Capítulo XX

Los coches subieron velozmente por la carretera de la montaña y frenaron ante la gran puerta de hierro empotrada en la misma roca.

Eran cuatro.

En el primero iba un ministro francés y el embajador de Estados Unidos; en el segundo, el cónsul británico, un miembro del Parlamento y el jefe de policía. El tercer coche lo ocupaban dos miembros de una antigua comisión real y dos distinguidos periodistas. Los otros acompañantes eran los secretarios de rigor. El cuarto coche contenía a ciertas personas desconocidas para el público en general, pero con fama suficiente dentro de su esfera. Entre ellas se encontraban el capitán Leblanc y Mr. Jessop. Los chóferes, impecablemente uniformados, se apresuraron a abrir las puertas para que se apearan los distinguidos visitantes.

—Espero —murmuró el ministro con aprensión— que no haya posibilidad de contacto de ningún tipo.

Uno de sus colaboradores se apresuró a tranquilizarlo.

Pas du tout, monsieur le ministre. Se han tomado todas las precauciones posibles. Se inspecciona todo, pero sólo a distancia.

El ministro, que era de edad algo avanzada y muy aprensivo, pareció tranquilizarse. El embajador dijo algo acerca de la mejor comprensión y tratamiento de estas enfermedades en la actualidad.

Las grandes puertas se abrieron. En el umbral les aguardaba un pequeño grupo de bienvenida. El director, moreno y corpulento. El subdirector, alto y rubio, dos médicos y un eminente investigador químico. Los saludos fueron en francés, floridos y prolongados.

¿Et ce cher Aristides? —preguntó el ministro—. Espero que su indisposición no le prive de cumplir su compromiso de encontrarse aquí con nosotros.

—Monsieur Aristides llegó ayer de España en su avión —dijo el subdirector—. Los espera dentro. Permitidme, Excelencia, monsieur le ministre, que le muestre el camino.

Los visitantes le siguieron. Monsieur le ministre miró a través del grueso enrejado metálico que había a su derecha. Los leprosos estaban alineados lo más lejos posible del mismo. Respiró. Sus sentimientos acerca de los leprosos seguían siendo medievales.

En el bien amueblado y moderno vestíbulo, Aristides aguardaba a sus invitados. Hubo reverencias, saludos, presentaciones. Los criados de tez morena, vestidos con ropajes y turbantes inmaculados sirvieron los aperitivos.

—Este lugar es maravilloso, señor —le comentó a Aristides uno de los periodistas más jóvenes.

El viejo hizo uno de sus ademanes orientales.

—Me siento orgulloso de este lugar. Es, como podríamos decir, mi canto del cisne. Mi último regalo a la humanidad. No se ha reparado en gastos.

—Es cierto —dijo uno de los miembros del personal médico con calor—. Este sitio es el sueño de todo profesional. En Estados Unidos lo hacemos bastante bien, pero lo que he visto desde que llegué aquí es… ¡y estamos obteniendo resultados! Sí, señor, desde luego que sí.

Su entusiasmo era contagioso.

—Debemos expresar nuestra más ferviente admiración por esta iniciativa privada —manifestó el embajador, inclinándose cortésmente ante Aristides.

—Dios ha sido muy bueno conmigo —respondió el aludido con humildad.

Sentado en su silla parecía un pequeño sapo amarillento. El miembro del Parlamento murmuró al oído del miembro de la comisión real, que era un hombre sordo y muy viejo, que Aristides era toda una paradoja.

—Este viejo pillastre ha arruinado probablemente a millones de personas y ha hecho tanto dinero que no sabe qué hacer con él y lo devuelve con la otra mano.

El viejo juez le respondió:

—Uno se pregunta hasta qué punto los resultados justifican el aumento de los gastos. La mayoría de los grandes descubrimientos que han beneficiado a la humanidad fueron hechos con equipos sencillos.

—Y ahora —dijo Aristides acabadas las salutaciones y aperitivos—, me harán el honor de disfrutar de un humilde refrigerio que les aguarda. El doctor van Heidem les hará los honores. Yo estoy a dieta y como muy poco estos días. Luego visitarán nuestras dependencias.

Bajo la dirección del alegre doctor van Heidem, los invitados entraron con entusiasmo en el comedor. Habían volado dos horas, más una hora de viaje en automóvil, y estaban hambrientos. La comida era deliciosa y fue comentada con especial aprobación por parte del ministro.

—Disfrutamos de nuestras modestas comodidades —dijo van Heidem—. Dos veces por semana nos traen en avión frutas y verduras frescas, tenemos carne y pollo y, desde luego, unos magníficos congeladores. El cuerpo reclama su parte de los recursos de la ciencia.

La comida fue acompañada con vinos escogidos. Luego les sirvieron café turco. A continuación dio comienzo la visita. El recorrido duró dos horas y el ministro se alegró de que se acabara. Estaba harto de tantos brillantes laboratorios, corredores interminables y, todavía más, por la cantidad de detalles científicos que le fueron proporcionados.

A pesar que el interés del ministro era superficial, algunos de los otros quisieron conocer más detalles. Se manifestó cierta curiosidad por saber cuáles eran las condiciones de vida del personal y otros detalles. El doctor van Heidem se mostró encantado de enseñar a los visitantes todo lo que había que ver. Leblanc y Jessop —el primero acompañaba al ministro y el segundo al cónsul inglés—, se rezagaron un poco mientras los demás volvían al vestíbulo.

—Aquí no hay rastro alguno —murmuró Leblanc, nervioso.

—Ni la menor señal.

Mon cher, ¡qué catástrofe si nos hemos equivocado de puerta, como usted dice! ¡Después de las semanas que ha costado organizar todo esto! En cuanto a mí, será el fin de mi carrera.

—Todavía no me doy por vencido —aseguró Jessop—. Nuestros amigos están aquí, estoy seguro.

—No hay el menor rastro de ellos.

—Naturalmente. No pueden permitirse el lujo de que dejen rastro. Todo está preparado y arreglado para estas visitas oficiales.

—Entonces, ¿cómo vamos a conseguir las pruebas? Créame, sin pruebas nadie tomará cartas en el asunto. Son muy escépticos. El ministro, el embajador norteamericano, el cónsul inglés, todos dicen que un hombre como Aristides está por encima de toda sospecha.

—Calma, Leblanc, calma. Le digo que todavía no estamos vencidos.

Leblanc se encogió de hombros.

—Es usted muy optimista, amigo —le dijo.

Luego se volvió para hablar un momento con un joven de cara de luna e impecablemente vestido que formaba parte del entourage. Cuando miró de nuevo a Jessop vio que éste sonreía.

—¿Por qué sonríe? —le preguntó extrañado.

—¿Ha oído hablar del contador Geiger?

—Naturalmente, pero no soy científico.

—Ni yo tampoco, pero es un sensible detector de la radiactividad, y ahora me dice que nuestros amigos están aquí. Este edificio ha sido construido en forma desconcertante. Todos los pasillos y habitaciones son tan parecidos que es difícil saber dónde se está o cuál es la disposición del edificio. Existe una parte de este lugar que no hemos visto, que no nos la han enseñado.

—¿Lo deduce porque hay alguna indicación radiactiva?

—Exacto.

—En resumen, ¿otra vez las perlas de madame?

—Sí. Seguimos jugando a Hansel y Gretel. Pero aquí no se podían dejar signos tan evidentes como las perlas de un collar o una mano de pintura fosforescente. No se pueden ver, pero sí pueden ser captados por nuestro detector radiactivo.

—Pero mon Dieu, Jessop, ¿es eso suficiente?

—Debiera serlo. Lo que uno teme es que…

Leblanc terminó la frase por él.

—… que estas personas no quieran creerlo. Se han mostrado reacias desde el principio. ¡Oh, sí, eso es! Incluso su cónsul inglés es un hombre prudente. En muchos aspectos su gobierno está en deuda con Aristides. Y en cuanto al nuestro —se encogió de hombros—, sé que monsieur le ministre será muy difícil de convencer.

—Nosotros no ponemos nuestra fe en los gobiernos —replicó Jessop—. Los gobernantes y diplomáticos tienen las manos atadas. Pero teníamos que traerlos aquí porque son los únicos que tienen autoridad. Pero en cuanto a credibilidad se refiere, tengo puesta mi confianza en otra parte.

—¿Y dónde la ha puesto, amigo mío?

El rostro de Jessop exhibió una sonrisa.

—En la prensa. Los periodistas andan a la caza de noticias. No desean que se silencien las cosas. Siempre están dispuestos a creer cualquier cosa aunque cueste creerlo. Y la otra persona en quien tengo fe —continuó— es en ese viejo sordo.

—Ajá, ya sé a quién se refiere. Ése que tiene aspecto de tener un pie en la tumba.

—Sí, es sordo, enfermo y casi ciego. Pero le interesa la verdad. Es un antiguo juez del Tribunal Supremo y, a pesar de ser sordo, ciego y de que le tiemblan las piernas, conserva la cabeza tan despejada como siempre. Tiene la habilidad innata de los grandes jueces que les permite saber cuando hay algo gordo encerrado en un asunto y alguien procura que no sea descubierto. Es un hombre que escucha y querrá escuchar las pruebas.

Habían vuelto a entrar en el vestíbulo. Les sirvieron té y refrescos. El ministro felicitó a Mr. Aristides con frases elegantes. El embajador norteamericano agregó su parte. Y fue entonces cuando el ministro, mirando a su alrededor, dijo con voz ligeramente nerviosa:

—Y ahora, caballeros, creo llegado el momento de dejar a nuestro amable anfitrión. Hemos visto todo lo que hay que ver. —El tono en que pronunció estas palabras era significativo—. Todo es magnífico. ¡Un establecimiento de primer orden! Le estamos muy agradecidos a nuestro anfitrión por su hospitalidad y lo felicitamos por los adelantos obtenidos. Ahora nos despediremos de él y partiremos sin dilación. ¿Es así o no?

Las palabras en sí eran bastante convencionales. Y la mirada que dirigió a los invitados pudo no haber sido otra cosa que cortés.

No obstante, en realidad fueron una súplica. Lo que decía el ministro era:

«Ya han visto ustedes, caballeros, que aquí no hay nada de lo que temían y sospechaban. Es un gran alivio y ahora podemos marcharnos con la conciencia tranquila».

Sin embargo, en medio del silencio se alzó la voz educada, deferente y tranquila de Mr. Jessop. Se dirigió al ministro en francés correcto, aunque con acento inglés.

—Con su permiso, señor, si es posible, quisiera pedir un favor a nuestro amable anfitrión.

—Desde luego, desde luego. Sí, señor. Ah, Mr. Jessop. Sí, diga.

Jessop se dirigió solemnemente al doctor van Heidem, evitando mirar ostensiblemente a Aristides.

—Hemos visto a tantas personas que estoy aturdido. Pero aquí está un viejo amigo mío a quien me gustaría saludar. Me pregunto si sería posible antes de marcharnos.

—¿Un amigo suyo? —exclamó van Heidem cortésmente pero sorprendido.

—Bueno, en realidad son dos —replicó Jessop—. También está aquí una mujer, Mrs. Betterton, Olive Betterton. Creo que su marido trabaja aquí, Tom Betterton. Estuvo en Harwell y anteriormente en Estados Unidos. Me agradaría mucho poder hablar con ellos antes de marcharme.

La reacción del doctor van Heidem fue perfecta. Sus ojos se abrieron con sorpresa y luego frunció el entrecejo.

—Betterton, Mrs. Betterton… No, creo que no hay nadie aquí con ese nombre.

—También está aquí un estadounidense —insistió Jessop—. Andy Peters, químico investigador, creo que es su especialidad. ¿No es así, señor? —Se volvió con gran deferencia hacia el embajador.

Éste era un hombre inteligente de mediana edad y de ojos azules. Tenía un gran carácter y una reconocida capacidad diplomática. Su mirada se cruzó con la de Jessop. Tardó un minuto entero en decidirse.

—Sí. Es cierto, Andy Peters. Me agradaría saludarle.

Van Heidem parecía cada vez más asombrado. Jessop dirigió una rápida mirada a Mr. Aristides. Su pequeño rostro amarillento no expresaba sorpresa, ni inquietud. Sencillamente no le interesaba.

—¿Andy Peters? No. Me temo, Excelencia, que está usted en un error. No tenemos aquí a nadie que se llame así. Ni siquiera conozco ese nombre.

—Sí conoce el de Thomas Betterton, ¿verdad? —intervino Jessop.

Van Heidem vaciló un solo instante. Volvió ligeramente la cabeza hacia el anciano, pero se contuvo a tiempo.

—Thomas Betterton —repitió—. Pues sí, creo…

Uno de los caballeros de la prensa habló rápidamente:

—¡Thomas Betterton! Vaya, yo diría que armó un gran revuelo hace seis meses cuando desapareció. Vaya, ¡salió en todos los titulares de los periódicos europeos! La policía lo ha buscado por todas partes. ¿Quiere decir que ha estado aquí todo este tiempo?

—No —intervino van Heidem tajante—. Me temo que alguien les ha estado informando mal. Quizás haya sido una broma. Ustedes han visto a todos los que trabajan en la Unidad. Lo han visto todo.

—Me parece que todo, no —replicó Jessop, con calma—. También un joven llamado Ericsson. Y el doctor Louis Barron y, posiblemente, Mrs. Calvin Baker.

—¡Ah! —Van Heidem pareció comprender al fin—. Pero estas personas murieron en Marruecos, en un accidente de aviación. Ahora lo recuerdo perfectamente. Por lo menos recuerdo los nombres de Ericsson y Louis Barron. ¡Ah! Francia experimentó una gran pérdida ese día. Un hombre como el doctor Barron es difícil de sustituir. —Meneó la cabeza—. No sé nada referente a Mrs. Calvin Baker, pero me parece recordar que en ese avión iba una mujer inglesa o norteamericana. Pudiera tratarse quizá de esa Mrs. Betterton que usted ha nombrado. Sí, fue muy lamentable. —Miró interrogativamente a Jessop—. Ignoro, monsieur, por qué supone usted que esas personas venían aquí. Es posible que el doctor Barron mencionara en alguna ocasión su propósito de visitar nuestro establecimiento mientras estuvo en el norte de África, y es posible que la referida mención pudiera dar lugar a un malentendido.

—¿Entonces me asegura usted que estoy equivocado? —le preguntó Jessop—. ¿Que ninguna de estas personas se encuentra aquí?

—¿Pero cómo quiere que estén, mi querido amigo, si todos fallecieron en ese accidente de aviación? Creo que se encontraron los cadáveres.

—Estaban demasiado carbonizados para que pudieran ser identificados. —Jessop pronunció estas palabras con intención.

Hubo un movimiento a sus espaldas y una voz precisa, fina y muy atenuada, dijo:

—¿Dice usted que no hubo una identificación precisa? —Lord Alverstoke se inclinó hacia delante, mientras con la mano hacía pabellón junto al oído y sus ojillos inteligentes se fijaban en Jessop.

—No pudo haberla, milord —confirmó Jessop—, y tengo razones para creer que esas personas sobrevivieron al accidente.

—¿Usted lo cree? —dijo lord Alverstoke con cierto desagrado.

—Tengo pruebas de que sobrevivieron.

—¿Pruebas? ¿De qué clase, Mr. Jessop?

—Mrs. Betterton llevaba un collar de perlas falsas el día que salió de Fez para dirigirse a Marrakech —dijo el policía—. Una de esas perlas fue encontrada a una distancia de media milla del lugar donde se incendió el aparato siniestrado.

—¿Cómo puede asegurar que la perla encontrada pertenecía al collar de Mrs. Betterton?

—Porque todas las perlas de ese collar tenían una marca imperceptible a simple vista pero fácil de distinguir con una lente de aumento.

—¿Quién puso esas marcas?

—Yo mismo en presencia de mi colega aquí presente, monsieur Leblanc.

—Usted puso esas marcas. ¿Tuvo alguna razón para señalar esas perlas de un modo especial?

—Sí, milord. Tenía razones para creer que Mrs. Betterton me conduciría hasta su marido, Thomas Betterton, contra el cual hay una orden de detención —contestó Jessop—. Aparecieron otras dos perlas. Cada una de ellas en distintos puntos de la línea que une el lugar donde se incendió el avión y el establecimiento en el que ahora nos encontramos. Hechas averiguaciones en los lugares en que aparecieron dichas perlas, nos fue facilitada la descripción aproximada de seis personas que se suponían muertas en el accidente. Uno de esos pasajeros llevaba un guante impregnado de una pintura fosforescente. La marca fue observada en el automóvil que transportó a dichos pasajeros durante una de las etapas de su viaje.

—Muy interesante —observó lord Alverstoke en tono seco.

Aristides se removió inquieto en su enorme sillón. Parpadeó varias veces rápidamente.

—¿Dónde encontraron las últimas huellas de ese grupo de personas?

—En un aeródromo abandonado, señor.

Le indicó el lugar preciso.

—Eso está a cientos de millas de aquí —dijo Aristides—. En el caso de que sus interesantes averiguaciones fuesen exactas y que por alguna razón el accidente fuese simulado, imagino que esos pasajeros emprenderían el vuelo desde ese aeródromo abandonado hacia algún punto desconocido. Dado que ese aeródromo se encuentra a cientos de millas de aquí, la verdad, no comprendo en qué basa su creencia para asegurar que esas personas se encuentran aquí. ¿Por qué habrían de estar aquí?

—Hay varias y muy buenas razones, señor. Uno de nuestros aviones captó un mensaje. Se lo comunicaron a monsieur Leblanc. Empezaba con nuestra clave de identificación, y se nos comunicaba que esas personas en cuestión estaban en una leprosería.

—Lo encuentro interesante —opinó Mr. Aristides—. Muy interesante. Pero me parece que sin duda alguna han querido despistarle. Esas personas no están aquí —afirmó con calma y decisión—. Tiene usted plena libertad para registrar todo el establecimiento.

—Dudo de que consiguiera encontrar nada, señor —replicó Jessop—. Es decir, revisándolo superficialmente. Sé en qué zona debe comenzar la búsqueda.

—¿De veras? ¿Y dónde está eso?

—En el cuarto pasillo del segundo laboratorio torciendo a la izquierda y al final del corredor.

El doctor van Heidem hizo un brusco movimiento y dos vasos que estaban sobre la mesa cayeron al suelo haciéndose añicos.

Jessop le miró sonriente.

—Ya ve, doctor, que estamos bien informados.

—Eso es absurdo —exclamó van Heidem—. ¡Absurdo! Usted insinúa que nosotros estamos reteniendo a unas personas contra su voluntad. Lo niego categóricamente.

—Parece que hemos llegado a un impasse —opinó el ministro molesto.

—Ha sido una teoría muy interesante —observó Mr. Aristides sin perder la calma—. Pero es sólo una teoría —miró el reloj—. Me perdonarán ahora si les sugiero que ya es hora de que partan. Tienen un largo camino hasta el aeródromo, y se alarmarán si su avión se retrasa.

Leblanc y Jessop comprendieron que había llegado la hora de la verdad. Aristides exhibía toda la fuerza de su personalidad. Retaba a aquellos hombres a que se opusieran a su voluntad. Si persistían, significaría que estaban dispuestos a un enfrentamiento abierto.

El ministro estaba deseoso de capitular. El jefe de policía sólo quería agradar al ministro. El embajador estadounidense no estaba satisfecho, pero también vacilaba en insistir por razones diplomáticas. Y el cónsul inglés no tenía otra salida que plegarse a los demás.

Los periodistas. Aristides pensó en los representantes de la prensa. Ya se ocuparía de ellos. Quizá su precio fuese elevado, pero era de la opinión de que podían comprarse. Y si no se dejaban sobornar… bueno, había también otros medios.

En cuanto a Jessop y Leblanc, lo sabían todo. Era evidente, pero no actuarían sin el respaldo de la autoridad. Su mirada se cruzó con la del otro anciano, inteligente y despierto, un hombre al que no podía comprar. Pero al fin y al cabo… Sus pensamientos fueron interrumpidos por el sonido de una voz fría, lejana y muy clara.

—Soy de la opinión de que no debemos apresurar nuestra marcha. Porque aquí hay un caso que al parecer requiere ser investigado más a fondo. Se han hecho graves alegaciones y considero que no pueden pasarse por alto. Hay que aprovechar toda oportunidad para que sean comprobadas.

—La responsabilidad de buscar pruebas es suya —replicó Mr. Aristides, haciendo un gracioso gesto hacia los demás—. Se acaba de hacer una acusación absurda, sin la menor base en qué apoyarla.

—No sin base.

El doctor van Heidem se volvió sorprendido. Uno de los criados árabes se había adelantado. Tenía una hermosa figura con sus ropajes blancos bordados en oro y el turbante que envolvía su cabeza hacia resaltar un rostro moreno.

Todos los reunidos le miraron asombrados, porque de aquellos gruesos labios salía una voz de acento típicamente norteamericano.

—No sin base —repitió—. Pueden tomarme por testigo. Estos caballeros han negado que Andy Peters, Torquil Ericsson, los señores Betterton y el doctor Louis Barron estuvieran aquí. Eso es falso. Todos se encuentran aquí, y yo les hablo en su nombre —dio un paso en dirección al embajador estadounidense—. Es posible que le cueste reconocerme, señor, pero yo soy Andy Peters.

Un ligero silbido parecido al de una serpiente brotó de los labios de Aristides. Luego volvió a reclinarse en su sillón y recuperó su expresión impasible.

—Hay una gran cantidad de gente oculta en este lugar —continuó Peters—. Schwartz, de Munich; Helga Needheim, Jeffreys y Davidson, los científicos ingleses; Paul Wade, de Estados Unidos; y también los italianos Richotetti y Bianca, los Murchison. Todos se encuentran en este edificio. Hay un sistema de tabiques que es imposible de distinguir a simple vista. Hay toda una red de laboratorios secretos excavados en la misma roca.

—Dios nos asista —exclamó el embajador estadounidense. Miró al supuesto árabe y entonces se echó a reír—. Ni siquiera ahora le reconozco.

—Es por la inyección de parafina en los labios, señor, aparte del pigmento negro.

—Si es usted Peters, ¿cuál es el número que le corresponde en el FBI?

—El 813471, señor.

—Cierto —replicó el embajador—, ¿y las iniciales de su alias?

—B.A.B.D.G., señor.

El embajador asintió.

—Este hombre es Peters —dijo mirando al ministro.

El ministro vaciló y luego aclaró su garganta.

—¿Usted asegura que estas personas han sido retenidas aquí contra su voluntad?

—Algunos están aquí por gusto, Excelencia; otros, no.

—En este caso —continuó el ministro—, hay que tomar declaraciones. Sí, sí, sí, desde luego hay que tomarlas.

Miró al prefecto de policía, que se adelantó.

—Un momento, por favor. —Aristides alzó la mano—. Me parece que aquí se ha abusado de mi confianza —dijo con voz tranquila y precisa. Su fría mirada se detuvo en van Heidem y el director—. Y en cuanto a lo que ustedes se han permitido hacer en su entusiasmo por la ciencia, todavía no lo veo del todo claro, caballeros. Mi patrocinio a este centro fue puramente por bien de la ciencia. Nada tengo que ver con la aplicación práctica de su política.

»Le advierto, señor director, que si esta acusación es cierta, será mejor que traiga inmediatamente a esas personas que supuestamente se encuentran aquí contra su voluntad.

—Pero, monsieur, es imposible. Yo creo que…

—Se han acabado los experimentos. —Miró a sus huéspedes—. No es preciso que les asegure, messieurs, que si aquí hay algo ilegal, no es asunto mío.

Era una orden y fue aceptada como tal a causa de su riqueza, su poder y su influencia. Monsieur Aristides, un personaje de fama mundial, no se vería complicado en este asunto. No obstante, a pesar de que saldría bien librado, aquello era su derrota. El fracaso de sus propósitos, el fracaso de la agencia de cerebros de la que esperaba sacar tantos beneficios. Aristides no se abatía ante el fracaso. Ya le había ocurrido otras veces durante el curso de su carrera. Siempre los aceptaba con filosofía y pasaba a preparar el próximo coup.

—Me lavo las manos en este asunto.

El prefecto de policía se adelantó. Ahora debía actuar. Sabía cuáles eran las instrucciones y estaba dispuesto a llevarlas a cabo con toda la fuerza de su posición oficial.

—No toleraré obstrucciones. Es mi deber.

Van Heidem se adelantó con el rostro muy pálido.

—Si tiene la amabilidad de venir por aquí, le mostraré nuestras dependencias reservadas.