21

Dementi Trífonovich Guétmanov, secretario del obkom[20] de una de las regiones ucranianas ocupadas por los alemanes, había sido nombrado comisario de un cuerpo de tanques que se había formado en los Urales.

Antes de partir a la destinación que le había sido asignada, Guétmanov voló en un Douglas a Ufá, donde había sido evacuada su familia.

Sus camaradas en Ufá se habían ocupado de su familia con esmero: el alojamiento y sus condiciones de vida resultaron ser bastante dignas. Galina Teréntievna, la mujer de Guétmanov, que antes de la guerra era obesa a causa de una enfermedad en el metabolismo, no había adelgazado en absoluto, más bien había ganado peso durante la evacuación. También sus dos hijas y el pequeño, que todavía no iba a escuela, ofrecían un aspecto saludable.

Guétmanov pasó en Ufá cinco días. Antes de partir, algunos de sus allegados fueron a despedirse de él: el hermano menor de su mujer, adjunto a la dirección del Comisariado del Pueblo ucraniano; un viejo camarada de Guétmanov originario de Kiev, Maschuk, que trabajaba para los órganos de seguridad; y Sagaidak, responsable de la sección de propaganda del Comité Central ucraniano.

Sagaidak llegó a las once, cuando los niños estaban ya durmiendo, motivo por el cual todos trataban de hablar en voz baja.

—¿Qué os parece tomar un trago, camaradas? —preguntó Guétmanov—. ¿Un trago de vodka moscovita?

Tomadas por separado, cada una de las partes de Guétmanov era grande: la cabezota de pelo hirsuto que se le estaba volviendo cano, la frente ancha, una nariz carnosa, las palmas de las manos, los dedos, la espalda, el cuello grueso y poderoso. Pero en realidad él mismo, la combinación de esas partes grandes, era bastante pequeño. Y, extrañamente, en aquella cara grande atraían de manera especial y quedaban grabados en la memoria sus ojos diminutos, estrechos, apenas visibles por debajo de sus párpados hinchados. Su color era indefinible, no se sabía qué tonalidad predominaba, si el gris o el azul. Además había en ellos algo penetrante, vivo, insondable.

Galina Teréntievna, tras levantar con agilidad su voluminoso cuerpo, salió de la habitación, y los hombres se callaron como a menudo ocurre en las isbas rurales y también en la ciudad cuando se espera la aparición del licor sobre la mesa. Galina Teréntievna volvió pronto con una bandeja. Era sorprendente que sus manos regordetas hubieran sido capaces de abrir en tan poco tiempo tantas latas de conserva y sacar la vajilla.

Maschuk miró a su alrededor, la amplia otomana, los bordados ucranianos que colgaban de la pared, las hospitalarias botellas y las latas de conserva, y observó:

—Recuerdo que tenía esta otomana en su piso, Galina Teréntievna; es fantástico que la haya transportado hasta aquí, admiro su gran talento para la organización.

—Y debe saberlo —intervino Guétmanov—. Cuando se produjo la evacuación yo ya no estaba en casa. ¡Lo hizo todo ella!

—No se lo iba a dejar a los alemanes, o a los compatriotas —dijo Galina Teréntievna—. Además Dima[21] le tenía tanto apego que, en cuanto llegaba de la oficina del obkom, se sentaba en la otomana a leer sus documentos.

—Así que a leer, ¿eh? —preguntó Sagaidak—. Querrás decir a dormir.

La mujer volvió a la cocina, y Maschuk maliciosamente, a media voz, se dirigió a Guétmanov:

—Oh, puedo ver ya a la doctora, la médico militar a la que Dementi Trífonovich pronto conocerá.

—Sí, dispuesto a dar la vida por ella —dijo Sagaidak. Guétmanov esquivó la cuestión:

—Dejadlo, qué decís, soy un inválido.

—Sí, sí, claro —insistió Maschuk—. ¿Y quién era el que en Kislovodsk volvía a la tienda a las tres de la madrugada?

Los invitados rieron, y Guétmanov lanzó una mirada fugaz pero atenta al hermano de su mujer.

Galina Teréntievna volvió a entrar y, al ver a los hombres riéndose, dijo:

—Basta con que la mujer salga y sólo el diablo sabe qué enseñan a mi pobre Dima.

Guétmanov se puso a servir el vodka en los vasitos, y todos se lanzaron a elegir algo para comer.

Guétmanov, tras mirar el retrato de Stalin que colgaba de la pared, levantó el vaso:

—Bueno, camaradas, el primer brindis será a la salud de nuestro padre, que conserve la salud.

Pronunció estas palabras en tono expeditivo, desenfadado. Esta pretendida sencillez debía significar que para todos era conocida la grandeza de Stalin, pero que los hombres reunidos en torno a la mesa que brindaban por él apreciaban ante todo al hombre sencillo, modesto y sensible. Y Stalin, entornando los ojos desde su retrato, miraba la mesa y el busto opulento de Galina Teréntievna y parecía decir: «Eh, chicos, enciendo la pipa y me siento con vosotros».

—Sí, que nuestro papaíto viva por siempre —dijo el hermano de la anfitriona, Nikolái Teréntievich—. ¿Qué haríamos sin él?

Se volvió para mirar a Sagaidak, que tenía el vaso levantado cerca de sus labios, a la espera de que añadiera algo más, pero Sagaidak miró el retrato pensando: «¿Qué más se puede decir, padre? Tú lo sabes todo». Bebió y todos lo imitaron.

Dementi Trífonovich Guétmanov era originario de Liven, en la provincia de Vorónezh, pero tenía antiguos vínculos con camaradas ucranianos, puesto que durante años había dirigido el trabajo del Partido en Ucrania. Sus lazos con Kiev se habían consolidado a partir de su matrimonio con Galina Teréntievna, cuyos numerosos parientes ocupaban puestos eminentes en el aparato del Partido y del sóviet de Ucrania.

La vida de Dementi Trífonovich era más bien parca en acontecimientos. No había participado en la guerra civil. La policía zarista no lo había perseguido y los tribunales zaristas nunca lo habían exiliado en Siberia. En las conferencias y congresos solía leer sus informes a partir de textos escritos. Leía bien, sin errores, con expresividad, aunque él no fuera el autor de los informes. A decir verdad leerlos era fácil: se los imprimían en caracteres grandes, a doble espacio y con el nombre de Stalin siempre en rojo.

En una época había sido un joven sensato y disciplinado. Quería estudiar en el Instituto de Mecánica, pero lo reclutaron para los órganos de seguridad y pronto se convirtió en el guardia personal de un secretario del kraikom[22]. Destacó y lo mandaron a estudiar a la escuela del Partido y, al poco tiempo, fue elegido para trabajar en el aparato del Partido: primero en el departamento de organización e instrucción del kraikom, luego en la sección de personal del Comité Central. Un año más tarde se convirtió en instructor de la sección administrativa de los cuadros. Y poco después de 1937, en secretario del obkom (como se suele decir, el dueño de la región).

Una palabra suya podía decidir el destino del catedrático de una universidad, de un ingeniero, del director de un banco, del secretario de un sindicato, de un koljós, de una producción teatral.

¡La confianza del Partido! Guétmanov conocía el gran significado de estas palabras. ¡El Partido confiaba en él! Todo el trabajo de su vida, donde no había lugar para grandes libros, ni para descubrimientos famosos, ni para victorias militares, había sido enorme, constante, perseverante, siempre intenso e insomne. El sentido principal y supremo de este trabajo residía en que se ejecutaba por exigencia del Partido y en nombre de sus intereses. La recompensa principal y suprema consistía únicamente en una cosa: la confianza del Partido.

Sus decisiones en cualquier circunstancia, bien se tratara del destino de un niño recluido en un orfanato, de la reorganización de la cátedra de biología, del desalojo del local de la biblioteca, o de una cooperativa que producía artículos de plástico, debían estar impregnadas del espíritu y los intereses del Partido. De espíritu del Partido debía estar impregnada la actitud del dirigente en relación con cualquier asunto, libro, cuadro, y por ello, por duro que pudiera ser, debía renunciar sin reservas a sus costumbres, a su libro favorito, si los intereses del Partido chocaban con sus gustos personales. Pero Guétmanov sabía que existía un grado superior de espíritu de Partido: un verdadero líder de Partido no tiene ni gustos ni propensiones susceptibles de entrar en contradicción con el espíritu del Partido; amaba o apreciaba algo en la medida que expresaba el espíritu de Partido.

A veces los sacrificios que hacía Guétmanov en nombre del espíritu de Partido eran crueles y severos. Ahora ya no había ni paisanos, ni profesores a los que desde la juventud se les debía tanto; ahora no debía tener en cuenta ni el amor ni la compasión. Palabras como «dar la espalda», «apoyar», «arruinar», «traicionar» no debían desasosegarle… El espíritu de Partido se manifiesta cuando el sacrificio, un buen día, no es ni siquiera necesario, y no lo es porque los sentimientos personales como el amor, la amistad, la solidaridad, no pueden sobrevivir naturalmente si están en contraposición con el espíritu de Partido.

El trabajo de los hombres que gozan de la confianza del Partido pasa desapercibido. Pero es un trabajo inmenso, exige consumir generosamente cuerpo y alma, sin reservas. La fuerza del dirigente del Partido no requiere el talento del científico, el don del escritor. Está por encima de cualquier talento o don. La palabra dirigente y decisiva de Guétmanov era escuchada con avidez por cientos de personas que poseían el don de la investigación, del canto, de la escritura de libros, aunque Guétmanov no sólo fuera incapaz de cantar, tocar el piano o dirigir una obra teatral, sino que tampoco era capaz de apreciar con gusto y comprender con profundidad las obras de la ciencia, la poesía, la música, la pintura… La fuerza de su palabra decisiva consistía en que el Partido le había confiado sus intereses en el campo del arte y la cultura.

Y la suma de poderes que ostentaba como secretario de la organización del Partido de toda una oblast[23] difícilmente habría podido tenerla un tribuno, un pensador.

A Guétmanov le parecía que la esencia más profunda del concepto «confianza del Partido» se encarnaba en los pensamientos, opiniones y sentimientos de Stalin. En la confianza que él transmitía a los compañeros de armas, comisarios del pueblo, mariscales, residía precisamente la esencia de la línea del Partido.

Los invitados hablaban sobre todo de la nueva destinación asignada a Guétmanov. Comprendían perfectamente que Guétmanov podría haber optado a una destinación más importante; no era raro que los hombres de su posición, cuando recibían misiones bélicas, se convirtieran en miembros de los Consejos Militares y a veces incluso de los Consejos de los frentes.

Tras recibir su nombramiento para el cuerpo del ejército, Guétmanov se sintió inquieto y desilusionado; se informó, sin embargo, por medio de un amigo, miembro del Buró de organización del Comité Central, de si la cúpula estaba descontenta con él. Pero, por lo visto, no había nada de lo que alarmarse.

Entonces Guétmanov, buscando consuelo, empezó a encontrar aspectos positivos de su nombramiento porque, en realidad, el destino de la guerra estaba en manos del cuerpo de tanques; de éste se esperaba la intervención decisiva. No se envía a cualquiera al cuerpo de tanques; es más fácil que un miembro del Consejo Militar sea enviado a un regimiento insignificante en una zona de segunda fila. Con esta elección el Partido le expresaba su confianza. Sin embargo, se sentía disgustado; después de ponerse el uniforme y mirarse al espejo, le habría gustado mucho pronunciar las palabras: «Miembro del Consejo Militar, comisario de brigada Guétmanov».

Por alguna razón el comandante del cuerpo de ejército, el coronel Nóvikov, le provocaba la máxima irritación. Si bien nunca lo había visto, todo lo que sabía y de lo que se enteraba de él le resultaba desagradable.

Los amigos que se sentaban alrededor de él en la mesa comprendían su estado de ánimo y todo lo que le decían a propósito de su reciente nombramiento trataba de ser agradable.

Sagaidak dijo que lo más probable era que enviaran el cuerpo del ejército a Stalingrado; que el camarada Stalin conocía al comandante del frente, el general Yeremenko, desde la época de la guerra civil, incluso antes del primer Ejército de Caballería, y que a menudo hablaba con él por teléfono, y cuando el general estaba de paso por Moscú, el camarada Stalin lo recibía. Recientemente, Yeremenko había estado en la dacha del camarada Stalin, a las afueras de Moscú, y mantuvieron una conversación que duró dos horas. Era bueno combatir bajo el mando de un hombre que gozaba de tanta confianza por parte del camarada Stalin.

Continuaron diciendo que Nikita Serguéyevich[24] se acordaba de Guétmanov por el trabajo que había desarrollado en Ucrania y que la mayor suerte para él sería ser enviado al frente donde Nikita Serguéyevich era miembro del Consejo Militar.

—No es casualidad —dijo Nikolái Teréntievich— que el camarada Stalin haya enviado a Stalingrado a Nikita Serguéyevich. Es el frente decisivo, ¿a quién iba a enviar si no?

—¿Y es casualidad que el camarada Stalin envíe a mi Dementi Trífonovich al cuerpo de tanques? —preguntó Galina Teréntievna con tono desafiante.

—Sí, bueno —replicó con sencillez Guétmanov—, para mí ser destinado a un cuerpo de blindados es como para un primer secretario de un obkom ser nombrado secretario de un raikom[25]. No es para dar saltos de alegría.

—No… no… —insistió Sagaidak, con semblante serio—. Este nombramiento expresa la confianza que el Partido tiene depositada en ti. Raikom sí, pero no uno cualquiera, no un raikom rural, sino de Magnitogorsk, de Dnieprodzerzhinsk. Cuerpo del ejército sí, pero no uno cualquiera, sino el de tanques.

Maschuk, por su parte, señaló que el comandante del cuerpo donde Guétmanov había sido destinado como comisario había sido nombrado hacía poco, y que nunca antes había estado al frente de una unidad de semejante relevancia. Esto se lo había dicho un oficial de la sección especial del frente, que recientemente había estado en Ufá.

—También me dijo… —continuó Maschuk y, después de una breve pausa, añadió—: Pero ¿para qué seguir hablándole de esto, Dementi Trífonovich? Usted debe de saber más sobre él que él de sí mismo.

Guétmanov entornó los ojos, ya de por sí estrechos, penetrantes, inteligentes, hasta convertirlos en una fina rendija; aleteó la nariz carnosa y dijo:

—Bueno, ya basta.

Maschuk esbozó una sonrisa apenas perceptible, pero aun así todos los presentes la advirtieron. Era extraño, asombroso…, aunque Maschuk tenía parentesco con los Guétmanov por partida doble y durante las reuniones familiares se comportaba como un hombre modesto, amable, amante de las bromas, los Guétmanov, no obstante, sentían cierta tensión al escuchar aquella voz suave y engatusadora, al mirar aquellos ojos oscuros y tranquilos, aquella cara pálida y alargada. Al propio Guétmanov no le extrañaba esta sensación, comprendía la fuerza que había detrás de Maschuk: éste sabía cosas que él a veces todavía ignoraba.

—¿Y qué clase de hombre es? —preguntó Sagaidak.

Guétmanov respondió con condescendencia:

—Es uno de esos que han sido promocionados durante la guerra, y que antes no se había destacado por nada en especial.

—¿No formaba parte de la nomenklatura? —insinuó sonriendo el hermano de la anfitriona.

—¿La nomenklatura? ¡Qué va! —dijo Guétmanov haciendo un gesto con la mano—. Pero es un hombre útil, un buen tanquista, según dicen. Y su jefe de Estado Mayor es el general Neudóbnov. Lo conocí en el XVIII Congreso del Partido. Es un hombre sensato.

Maschuk insistió:

—¿Neudóbnov? ¿Illarión Innokéntievich? Cómo no. Comencé a trabajar con él, después el destino nos separó. Antes de la guerra me lo encontré en la sala de recepción de Lavrenti Pávlovich[26].

—El destino os separó… —repitió sonriendo Sagaidak—. Enfócalo dialécticamente: busca la identidad y la unidad, y no la contradicción.

Maschuk replicó:

—En tiempo de guerra todo se trastoca. Un coronel cualquiera asciende a comandante de un cuerpo de ejército, ¡y Neudóbnov se convierte en su subordinado!

—No tenía experiencia militar. Conviene tenerlo en cuenta —observó Guétmanov.

Maschuk no salía de su asombro:

—¿Bromeas? ¡Neudóbnov! Hubo un tiempo en que una palabra suya era determinante. Forma parte de la vieja guardia, es miembro del Partido desde antes de la Revolución. ¡Tiene una enorme experiencia militar y de trabajo al servicio del Estado! Durante un tiempo su nombre sonó como posible miembro del Sóviet Supremo.

Los otros invitados asintieron.

Resultaba cómodo compadecer a Neudóbnov para poder consolar a Guétmanov.

—Sí, la guerra lo ha enmarañado todo; ojalá acabe pronto —dijo el hermano de la anfitriona.

Guétmanov levantó la mano con los dedos abiertos en dirección a Sagaidak y dijo:

—¿Conoce usted a Krímov, un moscovita que dio una ponencia en Kiev sobre la situación internacional para el grupo de conferenciantes del Comité Central?

—¿Fue poco antes de la guerra? ¿Aquel desviacionista que trabajaba en el Komintern?

—Sí, el mismo. Pues, mi comandante tiene intención de casarse con su ex mujer.

Quién sabe por qué, la noticia divirtió a todos, aunque ninguno de los presentes conocía a la ex mujer de Krímov ni al comandante con quien ella pensaba casarse.

—Sí, no en vano nuestro amigo Guétmanov comenzó con nosotros, en los órganos de seguridad. De hecho ya está al corriente del futuro matrimonio —dijo Maschuk.

—No tiene un pelo de tonto, digámoslo claro —dijo Nikolái Teréntievich.

—Cómo no… Al Alto Mando no le gustan los papanatas.

—Sí, nuestro Guétmanov no es un papanatas —corroboró Sagaidak.

Maschuk dijo en un tono serio y prosaico, como si se encontrara en su despacho:

—Sí, recuerdo a este Krímov de su visita a Kiev, un tipo algo turbio. Durante años ha estado relacionado con toda clase de trotskistas y derechistas. Y si lo miráramos con lupa, lo más seguro es que…

Hablaba de manera sencilla, sin rebozo, lo hacía con tanta naturalidad como lo habría hecho el director de una fábrica de géneros de punto o el profesor de una escuela técnica. Pero todos comprendían que esta sencillez y libertad sólo eran aparentes; Maschuk sabía mejor que nadie de qué se podía hablar y de qué no se debía hablar. Guétmanov, al que le gustaba dejar perplejo a sus interlocutores con su audacia, sencillez y sinceridad, era consciente de la profundidad oculta bajo la superficie de una conversación viva y animada.

Sagaidak, que por norma se mostraba más pensativo, preocupado y reconcentrado que el resto de los invitados, no quería que decayera la atmósfera de ligereza y explicó despreocupadamente a Guétmanov:

—La mujer lo ha abandonado porque es un hombre poco de fiar.

—Si fuera por ese motivo estaría bien —sentenció Guétmanov—. Pero tengo la impresión de que es mi comandante el que quiere casarse con una mujer no del todo de fiar.

—Bueno, déjalo —dijo Galina Teréntievna—. Mira que preocuparse por eso… Lo principal es que se amen.

—Cierto, el amor es importante; eso todo el mundo lo sabe y lo comprende —dijo Guétmanov—. Pero además hay otras cosas que algunos soviéticos olvidan.

—Es cierto —confirmó Maschuk—, y no debemos olvidarnos.

—Y después algunos se asombran porque el Comité Central no ha ratificado un nuevo nombramiento, por qué éste y por qué aquél. Pero ¿qué han hecho para merecer la confianza del Partido?

De repente, Galina Teréntievna dijo sorprendida, con voz cantarina:

—Me parece extraña la conversación que estáis manteniendo, como si no hubiera guerra, y los únicos problemas fueran con quién se va a casar un comandante y quién es el ex marido de su futura mujer. Pero ¿contra quién vais a combatir, Dima?

Miraba con aire de burla a los hombres y sus bellos ojos castaños guardaban cierto parecido con los pequeños ojos del marido, tal vez porque tenían la misma intensidad penetrante.

—¿Y dónde puede olvidarse uno de la guerra? Nuestros hijos y hermanos parten de todos lados hacia la guerra, desde la cabaña del último koljós hasta el Kremlin. Esta guerra es grande y patriótica.

—El camarada Stalin tiene en la guerra a su hijo Vasili, piloto de cazas; el hijo del camarada Mikoyán combate en la aviación; y he oído que también Lavrenti Pávlovich tiene a su hijo en el frente, en no sé qué ejército. Luego Timur Frunze, el teniente, parece que en infantería… Después también, ¿cómo se llama…?, Dolores Ibárruri, su hijo cayó en Stalingrado.

—El camarada Stalin tiene a dos hijos en el frente —corrigió el hermano de la anfitriona—. El segundo, Yákov, está al mando de una batería de artillería. Para ser más exactos, él es el primogénito, Vaska[27] es el menor y Yákov el mayor. Un muchacho desventurado: ha caído prisionero.

Se calló al darse cuenta de que había tocado un tema del que, según la opinión de los viejos camaradas, no había que hablar.

Nikolái Teréntievich quiso romper el silencio y dijo en tono despreocupado y alegre:

—A propósito, los alemanes lanzan falsas octavillas como si Yákov Stalin les proporcionara información de buena gana.

Pero el vacío en torno a él se volvió todavía más inquietante. Había sacado a colación un tema que no había que mencionar ni en broma ni en serio, algo sobre lo que convenía guardar silencio. Expresar indignación ante rumores sobre las relaciones de Iósif Vissariónovich[28] con su mujer sería una equivocación no menor que propagar dichos rumores. La conversación ya de por sí era inadmisible.

Guétmanov se volvió de repente hacia la mujer y dijo:

—Mi corazón está allí donde el camarada Stalin ha tomado el asunto entre sus manos, y lo tiene tan bien agarrado que los alemanes tienen miedo.

Nikolái Teréntievich buscó los ojos de Guétmanov, con mirada de culpabilidad.

Pero estaba claro que alrededor de la mesa no estaban sentadas personas quisquillosas, que no se habían reunido para hacer de una observación torpe una historia seria, un problema.

Sagaidak intervino con tono distendido y cordial, apoyando ante Guétmanov a Nikolái Teréntievich:

—Así es, y ahora vamos a intentar no cometer estupideces en nuestro trabajo.

—Y no hablar más de la cuenta —añadió Guétmanov.

El hecho de que hubiera expresado casi abiertamente su reproche en lugar de pasarlo por alto ponía de manifiesto su perdón a Nikolái Teréntievich, y Sagaidak y Maschuk asintieron en señal de aprobación.

Nikolái Teréntievich sabía que aquel incidente trivial, fuera de tono, sería olvidado, pero también sabía que no lo sería del todo. Tarde o temprano tendría lugar una conversación sobre una vacante que cubrir, una promoción, un encargo de especial responsabilidad, y cuando se propusiera a Nikolái Teréntievich, Guétmanov, Sagaidak y Maschuk asentirían, pero alguno esbozaría una sonrisa; y al ser interrogado por un interlocutor meticuloso, diría: «Tal vez un poco imprudente», y mostraría ese poco con la punta del meñique.

En el fondo de su alma todos comprendían que los alemanes no mentían demasiado respecto a Yákov. Pero precisamente por eso no había que tocar el tema.

Sagaidak comprendía estos asuntos mejor que nadie. Durante mucho tiempo había trabajado en un periódico; primero había dirigido la sección de información, después la sección de agricultura; luego, durante casi dos años, fue redactor del principal periódico de Kiev. Consideraba que el principal objetivo de su periódico era instruir al lector y no ofrecer sin análisis información caótica sobre los acontecimientos más diversos, a menudo fortuitos. Si el redactor jefe Sagaidak lo estimaba oportuno podía obviar cualquier acontecimiento: guardar silencio sobre una pésima cosecha, un poema ideológicamente poco apropiado, un cuadro formalista, una epizootia de ganado, un terremoto, el hundimiento de un acorazado, no ver la fuerza de una ola oceánica que de golpe había engullido a miles de personas, o un enorme incendio en una mina. A su modo de ver estos acontecimientos no tenían significado y, por tanto, no debían ocupar la mente del lector, el periodista o el escritor. A veces había necesitado dar explicaciones específicas sobre uno u otro acontecimiento de la vida, y resultaba que tales explicaciones eran sorprendentemente audaces, insólitas, contradictorias con el saber común. Le parecía que su fuerza, su experiencia, su competencia como redactor jefe se manifestaba en la habilidad que tenía para trasladar a la conciencia de los lectores sólo aquellas opiniones que servían al objetivo de educarlos.

Cuando durante la época de la colectivización total se detectaron excesos flagrantes, Sagaidak —antes de la aparición del artículo de Stalin «El vértigo del éxito»— había escrito que la hambruna en el periodo de la colectivización total obedecía al hecho de que los kulaks enterraban el grano, no comían pan adrede y se hinchaban; morían incluso pueblos enteros, incluidos niños y ancianos, con el único objeto de perjudicar al Estado soviético.

En el mismo periódico se publicaban artículos sobre los comedores de los koljoses, donde los niños comían a diario caldo de pollo, empanadillas de carne y croquetas de arroz. Pero los niños se consumían y se les hinchaban las barrigas a causa del hambre.

Estalló la guerra, una de las guerras más cruentas y sangrientas que Rusia haya conocido en mil años de existencia. Y he aquí que en la sucesión de pruebas particularmente crueles de las primeras semanas y los primeros meses de la contienda, el fuego destructor desveló el curso real, verdadero, fatídico de los acontecimientos: la guerra era el árbitro de todos los destinos, incluso del destino del Partido. Pero este periodo terrible pasó. Y enseguida el dramaturgo Korneichuk se entregó a la tarea de plasmar en su obra El frente que los fracasos de la guerra habían sido causados por generales estúpidos que no habían sabido ejecutar las órdenes del mando supremo, que nunca se equivocaba.

Aquella noche Nikolái Teréntievich no fue el único al que le tocó pasar un momento desagradable. Maschuk hojeaba un álbum encuadernado en piel y de gruesas páginas de cartón donde había pegadas fotografías cuando de repente enarcó expresivamente las cejas. Aquel gesto atrajo sin querer la atención de todos hacia el álbum. En una fotografía aparecía Guétmanov en el despacho que tenía antes de la guerra como secretario de obkom: estaba sentado a un escritorio amplio como la estepa, y vestido con una guerrera semimilitar, y encima de él colgaba un retrato de Stalin de un tamaño tan grande como sólo puede haber en el despacho de un secretario de obkom. La cara de Stalin en el retrato estaba pintarrajeada con un lápiz de color: le habían dibujado una barba puntiaguda azul en el mentón y de las orejas le colgaban unos pendientes azul claro.

—¡Qué travieso! —exclamó Guétmanov, juntando las manos en señal de asombro, como hacen las mujeres.

Galina Teréntievna, apesadumbrada, repetía, mirando a sus invitados:

—Deben saber que ayer mismo antes de dormirse me dijo: «Quiero al tío Stalin tanto como a mi papá».

—Es una travesura infantil —dijo Sagaidak.

—No, no es una travesura, es un acto vandálico —suspiró Guétmanov.

Lanzó una mirada escrutadora a Maschuk. Y ambos, en ese momento, recordaron la misma historia que había sucedido antes de la guerra: el sobrino de un paisano suyo, un estudiante del Politécnico, había disparado en la residencia con una escopeta de aire comprimido contra el retrato de Stalin.

Sabían que aquel estudiante imbécil bromeaba y que no tenía ningún fin político o terrorista. Su tío, un buen hombre, director de la Estación de Máquinas y Tractores, había pedido a Guétmanov que salvara a su sobrino.

Guétmanov, después de una reunión de la oficina del obkom, habló con Maschuk del asunto.

—Ya no somos niños, Dementi Trífonovich. ¿Qué importancia tiene que sea culpable o no? Pero si ignoro este caso, cabe la posibilidad de que mañana informen en Moscú al propio Lavrenti Pávlovich: Maschuk tuvo una actitud liberal hacia alguien que disparó contra el retrato del gran Stalin. Hoy estoy en este despacho, pero mañana puedo acabar como polvo en un campo de trabajo. ¿Quiere asumir esta responsabilidad? Esto es lo que dirán: hoy contra el retrato, mañana contra otra cosa; y se ve que a Guétmanov el chico le cae simpático o le ha gustado su acto. ¿Y bien? ¿Asume la responsabilidad?

Al cabo de uno o dos meses, Guétmanov le preguntó a Maschuk:

—Bueno, ¿cómo ha ido con el tirador?

Maschuk, mirándolo con ojos tranquilos, respondió:

—No vale la pena que preguntes por él, ha resultado ser un canalla, un kulak hijo de puta. Lo reconoció todo durante el interrogatorio.

Y ahora Guétmanov, mirando con ojos escrutadores a Maschuk, repitió:

—No, no se trata de una chiquillada.

—Vamos —lo interrumpió Maschuk—, no tiene ni cinco años, hay que tener en cuenta su edad.

Sagaidak habló con un tono tan afectuoso que todos los presentes sintieron la calidez de sus palabras:

—Con toda honestidad os diré que me faltan fuerzas para ser tan estricto con los niños. Sería necesario, pero me falta coraje. Lo único que me importa es que tengan buena salud…

Todos miraron a Sagaidak con compasión. No era un padre feliz. Su hijo mayor, Vitali, todavía estudiante de noveno curso, llevaba mala vida. Un día incluso la milicia lo había arrestado por haber participado en una pelea en un restaurante; su padre tuvo que telefonear al comisario popular adjunto de Asuntos Interiores para tapar el escándalo en el que estaban implicados los hijos de eminentes personalidades, generales, académicos, la hija de un escritor, la hija del comisario popular de Agricultura. Durante la guerra el joven Sagaidak quería entrar en el ejército como voluntario, y su padre lo inscribió en un curso de dos años en una academia de artillería. Vitali fue expulsado por indisciplina y bajo amenaza de ser enviado al frente con la primera compañía de refuerzo.

Hacía un mes que el joven Sagaidak estudiaba en la escuela de mortero y, para alborozo de sus padres, todavía no había hecho ninguna de las suyas; tenían esperanzas pero, en el fondo, se temían lo peor.

El segundo hijo de Sagaidak, Igor, con tan sólo dos años de edad había sufrido una parálisis y, a consecuencia de la enfermedad, quedó lisiado: se desplazaba con muletas, sus flacas piernecitas eran endebles. El pequeño Igor no podía ir a la escuela, eran los profesores los que iban a darle clases a casa. Era un alumno aplicado y trabajador.

No había en toda Ucrania, ni en Moscú, Leningrado o Tomsk, un solo neuropátologo eminente al que los Sagaidak pudieran consultar sobre Igor. No había ningún nuevo medicamento en el extranjero que Sagaidak no hubiera conseguido por medio de representaciones comerciales o embajadas. Sabía que podían reprocharle aquel amor excesivo, pero al mismo tiempo sabía que ése no era un pecado mortal. De hecho también él, tras conocer el fuerte sentimiento paterno de varios oficiales regionales, tenía en cuenta que las nuevas generaciones amaban de manera particularmente profunda a sus hijos. Sabía que le perdonarían por haber traído una curandera en avión desde Odessa para que visitara a Igor, así como por la hierba que se había hecho enviar a Kiev por un viejo sacerdote del Extremo Oriente en un paquete de correo especial.

—Nuestros líderes son personas especiales —dijo Sagaidak—. No me refiero al camarada Stalin, huelga decirlo, sino a sus colaboradores más estrechos… Ponen siempre al Partido por encima de sus sentimientos paternos.

—Sí, pero saben comprender; no pueden esperar de todos el mismo comportamiento —dijo Guétmanov y aludió a la severidad que manifestaba un secretario del Comité Central respecto al hijo, que había cometido una falta.

La conversación en torno a los niños prosiguió con un tono diferente, íntimo y sencillo. Al parecer, toda la fuerza interior de aquellos hombres, toda su capacidad de alegrarse dependía sólo de que las mejillas de sus Tániechkas o sus Vitalis estuvieran bien sonrosadas, de que les trajeran buenas notas de la escuela a medida que pasaban de curso.

Galina Teréntievna comenzó a hablar de sus hijas:

—Hasta los cuatro años la pequeña Svetlana estuvo enferma; tenía colitis continuas, la niña estaba extenuada. Y sólo le ha curado una cosa: manzana cruda rallada.

Guétmanov intervino:

—Hoy delante de la escuela me dijo: «En la escuela, a Zoya y a mí nos llaman las hijas de general». Zoya se puso a reír y la descarada me dijo: «Hija del general, vaya honor… A nuestra clase va la hija de un mariscal: ¡eso sí que es algo!».

—Ya veis —dijo alegremente Sagaidak—, no es fácil contentarlos. Hace pocos días, Ígor me dijo: «Tercer secretario… no es nada del otro mundo».

Nikolái también habría podido contar muchas anécdotas divertidas sobre sus hijos, pero comprendía que sería una inconveniencia hablar de la inteligencia de sus hijos mientras se hablaba de la de Ígor y las hijas de Guétmanov.

Maschuk, pensativo, dijo:

—Nuestros padres en el campo no trataban con tantos miramientos a sus hijos.

—Y no por ello los querían menos —dijo el hermano de la anfitriona.

—Los querían, por supuesto, pero bien que les zurraban, o a mí por lo menos.

Guétmanov añadió:

—Me acuerdo de que mi difunto padre partió a la guerra en 1915. No os riáis, alcanzó el grado de suboficial, fue condecorado dos veces con la cruz de San Jorge. Mi madre lo equipó: le metió en el petate un jersey, una camiseta, unos calcetines, huevos cocidos y panecillos, mientras mi hermana y yo estábamos acostados en la cama y lo vimos, al alba, sentarse a la mesa por última vez. Fue a buscar una tina de agua, que se encontraba en el zaguán, y cortó leña. Mi madre siempre se acordaba.

Miró el reloj y dijo:

—Oh…

—Mañana es el día —dijo Sagaidak y se levantó.

—El avión sale a las siete.

—¿Desde el aeropuerto civil? —preguntó Maschuk. Guétmanov asintió.

—Mejor —dijo Nikolái Teréntievich y se levantó también él—. El militar se encuentra a quince kilómetros.

—¿Qué importancia tiene eso para un soldado? —dijo Guétmanov.

Empezaron a despedirse, hacer ruido, reírse, abrazarse, y cuando los invitados ya estaban en el pasillo con el abrigo y los sombreros puestos, Guétmanov dijo:

—El soldado puede acostumbrarse a todo, a calentarse con humo y afeitarse con una lezna. Pero hay algo a lo que nunca puede habituarse: a vivir separado de los hijos.

Y por su voz, la expresión de la cara y las miradas de los que se iban, era evidente que ya no bromeaban.

22

Por la noche, Dementi Trífonovich, en uniforme, escribía sentado a la mesa. Su mujer, en bata, sentada a su lado, seguía con la mirada su mano. Él dobló la carta y dijo:

—Va dirigida al director sanitario regional en caso de que necesites un tratamiento especial o tengas que salir de la ciudad para una consulta. Tu hermano se ocupará del permiso y el médico te extenderá un certificado.

—¿Has escrito la autorización para recibir el cupo de raciones? —preguntó la mujer.

—No es necesario —respondió él—. Basta con que telefonees al responsable del obkom o, mejor todavía, a Puzichenko directamente, él se ocupará de todo.

Ordenó la pila de cartas que había escrito, las autorizaciones y notas, y concluyó:

—Bueno, me parece que esto es todo.

Permanecieron en silencio.

—Tengo miedo por ti, mi amor —dijo la mujer—. Te vas a la guerra.

Él se levantó.

—Cuida de ti y de los niños. ¿Has metido el coñac en la maleta?

—Sí, sí. ¿Te acuerdas de hace dos años, antes de volar a Kislovodsk? Escribiste las autorizaciones al amanecer, exactamente igual que hoy.

—Ahora los alemanes están en Kislovodsk —dijo Guétmanov.

Después deambuló por la habitación, aguzando el oído.

—¿Están durmiendo?

—Claro que están durmiendo —respondió Calina Teréntievna.

Fueron a la habitación de los niños. Era extraordinario cómo aquellas dos figuras corpulentas y recias se movían en la penumbra sin hacer el menor ruido. Sobre la blanca tela de la almohada resaltaban las cabezas oscuras de los niños dormidos. Guétmanov se detuvo a escuchar su respiración.

Se llevó la mano al pecho, ante el temor de que los violentos latidos de su corazón perturbaran su sueño. Allí, en la penumbra, le embargó un sentimiento profundo y angustioso de ternura, inquietud y piedad hacia aquellos niños. Le entraron unas ganas locas de abrazar a su hijo, a sus hijas, de besar sus caras soñolientas. Estaba abrumado por una ternura impotente, un amor incontrolado; se sentía perdido, turbado, débil.

No le asustaban ni le agitaban los pensamientos de la nueva responsabilidad que debía asumir. Con frecuencia había tenido que emprender nuevos trabajos y nunca le había costado encontrar la línea correcta que seguir. Sabía que lo mismo ocurriría con el cuerpo de tanques.

Pero ¿qué hacer para reconciliar la férrea austeridad con la ternura, con el amor que no sabe de leyes ni líneas del Partido?

Miró a su mujer, que apoyaba la mejilla sobre la mano, como una campesina. En la penumbra su cara parecía más delgada, joven, tal como era la primera vez que habían ido al mar, poco después de casarse, a la casa de reposo «Ucrania», justo a la orilla del mar.

Bajo la ventana sonó un ligero toque de claxon: era el automóvil del obkom. Guétmanov se volvió una vez más hacia los niños y abrió los brazos, expresando con ese gesto toda su impotencia ante un sentimiento que no podía dominar.

En el pasillo, después de las palabras y los besos de despedida, se puso la pelliza y el gorro alto de piel, esperando a que el chófer se hiciera cargo de las maletas.

—Ya está —dijo; y de repente se quitó el gorro, dio un paso en dirección a su mujer y la abrazó de nuevo.

Y en esa nueva y última despedida, cuando a través de la puerta entreabierta el viento húmedo y frío de la calle se mezcló con el calor de la casa, cuando la piel áspera y curtida de la pelliza rozó con la seda perfumada de la bata, ambos sintieron que sus vidas, hasta ahora una sola cosa, se escindían en dos y la angustia les abrasó los corazones.

23

Yevguenia Nikoláyevna Sháposhnikova, la hermana menor de Liudmila, se había instalado en Kúibishev con una vieja alemana, Jenny Guenríjovna Guenrijson, que hacía mucho tiempo había trabajado como institutriz en casa de los Sháposhnikov.

A Yevguenia Nikoláyevna le resultaba extraño, después de Stalingrado, compartir una pequeña habitación tranquila con una viejecita que no dejaba de asombrarse de cómo una niña con dos trenzas se había convertido en una mujer adulta.

Jenny Guenríjovna vivía en un cuartucho sombrío que en un tiempo había estado destinado al servicio en aquel enorme piso que había pertenecido a unos comerciantes. Ahora en cada habitación vivía una familia, y cada habitación estaba dividida con ayuda de biombos, cortinas, alfombras, respaldos de sofás en rincones y esquinas, donde se dormía, comía, recibía a invitados, y donde la enfermera ponía inyecciones a un anciano paralítico.

Por la noche la cocina zumbaba con las voces de los inquilinos.

A Yevguenia Nikoláyevna le gustaba aquella cocina con las bóvedas llenas de hollín y el fuego rojo negro de los hornillos de petróleo.

Entre la lencería que se secaba en los cordeles se oía el alboroto de los inquilinos en batas, chaquetones guateados, guerreras. Los cuchillos resplandecían. Las mujeres que estaban lavando arrodilladas ante las tinas y los barreños levantaban nubes de vapor. La amplia cocina nunca se encendía y sus lados recubiertos de azulejos blanquecían fríos como laderas nevadas de un volcán hace tiempo extinguido.

En el apartamento vivía la familia de un estibador que había partido para el frente, un ginecólogo, un ingeniero de una fábrica de armamento, una madre soltera que trabajaba como cajera en una tienda, la viuda de un peluquero caído en el frente, el administrador de una oficina de correos y, en la habitación más grande, la antigua sala de estar, vivía el director de una policlínica.

El apartamento era espacioso, como una ciudad, e incluso tenía a su loco, un viejecito silencioso con ojos de cachorro manso y amable.

Vivían todos hacinados, pero al mismo tiempo aislados; se enfadaban, luego se reconciliaban; encubrían los detalles de sus vidas para luego compartir con sus vecinos todas y cada una de sus cuestiones íntimas.

A Yevguenia Nikoláyevna le entraban ganas de retratar no tanto los objetos y los habitantes de la casa, como el sentimiento que suscitaban en ella. Se trataba de un sentimiento tan enrevesado y difícil que ni siquiera un gran artista podría pintarlo. Surgía de la fusión de la potente fuerza militar del pueblo y del Estado con aquella cocina oscura y mísera, con sus chismes y mezquindades; de una unión donde convivía el acero mortal de las armas con las cacerolas de cocina y las mondas de patatas. La expresión de ese sentimiento rompería toda línea, alteraría los contornos, y tomaría la forma en una relación aparentemente absurda de imágenes fragmentarias y manchas luminosas.

La viejecita Guenrijson era una criatura tímida, dócil y servicial. Llevaba un vestido negro con un cuello blanco y tenía las mejillas siempre sonrosadas a pesar de su hambre persistente.

En su mente habitaban recuerdos de las travesuras de Liudmila cuando ésta era una colegiala de primer curso, de los balbuceos infantiles de la pequeña Marusia, y de cómo Dmitri con dos años había entrado una vez en el comedor vestido con su delantalito y gritando: «Hora de ñam-ñam, hora de ñam-ñam».

Ahora Jenny Guenríjovna trabajaba como empleada doméstica para la familia de una dentista: cuidaba de la madre enferma de la patrona. A veces la dentista viajaba por la región durante cinco o seis días por mandato del Departamento de Sanidad; en aquellas ocasiones Jenny Guenríjovna se quedaba a dormir en su casa para ayudar a la vieja inválida que, después de la última apoplejía, apenas lograba mover las piernas.

Jenny no tenía ningún sentido de la propiedad, y no hacía más que excusarse ante Yevguenia Nikoláyevna, a quien pedía permiso para abrir la ventana de ventilación a fin de que su viejo gato tricolor pudiera dar rienda suelta a su celo. Sus intereses y preocupaciones principales estaban centrados en el gato: temía molestar a los vecinos.

Un vecino de piso, el ingeniero Draguin, que regentaba un taller, miraba con cruel mofa su cara arrugada, su talle esbelto y seco como el de una niña, sus quevedos que le colgaban de un cordón negro. A la naturaleza plebeya de aquel vecino le sublevaba que la vieja permaneciera fiel a sus recuerdos del pasado y que contara con sonrisa idiota y beata cómo antes de la Revolución llevaba a pasear en carroza a sus pupilos, así como sus días como dama de compañía de madame en sus viajes a Venecia, París y Viena. Muchos de los «pequeños» que había educado habían luchado junto a los generales blancos Denikin o Wrangel durante la guerra civil y habían sido asesinados por soldados rojos, pero a la viejecita sólo le interesaban los recuerdos sobre la escarlatina, difteria o colitis que habían padecido de pequeños.

Yevguenia Nikoláyevna le decía a Draguin:

—Nunca he conocido a nadie tan dulce y sumiso. Créame, es la mejor persona de todos los que vivimos en este piso.

Draguin miraba a los ojos de Yevguenia Nikoláyevna con un descaro típicamente masculino y respondía:

—Canta, pajarito, canta. Camarada Sháposhnikova, usted se ha vendido a los alemanes por unos pocos metros cuadrados.

Jenny Guenríjovna, al parecer, no amaba a los niños sanos. A menudo hablaba a Yevguenia Nikoláyevna de su pupilo más enclenque, el hijo de un obrero judío. Todavía conservaba sus dibujos y cuadernos y siempre rompía a llorar cuando describía la muerte de este pacífico niño.

Hacía muchos años desde que había vivido con los Sháposhnikov, pero se acordaba de todos los nombres y motes de los niños, y lloró cuando se enteró de la muerte de Marusia; había empezado a escribir una carta para Aleksandra Vladímirovna, que ahora estaba en Kazán, pero nunca había conseguido terminarla.

A las huevas de lucio les llamaba caviar y contaba a Zhenia que antes de la guerra los niños desayunaban una taza de caldo fuerte y una loncha de carne de ciervo.

Daba casi toda su ración a su gato, al que llamaba «mi niño plateado». El gato la quería con locura y, aunque era un animal salvaje y desconfiado, al ver a la viejecita se transformaba en una criatura cariñosa y alegre.

Draguin a menudo la interrogaba sobre cuál era su opinión respecto a Hitler: «Entonces, ahora seguro que estará contenta, ¿no es cierto?»; pero la astuta viejecita se había declarado antifascista y tildaba al Führer de caníbal.

Apenas servía para algo: no sabía lavar ni cocinar, y cuando iba a la tienda para comprar cerillas, el vendedor siempre se las ingeniaba para cortar de su cupón las provisiones mensuales de carne y azúcar.

Decía que los niños actuales no se parecían en nada a los niños de la época que ella llamaba «de paz». Todo había cambiado, incluso los juegos: las niñas del tiempo «de paz» jugaban al aro, al diábolo con palos lacados, o con una pelota colorada medio deshinchada que llevaban en una redecilla blanca de la compra. Los de hoy, sin embargo, jugaban al voleibol, nadaban estilo crol, en invierno se ponían pantalones de esquí para jugar a jockey, gritaban y silbaban.

Sabían más que la propia Jenny Guenríjovna sobre alimentos, abortos y maneras fraudulentas de adquirir cartillas de racionamiento, sobre tenientes y tenientes coroneles que traían del frente manteca y conservas a otras mujeres que no eran las suyas.

A Yevguenia Nikoláyevna le gustaba escuchar los recuerdos de la vieja alemana sobre sus años de infancia, su padre, su hermano Dmitri, del que Jenny Guenríjovna se acordaba especialmente bien: a menudo enfermaba de tosferina y difteria.

Un día Jenny Guenríjovna le dijo:

—Me acuerdo de la última familia para la que trabajé en 1917. El monsieur era ministro de Hacienda, se paseaba por el comedor y decía: «Estamos acabados, queman las fincas, han parado las fábricas, la moneda se devalúa, saquean las cajas de caudales». Y les pasó exactamente igual que a ustedes, toda la familia se dispersó. Monsieur, madame y mademoiselle huyeron a Suecia, mi pupilo se fue como voluntario con el general Kornílov, y madame lloraba: «Todos los días nos despedimos, el fin está cerca».

Yevguenia Nikoláyevna sonrió con tristeza y no respondió.

Una noche un comisario de policía llevó una citación a Jenny Guenríjovna. La vieja alemana se puso su sombrero de flores blancas y pidió a Zhénechka que diera de comer al gato; ella iría a la policía y de allí directamente al trabajo, adonde la madre de la dentista; le prometió que volvería un día después. Al volver del trabajo, Yevguenia Nikoláyevna encontró la habitación patas arriba y los vecinos le dijeron que Jenny Guenríjovna había sido arrestada.

Yevguenia Nikoláyevna fue a hacer indagaciones. En la milicia le dijeron que la viejecita había partido con un convoy de alemanes hacia el norte.

Al día siguiente se presentó un comisario de policía junto con el administrador de la casa y cogieron una cesta sellada llena de ropa vieja, fotos y cartas amarillentas.

Yevguenia se dirigió al NKVD[29] para averiguar cómo podía enviarle a la viejecita una prenda de abrigo. El hombre de la ventanilla le preguntó:

—¿Y usted quién es? ¿Una alemana?

—No, soy rusa.

—Váyase a casa. No incordie haciendo preguntas.

—Sólo he venido para saber cómo puedo mandarle ropa de invierno.

—¿No lo ha entendido? —dijo el hombre de la ventanilla con una voz tan tranquila que Yevguenia Nikoláyevna se asustó.

Aquella noche oyó a algunos inquilinos que hablaban de ella en la cocina.

Una voz dijo:

—La verdad, no es correcto obrar así.

Una segunda voz le respondió:

—Para mí ha sido lista. Primero puso un pie, luego informó de la vieja a quien correspondiera; la ha despachado y ahora es la dueña de la habitación.

Una voz masculina dijo:

—¿Una habitación? Un cuartucho, mejor dicho. Una cuarta voz intervino:

—Sí, una mujer así siempre se sale con la suya. Habrá que andarse con cuidado…

El destino del gato fue triste. Dormitaba abatido en la cocina mientras los vecinos discutían qué hacer con él.

—¡Maldito alemán! —decían las mujeres.

Inesperadamente, Draguin declaró que estaba dispuesto a colaborar en la alimentación del gato. Pero el gato no vivió mucho tiempo sin Jenny Guenríjovna porque una de sus vecinas, no se sabe si por accidente o por maldad, lo escaldó con agua hirviendo, y murió.

24

A Yevguenia Nikoláyevna le gustaba su existencia solitaria en Kúibishev.

Probablemente nunca había sido tan libre como ahora. A pesar de las dificultades de la vida, se sentía ligera y emancipada. Durante mucho tiempo, hasta que no obtuvo el permiso de residencia[30], no tuvo derecho a cartilla de racionamiento y sólo podía comer una vez al día en el comedor con los cupones de comida. Ya desde la mañana pensaba en el momento de entrar al comedor y que le dieran un plato de sopa.

En aquella época apenas pensaba en Nóvikov. En cambio pensaba cada vez con mayor frecuencia en Krímov, casi constantemente; pero la luminosidad interna, la carga afectiva, era más bien escasa.

El recuerdo de Nóvikov se encendía y apagaba sin atormentarla.

Pero un día, en la calle, vio de lejos a un soldado alto con un capote largo, y por un instante le pareció que se trataba de Nóvikov. Se le entrecortó la respiración, le flaquearon las piernas, sintió que la felicidad la embargaba, que se apoderaba de ella. Un minuto más tarde comprendió que se había equivocado y enseguida olvidó su emoción.

Por la noche se despertó de pronto y pensó: «¿Por qué no escribe? ¿Acaso no sabe la dirección?».

Vivía sola; no tenía cerca a Krímov, ni a Nóvikov, ni a sus familiares. Y en apariencia, en aquella libertad solitaria había felicidad. Pero sólo en apariencia.

En aquel periodo se habían instalado en Kúibishev muchos Comisariados del Pueblo, se habían trasladado instituciones y redacciones de periódicos. La ciudad se había convertido temporalmente en la capital, refugio del Moscú evacuado, con su cuerpo diplomático, el ballet del Teatro Bolshói, sus escritores célebres, sus presentadores moscovitas y sus periodistas extranjeros.

Todos estos miles de moscovitas vivían en cuchitriles, habitaciones de hotel, residencias, y seguían con sus actividades habituales: los secretarios de Estado, los jefes del gabinete, los directores administrativos daban órdenes a sus subordinados y dirigían la economía del país; los embajadores extraordinarios y plenipotenciarios se desplazaban en coches lujosos a las recepciones con los altos cargos de la política exterior soviética; Ulánova, Lémeshev, Mijáilov entretenían al público del ballet y la ópera; el señor Shapiro, el representante de la agencia United Press, formulaba preguntas insidiosas a Solomón Abrámovich Lozovski, el responsable de la Oficina de Información Soviética, durante las conferencias de prensa; los escritores escribían noticias para radios y periódicos soviéticos y extranjeros; los periodistas se desplazaban a los hospitales para obtener nuevas con las que escribir reportajes sobre la guerra.

Pero la vida de los moscovitas allí era totalmente diferente. Lady Cripps, la esposa del embajador extraordinario y plenipotenciario de Gran Bretaña, se levantaba de la mesa después de tomar la cena con un cupón en el restaurante del hotel y envolvía en papel de periódico los trozos de pan y los terrones de azúcar que habían sobrado para subirlos a la habitación; los corresponsales de varias agencias de noticias internacionales iban al mercado, abriéndose paso entre los heridos, y hablaban largo y tendido sobre la calidad del tabaco casero haciendo girar los cigarrillos de muestra, o bien hacían cola para los baños públicos, apoyando el peso ahora en una pierna luego en la otra; algunos escritores, célebres por la hospitalidad que brindaban, discutían sobre cuestiones de orden internacional y el destino de la literatura con una copita de aguardiente casero acompañado de una ración de pan.

Enormes instituciones se encajonaban en los oscuros pisos de Kúibishev; los directores de los grandes periódicos soviéticos recibían a sus invitados en mesas donde, después de las horas de trabajo, los niños preparaban sus lecciones y las mujeres cosían.

En esta mezcla de aparato estatal y bohemia de la evacuación había algo atractivo.

Yevguenia Nikoláyevna tuvo que hacer frente a muchas dificultades para obtener el permiso de residencia.

El jefe de la oficina de diseños y proyectos donde ella había comenzado a trabajar, el teniente coronel Rizin, un hombre alto de voz suave y susurrante, desde el primer día comenzó a lamentarse por la responsabilidad que había asumido contratando a alguien que no tenía los papeles en regla. Le ordenó, pues, que fuera a la comisaría local después de extenderle un certificado de trabajo.

Un oficial de la comisaría se quedó con el pasaporte de Yevguenia Nikoláyevna y su certificado y le dijo que volviera al cabo de tres días para conocer la respuesta.

Cuando llegó el día asignado, Yevguenia Nikoláyevna entró en el pasillo en penumbra donde había personas sentadas a la espera de ser recibidas; sus rostros reflejaban esa expresión particular que a menudo muestran las personas que han ido a la comisaría por cuestiones relacionadas con el pasaporte o permisos de residencia. Yevguenia se acercó a la ventanilla. Una mano femenina con las uñas pintadas con un esmalte rojo oscuro le alargó el pasaporte y le dijo con voz tranquila:

—Se lo han denegado.

Se puso a la cola para hablar con el jefe de la sección de pasaportes. La gente de la fila hablaba a media voz y seguía con la mirada a las empleadas con los labios pintados, vestidas con chaquetones guateados y botas, que pasaban por el pasillo. Un hombre ataviado con un abrigo de entretiempo y una visera pasó calmosamente; el cuello de la guerrera militar le asomaba por debajo de la bufanda; sus botas crujían. Abrió con una pequeña llave la cerradura: era Grishin, el jefe de la sección de pasaportes. Yevguenia Nikoláyevna observó que las personas que guardaban cola no se habían alegrado como acostumbra a suceder después de una larga espera, sino que cuando se acercaban a la puerta miraban temerosos a los lados, como si estuvieran a punto de echarse a correr en el último momento.

Durante la espera, Yevguenia Nikoláyevna oyó historias de hijas que no habían obtenido permiso para vivir con sus madres, una mujer paralítica a la que le habían denegado la residencia para su hermano, una mujer que había ido a cuidar a un inválido de guerra y no le habían dado la autorización.

Yevguenia Nikoláyevna entró en el despacho de Grishin. Éste le indicó con un gesto que tomara asiento, miró sus documentos y dijo:

—Se lo han denegado —dijo—. ¿Qué quiere?

—Camarada Grishin —dijo ella con voz trémula—, entiéndalo, durante todo esto tiempo no he recibido la cartilla de racionamiento.

El hombre la miró con ojos imperturbables, su cara ancha y joven expresaba una indiferencia ausente.

—Camarada Grishin —dijo Zhenia—, deténgase un momento a pensar en esta incongruencia. En Kúibishev hay una calle que lleva mi apellido, la calle Sháposhnikov, en honor a mi padre, uno de los pioneros del movimiento revolucionario en Samara, y ustedes deniegan el permiso de residencia a su hija…

Los ojos serenos de Grishin se clavaron en ella: la estaba escuchando.

—Necesito una petición oficial —dijo él—. Sin petición no hay permiso.

—Pero es que yo trabajo en una institución militar.

—Eso no consta en su certificado de trabajo.

—¿Puede ser de ayuda?

Grishin respondió de mala gana:

—Tal vez.

Por la mañana, cuando Yevguenia Nikoláyevna acudió al trabajo contó a Rizin que le habían denegado el permiso de residencia. El hombre levantó las manos y dijo con voz queda:

—Ay, qué estúpidos, quizá no entiendan que se ha convertido en una trabajadora indispensable para nosotros, que usted presta servicio a la Defensa.

—Así es —confirmó Yevguenia—. Me han dicho que necesito un documento oficial que certifique que nuestra oficina está subordinada al Comisariado Popular de Defensa. Se lo ruego encarecidamente: redáctemelo y esta tarde lo llevaré a la comisaría.

Al cabo de un rato, Rizin se acercó a Zhenia y con voz culpable dijo:

—Necesito una solicitud por escrito de la policía. De lo contrario tengo prohibido escribir un certificado de ese tipo.

Esa misma tarde Yevguenia fue a la comisaría y, después de la inevitable cola, pidió a Grishin la solicitud, odiándose a sí misma por su sonrisa aduladora.

—No pienso escribirle ninguna solicitud —dijo Grishin. Rizin, al enterarse de la nueva negativa de Grishin, se lamentó y dijo pensativo:

—Bien, dígale que me haga una petición verbal.

La tarde siguiente Zhenia debía encontrarse con el literato moscovita Limónov, que en un tiempo había sido amigo de su padre. Justo después de salir del trabajo se dirigió a la comisaría y pidió a la gente que aguardaba en la cola que le permitieran pasar a ver al jefe de la sección de pasaportes «literalmente un minuto», sólo para hacer una pregunta. La gente se encogió de hombros y desvió la mirada. Al final, dijo con rabia:

—¿Ah, sí? ¿Quién es el último?

Aquel día el ambiente en la comisaría era especialmente deprimente. Una mujer con las piernas llenas de varices sufrió un ataque de histeria en el despacho de Grishin y se puso a gritar: «Se lo ruego, se lo ruego». Un manco lanzó improperios contra Grishin en el mismo despacho; el siguiente también armó un alboroto, se oían sus palabras: «No me iré de aquí». Pero en realidad se fue enseguida. En medio de aquel jaleo no se oía a Grishin, no levantó la voz ni una sola vez; incluso parecía que no estaba presente, como si la gente gritara y amenazara para sí misma.

Yevguenia hizo cola durante una hora y media y, de nuevo, odiando su propia cara amable y el emocionado «muchas gracias» que pronunció en respuesta a una pequeña señal de Grishin para que se sentara, le pidió que llamara por teléfono a su jefe, explicando que éste dudaba de si tenía derecho a redactar un certificado sin una solicitud previa con un número y sello, pero que después había accedido a escribirle el certificado con la nota: «En respuesta a su solicitud oral del día tal del mes tal».

Yevguenia Nikoláyevna colocó sobre la mesa de Grishin un papelito preparado de antemano donde con caligrafía gruesa y clara había escrito el apellido y patronímico de Rizin, número de teléfono, cargo, rango y en letra pequeña, entre paréntesis: «pausa para comer» y «desde… hasta».

—No haré ninguna solicitud.

—Pero ¿por qué? —preguntó ella.

—No debo hacerlo.

—El teniente coronel Rizin dice que sin solicitud, aunque sea oral, no tiene permiso para escribir un certificado.

—Si no tiene permiso, que no lo escriba.

—Pero ¿qué voy a hacer yo?

—Eso es asunto suyo.

La pasmosa tranquilidad de Grishin la desconcertó; si se hubiera enfadado o irritado por su insistencia, se habría sentido mejor. Pero Grishin continuaba allí sentado, de medio perfil, sin pestañear siquiera, sin prisa.

Yevguenia Nikoláyevna sabía que los hombres se fijaban en su belleza, lo percibía cuando hablaba con ellos. Pero Grishin la miraba como si fuera una vieja con ojos lacrimosos o una lisiada; al entrar en aquel despacho ya no era un ser humano, una mujer joven y atractiva, sólo una solicitante.

A Yevguenia la confundía su propia debilidad, del mismo modo que la confundía la seguridad monolítica de Grishin. Yevguenia Nikoláyevna caminaba por la calle, se apresuraba, llegaba con más de una hora de retraso a su cita con Limónov; pero mientras se afanaba en llegar, había perdido todo interés ante ese encuentro. Todavía podía sentir el olor del pasillo de la comisaría, aún veía las caras de los que hacían cola, el retrato de Stalin iluminado por la luz tenue de la lámpara eléctrica; y al lado, Grishin. Grishin, tranquilo, sencillo, cuya alma mortal concentraba la omnipotencia granítica del Estado.

Limónov, un hombre alto, grueso, cabezón, con rizos alrededor de su gran calvicie, la recibió con alegría.

—Comenzaba a temer que ya no viniera —le dijo mientras la ayudaba a quitarse el abrigo.

Le preguntó sobre Aleksandra Vladímirovna:

—Desde que éramos estudiantes, su madre ha sido para mí el modelo de mujer rusa con alma valiente. Siempre escribo de ella en mis libros, es decir, no propiamente de ella, sino en general, bueno, ya me entiende.

Bajando la voz y echando una ojeada a la puerta, le preguntó:

—¿Alguna noticia de Dmitri?

Luego comenzaron a hablar de pintura, y los dos se ensañaron con Repin. Limónov se puso a hacer una tortilla en su cocinilla eléctrica, jactándose de ser el mejor especialista en tortillas de Rusia; tanto era así que el chef del Nacional había aprendido de él.

—Entonces, ¿qué tal? —preguntó ansioso mientras servía a Zhenia y, entre suspiros, añadió—: Lo confieso, me encanta comer.

¡Cómo persistía el peso de las impresiones experimentadas en las dependencias policiales! Al llegar a la habitación cálida de Limónov, llena de libros y revistas, donde enseguida se agregaron dos personas mayores perspicaces y amantes del arte, Zhenia no pudo arrancar a Grishin de su corazón helado.

Pero la gran fuerza de la conversación, libre e inteligente, hizo que Zhenia, al poco rato, se olvidara de Grishin y de los rostros de angustia de las personas en la cola. Parecía no existir nada más en la vida que las conversaciones sobre Rubliov, Picasso, la poesía de Ajmátova y Pasternak, las obras de Bulgákov…

Pero una vez salió a la calle se olvidó de las conversaciones inteligentes. Grishin, Grishin… En el piso nadie le preguntó si había logrado el permiso de residencia, ni le pidió que le enseñara el pasaporte con el sello estampado. Pero desde hacía varios días tenía la impresión de que la controlaba la mujer más anciana del apartamento, Glafira Dmítrievna, una mujer de nariz larga, siempre afable, vivaracha, de voz embelesadora e inmensamente falsa. Cada vez que se topaba con Glafira Dmítrievna y veía sus ojos oscuros, a un mismo tiempo zalameros y lúgubres, Zhenia se asustaba. Tenía la sospecha de que en su ausencia Glafira Dmítrievna, con una llave maestra, se colaba en su habitación, revolvía entre sus papeles, apuntaba sus declaraciones para la milicia, leía sus cartas.

Yevguenia Nikoláyevna se esforzaba por abrir la puerta sin hacer ruido, andaba de puntillas por el pasillo temiendo encontrársela. Esperaba que de un momento a otro le dijera: «¿Por qué transgrede la ley? Seré yo la que tenga que responder por ello».

A la mañana siguiente, Yevguenia Nikoláyevna entró en el despacho de Rizin y le contó la espera infructuosa en la oficina de pasaportes.

—Ayúdeme a conseguir un billete para el barco de Kazán, de lo contrario me enviarán a un yacimiento de turba por haber quebrantado la ley de pasaportes.

Ya no le pidió nada más sobre el certificado y en adelante se dirigió a él con tono sarcástico, airado.

Aquel hombre apuesto y fornido, de voz dulce, la miraba avergonzado por su propia debilidad. Ella sentía constantemente su mirada melancólica y tierna sobre su espalda, sus piernas, su cuello, su nuca; podría advertir aquella insistente mirada de admiración. Pero la fuerza de la ley que regía la circulación de documentos burocráticos, al parecer, no se podía tomar a la ligera.

Aquel día Rizin se acercó a Zhenia y en silencio le dejó sobre una hoja de dibujo el tan anhelado certificado.

Yevguenia también le miró en silencio y los ojos se le anegaron de lágrimas.

—Lo pedí a través de la sección secreta —dijo Rizin—. Pero sin demasiadas esperanzas y de repente recibí la autorización del superior.

Los colegas de Yevguenia la felicitaban, diciéndole: «Por fin se han terminado tus sufrimientos».

Fue a la comisaría. La gente de la cola la saludó, algunos la reconocieron, e incluso le preguntaron: «¿Cómo va…?». Otras voces le propusieron: «No haga cola, pase directamente, su asunto es de un minuto, ¿para qué va a estar esperando dos horas?».

La mesa del despacho y la caja fuerte pintada burdamente de marrón a imitación de madera ya no le parecían tan lúgubres ni burocráticas.

Grishin miró fijamente cómo los dedos apresurados de Zhenia depositaban ante él el papel requerido y asintió imperceptiblemente, satisfecho:

—Bien, entonces deje el pasaporte y los certificados y dentro de tres días vuelva en horario de oficina; podrá retirar sus documentos en recepción.

Su tono de voz era el de costumbre, pero a Zhenia le pareció que sus ojos claros le sonreían amistosamente.

De regreso a casa pensaba que Grishin se había revelado un ser humano como cualquier otro: había sonreído al hacer una buena acción. Resultó que no era un desalmado y comenzó a sentirse incómoda por todo lo malo que había pensado sobre el jefe de la sección de pasaportes.

Tres días más tarde una mano grande femenina con las uñas pintadas de esmalte rojo oscuro le alargó a través de la ventanilla el pasaporte con los papeles cuidadosamente doblados en su interior. Zhenia leyó la resolución escrita con caligrafía bien legible: «Permiso de residencia denegado por no tener relación con la habitación que ocupa».

—Hijo de perra —profirió en voz alta Zhenia sin lograr contenerse—. Te has estado divirtiendo a mi costa, torturador despiadado.

Gritaba agitando en el aire su pasaporte sin sello, volviéndose a la gente de la cola en busca de apoyo, pero vio que le daban la espalda. Por un momento se inflamó en ella un espíritu de insurrección, desesperación y rabia. Así gritaban las mujeres que habían enloquecido de desesperación en las colas de 1937, en espera de tener noticias sobre familiares condenados sin derecho a correspondencia[31], en la sala en penumbra de la cárcel de Butirka, en Matrósskaya Tishiná, en Sokólniki.

Un miliciano apostado en el pasillo cogió a Zhenia por el codo y la empujó hacia la puerta.

—¡Déjeme, no me toque! —gritó y se zafó de la mano del miliciano, apartándole de un empujón.

—Ciudadana —le dijo con voz ronca—. Basta ya, le van a caer diez años.

Le pareció atisbar en los ojos del miliciano una chispa de compasión, de piedad.

Se dirigió rápidamente a la salida. Por la calle los transeúntes que caminaban empujándola tenían todos sus papeles en regla, sus permisos de residencia, sus cartillas de racionamiento…

Por la noche soñó con un incendio: estaba inclinada sobre un hombre herido con la cara apoyada contra el suelo. Trataba de arrastrarlo y, aunque no podía verle la cara, comprendió que se trataba de Krímov.

Se despertó extenuada, deprimida.

«Ojalá viniera pronto», pensaba mientras se vestía, y murmuraba:

—Ayúdame, ayúdame.

Y deseaba ardientemente, casi hasta el sufrimiento, ver no tanto a Krímov, al que había salvado por la noche, sino a Nóvikov, tal como lo había visto aquel verano en Stalingrado.

Aquella vida sin derechos, sin permiso de residencia, sin cartilla de racionamiento, con el miedo constante al portero, al administrador de la casa, a la anciana del apartamento, Glafira Dmítrievna, era opresiva, la torturaba de manera insoportable. Zhenia entraba con sigilo en la cocina, cuando todos dormían, y por la mañana se esforzaba en asearse antes de que los otros inquilinos se levantaran. Y cuando los vecinos le hablaban, ponía una voz repulsivamente afable, que no era la suya, como la de una cristiana baptista.

Aquel día Zhenia presentó la dimisión de su puesto de trabajo.

Había oído que, tras la denegación del permiso de residencia, se presentaría un comisario de la policía que le haría firmar un compromiso de salida de Kúibishev antes de tres días. En el texto se leían las siguientes palabras: «Las personas que infrinjan la regulación relativa al régimen de pasaportes están sujetas…». Zhenia no quería «estar sujeta a…». Se había hecho a la idea de que tenía que irse de Kúibishev. Enseguida se sintió más tranquila, y la imagen de Grishin, Glafira Dmítrievna, de sus ojos blandos como olivas podridas, dejó de atormentarla, asustarla. Había renunciado a la ilegalidad, se había sometido a la ley.

Mientras escribía su dimisión y se disponía a llevársela a Rizin, la llamaron por teléfono: era Limónov.

Le preguntó si estaba libre al día siguiente por la tarde porque había llegado de Tashkent una persona que contaba con gracia y donaire la vida de los habitantes de aquel lugar y que le traía saludos de Alekséi Tolstói. Zhenia sintió de nuevo el perfume de una vida diferente.

Y, aunque no tenía intención de hacerlo, Zhenia acabó contándole a Limónov todos sus intentos por conseguir el permiso de residencia.

Él la escuchó sin interrumpirla; luego dijo:

—Vaya historia, es bastante curiosa: le ponen el nombre del padre a una calle y a la hija le deniegan el permiso de residencia. Es verdaderamente interesante.

Se quedó un momento pensativo y después le propuso:

—Bueno, Yevguenia Nikoláyevna. No presente hoy la dimisión, esta tarde voy a una reunión donde estará presente el secretario del obkom y le contaré su caso.

Zhenia le dio las gracias, pero pensó que en cuanto colgara el teléfono se olvidaría de ella. Con todo, no entregó su dimisión a Rizin; sólo le pidió si podía conseguirle un billete de barco a Kazán a través del Estado Mayor.

—Eso es pan comido —le dijo Rizin y levantó las manos—. El problema está en los órganos de la milicia. Pero ¿qué le vamos a hacer? Kúibishev tiene un régimen especial, con instrucciones especiales.

Después le preguntó:

—¿Está libre esta noche?

—No, estoy ocupada —respondió Yevguenia, enfadada.

Mientras volvía a casa pensó que pronto vería a su madre, a su hermana, a Víktor Pávlovich, a Nadia, y que en Kazán la vida sería más fácil que en Kúibishev. Se sorprendió de haberse sentido tan afligida, de haber pasado tanto miedo al entrar en la comisaría de policía. ¿Que le habían denegado el permiso? Qué más le daba… Y si Nóvikov le enviaba una carta, siempre podía pedirle a los vecinos que se la reenviaran a Kazán.

A la mañana siguiente, poco después de llegar al trabajo, recibió una llamada telefónica. Una voz amable le pidió que pasara por la oficina de pasaportes para recoger su permiso de residencia.

25

Yevguenia trabó amistad con uno de los inquilinos de su apartamento: Sharogorodski. Cuando éste se giraba bruscamente daba la impresión de que su gruesa cabeza gris alabastro iba a separársele del cuello delgado y caería al suelo con estruendo. Zhenia había notado que la tez pálida del anciano se tornasolaba de un suave azul celeste. La combinación de piel azulada y el frío azul cielo de los ojos la fascinaban. El anciano procedía de una familia de alta alcurnia y Zhenia se divertía pensando que si se le pintara un retrato a Sharogorodski debería ser en azul.

La vida de Vladimir Andréyevich Sharogorodski había sido peor antes de la guerra que en la actualidad. La Oficina de Información Soviética le encargaba notas sobre Dmitri Donskói, Suvórov, Ushakov, sobre las tradiciones de la oficialidad rusa, sobre poetas del siglo XIX: Tiútchev, Baratinski…

Vladimir Andréyevich le había contado a Zhenia que por línea materna descendía de una casa principesca de mayor antigüedad que los Romanov.

De joven había trabajado en un zemstvo[32] provincial y había predicado las ideas de Voltaire y Chaadáyev entre los hijos de los terratenientes, los maestros rurales y los curas jóvenes.

Vladimir Andréyevich le relató a Zhenia una conversación que había mantenido cuarenta y cuatro años antes con un decano de la nobleza provincial: «Usted, representante de una de las familias más antiguas de Rusia, se ha empeñado en convencer a los campesinos de que desciende del mono. Y entonces el campesino le preguntará: ¿Y los grandes duques? ¿Y el príncipe heredero? ¿Y el zar? ¿Y la zarina…?».

Pero Sharogorodski había continuado turbando los ánimos y acabó siendo exiliado a Tashkent. Un año más tarde recibió el perdón y partió a Suiza. Allí conoció a muchos activistas revolucionarios: bolcheviques, mencheviques, eseristas y anarquistas. Todos conocían al príncipe extravagante. Participaba en reuniones y debates, con algunos incluso mantenía relaciones amistosas, aunque no estaba de acuerdo con nadie. Durante aquella época trabó amistad con un estudiante judío, un bundista[33] de barba negra llamado Lípets.

Poco antes de la Primera Guerra Mundial volvió a Rusia y se estableció en su finca. De vez en cuando publicaba artículos sobre literatura e historia en Nizhegorodski Listok.

No se ocupaba de la economía, y era su madre la que administraba la finca.

Sharogorodski resultó ser el único propietario cuya finca respetaron los campesinos. El Kombed[34] incluso le asignó una carretada de leña y cuarenta coles. Vladimir Andréyevich vivía en la única habitación de la casa con calefacción y las ventanas intactas. Leía y escribía poesía. Leyó a Yevguenia uno de sus poemas titulado Rusia.

Insensata despreocupación

por los cuatro costados.

Llanura. Infinitud.

Graznan cuervos de mal agüero.

Desenfreno. Incendios. Secretismo.

Indiferencia obtusa.

Originalidad por doquier.

Una terrible magnificencia.

Leía pronunciando con esmero las palabras, subrayando los puntos y las comas, enarcando sus largas cejas que, sin embargo, no le empequeñecían la frente espaciosa.

En 1926 a Sharogorodski se le ocurrió impartir conferencias sobre historia de la literatura rusa; menospreciaba a Demián Bedni y alababa a Fet, participó en debates sobre la belleza y la justicia de la vida, que entonces estaban en boga, se declaró adversario de toda clase de Estado, definió el marxismo como una doctrina limitada, habló del destino trágico del alma rusa, y al final se ganó un nuevo viaje a Tashkent a cuenta del gobierno. Allí vivió asombrado por el poder de los argumentos geográficos en las discusiones teóricas, y sólo a finales de 1933 obtuvo la autorización para trasladarse a Samara, a casa de su hermana mayor, Yelena Andréyevna. Murió poco antes de que estallara la guerra.

Sharogorodski nunca invitaba a nadie a su habitación, pero una vez Zhenia pudo echar un vistazo a los aposentos del príncipe: pilas de libros y periódicos viejos se elevaban en los rincones; sillones vetustos estaban encajados unos sobre otros hasta el mismo techo; retratos en marcos dorados yacían en el suelo. Sobre un sofá de terciopelo rojo había una colcha que perdía su relleno de algodón.

Era un hombre dulce, poco hábil con los asuntos prácticos de la vida. Era una de esas personas de las que se suele decir: «Es un hombre con alma de niño y tiene una bondad angelical». Pero podía mostrar indiferencia, mientras recitaba sus versos preferidos, ante un niño hambriento o una vieja harapienta con la mano extendida suplicando un trozo de pan.

Mientras escuchaba a Sharogorodski, Yevguenia a menudo recordaba a su primer marido, aunque aquel viejo enamorado de Fet y de Soloviov no se parecía a Krímov, el oficial del Komintern.

A Yevguenia le sorprendía que Krímov, impasible a la fascinación del paisaje y las fábulas rusos, a los versos de Fet y Tiútchev, fuera tan ruso como el viejo Sharogorodski. Todo aquello de la vida rusa que desde la juventud era querido por Krímov, los nombres sin los que no concebía a Rusia, a Sharogorodski le resultaba indiferente y a menudo incluso hostil.

Fet era un dios para Sharogorodski y, además, un dios ruso. Del mismo modo que consideraba divinas las fábulas sobre Finist el Halcón Brillante y Las dudas de Glinka. Y por mucho que admirara a Dante, lo estimaba privado de la divinidad de la música y la poesía rusa.

Krímov, en cambio, no establecía diferencias entre Dobroliúbov y Lassalle, entre Chernishevski y Engels. Para él Marx era más grande que todos los genios rusos, y la Sinfonía Heroica de Beethoven triunfaba indiscutiblemente sobre la música rusa. Quizá sólo con Nekrásov hacía una excepción: lo consideraba el poeta más grande del mundo.

A veces a Yevguenia Nikoláyevna le parecía que Sharogorodski la ayudaba no sólo a comprender a Krímov, sino los entresijos de su relación con Nikolái Grigórievich.

A Zhenia le gustaba conversar con Sharogorodski. A menudo la charla se iniciaba con boletines preocupantes, luego Sharogorodski se lanzaba a disertar sobre el destino de Rusia.

—La nobleza rusa —decía— es culpable ante Rusia, Yevguenia Nikoláyevna, pero también ha sabido amarla. De la primera guerra no nos han perdonado nada, nos lo han reprochado todo: nuestros idiotas y zopencos, nuestros glotones soñolientos, Rasputin, el coronel Miasoyédov, las alamedas de tilos y la despreocupación, las isbas sin chimenea y los zuecos de los campesinos… Seis hijos de mi hermana perecieron en Galitzia; mi hermano, un hombre viejo y enfermo, murió en el campo de batalla, pero la Historia no lo ha tenido en cuenta… Y debería hacerlo.

A menudo Zhenia escuchaba sus juicios literarios que no concordaban en absoluto con los de sus contemporáneos. Situaba a Fet por encima de Pushkin y Tiútchev. Nadie en Rusia conocía a Fet como él, y probablemente el propio Fet al final de su vida no recordaba de sí mismo todo lo que sabía de él Vladimir Andréyevich.

Consideraba a Lev Tolstói demasiado realista y, aunque reconocía la poesía que había en su obra, no lo apreciaba. Valoraba a Turguéniev, pero opinaba que su talento era superficial en exceso. De la prosa rusa lo que más le gustaba era Gógol y Leskov.

Estimaba que Belinski y Chernishevski eran los primeros que habían asestado un golpe mortal a la poesía rusa.

Además le había dicho a Zhenia que, aparte de la poesía rusa, había tres cosas que amaba en el mundo, y las tres comenzaban por «s»: sacarosa, sueño y sol.

—¿Acaso moriré sin ver ni uno solo de mis poemas publicados? —preguntaba él.

Una tarde, al volver del trabajo, Yevguenia Nikoláyevnase encontró a Limónov. Caminaba por la calle con el abrigo desbotonado y una bufanda clara a cuadros colgándole del cuello, y se apoyaba sobre un bastón nudoso. Aquel hombre recio tocado con una aristocrática shapka de castor destacaba de manera extraña entre la muchedumbre de Kúibishev.

Limónov acompañó a Zhenia hasta casa y, cuando ella lo invitó a subir para tomar un té, le dijo mirándola con atención a los ojos:

—Se lo agradezco, a decir verdad me debe al menos medio litro por el permiso de residencia. —Y respirando pesadamente, comenzó a subir por la escalera.

Limónov entró en la pequeña habitación de Zhenia y dijo:

—Ejem, aquí no hay demasiado espacio para mi cuerpo, pero quizá sí que lo haya para mis pensamientos.

De repente se puso a hablar con ella en un tono de voz poco natural y comenzó a exponerle sus teorías sobre el amor y las relaciones sexuales.

—¡Es avitaminosis, avitaminosis espiritual! —exclamó con afán—. ¿Comprende? Es un hambre tan poderosa como la que experimentan los toros, las vacas, los ciervos cuando están carentes de sal. Aquello que yo no tengo, aquello que no tienen mis allegados, mi mujer, lo busco en el objeto de mi amor. ¿Lo comprende? La esposa de un hombre es la causa de la avitaminosis. Y el hombre anhela encontrar en su amada aquello que durante años, durante décadas, no ha encontrado en su mujer. ¿Lo entiende?

La tomó de la mano y se puso a acariciarle la palma, después la espalda, le rozó el cuello, la nuca.

—¿Me comprende? —repetía con voz insinuante—. Es todo muy sencillo. ¡Avitaminosis espiritual!

Zhenia seguía con ojos divertidos e incómodos cómo aquella gran mano blanca, con uñas bien cuidadas, se desplazaba ligeramente de la espalda al pecho, y le dijo:

—Por lo visto, la avitaminosis puede ser tanto física como espiritual. —Y con la voz aleccionadora propia de una profesora de primer curso, añadió—: Deje de manosearme, no debe hacerlo.

La miró estupefacto y, en lugar de incomodarse, se echó a reír. Y ella se puso a reír también con él.

Mientras tomaban té y hablaban del pintor Sarián llamaron a la puerta. Era Sharogorodski.

El nombre de Sharogorodski le resultaba familiar a Limónov por algunas notas manuscritas y correspondencia que se guardaba en el archivo. Sharogorodski no había leído los libros de Limónov, pero lo conocía de oídas puesto que su apellido se mencionaba a menudo en los periódicos, en las listas de escritores especializados en temática histórico-militar.

Comenzaron a charlar, cada vez con mayor contento y entusiasmo a medida que comprobaban las afinidades que compartían. En su conversación surgían los nombres de Soloviov, Merezhkovski, Rózanov, Guippius, Bieli, Berdiáyev, Ustriálov, Balmont, Miliukov, Yebréinov, Rémizov, Viacheslav Ivánov.

Zhenia pensaba que era como si aquellos dos hombres hubieran emergido desde el fondo de un mundo sumergido de libros, cuadros, sistemas filosóficos, representaciones teatrales…

Y de repente Limónov expresó en voz alta lo que ella acababa de pensar:

—Es como si estuviéramos reflotando la Atlántida del fondo del océano.

Sharogorodski asintió con tristeza.

—Sí, sí, pero usted sólo es un explorador de la Atlántida rusa, mientras que yo soy uno de sus habitantes, y me he ido a pique con ella hasta el fondo del océano.

—¡Bah! —respondió Limónov—, pero la guerra también ha hecho salir a algunos a la superficie.

—Sí, es cierto —estuvo conforme Sharogorodski—, al parecer a los fundadores del Komintern no se les ha ocurrido nada mejor que repetir en la hora de la guerra: «Santa tierra rusa» —y sonrió—. Espere, la guerra acabará en victoria y entonces los internacionalistas declararán: «Nuestra Rusia es la madre de todos los pueblos».

Yevguenia Nikoláyevna percibía no sin cierta extrañeza que si aquellos hombres hablaban tan animados, con tanta elocuencia e ingenio, no era sólo porque se alegraban de aquel encuentro sino porque habían descubierto un tema cercano. Comprendía que los dos hombres —uno de ellos muy viejo y el otro bastante entrado en años— eran conscientes de que ella los escuchaba y querían gustarle. Qué extraño. Y no menos raro era que, al mismo tiempo que esto le resultaba indiferente e incluso ridículo, le suscitaba una sensación agradable.

Zhenia los miraba y pensaba: «Comprenderse a uno mismo es imposible… ¿Por qué sufro tanto por mi vida pasada, por qué me da tanta pena Krímov, por qué pienso tan insistentemente en él?».

Y de la misma manera que en un tiempo le habían resultado extraños los alemanes e ingleses adheridos al Komintern de Krímov, ahora escuchaba con tristeza e irritación a Sharogorodski burlándose de los internacionalistas. Aquí tampoco arrojaba luz la teoría de Limónov sobre la avitaminosis. Y es que en estas cosas no hay teorías que valgan.

De repente, le pareció que constantemente pensaba y se inquietaba por Krímov sólo porque añoraba a otro hombre, un hombre en el que, sin embargo, apenas pensaba.

«¿Es posible que de verdad le ame?», se asombró ella.

26

Durante la noche el cielo sobre el Volga se despejó de nubes. Las colinas separadas por barrancos oscuros como boca de lobo flotaban despacio bajo las estrellas.

De vez en cuando una estrella fugaz cruzaba el cielo, y Liudmila Nikoláyevna pedía en voz baja: «Ojalá Tolia esté vivo».

Aquél era su único deseo, no quería nada más del cielo…

En una época, cuando todavía estudiaba en la Facultad de Física y Matemáticas, estuvo trabajando en la realización de cálculos en el Instituto de Astronomía. Allí aprendió que los meteoros llegaban en enjambres a la Tierra en diferentes meses: las Perseidas, las Oriónidas, y también las Gemínidas, las Leónidas. Ya había olvidado qué meteoros llegaban a la Tierra en octubre, en noviembre… Pero ¡ojalá Tolia estuviera vivo!

Víktor le reprochaba su desgana para ayudar a la gente, su falta de amabilidad con sus parientes. Estaba convencido de que si ella hubiera querido, Anna Semiónovna habría vivido con ellos y no se habría quedado en Ucrania.

Cuando el primo de Víktor fue liberado de un campo penitenciario y condenado al exilio, ella se había negado a que pasara la noche en su casa por temor a que el administrador del inmueble se enterara. Sabía que su madre recordaba que Liudmila estaba en Gaspra cuando murió su padre; en lugar de interrumpir sus vacaciones, llegó a Moscú dos días después del entierro.

Su madre a veces le hablaba de Dmitri, horrorizada de lo que le había pasado.

—De pequeño siempre decía la verdad y así fue toda la vida. Y de repente aquella historia de espionaje, un plan para asesinar a Kagánovich y Voroshílov… Una mentira vergonzosa, terrible. ¿A quién le beneficia? ¿Quién quiere destruir a las personas puras, honestas…?

Un día le dijo a su madre:

—No puedes poner la mano en el fuego por Dmitri. A los inocentes no los meten en la cárcel.

Y ahora recordaba la mirada que le había lanzado su madre.

En una ocasión le había dicho a su madre acerca de la mujer de Dmitri:

—Nunca he podido soportar a la mujer de Dmitri, te lo digo con toda franqueza, y ahora la soporto menos todavía.

Y recordaba la respuesta de su madre:

—Pero imagínatelo: una sentencia de diez años de cárcel para una mujer por no denunciar a su marido.

Después se acordó de aquella vez que había llevado a casa un cachorro que había encontrado en la calle, y como Víktor no lo quería, ella le había gritado:

—¡Eres cruel!

Y él le respondió:

—Ay, Liuda, no me importa que seas joven y bella; pero lo que sí me importa es que tengas buen corazón no sólo con los perros y los gatos.

Ahora, sentada en la cubierta, por primera vez no se gustaba a sí misma, recordaba las palabras amargas que le había tocado escuchar en su vida, no deseaba culpar a los otros… Una vez el marido, riendo, le había dicho por teléfono: «Desde que tenemos el cachorro en casa, oigo la voz dulce de mi mujer».

Y un día la madre le había reprochado: «Liuda, cómo puedes rechazar a los mendigos; piénsalo: uno que tiene hambre te pide a ti, que estás saciada».

Pero ella no era avara. Le encantaba tener invitados en casa y sus comidas tenían fama entre sus conocidos.

Sentada de noche en la cubierta, nadie la veía llorar. Sí, era dura, había olvidado todo lo que le habían enseñado, no servía para nada, no podía gustar a nadie, había engordado, el pelo se le había encanecido, tenía la tensión alta, su marido no la amaba; por eso él pensaba que ella era insensible. ¡Pero si al menos Tolia estuviera vivo! Estaba dispuesta a reconocerlo todo, a arrepentirse de todas las faltas que le atribuía su familia con tal que Tolia siguiera con vida.

¿Por qué no hacía otra cosa que pensar en su primer marido? ¿Dónde estaba? ¿Cómo podía encontrarle? ¿Por qué no había escrito a su hermana en Rostov? Ahora era imposible: los alemanes estaban allí. La hermana le habría dado noticias de Tolia.

El ruido de los motores del barco, las vibraciones de la cubierta, el embate del agua, el centelleo de las estrellas en el cielo, todo se confundía y se mezclaba, y Liudmila Nikoláyevna se adormeció.

Ya casi estaba amaneciendo. La niebla flotaba por encima del Volga y parecía que hubiera engullido todo signo de vida. De repente salió el sol, como un estallido de esperanza. El cielo se espejeaba en el agua, la oscura agua otoñal comenzó a palpitar mientras el sol parecía gritar a las olas del río. El talud de la orilla parecía espolvoreado de sal por la escarcha nocturna, y los árboles rojizos destacaban alegremente sobre aquel fondo blanco. Arreció el viento, la niebla se disipó y el mundo alrededor se volvió transparente como el cristal, pero en aquel sol deslumbrante y en el azul del agua y el cielo no había calor.

La tierra era enorme; incluso en el bosque que daba la sensación de no tener límites se veían el principio y el fin, mientras la tierra se desplegaba siempre infinita.

E igual de enorme y eterna, como la Tierra, era la desgracia.

En el barco había un grupo de pasajeros que iban a Kúibishev en camarotes de primera clase, altos cargos de los Comisariados del Pueblo, vestidos todos de color caqui, tocados con grises gorros de astracán típicos de coronel. En los camarotes de segunda clase viajaban las esposas y las suegras importantes, uniformadas de acuerdo a su rango, como si hubiera una indumentaria especial para esposas, madres de esposas y suegras. Las esposas llevaban abrigos de piel, con estolas de piel blanca; las suegras y las madres, abrigos de paño azules con cuellos de astracán negros y pañuelos de color marrón. Los niños que las acompañaban tenían una mirada aburrida y descontenta. A través de la ventana de los camarotes se vislumbraba la comida que los pasajeros llevaban consigo. El ojo experto de Liudmila distinguía sin dificultad el contenido de las bolsas; la mantequilla clarificada y la miel navegaban por el Volga en cestos, tarros herméticamente cerrados, oscuras botellas selladas. Por los fragmentos de conversación que había captado de los pasajeros de los camarotes que paseaban por cubierta había comprendido que su máxima preocupación era el tren que iba de Kúibishev a Moscú.

Liudmila tuvo la impresión de que aquellas mujeres miraban con indiferencia a los soldados y tenientes del Ejército Rojo que estaban sentados en los pasillos, como si no tuvieran hijos o hermanos en la guerra.

Por la mañana, cuando transmitían el boletín de la Oficina de Información Soviética las mujeres no se detenían debajo del megáfono junto a los soldados y los marineros sino que entornaban los ojos soñolientos en dirección a los altavoces y proseguían con sus asuntos.

Liudmila se enteró por los marineros de que todo el barco había sido reservado para las familias de funcionarios importantes que volvían a Moscú vía Kúibishev, y que los soldados y civiles habían subido a bordo en Kazán por orden de las autoridades militares. Los pasajeros legítimos habían montado un escándalo, se negaban a permitir que los soldados embarcaran, llamaron por teléfono a un plenipotenciario del Comité de Defensa Estatal.

Era un espectáculo increíblemente extraño ver a los soldados del Ejército Rojo de camino a Stalingrado con caras de culpabilidad porque estaban incomodando a los pasajeros legítimos.

A Liudmila Nikoláyevna le resultaba insoportable la pasmosa tranquilidad de aquellas mujeres. Las abuelas llamaban a los nietos y, sin ni siquiera interrumpir la conversación, con movimiento acostumbrado, metían galletas en las bocas de sus nietos. Y, cuando una vieja rechoncha enfundada en un abrigo de piel siberiana salió de su camarote situado en proa para pasear a dos niños por la cubierta, las mujeres se precipitaron a saludarla, sonriéndola, mientras en las caras de sus maridos asomaba una expresión afable pero inquieta.

Si en aquel preciso momento la radio hubiera anunciado la apertura de un segundo frente o la ruptura del sitio de Leningrado no se habrían inmutado, pero si alguien les hubiera dicho que se había suprimido el vagón internacional en el tren dirección a Moscú, todos los acontecimientos de la guerra habrían palidecido ante las terribles pasiones desatadas para ver quién se quedaba las plazas de primera clase.

¡Sorprendente! Y es que Liudmila Nikoláyevna, con su abrigo de astracán gris y estola de piel, iba uniformada como las pasajeras de primera y segunda clases. De hecho, no hacía demasiado tiempo ella también se había indignado cuando a su marido no le dieron un billete de primera para viajar a Moscú.

Le contó a un teniente de artillería que su hijo, teniente de artillería a su vez, se encontraba gravemente herido en un hospital de Sarátov. Habló con una anciana enferma sobre Marusia y Vera, y sobre su suegra, que había muerto en territorio ocupado. Su sufrimiento era el mismo sufrimiento que se respiraba en aquella cubierta, el sufrimiento que siempre encuentra su camino desde los hospitales y las tumbas de los frentes a las isbas de madera y los barracones sin número de campos anónimos.

Al salir de casa Liudmila no había cogido ni una cantimplora ni un trozo de pan: pensaba que durante todo el viaje no tendría hambre ni sed.

Pero una vez en el barco se le había despertado un hambre voraz, y Liudmila comprendió que no iba a ser fácil saciarla. Al segundo día, algunos soldados se pusieron de acuerdo con los fogoneros y cocinaron en la sala de máquinas una sopa de mijo, llamaron a Liudmila y le sirvieron sopa en una escudilla.

Liudmila se sentó sobre una caja vacía y sorbió la sopa ardiente de un recipiente prestado con una cuchara prestada.

—¡Está buena la sopa! —le dijo uno de los cocineros y, puesto que Liudmila Nikoláyevna no contestó, le preguntó con tono provocador—: ¿Es que no está buena? ¿No está espesa?

Había cierta dosis de cándida generosidad en aquel requerimiento de elogio por parte de un soldado a una persona que acababa de alimentar.

Liudmila ayudó a un soldado a ajustar un muelle en un fusil defectuoso, algo que ni siquiera un sargento condecorado con la orden de la Estrella Roja había sabido hacer.

Tras ser testigo de una discusión entre dos tenientes de artillería, cogió un lápiz y les ayudó a solucionar una fórmula de trigonometría. Después de este episodio, el teniente, que la llamaba «ciudadana», de repente pasó a dirigirse a ella por su nombre y patronímico. Y por la noche Liudmila Nikoláyevna caminó por el puente.

Un frío gélido se elevaba del río y de las tiniebla, emergía un viento contrario y despiadado. Sobre la cabeza brillaban las estrellas y no hallaba consuelo ni paz en aquel cruel cielo de hielo y fuego que dominaba su cabeza infeliz.

27

Antes de la llegada del barco a Kúibishev, elegida capital temporal durante la guerra, el capitán recibió la orden de prolongar su viaje a Sarátov para subir a bordo a los heridos que llenaban los hospitales de la ciudad.

Los pasajeros de los camarotes iniciaron los preparativos del desembarco, sacaron maletas y paquetes a la cubierta.

Se comenzaron a entrever las siluetas de fábricas, barracas, casitas con tejados de hierro, y parecía que, tras la popa, el agua chapoteara de otra manera y el motor de la nave sonara con un ritmo diferente, angustioso.

Y luego la mole de Samara, gris, rojiza, negra, comenzó a emerger lentamente entre los vidrios que centelleaban, entre los jirones de fábrica y el humo de la locomotora.

Los pasajeros que desembarcaban en Kúibishev esperaban en un lado de la cubierta. No dijeron adiós ni dedicaron siquiera un gesto de cabeza a las personas que quedaban en cubierta: durante el viaje no habían hecho amistad con nadie.

Una limusina negra, una lujosa ZIS-101, aguardaba a la viejecita con abrigo de piel siberiana y a sus dos nietos. Un hombre con la cara amarillenta, que llevaba un abrigo largo de general, saludó a la anciana y estrechó las manos de los dos niños.

Transcurridos algunos minutos, los pasajeros con niños, maletas y paquetes se esfumaron como si nunca hubieran existido.

En el barco quedaron sólo los capotes de los soldados y los chaquetones de los marineros.

Liudmila Nikoláyevna imaginó que entre gente unida por un mismo destino, marcada por el cansancio y la desgracia, le sería más fácil respirar.

Pero se equivocaba.

28

Sarátov acogió a Liudmila Nikoláyevna de manera ruda y cruel.

Nada más poner un pie en el embarcadero tropezó con un borracho vestido con capote militar, que gritándole la empujó y la insultó.

Liudmila Nikoláyevna empezó a subir por un sendero empinado y empedrado de guijarros, y luego se detuvo, jadeante, a echar la vista atrás. Abajo, entre los almacenes grises del embarcadero, blanqueaba el barco, y como si entendiera su pena, le gritó suavemente, a breves intervalos: «Anda, ve, anda…». Y ella continuó.

En la parada de tranvía mujeres jóvenes, sin mediar palabra, empujaban con diligencia a viejos y débiles. Un ciego con un gorro del Ejército Rojo, que a todas luces acababa de salir del hospital, todavía no se sabía manejar solo, se cambiaba de un pie a otro con pasitos inciertos, golpeteaba repetidamente un bastón delante de él. Como un niño se aferró ávidamente a la mano de una mujer de mediana edad. Ésta retiró la mano y se alejó haciendo sonar contra el adoquinado las suelas metálicas de sus botas. Todavía agarrado a su manga, el hombre ciego le explicó deprisa:

—Acabo de salir del hospital, ayúdeme a subir.

La mujer despotricó y lo empujó. El ciego perdió el equilibrio y se sentó en el pavimento.

Liudmila miró la cara de la mujer.

¿De dónde procedía aquel rostro inhumano? ¿Qué podía haberlo engendrado? ¿El hambre de 1921 sufrido durante su infancia? ¿La peste de 1930? ¿O toda una vida plagada de miseria?

El ciego se quedó por un instante paralizado; después se levantó y gritó con la voz de un pajarito. Tal vez, con la aguda sensibilidad de sus ojos ciegos, se veía a sí mismo con el gorro torcido, blandiendo absurdamente aquel bastón en el aire.

Seguía golpeando el bastón, y aquellos molinetes que describía en el aire expresaban su odio hacia el despiadado mundo de los videntes. La gente se daba empujones mientras se metía en el vagón; y él permanecía allí, llorando, gritando. Y aquellos a los que Liudmila con esperanza y amor había creído estar ligada por los vínculos familiares de las dificultades, las necesidades, la bondad y la desgracia era como si hubieran conspirado para no comportarse como seres humanos. Como si se hubieran puesto de acuerdo para desmentir la opinión de que el bien se puede encontrar infaliblemente en los corazones de aquellos que llevan la ropa manchada y las manos negras por el trabajo.

Algo doloroso, oscuro tocó a Liudmila Nikoláyevna, y ese contacto bastó para llenarla del frío y las tinieblas de miles de verstas, de vastas extensiones rusas miserables, para colmarla de una sensación de impotencia en la tundra de la vida.

Liudmila volvió a preguntar a la conductora dónde tenía que bajar y ésta le respondió con tranquilidad:

—Ya se lo he dicho. ¿Está sorda o qué?

Los pasajeros bloqueaban la puerta de la entrada sin responder si bajaban o no en la próxima parada; no querían moverse, como si se hubieran convertido en piedra.

Liudmila se acordó de que cuando era niña había estudiado en la clase preparatoria del colegio femenino de Sarátov. En las mañanas de invierno, sentada a la mesa, bebía el té balanceando las piernas, y su padre, al que adoraba, le untaba de mantequilla un bollo todavía caliente. La lámpara se reflejaba en la gorda mejilla del samovar, y ella no tenía ganas de alejarse de la cálida mano del padre, del cálido pan, del cálido samovar.

En aquellos momentos parecía que en la ciudad no había viento de noviembre, ni hambre, ni suicidios, ni niños agonizantes en los hospitales, sino sólo calor, calor, calor.

En el cementerio local estaba enterrada su hermana mayor, Sonia, muerta a causa de la difteria; Aleksandra Vladímirovna le había puesto de nombre Sonia en honor a Sofia Lvovna Peróvskaya[35]. Y en aquel cementerio también estaba enterrado el abuelo.

Se acercó al edificio de dos plantas de la escuela, el hospital donde estaba Tolia.

No había centinela en la entrada, lo cual le pareció una buena señal. De pronto la embistió una ráfaga de aire tan sofocante y viscoso que ni siquiera las personas extenuadas de frío disfrutaban de aquel calor y preferían volver a la intemperie. Pasó por delante de los lavabos donde todavía se conservaban las tablillas con los rótulos «niños» y «niñas». Atravesó el pasillo, impregnado del olor de la cocina, y más adelante entrevió, a través de una ventana empañada, varios ataúdes rectangulares dispuestos en el patio interior, y una vez más, como cuando estaba en la entrada de su casa con la carta todavía sin abrir en la mano, se dijo: «Oh, Dios mío, si pudiera morir ahora mismo». Pero siguió avanzando con grandes pasos a lo largo de una alfombra gris y, después de rebasar una mesita con plantas de interior que le resultaban familiares —esparragueras y filodendros—, se acercó a una puerta donde, al lado del cartel «Cuarta clase», colgaba un letrero escrito a mano: «Recepción».

Liudmila agarró el mango de la puerta y la luz del sol que atravesaba las nubes golpeó la ventana, y todo alrededor se iluminó.

Minutos más tarde un locuaz empleado repasó las tarjetas de una caja grande que brillaba a la luz del sol y le dijo:

—Bien, entonces busca usted a Sháposhnikov A. V., Anatoli Ve…, veamos… Tiene suerte de no haberse encontrado con nuestro comandante con el abrigo todavía puesto, le habría hecho la vida difícil… Veamos… entonces Sháposhnikov…, sí, sí, aquí está… Teniente, exacto.

Liudmila seguía con la mirada los dedos que sacaban la ficha de la caja de madera contrachapada y le parecía estar ante Dios: en sus manos estaba pronunciar «vivo» o «muerto». Y justo en ese instante el locuaz empleado hizo una pausa para tomar una decisión.

29

Liudmila Nikoláyevna llegó a Sarátov una semana después de que Tolia se hubiera sometido a una nueva operación, la tercera. La operación había sido practicada por el médico militar de segundo grado Máizel. Había sido una intervención larga y difícil: Tolia estuvo más de cinco horas con anestesia general y le pusieron dos inyecciones de hexonal por vía intravenosa. Ningún cirujano del hospital militar ni de la clínica universitaria había efectuado antes una intervención semejante en Sarátov. Sólo tenían conocimiento de ella por la literatura especializada: los americanos habían publicado una descripción detallada en una revista de medicina militar de 1941.

En vista de la complejidad de dicha operación, el doctor Máizel, después de efectuar un examen radiológico rutinario, habló largo y tendido con el teniente. Le explicó la naturaleza de los procesos patológicos que se estaban produciendo en su organismo a consecuencia de la grave herida. Al mismo tiempo le habló con absoluta franqueza sobre los riesgos que acarreaba la intervención. No todos los doctores que había consultado se habían mostrado unánimes respecto a la decisión de operar: el anciano profesor Rodiónov se había pronunciado en contra. El teniente Sháposhnikov formuló dos o tres preguntas y allí mismo, en la sala de radiología, después de reflexionar un instante, dio su consentimiento.

La operación había comenzado a las once de la mañana y se prolongó hasta las cuatro de la tarde. En la intervención estuvo presente el doctor Dimitruk, el director del hospital. Según las opiniones de los médicos que asistieron a la operación, ésta había sido brillante.

Máizel, una vez en la mesa de operaciones, había resuelto correctamente dificultades que no habían sido previstas ni tratadas en la descripción de la publicación médica.

El estado del paciente durante la operación fue satisfactorio; su pulso se mantuvo constante, sin caídas.

Hacia las dos el doctor Máizel, que tenía sobrepeso y estaba lejos de ser joven, se sintió indispuesto y durante algunos minutos se vio obligado a interrumpir la operación. La terapeuta, la doctora Klestova, le suministró Validol y luego pudo terminar su labor sin más interrupciones. Poco después del final de la operación, sin embargo, cuando el teniente Sháposhnikov fue trasladado a cuidados intensivos, el doctor Máizel sufrió una grave angina de pecho. Sólo repetidas inyecciones de alcanfor y el suministro de una fuerte dosis de nitroglicerina líquida habían acabado hacia la noche con los espasmos de las arterias coronarias. Evidentemente, el ataque se había originado por la excitación nerviosa y la sobrecarga excesiva de un corazón enfermo.

La enfermera Teréntieva, que hacía guardia junto al enfermo, seguía el desarrollo del postoperatorio. Klestova entró en la unidad y tomó el pulso al paciente, todavía inconsciente. Las constantes vitales de Sháposhnikov no habían sufrido alteraciones destacables y la doctora dijo a la enfermera Teréntieva:

—Máizel le ha dado una nueva vida y él casi se muere.

A lo que la enfermera Teréntieva respondió:

—Oh, si al menos el teniente Tolia lograra salir adelante…

La respiración de Sháposhnikov apenas era audible. Su cara no mostraba signo alguno de movilidad, los brazos delgados y el cuello parecían los de un niño, y en la piel pálida, apenas visible en la penumbra, se percibía el bronceado que le había quedado de los ejercicios en el campo y las marchas forzadas en la estepa. El estado en el que se encontraba estaba a caballo entre la inconsciencia y el sueño, un pesado sopor causado por los efectos de la anestesia y el agotamiento de sus fuerzas físicas y morales.

El paciente musitaba palabras inarticuladas y a veces frases enteras. A Teréntieva le daba la impresión de que repetía una cantinela: «Qué bien que no me hayas visto así». Después permanecía en silencio, las comisuras de los labios se le relajaban; parecía que, en estado de inconsciencia, llorara.

Hacia las ocho de la tarde el enfermo abrió los ojos y pidió a la enfermera Teréntieva, agradablemente sorprendida, que le diera de beber. La mujer explicó al paciente que le habían prohibido ingerir líquidos, y añadió que la operación había sido un éxito y que pronto se recuperaría. Le preguntó cómo se encontraba y él respondió que le dolía el costado y la espalda, pero sólo un poco.

La enfermera le comprobó de nuevo el pulso y le humedeció los labios y la frente con una toalla mojada.

En ese momento el enfermero Medvédev entró en el pabellón para informar a la enfermera Teréntieva de que el jefe de cirugía, Platónov, la requería al teléfono. Fue a la habitación de la enfermera de guardia, cogió el auricular e informó al doctor Platónov de que el paciente se había despertado y que su estado, teniendo en cuenta la dura intervención que había soportado, era normal. Luego pidió que la sustituyeran puesto que debía acudir a la comisaría militar de la ciudad para solucionar un problema que había surgido a consecuencia del cambio de destinación del marido. El doctor Platónov le concedió permiso y le pidió que tuviera a Sháposhnikov bajo observación hasta que pudiera examinarlo.

Teréntievna volvió al pabellón. El enfermo yacía en la misma postura que lo había dejado, pero la expresión de sufrimiento se le había atenuado en la cara: las comisuras de los labios se le habían subido de nuevo y su aspecto parecía tranquilo y sonriente. Al parecer, el sufrimiento constante envejecía la cara de Sháposhnikov, y ahora que sonreía sorprendió a la enfermera: tenía las mejillas hundidas, ligeramente hinchadas; los labios carnosos y pálidos; la frente alta, sin la menor arruga, como si no fuera la de un adulto, ni siquiera la de un adolescente, sino la de un niño. La enfermera preguntó al paciente cómo se encontraba, pero no respondió: al parecer, se había dormido. La enfermera examinó con ansiedad la expresión de su rostro. Cogió la muñeca de Sháposhnikov y no le notó el pulso; la mano todavía estaba un poco caliente, con aquel calor débil, apenas perceptible, que conserva por la mañana la estufa encendida el día antes cuando aún no ha sido alimentada.

Y aunque la enfermera había vivido siempre en la ciudad, se dejó caer de rodillas y, en voz baja, para no molestar a los vivos, se lamentó como una campesina:

—Querido nuestro, ¿por qué nos has abandonado?

30

Por el hospital se difundió la noticia de que la madre del teniente Sháposhnikov había llegado. El comisario del batallón, Shimanski, fue el encargado de recibir a la madre del teniente muerto. Shimanski, un hombre apuesto cuyo acento revelaba su origen polaco, fruncía la frente mientras esperaba a Liudmila Nikoláyevna, resignándose de antemano a las inevitables lágrimas que ésta derramaría, o tal vez a un desmayo. Se pasaba la lengua por el bigote, apenas dejado crecer, sin lograr vencer la compasión que en él suscitaban tanto el teniente muerto como su madre, y precisamente por eso estaba irritado con uno y otro: ¿qué pasaría con sus nervios si tenía que ponerse a recibir a las madres de todos los tenientes muertos?

Shimanski invitó a Liudmila Nikoláyevna a que tomara asiento antes de comenzar a hablar y le acercó una garrafa de agua.

—Se lo agradezco, pero no tengo sed.

Escuchó el relato sobre el concilio médico que había precedido a la operación (el comisario de batallón no consideró necesario mencionar al médico que se había opuesto), sobre las dificultades de la intervención en sí y lo bien que había ido. Shimanski añadió que los cirujanos eran de la opinión que aquella operación se debía practicar en caso de heridas graves como las que había sufrido el teniente Sháposhnikov. Dijo además que la muerte del teniente Sháposhnikov sobrevino por paro cardíaco y que, tal como habían revelado las conclusiones de la autopsia del patólogo anatómico, el médico militar de tercer grado Bóldirev, el diagnóstico y la prevención de aquel desenlace inesperado estaba fuera del alcance de los médicos.

Asimismo el comisario de batallón la informó de que cientos de pacientes pasaban por el hospital y raras veces se había encontrado con alguno tan estimado por el personal médico como el teniente Sháposhnikov, un paciente responsable, educado, muy reservado, que siempre evitaba escrupulosamente pedir cualquier cosa y molestar al personal.

Por último, Shimanski afirmó que debía sentirse orgullosa de haber educado a un hijo que había sabido, con abnegación y honor, dar su vida por la patria. Luego le preguntó si tenía alguna petición.

Liudmila Nikoláyevna se disculpó por hacer perder el tiempo al comisario y, tras sacar de su bolso una hoja de papel, comenzó a leer sus peticiones.

Pidió que le indicaran el lugar donde su hijo había sido enterrado.

El comisario asintió en silencio y lo anotó en su cuaderno.

Quería hablar con el doctor Máizel.

El comisario le comunicó que, al enterarse de su llegada, el doctor Máizel también había expresado su deseo de verla.

Pidió si podía conocer a la enfermera Teréntieva. Shimanski asintió y escribió otra nota en su cuaderno. Además preguntó si podía quedarse de recuerdo los objetos personales del hijo.

El comisario tomó nota también de eso.

Luego solicitó que se repartieran entre los heridos los regalos que había llevado para su hijo, y depositó sobre la mesa dos cajitas de boquerones y un paquete de chocolatinas.

Los grandes ojos azules de la mujer se cruzaron con los del comisario. Éste entornó los suyos involuntariamente ante su brillo.

Shimanski pidió a Liudmila que volviera al hospital al día siguiente a las nueve y media de la mañana: todas sus peticiones serían satisfechas.

El comisario de batallón Shimanski siguió con la mirada la puerta que se cerraba, miró los regalos que había dejado para los heridos, se tomó el pulso pero no lo encontró, se dio por vencido y bebió el agua que había ofrecido al inicio de la conversación a Liudmila Nikoláyevna.

31

Parecía que Liudmila Nikoláyevna no tuviera un minuto libre. Por la noche vagó por las calles, se sentó en un banco del jardín de la ciudad, fue a la estación para entrar en calor, vagó de nuevo por las calles desiertas con paso rápido y decidido.

Shimanski cuna o todas sus promesas.

A las nueve y media de la mañana, Liudmila Nikoláyevna se encontró con la enfermera Teréntieva y le pidió que le contara todo lo que sabía de Tolia.

Liudmila Nikoláyevna se puso una bata y subió en compañía de Teréntieva al primer piso, recorrió el pasillo por el cual habían conducido a su hijo hasta la sala de operaciones, se detuvo un momento ante la puerta de la unidad de cuidados intensivos, miró la cama, vacía aquella mañana. La enfermera Teréntieva caminaba a su lado y se secaba la nariz con el pañuelo. Volvieron a la planta baja, y Teréntieva se despidió de ella. Poco después entró en la sala de espera, respirando con dificultad, un hombre obeso con el pelo cano y ojeras oscuras bajo unos ojos igualmente oscuros. La bata almidonada y deslumbrante del cirujano Máizel parecía aún más blanca en comparación con su tez morena y aquellos ojos oscuros desencajados.

Máizel explicó a Liudmila Nikoláyevna los motivos por los que el profesor Rodiónov se había opuesto a la operación. Parecía que adivinara todo lo que ella quería preguntarle. Le contó las conversaciones que había mantenido con el teniente Tolia antes de la operación y, comprendiendo su estado de ánimo, le contó con cruda sinceridad el desarrollo de la misma.

Después le dijo que había sentido una ternura casi paternal hacia el teniente Tolia, y la voz de bajo del cirujano hizo vibrar con finura, como un leve lamento, el cristal de la ventana. Liudmila observó por primera vez sus manos, unas manos peculiares; parecían vivir una vida aparte de aquel hombre con ojos lastimeros. Eran severas, pesadas, con dedos grandes, fuertes y oscuros.

Máizel quitó las manos de la mesa. Como si leyera el pensamiento de Liudmila, le dijo:

—Hice todo lo que pude. Pero, en lugar de salvarlo de la muerte, mis manos le acercaron a ella. —Y posó nuevamente las manos sobre la mesa.

Liudmila comprendió que todo lo que decía Máizel era verdad.

Cada palabra que pronunciaba sobre Tolia, y que deseaba con ardor, la torturaba y consumía. Pero había algo más que hacía la conversación difícil y dolorosa: sentía que el cirujano había querido celebrar ese encuentro por él mismo, no por ella. Y aquello le suscitó un sentimiento de escasa simpatía hacia Máizel.

Cuando llegó el momento de la despedida, Liudmila le dijo que estaba convencida de que había hecho todo lo posible para salvar a su hijo. Él respiraba fatigosamente, y Liudmila tuvo la impresión de que sus palabras le habían quitado un peso de encima y comprendió de nuevo que precisamente porque consideraba un derecho escucharlas, él había buscado ese encuentro y se había salido con la suya.

Un reproche asaltó su pensamiento: «¿Será posible que encima tenga que dar consuelo?».

El cirujano se marchó, y Liudmila Nikoláyevna fue a hablar con el comandante, un hombre que llevaba un gorro alto de piel. Éste le hizo el saludo militar y le informó con voz ronca de que el comisario le había dado instrucciones para que la llevaran en coche hasta el lugar donde su hijo había recibido sepultura, pero que el coche tardaría diez minutos en llegar porque habían ido a entregar la lista de los asalariados a la oficina central. Los efectos personales del teniente ya estaban listos, pero en cualquier caso sería más cómodo recogerlos a la vuelta del cementerio.

Todas las peticiones de Liudmila Nikoláyevna se cumplían con precisión y escrupulosidad militar. Pero notaba que el comisario, la enfermera, el comandante, todos querían algo de ella: tranquilidad, perdón, consuelo.

El comisario se sentía culpable porque en su hospital morían hombres. Hasta la visita de Sháposhnikova esto no le había inquietado; ¿acaso no era lo que se esperaba en un hospital en tiempo de guerra? La calidad del tratamiento médico nunca había sido criticada por las autoridades. Lo que sí le reprochaban era la insuficiente organización del trabajo político y la nefasta información sobre la moral de los heridos.

No se combatía suficiente el escepticismo entre los heridos, ni las opiniones hostiles de aquellos que se oponían a la colectivización. Se habían producido casos de divulgación de secretos militares.

Shimanski había sido convocado por la sección política de la dirección sanitaria del distrito. Le amenazaron con enviarle al frente si la sección especial recibía noticias de que se habían producido nuevos desórdenes de carácter ideológico.

Y ahora el comisario se sentía culpable ante la madre del teniente muerto, porque el día anterior habían fallecido tres enfermos, y él había tomado una ducha y le había pedido su plato preferido al cocinero, estofado con chucrut, regado abundantemente con cerveza que había obtenido en la tienda de Sarátov. La enfermera Teréntieva se sentía culpable ante la madre del teniente muerto porque su marido, ingeniero militar, servía en el Estado Mayor del ejército y no había ido al frente y el hijo, que tenía sólo un año más que Sháposhnikov, trabajaba en una oficina de diseños y proyectos de una fábrica aeronáutica. También el comandante se sentía culpable: era un militar profesional que prestaba servicio en un hospital de retaguardia, había enviado a casa tela buena de gabardina y botas de fieltro, mientras que el teniente muerto había dejado a su madre un uniforme de percal.

El sargento de labios gruesos y orejas carnosas se sentía culpable ante la mujer que conducía al cementerio. Los ataúdes estaban fabricados con tablas de madera de mala calidad. Los cadáveres eran depositados en los ataúdes en ropa interior; los soldados rasos eran amontonados en fosas comunes, y los epitafios de las sepulturas se hacían con caligrafía descuidada, sobre tablillas sin pulir, escritos con una tinta poco resistente. A decir verdad los muertos en las divisiones de los batallones médico-sanitarios eran enterrados en las fosas sin ataúdes y las inscripciones se hacían con un lápiz de tinta que se borraban con la primera lluvia. Y los caídos en combate, en los bosques, los pantanos, los barrancos o en campo raso a menudo no encontraban a nadie que los sepultara, salvo la arena, las hojas secas o las ventiscas de nieve.

Pero a pesar de todo, el sargento se sentía culpable ante la mujer por la pésima calidad de la madera; aquella mujer que se sentaba a su lado y le preguntaba cómo enterraban a los muertos, si amortajaban los cadáveres, si recibían sepultura juntos o separados, y si se pronunciaban unas últimas palabras delante de sus tumbas.

Se sentía incómodo además porque antes de emprender el trayecto al cementerio había hecho una escapada a un almacén con un amigo y había bebido un frasco de alcohol medicinal diluido acompañado de pan y cebolla. Se sentía avergonzado de que en el coche flotara el olor a alcohol y cebolla; pero por mucho que se esforzara por no echar el aliento, no podía evitarlo.

El sargento miraba con aire sombrío el espejo del retrovisor donde se reflejaban los ojos risueños del conductor, que le incomodaban.

«Vaya, el sargento se ha puesto como una cuba», decían despiadadamente los ojos alegres y jóvenes del conductor.

Todos los hombres son culpables ante una madre que ha perdido a un hijo en la guerra; y a lo largo de la historia de la humanidad todos los esfuerzos que han hecho los hombres por justificarlo han sido en vano.

32

Los soldados de un batallón de trabajo descargaban ataúdes de un camión. En la silenciosa lentitud de sus movimientos se veía que estaban acostumbrados a realizar aquel trabajo. Uno de ellos, de pie en la parte trasera del camión, acercaba el ataúd hasta el borde, otro se lo cargaba a las espaldas y lo levantaba en el aire, y un tercero se aproximaba en silencio y lo cogía por el extremo opuesto. La tierra helada crujía bajo sus botas mientras transportaban las cajas hasta tina amplia fosa común, y después de colocarlas en el borde del foso, volvían al camión. Luego, cuando el camión se marchó de vacío a la ciudad, los soldados se sentaron sobre los ataúdes, colocados ante la fosa abierta, y se pusieron a liar cigarrillos con gran cantidad de papel y poca de tabaco.

—Parece que hoy hay menos faena —dijo uno y se puso a encender la lumbre con un eslabón de muy buena calidad: la yesca en forma de cordel estaba metida en una caja de cobre, y el pedernal estaba encajonado dentro. El soldado agitó la yesca y el humo permaneció suspendido en el aire.

—El sargento dijo que hoy sólo habría un camión —dijo otro soldado dando una calada a su cigarro y expulsando una gran bocanada de humo.

—Podemos acabar la tumba cuando venga.

—Claro, será más cómodo; traerá la lista y hará la comprobación —añadió el tercero, que no fumaba; en su lugar, cogió un trozo de pan del bolsillo, lo sacudió, lo sopló ligeramente y comenzó a masticarlo.

—Dile al sargento que nos traiga un pico; un cuarto de hora es tiempo suficiente para que la costra se hiele, y mañana toca preparar una nueva; ¿crees que lograremos retirar la tierra con las palas?

El que había encendido el fuego, chocando las manos con un golpe seco, sacó la colilla de la boquilla de madera, que tamborileó ligeramente contra la tapa del ataúd.

Los tres se quedaron callados como si escucharan. Reinaba el silencio.

—¿Es verdad que sólo nos darán raciones de rancho en frío para comer? —preguntó el soldado que masticaba pan, bajando la voz para no molestar a los muertos en sus tumbas con una conversación que carecía de interés para ellos.

El segundo fumador, aspirando el humo de una colilla de una larga boquilla de caña, lo miró a contraluz y movió la cabeza.

De nuevo se hizo el silencio.

—No hace mal día hoy, sólo un poco de viento.

—Escucha, ha llegado el camión; a la hora de comer habremos acabado.

—No, no es nuestro camión. Es un coche.

Salieron del coche el sargento, al que conocían bien, y una mujer con un pañuelo, y ambos se dirigieron a la verja de hierro donde se habían cavado las tumbas la semana pasada; después habían tenido que cambiar de sitio por falta de espacio.

—Miles de personas son enterradas y nadie asiste a los funerales —dijo uno—. En tiempo de paz sucede todo lo contrario: un muerto y cien personas detrás llevándole flores.

—También lloran por éstos —dijo otro repiqueteando delicadamente sobre la tabla una uña grande y curvada torneada por el trabajo manual como un guijarro por el mar—. Sólo que nosotros no vemos esas lágrimas. Mira, el sargento vuelve solo.

Volvieron a fumar, esta vez los tres. El sargento se acercó y dijo con afabilidad:

—Bueno, chicos, si todos fumamos, ¿quién trabaja por nosotros?

En silencio soltaron tres nubes de humo y luego uno, el dueño de la piedra de mechero, dijo:

—Ahora acabamos el cigarro… Escucha, está llegando el camión. Lo reconozco por el motor.

33

Liudmila Nikoláyevna se acercó al pequeño túmulo y leyó en la tablilla de madera contrachapada el nombre de su hijo y su rango militar.

Sintió con claridad que los cabellos se le movían bajo el pañuelo, como si una mano fría jugara con ellos.

Cerca, a derecha e izquierda, hasta la verja, por todo el espacio se diseminaban túmulos idénticos, grises, sin hierba, sin flores, con una única ramita de madera que brotaba de la tierra sepulcral. En el extremo de esta ramita había una tablilla con el nombre de la persona sepultada. Las tablillas abundaban y su densa uniformidad recordaba una hilera de espigas de grano germinadas en un campo.

Por fin había encontrado a Tolia. Muchas veces había intentado imaginar dónde estaba, qué hacía, en qué pensaba, si su pequeño dormía apoyado contra la pared de la trinchera, o estaba en marcha, o tomaba té, sosteniendo en una mano la taza y en la otra un terrón de azúcar, si estaba corriendo campo a través bajo el fuego enemigo… Deseaba estar a su lado, sabía que la necesitaba: le habría servido té en la taza, le habría dicho «come un poco más de pan», le habría quitado el calzado y lavado los pies desollados, envuelto una bufanda alrededor del cuello… Pero siempre desaparecía, no conseguía encontrarlo. Y ahora que había encontrado a Tolia, ya no la necesitaba.

A lo lejos se recortaban tumbas con cruces de granito de antes de la Revolución. Las lápidas funerarias se erguían como una muchedumbre de inútiles viejos que dejaban a todo el mundo indiferente; algunos caídos de lado, otros apoyados sin fuerza sobre los troncos de los árboles.

Parecía que el cielo se hubiera quedado sin aire, como si lo hubieran aspirado, y que sobre la cabeza de Liudmila se extendiera un desierto de polvo seco. Pero la potente bomba silenciosa, que succionaba el aire del cielo, trabajaba, trabajaba, y ahora para Liudmila no sólo no había cielo, tampoco había fe ni esperanza; en el infinito desierto sin aire sólo había un pequeño túmulo de tierra entre grises terrones helados.

Todo lo que vivía, su madre, Nadia, los ojos de Víktor, incluso los boletines de guerra, todo había dejado de existir.

Lo que estaba vivo había muerto. El único que vivía en todo el mundo era Tolia. ¡Qué silencio la rodeaba! ¿Sabía él que su madre había venido…?

Liudmila se arrodilló, suavemente, para no molestar a su hijo, luego puso recta la tablilla con su nombre; él siempre se enfadaba cuando su madre le arreglaba el cuello de la cazadora mientras lo acompañaba a la escuela.

—Aquí estoy, ya he llegado, y tú probablemente pensabas que tu mamá no vendría…

Hablaba a media voz, temiendo que la oyeran las personas que estaban fuera de la verja del cementerio.

Los camiones circulaban rápidamente a lo largo de la carretera y una oscura ventisca de polvo se arremolinaba y humeaba por el asfalto, se rizaba, se ondulaba… Caminaban, haciendo retumbar sus botas militares, repartidores de leche con sus bidones, gente con sacos, los escolares tapados con chaquetones acolchados y gorros de uniforme invernales.

Pero aquel día lleno de movimiento era para ella una imagen borrosa.

Qué silencio.

Hablaba con el hijo, recordando los detalles de su vida pasada y el espacio se llenaba de aquellos recuerdos que existían sólo en su conciencia: la voz infantil, los llantos, el frufrú de los libros ilustrados, el tintineo de la cuchara contra el borde del plato blanco, el zumbido de un radiorreceptor de fabricación casera, el crujido de los esquíes, el chirrido de los toletes en el estanque cerca de la dacha, el susurro del papel del caramelo, la aparición inesperada de su carita, las espaldas, el pecho.

Sus lágrimas, sus aflicciones, sus buenas y malas acciones, revividas en la desesperación de Liudmila, continuaban existiendo, emergían de la memoria, concretas y tangibles.

No eran los recuerdos del pasado los que se habían apoderado de ella, sino la agitación de las emociones vividas.

¿Qué se pensaba él que hacía, leyendo toda la noche con aquella luz tan mala? ¿Acaso quería comenzar a llevar gafas tan joven…?

Y ahora yacía allí, con una ligera camisa de algodón, descalzo, sin manta, en aquel lugar donde la tierra estaba completamente gélida y donde por la noche la helada se recrudecía.

De repente a Liudmila le empezó a sangrar la nariz. El pañuelo se empapó y se volvió pesado. La cabeza le daba vueltas, se le nubló la vista y por un instante creyó perder el conocimiento. Entrecerró los ojos y cuando los volvió a abrir el mundo que su sufrimiento había hecho revivir ya había desaparecido. Quedaba sólo el polvo gris que el viento levantaba en remolinos sobre las tumbas que, sucesivamente, se cubrían de humo.

El agua de la vida que surgía de la superficie del hielo y que hacía emerger a Tolia de las tinieblas, corría, desaparecía; y ahora, aquel mundo que por un instante había roto las cadenas para hacerse él mismo realidad, el mundo creado por la desesperación de una madre, retrocedía. Su desesperación, como si hubiera estado investida de poderes divinos, levantó al teniente de la tumba y cuajó el desierto de nuevas estrellas.

En los minutos apenas transcurridos, él era el único que estaba vivo y gracias a él vivía todo el resto del mundo.

Pero ni siquiera el vehemente deseo de una madre era suficiente para lograr contener a multitudes ingentes de personas, carreteras y ciudades, mares, la misma tierra, e impedir que prosiguieran su frenética actividad a pesar de la muerte de Tolia.

Liudmila se pasó por los ojos secos el pañuelo impregnado de sangre. Con la cara pringosa de sangre seca, encorvada, resignada, empezaba a asumir, en contra de su voluntad, que Tolia ya no existía.

El personal del hospital se había sorprendido por su serenidad y sus preguntas. No comprendían que ella no podía darse cuenta de lo que para ellos era evidente, que Tolia estaba muerto. El amor que sentía por su hijo era tan fuerte que su muerte no podía cambiarlo: para ella, él seguía viviendo.

Estaba fuera de sí, pero nadie se había dado cuenta. Ahora, por fin, había encontrado a Tolia. Y actuaba como una gata que ha encontrado a su gatito muerto, se alegra y lo lame.

El alma soporta largos sufrimientos durante años, a veces incluso décadas, hasta que, piedra sobre piedra, erige poco a poco el túmulo del ser querido y llega a aceptar la pérdida irreparable, se resigna a la inevitabilidad de lo que ha pasado.

Los soldados, que ya habían concluido su trabajo, se habían marchado; el sol se disponía ya a ocultarse, las sombras proyectadas por las tablillas de madera contrachapada se alargaban. Liudmila se quedó sola.

Pensaba que debía comunicar la muerte de Tolia a los familiares, a su padre que se encontraba en un campo penitenciario. A su padre sin falta. ¿En qué había pensado Tolia antes de la operación? ¿Cómo le habían dado de comer, con una cucharilla? ¿Durmió, aunque fuera un poco, de lado, boca arriba? A él le gustaba la limonada con azúcar. ¿Cómo estaría acostado ahora, tendría la cabeza rasurada?

Todo lo que la rodeaba cada vez se volvía más oscuro, tal vez a causa del insoportable dolor de su alma.

De repente el pensamiento de que su sufrimiento nunca tendría fin la dejó estupefacta: Víktor moriría, los descendientes de su hija morirían y ella seguiría llorando su pérdida.

Y cuando aquella sensación de angustia se volvió tan intolerable que el corazón no podía soportarla, de nuevo la frontera entre la realidad y el mundo que Liudmila se había creado en su interior se desvaneció, y ante su amor la eternidad retrocedió.

Para qué comunicar la muerte de Tolia a su padre; Víktor y todos sus allegados con toda probabilidad aún no sabían nada. Tal vez lo mejor era esperar, a fin de cuentas, nada era seguro… Sí, más valía esperar, tal vez todo acabaría por arreglarse.

Liudmila dijo en un susurro:

—No digas nada a nadie, todavía no se sabe nada; todo se arreglará.

Cubrió con el faldón del abrigo los pies de Tolia. Se quitó el pañuelo de la cabeza y lo envolvió alrededor de la espalda de su hijo.

—Dios mío, esto no se hace, ¿por qué no te han dado una manta? Cúbrete al menos un poco los pies.

Se encontraba en un estado de semiinconsciencia en el que continuaba hablando con su hijo, le reprochaba por sus cartas demasiado breves. Se despertaba de aquel letargo y volvía a colocarle bien el pañuelo que el viento había movido.

Qué bien estaban los dos solos, sin que nadie los molestara. Nadie quería a Tolia. Todos decían que era feo porque tenía los labios gruesos y prominentes, porque se comportaba de un modo extraño, porque era violento y susceptible. A ella tampoco la quería nadie, los suyos sólo veían en ella defectos… Mi pobre niño, tímido, torpe, hijito querido… Sólo él la amaba, y ahora, de noche, en aquel cementerio, permanecía a su lado, nunca la abandonaría, y cuando se convirtiera en una viejecita inútil para todos, él seguiría amándola… Qué desarmado estaba ante la vida. Nunca pedía nada, era tímido, ridículo; la maestra dice que en la escuela es el hazmerreír de todos, que le toman el pelo hasta sacarlo de quicio y él llora, como un niño pequeño. Tolia, Tolia, no me dejes sola.

Se hizo de día; un resplandor rojo, helado se encendió sobre la estepa del Volga. Un camión pasó rugiendo por la carretera.

Su locura había pasado. Estaba sentada junto a la tumba de su hijo. El cuerpo de Tolia estaba cubierto de tierra. Él ya no estaba.

Liudmila se miró los dedos sucios, el pañuelo revolcado por el suelo; tenía las piernas entumecidas, notaba la cara sucia. Le picaba la garganta.

Le daba lo mismo. Si alguien le hubiera dicho que la guerra había terminado, que su hija había muerto; si le hubieran puesto al lado un vaso de leche caliente y un trozo de pan tibio, no se habría movido, no habría extendido la mano. Permanecía sentada sin angustia, sin pensamientos. Todo le resultaba indiferente, inútil. Sólo quedaba un dolor constante que le encogía el corazón, le oprimía en las sienes. El personal del hospital y un médico con bata blanca decían algo de Tolia, y ella veía el movimiento de sus labios, pero no oía las palabras. La carta que había recibido del hospital se le había caído del bolsillo del abrigo, pero no tenía ganas de recogerla del suelo, de sacudirle el polvo. No pensaba en cuando Tolia tenía dos años y todavía caminaba balanceándose inseguro, siguiendo con paciencia y perseverancia un saltamontes que saltaba de aquí para allá; ni en que no había preguntado a la enfermera si antes de la operación, el último día de su vida, estaba tumbado de lado o boca arriba. Veía la luz del día, no podía dejar de verla.

De repente se acordó de cuando Tolia había cumplido tres años; por la tarde, bebiendo té y comiendo pastel, le había preguntado:

—Mamá, ¿por qué está oscuro si hoy es mi cumpleaños?

Vio las ramas de los árboles, las lápidas pulidas del cementerio que brillaban con el sol, la tablilla con el nombre de su hijo, «Shaposhn», escrito con letras grandes, e «ikov», en caracteres diminutos, todos apretujados unos contra otros. No pensaba, no tenía voluntad. No tenía nada.

Se levantó, recogió la carta, quitó con las manos entumecidas los granos de tierra del abrigo, lo limpió, se frotó los zapatos, sacudió durante un buen rato el pañuelo hasta que casi recuperó su color blanco. Se lo puso en la cabeza, con el dobladillo se quitó el polvo de las cejas, se limpió la sangre de los labios y la barbilla. Se dirigió hacia la salida sin mirar atrás, sin prisa, pero tampoco despacio.

34

Después de su vuelta a Kazán, Liudmila Nikoláyevna comenzó a adelgazar y a parecerse cada vez más a las fotografías de cuando era joven e iba a la universidad. Iba a la tienda restringida a buscar comestibles y preparaba la comida; encendía la estufa, lavaba los suelos y hacía la colada. Los días de otoño le daban la impresión de ser muy largos, y no encontraba nada para llenar su vacío.

El día de su regreso de Sarátov explicó a su familia el viaje, sus reflexiones sobre la culpabilidad que sentía hacia los suyos, su llegada al hospital; abrió la bolsa que contenía los jirones del uniforme ensangrentado de Tolia. Mientras hablaba, Aleksandra Vladímirovna respiraba fatigosamente, Nadia lloraba, y Víktor Pávlovich tenía un temblor en las manos que le impedía coger de la mesa el vaso de té. Maria Ivánovna, que había ido a visitarla, se puso pálida, tenía la boca entreabierta y en su mirada era patente el sufrimiento. Sólo Liudmila hablaba con calma, con sus grandes ojos azules muy abiertos y brillantes.

Aunque toda su vida había llevado la contraria a todo el mundo, ahora no discutía con nadie. Antes bastaba con que alguien explicara cómo se llegaba a la estación para que Liudmila se agitara hasta el punto de ponerse furiosa, afirmando que eran otras calles y otros trolebuses los que había que tomar.

Un día, Víktor Pávlovich le preguntó:

—Liudmila, ¿a quién hablas por las noches?

Y ella respondió:

—No lo sé. Tal vez esté soñando.

Víktor no ahondó más en las preguntas, pero le confió a la suegra que casi todas las noches Liudmila abría unas maletas, extendía una manta sobre el sofá que había en el rincón y hablaba en voz baja, con tono febril.

—Tengo la sensación, Aleksandra Vladímirovna, de que durante el día ya sea conmigo, con Nadia o con usted, Liudmila está como en un sueño, mientras que por las noches su voz se vuelve más animada, como antes de la guerra —dijo Víktor Pávlovich—. Me parece que está enferma, que se ha convertido en otra persona.

—No sé —respondió Aleksandra Vladímirovna—. Todos sufrimos. Todos con la misma intensidad y cada uno a su manera.

Alguien que llamaba a la puerta interrumpió la conversación. Víktor Pávlovich se levantó. Pero Liudmila Nikoláyevna le gritó desde la cocina:

—Abro yo.

La familia no lograba entender qué significaba, pero habían notado que después de su regreso de Sarátov Liudmila Nikoláyevna comprobaba varias veces al día si había correo en el buzón.

Cuando alguien llamaba a la puerta, se apresuraba en ser ella quien abriera. También ahora, al oír sus pasos apresurados, casi a la carrera, Víktor Pávlovich y Aleksandra Vladímirovna intercambiaron una mirada.

Luego oyeron la voz irritada de Liudmila:

—No hay nada, no tengo nada para usted hoy, y no venga tan a menudo. ¡Le di medio kilo de pan hace dos días!

35

El teniente Víktorov fue llamado al puesto de mando por el mayor Zakabluka, el comandante de un regimiento de cazas acantonado en reserva. Velikánov, el oficial de servicio del Estado Mayor, le anunció que el mayor se había dirigido con un U-2 al mando aéreo cerca de Kalinin y que no regresaría hasta la noche. Cuando Víktorov le preguntó a Velikánov el motivo de la convocatoria, éste le guiñó un ojo y le dijo que, probablemente, tenía que ver con la borrachera y el escándalo que se había armado en la cantina.

Víktorov echó una ojeada detrás de la cortina fabricada con una tela impermeable y un edredón. Oyó el tecleo de una máquina de escribir. Al ver a Víktorov, Volkonski, el jefe de la oficina, se anticipó a su pregunta:

—No, no hay cartas, camarada teniente.

La mecanógrafa, la asalariada Lénochka, se volvió hacia el teniente, luego miró a un espejito alemán tomado como trofeo de un avión derribado —regalo del difunto piloto Demídov—, se ajustó el gorro, desplazó la regla sobre el documento que estaba copiando y reanudó el repiqueteo de la máquina.

Aquel teniente de cara alargada que siempre hacía la misma monótona pregunta al jefe deprimía a Lénochka.

Víktorov, de regreso al aeródromo, se desvió por el lindero del bosque.

Hacía un mes que su regimiento se había retirado del frente a fin de completar los rangos que los pilotos caídos en batalla habían dejado sin efecto.

Un mes antes aquel territorio del norte que Víktorov no conocía se le había antojado inquietante. La vida del bosque, el joven río que serpenteaba ágilmente entre las abruptas colinas, el olor a putrefacción, a setas, el ulular de los árboles, le ponían en estado de alarma día y noche.

Durante las incursiones aéreas parecía que los olores de la tierra llegaban hasta la cabina del piloto. Del bosque y los lagos llegaba el aliento de la vieja Rusia que Víktorov sólo conocía por los libros que había leído antes de la guerra. Allí, a través de los lagos y los bosques discurrían antiguos senderos, y con la leña de aquellos bosques se habían construido casas, iglesias, se habían tallado mástiles de barcos. El tiempo se había demorado aquí y todavía corría el lobo gris y Aliónushka lloraba en la pequeña orilla por la que ahora Víktorov se dirigía a la cantina. Tenía la impresión de que aquel tiempo pasado era ingenuo, sencillo, joven, y no sólo las muchachas que vivían en las teremá[36], sino también los comerciantes con barbas grises, los diáconos y los patriarcas, parecían miles de años más jóvenes respecto a sus compañeros rebosantes de experiencia: los aviadores procedentes del mundo de la velocidad, los cañones automáticos, los motores diésel, el cine y la radio, llegados a aquellos bosques con el escuadrón del mayor Zakabluka. El mismo Volga, rápido, delgaducho, corriendo entre las escarpadas orillas multicolores, a través del verde del bosque, entre los bordados azul celeste y rojo de las flores, era un símbolo de aquella juventud que se marchitaba.

¿Cuántos tenientes, sargentos, y también soldados rasos anónimos, recorren la senda de la guerra? Fuman el número de cigarrillos que les han asignado, golpean con la cuchara blanca la escudilla de hojalata, juegan con naipes en los trenes, en las ciudades saborean helados de palito, tosen mientras beben su pequeña dosis de cien gramos de alcohol, escriben el número establecido de cartas, gritan por el teléfono de campaña, disparan, algunos con un cañón de pequeño calibre, otros con artillería pesada, chillan algo mientras presionan el acelerador de un T-34…

La tierra bajo sus botas era como un viejo colchón chirriante y elástico: encima una capa de hojas ligeras, frágiles, diferentes entre sí también en la muerte; y, debajo, otra de hojas disecadas, viejas, de hace años, que se habían macerado y constituían una única masa marrón; polvo de la vida que un día había brotado en capullos, susurrado en el viento de una tormenta, brillado al sol después de una lluvia.

La maleza, casi reducida a polvo, ligera, se desmenuzaba bajo sus pies. La luz suave, tamizada por la pantalla de los árboles, llegaba hasta la tierra del bosque. El aire era espeso, denso, y los pilotos de los cazas, acostumbrados a los torbellinos de aire, lo notaban de modo particular. Los árboles, calientes y sudorientos, desprendían el característico olor a frescura húmeda de la madera. Pero el olor a hojas muertas y maleza predominaba sobre la fragancia de aquel bosque vivo. Allí, donde se erguían los abetos, aquel olor quedaba interrumpido por otro, el de la nota aguda y estridente de la esencia de trementina. El álamo temblón emanaba un aroma empalagosamente dulce; el aliso desprendía un olor amargo. El bosque vivía al margen del resto del mundo, y Víktorov tenía la impresión de entrar en una casa donde todo era diferente al exterior: los olores, la luz a través de las cortinas bajadas, los sonidos tenían otras resonancias entre aquellas paredes. Hasta que no saliera del bosque se sentiría extraño, como acompañado de personas poco conocidas. Era como si estuviera en el fondo de las aguas de un estanque mirando hacia arriba a través de la capa gruesa de aire de bosque, como si las hojas chapotearan, como si los hilos de una telaraña que se habían enredado en la estrellita verde de su gorra fueran algas suspendidas en la superficie. Las moscas veloces con grandes cabezas, los mosquitos indolentes, y el urogallo abriéndose paso entre las ramas, como una gallina, parecían agitar sus alas, pero nunca se elevarían en lo alto del bosque, así como los peces nunca se elevarán más allá de la superficie del agua; y si una urraca consigue levantar el vuelo hasta la copa de un álamo temblón inmediatamente después volverá a sumergirse en las ramas, así como un pez que por un instante ha hecho brillar su flanco plateado al sol se sumergirá rápidamente en el agua. Y qué extraño parece el musgo entre las gotas de rocío, azules, verdes, que se apagan en las profundidades tenebrosas del bosque.

Era hermoso, después de aquella penumbra silenciosa, salir a un claro iluminado. Todo adquirió otro aspecto, la tierra cálida, el olor a enebro calentado por el sol, el movimiento del aire; había grandes campanillas inclinadas que parecían fundidas en un metal violeta, y se veían los colores de los claveles salvajes con los tallos pegajosos de resina… El alma se vuelve despreocupada, y el claro es como un día feliz en una vida miserable. Las mariposas amarillas, los pulidos escarabajos azul oscuro, las hormigas, las serpientes que se mueven ligeramente entre la hierba, no se mueven para sí mismos, sino que todos juntos colaboran en un trabajo común. Una rama de abedul adornada de pequeñas hojas le rozó la cara; un saltamontes saltó, aterrizó sobre él, como si se tratara del tronco de un árbol, y se agarró a su cinturón, tensando tranquilamente las patas. Permanecía inmóvil con los ojos redondos, como de cuero, y la cara de un carnero. Calor, tardías flores de fresa, los botones y la hebilla del cinturón calientes por el sol. Probablemente este claro nunca había sido sobrevolado por un U-88, ni por un Heinkel en reconocimiento nocturno.

36

Por la noche Víktorov solía recordar los meses transcurridos en el hospital de Stalingrado. Se le había borrado de la memoria la camisa húmeda por el sudor, el agua un poco salada que le provocaba náuseas y aquel mal olor que le había atormentado. Aquellos días en el hospital le parecían un tiempo de felicidad. Y ahora, en el bosque, escuchando el rumor de los árboles, pensaba: «¿De veras oí alguna vez sus pasos?».

¿Era posible que todo aquello hubiera ocurrido? Ella le abrazaba, le acariciaba los cabellos, lloraba, y él le besaba los ojos salados y húmedos.

A veces Víktorov se imaginaba que llegaba con un Yak a Stalingrado. Había pocas horas de vuelo; podía repostar en Riazán, luego ir hasta Engels, donde el controlador aéreo era conocido suyo. Bueno, luego siempre podrían fusilarlo.

Le venía a la cabeza un relato que había leído en un viejo libro de historia: los hermanos Sheremétev, los acaudalados hijos del mariscal de campo, dieron en matrimonio al príncipe Dolgoruki a su hermana de dieciséis años, quien antes de la boda, al parecer, sólo le había visto una vez. Los hermanos asignaron a la novia una formidable dote, sólo la plata ocupaba tres habitaciones enteras. Dos días después de la boda, Pedro II fue asesinado. Dolgoruki, su favorito, fue arrestado, deportado a Siberia y encerrado en una torre de madera. La joven esposa desoyó los consejos, a pesar de que le hubiera resultado fácil deshacerse de aquel matrimonio, puesto que, en el fondo, sólo habían convivido dos días. Siguió a su marido y se estableció en la isba campesina de un bosque remoto. Durante diez años se acercó todos los días a la torre donde estaba preso Dolgoruki. Una mañana vio que la ventana de la torre estaba abierta de par en par, la puerta no estaba cerrada. La joven princesa corrió por la calle arrodillándose ante cualquiera que pasara, campesino o arquero qué más daba, y les suplicaba que le dijeran adonde se habían llevado a su marido. La gente le dijo que Dolgoruki había sido trasladado a Nizhni Nóvgorod. ¡Cuántos sufrimientos tuvo que soportar la princesa durante ese camino a pie! Y en Nizhni Nóvgorod supo que Dolgoruki había sido descuartizado. Entonces la princesa decidió retirarse a un convento de Kiev. El día que debía tomar los hábitos estuvo vagando largo rato por la orilla del Dniéper. Lo que lamentaba no era perder su libertad, sino la obligación de despojarse de su anillo de boda del que no se veía capaz de separarse…

Vagó por la orilla durante muchas horas, y luego, cuando el sol comenzó a ponerse, se quitó el anillo del dedo, lo lanzó al Dniéper y se dirigió a las puertas del monasterio.

Y el teniente de las fuerzas aéreas, crecido en un orfanato y que una vez había sido mecánico en la central térmica de Stalingrado, no podía dejar de pensar en la princesa Dolgorúkaya. Caminaba por el bosque imaginando que había muerto y le habían enterrado; que su avión había sido abatido por el enemigo, y que el morro había caído en picado contra el suelo; ahora, ya aherrumbrado, los pedazos cubrirían la hierba, y por allí deambularía Vera Sháposhnikova, que se detendría, descendería por los peñascos hasta el Volga con la mirada fija en el agua… Y doscientos años atrás había estado allí la joven princesa Dolgorúkaya; salía a un claro, se abría paso entre los linos, apartaba los arbustos cubiertos de bayas rojas. Se apoderó de él un dolor amargo, desesperado, pero al mismo tiempo dulce.

Un joven teniente de espalda estrecha va por el bosque, con la guerrera raída: ¡cuántos otros como él serán olvidados en estos tiempos inolvidables!

37

Mientras se dirigía al aeródromo Víktorov se dio cuenta de que algo estaba pasando. Los camiones cisterna circulaban por el campo de aviación, los técnicos y los mecánicos de batallón del servicio del aeródromo trajinaban alrededor de los aviones cubiertos con red de camuflaje. El radiotransmisor, por lo general silencioso, emitía un sonido seco, concentrado y preciso.

«Está claro», pensó Víktorov acelerando el paso.

Sus sospechas se vieron enseguida confirmadas cuando se encontró con Solomatin, un teniente con unas manchas rosas en un pómulo causadas por una quemadura.

—Ha llegado la orden, salimos de la reserva —le anunció.

—¿Hacia el frente? —preguntó Víktorov.

—Hacia dónde si no, ¿a Tashkent? —replicó Solomatin, alejándose en dirección al pueblo.

Era patente su preocupación; Solomatin había iniciado una relación seria con la dueña de la casa donde se hospedaba y ahora, con toda probabilidad, se apresuraba para estar junto a ella.

—Solomatin lo tiene claro: la isba, para la mujer; la vaca, para él —observó la voz familiar del teniente Yeriomin, el compañero de patrulla de Víktorov.

—¿Adónde nos envían, Yerioma? —preguntó Víktorov.

—Quizás a la ofensiva del frente noroeste. Acaba de llegar el comandante de la división en un R-5. Puedo preguntar a un amigo que pilota un Douglas en el comando aéreo. Él siempre lo sabe todo.

—¿Para qué preguntar? Pronto nos lo comunicarán.

El frenesí de la excitación no sólo había perturbado al Estado Mayor y a los pilotos sino que había contagiado a todo el pueblo. El suboficial Korol, de ojos negros y labios gruesos, el piloto más joven del regimiento, caminaba por la calle llevando en las manos ropa blanca, lavada y planchada, y encima del montón, un pastel de miel y una bolsa de bayas secas.

A Korol solían tomarle el pelo porque sus patronas —dos viejas viudas— lo atiborraban con dulces de miel. Cuando salía en misión, iban al aeródromo para recibirle a mitad de camino. Una era alta y derecha, la otra tenía la espalda encorvada; él caminaba en medio de ellas enfurruñado, avergonzado, como un niño mimado, y los pilotos decían que marchaba en formación flanqueado por un signo de interrogación y un signo exclamativo.

El comandante de la escuadrilla, Vania Martínov, salió de casa con el capote puesto. En una mano llevaba una maleta, en la otra el gorro de gala que, por miedo a arrugarlo, no metía en la maleta. La hija de la patrona, una chica pelirroja sin pañuelo en la cabeza y la permanente hecha en casa, lo seguía con una mirada que hacía innecesaria cualquier pregunta al respecto.

Un muchacho cojo informó a Víktorov de que el instructor político Golub y el teniente Skotnoi, con los que compartía alojamiento, se habían ido ya con su equipaje.

Víktorov se había mudado hacía pocos días a aquel apartamento; antes se había alojado con Golub en casa de una pérfida patrona, una mujer de frente alta abombada y ojos saltones amarillos. Mirar esos ojos era suficiente para ponerse enfermo.

Para librarse de sus inquilinos llenaba la isba de humo, y en una ocasión añadió ceniza al té. Golub trataba de persuadir a Víktorov para que redactara un informe sobre la mujer al comisario del regimiento, pero aquél se había negado.

—Bueno, espero que pille el cólera —concedió Golub, y añadió unas palabras que de niño le oía decir a su madre—: Si algo llega a nuestra orilla, o es mierda o son restos de un naufragio.

Se mudaron a una nueva casa que les pareció un paraíso. Pero no tuvieron mucho tiempo para disfrutarla.

Pronto también Víktorov, cargado con un saco y una maleta rota, pasaba por delante de las isbas grises que parecían tener dos pisos de alto; el cojito iba dando saltitos a su lado apuntando a los gallos y los aviones que sobrevolaban el bosque con una funda de pistola alemana que Víktorov le había regalado. Dejó atrás la isba donde la vieja Yevdokia Mijéyevna le había echado humo después de ver su rostro impasible detrás de los cristales empañados. Nadie hablaba con la vieja Yevdokia cuando traía desde el pozo dos cubos de madera y se detenía para tomar aliento. No tenía ni una vaca ni una oveja ni vencejos bajo el techo. Golub había pedido información sobre ella, había tratado de encontrar pruebas sobre su origen kulak, pero resultó que era de familia pobre. Las mujeres contaban que se había vuelto loca después de la muerte de su marido: había caminado hasta un lago en medio del frío otoñal y se había pasado días enteros sentada. Los hombres la habían sacado de allí a la fuerza. Pero las mujeres decían que antes incluso de casarse y de la muerte del marido ya era poco comunicativa.

Ahí estaba Víktorov, caminando a través de las calles de aquel pueblo, y dentro de unas horas habría abandonado para siempre aquel lugar rodeado de bosques y todo aquel mundo, el susurro de los árboles, el pueblo donde los alces se erguían en los huertos, los helechos, las manchas amarillentas de la resina, los ríos, los cuclillos, dejaría de existir. Desaparecerán los viejos y las muchachas, las conversaciones sobre cómo se llevó a cabo la colectivización, los relatos sobre los osos que arrebataban a las mujeres los cestos de frambuesas, las historias sobre los niños que pisaban con los talones desnudos las cabezas de las víboras… Aquel pueblo, para él extraño y singular, cuya vida se desarrollaba en torno al bosque como la vida del pueblo obrero donde él había nacido y crecido se desarrollaba en torno a una fábrica, desaparecería.

Luego el caza aterrizará y en un instante surgirá una nueva base aérea, un nuevo pueblo obrero o campesino con sus viejas, sus chicas, sus lágrimas y sus risas, sus gatos con narices peladas por las cicatrices, las leyendas del pasado, los recuerdos sobre la colectivización total y sus buenas y malas patronas.

Y el bello Solomatin, en ese nuevo contexto, se calará la gorra a la primera ocasión y deambulara por la calle, cantará al son de la guitarra y enamorará a alguna chica.

El comandante del regimiento, el mayor Zakabluka, con la cara bronceada y el cráneo blanco afeitado, hizo tintinear cinco órdenes de la Bandera Roja y, balanceándose sobre sus piernas torcidas, leyó a los pilotos la orden de reincorporación al servicio; añadió después que debían pasar la noche en los refugios y que la ruta sería anunciada antes del vuelo.

Concluyó con la prohibición de salir del aeródromo y la advertencia de que los que así lo hicieran recibirían un severo castigo.

—No quiero que nadie esté dando cabezadas en el aire —explicó—. Dormid antes del vuelo.

Tomó la palabra Berman, el comisario del regimiento, quien, aunque sabía disertar con eficacia y elegancia sobre las sutilezas de la aeronáutica, no era muy querido debido a su arrogancia. Las relaciones entre Berman y los pilotos habían empeorado a raíz de un episodio ocurrido con el piloto Mujin, que mantenía un romance con la bella radiotelegrafista Lidia Vóinova. Aquella historia de amor contaba con la simpatía de todo el mundo. En cuanto tenían un minuto libre se encontraban, iban a pasear junto al río y caminaban cogidos de la mano. Su relación era tan evidente que nadie se burlaba de ellos.

Y de repente circuló un rumor, un rumor difundido por la propia Lidia que había hecho una confidencia a una amiga, y de la amiga pasó a ser del dominio de todo el regimiento. Durante uno de sus habituales paseos Mujin había violado a Vóinova amenazándola con un arma de fuego.

Cuando el caso llegó a oídos de Berman, éste montó en cólera y puso tanto empeño que en diez días Mujin fue juzgado por un tribunal militar y condenado a muerte.

Antes de que se ejecutara la sentencia llegó un miembro del Consejo Militar del Aire, un tal general Alekséyev, con el objetivo concreto de aclarar las circunstancias del delito de Mujin. Lidia acabó de desconcertar al general, se arrodilló ante él y le rogó que la creyera, que la acusación contra Mujin era una mentira absurda.

Le contó toda la historia. Mujin y ella habían estado besándose en un claro del bosque; después se quedó dormida y Mujin para hacerle una broma, sin que ella se diera cuenta, le deslizó una pistola entre las rodillas y disparó contra el suelo. Ella se despertó gritando y Mujin comenzó a besarla de nuevo. Se lo había contado a su amiga, que había hecho correr otra versión, una mucho más espantosa. La única verdad de toda aquella historia era su amor hacia Mujin. Todo se resolvió de la mejor manera: la sentencia quedó anulada y Mujin fue trasladado a otro regimiento.

Desde ese suceso los pilotos veían con malos ojos a Berman.

Un día Solomatin dijo en la cantina que un ruso jamás se habría comportado de esa manera. Entonces un piloto, tal vez Molchánov, repuso que todas las naciones tenían sus villanos.

—Tomemos a Korol, por ejemplo —dijo Vania Skotnoi—. Es judío, sin embargo trabajar en pareja con él es perfecto. Si sales con él en misión de reconocimiento, ten por seguro de que en la cola tienes a un amigo que no te va a fallar.

—Pero ¿cómo quieres que Korol sea judío? —dijo Solomatin—. Korol es uno de los nuestros. En el aire me fío más de él que de mí mismo. Una vez, sobrevolando Rzhev, me barrió justamente de debajo de la cola un Messer. Y dos veces dejé escapar a un fritz tocado para sacar de un apuro a Borka Korol. Y ya sabes que cuando combato me olvido hasta de mi madre.

—Ya veo —dijo Víktorov—. Si un judío es bueno, dices que no es judío.

Todos rieron, pero Solomatin continuó:

—Muy bien, reíros, pero a Mujin no le debió parecer nada divertido cuando Berman lo condenó a la pena capital.

Entretanto Korol entró en la cantina y un piloto le preguntó, interesado:

—Oye, Boria, ¿eres judío?

—Sí, lo soy.

—¿Estás seguro?

—Completamente.

—¿Circuncidado?

—Vete al cuerno —respondió Korol.

Todos se echaron a reír de nuevo.

Cuando los pilotos se dirigían del aeródromo al pueblo, Solomatin se puso al lado de Víktorov.

—¿Sabes? —le dijo—. Has pronunciado tu discurso en balde. Cuando trabajaba en la fábrica de jabón aquello estaba plagado de judíos, todos jefes; he visto con mis propios ojos a esos Samuel Abrámovich. Se apoyan mutuamente entre ellos, tenlo por seguro.

—¿De qué me hablas? —dijo Víktorov encogiéndose de hombros—. ¿Es que me has puesto en el mismo saco?

Berman proclamó a los pilotos que una nueva era había comenzado y que se había acabado la vida en la reserva. Eso ya lo habían comprendido por sí mismos, pero aun así le escuchaban con atención, no fuera a ser que deslizara en su discurso una pista sobre su destino, si el regimiento se quedaría en el frente noroeste y se instalarían cerca de Rzhev o si serían transferidos al oeste o al sur.

Berman hablaba.

—La primera cualidad de un piloto de combate consiste en conocer bien su máquina y equipo para utilizarlos eficazmente; la segunda es el amor a su máquina: debe amarla como si fuera su hermana o su madre; la tercera, tener valor, es decir, la cabeza fría y el corazón caliente. La cuarta, sentir el espíritu de camaradería del que está imbuida nuestra vida soviética. La quinta, ¡la abnegación en el combate! ¡El éxito depende de cada pareja de aviones que trabajan juntos! ¡Sigue al líder de la patrulla! Un verdadero piloto también le da vueltas a la cabeza en tierra, analiza el último combate, considera: «Ah, así habría sido mejor, así no se debe hacer».

Los pilotos, mientras tanto, adoptaban una expresión de fingido interés en sus caras, miraban al comisario e intercambiaban impresiones en voz baja.

—Tal vez escoltemos a los Douglas que llevan víveres a Leningrado —dijo Solomatin, que tenía una amiga en Leningrado.

—¿O tal vez en dirección a Moscú? —preguntó Molchánov cuya familia vivía en Kúntsevo, una localidad al oeste de Moscú.

—Quizá nos envíen cerca de Stalingrado —dijo Víktorov.

—Bah, es poco probable —replicó Skotnoi.

A él le era indiferente el lugar adonde destinaran al regimiento puesto que todos sus parientes se encontraban en la Ucrania ocupada.

—Y tú, Boria, ¿adónde volarías? —preguntó Solomatin—. ¿A tu capital judía, Berdíchev?

De pronto los sombríos ojos de Korol se oscurecieron de rabia y, en voz alta y clara, le soltó un aluvión de insultos.

—¡Suboficial Korol! —gritó Berman.

—A sus órdenes, camarada comisario.

—Cállese.

Pero Korol ya se había callado.

El mayor Zakabluka tenía gran reputación y fama en el arte de la blasfemia y jamás habría amonestado a un piloto de combate soltando tacos en presencia de un superior. Él mismo cada mañana gritaba a su ordenanza de forma amenazante:

—¡Maziúkin, tu puta madre…! —y después acababa en un tono más manso—: Va, venga, dame la toalla.

Sin embargo, como buen conocedor del carácter de picapleitos del comisario, el comandante del escuadrón no se atrevió a «amnistiar» rápidamente a Korol. Berman redactaría un informe donde expondría cómo Zakabluka había desacreditado su liderazgo político ante los pilotos. De hecho, Berman ya había informado por escrito a la sección política de que Zakabluka, desde que le habían pasado a la reserva, se había montado su propio señorío, bebía vodka con el jefe de Estado Mayor y tenía un lío con una lugareña, la zootécnica Zhenia Bondariova.

Así que el comandante Zakabluka no tuvo otra alternativa que lidiar con el asunto.

—¿Qué son esos modales, suboficial Korol? ¡Dos pasos al frente! ¿A qué viene este desorden? —gritó con voz ronca y amenazadora.

Luego llevó el caso más lejos:

—Instructor político Golub, comunique al comisario por qué razón el suboficial Korol ha infringido la disciplina.

—Permita que le informe, camarada mayor, que ha discutido con Solomatin, pero no he oído el motivo.

—¡Teniente mayor Solomatin!

—¡Presente, camarada mayor!

—Su informe. ¡A mí no! ¡Al comisario del batallón!

—Adelante —asintió Berman sin mirar a Solomatin.

Sospechaba que el mayor Zakabluka tenía sus razones para no dar su brazo a torcer. Sabía que era un hombre que destacaba por una astucia inusitada tanto en tierra como en el aire; allí, en lo alto, era donde sabía mejor que nadie adivinar al instante el objetivo del enemigo, su táctica, y se anticipaba a sus movimientos. En tierra sabía cuándo era necesario fingirse un tontaina y reír obsequiosamente las bromas burdas de un hombre estúpido. Y sabía dominar a sus jóvenes tenientes, que no se amilanaban ante nada ni nadie.

Durante el periodo pasado en reserva, Zakabluka había manifestado interés por la agricultura y, principalmente, por la ganadería y la avicultura. Se ocupaba también de la preparación de conservas de frutas y hortalizas: hacía licor de frambuesa, salaba y secaba las setas. Sus comidas eran célebres y a los comandantes de otros regimientos les gustaba ir a verle en sus horas libres a bordo de sus U2 para tomar un tentempié y echar un trago. Pero el mayor no ofrecía su hospitalidad a cambio de nada.

Berman conocía otra peculiaridad de Zakabluka que hacía que su relación con él fuera particularmente difícil: el circunspecto, precavido y taimado Zakabluka era a la vez un temerario que cuando tenía algo entre ceja y ceja se lanzaba de cabeza, sin importarle que le fuera la vida en ello.

—Luchar contra los jefes es inútil, como mear de cara al viento —decía a Berman, y de pronto cometía un acto insensato en contra de sus intereses, tanto que desorientaba por completo al comisario.

Cuando los dos se encontraban de buen humor, conversaban, se guiñaban el ojo y se daban palmaditas en la espalda o sobre el estómago.

—Nuestro comisario es un hombre inteligente —decía Zakabluka.

—Y es fuerte nuestro heroico mayor —decía Berman.

A Zakabluka no le gustaba el comisario por su carácter melifluo, la diligencia con que insertaba en sus informes cada palabra imprudente; se mofaba de la debilidad de Berman por las chicas bonitas, su pasión por el pollo cocido («deme el muslito», pedía), y su indiferencia por el vodka; reprobaba su falta de interés hacia las condiciones de vida de los demás pero también la habilidad con que creaba condiciones satisfactorias para su propia comodidad. De Berman apreciaba su inteligencia, su disposición para entrar en conflicto con los superiores por el bien de la causa y el coraje (a veces parecía que el propio Berman no se daba cuenta de lo fácil que era perder la vida).

Y ahí estaban aquellos dos hombres, a punto de conducir al campo de batalla a un escuadrón de cazas, y mirándose de soslayo mientras escuchaban el informe de Solomatin.

—Debo decir con franqueza, camarada comisario del batallón, que ha sido culpa mía si Korol ha infringido la disciplina. Me he burlado de él y él ha soportado mis pullas, pero al final ha perdido la paciencia.

—¿Qué le ha dicho usted? Transmítaselo al comisario del regimiento —interrumpió Zakabluka.

—Los chicos estaban intentando adivinar el destino del escuadrón, a qué frente nos enviarían, y yo le he dicho a Korol: «Tú seguro que quieres ir a tu capital, a Berdíchev».

Los pilotos observaban a Berman.

—No lo entiendo. ¿De qué capital habla? —preguntó Berman, pero de repente lo comprendió.

Berman se quedó desconcertado y todo el mundo se dio cuenta, especialmente el mayor, que se sorprendió de que eso le ocurriera a un hombre tan afilado como una cuchilla de afeitar. Pero lo que siguió a continuación fue todavía más asombroso.

—Bueno, ¿y qué más da? —dijo Berman—. ¿Y si usted, Korol, le hubiera preguntado a Solomatin, que, como todos sabemos, nació en el pueblo de Dórojovo en el distrito de Novo-Ruzski, si le apetece luchar sobre Dórojovo? ¿Debería haberle respondido con un puñetazo en la cara? Me sorprende encontrar la mentalidad del shtetl en un miembro del Komsomol[37].

Acababa de pronunciar unas palabras que ejercían, inevitablemente, cierto poder hipnótico sobre los hombres. Todos comprendían que Solomatin quería ofender a Korol y lo había logrado, pero Berman explicaba convencido que Korol no se había liberado de los prejuicios nacionalistas y que su conducta manifestaba desprecio respecto a la amistad entre los pueblos. Korol no debía olvidar que eran precisamente los fascistas los que se servían de prejuicios nacionalistas.

Todo lo que decía Berman era por sí mismo verdadero y justo. La Revolución y la democracia habían engendrado las ideas sobre las que ahora hablaba con voz emocionada. Pero en aquel instante, la fuerza de Berman residía en que más que servir a un ideal se servía de él, subordinándolo a sus necesidades, que ahora eran cuestionadas.

—¿Lo ven, camaradas? —continuó el comisario Berman—. Allí donde no hay claridad de ideas, tampoco hay disciplina. Esto explica el modo en que ha actuado hoy Korol.

Meditó unos instantes y añadió:

—El acto indecente de Korol, su actitud, es indigna de un soviético.

Por supuesto, Zakabluka no podía ya inmiscuirse. Berman había transformado la falta de Korol en una cuestión política, y Zakabluka sabía que ningún comandante en activo podía permitirse una intromisión en la acción de los órganos políticos.

—Así son las cosas, camaradas —dijo Berman, y después de una pequeña pausa para enfatizar sus palabras, concluyó—: el primer responsable de este acto indecente es el culpable directo, pero también lo soy yo, comisario de este escuadrón, ya que no he sabido ayudar al piloto Korol a dominar su repugnante residuo nacionalista. Es una cuestión más seria de lo que me parecía al principio; por eso no castigaré ahora a Korol por su infracción disciplinaria. Asumiré el compromiso de reeducar al suboficial Korol.

Todos se movieron y se acomodaron mejor en sus asientos al percatarse de que el asunto había concluido.

Korol miró fijamente a Berman. Algo en su mirada hizo que Berman se estremeciera, moviera bruscamente los hombros y se fuera.

Por la noche, Solomatin le dijo a Víktorov:

—Ves, Lenia, son siempre así: el uno por el otro, ni visto ni oído. Si este incidente te hubiera pasado a ti o a Vania Skotnoi, ten la certeza de que Berman os habría enviado a un batallón disciplinario.

38

Aquella noche, en lugar de irse a dormir, los pilotos se tumbaron sobre los catres de los refugios a fumar y charlar. Skotnoi, que había tenido una ración de vodka de despedida durante la cena, cantaba:

El avión entra en barrena.

Ruge, contra el regazo de la tierra va a estrellarse.

No llores, querida, tranquila.

Olvídame para siempre.

Velikánov no pudo contenerse: se fue de la lengua y todos supieron que el regimiento estaba a punto de ser enviado cerca de Stalingrado.

La luna se había alzado sobre el bosque, y su mancha inquieta iluminaba los árboles. El pueblo que se encontraba a dos kilómetros del aeródromo parecía inmerso en la ceniza, oscuro, silencioso. Los pilotos que estaban sentados junto a la entrada del refugio contemplaban el mundo maravilloso de la Tierra. Víktorov miraba las tenues sombras que la luna proyectaba sobre las alas y las colas de los Yak y empezó a acompañar en voz baja al cantante:

Nos sacarán fuera del avión,

la carcasa agarrada entre los brazos.

Alto en el cielo se elevarán los cazas

para acompañarnos en el último vuelo.

Y los que estaban echados sobre los catres seguían conversando. En la penumbra no podían distinguirse las caras de quienes hablaban, aunque se reconocían perfectamente por la voz. Sin necesidad de llamarse por el nombre, respondían y hacían preguntas.

—Fue Demídov el que pidió que lo destinaran en misión. ¿Te acuerdas? Si no volaba, adelgazaba.

—¿Te acuerdas de cuando escoltábamos a unos Petliakov cerca de Rzhev? Ocho Messer se le lanzaron en picado y él no rehuyó el combate, resistió durante diecisiete minutos.

—Sí, no estaría mal sustituir nuestros cazas por unos Junkers.

—Siempre cantaba mientras volaba. No pasa un día sin que me acuerde de sus canciones. Cantaba también las canciones de Vertinski.

—¡Era un hombre culto el moscovita!

—Sí, ése en el aire no te dejaba plantado. Siempre miraba por los que se quedaban detrás.

—Tú no tuviste tiempo de conocerlo.

—Claro que sí. Dime cómo vuelas y te diré qué clase de compañero eres.

Skotnoi acabó de cantar otra estrofa y todos se callaron a la espera de que continuara. Pero Skotnoi no entonó otra canción. Repitió, en cambio, un proverbio muy conocido entre los aviadores que comparaba la vida de un piloto de caza con la camiseta de un niño[38].

Después la conversación giró en torno a los alemanes.

—Lo mismo pasa con ellos, enseguida se les ve el plumero. Puedes decir si se trata de un buen piloto o si va en busca de novatos o rezagados.

—En general, no suelen tener parejas fuertes.

—No pondría la mano en el fuego.

—El boche le hinca los dientes al que está herido, pero escapa veloz si estás activo.

—Uno a uno. Yo también he derribado uno así.

—No te ofendas, pero yo no otorgaría una condecoración por abatir un Junkers.

—Un tarán[39]: así es la naturaleza rusa.

—¿Por qué me iba a ofender? Ahora no me puedes quitar la medalla.

—A propósito del tarán, hace mucho tiempo que acaricio un sueño… ¡Golpear el avión enemigo con mi hélice y no se hable más!

—El tarán, sí, el tarán. Aproximarse por la cola. Derribarlo, aplastarlo, confundirlo con el humo, el gas.

—Me gustaría saber si el comandante se va a llevar la vaca y las gallinas en el Douglas.

—Ya las han matado, las están conservando en salazón.

Alguien dijo arrastrando las palabras, pensativo:

—Ahora mismo me sentiría cohibido llevando a una chica a un buen club; he perdido la costumbre.

—Solomatin no lo estaría.

—¿Tienes envidia, Lenia?

—Envidio el hecho, no el objeto.

—Claro. Fiel hasta la tumba.

Luego todos se pusieron a recordar la batalla de Rzhev, la última antes de entrar en reserva, cuando siete cazas se encontraron con un nutrido número de Junkers prestos a bombardear acompañados de unos Messer. Cada piloto elogiaba sus propias hazañas, pero en realidad comentaban lo que habían conseguido juntos.

—Estaban en el fondo del bosque, pero en cuanto alzaron el vuelo fueron inconfundibles. ¡Volaban en tres filas! Reconocí enseguida la silueta de los Ju-87, con las patas prominentes y el morro amarillo. Bueno, pensé para mí, la cosa va a estar movidita.

—Al principio pensé que eran disparos de la artillería antiaérea.

—Hay que reconocer que el sol estaba de nuestra parte. Me puse de espaldas al sol, y abajo, de cabeza. Iba a la izquierda, pero de repente el alemán se me pone a una treintena de metros… Me tambaleé, pero no pasó nada: ¡el avión obedecía perfectamente! Me lancé contra el Junkers abriendo fuego con toda la artillería, empezó a echar humo, y en ésas, un Messer con el morro amarillo y largo como un lucio gira hacia mí. Pero ya era demasiado tarde para él. Vi la luz azul de las balas trazadoras.

—Y yo vi las mías que dieron en el blanco sobre las alas negras.

—Te lo pasaste en grande.

—De pequeño siempre estaba lanzando la corneta, y mi padre me sacudía de lo lindo. Luego, cuando trabajaba en la fábrica, nada más acabar la jornada me iba andando al club de aviación, siete kilómetros de ida y siete de vuelta. Estaba molido, pero nunca me salté una clase.

—Escucha esto. Me habían quemado el depósito de aceite y los tubos de la gasolina. La carlinga era un horno, todo echaba humo. Y en ese momento un alemán me da un golpe en el ala, las gafas se me rompieron, los cristales se hicieron añicos, tenía los ojos llenos de lágrimas. Me lanzo en picado contra él para devolverle la cortesía. Solomatin me cubre. Mi avión estaba en llamas, pero no tenía miedo, había perdido el sentido del tiempo. No sé cómo, pero logré aterrizar. Y yo no me quemé, sólo mis botas y el avión.

—Yo parece como si lo estuviera viendo ahora mismo —añadió otra voz—: Estaban a punto de abatir a nuestro compañero. Hago todavía dos virajes y él con un gesto me dice que me vaya. Yo no iba en pareja y me lanzaba contra los Messer para echar una mano a quien lo necesitara.

—Una vez me llevé una buena, me acribillaron como a una vieja perdiz.

—Doce veces me lancé a por el alemán. Al final conseguí tocarlo. Lo vi sacudir la cabeza y supe que era mi oportunidad. Lo derribé con mi cañón a veinticinco metros de distancia.

—Sí, en general, a los alemanes no les gusta combatir en un plano horizontal; prefieren el plano vertical.

—¡Eso es un despropósito!

—¿Qué?

—¡Todo el mundo lo sabe, incluso las chicas del pueblo! Los alemanes tratan de evitar los giros bruscos.

Todos se callaron; al cabo de un rato alguien dijo:

—Partiremos mañana en cuanto amanezca. Demídov se quedará aquí solo.

—Bueno, amigos, cada uno es libre de hacer lo que quiera, pero yo me voy al pueblo, a dar una vuelta.

—¿Una visita de despedida? Claro, vamos.

En medio de la noche, todo —el río, el campo, el bosque— estaba tan tranquilo y maravilloso como si en el mundo no existiera ni el odio, ni las traiciones, ni la vejez, sólo el amor correspondido. Las nubes flotaban sobre la luna, que a su vez caminaba sobre el velo que envolvía la Tierra. Sólo unos pocos pasaron aquella noche en el refugio. En los linderos del bosque, cerca de las vallas, refulgían los pañuelos blancos y estallaban risas felices. En el silencio un árbol se estremecía, asustado por un sueño nocturno, y de vez en cuando el río bisbiseaba un rumor incomprensible y enseguida volvía a correr en silencio.

Llegó la hora amarga para el amor: la hora de la despedida, la hora del destino. El que llora olvidará al día siguiente; a otra pareja los separará la muerte, para algunos el destino decretará un nuevo encuentro: la fidelidad.

Nació un nuevo día. Los motores se pusieron a rugir, el viento de las hélices aplastó la hierba estropeada y miles de gotas microscópicas temblaron al sol… Los aviones militares, uno detrás del otro, se alzaban a aquella altura azul, elevando en el cielo cañones y ametralladoras. Daban vueltas, esperaban a sus compañeros, se ponían en formación…

Todo lo que aquella noche había parecido tan inmenso desaparecía en el cielo azul…

Ahora las casas grises parecían cajitas con sus huertitos rectangulares, que se deslizaban, desaparecían bajo el ala del avión… Ya no se veía el sendero cubierto por la hierba, no se veía la tumba de Demídov… ¡En marcha! Y todo el bosque se estremecía, se desvanecía definitivamente bajo las alas del avión.

—¡Buenos días, Vera! —dice Víktorov.