Capítulo XVIII

Asseyez-vous, chère madame —dijo Aristides. Hizo un gesto con una mano semejante a una garra, e Hilary se adelantó como en un sueño, hasta sentarse en otro diván frente a él.

Él dejó escapar una risita cascada.

—Está sorprendida. No es lo que usted esperaba, ¿verdad?

—No, desde luego —admitió Hilary—. Nunca pensé… nunca imaginé…

Pero ya su sorpresa comenzaba a desaparecer.

Al ver a Mr. Aristides, todo aquel mundo irreal en el que había vivido durante las últimas semanas se vino abajo hecho pedazos.

Ahora sabía por qué la Unidad le había parecido irreal: porque lo era.

Nunca fue lo que pretendía. El herr director con su voz arrebatadora tampoco era auténtico, sólo una ficción creada para ocultar la verdad.

La verdad estaba aquí en esta secreta estancia oriental. En aquel viejo menudo que reía tranquilamente. Con Mr. Aristides en el centro de aquel cuadro, todo tenía sentido: el sentido común, práctico y cotidiano.

—Ahora lo comprendo —comentó Hilary—. Esto es todo suyo, ¿verdad?

—Sí, madame.

—¿Y el director? ¿El que llaman director?

—Es muy bueno —manifestó Mr. Aristides— y le pago un sueldo muy elevado. Antes era predicador.

Fumó en silencio unos momentos. Hilary nada dijo.

—Junto a usted hay Delicias Turcas, madame, y otras golosinas si prefiere.

De nuevo se hizo el silencio. Luego prosiguió:

—Soy un filántropo, madame. Como ya sabe, soy rico. Uno de los hombres más ricos, probablemente el más rico del mundo hoy en día. Con mi riqueza me siento obligado a servir a la humanidad. He establecido aquí, en este lugar remoto, una leprosería y un gran centro para investigar el problema de curar la lepra. Ciertos tipos de lepra pueden curarse. Otros, por ahora, son incurables. Pero, de todas formas, estamos trabajando en ello y obteniendo buenos resultados.

»La lepra no es en realidad una enfermedad que se contagie fácilmente. No es ni la mitad de contagiosa o infecciosa que la viruela, el tifus, la tuberculosis o cualquier otra enfermedad parecida. Y no obstante, si se menciona una «leprosería», todo el mundo se estremece de horror y se aleja todo lo posible. Es un miedo ancestral. Un miedo que aparece en la Biblia y que ha perdurado a través de los siglos. El horror a los leprosos. Me ha sido muy útil para establecer este sitio.

—¿Lo estableció por esta razón?

—Sí. Tenemos también un departamento para investigaciones sobre el cáncer, y se realizan importantes trabajos sobre tuberculosis.

»También se investigan los virus por razones curativas; bien entendu, la guerra biológica no se menciona para nada. Todo muy humano, muy aceptable y redunda en mi honor. Conocidos médicos, cirujanos y químicos investigadores vienen aquí de vez en cuando, lo mismo que hoy, para ver los resultados que hemos obtenido. El edificio ha sido construido de tal manera que una parte está aislada y ni siquiera se ve desde el aire. Los laboratorios más secretos están en túneles construidos en la misma roca. En cualquier caso, yo estoy por encima de toda sospecha. —Sonrió antes de agregar sencillamente—: ¡Soy tan rico!

—Pero ¿por qué? —quiso saber Hilary—. ¿Por qué esta ansia de destruir?

—Yo no tengo ansia de destruir, madame. Me juzga usted mal.

—Entonces, no lo entiendo.

—Soy un hombre de negocios y también coleccionista —explicó Mr. Aristides—. Cuando la riqueza es abrumadora es lo único que cabe hacer. Yo he coleccionado muchísimas cosas. Pinturas, por ejemplo. Tengo la mejor colección de Europa. Ciertas clases de cerámica. La filatelia, mi colección de sellos es famosa. Cuando una colección es bastante completa, paso a otra cosa. Soy un hombre viejo y no hay mucho más que coleccionar. De modo que al fin me dediqué a coleccionar cerebros.

—¿Cerebros?

—Sí, es lo que resulta más interesante. Poco a poco reúno aquí a todos los cerebros del mundo. Jóvenes, madame, esos son los que traigo aquí. Hombres jóvenes que prometen y jóvenes de éxito. Un día las viejas naciones del mundo despertarán para darse cuenta de que sus científicos son viejos y gastados, y que todos los jóvenes cerebros del mundo, médicos, químicos, investigadores, físicos y cirujanos, todos están aquí bajo mi custodia. ¡Y si quieren un científico, un cirujano plástico o un biólogo, tendrán que venir a comprármelo a mí!

—¿Quiere decir…? —Hilary se inclinó hacia delante mirándole fascinada—. ¿Quiere decir que todo esto es una gigantesca operación comercial?

—Sí —aseguró Mr. Aristides amablemente—. Es lógico. De otro modo no tendría sentido. ¿No le parece?

Hilary exhaló un profundo suspiro.

—No. Eso es lo que yo pensaba.

—Al fin y al cabo, comprenda —añadió Mr. Aristides casi disculpándose—. Es mi profesión. Soy financiero.

—¿Y quiere decir que no hay nada político en todo esto? ¿No quiere el poder mundial?

El anciano levantó una mano en un gesto de rechazo.

—Yo no quiero ser Dios —dijo—. Ésa es la enfermedad profesional de los dictadores: querer ser Dios. Soy un hombre religioso. Por ahora yo no he contraído esa enfermedad. —Reflexionó unos instantes y añadió—: Puede que llegue a contraerla. Sí, es posible, pero afortunadamente hasta ahora, no.

—¿Cómo ha conseguido que vengan aquí todas esas personas?

—Las compro, madame. En el mercado libre, como cualquier otra mercancía. Algunas veces con dinero. Otras, las más, con ideas. Los jóvenes son soñadores. Tienen ideales, creencias. A los que han violado las leyes les ofrezco seguridad.

—Eso lo explica. Quiero decir que eso explica algo que me intrigó durante mi viaje aquí.

—¡Ah! ¿Le intrigó durante el viaje?

—Sí. La diferencia de objetivos. Andy Peters, el norteamericano, parecía completamente de izquierdas. Pero Ericsson creía fanáticamente en el superhombre. Helga Needheim era una fascista arrogante y pagana. Y el doctor Barron… —Vaciló.

—Sí, vino por dinero —afirmó Mr. Aristides—. El doctor Barron es un ser civilizado y cínico. No tiene ilusiones, pero ama genuinamente su trabajo. Deseaba tener dinero sin limitaciones, para continuar investigando. Es usted inteligente, madame —añadió—, lo comprobé en Fez.

Él volvió a reír con aquella risa que parecía un cloqueo.

—¿No sabe que fui a Fez únicamente para observarla? O mejor dicho, la hice llevar a Fez para que yo pudiera observarla.

—Ya —dijo Hilary, sin pasar por alto como había cambiado la frase.

—Me satisfizo pensar que iba usted a venir aquí. Compréndame, no encuentro a muchas personas inteligentes con quien poder hablar. —Hizo un gesto despectivo—. Los científicos, biólogos y químicos no son interesantes. Tal vez sean genios en su trabajo, pero no resulta agradable su conversación. Sus esposas por lo general también son muy aburridas. No me agrada que vengan aquí. Sólo les permito venir por una razón.

—¿Cuál es?

—En los pocos casos en que el marido es incapaz de realizar su trabajo adecuadamente, por pensar demasiado en su mujer —afirmó Aristides con un tono desabrido—. Ése parecía ser el caso de su marido. Thomas Betterton es conocido en el mundo como un joven genio, pero desde que está aquí sólo ha realizado trabajos mediocres y sin importancia. Sí, Betterton me ha decepcionado.

—¿No comprende que es algo que ocurre constantemente? Estas personas, al fin y al cabo, son prisioneros. ¿No se rebelan, por lo menos al principio?

—Sí —convino Mr. Aristides—. Es natural e inevitable. Es lo que ocurre cuando se mete un pájaro en una jaula por primera vez. Pero si él está en un aviario lo bastante grande, si tiene todo lo que precisa: una compañera, grano, agua, ramitas, todo lo que necesita para la vida, termina olvidándose de que alguna vez fue libre.

Hilary se estremeció.

—Me asusta usted.

—Aquí irá usted comprendiendo muchas cosas, madame. Permítame asegurarle que, si bien todos esos hombres de distintas ideologías se desilusionan y se rebelan al llegar aquí, al final acabarán por ponerse en la fila.

—No puede estar seguro de eso.

—En este mundo uno no puede estar seguro de nada. En eso estoy de acuerdo con usted, pero de todas formas es lo que ocurre en un noventa y nueve por ciento.

La joven le miró con horror.

—¡Es espantoso! —exclamó—. Es como una agencia de mecanógrafas, sólo que, en este caso, con cerebros.

—Exacto. Lo ha definido muy bien, madame.

—Y con esta agencia piensa que algún día abastecerá al mundo de científicos al mejor postor.

—Ése es, a grandes rasgos, la idea general.

—Pero usted no puede enviar a un científico como quien envía a una mecanógrafa.

—¿Por qué no?

—Porque una vez que un científico se encuentre en el mundo libre podría negarse a trabajar para su nuevo jefe. Volvería a ser libre.

—Eso es cierto en parte. Puede que haya que hacer ciertos arreglos.

—¿Arreglos? ¿Qué quiere decir con eso?

—¿Ha oído hablar de la lobotomía, madame?

Hilary frunció el entrecejo.

—Es una operación de cerebro, ¿verdad?

—Sí. Fue ideada originalmente para curar la depresión. No se lo explico en términos médicos, sino con palabras que usted y yo podamos entender fácilmente. Después de la operación, el paciente ya no siente deseos de suicidarse ni complejo alguno de culpabilidad. Queda libre de cuidados, sin conciencia y, en la mayoría de los casos, se vuelve obediente.

—Pero no se obtiene el cien por cien de éxitos, ¿verdad?

—Antes, no. Pero aquí hemos realizado grandes adelantos en la investigación de este tema. Tengo tres cirujanos: un ruso, un francés y un austríaco. Tras varias operaciones de injertos y delicadas manipulaciones en el cerebro, se consigue llegar gradualmente a un estado en que la docilidad está asegurada y la voluntad puede controlarse sin que necesariamente afecte a la brillantez mental. Es posible que al fin podamos conseguir que un ser humano, sin perder su capacidad intelectual, se muestre perfectamente dócil y que acepte cualquier sugestión que se le haga.

—¡Es horrible! —exclamó Hilary—. ¡Horrible!

—Pero útil —le corrigió él serenamente—, e incluso beneficioso en algunos aspectos. Porque el paciente es feliz, está contento, sin temores, añoranzas ni inquietudes.

—Yo no creo que eso llegue a ocurrir —afirmó Hilary desafiante.

Chère madame, perdone que le diga que no es usted competente para hablar del tema.

—Lo que quiero decir es que no creo que un animal satisfecho y domado produzca nunca un trabajo creador de verdadero valor.

Aristides se encogió de hombros.

—Tal vez. Usted es inteligente. Puede que tenga algo de razón. El tiempo lo dirá. No dejaremos de realizar experimentos.

—¡Experimentos! ¿Quiere decir con seres humanos?

—Desde luego. Es el único método práctico.

—Pero ¿con quiénes?

—Siempre hay quien no encaja —dijo Aristides—. Los que no se adaptan a la vida de aquí y no quieren cooperar. Son un buen material para experimentar.

Hilary hundió sus dedos en los almohadones del diván. Iba sintiendo una profunda repulsión hacia aquel rostro sonriente y amarillento con su visión inhumana. Todo lo que decía era tan razonable, lógico y práctico, que aún le horrorizaba más. Aquél no era un loco, sino simplemente un hombre para el que las criaturas humanas eran materia prima.

—¿No cree usted en Dios?

—Naturalmente que creo en Dios.

—Mr. Aristides enarcó las cejas. Su tono mostró sorpresa—. Ya se lo he dicho. Soy un hombre religioso. Dios me ha dotado de un poder supremo. De dinero y oportunidades.

—¿Lee usted la Biblia?

—Desde luego, madame.

—¿Recuerda lo que Moisés y Aarón dijeron al faraón? Dejad marchar a mi pueblo.

Él sonrió.

—¿De modo que soy el faraón? ¿Y usted Moisés y Aarón en una sola pieza? ¿Es eso lo que intenta decirme, madame? Que deje marchar a esas personas, ¿a todas o sólo a una en particular?

—Me gustaría que fueran todas —manifestó Hilary.

—Se da usted cuenta, chère madame, que eso es perder el tiempo. En vez de eso, ¿no es por su marido por quien pide?

—A usted no le sirve de nada —dijo la joven—. Seguramente ya se habrá dado cuenta.

—Tal vez sea cierto lo que dice. Sí, Thomas Betterton me ha decepcionado mucho. Esperaba que su presencia aquí le devolvería la brillantez, porque sin duda la tiene. La fama de que goza en Estados Unidos no deja lugar a dudas. Pero al parecer su venida le ha producido muy poco efecto, por no decir ninguno. No es que hable por mí mismo, desde luego, sino por los informes de las personas encargadas de saberlo. Sus colegas científicos que han trabajado con él. —Se encogió de hombros—. Realiza un trabajo cuidadoso, pero mediocre. Nada más.

—Hay algunos pájaros que no pueden cantar enjaulados —replicó Hilary—. Quizás haya también científicos que no pueden concentrarse en su trabajo en ciertas circunstancias. Debe admitir que es una posibilidad razonable.

—Es posible. No lo niego.

—Entonces considere a Thomas Betterton como uno de sus fracasos y déjelo volver al mundo exterior.

—Eso no es posible, madame. Todavía no estoy preparado para dar a conocer al mundo la existencia de este lugar.

—Podría hacerle jurar que guardará el secreto.

—Lo juraría, sí. Pero no cumpliría su palabra.

—¡Oh, sí! ¡Desde luego que la cumpliría!

—¡Ya habló la esposa! No puede creerse en la palabra de una mujer en estas cosas. Claro que… —agregó, juntando las puntas de sus dedos amarillentos y reclinándose en el diván— podría dejar un rehén aquí que le sujetara la lengua.

—¿A quién se refiere?

—Me refiero a usted, madame. Si Thomas Betterton se va y usted se queda aquí como rehén, ¿cómo le sentaría a usted? ¿Lo aceptaría de buen grado?

Hilary miró las sombras detrás de Aristides. El millonario no podía ver las imágenes que iban surgiendo ante sus ojos. Estaba otra vez en el hospital junto a una mujer agonizante. Escuchaba a Jessop y memorizaba sus instrucciones. Si ahora existía una posibilidad de que Tom Betterton pudiera volver a la libertad ¿no sería éste el mejor modo de cumplir su misión? Porque ella sabía (y Aristides no), que allí no quedaría un rehén en el sentido estricto de la palabra, puesto que ella no significaba nada para Thomas Betterton. La mujer que amara había muerto.

Alzó la cabeza y miró al hombre sentado en el diván.

—Me quedaría de buen grado.

—Es usted valiente, madame, leal y abnegada. Son buenas cualidades. En cuanto a lo demás… —sonrió— ya hablaremos de ello en otra ocasión.

—¡Oh, no, no! —Hilary escondió el rostro entre sus manos y se echó a llorar—. ¡No puedo soportarlo! ¡No puedo! Es demasiado inhumano.

—No debe alterarse, madame. —La voz del anciano era tierna, casi acariciadora—. Me ha complacido hablarle esta noche de mis ideas y aspiraciones. Ha sido interesante ver el efecto que producen en un cerebro totalmente desprevenido. Una mente como la suya, sana, bien equilibrada e inteligente. Está usted horrorizada. Le repele. No obstante, yo creo que sorprenderla así ha sido un plan inteligente. Al principio se rechaza la idea, luego se piensa mejor, se reflexiona, y al fin se encuentra natural, como si hubiese existido siempre: un lugar común.

—¡Nunca! —exclamó Hilary—. ¡Eso nunca! ¡Nunca! ¡Nunca!

—¡Ah! —dijo Aristides—. Habla usted con la pasión y la rebeldía que acompaña siempre a los cabellos rojos. Mi segunda esposa era pelirroja. Era una mujer muy hermosa y me amaba. Es extraño, ¿verdad? Siempre he admirado a las pelirrojas. Tiene usted un cabello precioso. Hay otras cosas en usted que también me agradan. Su espíritu, su valor, el tener una mentalidad propia. —Suspiró—. Las mujeres como tales me interesan muy poco en la actualidad. Tengo un par de jovencitas que me entretienen algunas veces, pero ahora lo que prefiero es el estímulo de la compañía intelectual. Créame, madame, su presencia me ha resultado muy estimulante.

—¿Suponga que repito a mi marido todo lo que me ha dicho?

Aristides sonrió con indulgencia.

—¡Ah, sí! Supongamos que se lo dice. Pero ¿lo hará?

—No lo sé. ¡Oh, no lo sé!

—¡Ah! Es usted prudente. Hay ciertas cosas que las mujeres deben callar. Pero está usted cansada e inquieta. De cuando en cuando, cuando yo venga por aquí, la haré venir y discutiremos muchas cosas.

—Déjeme salir de este lugar. —Hilary extendió las manos suplicante—. ¡Oh, déjeme salir! Lléveme con usted cuando se marche. ¡Por favor! ¡Por favor!

Él meneó la cabeza tranquilamente. Su expresión era benévola pero con un ligero toque de desprecio.

—Ahora habla usted como una chiquilla. ¿Cómo voy a dejarla salir? ¿Cómo podría dejar que fuese contando a todo el mundo lo que ha visto aquí?

—¿No me creería si le jurara que no diría una palabra a nadie?

—Por supuesto que no —replicó el anciano—. Sería muy tonto si lo creyera.

—No quiero estar aquí. Quiero salir de esta cárcel. Quiero marcharme.

—Tiene a su marido. Usted vino aquí para reunirse con él, por su propia voluntad.

—Pero yo ignoraba lo que era esto. No tenía la menor idea.

—No, no tenía usted la menor idea —replicó Aristides—. Pero puedo asegurarle que este mundo privado en el que ha penetrado es mucho más agradable que la vida detrás del Telón de Acero. ¡Aquí tiene todo lo que necesita! Lujos, un clima admirable, distracciones…

Se puso en pie, dándole unos golpecitos sobre el hombro.

—Ya se acostumbrará. ¡Ah, sí! El pájaro de rojo plumaje se acostumbrará. Dentro de un año, dos a lo sumo, será muy feliz. Aunque posiblemente —agregó pensativo—, menos interesante.