en el combate depende sólo de ellos, lo conseguirán en el polvo, en el humo, en el instante en que sabrán sopesar, desplegarse, lanzarse, disparar una fracción de segundo antes, una fracción de centímetro más acertados, con mayor convicción y entusiasmo que el enemigo.
Sí, ellos tienen la solución. En aquellos chicos que van en las máquinas con cañones y ametralladoras radica la fuerza principal de la guerra.
Pero ¿lograrían unirse? La riqueza interior de todos ellos ¿se comportaría como una única fuerza?
Nóvikov los miraba, los contemplaba, y tuvo un pálpito, feliz y certero, que embargó todo su ser: «Esa mujer será mía, será mía».
54
Fueron días extraordinarios.
Krímov tenía la impresión de que la historia había dejado de ser un libro, desembocaba en la vida, se confundía con ella.
Sentía vivamente el color del cielo y las nubes de Stalingrado, el brillo del sol en el agua. Aquellas sensaciones le recordaban la época de la infancia, cuando la visión de las primeras nieves, el repiqueteo de la lluvia estival o un arco iris le colmaban de felicidad. Ese sentimiento maravilloso se atempera con los años y abandona casi por completo a todos los seres vivos que se habitúan al milagro de la vida sobre la tierra.
Todo lo que a Krímov le había parecido equivocado en los últimos tiempos, todo lo que le había parecido un engaño, en Stalingrado se desvanecía. «Es como en tiempos de Lenin», pensaba.
Le parecía que la gente allí le trataba de manera diferente, mejor que antes de la guerra. Era lo mismo ahora que cuando los alemanes los habían cercado: ya no se sentía hijastro de su tiempo. Poco tiempo antes, en la orilla izquierda del Volga, preparaba con entusiasmo sus ponencias y consideraba natural que la dirección política lo hubiera transferido al trabajo de conferenciante.
Pero ahora se sentía profundamente ofendido por ese cambio. ¿Por qué lo habían apartado de su puesto de comisario militar? Creía que no se las arreglaba peor que otros, sea como fuere lo hacía mejor que muchos…
En Stalingrado tenía buenas relaciones con la gente. La igualdad y la dignidad habitaban aquella ladera de arcilla donde tanta sangre se había derramado.
Había un interés casi generalizado sobre ternas como la organización de los koljoses después de la guerra, las relaciones futuras entre los grandes pueblos y los gobiernos. El trabajo cotidiano de los soldados, su trabajo con las palas, con los cuchillos de cocina que empleaban para limpiar patatas y las chairas que utilizaban para reparar las botas, todo aquello parecía tener una relación directa con la vida del pueblo en la posguerra, así como con la vida de otros pueblos y estados.
Casi todos creían que el bien triunfaría en la guerra y los hombres honrados, que no habían dudado en sacrificar sus vidas, podrían construir una vida justa y buena. Aquella convicción resultaba conmovedora en unos hombres que sabían que tenían pocas posibilidades de sobrevivir hasta el final de la guerra y que, en cada despertar, se sorprendían por estar vivos un día más.
55
Por la noche, Krímov, después de una conferencia rutinaria, se presentó en el refugio del teniente coronel Batiuk, el comandante de la división desplegada sobre las laderas del Mamáyev Kurgán y junto al Banni Ovrag. Batiuk, un hombre de pequeña estatura cuya cara expresaba todo el cansancio de la guerra, se alegró de su llegada.
Sobre la mesa del teniente coronel habían dispuesto para la cena una buena gelatina y un pastel caliente casero. Mientras servía vodka a Krímov, Batiuk entrecerró los ojos y dijo:
—Oí que venía a darnos unas conferencias y me pregunté a quién visitaría primero, si a Rodímtsev o a mí. Al final se decidió por Rodímtsev.
Después se echó a reír, jadeando:
—Aquí se vive como en un pueblo. Por la tarde, cuando hay un poco de calma, nos dedicamos a telefonear a nuestros vecinos: ¿qué has comido? ¿Quién ha venido a verte? ¿Adónde vas? ¿Te han dicho los superiores quién tiene la mejor casa de baños? ¿De quién han escrito en el periódico? No escriben nunca de nosotros, siempre de Rodímtsev; a juzgar por los periódicos es el único que combate en Stalingrado.
Batiuk sirvió al invitado mientras que él mismo se conformó con un poco de té y pan, indiferente a los placeres de la buena mesa.
Krímov se dio cuenta de que la tranquilidad de movimientos y la lenta manera de hablar ucraniana de la que hacía gala Batiuk no se correspondían con los problemas que le rondaban por la cabeza.
A Nikolái Grigórievich le apenó que Batiuk no le formulara ni una sola pregunta relacionada con la conferencia. Como si ésta no hubiera tocado ninguna de las preocupaciones reales de Batiuk.
Krímov estaba impresionado por el relato de Batiuk sobre las primeras horas de la guerra. Durante la retirada general de la frontera, Batiuk había guiado a su regimiento hacia el oeste para impedir el paso de los alemanes. Los oficiales superiores, que se estaban replegando en la misma carretera, pensaron que iba a entregarse a los alemanes. Allí mismo, en la carretera, tras un interrogatorio a base de insultos y gritos histéricos, dieron la orden de fusilarlo. En el último instante, cuando ya estaba al pie del árbol, los soldados liberaron a su comandante.
—Sí, camarada teniente coronel —dijo Krímov—. Un asunto serio.
—No sufrí un ataque al corazón —respondió Batiuk—, pero mi corazón no ha vuelto a ser el mismo.
—¿Oye los disparos en el mercado? —preguntó Krímov con cierto tono teatral—. ¿Qué anda haciendo Gorójov ahora?
Batiuk le miró de reojo.
—Yo sé qué está haciendo Gorójov. Jugar a las cartas.
Krímov dijo que le habían avisado de que iba a celebrarse una reunión de francotiradores en el refugio de Batiuk y que le interesaría asistir a ella.
—Claro, es interesante, por qué no —respondió el teniente coronel.
Hablaron de la situación en el frente. A Batiuk le preocupaba la concentración nocturna de las fuerzas alemanas en el sector norte.
Cuando los tiradores certeros se reunieron en el refugio del comandante de la división, Krímov comprendió para quién había sido cocinado el pastel.
Sobre los bancos dispuestos a lo largo de las paredes y en torno a la mesa se acomodaron varios hombres con chaquetas; parecían tímidos e incómodos, pero al mismo tiempo conscientes de su dignidad. Los que se iban incorporando se esforzaban en no hacer ruido y, como los obreros que colocan en su lugar palas y hachas, apostaban en un rincón sus fusiles y ametralladoras.
La cara del famoso francotirador Záitsev parecía bondadosamente familiar, como la de un campesino amable y sosegado. Pero cuando Vasili Záitsev volvió la cabeza y frunció el ceño se acentuó la dureza de sus rasgos.
Krímov recordó una impresión que tuvo antes de la guerra: un día, en el transcurso de una reunión, observaba a un viejo conocido y, de improviso, aquel rostro que siempre le parecía severo se le reveló bajo una luz completamente diferente: movía los párpados, tenía la nariz baja, la boca entreabierta, un mentón pequeño. Todos aquellos detalles juntos le daban un aire débil e indeciso.
Al lado de Záitsev se sentaba el operador de mortero Bezdidko, un hombre de espalda estrecha y ojos castaños siempre risueños, y el joven uzbeco Suleimán Jalímov, que sacaba los labios hacia delante como un niño. El francotirador-artillero Matsegur, que se secaba el sudor de la frente con un pañuelo, parecía un afable padre de familia y no había en él ningún indicio que revelara el carácter amenazador de su oficio.
Los otros presentes en el refugio —el teniente de artillería Shuklín, Tókarev, Manzhulia, Solodki— también parecían tipos tímidos y apocados.
Batiuk les hacía preguntas con la cabeza gacha: semejaba más un alumno ávido de saber que uno de los comandantes más sabios y experimentados de Stalingrado.
Los ojos de todos los presentes se iluminaron con la expectación alegre de un chiste cuando se dirigió a Bezdidko en ucraniano:
—Bueno, Bezdidko, ¿cómo ha ido?
—Ayer se las hice pasar canutas a los boches, camarada teniente coronel. Pero esta mañana sólo he matado a cinco desperdiciando cuatro bombas de mano.
—Sí, no es un trabajo como el de Shuklín; él destruyó catorce tanques con un cañón.
—Pero Shuklín usó sólo un cañón porque en su batería no tenían más.
—Ha hecho saltar el burdel de los alemanes —declaró el atractivo Bulátov, sonrojándose.
—Y yo lo había tomado por un refugio cualquiera.
—A propósito de refugios —intervino Batiuk—. Hoy una bomba de mano me ha arrancado la puerta —y dirigiéndose a Bezdidko añadió en ucraniano en tono de reproche—: Pensé que era culpa de ese hijo de perra de Bezdidko, que se hace tanto el tímido. Y pensar que fui yo quien le enseñó a disparar.
El apuntador de artillería Manzhulia constató particularmente intimidado después de coger un trozo de pastel:
—Es buena la masa, camarada teniente coronel.
Batiuk hizo tintinear un cartucho de fusil contra el vaso.
—Bien, camaradas, un poco de seriedad.
Se trataba de una reunión de trabajo similar a las que se celebran en las fábricas o en los campamentos. Pero no eran tejedores ni panaderos ni sastres, y no hablaban de pan ni de trilladura.
Bulátov contó que había visto a un alemán que andaba por la carretera abrazado a una mujer; los había obligado a echarse al suelo y, antes de matarlos, les había dado la oportunidad de alzarse tres veces y de nuevo obligado a echarse al suelo, levantando con las balas nubes de polvo a dos o tres centímetros de sus piernas.
—Lo maté cuando se inclinó sobre ella; quedaron tendidos en medio de la carretera, en forma de cruz.
La indolencia con la que Bulátov narraba la historia acentuaba su horror, un horror que nunca está presente en los relatos de los soldados.
—No nos cuentes bolas, Bulátov —le interrumpió Záitsev.
—No son bolas —replicó Bulátov, sin comprender—. A día de hoy mi cuenta asciende a setenta y ocho. El camarada comisario no me permitiría mentir; aquí está su firma.
Krímov tenía ganas de participar en la conversación, de decir que probablemente entre los alemanes asesinados por Bulátov había obreros, revolucionarios, internacionalistas… Era importante tener aquello presente, de lo contrario corrían el riesgo de convertirse en ultranacionalistas. Pero Nikolái Grigórievich no dijo nada. Aquellos pensamientos no eran necesarios para la guerra; en lugar de armar, desarmaban.
Ceceando, el blancuzco Solodki contó cómo había matado a ocho alemanes el día antes. Luego añadió:
—Soy un koljosiano de Umansk. Lo que los fascistas hicieron en mi pueblo fue increíble. Yo también perdí un poco de sangre: me hirieron tres veces. Eso es lo que me hizo dejar de ser koljosiano y convertirme en francotirador.
Lúgubre, Tókarev explicó la mejor manera de escoger un apostadero en una carretera transitada por los alemanes para ir a la cocina o a buscar agua, y añadió:
—Mi mujer me escribe contándome lo que han pasado los que han sido hechos prisioneros cerca de Mozhaev; han matado a mi hijo porque le llamé Vladimir Ilich.
Jalímov, excitado, explicó:
—Nunca me apresuro. Disparo cuando el corazón me lo dice. Cuando llegué al frente me hice amigo del sargento Gúrov; yo le enseñé uzbeco y él a mí ruso. Lo mató un alemán, y yo abatí a doce de ellos. Cogí los prismáticos del oficial y me los colgué al cuello: he seguido sus indicaciones, camarada instructor político.
Había algo terrible en los informes de aquellos franco-tiradores. Durante toda su vida Krímov se había burlado de las medrosas almas intelectuales, se había burlado de Yevguenia Nikoláyevna y Shtrum que lamentaban los sufrimientos que habían soportado los deskulakizados durante el periodo de la colectivización. A propósito de los acontecimientos de 1937, le había dicho a Yevguenia: «No es terrible que liquidemos a nuestros enemigos, al diablo con ellos; lo terrible es cuando dispararnos contra los nuestros».
Ahora deseaba decir que nunca había vacilado, que siempre había estado dispuesto a eliminar a aquellos canallas de los guardias blancos, a los rastreros de los mencheviques y los eseristas, a los popes, a los kulaks, que nunca había sentido la menor piedad hacia los enemigos de la Revolución, pero que, sin embargo, no podía alegrarse de que, junto a los fascistas, se aniquilara a los obreros alemanes. Había algo terrible en los relatos de los francotiradores, aunque supieran bien en nombre de qué actuaban así.
Záitsev se puso a contar su combate con un francotirador alemán a los pies del Mamáyev Kurgán. Se había prolongado durante varios días. El alemán sabía que Záitsev le vigilaba y él, a su vez, vigilaba a Záitsev. Resultó que su pericia era muy similar y que ninguno lograba imponerse al otro.
—Aquel día derribó a tres de los nuestros, mientras yo permanecía a cubierto, sin realizar un solo disparo. Luego tira una última vez, no yerra el blanco, y el soldado cae de lado, los brazos en cruz. Desde su bando avanza un soldado con un papel en la mano, yo continúo agazapado, observo… Y él, lo sé, piensa que si hubiera un tirador apostado habría matado al soldado del papel, pero en cambio ha pasado. Sé que no puede ver al soldado que ha abatido y que desearía contemplar a su víctima. Silencio. Un segundo alemán pasa corriendo con un cubo; ni un ruido desde mi puesto. Pasan todavía unos quince minutos y empieza a ponerse de pie. Se levanta. Entonces me levanto yo de cuerpo entero…
Al revivir la escena, Záitsev se alzó desde detrás de la mesa. La particular expresión de severidad que antes le había asomado en el rostro ahora se había convertido en su expresión más genuina y dominante; no era ya un chico de aire bondadoso y nariz ancha: había algo leonino, algo poderoso y siniestro en sus aletas de nariz hinchadas, en su frente alta, en sus ojos llenos de una terrible luz de triunfo.
—Comprendió quién era yo. Y le disparé.
Durante un instante se hizo el silencio. Probablemente el mismo silencio que siguió al disparo de Záitsev, casi se podía oír el cuerpo inerte del muerto cayendo al suelo.
Batiuk se volvió de improviso hacia Krímov y preguntó:
—Bueno, ¿le parece interesante?
—Sí, magnífico —respondió Krímov, y eso es todo lo que dijo.
Krímov pasó la noche en el refugio de Batiuk.
Batiuk, moviendo los labios, contaba las gotas para el corazón que iba vertiendo en el vaso y seguidamente añadió agua.
Entre bostezos contó a Krímov los asuntos relacionados con la división; no hablaba de los combates, sino de todo tipo de hechos cotidianos.
A Krímov le daba la impresión de que todo lo que le explicaba estaba en relación con el episodio que le había ocurrido durante las primeras horas de la guerra, y que todos sus pensamientos emanaban de ahí.
Desde que había llegado a Stalingrado, Krímov no lograba desembarazarse de una sensación extraña. A veces le parecía que se encontraba en un reino donde el Partido no existía; otras, por el contrario, creía respirar el aire de los primeros días de la Revolución.
De repente Krímov preguntó:
—¿Hace mucho que está en el Partido, camarada teniente coronel?
Batiuk respondió:
—¿Por qué, camarada coronel? ¿Le parece que me desvío de la línea adecuada?
Durante un rato Krímov no contestó. Después dijo:
—Mire, siempre he sido considerado bastante buen orador dentro del Partido. He intervenido en grandes mítines de obreros. Pero aquí tengo la sensación de que me guían en lugar de guiar yo. Es muy extraño. ¿Quién es el que muestra el camino? ¿Quién arrastra a quién? Me apetecía tornar parte en la conversación de sus francotiradores, hacer una enmienda, pero después he pensado que ya sabían todo lo que necesitaban saber. A decir verdad, ésa no es la única razón por la que no dije nada. La dirección política nos indica que debemos imbuir en la conciencia de los soldados que el Ejército Rojo es un ejército de vengadores. No es momento para que me ponga a hablar del internacionalismo y la concepción de clase. ¡Lo principal es movilizar la furia de las masas contra los enemigos! No quiero ser como el tonto del cuento que llega a una boda y comienza a rezar por el eterno reposo del difunto…
Pensó un momento y dijo:
—Y luego, hay la costumbre… El Partido moviliza el odio de las masas, la furia, para destruir al enemigo. El humanitarismo cristiano no conviene a nuestra causa. Nuestro humanitarismo soviético es severo. No nos andamos con ceremonias…
De nuevo hizo una pausa.
—Desde luego no me refiero a casos como el suyo, cuando le iban a fusilar en vano… También en el 1937 a veces batíamos a los nuestros: ahí radica nuestra desgracia. Pero los alemanes han penetrado en la patria de los obreros y los campesinos. ¡Y la guerra es la guerra! ¡Lo tienen bien merecido!
Krímov esperaba una respuesta de Batiuk, pero éste callaba, no porque le desconcertaran las palabras de Krímov, sino porque sencillamente se había quedado dormido.
56
En la acería Octubre Rojo, inmersa en la penumbra, hombres enfundados en chaquetones acolchados iban y venían, retumbaban los disparos, se encendían llamaradas, y no se sabía si era polvo o niebla lo que flotaba en el aire.
El general Guriev, comandante de la división, había instalado los puestos de mando de los regimientos en el interior de los hornos. Krímov tenía la sensación de que la gente que había en esos hornos —hornos que hasta hace poco habían fundido acero— eran especiales; ellos mismos tenían el corazón de acero.
Desde ahí podían oírse no sólo los pasos de las botas alemanas y los gritos de mando, sino también los sigilosos chasquidos de los alemanes al recargar sus fusiles.
Cuando Krímov se deslizó, arqueando la espalda, por la boca del horno, donde se encontraba el mando del regimiento de fusileros y percibió en las palmas de la mano el calor que todavía persistía en los ladrillos refractarios, una especie de timidez se apoderó de él; era como si se le fuera a revelar de inmediato el secreto de la gran resistencia.
En la semioscuridad distinguió a un hombre en cuclillas, vio su cara amplia, escuchó una voz acogedora:
—¡Un invitado ha llegado a nuestro palacio! Por favor, cien gramos de vodka y un huevo cocido para nuestro visitante.
En la polvorienta y sofocante penumbra, a Nikolái Grigórievich se le pasó por la cabeza que nunca le explicaría a Yevguenia Nikoláyevna que la había recordado mientras se deslizaba por un horno de fundición de Stalingrado. En el pasado había intentado olvidarla, librarse de ella. Pero ahora se había resignado a que ella le siguiera insistentemente a todas partes. Incluso había penetrado en el horno, la hechicera, no había manera de escapar de ella…
Por supuesto estaba más claro que el agua. ¿Quién necesitaba a los hijastros de su tiempo? Lo mejor era enviarlos con los lisiados y los jubilados. Mejor aún, hacer jabón con ellos. Que ella se hubiera ido no hacía más que confirmar y alumbrar por completo la desesperación de su vida; ni siquiera allí, en Stalingrado, tenía un verdadero cometido militar…
Por la noche en aquel mismo lugar, después de su conferencia, Krímov conversó con el general Guriev. Éste se había quitado la chaqueta y se pasaba constantemente el pañuelo por la cara roja, y con voz alta y ronca ofrecía vodka a Krímov; con el mismo tono gritaba órdenes por teléfono a varios comandantes de los regimientos; con la misma voz alta y ronca con la que reprendía al cocinero por no saber asar como es debido las brochetas de carne, telefoneaba a su vecino Batiuk para preguntarle si habían jugado al dominó en el Mamáyev Kurgán.
—Tenemos buenos hombres aquí, alegres —dijo Guriev—. Batiuk es un tipo inteligente, el general Zhóludev que está en la fábrica de tractores es un viejo amigo mío. En el complejo fabril Barricada está el coronel Gúrtiev, también es buen tipo, pero lleva una vida monacal, no prueba el vodka. Naturalmente, eso es un error.
Luego pasó a explicar a Krímov que a nadie le quedaban tan pocas bayonetas activas como a él, tenía entre seis y ocho hombres por compañía; nadie estaba tan incomunicado como él; a veces, cuando venía una lancha, la tercera parte de los ocupantes llegaban heridos. Nadie, salvo Gorójov en el mercado, se hallaba en un lugar de tan difícil acceso.
—Ayer Chuikov llamó a Shuba, mi jefe de Estado Mayor. Estaban en desacuerdo respecto a la situación exacta de la línea de frente. El coronel Shuba volvió completamente enfermo.
Lanzó una mirada a Krímov y dijo:
—¿Piensa que le echó un rapapolvo? —y se puso a reír—. No, yo le echo un rapapolvo cada día. Él le hizo saltar los dientes, toda la primera fila.
—Sí… —dijo Krímov despacio.
Aquel «sí» admitía que la dignidad del individuo no siempre triunfaba en las pendientes de Stalingrado.
Luego Guriev comenzó a argumentar por qué los periodistas escribían tan mal sobre la guerra.
—Se esconden, los hijos de puta, no ven nada con sus propios ojos, se quedan al otro lado del Volga, en la retaguardia más tranquila, y escriben sus artículos. Si alguien es hospitalario con ellos, entonces hablan de él. Por ejemplo, Tolstói escribió Guerra y paz. Hace cien años que la gente lo lee y lo leerán todavía durante cien años más. ¿Y por qué? Porque participó en la guerra, él mismo combatió. Sabía de quién se tenía que hablar.
—Disculpe, camarada general —dijo Krímov—. Tolstói no participó en la guerra de 1812.
—¿No participó en ella? ¿Qué quiere decir? —replicó el general.
—Sencillamente que no participó —repitió Krímov—. Tolstói no había nacido en la época de la guerra contra Napoleón.
—¿Que no había nacido? —volvió a preguntar Guriev—. ¿Cómo que no había nacido? ¿Qué quiere decir?
Entre ellos se desencadenó una discusión violenta, la primera que seguía a una conferencia de Krímov. Para su sorpresa, el general se negó a creerle.
57
Al día siguiente Krímov fue a la fábrica Barricada donde estaba acantonada la división de fusileros siberianos del coronel Gúrtiev. Cada día sentía acrecentar sus dudas acerca de la utilidad de sus conferencias. A veces tenía la impresión de que le escuchaban por gentileza, como hacen los no creyentes ante los sermones de un viejo sacerdote. A decir verdad, se alegraban de su llegada. Pero comprendía que se alegraban desde el punto de vista humano y no por sus discursos. Se había convertido en uno de esos instructores políticos que se ocupan de tareas burocráticas, parlotean y estorban a quienes combaten. Los únicos funcionarios políticos que continuaban en su sitio eran los que no hacían preguntas, los que no se enfrascaban en largos informes y partes, los que no se dedicaban a la propaganda, sino que combatían.
Recordaba las clases de marxismo-leninismo que daba en la universidad, cuando él y su auditorio se sentían mortalmente aburridos al estudiar, como un catequismo, el breviario de la historia del Partido.
Sólo en tiempo de paz aquel tedio era legítimo, inevitable; mientras que allí, en Stalingrado, se volvía absurdo, un sinsentido. ¿Para qué servía todo aquello?
Krímov se encontró con Gúrtiev en la entrada del refugio del Estado Mayor pero no reconoció en aquel hombre delgaducho, calzado con botas de caña de lona y vestido con un capote militar raquítico, al comandante de la división.
La conferencia de Krímov se celebró en un amplio refugio de techo bajo. Nunca antes, durante su estancia en Stalingrado, Krímov había oído un fuego de artillería parecido. No tenía más remedio que alzar la voz todo el rato.
El comisario de la división Svirin, un hombre con un discurso altisonante y coherente, rico en expresiones agudas y divertidas, dijo antes del inicio de la conferencia:
—¿Por qué el público se limita a los oficiales de alto rango? Que vengan los topógrafos, los soldados de la compañía de defensa que estén libres, los soldados de transmisiones y enlaces que no tengan turno, que vengan a la conferencia sobre la situación internacional. Después de la ponencia se proyectará una película. Baile hasta el amanecer.
Guiñó un ojo a Krímov como diciéndole: «Ya verás, va a ser sensacional. Será bueno para su informe, para usted y para nosotros».
Por la sonrisa de Gúrtiev al mirar al escandaloso Svirin y por el modo en que éste ajustó a Gúrtiev el capote sobre la espalda, Krímov comprendió el espíritu de amistad que reinaba en aquel refugio. Pero por la manera en que Svirin, entornando sus ojos ya de por sí estrechos, miró al jefe de Estado Mayor Savrásov, y por el descontento y evidente mala gana con que éste devolvió la mirada a Svirin, Krímov comprendió que no sólo el espíritu de amistad y camaradería reinaba en aquel refugio.
Inmediatamente después de la conferencia, el comandante y el comisario de la división salieron a atender la llamada urgente del comandante del ejército. Krímov se puso a hablar con Savrásov. Era, a todas luces, un hombre de un carácter rudo y pesado, ambicioso y susceptible. Muchas características suyas —su ambición, su brutalidad, el cinismo jocoso con que hablaba de la gente— eran desagradables.
Savrásov, sin quitarle los ojos de encima a Krímov, pronunciaba un monólogo:
—Llegas a Stalingrado a un regimiento cualquiera y lo sabes: ¡el más fuerte y decidido es el comandante del regimiento! Esto es cierto. Aquí no importa cuántas vacas tiene un campesino. Aquí sólo se mira una cosa: si el tipo tiene mollera. ¿Tiene? Entonces bien. Aquí no hay nada falso. Y en tiempo de paz ¿qué ocurría? —Se reía con sus ojos amarillos en la cara de Krímov—. Mire, yo no soporto la política. Todos esos tipos de derecha, de izquierda, esos oportunistas, esos teóricos… No soporto a los aduladores. Y, aunque no me mezclo en política, han intentado echarme fuera una decena de veces. Es una suerte que no sea del Partido, si no ora me tildarían de borracho, ora de mujeriego. ¿Tendría que fingir, no es así? No me veo capaz.
Krímov tenía ganas de decir a Savrásov que en su Stalingrado, en el Stalingrado de Krímov, su destino no se arreglaría, que él no hacía otra cosa que vagar, sin nada serio que hacer. ¿Por qué Vavílov y no él era comisario de la división de Rodímtsev? ¿Por qué el Partido tenía más confianza en Svirin que en él? Después de todo, él era más inteligente, tenía una visión más amplia de las cosas, más experiencia en el Partido, y no le faltaba coraje. Además, si era preciso, él sabría mostrar la dureza necesaria, no le temblaría la mano… Comparados con él, los otros no eran más que militantes de la alfabetización. «Vuestro tiempo ha expirado, camarada Krímov, se esfumó.»
Aquel coronel de ojos amarillos le había calentado, encendido, deprimido.
Pero ¿por qué tenía todavía dudas, Señor? Su vida privada se había derrumbado, había rodado pendiente abajo… El problema no era que Zhenia se hubiera dado cuenta de que era incapaz de resolver las cuestiones materiales. Eso a ella le daba igual, era un ser puro. ¡Lo había dejado de amar! ¿Cómo se puede amar a los acabados, a los vencidos? Un hombre sin aureola. Sí, sí, le habían expulsado de la nomenklatura… Aunque bien mirado, era honesta, pero eso no impedía que las cosas materiales también le importaran. Así era todo el mundo. También Yevguenia Nikoláyevna. Nunca se casaría con un pintor indigente, aunque hubiera pintarrajeado ese garabato que ella había declarado genial…
Krímov habría podido confiar muchos de esos pensamientos al coronel de ojos amarillos, sin embargo se limitó a responderle en los puntos que coincidían.
—Pero ¿qué dice, camarada coronel? Usted simplifica demasiado las cosas. Antes de la guerra tampoco se preocupaban únicamente de contar cuántas vacas tenía un campesino. No es posible escoger los cuadros basándose exclusivamente en el criterio de la eficacia.
La guerra impedía mantener una conversación sobre lo que existía antes de que estallara el conflicto. Retumbó una enorme explosión, y entre la niebla y el polvo emergió un capitán preocupado, un telefonista dio voces: llamaban de un regimiento. Un tanque alemán había abierto fuego contra el Estado Mayor del regimiento en cuestión, y los ametralladores, que habían saltado detrás del tanque, se habían refugiado en una casa de piedra donde se encontraban los jefes de una división de artillería. Estos últimos, que estaban instalados en el primer piso, habían iniciado el combate contra los alemanes. El tanque había incendiado una casa de madera cercana, y el fuerte viento del Volga empujaba las llamas hacia el puesto de mando del comandante del regimiento Chámov, que comenzó a ahogarse, junto con todo su Estado Mayor, por lo que decidieron trasladar el cuartel general. Pero cambiar el puesto de mando a la luz del día, bajo el fuego de la artillería y el cruce de proyectiles de gran calibre, no era fácil.
Todos aquellos acontecimientos se desarrollaban simultáneamente en el perímetro de defensa de la división. Unos pedían consejo, otros refuerzos de artillería, los terceros autorización para replegarse, los cuartos se limitaban a informar, los quintos querían información. Cada uno tenía una misión particular y todos tenían en común que era una cuestión de vida o muerte.
Cuando las cosas se calmaron un poco, Savrásov preguntó a Krímov:
—¿Y si comemos algo, camarada comisario del batallón, mientras los superiores regresan al Estado Mayor del ejército?
Savrásov no se sometía a la regla introducida por el comandante y el comisario de la división que prohibía el consumo de vodka. Por eso prefería comer por separado.
—Gúrtiev es un buen militar —declaró Savrásov un poco achispado—. Es un hombre instruido, honesto. Por desgracia, también es un asceta terrible. Con él uno diría que está en un monasterio. En cambio yo, por las chicas, tengo un interés de lobo, adoro esos asuntos, como los vampiros. Que no se le escape un chiste en presencia de Gúrtiev. De todos modos combatimos juntos y, en general, todo está en orden. Pero el comisario no me quiere demasiado, a pesar de que por naturaleza sea tan monje como yo. ¿Piensa que Stalingrado me está haciendo envejecer? Al contrario, yo aquí, con estos amigos, me encuentro muy bien.
—Yo también tengo el temperamento del comisario —dijo Krímov.
Savrásov movió la cabeza.
—Sí y no. La cuestión no consiste en el vodka, si no en esta otra. —Y con un dedo golpeó la botella y después la frente.
Ya habían acabado de comer cuando el comandante y el comisario regresaron al puesto de mando de Chuikov.
—¿Qué hay de nuevo? —preguntó Gúrtiev con tono apresurado y estricto, examinando la mesa.
—El jefe de transmisiones ha resultado herido, los alemanes han intentado hundir el punto de enlace de Zhóludev, y han incendiado la casita en el punto de enlace de Chámov y Mijalev. Chámov ha tosido un poco por la inhalación de humo, por lo demás nada especial —respondió Savrásov.
Svirin observó la cara colorada de Savrásov y, alargando afectuosamente las palabras, dijo:
—No hacemos otra cosa que beber vodka, ¿no es cierto, camarada coronel?
58
El comandante de la división pidió al comandante del regimiento, el mayor Beriozkin, que hiciera un informe sobre la situación de la casa 6/1: ¿acaso no sería mejor retirar las tropas?
Beriozkin aconsejó al comandante de la división que no lo hiciera aunque la casa estuviera bajo amenaza de cerco. La casa albergaba puestos de observación de gran importancia para la artillería en la orilla izquierda del Volga, ya que transmitía datos relevantes sobre el enemigo. También estaba acantonada una subdivisión de zapadores que estaba en condiciones de paralizar el avance de los blindados enemigos. Era poco probable que los alemanes iniciaran una ofensiva general sin haber liquidado antes aquel foco de resistencia; sus tácticas eran bien conocidas. Con la ayuda de refuerzos, la casa 6/1 podía ofrecer una larga resistencia y desbaratar la estrategia de los alemanes. Dado que los enlaces sólo podían alcanzar la casa asediada raramente durante las horas nocturnas y que las comunicaciones telefónicas se interrumpían constantemente, era conveniente enviar a un radiotelegrafista con un transmisor.
El comandante de la división estuvo conforme con Beriozkin. Durante la noche el instructor político Soshkin y un grupo de soldados lograron alcanzar la casa 6/1 y entregar a sus defensores cajas de municiones y granadas de mano. También llevaron un aparato de radio y a una joven radiotelegrafista del centro de comunicaciones.
El instructor político, de regreso al despuntar el alba, explicó que el comandante de la unidad se había negado a redactar un informe y había añadido: «No tengo tiempo para papeleo, debemos rendir cuentas sólo ante los fritzes».
—No le encuentro ni pies ni cabeza a lo que está pasando allí —dijo Soshkin—. Todos temen a ese Grékov, pero él los trata de igual a igual; duermen hacinados, y él en medio de ellos, le tutean y le llaman Vania. Discúlpeme por lo que voy a decirle, camarada comandante, pero aquello parece más la Comuna de París que una unidad militar.
Moviendo la cabeza, Beriozkin preguntó de nuevo:
—¿Así que se ha negado a redactar el informe? ¡Vaya tipo!
Después Pivovárov, el comisario del regimiento, pronunció un discurso sobre los comandantes que se comportaban como partisanos.
Beriozkin, en tono conciliador, dijo:
—¿Qué quiere decir «como partisanos»? Sólo son muestras de iniciativa, de independencia. A veces también desearía estar cercado para liberarme de todos esos tejemanejes burocráticos.
—A propósito de informes —intervino Pivovárov—, redacte uno detallado para el comisario de la división.
En la división se tomarían en serio el informe de Soshkin.
El comisario de la división ordenó a Pivovárov que obtuviera información pormenorizada sobre la situación de la casa 6/1 e instara a que Grékov sentara la cabeza. Al mismo tiempo el comisario de la división escribió a un miembro del Consejo Militar y al jefe de la sección política del ejército informándoles del alarmante estado de las cosas, tanto moral como políticamente, entre los combatientes.
En el ejército el informe del instructor político Soshkin fue leído con más atención. El comisario de la división recibió instrucciones de no postergar más el asunto y ocuparse de la casa sitiada. El jefe de la sección política del ejército, que ostentaba el rango de general de brigada, redactó un informe urgente al superior de la dirección política del frente.
Katia Véngrova, la radiotelegrafista, llegó de noche a la casa 6/1. Por la mañana se presentó a Grékov, el responsable de la misma, y éste, mientras escuchaba el informe, miraba atentamente los ojos confusos, asustados y al mismo tiempo juguetones de la chica, que estaba ligeramente encorvada.
Tenía una boca grande y labios exangües. Grékov esperó algunos segundos antes de responder a su pregunta «¿Puedo retirarme?».
Durante esos segundos en su cabeza autoritaria se agolparon pensamientos ajenos por completo a la guerra: «Ay, Dios mío, qué belleza…, piernas bonitas…, parece asustada… debe de ser la niñita de su mamá. ¿Cuántos años tendrá…? Como máximo, dieciocho. Ojalá que mis chicos no le salten encima…».
Todas estas consideraciones que pasaron por la cabeza de Grékov inesperadamente concluyeron con este pensamiento: «¿Quién es el jefe aquí? ¿Quién está haciendo ir de cabeza a los alemanes, eh?».
Después respondió a su pregunta:
—¿Adónde quiere retirarse, señorita? Quédese cerca de su aparato de radio. Ya encontraremos algo para que envíe.
Tamborileó con el dedo sobre el radiotransmisor y miró de reojo al cielo donde gemían los bombarderos alemanes.
—¿Es usted de Moscú? —le preguntó él.
—Sí —fue su escueta respuesta.
—Siéntese, aquí nada de ceremonias, con confianza.
La chica dio un paso a un lado y los cascajos de ladrillo crujieron bajo sus botas; el sol brillaba en los cañones de las ametralladoras y sobre el cuerpo negro de la pistola alemana que Grékov tenía como trofeo. Katia se sentó y miró los abrigos amontonados bajo la pared derruida. Por un momento se sorprendió de que ese cuadro ya no le pareciera asombroso. Sabía que las ametralladoras dispuestas en los boquetes de las paredes a modo de aspilleras eran Degtiarev, sabía que en el cargador de la Walter capturada había ocho halas, que esa arma disparaba con potencia pero no permitía apuntar con precisión, sabía que los abrigos apilados en un rincón pertenecían a soldados muertos que estaban sepultados allí cerca: el olor a chamusquina se mezclaba con aquel otro, ya familiar para ella. Y el radiotransmisor que le habían dado aquella noche se parecía al que utilizaba en Kotlubán: el mismo cuadrante, el mismo conmutador. Le venía a la mente cuando se encontraba en las estepas y, mirándose en el cristal polvoriento del amperímetro, se arreglaba los cabellos que le salían por debajo del gorro.
Nadie le dirigía la palabra, y tenía la sensación de que la vida terrible y violenta de aquella casa la evitaba.
Pero cuando un soldado de pelo canoso, cuya manera de hablar le indicó que se trataba de un operador de mortero, comenzó a proferir palabras soeces y malsonantes, Grékov le dijo:
—Padre, ¿qué modales son ésos? No es manera de hablar delante de una chica.
Katia se estremeció, pero no por los exabruptos del viejo, sino por la mirada de Grékov.
Aunque nadie le hablara, sentía que en la casa todos estaban alarmados por su presencia. Le parecía sentir en la piel la tensión que se había desatado a su alrededor, una tensión que ni siquiera se diluía cuando los aviones descendían en picado y comenzaban a aullar, las bombas explotaban cerca y llovían los cascajos de ladrillo.
Ahora Katia ya se había acostumbrado a los bombardeos e incluso lograba controlarse ante el silbido de las granadas de metralla. Pero las miradas pesadas y atentas de los hombres sobre ella le producían el mismo estremecimiento.
La noche antes las otras chicas de transmisiones la habían compadecido diciéndole:
—¡Será horrible para ti estar allí!
Por la noche un soldado la condujo al puesto de mando del regimiento. Allí se sentía particularmente la proximidad del enemigo, la fragilidad de la vida. La vida humana parecía tan precaria: ahora estás aquí y al cabo de un minuto ya no.
El comandante del regimiento, moviendo la cabeza con aire afligido, le dijo:
—¿Cómo pueden enviar a niños como tú a la guerra?
Luego añadió:
—No tengas miedo, querida. Si algo no marcha bien, infórmame enseguida por radio.
Y lo dijo con una voz tan buena y paternal que Katia a duras penas logró reprimir las lágrimas.
Luego otro soldado la condujo al puesto de mando del batallón. Allí sonaba un gramófono y el comandante pelirrojo del batallón invitó a Katia a beber y bailar con él al son de la Serenata china.
En el batallón el miedo era aún más latente, y Katia tuvo la impresión de que el comandante del batallón no había bebido para divertirse sino para aplacar un pavor insoportable, para olvidar que su vida era tan frágil como el cristal.
Y ahora permanecía sentada sobre un montón de ladrillos en la casa 6/1. Por alguna razón no experimentaba temor; pensaba en su fabulosa, bellísima vida antes de la guerra.
Los hombres de la casa cercada parecían extraordinariamente fuertes y seguros de sí mismos. Su aplomo la tranquilizaba. Era esa misma seguridad propia de los grandes médicos, los obreros cualificados de un taller de laminado, los sastres cortando un paño preciado, los bomberos y los viejos maestros explicando la lección junto a la pizarra.
Antes de la guerra Katia se imaginaba condenada a tener una vida desdichada. Antes de la guerra pensaba que sus amigos y conocidos que viajaban en autobús eran derrochadores. Las personas que veía salir de restaurantes mediocres le parecían seres fabulosos; a veces había seguido a un pequeño grupo que salía del Darial o del Terek y había intentado escuchar su conversación. Al volver a casa de la escuela decía solemnemente a su madre:
—¿Sabes lo que ha pasado hoy? Una chica me ha invitado a un vaso de gaseosa con jarabe: jarabe auténtico que olía a grosella.
No era fácil que salieran las cuentas con el dinero restante de los cuatrocientos rublos que su madre recibía tras deducir el impuesto sobre la renta, el impuesto cultural y el empréstito del Estado. No podían permitirse ropa nueva, así que remendaban las prendas viejas; no participaban en el pago de la portera Marusia, que hacía la limpieza en las zonas comunes del apartamento, y cuando les tocaba el turno de la limpieza, Katia fregaba el suelo y vaciaba las basuras; no compraban la leche en la lechería, sino en las tiendas estatales donde las colas eran enormes, pues de ese modo ahorraban seis rublos al mes; y cuando no había leche en las tiendas estatales, la madre de Katia iba por la tarde al mercado, donde los lecheros que tenían prisa por coger el tren vendían la leche más barata que por la mañana, y costaba casi lo mismo que en las tiendas estatales. Nunca utilizaban el autobús, era demasiado caro, y sólo tomaban el tranvía los días que debían recorrer largas distancias. Katia no iba a la peluquería; el cabello se lo cortaba su madre. Naturalmente hacían ellas solas la colada, y en su habitación tenían una lámpara que daba una luz tenue, apenas un poco más luminosa que la que había en las zonas de uso común de la casa.
Preparaban comida para tres días: una sopa y a veces gachas con un poco de carne magra; un día Katia, después de comerse tres platos de sopa seguidos, dijo:
—Hoy hemos tenido una comida de tres platos.
La madre nunca mencionaba cómo eran las cosas cuando su padre todavía vivía con ellas y Katia no se acordaba siquiera. Sólo a veces Vera Dmítrievna, una amiga de la madre, decía mientras miraba a madre e hija preparar la comida: «Sí, nosotras también tuvimos nuestra hora de gloria».
Pero la madre se enfurecía y Vera Dmítrievna no se extendía más sobre cómo era la vida cuando Katia y su madre conocieron su hora de gloria.
Un día Katia encontró en el armario una foto de su padre. Era la primera vez que veía su cara en una fotografía, pero inmediatamente, como si alguien se lo hubiera soplado, comprendió que era su padre. En el reverso de la fotografía estaba escrito: «A Lidia: pertenezco a la tribu de los asra, que mueren cuando aman»[61].
Katia no dijo nada a su madre, pero al volver de la escuela, sacaba la fotografía y durante largo rato contemplaba aquellos ojos oscuros, que le parecían tristes.
Un día preguntó:
—¿Dónde está papá ahora?
Su madre respondió:
—No lo sé.
Sólo cuando Katia estaba a punto de partir para el ejército, su madre le habló por primera vez de él, y así Katia se enteró de que había sido arrestado en 1937, y conoció la historia de su segundo matrimonio.
No durmieron en toda la noche, siguieron hablando hasta el amanecer. Todo se había vuelto del revés: la madre, por lo general reservada, contaba a su hija cómo el marido la había abandonado, le habló de sus propios celos, de su humillación, ofensa, amor, piedad. Y Katia se asombraba de que el mundo del alma humana fuera tan grande, hasta el punto de que ante él retrocedía incluso el rugido de la guerra. Por la mañana se despidieron. La madre atrajo la cabeza de Katia hacia sí, pero el saco a su espalda le tiraba hacia atrás los hombros. Katia dijo:
—Mamá, pertenezco a la tribu de los asra, que mueren cuando aman…
Luego su madre le tocó suavemente el hombro.
—Es hora, Katia. Anda, ve.
Y Katia se fue, como se iban en aquella época millones de jóvenes y viejos; se fue de la casa materna tal vez para no volver nunca más, o tal vez para volver cambiada, separada para siempre de su difícil y querida infancia.
Y ahora estaba ahí sentada, al lado del responsable de la casa 6/1 de Stalingrado, Grékov, y miraba su gruesa cabeza, el ceño fruncido, los labios prominentes.