PRIMERA PARTE

1

La niebla cubría la tierra. La luz de los faros de los automóviles reverberaba sobre la línea de alta tensión que bordeaba la carretera.

No había llovido, pero al amanecer la humedad había calado en la tierra y, cuando el semáforo indicó prohibido, una vaga mancha rojiza apareció sobre el asfalto mojado. El aliento del campo de concentración se percibía a muchos kilómetros de distancia: los cables del tendido eléctrico, las carreteras, las vías férreas, todo confluía en dirección a él, cada vez con mayor densidad. Era un espacio repleto de líneas rectas; un espacio de rectángulos y paralelogramos que resquebrajaba el cielo otoñal, la tierra, la niebla.

Unas sirenas lejanas lanzaron un aullido suave y prolongado.

La carretera discurría junto a la vía, y una columna de camiones cargados de sacos de cemento circuló durante un rato casi a la misma velocidad que el interminable tren de mercancías. Los chóferes de los camiones, enfundados en sus capotes militares, no miraban los vagones que corrían a su lado, ni las caras borrosas y pálidas que viajaban en su interior.

De la niebla emergió el recinto del campo: filas de alambradas tendidas entre postes de hormigón armado. Los barracones alineados formaban calles largas y rectilíneas. Aquella uniformidad expresaba el carácter inhumano del campo.

Entre millones de isbas rusas no hay ni habrá nunca dos exactamente iguales. Todo lo que vive es irrepetible. Es inconcebible que dos seres humanos, dos arbustos de rosas silvestres sean idénticos… La vida se extingue allí donde existe el empeño de borrar las diferencias y las particularidades por la vía de la violencia.

La mirada apresurada pero atenta del canoso maquinista seguía el desfile de los postes de hormigón, los altos pilares coronados por reflectores giratorios, las torres de observación donde se vislumbraba, como a la luz vítrea de una farola, a los centinelas apostados detrás de las ametralladoras. El maquinista guiñó el ojo a su ayudante; la locomotora lanzó una señal de aviso. Apareció de repente una garita iluminada por una lámpara eléctrica, luego una hilera de automóviles detenidos en el paso a nivel, bloqueados por una barrera a rayas y el disco del semáforo, rojo como el ojo de un toro.

De lejos se oyeron los pitidos de un tren que se acercaba. El maquinista se volvió hacia el ayudante:

—Ése es Zucker, lo reconozco por el fuerte pitido; ha descargado la mercancía y se vuelve de vacío a Múnich.

El tren vacío provocó un gran estruendo al cruzarse con aquel otro tren que se dirigía al campo; el aire desgarrado chilló, las luces grises entre los vagones centellearon, y, de repente, el espacio y la luz matutina del otoño, despedazada en fragmentos, se unieron en una vía que avanzaba regularmente.

El ayudante del maquinista, que había sacado un espejito del bolsillo, se examinó la sucia mejilla. Con un gesto de la mano, el maquinista le pidió que se lo pasara.

—Francamente, Genosse[1] Apfel —le dijo el ayudante, excitado—, de no ser por la maldita desinfección de los vagones podríamos haber regresado a la hora de la comida y no a las cuatro de la madrugada, muertos de cansancio. Como si no pudieran hacerlo aquí, en el depósito.

Al viejo le aburrían las sempiternas quejas sobre la desinfección.

—Da un buen pitido —dijo—, nos mandan directamente a la plataforma de descarga principal.

2

En el campo de concentración alemán, Mijaíl Sídorovich Mostovskói tuvo oportunidad, por vez primera después del Segundo Congreso del Komintern, de aplicar su conocimiento de lenguas extranjeras. Antes de la guerra, cuando vivía en Leningrado, había tenido escasas ocasiones de hablar con extranjeros. Ahora recordaba los años de emigración que había pasado en Londres y en Suiza, donde él y otros camaradas revolucionarios hablaban, discutían, cantaban en muchas lenguas europeas.

Guardi, el sacerdote italiano que ocupaba el catre junto a Mostovskói, le había explicado que en el Lager vivían hombres de cincuenta y seis nacionalidades.

Las decenas de miles de habitantes de los barracones del campo compartían el mismo destino, el mismo color de tez, la misma ropa, el mismo paso extenuado, la misma sopa a base de nabo y sucedáneo de sagú que los presos rusos llamaban «ojo de pescado».

Para las autoridades del campo, los prisioneros sólo se distinguían por el número y el color de la franja de tela que llevaban cosida a la chaqueta: roja para los prisioneros políticos, negra para los saboteadores, verde para los ladrones y asesinos.

Aquella muchedumbre plurilingüe no se comprendía entre sí, pero todos estaban unidos por un destino común. Especialistas en física molecular o en manuscritos antiguos yacían en el mismo camastro junto a campesinos italianos o pastores croatas incapaces de escribir su propio nombre. Un hombre que antes pedía el desayuno a su cocinero y cuya falta de apetito inquietaba al ama de llaves, ahora marchaba al trabajo al lado de aquel otro que toda su vida se había alimentado a base de bacalao salado. Sus suelas de madera producían el mismo ruido al chocar contra el suelo y ambos miraban a su alrededor con la misma ansiedad para ver si llegaban los Kostträger, los portadores de los bidones de comida, los «kostrigui» como los llamaban los prisioneros rusos.

Los destinos de los hombres del campo, a pesar de su diversidad, acababan por semejarse. Tanto si su visión del pasado se asociaba a un pequeño jardín situado al borde de una polvorienta carretera italiana, como si estaba ligada al bramido huraño del mar del Norte o a la pantalla de papel anaranjado en la casa de un encargado en las afueras de Bobruisk, para todos los prisioneros, del primero al último, el pasado era maravilloso.

Cuanto más dura había sido la vida de un hombre antes del campo, mayor era el fervor con el que mentía. Aquellos embustes no servían a ningún objetivo práctico; más bien representaban un himno a la libertad: un hombre fuera del campo no podía ser desgraciado…

Antes de la guerra aquel campo se denominaba campo para criminales políticos.

El nacionalsocialismo había creado un nuevo tipo de prisioneros políticos: los criminales que no habían cometido ningún crimen.

Muchos ciudadanos iban a parar al campo por haber contado un chiste de contenido político o por haber expresado una observación crítica al régimen hitleriano en una conversación entre amigos. No habían hecho circular octavillas, no habían participado en reuniones clandestinas. Se los acusaba de ser sospechosos de poder hacerlo.

La reclusión de prisioneros de guerra en los campos de concentración para prisioneros políticos era otra de las innovaciones del fascismo. Allí convivían pilotos ingleses y americanos abatidos sobre territorio alemán, comandantes y comisarios del Ejército Rojo. Estos últimos eran de especial interés para la Gestapo y se les exigía que dieran información, colaboraran, suscribieran toda clase de proclamas.

En el campo había saboteadores: trabajadores que se habían atrevido a abandonar el trabajo sin autorización en las fábricas militares o en las obras en construcción. La reclusión en campos de concentración de obreros cuyo trabajo se consideraba deficiente también era un hallazgo del nacionalsocialismo.

Había en el campo hombres con franjas de tela lila en las chaquetas: emigrados alemanes huidos de la Alemania fascista. Era ésta, asimismo, una novedad introducida por el fascismo: todo aquel que hubiera abandonado Alemania, aun cuando se hubiera comportado de manera leal a ella, se convertía en un enemigo político.

Los hombres que llevaban una franja verde en la chaqueta, ladrones y malhechores, gozaban de un estatus privilegiado: las autoridades se apoyaban en los delincuentes comunes para vigilar a los prisioneros políticos.

El poder que ejercía el preso común sobre el prisionero político era otra manifestación del espíritu innovador del nacionalsocialismo.

En el campo había hombres con un destino tan peculiar que no habían podido encontrar tela de un color que se ajustara convenientemente al suyo. Pero también el encantador de serpientes indio, el persa llegado de Teherán para estudiar la pintura alemana, el estudiante de física chino habían recibido del nacionalsocialismo un puesto en los catres, una escudilla de sopa y doce horas de trabajo en los Plantages[2].

Noche y día los convoyes avanzaban en dirección a los campos de concentración, a los campos de la muerte. El ruido de las ruedas persistía en el aire junto al pitido de las locomotoras, el ruido sordo de cientos de miles de prisioneros que se encaminaban al trabajo con un número azul de cinco cifras cosido en el uniforme. Los campos se convirtieron en las ciudades de la Nueva Europa. Crecían y se extendían con su propia topografía, sus calles, plazas, hospitales, mercadillos, crematorios y estadios.

Qué ingenuas, qué bondadosamente patriarcales parecían ahora las viejas prisiones que se erguían en los suburbios urbanos en comparación con aquellas ciudades del campo, en comparación con el terrorífico resplandor rojo y negro de los hornos crematorios.

Uno podría pensar que para controlar a aquella enorme masa de prisioneros se necesitaría un ejército de vigilantes igual de enorme, millones de guardianes. Pero no era así. Durante semanas no se veía un solo uniforme de las SS en los barracones. En las ciudades-Lager eran los propios prisioneros los que habían asumido el deber de la vigilancia policial. Eran ellos los que velaban por que se respetara el reglamento interno en los barracones, los que cuidaban de que a sus ollas sólo fueran a parar las patatas podridas y heladas, mientras que las buenas y sanas se destinaban al aprovisionamiento del ejército.

Los propios prisioneros eran los médicos en los hospitales, los bacteriólogos en los laboratorios del Lager, los porteros que barrían las aceras de los campos. Eran incluso los ingenieros que procuraban la luz y el calor en los barracones y que suministraban las piezas para la maquinaria.

Los kapos —la feroz y enérgica policía de los campos— llevaban un ancho brazalete amarillo en la manga izquierda. Junto a los Lagerälteste, Blockälteste y Stubenälteste, controlaban toda la jerarquía de la vida del campo: desde las cuestiones más generales hasta los asuntos más personales que tenían lugar por la noche en los catres. Los prisioneros participaban en el trabajo más confidencial del Estado del campo, incluso en la redacción de las listas de «selección» y en las medidas aplicadas a los prisioneros en las Dunkel-kammer, las celdas oscuras de hormigón. Daba la impresión de que, aunque las autoridades desaparecieran, los prisioneros mantendrían la corriente de alta tensión de los alambres, que no se desbandarían ni interrumpirían el trabajo.

Los kapos y Blockälteste se limitaban a cumplir órdenes, pero suspiraban y a veces incluso vertían algunas lágrimas por aquellos que conducían a los hornos crematorios… Sin embargo, ese desdoblamiento nunca llegaba hasta el extremo de incluir sus propios nombres en las listas de selección. A Mijaíl Sídorovich se le antojaba particularmente siniestro que el nacionalsocialismo no hubiera llegado al campo con monóculo, que no tuviera el aire altivo de un cadete de segunda fila, que no fuera ajeno al pueblo. En los campos, el nacionalsocialismo campaba a sus anchas pero no vivía aislado del pueblo llano: gustaba de sus burlas y sus bromas desataban las risas; era plebeyo y se comportaba de modo campechano; conocía a la perfección la lengua, el alma y la mentalidad de aquellos a los que había privado de libertad.

3

Mostovskói, Agrippina Petrovna, la médico militar Sofia Levinton y el chófer Semiónov fueron arrestados por los alemanes una noche del mes de agosto de 1942 a las afueras de Stalingrado y conducidos seguidamente al Estado Mayor de la división de infantería.

Después del interrogatorio Agrippina Petrovna fue puesta en libertad y, por indicación de un colaborador de la policía militar, recibió del traductor una hogaza de harina de guisantes y dos billetes rojos de treinta rublos; Semiónov, en cambio, fue agregado a la columna de prisioneros que partía hacia un Stalag de los alrededores, cerca de la granja de Vertiachi. Mostovskói y Sofia Ósipovna Levinton fueron enviados al Estado Mayor del Grupo de Ejércitos.

Allí Mostovskói vio por última vez a Sofia Ósipovna. La mujer permanecía de pie, en medio del patio polvoriento; la habían despojado del gorro y arrancado del uniforme las insignias de su rango, y tenía una expresión sombría y rabiosa en la mirada, en todo el rostro, que llenó de admiración a Mostovskói.

Después del tercer interrogatorio, llevaron a Mostovskói a pie hasta la estación de tren donde estaban cargando un convoy de trigo. Una decena de vagones estaban reservados para hombres y mujeres que eran enviados a Alemania para realizar trabajos forzados; Mostovskói pudo oír a las mujeres gritar cuando el tren se puso en marcha. A él lo habían encerrado en un pequeño compartimento de servicio; el soldado que le escoltaba no era un tipo grosero, pero, cada vez que Mostovskói le formulaba una pregunta, asomaba en su rostro la expresión de un sordomudo. Al mismo tiempo se palpaba que el soldado estaba única y enteramente dedicado a vigilar a su detenido: como el guardián experimentado de un parque zoológico que en medio de un silencio tenso vigila la caja donde una fiera salvaje se agita durante el viaje de traslado. Cuando el tren avanzaba por el territorio del gobernador general de Polonia, apareció un nuevo pasajero: un obispo polaco, bien plantado y de estatura alta, con los cabellos canos, ojos trágicos y unos juveniles labios carnosos. Enseguida contó a Mostovskói, con un fuerte acento ruso, la represión que Hitler había organizado contra el clero polaco. Después de que Mijaíl Sídorovich vituperara contra el catolicismo y el Papa, el obispo guardó silencio y, lacónico, pasó a contestar sus preguntas en polaco. Al cabo de unas horas, hicieron apearse al clérigo en Poznan.

Mostovskói fue conducido directamente al campo, sin pasar por Berlín… Tenía la impresión de que llevaba años en el bloque donde alojaban a los prisioneros de especial interés para la Gestapo. Allí alimentaban mejor a los reclusos que en el campo de trabajo, pero aquella vida fácil era la de las cobayas-mártires de los laboratorios. El guardián de turno llamaba a un prisionero a la puerta y le comunicaba que un amigo le ofrecía un intercambio ventajoso: tabaco por una ración de pan; y el prisionero volvía a su litera sonriendo satisfecho. De la misma manera, otro prisionero interrumpía su conversación para seguir al hombre que lo llamaba; su interlocutor esperaría en vano a conocer el final del relato. Al día siguiente el kapo se acercaba a las literas y ordenaba al guardián de turno que recogiera sus trapos; y alguien preguntaba en tono adulador al Stubenälteste Keize si podía ocupar el sitio que acababa de quedar libre.

La salvaje amalgama de los temas de conversación ya no sorprendía a Mostovskói; se hablaba de la «selección», los hornos crematorios y los equipos de fútbol del campo: el mejor era el de los Moorsoldaten del Plantage, el del Revier tampoco estaba mal, el equipo de la cocina tenía una buena línea delantera, el equipo polaco, en cambio, era un desastre en defensa. Se había acostumbrado asimismo a las decenas, los cientos de rumores que circulaban por el campo: sobre la invención de cierta arma nueva o sobre las discrepancias entre los líderes nacionalsocialistas. Los rumores eran invariablemente hermosos y falsos; el opio de la población de los campos.

4

Al despuntar el día empezó a caer la nieve y no remitió hasta mediodía. Los rusos experimentaron alegría y tristeza. Rusia había soplado en su dirección, arrojando bajo sus miserables y doloridos pies un pañuelo maternal. Los techos de los barracones estaban emblanquecidos y, a lo lejos, cobraban un aspecto familiar, aldeano.

Pero aquella alegría, que había resplandecido por un instante, se confundió con la tristeza y acabó por ahogarse.

A Mostovskói se le acercó un guardia, un soldado español llamado Andrea. Le informó, chapurreando un francés macarrónico, de que un amigo suyo, empleado en la administración del campo, había visto un papel donde se hablaba de un viejo de nacionalidad rusa, pero no había tenido tiempo de leerlo puesto que el superior de la oficina se lo había arrebatado de las manos.

«Mi vida pende de ese trozo de papel», pensó Mostovskói, y se alegró de sentirse tan sereno.

—Pero no importa —le susurró Andrea—; averiguaremos lo que hay ahí escrito.

—¿Por el comandante del campo? —preguntó Guardi, y sus enormes pupilas negras refulgieron en la penumbra—. ¿O por Liss, el representante del SD?

A Mostovskói le sorprendía que el Guardi de día y el Guardi de noche fueran tan diferentes. Durante el día el sacerdote hablaba de la sopa, de los recién llegados, pactaba intercambios de raciones con los vecinos, se acordaba de la comida italiana, picante y con sabor a ajo. Los prisioneros de guerra del Ejército Rojo conocedores de su expresión preferida, al encontrarse con él en la plaza del Lager, le gritaban de lejos: «Tío Padre, tutti kaputi», y sonreían como si aquellas palabras les infundieran esperanza. Le llamaban tío Padre, creyendo que Padre era su nombre.

Una vez, entrada la noche, los oficiales y los comisarios soviéticos que se encontraban en el bloque especial empezaron a gastar bromas sobre Guardi, preguntándose si de verdad había mantenido el voto de castidad.

Guardi, con el semblante serio, escuchó aquella mezcolanza fragmentaria de palabras francesas, alemanas y rusas.

Luego habló él, y Mostovskói le tradujo. Los revolucionarios rusos iban al presidio y al patíbulo por sus ideales. ¿Por qué, entonces, dudaban de que un hombre pudiera renunciar a la intimidad con las mujeres por ideales religiosos? Eso no tenía ni punto de comparación con el sacrificio de la propia vida.

—No lo estará diciendo en serio —observó el comisario de brigada Ósipov.

Por la noche, cuando los prisioneros empezaban a dormirse, Guardi se convertía en otro hombre. Se arrodillaba en el catre y rezaba. Parecía que en sus ojos extasiados, en aquel terciopelo negro y penetrante, podían ahogarse todos los sufrimientos de la ciudad-presidio. Los tendones de su cuello moreno se tensaban como si estuviera haciendo un esfuerzo físico; su rostro largo e indolente adoptaba una expresión de obstinación sombría y feliz. Rezaba durante mucho rato, y Mijaíl Sídorovich se dormía arrullado por el bisbiseo suave y apresurado del italiano. Por lo general, Mostovskói se despertaba una o dos horas más tarde, y, para entonces, Guardi ya dormía. El italiano tenía un sueño agitado, como si trataran de acoplarse sus dos naturalezas: la diurna y la nocturna. Roncaba, chasqueaba los labios, rechinaba los dientes, expulsaba gases intestinales estruendosamente y de repente entonaba, arrastrando la voz, hermosas palabras de una oración que hablaba de la misericordia de Dios y la Santa Virgen.

Nunca reprochaba al viejo comunista ruso su ateísmo y a menudo le hacía preguntas sobre la Rusia soviética.

El italiano, mientras escuchaba a Mostovskói, asentía con la cabeza, como si aprobara el cierre de iglesias y monasterios y las nacionalizaciones de las tierras que pertenecían al Santo Sínodo. Con sus ojos negros miraba fijamente al viejo comunista, y Mijaíl Sídorovich le preguntaba, irritado:

Vous me comprenez?

Guardi sonreía con su sonrisa habitual, la misma con la que hablaba de ragú y salsa de tomate.

Je comprends tout ce que vous dites, je ne comprends pas seulement pourquoi vous dites cela.

A los prisioneros de guerra rusos que se encontraban en el bloque especial no se les eximía del trabajo, motivo por el cual Mostovskói no los veía ni conversaba con ellos hasta muy avanzada la tarde, o bien por la noche. El general Gudz y el comisario de brigada Ósipov eran los únicos que no trabajaban.

Mostovskói solía hablar con un hombre extraño, de edad indeterminada, cuyo nombre era Ikónnikov-Morzh. Dormía en el peor lugar del barracón: cerca de la puerta de entrada, donde soplaba una corriente de aire helado y había un enorme cubo con una tapa ruidosa, el recipiente para los orines.

Los prisioneros rusos habían apodado a Ikónnikov «el viejo paracaidista»[3], lo consideraban un yuródivi[4] y lo trataban con una piedad aprensiva. Estaba dotado de aquella resistencia extraordinaria que sólo poseen los locos y los idiotas. Jamás se resfriaba, aunque al acostarse nunca se despojaba de la ropa mojada por la lluvia otoñal. Y seguramente sólo la voz de un loco podría sonar así de clara y sonora.

Mostovskói lo había conocido de la siguiente manera. Un día Ikónnikov se le acercó y se quedó mirándole fijamente, en silencio.

—¿Qué hay de bueno, camarada? —preguntó Mijaíl Sídorovich Mostovskói, que esbozó una sonrisa burlona cuando Ikónnikov, con acento declamatorio, profirió:

—¿De bueno? ¿Y qué es el bien?

De repente, estas palabras transportaron a Mostovskói a la infancia, cuando su hermano mayor, de regreso del seminario, discutía con su padre sobre cuestiones teológicas.

—Es un viejo dilema muy manido —dijo Mostovskói—. Le dieron vueltas ya los budistas y los primeros cristianos. También los marxistas se han afanado lo suyo.

—¿Y han encontrado la solución? —preguntó Ikónnikov en un tono que provocó la risa de Mostovskói.

—Bueno, el Ejército Rojo —replicó Mostovskói— lo está resolviendo ahora. Pero perdone, percibo en su voz un eco de misticismo, algo que no se comprende bien si corresponde a un pope o a un tolstoísta.

—No podría ser de otra manera —dijo Ikónnikov—, he sido tolstoísta.

—¡No me diga! —exclamó Mostovskói. Aquel extraño individuo despertaba su interés.

—¿Sabe? —continuó Ikónnikov—. Estoy convencido de que las persecuciones que los bolcheviques acometieron contra la Iglesia después de la Revolución han beneficiado a la fe cristiana. Antes de la Revolución la Iglesia se hallaba en un estado lamentable.

Mijaíl Sídorovich observó afablemente:

—¡Usted es un verdadero dialéctico! He aquí que yo también, en mis años de vejez, tengo la oportunidad de presenciar un milagro evangélico.

—No —respondió Ikónnikov con aire sombrío—. Para ustedes el fin justifica los medios, y los medios que emplean son despiadados. Yo no soy un dialéctico y usted no está asistiendo a ningún milagro.

—Muy bien —contestó Mostovskói, repentinamente irritado—, ¿en qué puedo ayudarle?

Ikónnikov, adoptando como un soldado la posición de firmes, dijo:

—¡No se ría de mí! —Su voz triste ahora sonó trágica—. No me he acercado a usted para bromear. El quince de septiembre del año pasado fui testigo de la ejecución de veinte mil judíos, entre ellos mujeres, niños y ancianos. Ese día comprendí que Dios nunca permitiría algo así y que, por tanto, Dios no existía. En la actual tiniebla, veo claramente vuestra fuerza y el terrible mal contra el que lucha…

—Vamos a ver, hablemos —dijo Mijaíl Sídorovich.

Ikónnikov trabajaba en el Plantage, en los pantanos cercanos al campo donde estaban construyendo un enorme sistema de tubos de hormigón para canalizar el río y los arroyos de agua sucia, y así drenar la depresión. A los hombres que eran enviados a trabajar allí —en su mayoría mal considerados por las autoridades— se les llamaba Moorsoldaten, soldados del pantano.

Las manos de Ikónnikov eran pequeñas, de dedos finos y uñas infantiles. Regresaba del trabajo cubierto de barro, todo empapado se acercaba al catre de Mostovskói y le preguntaba:

—¿Puedo sentarme a su lado?

Se sentaba, y sonriendo, sin mirar a su interlocutor, se pasaba una mano por la frente. Tenía una frente asombrosa; no era muy grande, pero sí abombada y clara, tanto que parecía que viviera una vida independiente de las orejas sucias, el cuello marrón oscuro y las manos con las uñas rotas. A los prisioneros de guerra soviéticos, hombres con historias personales sencillas, les parecía un hombre oscuro y perturbador.

Desde los tiempos de Pedro el Grande, los antepasados de Ikónnikov, generación tras generación, habían sido sacerdotes. Sólo la última había elegido otro camino: todos los hermanos de Ikónnikov, por deseo paterno, habían recibido una educación laica.

Ikónnikov ingresó en el Instituto de Tecnología de San Petersburgo pero, entusiasmado por el tolstoísmo, abandonó los estudios en último curso y se dirigió al norte de la provincia de Perm para convertirse en maestro de escuela. Vivió en un pueblo casi ocho años; luego se trasladó al sur, a Odessa, embarcó en un buque de carga como mecánico, estuvo en la India y en Japón, vivió en Sidney. Después de la Revolución volvió a Rusia y participó en una comuna agrícola. Era un antiguo sueño suyo; creía que el trabajo agrícola comunista instauraría el reino de Dios sobre la Tierra.

Durante el periodo de la colectivización general vio convoyes atestados de familias de deskulakizados[5]. Vio caer en la nieve a personas extenuadas que ya no volvían a levantarse. Vio pueblos «cerrados», sin un alma, con las puertas y ventanas tapiadas. Vio a una campesina arrestada, cubierta de harapos, el cuello carniseco, las manos oscuras de trabajadora, a la que quienes la escoltaban miraban con espanto; la mujer, enloquecida por el hambre, se había comido a sus dos hijos.

En aquella época, sin abandonar la comuna, comenzó a predicar el Evangelio y a rogar a Dios por la salvación de los que iban a morir. Al final fue encarcelado. Los horrores de los años treinta le habían trastornado la razón. Tras un año de reclusión forzada en un hospital psiquiátrico fue puesto en libertad y se estableció en Bielorrusia, en casa de su hermano mayor, profesor de biología, con cuya ayuda encontró empleo en una biblioteca técnica. Pero los lúgubres acontecimientos le habían causado una impresión tremenda.

Cuando estalló la guerra y los alemanes invadieron Bielorrusia, Ikónnikov vio el sufrimiento de los prisioneros de guerra, las ejecuciones de los judíos en las ciudades y en los shtetls[6] de Bielorrusia. De nuevo cayó en un estado de histeria e imploraba a conocidos y desconocidos que escondieran a los judíos; él mismo intentó salvar a mujeres y niños. Enseguida fue denunciado y, tras escapar de milagro de la horca, lo internaron en un campo.

En la cabeza de aquel hombre viejo, sucio y andrajoso reinaba el caos. Profesaba una moral grotesca y ridícula, al margen de la lucha de clases.

—Allí donde hay violencia —explicaba Ikónnikov— impera la desgracia y corre la sangre. He sido testigo de los grandes sufrimientos del pueblo campesino, aunque la colectivización se hacía en nombre del bien. Yo no creo en el bien, creo en la bondad.

—Según sus palabras, deberíamos horrorizarnos cuando, en nombre del bien, ahorquen a Hitler y a Himmler. Horrorícese, pero no cuente conmigo —respondió Mijaíl Sídorovich.

—Pregunte a Hitler —objetó Ikónnikov—, le dirá que incluso este campo se erigió en nombre del bien.

Mostovskói tenía la impresión de que los razonamientos lógicos que se afanaba en formular durante sus conversaciones con Ikónnikov eran comparables a los infructuosos intentos de un hombre por repeler a una medusa con un cuchillo.

—El mundo no se ha elevado por encima de la verdad suprema que formuló un cristiano en la Siria del siglo VI —repitió Ikónnikov—: «Condena el pecado y perdona al pecador».

En el barracón había otro anciano ruso: Chernetsov. Era tuerto. Un guardia le había roto el ojo de cristal, y aquella cuenca, vacía y roja, producía un extraño efecto sobre su rostro pálido. Cuando hablaba con alguien se cubría la órbita vacía del ojo con la mano.

Chernetsov era un menchevique que había huido de la Unión Soviética en 1921. Había vivido veinte años en París trabajando en un banco como contable. Había caído prisionero por haber secundado el llamamiento a los empleados del banco para sabotear las directrices de la nueva administración alemana. Mostovskói procuraba no toparse con él.

Era evidente que la popularidad de Mostovskói inquietaba al menchevique. Todos, ya fuera un soldado español, un propietario de una papelería noruego o un abogado belga, mostraban inclinación hacia el viejo bolchevique y acudían a él para hacerle preguntas.

Un día se sentó en el catre de Mostovskói el hombre que detentaba el mando entre los prisioneros de guerra soviéticos: el mayor Yershov. Se acercó a Mostovskói y, poniéndole una mano sobre el hombro, se puso a hablarle con fervor y presteza.

De repente Mostovskói miró a su alrededor. Chernetsov los observaba desde un extremo del barracón. Mostovskói pensó que la angustia que expresaba su ojo sano era más terrible que el agujero rojo que se abría en el lugar del ojo ausente.

«Sí, hermano, no me gustaría estar en tu pellejo», pensó Mostovskói sin alegría maliciosa.

Una ley dictada por la costumbre, si bien no por casualidad, había establecido que Yershov era indispensable para todos. «¿Dónde está Yershov? ¿Habéis visto a Yershov? ¡Camarada Yershov! ¡Mayor Yershov! Yershov ha dicho… Pregunta a Yershov…» Llegaba gente de otros barracones para verle; alrededor de su catre siempre había movimiento.

Mijaíl Sídorovich había bautizado a Yershov como «el director de conciencias». La década de 1860 había tenido a sus directores de conciencias. Primero fueron los populistas; luego Mijáilovski, que se fue por donde había llegado. ¡Ahora el campo de concentración nazi también tenía a su director de conciencias! La soledad del tuerto era un símbolo trágico del Lager.

Habían transcurrido décadas desde la primera vez que Mijaíl Sídorovich había sido encarcelado en una prisión zarista. Incluso había ocurrido en otro siglo, el XIX.

Recordaba cómo se había ofendido ante la incredulidad de algunos dirigentes del Partido que ponían en tela de juicio su capacidad para desempeñar un trabajo práctico. Ahora se sentía fuerte, constataba a diario cómo sus palabras estaban revestidas de autoridad para el general Gudz, para el comisario de brigada Ósipov y para el mayor Kiríllov, siempre tan triste y abatido.

Antes de la guerra le consolaba la idea de que, apartado de toda actividad, apenas tenía contacto con todo aquello que suscitaba su rechazo y su protesta: el poder unipersonal de Stalin en el seno del Partido, los sangrientos procesos contra la oposición, el escaso respeto hacia la vieja guardia. Había sufrido enormemente con la ejecución de Bujarin, al que conocía bien y amaba.

Pero sabía que en caso de haberse enfrentado al Partido en cualquiera de estas cuestiones, él, contra su propia voluntad, se habría revelado como un opositor a la causa leninista a la que había consagrado su vida. A veces le torturaban las dudas. ¿Acaso era la debilidad o quizás el miedo la causa de su silencio, lo que le impelía a no enfrentarse a lo que no estaba conforme? ¡Se habían evidenciado tantas bajezas antes de la guerra! A menudo recordaba al difunto Lunacharski. Cuánto le habría gustado volver a verle; era tan fácil hablar con Anatoli Vasílievich, tan inmediato, se comprendían con media palabra.

Ahora, en el horrible campo alemán, se sentía fuerte, seguro de sí mismo. Sólo había una sensación incómoda que no le abandonaba. No podía recuperar aquel sentimiento joven, claro y completo de sentirse uno más entre los suyos y extraño entre los extraños.

Una vez un oficial inglés le había preguntado si la prohibición en Rusia de expresar puntos de vista antimarxistas no había resultado un obstáculo para su trabajo filosófico. Pero no era eso lo que le preocupaba.

—A otros, tal vez les moleste. Pero no es un inconveniente para un marxista como yo —replicó Mijaíl Sídorovich.

—Le he hecho esta pregunta precisamente porque es usted marxista, uno de la vieja guardia —precisó el inglés.

Aunque Mostovskói hizo una mueca de dolor, había logrado replicar al inglés.

El problema no era tanto que algunos hombres que le eran íntimamente cercanos como Ósipov, Gudz o Yershov le irritaran a veces. La desgracia era que muchas cosas de su propia alma se le habían vuelto extrañas. En tiempo de paz se había alegrado al encontrar a un viejo amigo, sólo para comprender al despedirse que no eran sino dos extraños.

Pero, ahora, ¿qué podía hacer cuando era una parte de sí mismo la que se había vuelto extraña…? Con uno mismo no se puede romper relaciones, ni dejar de encontrarse.

Durante las conversaciones con Ikónnikov, Mostovskói se irritaba, se volvía rudo y sarcástico, lo tildaba de majadero, calzonazos y bobalicón. Pero, al mismo tiempo que se burlaba de él, cuando no lo veía le echaba de menos.

Sí, precisamente en eso consistía el gran cambio experimentado entre sus años de juventud transcurridos en las cárceles y el momento presente.

Cuando era joven, todo le resultaba próximo y comprensible en sus amigos y camaradas de Partido. Cada pensamiento y opinión de sus adversarios, en cambio, le parecían extraños, monstruos.

Ahora, de improviso, reconocía en los pensamientos de un desconocido aquello que décadas antes le era querido, mientras que a veces aquello que le era ajeno tomaba forma, misteriosamente, en los pensamientos y palabras de sus amigos.

«Debe de ser porque hace demasiado tiempo que estoy en el mundo», se decía Mostovskói.

5

El coronel americano ocupaba una celda individual en un barracón especial. Tenía permiso para salir libremente durante las horas vespertinas y le servían comidas especiales. Corría la voz de que Suecia había intervenido en su favor, y que el presidente Roosevelt había pedido noticias suyas al rey de Suecia.

Un día el coronel llevó una tableta de chocolate al mayor Níkonov, que estaba enfermo. Estaba muy interesado en los prisioneros de guerra rusos y siempre intentaba entablar conversación con ellos sobre las tácticas de los alemanes y las causas de los fracasos del primer año de guerra.

Hablaba a menudo a Yershov y, mirando los ojos perspicaces, alegres y tristes al mismo tiempo, del mayor ruso, se olvidaba de que éste no comprendía el inglés.

Le parecía extraño que un hombre con una cara tan inteligente no pudiera entenderle, sobre todo teniendo en cuenta que los temas que le planteaba eran de sumo interés para ambos.

—¿En serio no entiende nada de lo que le digo? —le preguntaba, apenado.

Yershov le respondía en ruso:

—Nuestro honorable sargento dominaba todas las lenguas, excepto las extranjeras.

Sin embargo, en un lenguaje compuesto de sonrisas, miradas, palmaditas en la espalda y unas quince palabras tergiversadas en ruso, alemán, inglés y francés, los rusos del campo lograban hablar de camaradería, compasión, ayuda, el amor al hogar, la mujer y los hijos con hombres de decenas de nacionalidades de lenguas diferentes.

Kamerad, gut, Brot, Suppe, Kinder, Zigarette, Arbeit y otra docena de palabras de la jerga alemana generada en los campos, Revier, Blockälteste, kapo, Vernichtungslager, Appell, Appellplatz, Waschraum, Flugpunkt, Lagerschütze[7], bastaban para expresar lo esencial en la vida sencilla y complicada de los prisioneros.

También había varias palabras rusas —rebiata, tabachok, továrisch[8]— que utilizaban los reclusos de varias nacionalidades. Y la palabra rusa dojodiaga, que se empleaba para referirse a los prisioneros medio muertos, desfallecientes, se convirtió en una expresión de uso común al ganarse el consenso de las cincuenta y seis nacionalidades que integraban el campo.

Pertrechados únicamente con diez o quince palabras, el gran pueblo alemán irrumpió en las ciudades y aldeas habitadas por el gran pueblo ruso: millones de aldeanas, de viejos y niños, y millones de soldados alemanes se comunicaban con palabras como matka, pan, ruki vverj, kurka, yaika[9] , kaputt. Bien es cierto que no llegaban muy lejos con semejantes explicaciones, pero de todos modos, el gran pueblo alemán no necesitaba nada más para el tipo de quehaceres que acometía en Rusia.

Los intentos de Chernetsov por entablar conversación con los prisioneros de guerra soviéticos no dieron demasiados frutos. Con todo, durante los veinte años que había pasado en la emigración no había olvidado el ruso, que dominaba a la perfección. No podía comprender a los prisioneros de guerra soviéticos que le evitaban.

Del mismo modo, a los prisioneros de guerra soviéticos les resultaba imposible ponerse de acuerdo: unos estaban dispuestos a morir para no cometer traición; otros tenían intención de alistarse en las tropas de Vlásov. Cuanto más hablaban y discutían, menos se comprendían. Luego se hacía el silencio; el odio y desprecio mutuos era patente. En aquel gemido de mudos y discursos de ciegos, en aquella espesa mezcla de individuos, unidos por el horror, la esperanza y la desgracia, en aquel odio e incomprensión entre hombres que hablaban una misma lengua, se perfilaba de un modo trágico una de las grandes calamidades del siglo XX.

6

El día que nevó las conversaciones nocturnas entre los prisioneros rusos fueron particularmente tristes.

Incluso el coronel Zlatokrilets y el comisario de brigada Ósipov, siempre enérgicos y rebosantes de vitalidad, parecían sombríos y taciturnos. Todos estaban hundidos en la melancolía.

El mayor de artillería Kiríllov permanecía sentado en el catre de Mostovskói; tenía los hombros caídos y balanceaba la cabeza ligeramente. Parecía que no sólo sus ojos oscuros sino también su enorme cuerpo estuvieran llenos de nostalgia.

Los enfermos de cáncer desahuciados tienen una expresión semejante, hasta el punto de que incluso sus seres más próximos, al mirarles a los ojos, les desean, conmovidos, una muerte rápida.

El omnipresente Kótikov, con el rostro amarillento, señalando a Kiríllov susurró a Ósipov:

—Éste o se ahorca o se une a Vlásov.

Mostovskói, frotándose las grises mejillas hirsutas, dijo:

—Escuchadme, cosacos. Todo va bien. ¿Es que no lo veis? Para los fascistas cada día de vida del Estado fundado por Lenin es insoportable. El fascismo no tiene alternativa. O nos devora y nos aniquila, o se extingue.

»Precisamente, el odio que los fascistas nos profesan es la prueba de la justicia de la causa de Lenin. Y todavía otra cosa, que no es menos seria. Recordad que cuanto más nos odien los fascistas, más seguros debemos estar de la justicia de nuestra causa. Al final venceremos.

Se volvió con brusquedad hacia Kiríllov:

—¿Qué le pasa a usted? Acuérdese de Gorki, que mientras caminaba por el patio de la cárcel oyó gritar a un georgiano: «¿Por qué andas como una gallina? ¡Mantén la cabeza alta!».

Todos estallaron en risotadas.

—Y tenía razón. Venga, la cabeza alta —confirmó Mostovskói—. ¡Pensad que el grande y noble Estado soviético defiende la idea comunista! Que Hitler se enfrente al Estado y la idea. Stalingrado planta cara, resiste. A veces, antes de la guerra, parecía que habíamos apretado las tuercas demasiado fuerte. Pero ahora, en realidad, hasta un ciego puede ver que el fin justifica los medios.

—Sí, no cabe duda, apretamos bien las tuercas —intervino Yershov.

—Pero no lo suficiente —objetó el general Gudz—. Tendríamos que haber sido más contundentes, así el enemigo jamás habría llegado hasta el Volga.

—Nosotros no tenemos que dar lecciones a Stalin —dijo Ósipov.

—Bien dicho —aprobó Mostovskói—. Y si perecemos en las prisiones o en las minas húmedas, qué le vamos a hacer. No es en eso en lo que debemos pensar.

—¿Y en qué, entonces? —preguntó Yershov con voz estentórea.

Los presentes se miraron, luego lanzaron una mirada alrededor y se quedaron callados.

—¡Ay, Kiríllov, Kiríllov! —exclamó de repente Yershov—. Ha hablado bien nuestro viejo Mostovskói: debemos alegrarnos de que los fascistas nos odien. Nosotros los odiamos y ellos nos odian. ¿Lo entiendes? Pero ¡imagínate estar en un campo ruso! Ser prisionero de los tuyos sí que es una desgracia, mientras que aquí, eso no importa. Somos tipos fuertes, ¡todavía daremos guerra a los alemanes!

7

Durante toda la jornada el mando del 62.º Ejército no pudo establecer contacto con las tropas. Muchos radiorreceptores del Estado Mayor no funcionaban; la conexión telefónica era cortada por doquier.

Había momentos en que la gente, al contemplar el Volga, cuyas aguas fluían embravecidas, tenía la sensación de que el río era la inmutabilidad misma y de que en sus márgenes la tierra, palpitante, se ondulaba.

Desde la orilla oriental, cientos de piezas de artillería pesada soviética hacían fuego. La ofensiva alemana hacía saltar terrones en la ladera sur del Mamáyev Kurgán y cubría el terreno de barrizales.

Era como si se levantaran nubes de tierra y pasaran a través de un tamiz admirable e invisible, creado por la fuerza de la gravedad, y, al disiparse, formaran una lluvia de terrones y fango que caía contra el suelo, mientras ínfimas partículas en suspensión se elevaban hacia el cielo.

Varias veces al día, los soldados del Ejército Rojo, ensordecidos y con los ojos inflamados, hacían frente a la infantería y los tanques alemanes.

En el mando, aislado de las tropas, el día parecía penosamente largo. Chuikov, Krilov y Gúrov lo intentaban todo para llenar el tiempo y así tener la ilusión de estar realizando una actividad: escribían cartas, discutían los posibles movimientos del enemigo, bromeaban, bebían vodka, acompañándolo de vez en cuando con algo de comer, o bien guardaban silencio aguzando el oído al estruendo de las bombas. En torno al refugio se abatía una tormenta de hierro que sesgaba la vida de aquellos que por un instante asomaban la cabeza sobre la superficie del terreno. El Estado Mayor estaba paralizado.

—Venga, echemos una partida de cartas —propuso Chuikov apartando hacia un lado de la mesa el voluminoso cenicero lleno de colillas.

Incluso Krilov, el jefe del Estado Mayor, había perdido la paciencia. Con un dedo tamborileó sobre la mesa y dijo:

—No puedo imaginarme nada peor que estar aquí sentados, esperando a que nos devoren.

Chuikov repartió las cartas y anunció:

—Los corazones son triunfos. —Luego, de repente, desparramó la baraja y profirió—: Aquí estamos, encerrados como conejos en sus guaridas, y jugando una partidita de cartas… ¡No, no puedo!

Permaneció sentado con aire pensativo. Su cara adoptó una expresión terrible, tal era el odio y el tormento que se reflejaba en ella.

Gúrov, como si presintiera su destino, murmuró ensimismado:

—Sí, después de un día como éste uno puede morirse de un ataque al corazón. —Luego se echó a reír y dijo—: en la división es imposible entrar en el retrete durante el día, ¡es una empresa de locos! Me han contado que el jefe del Estado Mayor de Liudnikov entró gritando en el refugio: «¡Hurra, muchachos, he cagado!», y al darse la vuelta, vio dentro del búnker a la doctora de la que está enamorado.

Al anochecer, los ataques de la aviación alemana cesaron. Probablemente, un hombre que fuera a parar de noche a las orillas de Stalingrado, abrumado por el estampido y las explosiones, se imaginaría que un destino adverso le había conducido a aquel lugar en la hora del ataque decisivo. Para los veteranos castrenses, en cambio, aquélla era la hora de afeitarse, hacer la colada, escribir cartas; para los mecánicos, torneros, soldadores, relojeros del frente era la hora de reparar relojes y fabricar mecheros, boquillas, candiles con vainas de latón de proyectil y jirones de capotes a modo de mechas.

El fuego titilante de las explosiones iluminaba el talud de la orilla, las ruinas de la ciudad, los depósitos de petróleo, las chimeneas de las fábricas, y, en aquellas breves llamaradas, la ciudad y la orilla ofrecían un aspecto siniestro, lúgubre.

Al caer la noche el centro de transmisiones se despertó: las máquinas de escribir comenzaron a teclear multiplicando las copias de los boletines de guerra, los motores se pusieron a zumbar, el morse a traquetear y los telefonistas se llamaban de una línea a otra mientras los puestos de mando de las divisiones, los regimientos, las baterías y las compañías se conectaban a la red. Los oficiales de enlace que acababan de llegar tosían discretamente mientras guardaban turno para dar sus informes al oficial de servicio.

El viejo Pozharski, que comandaba la artillería del ejército; Tkachenko, general de ingeniería, responsable de las peligrosas travesías del río; Gúrtiev, el comandante recién llegado de la división siberiana, y el teniente coronel Batiuk, veterano de Stalingrado, cuya división estaba apostada bajo el Mamáyev Kurgán, se apresuraron a presentar sus informes a Chuikov y Krilov. En los informes dirigidos a Gúrov, miembro del Consejo Militar, comenzaron a sonar los nombres famosos de Stalingrado —el operador de mortero Bezdidko, los francotiradores Vasili Záitsev y Anatoli Chéjov, el sargento Pávlov—, y, junto a éstos, otros nombres de hombres pronunciados por primera vez: Shonin, Vlásov, Brisin, cuyo primer día en Stalingrado les había dado la gloria. Y en primera línea se entregaba a los carteros cartas dobladas en forma de triángulo: «Vuela, hojita, de occidente a oriente…, vuela con un saludo, vuelve con la respuesta… Buenos días y tal vez buenas noches…». En primera línea se enterraba a los caídos, y los muertos pasaban la primera noche de su sueño eterno junto a los fortines y las trincheras donde los compañeros escribían cartas, se afeitaban, comían pan, bebían té y se lavaban en baños improvisados.

8

Para los defensores de Stalingrado llegaron los días más duros.

En la confusión de los combates callejeros, del ataque y del contraataque; en la batalla por el control de la Casa del Especialista, del molino, del edificio del Gosbank (banco estatal); en la lucha por sótanos, patios y plazas, la superioridad de las fuerzas alemanas era incuestionable.

La cuña alemana, hundida en la parte sur de Stalingrado, en el jardín de los Lapshín, Kuporosnaya Balka y Yelshanka, se había ensanchado, y los ametralladores alemanes, que se habían refugiado cerca del agua, abrían fuego contra la orilla izquierda del Volga, al sur de Krásnaya Slobodá. Los oficiales del Estado Mayor, que cada día marcaban en el mapa la línea del frente, constataban cómo las líneas azules progresaban inexorablemente mientras continuaba disminuyendo la franja comprendida entre la línea roja de la defensa soviética y la azul celeste del Volga.

Aquellos días la iniciativa, alma de la guerra, estaba abanderada por los alemanes. Avanzaban y avanzaban sin cesar hacia delante, y toda la furia de los contraataques soviéticos no lograba detener su movimiento lento, pero aborreciblemente decidido.

Y en el cielo, desde el alba hasta el anochecer, gemían los bombarderos alemanes en picado y horadaban la tierra desventurada con bombas demoledoras. Y en cientos de cabezas martilleaba, punzante, el cruel pensamiento de qué pasaría al día siguiente, al cabo de una semana, cuando la franja de la defensa soviética se transformara en un hilo y se rompiera, roído por los dientes de acero de la ofensiva alemana.

9

Era noche cerrada cuando el general Krilov se acostó en su catre de campaña. Le dolían las sienes, tenía la garganta irritada por las decenas de cigarrillos que había fumado. Krilov se pasó la lengua por el paladar reseco y se giró de cara a la pared. La somnolencia hacía que en su memoria se mezclaran recuerdos de los combates de Sebastopol y Odessa, los gritos de la infantería rumana al ataque, los patios adoquinados y cubiertos de hiedra de Odessa y la belleza marinera de Sebastopol.

Se le antojaba que de nuevo estaba en su puesto de mando de Sebastopol, y en la bruma del sueño brillaban los cristales de las lentes del general Petrov; el cristal centelleante resplandecía en miles de fragmentos, y mientras el mar se ondulaba, el polvo gris de las rocas trituradas por los proyectiles alemanes llovía sobre las cabezas de los marineros y los soldados y se levantaba hacia la montaña Sapún.

Oyó el chapoteo indiferente de las olas contra el borde de la lancha y la voz ruda del submarinista: «¡Salte!». Le pareció que saltaba al agua, pero su pie tocó enseguida el casco del submarino… Una última mirada a Sebastopol, a las estrellas del cielo, a los incendios en la orilla…

Krilov se durmió. Pero tampoco en el sueño la obsesión de la guerra le dio tregua: el submarino se alejaba de Sebastopol en dirección a Novorossiisk. Dobló las piernas entumecidas; tenía la espalda y el pecho bañados en sudor, el ruido del motor le golpeaba en las sienes. De repente el motor enmudeció y el submarino se posó suavemente sobre el fondo del mar. El bochorno se volvió insoportable; el techo metálico, dividido en cuadrados por el punteado de los remaches, le estaba aplastando…

Oyó un ruido sordo: había estallado una bomba de profundidad. El agua le golpeó, le arrancó de la litera.

En aquel instante Krilov abrió los ojos: todo estaba en llamas; por delante de la puerta abierta del refugio, hacia el Volga, corría un torrente de fuego, se oían gritos y el traqueteo de las metralletas.

—El abrigo…, cúbrete la cabeza con el abrigo —gritó a Krilov un soldado desconocido mientras se lo extendía.

Pero, apartándose del soldado, el general gritó:

—¿Dónde está el comandante?

De repente lo comprendió: los alemanes habían incendiado los depósitos de petróleo y la nafta inflamada se deslizaba hacia el Volga.

Parecía imposible salir vivo de aquel torrente de fuego líquido. Las llamas silbaban alzándose con estruendo del líquido que se derramaba llenando las fosas y los cráteres e invadía las trincheras de comunicaciones. La tierra, la arcilla, la piedra, impregnadas de petróleo, empezaron a despedir humo. El petróleo se derramaba en chorros negros y lustrosos de los depósitos acribillados por proyectiles incendiarios, como si enormes rollos de fuego y humo hubieran estado taponados en las cisternas y ahora se desenvolvieran alrededor.

La vida que reinaba sobre la Tierra cientos de millones de años antes, la burda y terrible vida de los monstruos primitivos, se había liberado de las remotas fosas sepulcrales y rugía de nuevo, pisoteando todo a su paso con sus enormes patas, lanzando alaridos, fagocitando con avidez todo a su alrededor. El fuego alcanzaba cientos de metros de altura arrastrando nubes de vapor incandescente que estallaban en lo alto del cielo. La masa de llamas era tan grande que el torbellino de aire no podía proveer de oxígeno a las incandescentes moléculas de hidrocarburo, y una bóveda negra, densa y tambaleante, separaba el cielo estrellado de otoño de la tierra incendiada. Visto desde abajo, aquel firmamento chorreante, negro y grasiento, producía pavor.

Las columnas de humo y fuego que se elevaban hacia el cielo adoptaban formas efímeras de seres vivos presas de la desesperación o la furia, o bien de chopos oscilantes, de álamos temblorosos. El negro y el rojo se arremolinaban entre jirones de fuego, como chicas morenas y pelirrojas despeinadas que se entrelazaran en una danza.

El combustible incendiado se propagaba uniformemente sobre el agua y, arrastrado por la corriente, silbaba, humeaba, se retorcía.

Era sorprendente la rapidez con la que un gran número de soldados había logrado encontrar un camino hacia la orilla y gritaban: «¡Por aquí, corre por aquí, por este sendero!». Algunos habían tenido tiempo de alcanzar dos o tres veces los refugios en llamas y ayudar a los oficiales del Estado Mayor a llegar a un promontorio en la orilla; en el punto de bifurcación de los torrentes de petróleo que corrían por el Volga había un reducido grupo de supervivientes.

Unos hombres con chaquetones guateados ayudaron al comandante general del ejército y a los oficiales del Estado Mayor a bajar a la orilla. Sacaron en brazos al general Krilov, al que ya daban por muerto, y de nuevo, batiendo sus pestañas calcinadas, se abrieron paso a través de los matorrales de rosas silvestres hacia los refugios.

Los oficiales del Estado Mayor del 62.° Ejército permanecieron en aquel minúsculo promontorio del Volga hasta la madrugada. Protegiéndose la cara del aire abrasador y sacudiéndose de la ropa la lluvia de chispas que les caía encima, miraban al comandante del ejército, que llevaba el capote militar echado sobre los hombros y los cabellos en la frente saliéndole por debajo de la visera. Sombrío, ceñudo, daba la impresión de estar tranquilo, pensativo.

Gúrov miró a los hombres que le rodeaban y dijo:

—Parece que ni siquiera el fuego puede quemarnos… —y tocó los botones ardientes de su capote.

—¡Eh, tú, el soldado de la pala! —gritó el jefe de los zapadores, el general Tkachenko—. Cava rápido un pequeño foso aquí, ¡que no pase otro fuego de esta colina!

Después se dirigió a Krilov:

—Todo está del revés, camarada general: el fuego fluye como agua y el Volga está cubierto de llamas. Por suerte, el viento no es fuerte, de lo contrario nos habríamos achicharrado.

Cuando la brisa se levantó sobre el Volga, la pesada techumbre del incendio empezó a balancearse, se inclinaba, y los hombres se echaron hacia atrás para burlar las llamas.

Algunos, acercándose a la orilla, remojaban las botas, y el agua se evaporaba al contacto con el cuero ardiente. Otros guardaban silencio, fijando la mirada en la tierra; otros miraban alrededor; y hubo quienes, sobreponiéndose a la angustia, bromeaban: «No hacen falta cerillas, podemos encender el cigarrillo con el Volga o el viento». Había también los que se palpaban el cuerpo y balanceaban la cabeza al sentir el calor de las hebillas metálicas de los cinturones.

Se oyeron algunas explosiones: eran granadas de mano que explotaban en los refugios del batallón de defensa del Estado Mayor. Luego restallaron los cartuchos de las cintas de ametralladora. Una bomba de mortero alemana silbó atravesando las llamas y fue a explotar lejos en el Volga. A través del humo se atisbaban siluetas lejanas en la orilla; alguien intentaba, por lo visto, desviar el fuego del cuartel general, pero después de un instante todo desaparecía en el humo y el fuego.

Krilov miraba las llamas que se expandían a su alrededor, pero no tenía recuerdos, no establecía relaciones. ¿Y si los alemanes hubieran planeado hacer coincidir el incendio con el ataque? Los alemanes no conocían el emplazamiento del mando del ejército; un prisionero capturado el día anterior se resistía a creer que el Estado Mayor del ejército tuviera sede en la orilla derecha… Era evidente que se trataba de una ofensiva local; había, pues, posibilidades de sobrevivir hasta el día siguiente, siempre y cuando no se levantara viento.

Echó un vistazo a Chuikov, que estaba a su lado; éste contemplaba el incendio ululante; su cara, tiznada de hollín, parecía de cobre incandescente. Se quitó la gorra, se pasó la mano por el pelo y, de repente, tuvo el aspecto de un herrero aldeano bañado en sudor; las chispas le saltaban por encima de su cabeza rizada. Alzó la mirada hacia la ruidosa cúpula de fuego, y luego volvió la cabeza hacia el Volga, donde se filtraban brechas de tiniebla entre las llamas serpenteantes. Krilov pensó que el comandante general del ejército debía de estar reflexionando intensamente en las mismas cuestiones que le inquietaban a él: ¿lanzarían los alemanes una ofensiva más violenta aquella noche? ¿Dónde trasladar el Estado Mayor en caso de que sobrevivieran hasta la mañana…?

Chuikov, al notar sobre él la mirada del comandante del Estado Mayor, le sonrió. Luego, trazando con la mano un amplio círculo en el aire, dijo:

—Qué belleza, diablos, ¿no es cierto?

Las llamas del incendio eran perfectamente visibles desde Krasni Sad, al otro lado del Volga, donde se encontraba establecido el Estado Mayor del frente de Stalingrado. Tras recibir la primera comunicación del incendio, el jefe del Estado Mayor, el teniente general Zajárov, fue a transmitir la información a su comandante, el general Yeremenko. Éste pidió a Zajárov que fuera personalmente al centro de transmisiones para hablar con Chuikov. Zajárov, jadeante, atravesó el sendero a toda prisa. El ayudante de campo que le iluminaba el camino con una linterna de vez en cuando lo advertía: «Cuidado, camarada general», y con la mano apartaba las ramas de los manzanos que pendían en el sendero. El resplandor lejano iluminaba los troncos de los árboles y caía en manchas rosadas sobre la tierra. Aquella luz incierta llenaba el ánimo de inquietud. El silencio que reinaba alrededor, roto únicamente por las llamadas en voz baja de los centinelas, confería una fuerza particularmente angustiosa al fuego pálido y mudo.

En el centro de transmisiones la telefonista de guardia, mirando al sofocado Zajárov, dijo que no había comunicación telefónica, ni telegráfica, ni tampoco por radio con Chuikov.

—¿Y con las divisiones? —preguntó Zajárov con voz entrecortada.

—Acabamos de establecer contacto con Batiuk, camarada teniente general.

—¡Pásemelo, rápido!

La telefonista tenía miedo de mirar a Zajárov: estaba segura de que de un momento a otro iba a desatarse el carácter difícil e irascible del general. Pero, de repente, le dijo con satisfacción:

—Aquí tiene, camarada teniente general —y le extendió el teléfono.

Al otro lado de la línea se encontraba el jefe del Estado Mayor de la división. Él, al igual que la joven telefonista, se asustó al oír la respiración jadeante y la voz imperiosa del jefe del Estado Mayor del frente preguntarle:

—¿Qué está pasando ahí? ¡Deme un informe! ¿Está en contacto con Chuikov?

El jefe del Estado Mayor de la división le refirió el incendio de los depósitos de petróleo y que una cortina de fuego había caído sobre el cuartel general del Estado Mayor del ejército; la división no tenía ninguna comunicación con Chuikov. Al parecer no todos habían perecido puesto que a través del fuego y el humo podía verse a un grupo de personas en la orilla del río; pero ni por tierra, ni cruzando el Volga en barca era posible llegar hasta ellos, porque el río estaba ardiendo.

Batiuk, junto a una compañía de defensa del Estado Mayor, había costeado la orilla donde se propagaba el incendio para tratar de desviar el petróleo en llamas y ayudar a los hombres atrapados a escapar del fuego.

Después de haber escuchado las palabras del jefe del Estado Mayor, Zajárov dijo:

—Informe a Chuikov… Si todavía está vivo, informe a Chuikov… —y se calló.

La muchacha, sorprendida por la larga pausa y mientras aguardaba el estruendo de la voz ronca del general, miraba con temor a Zajárov; el teniente general se estaba secando las lágrimas con un pañuelo.

Aquella noche murieron, a causa del fuego y el derrumbe de los refugios, cuarenta oficiales del Estado Mayor.

10

Krímov llegó a Stalingrado poco después del incendio de los depósitos de petróleo.

Chuikov había instalado su nuevo cuartel general cerca de la pendiente del Volga, donde estaba alojado un regimiento de fusileros que formaba parte de la división de Batiuk. Visitó el refugio del comandante del regimiento, el capitán Mijáilov, y asintió en señal de satisfacción mientras inspeccionaba su espacioso refugio subterráneo con las paredes revestidas con láminas de contrachapado.

El comandante del ejército observó la cara de aflicción del pelirrojo y pecoso capitán y le dijo con regocijo:

—Se ha hecho construir un refugio demasiado lujoso para su grado, camarada capitán.

Fue así que el Estado Mayor del regimiento, una vez trasladado su sencillo mobiliario, se transfirió a algunas decenas de metros en el sentido de la corriente, y el pelirrojo Mijáilov, a su vez, expulsó con decisión al comandante del batallón.

El comandante del batallón, ahora sin alojamiento, evitó molestar a los jefes de su compañía (ya vivían demasiado estrechos), y mandó que excavaran un nuevo refugio en el mismo altiplano.

Los trabajos de ingeniería estaban en pleno apogeo cuando Krímov llegó al cuartel general del 62.° Ejército. Los zapadores estaban cavando trincheras de comunicación entre los diferentes departamentos del Estado Mayor, calles y senderos que unían la sección política, la de operaciones y la de artillería.

Krímov vio salir un par de veces al comandante para controlar cómo iban las obras. Probablemente nunca en ninguna parte del mundo se ha concedido tanta importancia a la construcción de refugios como en Stalingrado. No se construían para estar en calor ni como modelo arquitectónico para generaciones venideras. La posibilidad de volver a ver un nuevo día y de comer una vez más dependía estrictamente del grosor de las paredes, la profundidad de las vías de comunicación, la proximidad a las letrinas, la efectividad del camuflaje antiaéreo.

Cuando se hablaba de alguien, se hablaba también de su refugio.

—Hoy Batiuk ha hecho un buen trabajo con los morteros sobre el Mamáyev Kurgán. Y dicho sea de paso, tiene un refugio con puerta de roble, bien gruesa, como las del Senado; es un tipo inteligente.

Solía ocurrir que se hablara de alguien en estos términos:

—Bueno, como ya sabes, le han obligado a retirarse durante la noche. No tiene enlace con las unidades, ha perdido una posición clave. En cuanto a su puesto de mando, se ve desde el aire; tiene una lona impermeable a modo de puerta, buena contra las moscas tal vez. Es un don nadie; he oído decir que su mujer lo abandonó antes de la guerra.

Circulaban infinidad de historias relacionadas con los refugios y los búnkeres de Stalingrado. La historia de cómo el agua había irrumpido en el túnel donde se hallaba instalado el Estado Mayor de Rodímtsev, cómo todos los documentos acabaron flotando en el río y unos bromistas señalaron en el mapa el lugar donde el Estado Mayor de Rodímtsev había desembocado en el Volga. La historia de la destrucción de las famosas puertas del refugio de Batiuk. La historia de cómo Zhóludev y todo su Estado Mayor fueron sepultados vivos en su refugio en la fábrica de tractores.

La ladera del río, completamente atiborrada de búnkeres, le recordaba a Krímov un gigantesco navío de guerra: a babor se extendía el Volga, a estribor la densa muralla de fuego del enemigo.

Krímov había recibido el encargo del departamento político de solventar las desavenencias entre el comandante y el comisario del regimiento de fusileros de la división de Rodímtsev.

Mientras iba a ver a Rodímtsev, Krímov tenía la intención de informar a los oficiales del Estado Mayor, y luego ocuparse de aquella vana disputa.

El enviado de la sección política del ejército le condujo a la boca de piedra de la enorme caverna donde estaba instalado el Estado Mayor de Rodímtsev. El centinela anunció la llegada desde el frente del comisario del batallón, y una voz profunda respondió:

—Hágalo pasar, no está acostumbrado. Lo más probable es que se lo haya hecho en los pantalones.

Krímov pasó por debajo del techo abovedado. Sintiéndose el centro de las miradas de los oficiales, se presentó al corpulento comisario de división, que llevaba un chaquetón militar y estaba sentado sobre una caja de latas de conserva.

—Espléndido —dijo el comisario de regimiento—, una conferencia es justo lo que necesitamos. Hemos oído que Manuilski y otros han llegado a la orilla izquierda, pero no han encontrado el momento de venir a vernos a Stalingrado.

—También he recibido órdenes del jefe del departamento político —dijo Krímov— de resolver una disputa entre el comandante del regimiento de fusileros y el comisario.

—Sí, en efecto, había una disputa —admitió el comisario—. Ayer, sin embargo, quedó zanjada: una bomba de una tonelada cayó sobre el puesto de mando del regimiento. Acabó con la vida de dieciocho hombres, entre ellos el comandante y el comisario.

Y añadió con naturalidad, en tono de confidencia:

—Eran cara y cruz, incluso en el aspecto físico: el comandante era un hombre sencillo, hijo de campesinos, mientras que el comisario llevaba guantes y un anillo en un dedo. Ahora yacen el uno al lado del otro.

Como hombre que sabía dominar su estado de ánimo y el de los demás, y no subordinarse a él, cambió bruscamente de tono y, con voz alegre, dijo:

—Cuando nuestra división estaba instalada cerca de Kotlubán, tuve que llevar en mi coche hasta el frente a un conferenciante de Moscú, Pável Fiódorovich Yudin. Un miembro del Consejo Militar me había dicho: «Si pierde uno solo de sus cabellos, te cortaré la cabeza». Pasé muchas fatigas con él. En cuanto veíamos que un avión sobrevolaba cerca, nos desviábamos a la cuneta. No tenía ganas de perder la cabeza. Pero el camarada Yudin sabía muy bien cuidar de sí mismo. Hizo gala de una iniciativa admirable.

Las personas que escuchaban la conversación se reían, y Krímov se dio cuenta de que aquel tono de burla indulgente le sacaba de sus casillas.

Por lo general Krímov establecía buenas relaciones con los comandantes, completamente correctas con los oficiales del Estado Mayor, y relaciones irritantes, no siempre sinceras, con sus colegas, los políticos. En aquella ocasión, de hecho, también le irritaba ese comisario: otro novato en el frente que jugaba a ser un veterano; probablemente había ingresado en el Partido poco antes de la guerra, pero no le gustaba Engels.

A todas luces, sin embargo, también Krímov irritaba al comisario de división.

Esta sensación no lo abandonó mientras el ordenanza le estaba preparando el alojamiento y otra persona le servía té.

Casi cada establecimiento militar tiene su propio estilo, distinto de los demás. En el Estado Mayor de la división de Rodímtsev se enorgullecían de contar con un general tan joven.

Cuando Krímov concluyó la conferencia, comenzaron a hacerle preguntas.

Belski, el jefe del Estado Mayor, sentado al lado de Rodímtsev, preguntó:

—Camarada conferenciante, ¿cuándo abrirán los Aliados el segundo frente?

El comisario de la división, recostado sobre un catre estrecho, apoyado contra la pared de piedra del túnel, extendió el heno con las manos y dijo:

—Y a quién le importa. Lo que a mí de verdad me interesa es saber cuándo piensa empezar a actuar nuestro mando.

Krímov, descontento, miró de reojo al comisario y dijo:

—Puesto que el comisario plantea así la cuestión, no me corresponde a mí responder, sino al general.

Todos dirigieron su mirada a Rodímtsev, que declaró:

—Aquí un hombre alto no podría estar de pie. En otras palabras, vivimos dentro de un «tubo». No tiene mucho mérito estar a la defensiva. Pero no se puede lanzar una ofensiva desde un tubo. Aunque quisiéramos aquí no se pueden concentrar reservas…

En aquel instante sonó el teléfono. Rodímtsev descolgó el auricular.

Todos tenían la mirada fija en él.

Después de colgar, Rodímtsev se inclinó hacia Belski y le susurró algunas palabras. Belski alargó la mano hacia el teléfono, pero Rodímtsev le detuvo:

—¿Para qué? ¿Acaso no lo oye?

Bajo los arcos de piedra de la galería, iluminada por la luz humosa y centelleante de las lámparas construidas con vainas de proyectil, se oían ráfagas de ametralladoras que tronaban en la cabeza de los presentes; parecía el sonido que hacen los carretones al atravesar un puente. De vez en cuando retumbaban las explosiones de las granadas de mano. En el túnel todos los sonidos se amplificaban.

Rodímtsev llamaba ora a uno ora a otro de sus colaboradores del Estado Mayor, y de nuevo se colgaba con impaciencia al teléfono.

En el instante que captó la mirada de Krímov, sentado algo a lo lejos, le sonrió de modo familiar, amablemente, y dijo:

—Se despeja el tiempo en el Volga, camarada conferenciante.

Entretanto el teléfono sonaba sin cesar. Y al escuchar la conversación de Rodímtsev, Krímov se hizo una idea aproximada de lo que estaba ocurriendo. El segundo jefe de la división, el joven coronel Borísov, se acercó al general e, inclinándose sobre la caja donde estaba desplegado el mapa de Stalingrado, trazó una gruesa línea azul que cortaba perpendicularmente el punteado rojo de la defensa soviética hasta el Volga.

Borísov lanzó una mirada expresiva a Rodímtsev con sus ojos oscuros. Éste se levantó de sopetón al ver venir al encuentro, emergiendo de la penumbra, a un hombre envuelto en una lona impermeable. Los andares y la expresión del rostro de aquel individuo que se aproximaba delataban sin lugar a dudas de dónde venía. Parecía rodeado de una nube incandescente invisible; se diría que lo que hacía frufrú, con sus rápidos movimientos, no era la tela que lo envolvía, sino la electricidad crepitante que impregnaba al recién llegado.

—Camarada general —gritó él con angustia—, el enemigo me ha hecho retroceder. Esos perros han llegado al barranco, se dirigen al Volga. Necesito refuerzos.

—Contenga usted mismo al enemigo a cualquier precio. No tengo reservas —dijo Rodímtsev.

—Que lo contenga a cualquier precio —repitió el hombre envuelto en la tela de lona, y todos comprendieron, cuando éste dio media vuelta y se dirigió a la salida, cuál era el precio que iba a pagar.

—¿Está aquí cerca? —preguntó Krímov, e indicó en el mapa la línea tortuosa del río.

Pero Rodímtsev no tuvo tiempo de responderle. En la entrada del túnel se oyeron disparos de pistola, relampaguearon resplandores rojos de granadas de mano.

Se oyó el penetrante silbato del comandante. El jefe del Estado Mayor, abalanzándose sobre Rodímtsev, gritó:

—¡Camarada general, el enemigo ha irrumpido en el cuartel general!

De repente, el respetado general, el hombre que había resaltado con un lápiz de color los cambios de la situación de las tropas con una calma casi teatral, desapareció. Y la guerra en aquellos barrancos cubiertos de maleza y edificios en ruinas dejó de ser una cuestión de acero cromado, lámparas catódicas y aparatos de radio. Era sólo un hombre con labios finos gritando con frenesí:

—¡Rápido, Estado Mayor! Comprueben sus armas, cojan granadas y síganme. ¡Vamos a combatir al enemigo!

Su voz y sus ojos, que veloces e imperiosos se deslizaron por Krímov, transmitían un frío y abrasador espíritu de combate. En aquel instante se hizo evidente que la principal fuerza de aquel hombre no residía en su experiencia ni en el conocimiento de los mapas, sino en su alma violenta, salvaje, impetuosa.

Minutos más tarde, oficiales, secretarios, agentes de enlace, telefonistas empujándose entre sí, jadeantes, se escabullían hacia la salida del túnel. Siguiendo a Rodímtsev, ligero de pies, corrieron en dirección al barranco de donde llegaba el ruido de explosiones y disparos, gritos e insultos.

Cuando Krímov llegó sin aliento entre los primeros al límite del barranco y miró hacia abajo, el corazón se le estremeció en una amalgama de sensaciones: repugnancia, miedo, odio. En el fondo de la hendidura se recortaban sombras confusas, se encendían y apagaban las chispas de los disparos, relampagueaban destellos, ahora verde ahora rojo, y en el aire flotaba un incesante silbido metálico. Krímov tenía la impresión de estar mirando un gigantesco nido de serpientes donde se agitaban cientos de seres venenosos, que silbaban, lanzaban miradas refulgentes y rápidamente se dispersaban haciendo susurrar la maleza.

Con un sentimiento de furia, aversión y temor se puso a disparar con el fusil en dirección a los fogonazos que centelleaban en la oscuridad, contra aquellas sombras rápidas que reptaban por las laderas del barranco.

A algunas decenas de metros los alemanes aparecieron en la cima del barranco. Un estruendo reiterado de granadas de mano sacudía la tierra y el aire. El grupo de asalto alemán se esforzaba por abrirse paso hasta la entrada del túnel.

Las sombras humanas, los fogonazos de los disparos que refulgían en la niebla, los gritos y gemidos que se apagaban y encendían se asemejaban a un enorme caldero negro en ebullición, y Krímov se sumergió en cuerpo y alma en aquel borboteo hirviente, y ya no pudo pensar ni sentir como pensaba y sentía antes. A veces creía que dominaba el movimiento del torbellino que se había apoderado de él, pero otras le invadía la angustia de la muerte, y tenía la sensación de que una oscuridad alquitranada se le derramaba en los ojos y le penetraba en los orificios nasales, y le faltaba aire para respirar, y no había cielo estrellado encima de su cabeza, sólo la negrura, el barranco y unas criaturas terribles que hacían crujir la maleza.

Parecía imposible comprender lo que estaba pasando y al mismo tiempo en él se reforzaba un sentimiento diáfano, claro como la luz del día, que lo vinculaba con aquellos hombres que trepaban por la pendiente, el sentimiento de su propia fuerza unida a la de los compañeros que disparaban a su lado, un sensación de alegría por que en algún lugar, cerca de él, se encontraba Rodímtsev.

Aquella sensación sorprendente descubierta en una noche de batalla, donde a tres pasos no se distinguía quién estaba a tu lado, si un amigo o un enemigo dispuesto a fulminarte, se mezclaba con otra, no menos sorprendente e inexplicable, ligada a la marcha general del combate; una sensación que daba la posibilidad a los soldados de juzgar la verdadera proporción de fuerzas en una batalla, adivinar el desenlace de un combate.

11

La percepción del resultado global de un combate que experimenta un soldado aislado de los otros por el humo, el fuego, el aturdimiento, a menudo resulta más justa que los juicios formulados por los oficiales del Estado Mayor mientras estudian un mapa.

En el momento decisivo de la batalla se produce un cambio asombroso cuando el soldado que toma la ofensiva y cree que está próximo a lograr el objetivo mira alrededor, confuso, sin ver a los compañeros con los que había iniciado la acción, mientras el enemigo, que todo el tiempo le había parecido singular, débil y estúpido, de repente se convierte en plural y, por ello, invencible. En ese momento decisivo de la batalla —claro para aquellos que lo viven; misterioso e inexplicable para los que tratan de adivinarlo y comprenderlo desde fuera— se produce un cambio de percepción: el intrépido e inteligente «nosotros» se transforma en un tímido y frágil «yo», mientras el desventurado adversario, que se percibía como una única presa de caza, se convierte en un compacto, temible y amenazador «ellos».

Mientras rompe la resistencia del enemigo, el soldado, que avanza, percibe todo por separado: la explosión de una granada; las ráfagas de ametralladora; el soldado enemigo allí, tirando a resguardo, que ahora se echa a correr, no puede hacer otra cosa que correr porque está solo, aislado de su cañón, a su vez aislado… de su ametralladora, igualmente aislada, del tirador vecino, igualmente aislado… mientras que yo, yo soy «nosotros», yo soy toda la enorme infantería que marcha al ataque, yo soy esta artillería que me cubre, yo soy estos tanques que me apoyan, yo soy esta bengala que ilumina nuestro combate común. Pero he aquí que, de repente, yo me quedo solo, y todo aquello que me parecía débil y aislado se funde en un todo terrible de disparos enemigos de fusiles, de ametralladoras, de artillería, y la fuerza que me había ayudado a vencer aquella unidad se desvanece. Mi salvación está en la huida, consiste en esconder la cabeza, poner a cubierto el pecho, la frente, la mandíbula.

Y en la oscuridad de la noche aquellos que se han enfrentado a un ataque repentino y que, al principio, se sentían débiles y aislados comienzan a desmantelar la unidad del enemigo que se ha abatido contra ellos, comienzan a sentir su propia unidad, donde se encierra la fuerza de la victoria.

En la comprensión de esta transición es donde reside lo que a menudo permite hablar de la guerra como un arte.

En esa sensación de unicidad y pluralidad, en la alternancia que va de la conciencia de la noción de unicidad a la de pluralidad se encuentra no sólo la relación entre los acontecimientos durante los ataques nocturnos de las compañías y los batallones, sino también el signo de la batalla que libran ejércitos y pueblos enteros.

Hay una sensación que los participantes en un combate pierden casi por completo: la sensación del tiempo. La chica que ha bailado hasta la madrugada en una fiesta de fin de año no puede decir cuál ha sido su sensación del tiempo, si ha sido larga o, por el contrario, corta.

De la misma manera, un recluso que haya pasado veinticinco años en cautividad en la prisión de Schlisselburg dirá: «Tengo la impresión de haber pasado una eternidad en esta fortaleza, pero al mismo tiempo me parece que sólo llevo en ella unas pocas semanas».

La noche del baile estará llena de acontecimientos efímeros: miradas, fragmentos de música, sonrisas, roces, y cada uno de ellos pasará tan rápido que no dejará en la mente de la chica la sensación de duración en el tiempo. Sin embargo, la suma de estos breves acontecimientos engendra la sensación de un largo intervalo de tiempo que parece abarcar toda la felicidad de la vida humana.

Al prisionero de Schlisselburg le ocurre al contrario: sus veinticinco años de cautiverio están formados de intervalos de tiempo separados, penosos y largos, desde el toque de diana hasta la retreta, desde el desayuno a la cena. Pero la suma de esos hechos pobres logran generar una nueva sensación: en aquella lúgubre uniformidad del paso de los meses y los años el tiempo se encoge, se contrae… Así nace una impresión simultánea de brevedad e infinito, así nace una proximidad de percepción entre los concurrentes del baile de fin de año y los que llevan reclusos decenas de años. En ambos casos, la suma de acontecimientos engendra el sentimiento simultáneo de duración y brevedad.

Más complejo es el proceso de deformación del tiempo referente a la percepción de la brevedad del mismo y su duración que se da en el hombre que vive un combate. Allí las cosas van más lejos, allí son incluso las primeras sensaciones individuales las que se ven deformadas, alteradas. Durante el combate los segundos se dilatan, pero las horas se aplastan. La sensación de larga duración se relaciona con acontecimientos fulminantes: el silbido de los proyectiles y las bombas aéreas, las llamaradas de los disparos y las explosiones.

La sensación de brevedad se correlaciona con acontecimientos prolongados: cruzar un campo arado bajo el fuego, arrastrarse de una guarida a otra. En cuanto al combate cuerpo a cuerpo, éste tiene lugar fuera del tiempo. Aquí la indeterminación se manifiesta tanto en los diferentes componentes como en el resultado, la deformación afecta tanto a la suma como a los sumandos.

Y de sumandos hay una cantidad infinita.

La sensación de duración de la batalla está en conjunto tan profundamente deformada que se manifiesta con una total indeterminación, desconectada tanto de la duración como de la brevedad.

En el caos donde se confunde la luz cegadora y la oscuridad ciega, los gritos, el estruendo de las explosiones, el crepitar de las metralletas; en el caos que hace añicos la percepción del tiempo Krímov tuvo una intuición de una nitidez asombrosa: los alemanes habían sido arrollados, los alemanes estaban vencidos. Lo comprendió él, lo comprendieron los secretarios y los agentes de enlace que disparaban junto a él, por una sutil percepción interna.

12

Pasó la noche. Entre la maleza quemada yacían los cuerpos de los caídos. Sin alegría, lúgubremente, el agua jadeaba en la orilla. La melancolía se adueñaba del corazón ante la visión de la tierra devastada, los esqueletos de las casas quemadas.

Daba inicio un nuevo día, y la guerra estaba dispuesta a llenarlo con abundancia —hasta el límite— de humo, cascajos, hierro, vendas sucias ensangrentadas. Y los días anteriores habían sido parecidos. Y no quedaba nada en el mundo salvo aquella tierra lacerada por el hierro, salvo aquel cielo en llamas.

Krímov, sentado sobre una caja, con la cabeza apoyada contra la pared de piedra del túnel, dormitaba.

Oía las voces confusas de sus colegas, el tintineo de las tazas: el comisario y el jefe del Estado Mayor intercambiaban palabras soñolientas mientras tomaban el té. Decían que el prisionero capturado era un zapador; su batallón había sido transportado vía aérea desde Magdeburgo unos días antes. En el cerebro de Krímov apareció la imagen de un libro escolar: dos recuas de caballos de tiro, empujadas por unos palafreneros con gorros puntiagudos, se esforzaban por separar dos hemisferios encajados[10]. Y él sintió aflorar de nuevo el sentimiento de tedio que le suscitaba en la infancia aquella imagen.

—Bien —dijo Belski—, eso significa que han comenzado a recurrir a las reservas.

—Sí, definitivamente va bien —dijo Vavílov—; el Estado Mayor de la división inicia el contraataque.

Llegados a este punto, Krímov oyó canturrear a Rodímtsev con tono precavido:

—Amigo, esto no son más que flores, esperemos a ver cuando maduren los frutos…

Por lo visto, Krímov había consumido toda su fuerza anímica durante el combate nocturno. Para ver a Rodímtsev tenía que girar la cabeza, pero no lo hizo. «Así de vacío, probablemente, sólo se puede sentir un pozo al que le han sacado toda el agua», se dijo en su fuero interno. Se adormeció de nuevo y las voces lejanas, los sonidos de los disparos y las explosiones se fundieron en un zumbido monótono.

Pero una nueva sensación penetró en su cerebro: se vio a sí mismo tumbado en una habitación con los postigos cerrados mientras su mirada perseguía una mancha de luz sobre el papel pintado. La mancha trepa hasta la arista del espejo y se transforma en un arco iris. El corazón del muchacho de aquel entonces se estremece; el hombre de sienes plateadas y con una pesada pistola en la cintura, abre los ojos y mira alrededor.

En el centro del túnel estaba erguido un soldado con una guerrera gastada y, sobre la cabeza inclinada, un gorro con la estrella verde del frente; tocaba el violín.

Vavílov, al ver que Krímov se despertaba, se inclinó hacia él.

—Es nuestro peluquero, Rubínchik, ¡un gran maestro!

De vez en cuando, alguien, sin andarse con ceremonias, interrumpía su ejecución con un chiste grosero; otro, haciendo callar al músico, preguntaba: «¿Me permite que hable?», y daba su informe al jefe del Estado Mayor. Una cuchara tintineaba contra una taza de hojalata; alguien bostezó prolongadamente «a-a-a-a», y se puso a ahuecar el heno.

El peluquero, atento, procuraba no molestar con su música a los comandantes, dispuesto a interrumpirla en cualquier momento.

Krímov se acordó en ese preciso instante de Jan Kubelik, con su cabello cano y vestido de frac negro. ¿Cómo era posible que el famoso violinista pareciera ahora eclipsado por un mero barbero castrense? ¿Por qué la voz fina, trémula del violín que cantaba una cancioncita sin pretensiones, como un diminuto arroyo, expresaba en ese momento con mayor intensidad que Bach o Mozart toda la inmensa profundidad del alma humana?

De nuevo, por milésima vez, Krímov experimentó el dolor de la soledad. Zhenia[11] le había abandonado…

De nuevo, con amargura, pensó que la partida de Zhenia expresaba la dinámica de toda su vida: él seguía allí, pero al mismo tiempo no estaba. Y ella se había ido.

De nuevo pensó que debía decirse a sí mismo muchas cosas atroces, implacablemente crueles… No podía seguir cerrando los ojos, tener miedo…

La música parecía haber despertado en él el sentido del tiempo.

El tiempo, ese medio transparente en el que los hombres nacen, se mueven y desaparecen sin dejar rastro. En el tiempo nacen y desaparecen ciudades enteras. Es el tiempo el que las trae y el que se las lleva.

En él se acababa de revelar una comprensión del tiempo completamente diferente, particular. Esa comprensión que hace decir: «Mi tiempo… no es nuestro tiempo».

El tiempo se cuela en el hombre, en el Estado, anida en ellos, y luego el tiempo se va, desaparece, mientras que el hombre, el Estado, permanecerá. El Estado permanece, pero su tiempo ha pasado… Está el hombre, pero su tiempo se ha desvanecido… ¿Dónde está ese tiempo? El hombre todavía piensa, respira y llora, pero su tiempo, el tiempo que le pertenecía a él y sólo a él, ha desaparecido. Pero él permanece.

Nada es más duro que ser hijastro del tiempo. No hay destino más duro que sentir que uno no pertenece a su tiempo. Aquellos a los que el tiempo no ama se reconocen al instante, en la sección de personal, en los comités regionales del Partido, en las secciones políticas del ejército, en las redacciones, en las calles… El tiempo sólo ama a aquellos que ha engendrado: a sus hijos, a sus héroes, a sus trabajadores. No amará nunca, nunca a los hijos del tiempo pasado, así como las mujeres no aman a los héroes del tiempo pasado, ni las madrastras aman a los hijos ajenos.

Así es el tiempo: todo pasa, sólo él permanece. Todo permanece, sólo el tiempo pasa. ¡Qué ligero se va, sin hacer ruido! Ayer mismo todavía confiabas en ti, alegre, rebosante de fuerzas, hijo del tiempo. Y hoy ha llegado un nuevo tiempo, pero tú, tú no te has dado cuenta.

El tiempo, desgarrado en el combate, emergía del violín de madera contrachapada del peluquero Rubínchik. El violín anunciaba a unos que su tiempo había llegado, a otros que su tiempo se había acabado.

«Acabado, acabado…», pensó Krímov.

Miró la cara tranquila y bondadosa del comisario Vavílov. Éste bebía el té a sorbos de la taza, masticaba despacio pan y salchichón, y sus ojos impenetrables estaban vueltos hacia la entrada iluminada del túnel, hacia la mancha de luz.

Rodímtsev, cuyos hombros cubiertos con el capote se encogían por el frío y con el rostro claro y sereno, miraba de hito en hito al músico. El coronel canoso y picado de viruelas, jefe de la artillería de la división, miró el mapa que estaba desplegado ante él; su frente arrugada confería a su rostro una expresión hostil, y sólo por sus ojos tristes y amables se hacía evidente que no miraba el mapa, sino que escuchaba. Belski redactaba a toda prisa el informe para el Estado Mayor del ejército; daba la impresión de estar enfrascado en aquella tarea, pero escribía con la cabeza inclinada, el oído vuelto hacia el violinista. A cierta distancia estaban sentados los soldados: agentes de enlace, telefonistas, secretarios, y en sus caras extenuadas, en sus ojos, asomaba la expresión severa que adopta el campesino cuando mastica un pedazo de pan.

De repente, Krímov revivió una noche de verano: los grandes ojos oscuros de una joven cosaca, su ardiente susurro… ¡Qué bella es la vida a pesar de todo!

Cuando el violinista dejó de tocar se percibió un ligero murmullo: bajo el entarimado de madera corría el agua, y a Krímov le pareció que su alma —aquel invisible pozo que se había quedado vacío, seco—, poco a poco volvía a llenarse.

Media hora más tarde el violinista afeitaba a Krímov y, con la seriedad ridícula y exagerada que a menudo muestran los peluqueros respecto a sus clientes, preguntaba a Krímov si le molestaba la navaja, y le pasaba la palma de la mano por la piel para comprobar si los pómulos estaban bien afeitados. En el lúgubre reino de la tierra y el hierro era profundamente extraña, absurda y triste la fragancia del agua de colonia y los polvos de talco.

Rodímtsev, con los ojos entornados, miró la cara rociada y empolvada de Krímov; asintió satisfecho y dijo:

—Lo has afeitado a conciencia. Venga, ahora me toca a mí.

Los grandes ojos oscuros del violinista refulgieron de felicidad. Admirando la cabeza de Rodímtsev sacudió la toalla blanca y propuso:

—Quizá podríamos recortar las patillas un poco, camarada general.

13

Después del incendio de los depósitos de petróleo el general Yeremenko se dispuso a reunirse con Chuikov en Stalingrado. Aquel peligroso viaje no tenía ninguna utilidad práctica. Sin embargo, era tal su necesidad espiritual y humana de ir allí que Yeremenko permaneció tres días enteros en espera de emprender la travesía.

Las paredes claras de su refugio en Krasni Sad transmitían tranquilidad y las sombras que proyectaban los manzanos durante los paseos matutinos del comandante del frente eran muy agradables.

El estruendo lejano y el fuego de Stalingrado se fundían con el rumor del follaje y el lamento de los juncos; en esta unión había algo indescriptiblemente opresivo, tanto que en el transcurso de sus paseos matutinos, Yeremenko refunfuñaba y blasfemaba.

Por la mañana Yeremenko comunicó a Zajárov su decisión de ir a Stalingrado y le ordenó que le reemplazara al mando.

Bromeó con la camarera que ponía el mantel para el desayuno, dio autorización al subjefe del Estado Mayor para ir dos días a Sarátov y atendió a la petición del general Trufánov —comandante de uno de los ejércitos de la estepa— prometiéndole que bombardearía una potente posición de la artillería rumana.

—Está bien, está bien, te daré los bombarderos de largo alcance —le dijo.

Los ayudantes de campo conjeturaban sobre los motivos del buen humor del comandante. ¿Había recibido buenas noticias por parte de Chuikov? ¿Una conversación telefónica favorable con la sección militar? ¿Una carta de casa?

Sin embargo, las noticias de este tipo, por lo general, no pasaban desapercibidas; en cualquier caso, Moscú no había telefoneado al comandante, y las noticias de Chuikov eran todo menos alegres.

Después del desayuno, Yeremenko se puso el chaquetón guateado y salió a dar un paseo. A una decena de pasos lo seguía el ayudante de campo Parjómenko. El general caminaba despacio, como de costumbre, deteniéndose de vez en cuando a rascarse el muslo y mirar hacia el Volga.

Yeremenko se acercó a un batallón de trabajadores que cavaban un foso. Eran hombres de edad avanzada con las nucas ennegrecidas por el sol. Sus rostros eran sombríos y tristes. Trabajaban en silencio y lanzaban miradas de enojo a aquel hombre corpulento tocado con una gorra verde que, ocioso, estaba en el borde del foso.

—Vamos a ver, compañeros, decidme —preguntó Yeremenko—, ¿quién es el que trabaja menos de aquí?

A los hombres la pregunta les pareció oportuna; estaban hartos de remover las palas. Los militares miraron de reojo, todos a la vez, a un tipo con el bolsillo del revés que volcaba sobre la palma de su mano polvo de tabaco y migas de pan.

—Puede que sea él —dijeron dos soldados mirando al resto de los compañeros en busca de su aprobación.

—Así que… —replicó Yeremenko, serio— es él. Él es el más holgazán.

El soldado suspiró con dignidad, miró de refilón con ojos mansos y tristes a Yeremenko, y, convencido, por lo visto, de que quien había formulado la pregunta se interesaba en la respuesta sin un objetivo determinado, que la había hecho al tuntún, no intervino en la conversación.

Yeremenko preguntó:

—¿Y quién es el que trabaja mejor?

Todos señalaron a un hombre canoso; su pelo, ralo, no le protegía la cabeza del sol, del mismo modo que la hierba marchita no protege la tierra de los rayos solares.

—Tróshnikov, ese de ahí —dijo uno—, se esfuerza mucho.

—Está acostumbrado a trabajar, no puede evitarlo —añadieron los demás, casi como si le estuvieran justificando.

Yeremenko metió una mano en el bolsillo, sacó un reloj de oro que destelló al sol e, inclinándose con torpeza, se lo extendió a Tróshnikov.

Éste, sin comprender, miraba a Yeremenko.

—Cógelo, es una recompensa —dijo el general.

Continuó mirando a Tróshnikov y dijo:

—Parjómenko, tome nota.

Y continuó con su paseo. A su espalda oyó las voces excitadas de los terraplenadores que comenzaron a exclamar y a reírse por la extraordinaria suerte del laborioso Tróshnikov.

Dos días tuvo que esperar el comandante para hacer la travesía. Los contactos con la orilla derecha, durante esas jornadas, quedaron prácticamente interrumpidos. Las lanchas que lograban abrirse paso hacia Chuikov recibían cincuenta o sesenta impactos de bala a los pocos minutos de trayecto y llegaban a la orilla agujereadas y cubiertas de sangre.

Yeremenko montaba en cólera, se enfurecía.

Las autoridades del paso 62[12], escuchando el fuego alemán, no temían tanto a las bombas y las granadas como a la ira del comandante. Yeremenko consideraba a los mayores y la pasividad de los capitanes culpables de las tropelías de la aviación, los cañones y los morteros alemanes.

Por la noche Yeremenko salió del refugio y se detuvo en una pequeña colina polvorienta cerca del agua.

El mapa de guerra desplegado ante el comandante del frente en el refugio de Krasni Sad aquí tronaba, humeaba, respiraba vida y muerte.

Y le parecía avistar el punteado de las explosiones en primera línea que su mano había trazado sobre el mapa, creía reconocer las flechas de la ofensiva de Paulus hacia el Volga, los centros de resistencia que había marcado con lápices de color y las concentraciones de las piezas de artillería. Al mirar el mapa extendido sobre la mesa, se sentía capaz de doblar, de desplazar la línea del frente, de poder hacer rugir la artillería pesada de la orilla izquierda. Se sentía el amo, el artífice.

Sin embargo, en aquel instante se adueñó de él un sentimiento muy diferente. El resplandor del fuego sobre Stalingrado, el lento rugido en el cielo, todo aquello le impresionaba por la grandeza de su fuerza y pasión, sobre la que no tenía control.

Entre el fragor de las explosiones y el fuego, un sonido prolongado, apenas perceptible, llegó desde la zona de las fábricas: «a-a-a-a-ah…».

En aquel grito ininterrumpido proferido por la infantería al lanzarse al contraataque había algo no sólo terrible, sino triste y melancólico.

«A-a-a-a-ah…» El grito se extendía a través del Volga…

El «hurra» de la guerra, al atravesar las frías aguas nocturnas bajo las estrellas del cielo otoñal, casi perdía el ímpetu de la pasión, se transformaba y revelaba una esencia totalmente diferente. Ya no era fervor, ya no era gallardía, sino la tristeza del alma, como si se despidiera de todo lo amado, como si invitase a todos los seres queridos a despertarse y levantar la cabeza de la almohada para oír, por última vez, la voz del padre, el marido, el hijo, el hermano…

Al general la congoja de los soldados le oprimió el corazón.

La guerra, con la que Yeremenko estaba habituado a encontrarse, de repente le hizo replegarse en sí mismo; permanecía inmóvil sobre arenas movedizas, como un soldado solo, trastornado por la inmensidad del fuego y el estruendo; estaba allí como estaban miles y decenas de miles de soldados en la orilla y sentía que aquella guerra del pueblo era mayor que su técnica, su poder, su voluntad. Tal vez este sentimiento fuera el más alto al que estaba destinado a elevarse el general en la comprensión de la guerra.

Al amanecer, Yeremenko cruzó a la orilla derecha. Chuikov, al que habían avisado por teléfono, se había acercado al agua y observaba la lancha blindada avanzar impetuosamente.

Yeremenko bajó despacio haciendo combar la pasarela colocada en la orilla y, pisando con torpeza el terreno pedregoso, se acercó a Chuikov.

—Buenos días, camarada Chuikov —dijo Yeremenko.

—Buenos días, camarada general —respondió Chuikov.

—He venido para ver cómo le va por aquí. Al parecer no ha sufrido quemaduras durante el incendio. Está igual de greñudo que siempre, y ni siquiera ha adelgazado. Veo que no se alimenta mal.

—¿Cómo voy a adelgazar si me paso día y noche sentado en el refugio? —replicó Chuikov; y, ofendido por aquel comentario del comandante referente a la buena alimentación, añadió—: Pero ¿qué hago aquí, recibiendo a un invitado en la orilla?

Y, en efecto, Yeremenko se irritó al ser definido por Chuikov como un invitado en Stalingrado. Y cuando Chuikov dijo: «Venga, pasemos dentro», Yeremenko respondió: «Estoy bien aquí, al aire libre».

En ese instante llegó hasta ellos el sonido del altavoz colocado en la otra orilla del Volga.

La orilla estaba iluminada por fuegos y cohetes, por los fogonazos de las explosiones; parecía desierta. La luz ora se apagaba, ora se encendía, resplandeciendo durante algunos segundos con una fuerza blanca deslumbrante. Yeremenko miraba fijamente el talud de la orilla perforado por las trincheras de comunicación, los refugios, las pilas de piedras amontonadas a lo largo del agua, que emergían de las tinieblas para después volver a sumirse rápidamente en la oscuridad.

Una majestuosa voz cantaba despacio, con gravedad:

Que el más noble furor hierva como una ola,

ésta es la guerra del pueblo, una guerra sagrada…[13]

Y como no se veía a nadie en la orilla ni en la pendiente y todo alrededor —la tierra, el Volga, el cielo— estaba iluminado por las llamas, parecía que fuera la misma guerra la que entonara esta lenta letanía, palabras pesadas como el plomo que circulaban por entre los hombres.

Yeremenko se sentía a disgusto por el interés que él mismo mostraba hacia el cuadro que se exhibía ante sus ojos; realmente era como si fuera un invitado que hubiera ido a ver al dueño de Stalingrado. Le fastidiaba que Chuikov pareciera intuir el ansia interior que le había impelido a cruzar el Volga, que supiera cómo se atormentaba mientras paseaba por Krasni Sad oyendo el susurro de los juncos secos.

Yeremenko comenzó a interrogar al anfitrión sobre aquel desdichado fuego, sobre cómo había decidido emplear las reservas, sobre la acción combinada de la infantería y la artillería, sobre la concentración de los alemanes en torno al distrito fabril. Formulaba preguntas y Chuikov respondía como se presupone que se debe responder a un superior.

Se quedaron callados un momento. Chuikov quería preguntarle: «Ésta es la acción defensiva más grande de la Historia, pero ¿qué hay de la ofensiva?». Pero no se atrevió. Yeremenko pensaba que a los defensores de Stalingrado les faltaba resistencia, que estaban rogando que les liberaran del peso sobre sus espaldas.

De pronto Yeremenko preguntó:

—Me parece que tu padre y tu madre son de la provincia de Tula; viven en el campo, ¿no es así?

—Así es, camarada general.

—¿Te escribe el viejo?

—Sí, camarada general. Todavía trabaja.

Se miraron; los cristales de las gafas de Yeremenko habían adquirido una tonalidad rosa por el fulgor del incendio.

Parecía que estaba a punto de comenzar la única conversación que realmente les importaba a ambos, sobre la situación de Stalingrado.

—Me imagino que te interesan las cuestiones —dijo Yeremenko— que siempre se le plantean al comandante del frente acerca del refuerzo de hombres y las municiones.

Y la conversación, la única conversación que habría tenido sentido en aquel momento, no tuvo lugar.

El centinela apostado en la cresta de la ladera miraba hacia abajo y Chuikov, al oír el silbido de un obús, alzó los ojos y dijo:

—El soldado se debe de estar preguntando quiénes son estos dos tipos raros que están ahí plantados al lado del agua.

Yeremenko se sonó y se hurgó las narices.

Se acercaba el momento de la despedida. Según una regla tácita, un superior que está bajo fuego enemigo sólo se va cuando sus subordinados se lo piden. Pero la indiferencia de Yeremenko hacia el peligro era tan absoluta y natural que aquellas reglas no le atañían.

Distraídamente y al mismo tiempo vigilante, volvió la cabeza para seguir el silbido de la trayectoria de un obús.

—Bueno, Chuikov, ya es hora de irme.

Chuikov permaneció algunos momentos en la orilla mientras seguía con la mirada cómo se alejaba la lancha; la estela de la espuma tras la popa le recordó un pañuelo blanco que una mujer agitara en señal de despedida.

Yeremenko, de pie en la cubierta, miraba la otra orilla del Volga, que ondeaba arriba y abajo bajo la luz confusa que procedía de Stalingrado: mientras, las aguas por las que saltaba la lancha parecían inamovibles, como una losa de piedra.

Paseaba con enojo de estribor a babor. Le vinieron a la mente decenas de pensamientos acostumbrados. Nuevos problemas habían surgido en el frente. Lo principal en ese momento era concentrar las fuerzas blindadas; la Stavka[14] le había encargado que preparara una ofensiva contra el flanco izquierdo. Pero a Chuikov no le había dicho ni una palabra de eso.

Chuikov volvió a su refugio, y todos —ya fuera el centinela apostado en la entrada, el encargado de clasificación o el jefe de Estado Mayor de la división de Guriev, que había comparecido ante una llamada—, al oír los pasos pesados de su superior, advirtieron que estaba apesadumbrado. Y tenía sobrados motivos para estarlo.

Porque las divisiones poco a poco se iban desmoronando, porque en la alternancia de ataques y contraataques los alemanes ganaban inexorablemente valiosos metros de la tierra de Stalingrado. Porque dos divisiones de infantería frescas y con todos sus efectivos al completo que se habían unido por la retaguardia alemana estaban concentradas en las inmediaciones de la fábrica de tractores, sumidas en una inactividad que era signo de mal agüero.

No, Chuikov no había expresado al comandante del frente todos sus temores, sus inquietudes, sus lúgubres pensamientos.

Pero tanto el uno como el otro desconocían cuál era la causa de la sensación de descontento que experimentaron. Lo más importante de aquel encuentro no fue la parte práctica, sino lo que ninguno de los dos había sido capaz de decir en voz alta.

14

Una mañana de octubre el mayor Beriozkin, al despertarse, pensó en su mujer y en su hija, en las ametralladoras de gran calibre, y oyó el estruendo ya habitual después de vivir un mes en Stalingrado; llamó al ametrallador que cumplía el cometido de ordenanza y le mandó que le trajera lo necesario para lavarse.

—Fresca como me ha ordenado —dijo Glushkov sonriendo y sintiendo el placer que a Beriozkin le procuraría el aseo matutino.

—En los Urales, donde están mi mujer y mi hija, seguro que han caído las primeras nieves —dijo Beriozkin—, pero no me escriben, ¿entiendes?

—Le escribirán, camarada mayor —lo consoló Glushkov.

Mientras Beriozkin se secaba y se ponía la guerrera, Glushkov le relataba los acontecimientos acaecidos durante las primeras horas de la mañana.

Un obús ha caído en la cantina y ha matado a un almacenero; en el segundo batallón el subjefe del Estado Mayor salió a hacer una necesidad y fue alcanzado en el hombro por un casco de metralla; los soldados del batallón de zapadores han pescado una perca de casi cinco kilos aturdida por una bomba. He ido a verla; se la han llevado como regalo al camarada capitán Movshóvich. Ha venido el camarada comisario y ha ordenado que usted le telefonee cuando se despierte.

—Entendido —dijo Beriozkin.

Tomó una taza de té, comió gelatina de pierna de ternera, telefoneó al comisario y al jefe del Estado Mayor comunicando que iba a supervisar los batallones, se puso el chaquetón guateado y se dirigió hacia la puerta.

Glushkov sacudió la toalla, la colgó de un clavo, palpó la granada que llevaba enganchada a un costado, se dio una palmada en el bolsillo para comprobar si la bolsa del tabaco estaba en su sitio y, tras coger de un rincón la metralleta, siguió al comandante del regimiento.

Beriozkin salió del refugio sumido en la penumbra y tuvo que entornar los ojos ante la claridad de la luz exterior. El paisaje, convertido en familiar después de un mes, se extendía ante él: un alud de arcilla, la pendiente parda toda salpicada de telas de lona mugrientas que cubrían los refugios de los soldados, las chimeneas humeantes de las estufas improvisadas. En lo alto se divisaban los edificios oscuros de las fábricas con los tejados derrumbados.

Más a la izquierda, cerca del Volga, se elevaban las chimeneas de la fábrica Octubre Rojo, se amontonaban los vagones de mercancías, abandonados a un lado de la locomotora, cual ganado confuso arremolinado en torno al cuerpo inerte del jefe de la manada. Todavía más lejos se perfilaba el amplio encaje de las ruinas muertas de la ciudad, y el cielo otoñal se filtraba por las brechas de las ventanas como miles de manchas azules.

Entre los talleres de las fábricas se alzaba el humo, las llamas fulguraban y el aire puro era atravesado ora por un monótono susurro, ora por un traqueteo intermitente y seco. Por lo visto, las fábricas estaban en plena actividad.

Beriozkin examinó con mirada atenta sus trescientos metros de terreno, la línea de defensa de su regimiento situada entre las casitas de la colonia obrera. Una especie de sexto sentido lo ayudaba a distinguir, en el caos de las ruinas y las callejuelas, las casas donde sus soldados cocinaban gachas de aquellas donde los alemanes comían tocino y bebían Schnaps.

Beriozkin agachó la cabeza y soltó un taco cuando una bomba silbó en el aire.

En la vertiente opuesta del barranco el humo tapó la entrada de un refugio; poco después se oyó una sonora explosión. Del refugio salió el jefe del batallón de comunicaciones de la división vecina, todavía en tirantes y sin la guerrera puesta. Apenas dio un paso cuando un nuevo silbido que cruzó el aire le obligó a retroceder a toda prisa y cerrar de un portazo. La granada explotó a unos diez metros. En la entrada del refugio, dispuesta entre el ángulo del barranco y la pendiente del Volga, estaba Batiuk, que observaba todo cuanto pasaba.

Cuando el jefe del batallón de comunicaciones intentaba dar un paso adelante, Batiuk gritaba: «¡Fuego!», y el alemán, como por encargo, lanzaba una granada.

Batiuk advirtió la presencia de Beriozkin y le gritó:

—¡Saludos, vecino!

Atravesar el sendero desierto entrañaba un peligro mortal: los alemanes, después de un sueño reparador y de haber tomado el desayuno, controlaban el camino con particular interés; disparaban sin escatimar municiones contra todo lo que se movía. En un recodo Beriozkin se detuvo al lado de un montón de chatarra y, tras calcular a ojo el tramo que quedaba, dijo:

—Ve tú primero, Glushkov.

—Pero ¿qué dice?, no es posible. Seguro que hay algún tirador.

Atravesar en primer lugar un punto peligroso se consideraba un privilegio reservado a los superiores; los alemanes generalmente no llegaban a tiempo de abrir fuego contra el primero que corría.

Beriozkin miró las casas ocupadas por los alemanes, guiñó un ojo a Glushkov y corrió. Cuando alcanzó el terraplén que lo protegía de las posiciones alemanas, oyó claramente a sus espaldas un estallido: un alemán había disparado una bala explosiva.

Beriozkin, de pie detrás del terraplén, encendió un cigarrillo. Glushkov corrió con paso largo y veloz. Descargaron una ráfaga bajo sus pies; parecía que de la tierra se elevara una bandada de gorriones. Glushkov se lanzó a un lado, tropezó, cayó, se puso en pie de un salto y corrió hacia Beriozkin.

—Por poco no lo cuento —dijo y, una vez recuperado el aliento, explicó—: Pensé que el tipo estaría molesto por haber errado el tiro con usted y que se encendería un pitillo, pero al parecer esta carroña no fuma.

Glushkov palpó el faldón desgarrado del chaquetón y cubrió al alemán de improperios.

Mientras se acercaban al puesto de mando del batallón, Beriozkin le preguntó:

—¿Le han herido, camarada Glushkov?

—El bastardo sólo ha conseguido que pierda el tacón de la bota, eso es todo.

El puesto de mando del batallón se encontraba en el sótano de la tienda de comestibles de la fábrica y en la atmósfera húmeda persistía un olor a col fermentada y a manzanas.

Sobre la mesa ardían dos lámparas altas fabricadas con vainas de proyectil. En la puerta había fijado un letrero: «Vendedor y cliente, sean amables mutuamente».

En el subterráneo se alojaban los Estados Mayores de dos batallones: el de infantería y el de zapadores. Los dos comandantes, Podchufárov y Movshóvich, estaban sentados a la mesa tomando el desayuno.

Al abrir la puerta, Beriozkin oyó la voz animada de Podchufárov:

—A mí el alcohol diluido no me gusta; prefiero no beber.

Los dos comandantes se levantaron y se pusieron firmes; el capitán de Estado Mayor escondió bajo una montaña de granadas una botella de un cuarto de litro de vodka, y el cocinero tapó con su cuerpo la perca de la que había hablado un minuto antes con Movshóvich. El ordenanza de Podchufárov que, puesto en cuclillas, se disponía a colocar sobre el plato del gramófono el disco Serenata china cumpliendo órdenes del comandante, se levantó tan rápido que sólo tuvo tiempo de quitarlo. El pequeño motor del gramófono continuó zumbando vacío; el ordenanza, de mirada abierta y franca, como corresponde a un verdadero soldado, captó con el rabillo del ojo la mirada furiosa de Podchufárov cuando el maldito gramófono, con una diligencia extraordinaria, empezó a chirriar.

Los dos comandantes y el resto de los participantes en el desayuno conocían bien los prejuicios de los superiores: éstos sostenían que los oficiales de un batallón deben o librar combates, o vigilar a través de los prismáticos al enemigo, o meditar inclinados sobre el mapa. Pero los hombres no pueden pasarse las veinticuatro horas del día disparando, hablando por teléfono con sus subordinados y superiores; también hay que comer.

Beriozkin miró de reojo hacia el gramófono chirriante y esbozó una sonrisa:

—Siéntense camaradas, continúen.

Estas palabras, tal vez, tenían un sentido opuesto al directo, pues en la cara de Podchufárov se dibujó una expresión de tristeza y arrepentimiento, mientras que en la de Movshóvich —que detentaba el mando de una sección separada del batallón de zapadores y, por ello, no estaba supeditado al comandante del regimiento— apareció sólo la tristeza, sin atisbo de arrepentimiento. Los subalternos compartían exactamente la misma expresión.

Beriozkin continuó con un tono particularmente desagradable:

—Pero ¿dónde está vuestra perca de cinco kilos, camarada Movshóvich? Toda la división lo sabe.

Movshóvich, con la misma expresión de tristeza, dijo:

—Cocinero, por favor, muéstrele el pescado.

El cocinero, el único que se encontraba cumpliendo con sus obligaciones, habló con franqueza.

—El camarada capitán me ha ordenado que lo rellene a la judía. Tenemos pimienta y hojas de laurel, pero nos falta pan blanco y tampoco disponemos de rábano picante.

—Entiendo —dijo Beriozkin—. Una vez comí pescado relleno en Bobruisk, en casa de una tal Fira Arónovna, pero para serles franco, no me gustó demasiado.

Y, de repente, los hombres del sótano se dieron cuenta de que al jefe del regimiento no se le había pasado siquiera por la cabeza enfadarse.

Tal vez Beriozkin supiera que Podchufárov había repelido los ataques nocturnos de los alemanes, que había quedado cubierto de tierra, y que su ordenanza, el mismo que ponía la Serenata china, mientras lo desenterraba gritaba: «No se preocupe, camarada capitán, le sacaré de ahí».

Tal vez supiera que Movshóvich se había arrastrado con los zapadores por una callejuela plagada de carros de combate y había cubierto con tierra y ladrillos rotos un tablero de minas antitanque.

Todos ellos eran jóvenes y se sentían felices de seguir con vida una mañana más, de poder levantar una vez más una taza de hojalata y decir «a vuestra salud», de poder masticar col, aspirar el humo de un cigarrillo…

En cualquier caso, no pasó nada; los huéspedes del sótano permanecieron todavía un minuto más de pie ante el comandante, después lo invitaron a comer con ellos y vieron con satisfacción cómo el comandante del regimiento degustaba la col.

Beriozkin comparaba a menudo la batalla de Stalingrado con el año de guerra transcurrido, en el que había visto no poca cosa. Comprendía que si lograba soportar aquella tensión era sólo gracias al silencio y a la tranquilidad que habitaban en él. Así, los soldados del Ejército Rojo podían comer su sopa, reparar el calzado, hablar de mujeres, de buenos y malos superiores, fabricarse cucharas y a veces incluso relojes, cuando parecía que sólo deberían ser capaces de sentir rabia, horror o agotamiento. Se había dado cuenta de que aquellos que no tenían profundidad y tranquilidad de espíritu no resistían mucho, por mucho que en la batalla demostraran ser temerarios y despiadados. La vacilación, la cobardía le parecían a Beriozkin estados pasajeros, algo que podía ser curado tan fácilmente como un resfriado.

Pero qué eran en realidad el valor y el miedo no lo sabía con certeza. Una vez, al inicio de la guerra, un superior le había regañado por su vacilación: había retirado el regimiento sin previa autorización para ponerlo a resguardo del fuego enemigo. Y poco antes de Stalingrado, Beriozkin ordenó al comandante del batallón que condujera a sus hombres a la vertiente opuesta de una colina a fin de que los canallas de los alemanes no diezmaran en balde a sus hombres con el fuego de sus morteros.

El comandante de la división le había reprochado:

«¿Qué es esto, camarada Beriozkin? Me habían dicho que era usted un hombre valiente, que no se amilanaba a las primeras de cambio.»

Beriozkin se calló y suspiró; evidentemente, quienquiera que hubiera hablado de él en esos términos no le conocía bien.

Podchufárov, pelirrojo y de brillantes ojos azules, a duras penas podía refrenar su costumbre de ponerse a reír de improviso y con brusquedad, así como sus enfados repentinos. Movshóvich, delgado, con una cara pecosa y alargada, con mechas grises entre sus cabellos negros, respondía con voz ronca a las preguntas de Beriozkin. Sacó un cuaderno de notas y empezó a trazar un nuevo esquema para colocar las minas en los sectores más susceptibles de ser atacados por los tanques.

—Arránqueme del cuaderno ese croquis como recordatorio —dijo Beriozkin; e, inclinándose sobre la mesa, añadió a media voz—: El comandante de la división me ha mandado llamar. Según los datos del servicio de información del ejército, los alemanes están trasladando las fuerzas de los distritos urbanos para concentrarlas contra nosotros. Tienen muchos tanques, ¿comprenden?

Escuchó una explosión cercana que sacudió los muros del sótano y sonrió.

—Aquí ustedes están tranquilos. En mi barranco a esta hora ya habría recibido la visita de al menos tres enviados del Estado Mayor. Hay varias comisiones que se pasan el tiempo yendo y viniendo.

Entretanto un nuevo impacto sacudió el edificio y del techo cayeron trozos de estucado.

—Está usted en lo cierto, es tranquilo; en realidad nadie nos molesta —reconoció Podchufárov.

—Pues ahí está la cosa, en que nadie os molesta —corroboró Beriozkin.

Hablaba en tono confidencial, a media voz, olvidando sinceramente que ahora él era el superior, habituado como estaba a su posición de subordinado, desacostumbrado al nuevo puesto.

—Ya saben ustedes cómo son los jefes. ¿Por qué no toma la ofensiva? ¿Por qué hay tantas pérdidas? ¿Por qué no hay pérdidas? ¿Por qué no has hecho un informe? ¿Por qué duermes? ¿Por qué…?

Al final Beriozkin se levantó.

—Vamos, camarada Podchufárov, quiero ver su línea de defensa.

En aquella callecita de la colonia obrera, en las paredes internas destripadas que dejaban al descubierto un empapelado abigarrado, en los jardincitos y en los huertos arados por los carros, entre las solitarias dalias otoñales que milagrosamente florecían aquí y allá, aleteaba una angustia penetrante.

De pronto Beriozkin dijo a Podchufárov:

—Sabe, camarada Podchufárov, no he recibido carta de mi mujer. La volví a ver durante un viaje, y ahora de nuevo nada de correo. Sólo sé que se fue a los Urales con nuestra hija.

—Le escribirán, camarada mayor —respondió Podchufárov.

En el sótano de una casa de dos pisos, bajo las ventanas tapiadas con ladrillos, yacían los heridos en espera de ser evacuados al amparo de la noche. En el suelo había un cubo con agua y una taza; enfrente de la puerta, fijada entre las ventanas, había una tarjeta postal ilustrada, Los esponsales del mayor.

—Esto es la retaguardia —dijo Podchufárov—, la primera línea está más adelante.

—Iremos hasta la primera línea —respondió Beriozkin.

Cruzaron la entrada, pasaron a una habitación con el techo hundido, y al instante se apoderó de ellos la sensación que experimentan las personas cuando salen de los despachos de una fábrica y entran en los talleres. En el aire flotaba un olor atroz y punzante a pólvora; bajo los pies tintineaban los casquillos vacíos. En un cochecito de bebé color crema estaban colocadas las minas antitanque.

—Mire, los alemanes han tomado el edificio esta noche —se lamentó Podchufárov acercándose a la ventana—. Es una verdadera lástima, la casa es magnífica, las ventanas dan al suroeste. Ahora todo el flanco izquierdo está expuesto al fuego enemigo.

Cerca de una ventana, tapiada con ladrillos pero provista de arpillera, había una ametralladora pesada, y un ametrallador sin gorro con una venda sucia, negra de humo, enrollada alrededor de la cabeza, se estaba preparando otra nueva, mientras el primer sargento, dejando al descubierto una dentadura inmaculada, masticaba una rodaja de salchichón, dispuesto a abrir fuego en cualquier momento.

El comandante de la compañía, se acercó. Era un teniente que llevaba prendida en el bolsillo de su chaqueta una margarita.

—Bravo —dijo Beriozkin, sonriendo.

—¡Qué alegría verle, camarada capitán! —dijo el teniente—. Le confirmo lo mismo que le dije por la noche, han ido de nuevo a la casa 6/1. Han empezado a las nueve en punto —y miró el reloj.

—Tiene ante usted al comandante del regimiento, dele el informe a él.

—Disculpe, no le había reconocido —se excusó el teniente, apresurándose a hacer el saludo militar.

Seis días antes el enemigo había logrado cercar algunas casas en la zona del regimiento y las estaba fagocitando a conciencia, a la alemana. La defensa soviética se apagaba bajo las ruinas, se extinguía junto a las vidas de los soldados defensores del Ejército Rojo. Pero en una fábrica con profundos sótanos, la defensa soviética continuaba resistiendo. Los muros sólidos resistían los golpes, si bien en muchos puntos estaban perforados por los impactos de las granadas y las bombas de mortero. Los alemanes intentaban demoler el edificio desde el aire y en tres ocasiones los bombarderos habían lanzado contra él torpedos demoledores. Toda una esquina de la casa se había derrumbado pero el sótano, bajo las ruinas, había quedado intacto, y los defensores, después de retirar los escombros, instalaron las ametralladoras, un cañón y morteros, bloqueando así el paso a los alemanes.

El comandante de la compañía, en su informe a Beriozkin, dijo:

—Hemos intentado llegar hasta ellos esta noche, pero sin éxito. Hemos sufrido una baja y tenemos dos heridos.

—¡Al suelo! —gritó en aquel momento el vigía con una voz siniestra.

Algunos hombres cayeron de bruces contra el suelo, y el comandante de la compañía no pudo acabar su discurso: gesticuló con los brazos como si fuera a zambullirse y se desplomó contra el suelo.

Creció la intensidad del aullido y de repente la tierra y el alma fueron sacudidas por el estruendo de unas explosiones fétidas y sofocantes. Un objeto negro y grande impactó contra el suelo, botó y rodó hasta los pies de Beriozkin. En un primer momento pensó que se trataba de un leño derribado por la fuerza de la explosión y que por poco no le había dado en la pierna.

Un instante después se dio cuenta de que era un obús sin explotar. La tensión, entonces, se volvió insoportable.

Pero el obús no explotó, y su sombra negra que había engullido cielo y tierra, que ofuscaba el pasado y truncaba el futuro, desapareció.

El comandante de la compañía se puso en pie.

—Qué bello caramelito —dijo alguien con voz destemplada.

Otro se echó a reír.

—Vaya, pensé que esta vez no lo contaba…

Beriozkin se secó el sudor que le había brotado de pronto en la frente, recogió del suelo la margarita, le sacudió el polvo de ladrillo y, sujetándola en el bolsillo de la guerrera del teniente, dijo:

—Me imagino que alguien se la habrá regalado… —y comenzó a explicar a Podchufárov—: ¿Por qué entre vosotros, pese a todo, se respira tranquilidad? Porque los superiores no vienen. Los superiores siempre quieren algo de ti: si tienes un buen cocinero se te llevan el cocinero. Que tienes un sastre o un barbero de categoría, dámelo. ¡Buscavidas!, te has excavado un buen refugio; pues vete. Que tienes una col fermentada buena, envíamela. —Luego de repente le preguntó al teniente—: ¿Y por qué han vuelto dos, si no habían alcanzado a los asaltantes?

—Estaban heridos, camarada comandante.

—Entiendo.

—Tiene usted suerte —dijo Podchufárov mientras abandonaban el edificio y se ponían en camino atravesando los huertos donde, entre los cultivos amarillentos de patatas, se habían excavado los refugios y defensas de la segunda compañía.

—Quién sabe si tengo suerte —respondió Beriozkin, y saltó al fondo de la trinchera—. Estamos en guerra —dijo, como quien dice «Estamos de vacaciones en un balneario».

—La tierra se adapta mejor a la guerra que nosotros —corroboró Podchufárov—. Está acostumbrada.

Regresando a la conversación iniciada por el comandante del regimiento, Podchufárov añadió:

—Lo de los cocineros no es nada, he oído que a veces los superiores requisan a las mujeres.

Toda la trinchera, excitada por el intercambio de mensajes, estaba sumida en el tableteo de los disparos y las breves ráfagas de las armas automáticas y las ametralladoras.

—El comandante de la compañía ha sido asesinado, el instructor político Soshkin ha tomado el mando —dijo Podchufárov—. Éste es su refugio.

—Claro, claro —dijo Beriozkin echando una ojeada a través de la puerta entreabierta.

Estaban junto a las ametralladoras cuando los alcanzó el instructor político Soshkin, un hombre con la cara roja y cejas negras, y que hablaba a voz en grito. Les informó de que la compañía estaba disparando contra los alemanes con el objetivo de impedir que se concentraran en el ataque de la casa 6/1.

Beriozkin le cogió los prismáticos y examinó los breves resplandores de los disparos y las lenguas de fuego que vomitaban las bocas de los morteros.

—Creo que hay un francotirador ahí, en el tercer piso, segunda ventana.

Apenas había terminado de decir la frase cuando en la ventana que acababa de señalar brilló un fogonazo y silbó una bala que dio en la pared de la trinchera, justo a medio camino entre la cabeza de Beriozkin y de Soshkin.

—Es usted un tipo afortunado —dijo Podchufárov.

—Quién sabe si soy afortunado —respondió Beriozkin.

Continuaron el paseo por la trinchera hasta que vieron un invento local de la compañía: un fusil antitanque fijado a una rueda de carretilla.

—Es el cañón antiaéreo de la compañía —dijo un sargento con la barba cubierta de polvo y la mirada inquieta.

—¡Un carro a cien metros, cerca de la casa de tejado verde! —gritó Beriozkin imitando la voz de un instructor de tiro.

El sargento se apresuró a girar la rueda e inclinó el largo cañón del fusil anticarro hacia el suelo.

—Dirkin tiene un soldado —dijo Beriozkin— que ha adaptado un visor telescópico a un fusil anticarro; en un día destruyó tres ametralladoras enemigas.

El sargento se encogió de hombros.

—Dirkin lo tiene bien, está a resguardo en la fábrica.

Prosiguieron por la trinchera y Beriozkin reanudó la conversación que habían mantenido al inicio de la expedición.

—Les he enviado un paquete repleto de cosas; pero mi mujer no escribe. Sigo sin tener respuesta. Ni siquiera sé si han recibido el envío. Tal vez estén enfermas. No es nada raro que durante una evacuación se produzca una desgracia.

Podchufárov recordó de improviso cuando, mucho tiempo atrás, los carpinteros que trabajaban en Moscú volvían al pueblo y traían regalos a sus mujeres, ancianos y niños. Para ellos el ritmo de la vida del campo y el calor doméstico significaban más que el estruendo frenético de la vida moscovita y sus luces nocturnas.

Media hora más tarde regresaron al puesto de mando del batallón, pero Beriozkin no bajó al sótano; se despidió de Podchufárov en el patio.

—Preste a la casa 6/1 toda la ayuda posible —dijo—. No intenten llegar hasta ellos, lo haremos nosotros por la noche con las fuerzas del regimiento. —Después añadió—: Y ahora… Primero, no me gusta el modo como tratan a los heridos, en el puesto de mando tienen sofás, mientras los heridos están tirados en el suelo. Segundo, no han enviado a buscar pan fresco y sus hombres se están alimentando de mendrugos secos. Tercero, el instructor político Soshkin está borracho como una cuba. Van tres. Y además…

Podchufárov escuchaba estupefacto al comandante del regimiento que, durante su paseo, había encontrado el medio de fijarse en todo. El vicecomisario de la fábrica llevaba unos pantalones alemanes… El teniente de la primera compañía llevaba dos relojes en la muñeca…

Beriozkin sentenció:

—Los alemanes atacarán. ¿Está claro?

Se dispuso a encaminarse hacia la fábrica y Glushkov, que había tenido ya tiempo de reparar su tacón y remendar el agujero de su chaquetón, le preguntó:

—¿Vamos a casa?

Beriozkin, sin responderle, se volvió hacia Podchufárov:

—Telefonee al comisario del regimiento; dígale que estoy con Dirkin, en la fábrica, en el taller n.° 3 —y, guiñándole un ojo, añadió—: Mándeme un poco de su col, es buena. A fin de cuentas, yo también soy un superior.

15

No había cartas de Tolia[15]. Por la mañana, Liudmila Nikoláyevna se despedía de su madre y su marido que se marchaban al trabajo, y de Nadia, que iba a la escuela. La primera en partir era su madre, que trabajaba como química en el laboratorio de una conocida fábrica de jabones de Kazán. Al pasar por delante de la habitación de su yerno, Aleksandra Vladímirovna a menudo le repetía la misma broma que había oído contar a los obreros en la fábrica: «Nosotros, los patronos, tenemos que estar en el trabajo a las seis, los empleados a las nueve».

Después de ella era Nadia la que se iba caminando a la escuela, aunque, hablando con propiedad, no iba caminando, sino que salía al galope porque no había habido manera de hacerla levantar a tiempo de la cama, y en el último minuto saltaba de la cama, cogía las medias, la chaqueta, los libros, los cuadernos, se atragantaba con el té al desayunar y, corriendo escaleras abajo, se anudaba la bufanda y se enfundaba el abrigo.

Cuando Víktor Pávlovich se sentaba a desayunar después de que Nadia hubiera salido, la tetera ya se había enfriado y tocaba calentarla de nuevo.

Aleksandra Vladímirovna se enfadaba cuando Nadia decía: «Ojalá nos fuéramos de este agujero del diablo». Nadia ignoraba que en épocas anteriores Derzhavin había vivido en Kazán, al igual que Aksákov, Tolstói, Lenin, Zinin, Lobachevski, y que Maksim Gorki había estado trabajando allí en una panadería.

—¡Qué demencia senil! —exclamaba Aleksandra Vladímirovna, y aquel reproche sonaba extraño en boca de una mujer vieja dirigido a una adolescente.

Liudmila se daba cuenta de que su madre continuaba interesándose por las personas, por el nuevo trabajo. A la vez que aquella fuerza de espíritu de su madre le suscitaba admiración, un sentimiento completamente diferente anidaba en ella: ¿cómo podía, en medio de la desgracia, interesarse por la hidrogenación de grasas, por las calles y museos de Kazán?

Y un día que Shtrum hizo un comentario a su mujer a propósito de la juventud de espíritu de su suegra, Aleksandra Vladímirovna, Liudmila no pudo reprimirse y le contestó:

—No es juventud lo de mamá, sino egoísmo de vieja.

—La abuela no es una egoísta, es una populista —se entrometió Nadia y añadió—: Los populistas son buena gente, pero no demasiado inteligentes.

Nadia expresaba sus ideas de manera categórica y, presumiblemente por culpa de su eterna falta de tiempo, de manera sintética.

—Tonterías —decía haciendo énfasis en la «r».

Seguía los boletines de la Oficina de Información Soviética, estaba al tanto de las operaciones militares e intervenía en las conversaciones sobre política. Después de pasar un verano en un koljós[16], Nadia había explicado a su madre las causas de la escasa productividad koljosiana.

Nunca enseñaba las notas a su madre y sólo una vez le confesó, asombrada:

—¿Sabes? Me han puesto un notable en comportamiento. Imagínate, la profesora de matemáticas me expulsó de clase. Y yo, al salir, le grité goodbye; todos los de la clase se echaron a reír.

Como muchos hijos de familias acomodadas, que antes de la guerra no habían conocido las preocupaciones materiales, durante la evacuación en Kazán Nadia hablaba constantemente de las raciones, de los méritos y defectos del sistema de distribución; conocía las ventajas del aceite vegetal respecto a la manteca, los aspectos positivos y negativos del grano partido, por qué eran más prácticos los terrones de azúcar que el azúcar en polvo.

—¿Sabes qué? —le decía a su madre—. He decidido que a partir de hoy me des el té con miel en lugar de con leche condensada. Creo que es más beneficioso para mí, y a ti tanto te da una cosa que otra.

A veces Nadia se volvía desagradable, soltaba groserías con una sonrisa de desprecio a sus mayores. Un día, en presencia de su madre, dijo a su padre:

—Eres idiota —y lo dijo con tanto rencor que Shtrum se quedó contrariado.

A veces la madre veía que Nadia lloraba al leer un libro. Se consideraba un ser desdichado y retrasado, condenado a una vida vacía y penosa.

—Nadie quiere ser mi amigo, soy estúpida, no le intereso a nadie —dijo un día en la mesa—. Nadie se casará conmigo. Acabaré mis estudios de farmacia y me iré al campo.

—En los villorrios no hay farmacias —observó Aleksandra Vladímirovna.

—Por lo que respecta al matrimonio tu pronóstico es demasiado lúgubre —dijo Shtrum—. Últimamente te has puesto muy guapa.

—Me da lo mismo —dijo Nadia mirando a su padre con rabia.

Aquella noche la madre vio cómo su hija, sosteniendo un libro delgado con el brazo desnudo y escuálido que le asomaba de debajo de la manta, leía poesía.

En una ocasión trajo de la tienda restringida de la Academia una bolsa con dos kilos de mantequilla y un paquete grande de arroz, y dijo:

—La gente, yo incluida, es canalla e infame: todos se aprovechan de la situación. También papá cambia su talento por mantequilla. Como si las personas enfermas, las poco instruidas y los niños débiles tuvieran que vivir muertos de hambre porque no entienden de física o no pueden cumplir el trescientos por ciento de un plan… Sólo los elegidos pueden atiborrarse de mantequilla.

Y durante la cena, soltó con tono provocativo:

—Mamá, quiero ración doble de mantequilla y miel. Esta mañana no tuve tiempo de desayunar.

Nadia se parecía en muchos aspectos a su padre. Liudmila Nikoláyevna notaba que Víktor Pávlovich se irritaba particularmente ante aquellos rasgos de su hija que ambos compartían.

Un día, Nadia, imitando la entonación de su padre, dijo acerca de Postóyev:

—¡Bribón, inepto, artero!

Shtrum se indignó.

—¿Cómo tú, todavía una estudiante de tres al cuarto, te atreves a hablar así de un académico?

Pero Liudmila recordaba que cuando Víktor estudiaba decía de muchos famosos académicos: «¡Nulidad, mediocre, arribista!».

Liudmila Nikoláyevna entendía que para Nadia la vida no era fácil, tenía un carácter complicado, solitario y difícil.

Después de la marcha de Nadia, Víktor Pávlovich tomaba el té. Bizqueaba los ojos mientras leía un libro, tragaba sin masticar, ponía una cara estúpidamente sorprendida, buscaba el vaso a tientas, sin apartar los ojos de su lectura, y decía:

—¿Me puedes servir otro té? Más caliente, a ser posible.

Ella conocía todos sus gestos: ahora empezaba a rascarse la cabeza, ahora abombaba los labios, ahora se mondaba los dientes torciendo la boca. Y le decía:

—Por Dios, Vitia, dime ¿cuándo piensas ir a arreglarte los dientes?

La mujer sabía que si se rascaba o abombaba los labios era porque pensaba en su trabajo y no porque le picara la cabeza o la nariz. Sabía que si le decía: «Vitia, ni siquiera escuchas lo que te digo», él, sin levantar la mirada del libro, respondería: «Lo he escuchado todo, incluso puedo repetírtelo: “Vitia, ¿cuándo piensas ir a arreglarte los dientes?”», y de nuevo se sorprendería, tragaría, pondría cara de esquizofrénico; aquello significaba que, mientras examinaba la obra de un físico famoso, estaba de acuerdo en ciertos puntos, pero no en otros. Después Víktor Pávlovich permanecería largo rato inmóvil; luego empezaría a balancear la cabeza, con aire resignado, triste como los viejos, con la misma expresión en la cara y en los ojos que suelen tener las personas que padecen de un tumor en el cerebro. Y de nuevo Liudmila Nikoláyevna acertaría: Shtrum estaba pensando en su madre.

Y mientras tomaba el té, pensaba en el trabajo y suspiraba presa de la angustia, Liudmila Nikoláyevna miraba los ojos que ella besaba, los cabellos ensortijados que ella acariciaba, los labios que la besaban, las pestañas, las cejas, las manos con dedos pequeños, frágiles a los que cortaba las uñas, diciendo:

—¡Ay, qué descuidado eres!

Lo sabía todo de él. Conocía sus lecturas infantiles en la cama antes de dormir; su cara cuando iba a lavarse los dientes; su voz sonora, un poco trémula, cuando, ataviado de gala, empezaba su conferencia sobre la radiación de neutrones. Sabía que le gustaba el borsch ucraniano con judías, que gemía suavemente cuando se cambiaba de lado mientras dormía. Sabía que gastaba rápido el tacón de la bota izquierda y que ensuciaba los puños de las camisas; sabía que le gustaba dormir con dos almohadas; conocía su miedo secreto a atravesar las plazas de las ciudades; conocía el olor de su piel, la forma de los agujeros en sus calcetines. Cómo canturreaba cuando tenía hambre y esperaba la comida, qué forma tenían sus uñas de los dedos gordos del pie, el diminutivo con el que le llamaba su madre cuando tenía dos años; su modo de caminar arrastrando los pies; los nombres de los niños con los que se pegaba cuando estudiaba el último curso preparatorio. Conocía su carácter burlón, su costumbre de fastidiar a Tolia, a Nadia, a sus colegas. Incluso ahora, que casi siempre estaba de mal humor, Shtrum la pinchaba porque la mejor amiga de ella, Maria Ivánovna Sokolova, leía poco y una vez, conversando, confundió a Balzac con Flaubert.

Sabía hacer rabiar a Liudmila de manera magistral, siempre la sacaba de quicio. Y entonces ella, enfadada y seria, lo contradecía, defendiendo a su amiga:

—Siempre haces befa de las personas que quiero. Mashenka tiene un gusto infalible y no necesita leer demasiado, sabe lo que es sentir un libro.

—Por supuesto, por supuesto —decía él—. Está convencida de que Max y Moritz es una novela de Anatole France.

Liudmila conocía su amor a la música, sus opiniones políticas. Una vez lo había visto llorando, lo vio desgarrarse la camisa y, enredándose en los calzoncillos, saltar hacia ella a la pata coja, con un puño levantado, dispuesto a golpearla. Conocía su rectitud inflexible y valerosa, su inspiración; lo había visto declamar versos; lo había visto tomar laxantes.

Sentía que su marido ahora estaba enfadado con ella, a pesar de que nada, por lo visto, había cambiado en su relación. Pero sí que se había producido un cambio, y se reflejaba en el hecho de que ya no le hablaba de su trabajo: le hablaba de las cartas que recibía de científicos conocidos, de los racionamientos y las tiendas de artículos manufacturados. A veces le hablaba de las tareas en el instituto, del laboratorio, de la discusión sobre el plan de trabajo; le contaba historias sobre sus colegas: Savostiánov había ido al trabajo después de una noche de borrachera y se había quedado dormido, los ayudantes habían cocido patatas en la estufa del laboratorio, Márkov estaba preparando una nueva batería de experimentos.

Pero de su trabajo personal, de aquel que antes ella era su única confidente, ya no le hablaba.

Una vez se había lamentado a Liudmila Nikoláyevna de que, cuando leía a sus amigos íntimos sus apuntes, reflexiones todavía inacabadas, al día siguiente experimentaba la desagradable sensación de que su trabajo se marchitaba y se le hacía difícil retornarlo.

La única persona con la que compartía sus dudas, a quien leía sus apuntes fragmentarios, sus hipótesis fantásticas y presuntuosas sin que le quedara sensación de malestar era Liudmila Nikoláyevna.

Pero ahora había dejado de hablar con ella.

Ahora, en su estado melancólico, encontraba alivio en lo que la ofendía. Pensaba sin tregua y de forma obsesiva en su madre. Pensaba en lo que nunca antes había pensado, en lo que el fascismo le obligaba a plantearse: el hecho de que su madre era judía y en su propia judeidad.

En su corazón reprochaba a Liudmila la frialdad con la que trataba a su madre. Un día le dijo:

—Si hubieras sabido tener una buena relación con mi madre, viviría con nosotros en Moscú.

Pero ella le daba vueltas en la cabeza a todas las insolencias e injusticias que Víktor Pávlovich había cometido en relación con Tolia y lo cierto es que tenía de lo que acordarse.

En su fuero interno le exasperaba lo injusto que era con su hijastro, la cantidad de cosas malas que veía en él, lo difícil que le resultaba perdonarle sus defectos. En cambio a Nadia le perdonaba la grosería, la pereza, el desorden y la nula voluntad para ayudar a la madre en los quehaceres domésticos.

Liudmila pensaba en la madre de Víktor Pávlovich: su destino era terrible. Pero ¿cómo podía Víktor exigirle un vínculo de amistad con Anna Semiónovna, cuando ésta estaba predispuesta en contra de Tolia? Cada carta suya, cada viaje suyo a Moscú se volvían, por este motivo, insoportables para Liudmila. Nadia, Nadia, Nadia… Nadia tenía los mismos ojos que Víktor… Nadia cogía el tenedor como Víktor… Nadia era avispada, Nadia era ingeniosa, Nadia era pensativa. La ternura, el amor de Anna Semiónovna hacia su hijo confluían en el amor y la ternura hacia la nieta. Y es que Tolia no cogía el tenedor como Víktor Pávlovich.

Era extraño, en los últimos tiempos recordaba con mayor frecuencia que antes al padre de Tolia, a su primer marido. Deseaba hallar a los parientes de su primer marido, a su hermana mayor; la hermana de Abarchuk habría reconocido en los ojos de Tolia, en su pulgar torcido, en su nariz ancha, los ojos, las manos y la nariz de su hermano.

Y, de la misma manera que no quería acordarse de todo lo bueno que Víktor Pávlovich había hecho por Tolia, le perdonaba a Abarchuk todo lo malo, incluso que la hubiera abandonado con un niño de pecho y le hubiera prohibido darle su apellido.

Por las mañanas Liudmila Nikoláyevna se quedaba sola en casa. Esperaba aquel momento; los suyos la molestaban. Todos los acontecimientos del mundo, la guerra, el destino de sus hermanas, el trabajo de su marido, el temperamento de Nadia, la salud de su madre, su compasión hacia los heridos, el dolor por los muertos en cautiverio alemán, todo acrecentaba su pesar hacia el hijo, su inquietud por él.

Adivinaba que los sentimientos de su madre, de su marido, de su hija estaban hechos de otra pasta. El cariño y amor de éstos hacia Tolia le parecían superficiales. Para ella el mundo era Tolia; para ellos Tolia sólo era una parte del mundo.

Transcurrían los días, las semanas, y las cartas de Tolia no llegaban.

Cada día la radio transmitía los boletines de la Oficina de Información Soviética, cada día los periódicos estaban llenos de guerra. Las tropas retrocedían. En los boletines y en los periódicos se hablaba de artillería. Tolia prestaba servicio en la artillería. Pero de Tolia no había ninguna carta.

Le parecía que sólo una persona comprendía como es debido su congoja: Maria Ivánovna, la mujer de Sokolov.

A Liudmila Nikoláyevna no le gustaba tener amistad con las mujeres de los colegas de su marido; la irritaban las conversaciones sobre los éxitos científicos de sus esposos, los vestidos o las asistentas domésticas. Pero probablemente debido a que el suave carácter de la tímida Maria Ivánovna era opuesto al suyo y porque manifestaba un interés conmovedor hacia Tolia, le había tomado mucho cariño.

Con ella Liudmila hablaba con más libertad que con su marido o su madre, y cada vez se sentía más tranquila, se quitaba un peso de encima. Y a pesar de que Maria Ivánovna acudía casi a diario a casa de los Shtrum, Liudmila Nikoláyevna a menudo se preguntaba por qué su amiga se demoraba, y se asomaba por la ventana para ver si veía su menuda silueta.

Y de Tolia, entretanto, ni una carta.

16

Aleksandra Vladímirovna, Liudmila y Nadia estaban sentadas en la cocina. De vez en cuando Nadia echaba a la estufa hojas arrugadas de un cuaderno escolar y la luz roja que estaba apagándose se reavivaba, la estufa se llenaba de infinidad de llamas efímeras. Aleksandra Vladímirovna, mirando de reojo a su hija, decía:

—Ayer estuve en casa de una ayudante de laboratorio. Dios mío, qué estrechez, qué miseria, qué hambre… Nosotros, en comparación, vivimos como reyes; se habían reunido varias vecinas y la conversación giró en torno a lo que más nos gustaba antes de la guerra: una dijo que la carne de ternera; otra, la sopa de pepino. Y la hija de esta ayudante de laboratorio dijo: «A mí lo que más me gustaba era el final de la alarma».

Liudmila Nikoláyevna se quedó callada, pero Nadia intervino:

—Abuela, ya te has hecho un millón de amigos aquí.

—Y tú no tienes ni uno.

—¿Y qué hay de malo? —dijo Liudmila Nikoláyevna—. Víktor ha comenzado a frecuentar la casa de los Sokolov. Allí se reúne toda clase de chusma, y yo no comprendo cómo Vitia y Sokolov pueden pasarse horas enteras hablando con esa gente. ¿Cómo no se cansan de estar de palique? Podrían compadecerse de Maria Ivánovna, que necesita tranquilidad y no puede acostarse cuando están ellos, ni sentarse un poco, fuman como carreteros.

—Karímov, el tártaro, me gusta —dijo Aleksandra Vladímirovna.

—Un tipo repugnante.

—Mamá se parece a mí, no le gusta nadie —dijo Nadia—, sólo Maria Ivánovna.

—Sois gente extraña —dijo Aleksandra Vladímirovna—. Tenéis cierto círculo moscovita que os habéis traído con vosotros. La gente con la que os encontráis en el tren, en el club, en el teatro, no forman parte de vuestro círculo, y vuestros amigos son los que se han construido la dacha en el mismo lugar que vosotros; una característica que también he observado en tu hermana Zhenia. Hay pequeños indicios que os permiten distinguir a la gente de vuestro círculo: «Ah, aquélla es una nulidad, no le gusta Blok; aquel otro es un primitivo, no comprende a Picasso… Ah, ésta le ha regalado un jarrón de cristal. ¡Es de mal gusto…!». En cambio, Víktor sí que es demócrata; le da lo mismo toda esa decadencia.

—Tonterías —respondió Liudmila—. ¿Y qué tienen que ver aquí las dachas? Burgueses hay con o sin dachas, y más vale evitarlos: son detestables.

Aleksandra Vladímirovna notaba que la irritación de su hija para con ella iba en aumento.

Liudmila Nikoláyevna daba consejos al marido, hacía observaciones a Nadia, la amonestaba por sus errores y la perdonaba, la mimaba o se negaba a mimarla, y sentía que su madre juzgaba constantemente sus actos. Aleksandra Vladímirovna no expresaba cuáles eran sus opiniones, pero era evidente que las tenía. A veces Shtrum intercambiaba miradas con su suegra y en sus ojos aparecía una expresión de irónica complicidad, como si hubieran comentado previamente las rarezas del carácter de Liudmila. Y, llegados a este punto, carecía de importancia si lo habían comentado o no; lo importante era que en la familia había aparecido una nueva fuerza suficiente por sí misma para haber cambiado las relaciones preexistentes.

Un día Víktor Pávlovich le dijo a Liudmila que, si él estuviera en su lugar, cedería el mando de la casa a la suegra: que se sintiera dueña y no invitada.

Liudmila Nikoláyevna no estimó sinceras las palabras del marido, incluso le pareció que quería subrayar la relación afectiva y especial que tenía con su suegra, y esto, involuntariamente, le recordó la frialdad con la que había tratado a la madre de su marido, Anna Semiónovna.

Le hubiera resultado ridículo y vergonzoso reconocer ante él que a veces se sentía celosa de los hijos, especialmente de Nadia. Pero ahora no se trataba de celos. ¿Cómo podía admitir, incluso para ella misma, que su madre, que se había quedado sin techo, se había convertido en una carga para ella y que la irritaba? Pero, por lo demás, era una irritación extraña que coexistía con el amor, con su disposición a dar a Aleksandra Vladímirovna su último vestido, en caso de que fuera necesario, a compartir el último pedazo de pan.

Por su parte, Aleksandra Vladímirovna sentía unas repentinas e irracionales ganas de llorar, de morir, de no volver a casa por la noche y quedarse a dormir en el suelo de la casa de una compañera de trabajo, o de ponerse en camino hacia Stalingrado, a buscar a Seriozha, a Vera, a Stepán Fiódorovich.

Aleksandra Vladímirovna, la mayoría de las veces, aprobaba todos los actos y opiniones de su yerno, mientras que Liudmila casi nunca estaba de acuerdo. Nadia, que se había dado cuenta, le decía a su padre:

—Ve a quejarte a la abuela de que mamá te ofende. Y Aleksandra Vladímirovna decía:

—Vivís como mochuelos. Sólo Víktor es un hombre normal.

—No son más que palabras —dijo Liudmila torciendo el gesto—. Llegará el momento de partir a Moscú, y entonces Víktor y tú os alegraréis.

Aleksandra Vladímirovna respondió de sopetón:

—¿Sabes, querida? Cuando llegue el día de volver a Moscú, no volveré con vosotros, me quedaré aquí; no hay sitio para mí en tu casa de Moscú. ¿Lo has entendido? Convenceré a Zhenia de que se traslade aquí, o iré yo a su casa de Kúibishev.

Fue un momento difícil en la relación entre madre e hija. Todo lo que a Liudmila Nikoláyevna le oprimía en el corazón se expresó en su negativa a ir a Moscú. Todo aquello que le pesaba en el alma a Liudmila Nikoláyevna se hizo tan evidente como si lo hubiera formulado. Pero se ofendió, como si no fuera culpable de nada ante su madre.

En cambio, Aleksandra Vladímirovna miraba la cara de sufrimiento de la hija y se sentía culpable. Por las noches Aleksandra Vladímirovna pensaba cada vez más en Seriozha: ahora le venían a la mente sus arrebatos, sus discusiones; ahora se lo imaginaba en su uniforme militar; sus ojos, probablemente, se habían vuelto más grandes, y es que él estaba más delgado, las mejillas se le habían hundido. Seriozha despertaba en ella un sentimiento especial: era el hijo de su infeliz hijo, al que tal vez amaba más que a nadie en el mundo… Le decía a Liudmila:

—No te atormentes tanto por Tolia, créeme, también yo me preocupo por él no menos que tú.

Había algo falso en estas palabras que ofendía el amor hacia la hija: en realidad, ella no se preocupaba tanto por Tolia. Las dos mujeres, directas hasta la crueldad, se asustaron de su propia franqueza y recularon.

Buena es la verdad, mejor es el amor: nueva obra de Ostrovski —dijo Nadia, alargando las palabras, y Aleksandra Vladímirovna miró con hostilidad, incluso con cierto espanto, a aquella niña de décimo curso que era capaz de comprender cosas que para ella eran impenetrables.

Pronto llegó Víktor Pávlovich. Abrió la puerta con su llave y apareció en la cocina de improviso.

—¡Qué placer inesperado! —dijo Nadia—. Creíamos que te quedarías en casa de los Sokolov hasta más tarde.

—Todo el mundo en casa, alrededor de la estufa, qué alegría; ¡maravilloso, maravilloso! —dijo extendiendo las manos hacia el fuego.

—Suénate la nariz —dijo Liudmila—. Y ¿qué hay de maravilloso?, no entiendo.

Nadia soltó una risita y dijo imitando el tono de su madre:

—Venga, ¡suénate la nariz! ¿Es que no entiendes ruso?

—Nadia… Nadia… —dijo Liudmila Nikoláyevna en tono le advertencia; no compartía con nadie su derecho a educar a su marido.

Víktor Pávlovich declaró:

—Sí, sí, hace un viento muy frío.

Pasó a la sala y, a través de la puerta abierta, lo vieron sentarse a la mesa.

—Papá está escribiendo de nuevo sobre la cubierta de un libro —señaló Nadia.

—No es de tu incumbencia —dijo Liudmila Nikoláyevna, y se volvió a elucubrar con su madre—. ¿Por qué se alegra tanto de vernos a todos en casa? Es un neurótico, se inquieta si alguien no está. Eso quiere decir que ahora le está dando vueltas a algún problema y está contento de que no haya nada que le moleste.

—Habla más bajo, si no lo molestaremos de verdad —dijo Aleksandra Vladímirovna.

—Al contrario —intervino Nadia—, si hablas en voz alta no presta atención, pero si lo haces entre susurros, aparecerá aquí y preguntará: «¿Qué estáis cuchicheando?».

—Nadia, hablas de papá como si fueras la guía de un zoológico hablando de instintos animales.

Todas rompieron a reír a la vez, intercambiándose miradas.

—Mamá, ¿cómo has podido ofenderme de esa manera? —dijo Liudmila Nikoláyevna.

La madre, en silencio, le acarició la cabeza.

Luego cenaron en la cocina. Aquella noche a Víktor Pávlovich le pareció que el calor de la cocina tenía un encanto particular.

La vida de Víktor todavía se sustentaba sobre los mismos cimientos. En los últimos tiempos, una idea que daría una explicación inesperada a los experimentos contradictorios acumulados en el laboratorio ocupaba sus pensamientos de manera obsesiva.

Sentado a la mesa de la cocina, experimentaba una feliz y extraña impaciencia. Sus dedos estaban continuamente tentados por el deseo de coger de nuevo el lápiz.

—Hoy las gachas están extraordinarias —dijo golpeando con la cuchara el plato vacío.

—¿Es una indirecta? —preguntó Liudmila Nikoláyevna.

Acercándole el plato a su mujer, le preguntó:

—Liuda, ¿te acuerdas de la hipótesis de Prout?

Liudmila, pensativa, permaneció con la cuchara suspendida en el aire.

—Aquélla sobre el origen de los elementos —dijo Aleksandra Vladímirovna.

—Ah, sí, ahora me acuerdo —respondió Liudmila—. Todos los elementos se forman a partir del hidrógeno. Pero ¿qué tiene que ver con las gachas?

—¿Las gachas? —le devolvió la pregunta Víktor Pávlovich—. Escucha: Prout formuló una hipótesis en gran parte correcta porque en su tiempo eran habituales los errores en la determinación de los pesos atómicos. Si en su época se hubieran determinado los pesos atómicos con exactitud, como han hecho Dumas y Stas, no se habría decidido a presentar los pesos atómicos de los elementos como múltiplos del hidrógeno. Resultó que tenía razón porque se había equivocado.

—Pero ¿qué relación tiene esto con las gachas? —insistió Nadia.

—¿Las gachas? —preguntó con estupor Shtrum y, al recordar que las había mencionado antes, dijo—: Las gachas no tienen nada que ver… Pero es difícil comprender lo que me bulle en la cabeza.

—¿Acaso ha sido el tema de vuestra conferencia de hoy? —preguntó Aleksandra Vladímirovna.

—No, tonterías… Estoy hablando sin ton ni son. Por lo demás, yo no doy conferencias…

Captó la mirada de su mujer y sintió que lo comprendía; el interés hacia su trabajo lo exaltaba de nuevo.

—¿Cómo va la vida? —le preguntó Shtrum—. ¿Ha venido a verte Maria Ivánovna? Quizá te haya leído Madame Bovary, la obra de Balzac…

—Basta —le contuvo su mujer.

Aquella noche Liudmila Nikoláyevna esperaba que su marido le hablara de su trabajo. Pero guardó silencio y ella no hizo preguntas.

17

Qué ingenuas le parecían a Shtrum las ideas de los físicos de mediados del siglo XIX, las opiniones de Helmholtz que reducía la tarea de la física al simple estudio de las fuerzas de atracción y repulsión, las cuales dependían sólo de la distancia.

¡El campo de fuerzas es el alma de la materia! La unidad que comprende onda de energía y corpúsculo de materia… la estructura granular de la luz… ¿Es una lluvia de gotas luminosas o una onda fulgurante?

La teoría cuántica ha sustituido las leyes que rigen las entidades individuales físicas por otras nuevas: las leyes de la probabilidad, las de una estadística especial que ha abandonado la noción de individualidad y reconoce sólo el conjunto. A Shtrum los físicos decimonónicos le evocaban la imagen de hombres con bigotes teñidos, enfundados en trajes con cuellos altos y almidonados, con puños rígidos, apiñados alrededor de una mesa de billar. Aquellos hombres con profundidad de pensamiento, pertrechados con reglas y cronómetros, frunciendo sus tupidas cejas, medían velocidades y aceleraciones, determinaban las masas de las esferas elásticas que llenaban el tapete verde del espacio universal.

Pero de repente el espacio, medido con varillas y reglas metálicas, y el tiempo, mesurado con relojes de alta precisión, comienzan a curvarse, dilatarse y aplastarse. La inmutabilidad ya no es el fundamento de la ciencia, sino los barrotes y muros de su cárcel. Ha llegado el momento del Juicio Final. Las verdades milenarias se han declarado erróneas. En antiguos prejuicios, en los errores y en las imprecisiones ha dormido durante siglos, como en un capullo, la verdad suprema.

El mundo dejó de ser euclidiano, su naturaleza geométrica estaba formada por masas y sus velocidades.

La progresión de la ciencia ganó rapidez en un mundo liberado por Einstein de las cadenas del tiempo y el espacio absolutos.

Hay dos corrientes: una que tiende a escrutar el universo, la segunda que trata de penetrar en el núcleo del átomo, y aunque caminan en direcciones opuestas nunca se pierden de vista, aunque una recorra el mundo de los pársecs y la otra se mida en micromilímetros. Cuanto más profundo se sumergen los físicos en las entrañas del átomo, más evidentes se vuelven para ellos las leyes relativas a la luminiscencia de las estrellas. El desplazamiento al rojo que se produce en el espectro de radiación de las galaxias lejanas dio origen al concepto de universos que se dispersan en un espacio infinito. Pero bastaba acotar la observación a un espacio finito semejante a una lente, curvado por velocidades y masas, para poder concebir que era el propio espacio el que se expandía, arrastrando tras de sí las galaxias.

Shtrum no lo dudaba: no podía haber en el mundo hombres más felices que los científicos… A veces, por la mañana, de camino al instituto, y durante los paseos vespertinos, y también aquella noche mientras pensaba en su trabajo, le embargaba un sentimiento de felicidad, humildad y exaltación.

Las fuerzas que llenaban el universo de la luz suave de las estrellas se liberaban en la transformación del hidrógeno en helio…

Dos años antes de la guerra dos jóvenes alemanes habían logrado la fisión de un núcleo atómico pesado bombardeándolo con neutrones, y en sus investigaciones los físicos soviéticos habían llegado, por vías diferentes, a resultados similares; de repente experimentaron la misma sensación que cientos de miles de años antes tuvieron los hombres de las cavernas al encender la primera hoguera.

Desde luego era la física la que determinaba el curso del siglo XX. Al igual que en 1941 era Stalingrado lo que estaba determinando el curso de todos los frentes de la guerra mundial.

Pero Shtrum se sentía acechado por la duda, el sufrimiento, la desesperación.

18

Vitia, estoy segura de que mi carta te llegará, a pesar de que estoy detrás de la línea del frente y detrás de las alambradas del gueto judío. Yo no recibiré tu respuesta, puesto que ya no estaré en este mundo. Quiero que sepas lo que han sido mis últimos días; con este pensamiento me será más fácil dejar esta vida.

Es difícil, Vitia, comprender realmente a los hombres… Los alemanes irrumpieron en la ciudad el 7 de julio. En el parque la radio transmitía las noticias de última hora. Salía de la policlínica, después de las consultas, y me detuve a escuchar a la locutora, que leía en ucraniano un boletín sobre los últimos combates. Oí un tiroteo a lo lejos. Luego algunas personas cruzaron corriendo el parque. Seguí mi camino a casa, sin dejar de sorprenderme por no haber oído la señal de alarma aérea. De repente vi un tanque y alguien gritó: «¡Los alemanes están aquí!».

«No siembre el pánico», le advertí. La víspera había ido a ver al secretario del sóviet de la ciudad y le había planteado la cuestión de la evacuación; él montó en cólera: «Todavía es pronto para hablar de eso; no hemos comenzado siquiera a redactar las listas». En una palabra, los alemanes habían llegado. Aquella noche los vecinos se la pasaron yendo de una habitación a otra; los únicos en mantener la calma éramos los niños y yo. Había tomado una decisión: que me suceda lo que haya de suceder a los demás. Al principio tuve un miedo espantoso; comprendí que no te volvería a ver, y me entraron unas ganas locas de volver a verte, de besarte la frente, los ojos una vez más. Entonces me di cuenta de la suerte que tenía de que estuvieras a salvo.

Me quedé dormida de madrugada y, al despertar, me embargó una terrible melancolía. Estaba en mi habitación, en mi cama, pero me sentí en tierra extraña, perdida, sola.

Aquella misma mañana me recordaron lo que había logrado olvidar durante los años de régimen soviético: que yo era judía. Los alemanes pasaban en sus camiones y gritaban: «Juden kaputt!».

Y los vecinos también me lo recordaron más tarde. La mujer del conserje, que se encontraba bajo mi ventana, le decía a una vecina: «Por fin, a Dios gracias, nos libraremos de los judíos». ¿Qué es lo que le pudo llevar a decir eso? Su hijo está casado con una judía; la vieja solía ir a visitarlos y me hablaba después de sus nietos.

Mi vecina de apartamento, una viuda con una hija de seis años llamada Aliónushka, de maravillosos ojos azules (ya te he escrito alguna vez sobre ella), pues bien, esta vecina vino a verme y me dijo:

—Anna Semiónovna, le pido que para la tarde haya retirado las cosas de su habitación, voy a instalarme en ella.

—Muy bien —le respondí—, entonces yo me instalaré en la suya.

—No, usted se instalará en el cuarto trasero de la cocina.

Me negué en redondo; allí no había estufa, ni ventana siquiera.

Me fui a la policlínica y, al volver, resultó que me habían forzado la puerta y mis cosas habían sido arrojadas en el interior de aquel cuartucho. Mi vecina me dijo: «Me he quedado su sofá, de todas maneras no cabe en su nuevo cuarto».

Asombroso, se trata de una mujer con estudios, diplomada en una escuela de artes y oficios, y su difunto marido era un hombre bueno y tranquilo, que trabajaba de contable en la Ukoopspilka[17]. «Usted está fuera de la ley», me dijo la mujer como si aquello supusiera un gran provecho para ella. Su pequeña Aliónushka se sentó conmigo toda la tarde y yo le estuve contando cuentos. La niña no quería irse a dormir, de modo que su madre se la llevó en brazos. Así fue la fiesta de inauguración de mi nuevo hogar. Luego, Vítenka, abrieron de nuevo la policlínica. A mí y a otro médico judío nos despidieron. Fui a pedir la mensualidad que no había cobrado pero el nuevo responsable me dijo: «Stalin le pagará lo que usted haya ganado bajo el régimen soviético; escríbale, pues, a Moscú». Una enfermera, Marusia, me abrazó lamentándose con voz queda: «Dios mío, Dios mío, qué va a ser de usted, qué va a ser de todos ustedes». El doctor Tkachev me estrechó la mano. No sé lo que resulta más duro, si la alegría maliciosa de unos o las miradas compasivas de otros, como si estuvieran ante un gato sarnoso, moribundo. Nunca imaginé que me tocaría vivir algo semejante.

Muchas personas me han dejado estupefacta. Y no sólo personas ignorantes, amargadas, analfabetas. He aquí, por ejemplo, un profesor jubilado, de setenta y cinco años, que siempre preguntaba por ti, me pedía que te diera saludos de su parte, y decía hablando de ti: «Es nuestro orgullo». En estos días malditos, al encontrarse conmigo por la calle, no me saludó, me dio la espalda. Luego me enteré de que en una reunión en la Kommandantur había declarado: «Ahora el aire se ha purificado, al fin ha dejado de oler a ajo». ¿Por qué? ¿Por qué ha hecho eso? Esas palabras le ensucian. Y en la misma reunión cuántas calumnias vertidas contra los judíos… Sin embargo, Vítenka, no todos participaron en esa reunión. Muchos rehusaron. Y, ¿sabes?, por mi experiencia de la época zarista siempre había pensado que el antisemitismo estaba ligado al patrioterismo de los hombres de la Liga del Arcángel San Miguel. Pero ahora he constatado que los hombres que claman por liberar a Rusia de los judíos son los mismos que se humillan ante los alemanes y se comportan como deplorables lacayos, estos hombres están dispuestos a vender Rusia por treinta monedas de plata alemanas. Gentes zafias llegadas de los arrabales se apoderan de los apartamentos, las mantas, los vestidos; personas como ellos, con total seguridad, son los que mataban a los médicos durante las revueltas del cólera. Y hay también otros seres, cuya moral se ha atrofiado, seres dispuestos a consentir cualquier crimen con tal que no se sospeche que están en desacuerdo con las autoridades.

Vienen a verme amigos a cada momento para traerme noticias, todos tienen mirada de loco, deliran. Una extraña expresión se ha puesto de moda: «esconder las cosas». Por alguna razón, el escondite del vecino parece más seguro que el propio. Todo eso me recuerda a cierto juego infantil.

Pronto se anunció la creación de un gueto judío; cada persona tenía derecho a llevar consigo quince kilos de objetos personales. En las paredes de las casas fijaron unos pequeños carteles amarillos: «Se ordena a todos los judíos que se trasladen al barrio de Ciudad Vieja antes de las seis de la tarde del 15 de julio de 1941». Para todo aquel que no obedeciese, la pena capital.

Así que, Vítenka, yo también me puse a preparar mis cosas. Cogí una almohada, algo de ropa blanca, la tacita que un día me regalaste, una cuchara, un cuchillo, dos platos. ¿Acaso necesitábamos mucho más? Cogí parte del instrumental médico. Cogí tus cartas, las fotografías de mi madre y del tío David, y también aquella donde sales tú con papá, un pequeño volumen de Pushkin, las Lettres de mon moulin, otro de Maupassant, donde está Une vie, un pequeño diccionario… Cogí Chéjov, el libro aquel donde aparece Una historia trivial y El obispo, y eso es todo: mi cesta estaba llena. Cuántas cartas te he escrito bajo este techo, cuántas noches me he pasado llorando, sí, ahora puedo decírtelo, por mi soledad.

Dije adiós a la casa, al jardincito; me senté algunos minutos bajo el árbol; dije adiós a los vecinos. Hay personas que son realmente extrañas. Dos vecinas, en mi presencia, se pusieron a discutir por mis pertenencias: cuál se quedaría con las sillas, cuál con mi pequeño escritorio; pero, en el momento de la despedida, las dos lloraron. Les pedí a unos vecinos, los Basanko, que si después de la guerra venías a buscarme te lo contaran todo con detalle. Me prometieron que así lo harían. Me conmovió Tóbik, el perro de la casa, que se mostró especialmente cariñoso conmigo la última noche. Si vuelves dale de comer por la ternura dispensada a una vieja judía.

Cuando me disponía a emprender el camino y me preguntaba cómo me las iba a apañar para cargar con mi cesta hasta la Ciudad Vieja, apareció de improviso un antiguo paciente mío llamado Schukin, un hombre sombrío y, creía yo, de corazón duro. Se ofreció a llevarme la cesta, me dio trescientos rublos y me dijo que una vez por semana me llevaría pan a la alambrada. Trabaja en una imprenta; no lo habían llamado a filas debido a una enfermedad ocular. Antes de la guerra había venido a curarse a mi consulta, y si me hubieran propuesto que diera nombres de personas puras y sensibles, habría dado decenas de nombres antes que el suyo. Sabes, Vítenka, después de su visita volví a sentir que era un ser humano. Los perros ya no eran los únicos que mostraban una actitud humana.

Schukin me contó que en la imprenta de la ciudad se estaba imprimiendo un bando: se prohíbe a los judíos andar por las aceras; deben llevar una estrella amarilla de seis puntas cosida en el pecho; no tienen derecho a utilizar el transporte colectivo ni los baños públicos, no pueden acudir a los consultorios médicos ni ir al cine; se les prohíbe comprar mantequilla, huevos, leche, bayas, pan blanco, carne y todas las verduras excepto patatas; las compras en el mercado se autorizan sólo después de las seis de la tarde (cuando los campesinos han abandonado ya el mercado). La Ciudad Vieja será rodeada de alambradas y se prohibirá toda salida, salvo bajo escolta para realizar trabajos forzados. Cualquier ruso que cobije en su casa a un judío será fusilado, de la misma manera que si hubiera escondido a un partisano.

El suegro de Schukin, un viejo campesino procedente de Chudnov, un shtetl cercano a la ciudad, había visto con sus propios ojos cómo los alemanes llevaron en manada hasta el bosque a todos los judíos del lugar, provistos de sus hatillos y maletas; durante todo el día no dejaron de oírse disparos y gritos terribles. Ni un solo judío regresó. Los alemanes, que se alojaban en casa del suegro de Schukin, regresaron bien entrada la noche; estaban borrachos y siguieron bebiendo y cantando hasta la madrugada mientras se repartían broches, anillos, brazaletes delante de las narices del viejo. No sé si se trata de un hecho aislado y fortuito o del presagio de lo que nos depara el futuro.

Qué triste fue, hijo mío, mi camino hacia el gueto medieval. Atravesaba la ciudad donde había trabajado durante veinte años. Primero pasamos por la calle Svechnaya, completamente desértica. Pero cuando llegamos a la calle Nikólskaya vi a cientos de personas, todas ellas dirigiéndose al maldito gueto. La calle se tornó blanca por los hatillos y las almohadas. Los enfermos eran llevados del brazo por sus acompañantes. Al padre del doctor Margulis, paralítico, lo transportaban sobre una manta. Un joven llevaba a una viejecita en brazos, le seguían su mujer e hijos cargando con los hatillos a la espalda. Gordon, un hombre entrado en carnes y que respiraba con dificultad, responsable de una tienda de ultramarinos, se había puesto un abrigo con cuello de piel y el sudor le corría por la cara. Me impresionó especialmente un joven: caminaba sin llevar fardo alguno, con la cabeza erguida, manteniendo ante sí un libro abierto, el rostro sereno y altivo. Pero ¡qué locas y aterrorizadas parecían las personas que estaban a su lado! Avanzábamos por la calzada mientras los habitantes de la ciudad permanecían de pie en las aceras, mirándonos pasar.

Durante un rato anduve al lado de los Margulis y oí los suspiros de compasión de las mujeres. Pero había quien se reía de Gordon y de su abrigo de invierno, aunque te aseguro que el aspecto que presentaba era más espantoso que divertido. Vi muchas caras conocidas. Algunos me hacían un ligero gesto con la cabeza, despidiéndose; otros desviaban la mirada. Me parece que en aquella muchedumbre no había miradas indiferentes; había ojos curiosos, despiadados y, algunas veces, vi ojos anegados de lágrimas.

Yo veía a dos gentíos: uno constituido por los judíos, hombres enfundados en abrigos, con los gorros calados y mujeres con pañuelos en la cabeza, y otro, en las aceras, con ropa de verano. Blusas claras, hombres sin chaquetas, algunos con camisas bordadas a la ucraniana. Parecía incluso que para los judíos que desfilaban por la calle el sol se negara a brillar, como si caminaran a través del frío de una noche de diciembre.

En la entrada del gueto me despedí de mi acompañante y él me señaló el lugar de la alambrada donde nos encontraríamos.

¿Sabes, Vítenka, lo que sentí al hallarme detrás de las alambradas? Esperaba sentir terror. Pero, figúratelo, en realidad me sentí aliviada dentro de aquel redil para ganado. No pienses que es porque tengo alma de esclava. No, no. Me sentía así porque todo el mundo a mi alrededor compartía mi destino. En el gueto ya no estaba obligada a andar por la calzada, como los caballos; la gente no me miraba con odio; y los que me conocían no apartaban los ojos de mí ni evitaban toparse conmigo. En este redil todos llevamos el sello con el que nos han marcado los fascistas, y por esa razón el sello no me quema tanto en el alma. Aquí ya no me siento como una bestia privada de derechos, sino como una mujer desdichada. Y es más fácil de sobrellevar.

Me instalé junto a un colega, el doctor Sperling, en una casita de adobe compuesta por dos cuartuchos. Sperling tiene dos hijas ya adultas y un varón de unos doce años llamado Yura. Muchas veces me quedo contemplando la cara delgaducha de ese niño, sus grandes ojos tristes. Dos veces por equivocación le llamé Vitia y él me corrigió: «No soy Vitia, mi nombre es Yura».

¡Qué diferentes son los hombres entre sí! Sperling, a sus cincuenta y ocho años, rebosa energía. Se las ha arreglado para conseguir colchones, queroseno y una carretada de leña. Por la noche le trajeron a casa un saco de harina y medio de judías. Se alegra de sus éxitos como un jovenzuelo. Ayer colgó en las paredes unos pequeños tapices. «No es nada, no es nada, sobreviviremos —repetía—. Lo más importante es hacerse con reservas de comida y leña.»

Me dijo que era preciso organizar una escuela en el gueto. Me propuso incluso que impartiera clases de francés a Yura y me pagaría un plato de sopa por clase. Estuve conforme.

Fania Borísovna, la gorda mujer de Sperling, suspira: «Estamos perdidos, todo está perdido»; pero eso no quita para que siga de cerca a su hija mayor, Liuba, un ser amable y bondadoso, no vaya a ser que dé a alguien un puñado de judías o una rebanada de pan. La menor, Alia, el ojito derecho de la madre, es un verdadero engendro de Satanás —autoritaria, avara, recelosa—, se pasa el día gritando a su padre y a su hermana. Antes de la guerra vino a hacerles una visita desde Moscú y quedó aquí atrapada.

¡Dios mío, qué miseria por todas partes! ¡Que vengan esos que hablan de las riquezas de los judíos y que afirman que siempre tienen guardado dinero para los malos tiempos, que vengan a la Ciudad Vieja! Aquí están los malos tiempos, peores no puede haberlos. Pero en la Ciudad Vieja no se concentran únicamente los recién mudados con sus quince kilos de equipaje, aquí han vivido siempre artesanos, viejos, obreros, enfermeras… ¡En qué terribles condiciones de hacinamiento viven estas gentes! ¡Y qué clase de comida se llevan a la boca! Si pudieras ver las chozas medio en ruinas, ya casi forman parte de la tierra.

Vítenka, veo aquí a tantas personas malas, codiciosas, deshonestas, capaces de las más pérfidas traiciones. Anda por ahí un hombre espantoso, un tal Epstein, que vino a parar aquí desde alguna ciudad polaca; lleva un brazalete en la manga y acompaña a los alemanes durante los registros, colabora en los interrogatorios, se emborracha con los politsai[18] ucranianos y lo envían por las casas a extorsionar vodka, dinero, comida. Lo he visto una o dos veces; es un hombre de estatura alta, apuesto, elegante en su traje color crema, incluso la estrella amarilla cosida a su americana parece un crisantemo.

Pero quería contarte otra cosa. Yo nunca me he sentido judía; de niña crecí rodeada de amigas rusas, mis poetas preferidos eran Pushkin y Nekrásov, y la obra de teatro con la que lloré junto a todo el auditorio de la sala, en el Congreso de Médicos Rurales, fue Tío Vania, la producción de Stanislavski. Una vez, Vítenka, cuando era una chiquilla de catorce años, mi familia se disponía a emigrar a América del Sur. Yo le dije a papá: «No abandonaré Rusia, antes preferiría ahogarme». Y no me fui.

Y ahora, en estos días terribles, mi corazón se colma de ternura maternal hacia el pueblo judío. Nunca antes había conocido ese amor. Me recuerda al amor que te tengo a ti, mi querido hijo.

Visito a los enfermos en sus casas. Decenas de personas, ancianos prácticamente ciegos, niños de pecho, mujeres embarazadas, todos viven apretujados en un cuartucho diminuto. Estoy acostumbrada a buscar en los ojos de la gente los síntomas de enfermedades, los glaucomas, las cataratas. Pero ahora ya no puedo mirar así en los ojos de la gente, en sus ojos sólo veo el reflejo del alma. ¡Un alma buena, Vítenka! Un alma buena y triste, mordaz y sentenciada, vencida por la violencia pero, al mismo tiempo, triunfante sobre la violencia. ¡Un alma fuerte, Vitia! Si pudieras ver con qué consideración me preguntan sobre ti las personas ancianas. Con qué afecto me consuelan personas ante las que no me he lamentado de nada, personas cuya situación es peor que la mía.

A veces me parece que no soy yo la que está visitando a un enfermo, sino al contrario, que las personas son amables doctores que curan mi alma. Y de qué manera tan conmovedora me ofrecen por mis cuidados un trozo de pan, una cebolla, un puñado de judías.

Créeme, Vítenka, no son los honorarios por una consulta. Se me saltan las lágrimas cuando un viejo obrero me estrecha la mano, mete en una pequeña bolsa dos o tres patatas y me dice: «Vamos, doctora, vamos, se lo ruego». Hay en esto algo puro, paternal, bueno; pero no puedo transmitírtelo con palabras.

No quiero consolarte diciendo que la vida aquí ha sido fácil para mí, te sorprenderá que mi corazón no se haya desgarrado de dolor. Pero no te atormentes pensando que he padecido hambre. No he pasado hambre ni una sola vez. Tampoco me he sentido sola.

¿Qué puedo decirte de los seres humanos, Vitia? Me sorprenden tanto por sus buenas cualidades como por las malas. Son extraordinariamente diferentes, aunque todos conocen un idéntico destino. Imagínate a un grupo de gente bajo un temporal: la mayoría se afanará por guarecerse de la lluvia, pero eso no significa que todos sean iguales. Incluso en esa tesitura cada cual se protege de la lluvia a su manera…

El doctor Sperling está convencido de que la persecución contra los judíos es temporal y cesará cuando concluya la guerra. Muchos, como él, comparten ese parecer, y he observado que cuanto más optimistas son las personas más ruines y egoístas se vuelven. Si alguien entra mientras están comiendo, Alia y Fania Borísovna esconden enseguida la comida.

Los Sperling me tratan muy bien, tanto más cuanto que yo soy de poco comer y aporto más comida de la que consumo. Pero he decidido marcharme, me resultan desagradables. Estoy buscándome un rinconcito. Cuanta más tristeza hay en un hombre y menor es su esperanza de sobrevivir, mejor, más generoso y bueno es éste.

Los pobres, los hojalateros, los sastres que se saben condenados a morir son más nobles, desprendidos e inteligentes que aquellos que se las ingenian para aprovisionarse de comida. Las maestras jovencitas; Spielberg, el viejo y estrambótico profesor y jugador de ajedrez; las tímidas chicas que trabajan en la biblioteca; el ingeniero Reivich, débil como un niño, que sueña con armar al gueto con granadas de fabricación casera… ¡Qué personas tan admirables, qué poco prácticas, agradables, tristes y buenas!

Me he dado cuenta de que la esperanza casi nunca va ligada a la razón; está privada de sensatez, creo que nace del instinto.

Las personas, Vitia, viven como si les quedaran largos años por delante. Es imposible saber si es estúpido o inteligente, es así y basta. Yo también he acatado esa ley. Dos mujeres procedentes de un shtelt cuentan exactamente lo mismo que contaba mi amigo. Los alemanes están exterminando a todos los judíos del distrito, sin compadecerse de niños o ancianos. Los alemanes y los politsai llegan en vehículos, toman a algunas decenas de hombres para hacerlos trabajar en el campo, les ordenan cavar fosas, y luego, dos o tres días más tarde, los alemanes conducen a todos los judíos hasta esas fosas y fusilan a todos sin excepción. Por doquier, en los alrededores de la ciudad, están surgiendo estos túmulos judíos.

En la casa de al lado vive una chica polaca. Cuenta que en su país las masacres de judíos no se interrumpen ni un instante, son aniquilados del primero al último. Sólo han logrado sobrevivir judíos en algunos guetos de Varsovia, Lodz, Radom. Cuando me he parado a pensarlo, he comprendido perfectamente que no nos han congregado aquí para conservarnos con vida, como bisontes en la reserva del bosque de Biarowieia, sino como ganado que enviarán al matadero.

Conforme al plan, nuestro turno debe de estar previsto para dentro de una o dos semanas. Pero, imagínatelo, aún comprendiendo eso, sigo curando a los enfermos y les digo: «Si se lava el ojo regularmente con esta loción, dentro de dos o tres semanas estará curado». Examino a un viejo que dentro de seis meses o un año podría ser operado de cataratas. Continúo dando clases de francés a Yura, me desmoraliza su pésima pronunciación.

Entretanto los alemanes irrumpen en el gueto y desvalijan, los centinelas se divierten disparando contra los niños detrás de las alambradas y cada vez más gente corrobora que nuestro destino se decidirá el día menos pensado. Y así es, la vida continúa. Hace unos días se celebró incluso una boda. Los rumores se multiplican por decenas. Ahora un vecino me informa, ahogándose de alegría, de que nuestras tropas han tomado la ofensiva y que los alemanes se retiran. O bien circula el rumor de que el gobierno soviético y Churchill han presentado a los alemanes un ultimátum, y que Hitler ha dado la orden de que no se mate a más judíos. Otras veces dicen que los judíos serán intercambiados por prisioneros de guerra alemanes.

Así, en ningún otro lugar del mundo hay más esperanza que en el gueto. El mundo está lleno de acontecimientos, y todos esos acontecimientos tienen el mismo sentido y el mismo propósito: la salvación de los judíos. ¡Qué riqueza de esperanza! Y la fuente de esa esperanza es sólo una: el instinto de vida que, sin lógica alguna, se resiste al terrible hecho de que todos vamos a perecer sin dejar rastro. Miro a mi alrededor y simplemente no puedo creerlo: ¿es posible que todos nosotros seamos sentenciados a muerte, que estemos a punto de ser ejecutados? Los peluqueros, los zapateros, los sastres, los médicos, los fumistas…, todos siguen trabajando. Se ha abierto incluso una pequeña maternidad, o para ser exactos, algo que se le parece. Se hace la colada y se tiende en cordeles, se prepara la comida, los niños van a la escuela desde el primero de septiembre y las madres preguntan a los maestros sobre las notas de sus hijos.

El viejo Spielberg ha llevado varios libros a encuadernar. Alia Sperling realiza a diario su gimnasia matutina; cada noche, antes de acostarse, se enrolla el cabello en bigudíes; y riñe con su padre por dos retales de tela que quiere para hacerse unos vestidos de verano.

También yo mantengo mi tiempo ocupado de la mañana a la noche. Visito a los enfermos, doy clases, zurzo mi ropa, hago la colada, me preparo para hacer frente al invierno: le pongo relleno de guata a mi abrigo de otoño. Escucho los relatos sobre los terribles castigos que se infligen a los judíos: la mujer de un consultor jurídico que conozco fue golpeada hasta perder el conocimiento por haber comprado un huevo de pato para su hijo; a un niño, el hijo de Sirota, el farmacéutico, le dispararon en el hombro cuando trataba de deslizarse por debajo de la alambrada para recuperar su pelota. Y luego, otra vez, rumores, rumores, rumores…

Lo que ahora te cuento, sin embargo, no es un rumor. Hoy los alemanes vinieron y se llevaron a ochenta jóvenes para trabajar el campo, supuestamente para recoger patatas. Algunos incluso se alegraron imaginando que podrían traer unas pocas patatas para la familia. Pero yo comprendí al instante a qué se referían los alemanes con patatas.

La noche en el gueto es un tiempo aparte, Vitia. Tú sabes, querido hijo, que siempre te he enseñado a decirme la verdad, un hijo siempre debe decir la verdad a su madre. Pero también una madre debe decir la verdad a su hijo. No te imagines, Vítenka, que tu madre es una mujer fuerte. Soy débil. Me da miedo el dolor y tiemblo cuando me siento en el sillón del dentista. De niña me daban miedo los truenos y la oscuridad. Ahora que soy vieja, tengo miedo de las enfermedades, de la soledad; temo que si enfermara no podría trabajar más y me convertiría en una carga para ti y que tú me lo harías sentir. Tenía miedo de la guerra. Ahora, por las noches, Vitia, se apodera de mí un terror que me hiela el corazón. Me espera la muerte. Siento deseos de llamarte, de pedirte ayuda.

Cuando eras pequeño, solías correr a mí en busca de protección. Ahora, en estos momentos de debilidad, quisiera esconder mi cabeza entre tus rodillas para que tú, inteligente y fuerte, me defendieras, me protegieras. No siempre soy fuerte de espíritu, Vitia, soy débil. Pienso a menudo en el suicidio, pero algo me retiene, no sé si es debilidad, fuerza o bien una esperanza absurda…

Pero ya es suficiente. Me estoy durmiendo y comienzo a soñar. A menudo veo a mi madre, hablo con ella. La pasada noche vi en sueños a Sasha Sháposhnikova en la época que vivimos juntas en París. Pero contigo no he soñado ni una sola vez, aunque pienso en ti sin cesar, incluso en los momentos de angustia más terrible. Me despierto y de repente veo el techo, entonces recuerdo que los alemanes han ocupado nuestra tierra, que soy una leprosa, y me parece que no me he despertado sino, al contrario, que me acabo de dormir y estoy soñando.

Pero pasan algunos minutos y oigo a Alia discutir con Liuba sobre a quién le toca ir al pozo por agua, oigo a alguien contar que durante la noche, en la calle de al lado, los alemanes fracturaron el cráneo a un viejo.

Una chica que conozco, alumna del Instituto Técnico de Pedagogía, vino a buscarme para que fuera a examinar a un enfermo. Resulta que la chica escondía a un teniente con una herida en un hombro y un ojo quemado. Un joven dulce, demacrado, con un fuerte acento del Volga. Había pasado por debajo de las alambradas durante la noche y había hallado refugio en el gueto. La herida del ojo no era demasiado grave y pude cortar la supuración. Me habló largo y tendido sobre los combates, la retirada de nuestras tropas; sus historias me deprimieron. Quiere restablecerse cuanto antes y volver, cruzando la línea, al frente. Varios jóvenes tienen la intención de partir con él, uno de ellos fue alumno mío. ¡Ay, Vítenka, si pudiera ir con ellos! Fue un enorme placer ayudar a ese joven: sentí que también yo participaba en la guerra contra el fascismo. Le llevamos patatas, pan, judías, y una anciana le tricotó un par de calcetines de lana.

Hoy se ha vivido un día lleno de dramatismo. Ayer Alia se las ingenió, a través de una conocida rusa, para hacerse con el pasaporte de una joven rusa, muerta en el hospital. Esta noche Alia se irá. Y hoy hemos sabido de boca de un campesino amigo que pasaba cerca del recinto del gueto que los judíos a los que enviaron a recoger patatas están cavando fosas profundas a cuatro kilómetros de la ciudad, cerca del aeródromo, en el camino a Romanovka. Vitia, recuerda ese nombre: allí encontrarás la fosa común donde estará sepultada tu madre.

Incluso Sperling lo ha comprendido. Ha estado pálido todo el día, los labios le temblaban y me ha preguntado, desconcertado: «¿Hay esperanza de que dejen con vida al personal cualificado?». Se dice, en efecto, que en algunos lugares no han ejecutado a los mejores sastres, zapateros y médicos.

A pesar de todo, esta misma noche, Sperling ha llamado al viejo que repara las estufas y éste le ha habilitado un escondrijo en la pared para la harina y la sal. Yura y yo estuvimos leyendo Lettres de mon moulin. ¿Te acuerdas de cuando leíamos en voz alta mi cuento favorito, «Les vieux», e intercambiábamos miradas, nos echábamos a reír y se nos llenaban los ojos de lágrimas? Después le dicté a Yura las clases que tenía que aprender para pasado mañana. Así debe ser. Pero qué dolor sentí cuando miré la carita triste de mi alumno, sus dedos anotando en la libretita los números de los párrafos de gramática que le había puesto de deberes.

Y cuántos niños hay aquí: ojos maravillosos, cabellos rizados oscuros. Entre ellos habría, probablemente, futuros científicos, físicos, profesores de medicina, músicos, incluso poetas.

Los veo cuando corren a la escuela por la mañana, tienen un aire serio impropio de su edad y unos trágicos ojos desencajados en la cara. A veces comienzan a armar alboroto, se pelean, se ríen a carcajadas, pero entonces, más que producirme alegría, el espanto se adueña de mí.

Dicen que los niños son el futuro, pero ¿qué se puede decir de estos niños? No llegarán a ser músicos ni zapateros ni talladores. Y esta noche me hice una idea clara de cómo este mundo ruidoso, de papás barbudos, atareados, de abuelas refunfuñonas que hornean melindres de miel y cuellos de ganso, el mundo entero de las costumbres nupciales, los proverbios, las celebraciones del sabbat, desaparecerá para siempre bajo tierra, y después de la guerra la vida se reanudará, y nosotros ya no estaremos, nos habremos extinguido al igual que se extinguieron los aztecas.

El campesino que nos trajo la noticia de la preparación de las fosas comunes nos contó que su mujer se había pasado la noche llorando y lamentándose: «Saben coser y fabricar zapatos, curten la piel, reparan relojes, venden medicinas en la farmacia… ¿Qué pasará cuando los hayan matado a todos?».

Con qué claridad me imaginé a alguien, una persona cualquiera, pasando delante de las ruinas y diciendo: «¿Te acuerdas? Aquí vivía un judío, un reparador de estufas llamado Boruj. Las tardes de los sábados su vieja mujer se sentaba en un banco y, alrededor de ella, los niños jugaban». Y otro diría: «Y allí, bajo el viejo peral, se solía sentar una doctora, no recuerdo su apellido, pero una vez fui a verla para que me curara los ojos. Después del trabajo sacaba una silla de mimbre y se ponía a leer un libro». Así será, Vitia.

Después fue como si un soplo de espanto hubiera atravesado los rostros de las gentes: todos comprendimos que se acercaba el final.

Vítenka, quiero decirte… no, no es eso, no es eso.

Vítenka, termino ya la carta y voy a llevarla al límite del gueto, se la entregaré a mi amigo. No es fácil interrumpir esta carta, ésta es mi última conversación contigo, y cuando la haya entregado me habré apartado de ti definitivamente, nunca sabrás lo que han sido mis últimas horas. Ésta es nuestra última despedida. ¿Qué puedo decirte antes de separarme de ti para siempre? en estos últimos días, como durante toda mi vida, tú has sido mi alegría. Por la noche me acordaba de ti, de la ropa que llevabas de niño, de tus primeros libros; me acordaba de tu primera carta, tu primer día de escuela; todo, me acordaba de todo, desde tus primeros días de vida hasta la más nimia noticia que recibí de ti, el telegrama que recibí el 30 de junio. Cerraba los ojos y me parecía, querido mío, que me protegías del horror que se avecinaba sobre mí. Pero cuando pienso lo que está ocurriendo, me alegro de que no estés a mi lado y que no tengas que conocer este horrible destino.

Vitia, yo siempre he estado sola. Me he pasado noches en blanco llorando de tristeza. Pero nadie lo sabía. Me consolaba la idea de que un día te contaría mi vida. Te contaría por qué tu padre y yo nos separamos, por qué durante todos estos largos años he vivido sola. Pensaba a menudo: «¡Cuánto se sorprenderá Vitia al saber que su madre ha cometido errores, ha hecho locuras, que era celosa y que inspiraba celos, que su madre era igual que todas las jóvenes!». Pero mi destino es acabar la vida sola, sin haberla compartido contigo. A veces pensaba que no debía vivir lejos de ti, que te quería demasiado, que ese amor me daba derecho a vivir mi vejez junto a ti. A veces pensaba que no debía vivir contigo, que te quería demasiado.

Bueno, enfin… Que seas feliz siempre con aquellos que amas, con los que te rodean, con los que han llegado a estar más cerca de ti que tu madre. Perdóname.

De la calle llegan llantos de mujer, improperios de los policías, y yo, yo miro estas páginas y me parece que me protegen de un mundo espantoso, lleno de sufrimiento.

¿Cómo poner punto final a esta carta? ¿De dónde sacar fuerzas, hijo mío? ¿Existen palabras en este mundo capaces de expresar el amor que te tengo? Te beso, beso tus ojos, tu frente, tu pelo.

Recuerda que el amor de tu madre siempre estará contigo, en los días felices y en los días tristes, nadie tendrá nunca el poder de matarlo.

Vítenka… Ésta es la última línea de la última carta de tu madre. Vive, vive, vive siempre…

MAMÁ

19

Nunca, antes de la guerra, Shtrum había pensado en el hecho de que era judío, de que su madre era judía. Nunca su madre le había hablado de ello, ni cuando era niño, ni en sus años de formación. Nunca durante la época de estudiante en la Universidad de Moscú, ningún estudiante, ningún profesor, ningún director de seminario le había sacado el tema.

Nunca antes de la guerra en el instituto, en la Academia de las Ciencias, se había visto obligado a escuchar conversaciones al respecto.

Nunca, ni una sola vez, sintió deseos de hablarle de ello a Nadia, explicarle que su madre era rusa y su padre, judío.

El siglo de Einstein y Planck había resultado ser el siglo de Hitler. La Gestapo y el renacimiento científico eran hijos de una misma época. Qué humano era el siglo XIX, el siglo de la física ingenua en comparación con el siglo XX, el siglo que había matado a su madre. Existía un parecido terrible entre los principios del fascismo y los principios de la física contemporánea.

El fascismo ha negado el concepto de individualidad separada, el concepto de «hombre» y opera con masas enormes. La física contemporánea habla de probabilidades mayores o menores de fenómenos en este o aquel conjunto de individuos físicos. ¿Acaso el fascismo, en su terrible mecánica, no se funda sobre el principio de política cuántica, de probabilidad política?

El fascismo ha llegado a la idea de aniquilar estratos enteros de población, nacionalidades o razas sobre la base de que la probabilidad de oposición manifiesta o velada en estos estratos y subestratos es mayor que en otros grupos o conjuntos: la mecánica de las probabilidades y de los conjuntos humanos.

Pero no, no. El fascismo morirá porque ha pretendido aplicar sobre el hombre las leyes de los átomos y los guijarros.

El fascismo y el hombre no pueden coexistir. Cuando el fascismo vence, el hombre deja de existir, quedan sólo criaturas antropoides que han sufrido una transformación interna. Pero cuando es el hombre, el hombre dotado de libertad, razón y bondad, el que vence, es el fascismo el que muere y aquellos que se habían sometido a él vuelven a ser hombres.

¿Acaso no era éste el sentido de las ideas de Chepizhin sobre el magma al que se había opuesto el verano pasado? El momento de la conversación con Chepizhin se le antojaba increíblemente lejano, como si decenas de años se interpusieran entre aquella tarde estival moscovita y el día presente.

Le parecía que el que caminaba por la plaza Trubnaya no era Shtrum sino otro hombre, ese que escuchaba agitado y discutía con ardor, seguro de sí mismo.

Mamá… Marusia… Tolia…

Había momentos en que la ciencia se le presentaba como un engaño que enmascaraba la locura y la crueldad de la vida.

Tal vez la ciencia, no por azar, se había convertido en compañera de viaje de este siglo terrible, en su aliada. ¡Qué solo se sentía! No tenía a nadie con quien compartir sus pensamientos. Chepizhin estaba lejos; para Postóyev todo aquello resultaba extraño y de escasa relevancia.

Sokolov era propenso a la mística, a cierta extraña sumisión religiosa ante la crueldad del César, ante la injusticia.

Había dos excelentes científicos que trabajaban en su laboratorio: el físico experimental Márkov y el disoluto erudito Savostiánov. Pero Shtrum no podía ponerse a hablar con ellos de estos temas, lo hubieran tomado por loco.

Sacó de la mesa la carta de su madre y la releyó.

«Vitia, estoy segura de que mi carta te llegará, a pesar de que estoy detrás de la línea del frente y detrás de las alambradas del gueto judío… ¿De dónde sacar fuerzas, hijo mío…?»

Y una vez más sintió una cuchilla fría golpearle en la garganta…

20

Liudmila Nikoláyevna sacó del buzón una carta que habían enviado del ejército.

Entró en la habitación a grandes pasos y, acercando el sobre a la luz, rompió el borde de papel burdo.

Por un instante le pareció que caerían del sobre fotografías de Tolia, de Tolia cuando era un bebé diminuto, cuando todavía no era capaz de sostener la cabeza, desnudo sobre una almohada con los pies levantados como un osito, los labios hacia fuera.

De manera incomprensible, sin lograr distinguir bien las palabras, pero absorbiendo, embebiéndose de aquella bella escritura de alguien alfabetizado, aunque con escasa instrucción, de aquellas frases escritas, ella lo comprendió: está vivo, vive.

Leyó que Tolia estaba gravemente herido en el pecho y en un costado, que había perdido mucha sangre y que estaba demasiado débil para escribir por sí mismo, hacía cuatro semanas que tenía fiebre… Pero lágrimas de felicidad le nublaron la vista, tan grande había sido la desesperación que había sentido un momento antes.

Salió a la escalera, leyó las primeras líneas de la carta y, tranquilizada, caminó hasta la leñera. Allí, en la fría penumbra, leyó la parte central y el final de la carta y pensó que era la despedida de Tolia antes de morir.

Liudmila Nikoláyevna se puso a llenar el saco de leña. Y aunque el médico que la trataba en el callejón Gagarinski de Moscú en la policlínica del TseKuBu[19] le había prescrito que no levantara más de tres kilos de peso, y a ser posible que realizara movimientos lentos y suaves, Liudmila Nikoláyevna, gruñendo como una campesina, se cargó a la espalda un saco lleno de troncos húmedos y enseguida subió al segundo piso. Bajó el saco al suelo y la vajilla tintineó sobre la mesa.

Liudmila se puso el abrigo, se ató el pañuelo en la cabeza y salió a la calle.

La gente con la que se cruzaba se volvía a mirarla.

Atravesó la calle, el tranvía campaneó bruscamente y la conductora la amenazó con el puño.

Girando a la derecha y tomando el callejón se llegaba a la fábrica donde trabajaba mamá.

Si Tolia muere, su padre no se enterará. ¿A qué campo habrá ido a parar? Tal vez haya muerto hace mucho tiempo…

Liudmila Nikoláyevna se dirigió al instituto a buscar a Víktor Pávlovich. Al pasar por delante de la casita de los Sokolov, entró en el patio y llamó a la ventana, pero la cortina permaneció bajada: Maria Ivánovna no estaba en casa.

—Víktor Pávlovich acaba de irse al despacho —la informó alguien.

Le dio las gracias, aunque no sabía con quién había hablado, si un conocido o un desconocido, si un hombre o una mujer; y entró en la sala del laboratorio donde como siempre, por lo visto, había pocos que se ocuparan del trabajo. Por lo general, parecía que en el laboratorio los hombres charlaban o fumaban leyendo un libro, mientras las mujeres estaban siempre ocupadas en tricotar, sacarse el esmalte de las uñas o hirviendo té en matraces.

Observó los detalles, decenas de detalles, entre ellos el papel con el que un auxiliar de laboratorio se estaba enrollando un cigarrillo.

En el despacho de Víktor Pávlovich fue recibida con alboroto; Sokolov se acercó a ella con presteza, casi corriendo, y, agitando un gran sobre blanco, dijo:

—Nos dan esperanzas, hay un plan, una perspectiva de reevacuación a Moscú, con todos los bártulos, los aparatos, con las familias. No está mal, ¿no? A decir verdad todavía no se han fijado las fechas. Pero es así.

Su cara animada, sus ojos, le parecieron odiosos. ¿Acaso Maria Ivánovna habría corrido hasta su casa con la misma alegría? No, no. Maria lo habría intuido todo inmediatamente, se lo habría leído en la cara.

Si hubiera sabido que iba a ver tal cantidad de caras alegres, ella, por supuesto, no habría ido a buscar a Víktor. También Víktor estaría alegre, y su alegría aquella noche entraría en casa, también Nadia estaría contenta de irse de la odiada Kazán.

¿Acaso toda esta gente valía la sangre joven con la que se había comprado tanta alegría?

Con aire de reproche, Liudmila levantó la mirada hacia su marido. Y sus ojos sombríos escrutaron los ojos de él, ojos que entendían, llenos de angustia.

Cuando se quedaron a solas, él le confesó que en cuanto la había visto entrar había comprendido que había ocurrido una desgracia.

Leyó la carta y dijo repetidamente:

—Qué hacer, Dios mío, qué hacer…

Víktor Pávlovich se puso el abrigo y juntos se dirigieron a la salida.

—Hoy ya no volveré —anunció a Sokolov, que estaba junto al jefe del departamento de personal, un hombre de alta estatura, de cabeza redonda, vestido con una amplia americana moderna, pero estrecha para su ancha espalda.

Shtrum soltó por un segundo la mano de Liudmila y dijo a media voz a Dubenkov:

—Queríamos empezar a redactar las listas para Moscú, pero hoy no puedo, se lo explicaré más tarde.

—No hay de qué preocuparse, Víktor Pávlovich —respondió Dubenkov con voz de bajo—. De momento no hay prisa. Sólo son planes para el futuro. De todas formas puedo hacer el trabajo preparatorio solo.

Sokolov hizo un gesto con la mano, asintió con la cabeza, y Shtrum entendió que había comprendido la nueva desgracia que le había golpeado.

Un viento gélido corría por las calles levantando el polvo y ora parecía que lo envolvía con una cuerda, ora lo empujaba, tirándolo como grano negro inservible. En aquella helada, en el golpeteo huesudo de las ramas, en el azul helado de los carriles del tranvía, había una dureza implacable.

La mujer volvió hacia él la cara, una cara rejuvenecida por el sufrimiento, demacrada, helada, atenta, que casi parecía rogar a Víktor Pávlovich mientras lo miraba.

Una vez habían tenido una gata joven; en su primera gestación no había logrado parir a sus crías y, agonizante, se había arrastrado hasta Shtrum; chillaba mirándolo con sus ojos claros desorbitados. Pero ¿a quién preguntar, a quién rogar en aquel enorme cielo vacío, en aquella polvorienta tierra despiadada?

—Aquí está el hospital donde yo trabajaba —dijo ella.

—Liuda —le dijo de improviso—, entra ahí, probablemente podrán decirte cuál es el hospital de campaña desde el que ha sido enviada la carta. ¿Cómo no se me ha ocurrido antes?

Vio a Liudmila Nikoláyevna subir los peldaños y hablar con el portero.

Shtrum iba hasta la esquina, y luego volvía a la entrada del hospital. Los viandantes pasaban cerca con bolsas de red que contenían tarros de cristal donde flotaban, en un caldo gris, macarrones y patatas oscuras.

—Vida —lo llamó su mujer.

Por su voz comprendió que Liudmila se había rehecho.

—Bueno, ya está. Se encuentra en Sarátov. Resulta que el sustituto del médico principal estuvo allí hace poco. Me ha anotado la calle y el número del edificio.

De repente surgieron infinidad de cosas que hacer, de cuestiones por resolver: cuándo partía el barco, cómo obtener el billete, había que preparar el equipaje, reunir provisiones, pedir prestado dinero, conseguir un certificado para justificar que se trataba de un viaje de trabajo.

Liudmila Nikoláyevna partió sin equipaje, sin provisiones y casi sin dinero; subió a cubierta sin billete, en medio de los habituales apretones y el revuelo que se levanta durante un embarco.

Sólo se llevó consigo el recuerdo de las despedidas de su madre, su marido y Nadia en una oscura noche de otoño. Las olas negras rompían contra el casco del barco; el viento golpeaba bajo, aullaba, arrastraba gotas de agua del río.