—Lo siento, Olive. Tiene que creerme, lo siento muchísimo. Quiero decir, por usted. Por usted le ofrecí una oportunidad. Ya le advertí que estaría más seguro quedándose en la Unidad a pesar de que había recorrido medio mundo para encontrarlo y hacer que recibiera su merecido por lo que le hizo a Elsa.
—No comprendo. No comprendo nada de todo esto. ¿Quién es usted?
—Creí que lo sabía. Soy Boris Andrei Pavlov Glydr, primo de Elsa. Desde Polonia me enviaron a Estados Unidos a una universidad norteamericana para acabar mis estudios. Y tal como se pusieron las cosas en Europa, mi tío creyó más conveniente para mí que adoptara la nacionalidad estadounidense, y tomé el nombre de Andy Peters.
»Luego, al estallar la guerra, regresé a Europa y trabajé en la Resistencia. Saqué a mi tío y a Elsa de Polonia y los llevé a Estados Unidos. Elsa, ya le he hablado de ella. Fue Elsa quien descubrió la fisión ZE. Betterton era un joven canadiense que ayudaba a Mannheim en sus experimentos. Conocía su trabajo, pero nada más.
»Cortejó a Elsa y se casó con ella para asociarse a los trabajos científicos que estaba realizando. Cuando sus experimentos llegaron a su término y comprendió la gran importancia de la fisión ZE, la envenenó deliberadamente.
—¡Oh, no, no!
—Sí. Entonces no se sospechó nada. Betterton parecía muy apenado, se entregó con renovado ardor a su trabajo y, después, anunció el descubrimiento de la fisión ZE como cosa suya. Obtuvo lo que él quería: fama y que le consideraran un científico de primera.
Luego consideró prudente dejar Estados Unidos y venir a Inglaterra. Marchó a Harwell y estuvo trabajando allí.
»Yo permanecí en Europa algún tiempo ya finalizada la guerra. Puesto que conocía el alemán, el ruso y el polaco, podía ser muy útil allí. La carta que Elsa me escribió antes de morir me inquietó. La enfermedad que sufría y de la que murió me parecía misteriosa e inesperada. Cuando al fin regresé a Estados Unidos, comencé a hacer averiguaciones. No hace falta que se lo cuente todo. Encontré lo que buscaba. Es decir, lo bastante para solicitar una orden para la exhumación del cadáver. En la oficina del fiscal de distrito había un joven que había sido gran amigo de Betterton. Se iba de viaje a Europa y le propuse que visitara a Betterton y mencionara la exhumación.
»Betterton husmeó el peligro. Supongo que ya debía haber tratado con algún agente de nuestro amigo Aristides. De todas formas, vio que era su mejor oportunidad para evitar el arresto y el juicio por asesinato. Aceptó la propuesta con la condición de que le cambiaran el rostro por completo. Lo que ocurrió en realidad es que se encontró prisionero. Más aún, se encontró en una situación peligrosa, porque que era incapaz de conseguir ningún resultado en su trabajo científico. Nunca fue un genio.
—¿Y usted le siguió?
—Sí. Cuando en todos los periódicos fue publicada la sensacional desaparición del científico Thomas Betterton, fui a Inglaterra. Un amigo mío, un científico bastante bueno, había recibido ciertas ofertas de una mujer, una tal Mrs. Speeder, que trabajaba para la ONU. Al llegar a Inglaterra, descubrí que había tenido una entrevista con Betterton. Me puse en contacto con ella, expresando ideas izquierdistas y exagerando tal vez un poco mi habilidad como científico. Creía que Betterton estaba al otro lado del Telón de Acero, donde nadie pudiera alcanzarlo. Bueno, si nadie más podía alcanzarlo, yo iría hasta él. —Apretó los labios—. Elsa era una científica de primer orden, pero también una mujer hermosa y agradable. Había sido robada y asesinada por el hombre a quien amaba y le había entregado su confianza. De ser necesario, estaba dispuesto a matar a Betterton con mis propias manos.
—Lo comprendo —respondió Hilary—. Ahora por fin lo comprendo todo.
—Cuando fui a Inglaterra le escribí a usted —continuó Peters—. Le escribí, es decir, con mi nombre polaco, contándoselo todo. —La miró—. Supongo que no me creería, ya que nunca me contestó. Al principio me presenté fingiendo ser un oficial polaco: tieso, muy correcto y formal. Entonces sospechaba de todo el mundo. Sin embargo, al final, Jessop y yo nos pusimos de acuerdo. —Hizo una pausa—. Esta mañana mi búsqueda ha terminado. Se aplicará el tratado de extradición y Betterton irá a Estados Unidos, donde será juzgado. Si sale absuelto, no tendré nada más que decir. Pero no lo absolverán —afirmó con severidad—. Las pruebas son irrefutables.
Se detuvo mirando hacia el mar por encima de los jardines bañados por el sol.
—Lo malo de todo esto —añadió— es que usted fue a reunirse con él, yo la encontré y me enamoré perdidamente. He vivido en un infierno, Olive. Créame. Y aquí estamos. Yo soy el responsable de enviar a su marido a la silla eléctrica. No podemos olvidarlo. Es algo que nunca podrá usted olvidar aunque supiera perdonarme. —Se puso en pie—. Bueno, quería que lo supiera todo de mis propios labios. Y ahora, adiós.
Se volvió bruscamente en el momento en que Hilary le tendía una mano.
—Aguarde. Aguarde. Hay algo que no sabe. No soy la esposa de Betterton. La mujer de Betterton, Olive Betterton, murió en Casablanca, y Jessop me convenció para que ocupara su lugar.
Él giró en redondo para mirarla a los ojos.
—¿No eres Olive Betterton?
—No.
—¡Cielos! —exclamó Peters—. ¡Cielo santo! —Se dejó caer pesadamente en una silla junto a ella—. Olive, cariño.
—No me llames Olive. Me llamo Hilary. Hilary Craven. Ése es mi nombre.
—¿Hilary? Tendré que acostumbrarme. —Cogió su mano entre las suyas.
En el otro extremo de la terraza, Jessop, que discutía con Leblanc algunas dificultades técnicas de la situación actual, le interrumpió en medio de una frase.
—¿Decía usted? —le preguntó distraído.
—Le estaba diciendo, mon cher, que me parece que no vamos a poder proceder contra ese monstruo de Aristides. Lo veo difícil.
—No, no. Aristides siempre gana. Lo que equivale a decir que siempre consigue escabullirse. Pero ha perdido mucho dinero y eso no le agradará. E incluso Aristides no puede mantener la muerte a raya. Yo diría por su aspecto que no puede tardar en tener que presentarse ante el Juez Supremo.
—¿Qué es lo que atraía su atención, amigo mío?
—Esa pareja —replicó Jessop—. Envié a Hilary Craven a un viaje con destino desconocido, pero al parecer el final de dicho viaje ha sido el más natural.
Leblanc le miró extrañado por unos momentos y al cabo exclamó:
—¡Ajá! ¡Sí! ¡Su Shakespeare!
—Ustedes, los franceses, siempre tan leídos —replicó Jessop.