1
Leblanc se encogió de hombros.
—Han abandonado África, eso es seguro.
—No tan seguro.
—Es lo que señalan todas las probabilidades. —El francés meneó la cabeza—. Después de todo ya sabemos cuál era su destino, ¿verdad?
—Si se dirigían adonde suponemos, ¿por qué emprender el viaje desde África? Cualquier otro lugar de Europa hubiera sido más adecuado.
—Eso es cierto. Pero existe el lado contrario. Nadie imaginaría que iban a reunirse y partir desde aquí.
—Todavía sigo pensando que debe haber algo más. —Jessop insistió—. Además, en ese aeródromo sólo pudo aterrizar un aparato pequeño. Tendría que haber tomado tierra para proveerse de combustible antes de cruzar el Mediterráneo. Y en algún sitio hubiera dejado rastro.
—Mon cher, hemos realizado todas las averiguaciones posibles. Cada lugar ha sido…
—Los hombres con los contadores Geiger acabarán por conseguir algún resultado. El número de aparatos que han de ser examinados es reducido. Sólo un vestigio de radiactividad y sabremos cuál es el avión que buscamos.
—Eso si su agente ha podido utilizar el pulverizador. ¡Cielos! Demasiados «sí».
—Lo conseguiremos —aseguró Jessop obstinado—. Quisiera saber…
—¿Sí?
—Nosotros suponemos que fueron al norte, hacia el Mediterráneo. ¿Por qué no pensar que fueron hacia el sur?
—¿Volviendo sobre sus pasos? Pero entonces, ¿dónde podrían ir? Allí están las montañas del Gran Atlas y después las arenas del desierto.
2
—Sidi, ¿me jura usted que tendré lo prometido? ¿Una gasolinera en Estados Unidos, en Chicago? ¿Es cierto?
—Es cierto, Mohamed; es decir, si salimos de aquí.
—El éxito depende de la voluntad de Alá.
—Entonces esperemos que la voluntad de Alá sea que tengas una gasolinera en Chicago. ¿Por qué ha de ser en Chicago?
—Sidi, el hermano de mi mujer se fue a Estados Unidos y tiene una gasolinera en Chicago. ¿Usted cree que quiero permanecer toda mi vida en este lugar apartado del mundo? Aquí hay dinero, mucha comida, alfombras y mujeres, pero no es moderno. No es Estados Unidos.
Peters miró pensativo el digno rostro negro. Mohamed, con sus blancas vestiduras, tenía un magnífico aspecto. ¡Qué extraños eran los deseos del corazón humano!
—No sé si haces bien —le dijo con un suspiro—, pero lo tendrás. Naturalmente, si nos descubren…
Mohamed exhibió sus blancos dientes en una sonrisa.
—Entonces, será la muerte. Para mí, segura. Quizá para usted no, sidi, puesto que vale mucho.
—Aquí se mata con mucha facilidad, ¿verdad?
El beréber se encogió de hombros.
—¿Y qué es la muerte? Eso también depende de la voluntad de Alá.
—¿Sabes lo que tienes que hacer?
—Lo sé, sidi. Tengo que acompañarlo a la terraza después de oscurecer. Y también dejar en su habitación ropas como las que llevo yo y los demás criados. Más tarde, otras cosas.
—De acuerdo. Será mejor que ahora salga del ascensor.
Alguien puede haberse fijado que estamos subiendo y bajando, y tal vez sospeche.
3
Se celebraba un baile y Andy Peters bailaba con miss Jennson.
La apretaba entre sus brazos y parecía murmurarle al oído. Al pasar cerca de Hilary, le guiñó un ojo descaradamente.
Hilary tuvo que morderse los labios para contener una sonrisa y apartó la mirada rápidamente.
Se fijó en que Betterton estaba al otro lado de la sala charlando con Torquil Ericsson. Hilary frunció el entrecejo.
—¿Quieres bailar conmigo, Olive? —le preguntó la voz de Murchison que estaba a su lado.
—¡Claro que sí, Simon!
—¡No soy muy buen bailarín! —le advirtió.
La joven se concentró en colocar los pies donde él no pudiera pisárselos.
—Es lo que yo digo, por lo menos se hace ejercicio —comentó Murchison jadeando, porque bailaba con mucha energía—. Llevas un vestido precioso, Olive.
Su conversación siempre parecía sacada de una novela pasada de moda.
—Celebro que te guste.
—¿Es del departamento de modas?
Hilary, resistiendo la tentación de replicar: «¿De dónde, sino?», se limitó a contestar:
—Sí.
—Hay que reconocer que aquí saben hacer las cosas —continuó Simon mientras giraban por la sala—. Se lo decía a Bianca el otro día.
Supera de lejos al estado del bienestar. No hay que preocuparse por el dinero, por los impuestos, por las reparaciones o el mantenimiento. Todo nos lo dan hecho. Debe ser una vida maravillosa para una mujer.
—Para Bianca lo es, ¿verdad?
—Al principio estaba un poco nerviosa, pero ahora se las ha arreglado para montar un par de comisiones y ha organizado una o dos cosas: debates y conferencias. Se lamenta de que no tomes parte en alguna cosa.
—Temo no ser de esa clase de personas, Simon. Nunca he tenido mucho espíritu público.
—Sí, pero vosotras tenéis que divertiros de un modo u otro. Aunque divertirse no sea la palabra exacta.
—¿Ocupadas, quizá?
—Sí. Quiero decir que la mujer moderna necesita ocuparse en algo. Comprendo que las mujeres como tú y Bianca han hecho un enorme sacrificio al venir aquí. Ninguna de las dos es científica, gracias a Dios. La verdad, esas científicas… ¡La mayoría son el colmo! Se lo dije a Bianca: «Dale tiempo a Olive, ya se irá amoldando». Se tarda algún tiempo en acostumbrarse a este lugar. Para empezar, uno siente una sensación de claustrofobia. Pero se pasa… se pasa.
—¿Quiere decir que uno se acostumbra a todo?
—A algunas personas les cuesta más que a otras. Por ejemplo, Tom se lo toma bastante mal. ¿Por dónde anda esta noche? Ah, sí, ya lo veo; está con Torquil. Son inseparables.
—Ojalá no fueran tan amigos. Quiero decir que nunca hubiera dicho que tuviesen nada en común.
—El joven Torquil parece fascinado por tu marido. Le sigue a todas partes.
—Ya lo he notado. Y me pregunto por qué.
—Siempre tiene alguna extraña teoría que contar. Está más allá de mi capacidad de comprensión. Su inglés es bastante deficiente. Pero Tom le escucha y lo entiende.
El baile terminó. Andy Peters se acercó para pedirle a Hilary el siguiente.
—He observado tus sufrimientos por una buena causa. ¿Te ha pisado mucho?
—¡Oh, soy muy ágil!
—¿Me has visto haciendo mi trabajo?
—¿Con la Jennson?
—Sí. Creo poder decir sin modestia que he realizado progresos palpables en este sentido. Estas jóvenes cortas de vista, feas y angulosas responden inmediatamente al tratamiento debido.
—Desde luego dabas la impresión de estar enamorado de ella.
—Ésa era mi intención. Esa chica, Olive, convenientemente manejada, puede sernos útil. Conoce todas las cosas que ocurren aquí. Por ejemplo, mañana vendrán de visita varios personajes importantes. Doctores, funcionarios gubernamentales y un par de ricos mecenas.
—Andy, ¿crees que puede presentarse una ocasión?
—No lo sé. Apuesto a que tomarán precauciones extremas. De modo que no abrigues falsas esperanzas. Pero nos puede dar una idea de los procedimientos que utilizan. Y en la próxima ocasión… bueno, tal vez podamos hacer algo. Mientras tenga a miss Jennson comiendo en la palma de mi mano, puedo obtener múltiples informaciones.
—¿Qué saben los que vienen de visita?
—De nosotros, me refiero a la Unidad, nada en absoluto. O por lo menos eso me figuro. Sólo inspeccionarán las instalaciones y los laboratorios de investigaciones médicas. Este lugar ha sido construido deliberadamente como un laberinto, de modo que ninguno de los que entran pueda adivinar su extensión. Imagino que hay mamparas que se cierran para aislar esta área.
—Todo esto parece increíble.
—Lo sé. La mitad del tiempo uno se imagina que está soñando.
Una de las cosas más increíbles es que nunca se ve ningún niño. ¡Gracias a Dios que no los hay! Debes estar contenta de no tener ninguno.
Notó la súbita rigidez de la muchacha.
—¡Vaya, lo siento, ya he dicho una tontería!
La sacó de la pista de baile para ir a sentarse.
—Lo siento muchísimo —repitió Andy—. Te he herido, ¿verdad?
—No tiene importancia. No, no es culpa tuya. Tuve una niña y murió. Eso es todo.
—¿Tuviste una hija? —La miró sorprendido—. ¡Creí que sólo llevabas seis meses casada con Betterton!
—Sí, desde luego —explicó rápidamente con el rostro arrebolado—. Pero antes estuve casada. Me divorcié de mi primer marido.
—¡Oh, ya comprendo! Esto es lo peor de este lugar. No se sabe nada de las vidas de las personas que vienen aquí, y por eso uno va y dice lo menos apropiado. A veces me extraña no saber nada de ti.
—Ni yo sé tampoco nada de ti. Cómo fuiste creciendo, dónde, tu familia…
—Crecí en un ambiente estrictamente científico. Diría que mi biberón fue un tubo de ensayo. Nadie pensaba o hablaba de otra cosa. Pero nunca fui la lumbrera de la familia. El genio se lo llevó otro.
—¿Quién?
—Una chica. Era muy inteligente. Podía haber llegado a ser otra madame Curie, y abierto nuevos horizontes.
—¿Y qué le ocurrió?
—La mataron —respondió lacónico.
Hilary imaginó alguna tragedia de la guerra.
—¿La querías mucho?
—Más de lo que quise nunca a nadie. —Se reanimó bruscamente—. ¡Qué diablos! Ya tenemos bastantes problemas en el presente, aquí mismo. Mira a nuestro amigo noruego. Aparte de sus ojos, parece estar tallado en madera. Y su bonita y rígida reverencia da la impresión de que le mueven con una cuerda.
—Es porque es tan alto y delgado.
—No tan alto. Aproximadamente como yo, metro ochenta, no más.
—La altura engaña.
—Sí, es como las descripciones de los pasaportes. Ericsson, por ejemplo. Metro ochenta de altura, pelo rubio, ojos azules, nariz mediana, boca corriente. Incluso agregando a lo que dice el pasaporte que habla correctamente, pero con pedantería, seguirás sin tener la menor idea del aspecto real de Torquil Ericsson. ¿Qué ocurre?
—Nada.
Hilary miraba a Ericsson. ¡Aquella descripción de Boris Glydr! Era palabra por palabra la que le había dado Jessop. ¿Era por eso que Torquil Ericsson la inquietaba? ¿Sería posible que…? Se volvió bruscamente hacia Peters.
—Supongo que es Ericsson, pero ¿no podría ser cualquier otra persona?
Peters la miró estupefacto.
—¿Otra persona? ¿Quién?
—Quiero decir… por lo menos pretendo decir que podría ser alguien que fingiera ser Ericsson.
Andy Peters meditó unos instantes.
—Supongo. No, no creo que fuese factible. Tendría que ser un científico de todos modos, y Ericsson es muy conocido.
—Pero al parecer nadie de los que están aquí lo había visto antes. Supongo que podría ser Ericsson, pero también cualquier otro.
—¿Quieres decir que Ericsson podría llevar una doble vida? Es posible, pero no muy probable.
—No —replicó Hilary—. No, claro que no es probable.
Desde luego, Ericsson no era Boris Glydr. Pero ¿por qué tendría tanto interés Olive Betterton en prevenir a Tom contra Boris? ¿Podía ser porque sabía que Boris iba camino de la Unidad? ¿Y si el hombre que había ido a Londres haciéndose llamar Boris Glydr no fuese Boris Glydr? Que en realidad fuera Torquil Ericsson. La descripción coincidía. Desde que había llegado a la Unidad, había concentrado su atención en Tom. Ella estaba segura de que Ericsson era una persona peligrosa. No se sabía lo que ocultaba detrás de la mirada de sus ojos soñadores.
Se estremeció.
—Olive, ¿qué te ocurre? ¿De qué se trata?
—Nada. Mira, el subdirector va a anunciar algo.
El doctor Nielson había alzado la mano para pedir silencio. Habló por el micrófono colocado en el estrado de la sala.
—Amigos y colegas. Les rogamos que mañana permanezcan en el ala de emergencia. Por favor, reúnanse a las once. Se pasará lista.
»Estas órdenes de emergencia son sólo para las próximas veinticuatro horas. Siento tener que molestarlos. Se ha puesto un aviso en el tablero de anuncios.
Se retiró sonriente. La música volvió a sonar.
—Debo volver junto a miss Jennson —dijo Peters—. Veo que me mira impaciente desde una columna. Voy a enterarme qué es eso del ala de emergencia.
Se alejó. Hilary se quedó pensando. ¿Eran sólo imaginaciones tontas? ¿Boris Glydr era Torquil Ericsson?
4
Se pasó lista en la gran sala de conferencias. Cada uno fue contestando al oír su nombre. Luego formaron una columna y salieron.
La ruta fue, como siempre, a través de un laberinto de pasillos.
Hilary, que caminaba junto a Peters, sabía que él ocultaba en la mano una brújula diminuta con la que iba calculando la dirección.
—No es que nos ayude gran cosa —comentó por lo bajo—. No nos ayuda de momento, pero puede que nos sirva en alguna ocasión.
Al final del corredor había una puerta, y se detuvieron momentáneamente mientras se abría.
Peters sacó su pitillera, pero en seguida la voz de van Heidem sonó perentoria.
—No fumen, por favor. Ya se les ha advertido.
—Lo siento, señor.
Peters se quedó con la pitillera en la mano y luego todos siguieron adelante.
—Como borregos —dijo Hilary con disgusto.
—Anímese —murmuró Peters—. «Beeee… hay una oveja negra en el rebaño que sólo piensa en hacer daño». ¿Conoce el refrán?
La joven le dirigió una sonrisa de agradecimiento.
—Los dormitorios de las señoras están a la derecha —anunció miss Jennson quien condujo a las mujeres en la dirección indicada.
Los hombres fueron hacia la izquierda.
El dormitorio era una gran sala impoluta como el pabellón de un hospital. Había camas junto a las paredes, separadas por unas cortinas de material plástico, que podían deslizarse a voluntad, y un armario al lado de cada cama.
—Lo encontrarán todo bastante sencillo —les dijo miss Jennson—, pero no demasiado. Los baños están a la derecha. El salón está al otro lado de la puerta del fondo.
El salón, donde se reunieron todos poco después estaba amueblado al estilo de las salas de espera de los aeropuertos. Había un bar y una barra a un lado. Al otro lado había varias estanterías con libros.
El día transcurrió agradablemente. Las películas se proyectaron sobre una pantalla portátil.
Estaba iluminado como si fuese luz natural que disimulaba el hecho de que no hubiese ventanas. Hacia el anochecer encendieron otras lámparas de una luz más suave y discreta.
—Muy inteligente —comentó Peters en tono admirado—. Todo ayuda a disminuir la sensación de haber sido emparedado vivo.
Qué indefensos estaban, pensó Hilary. En algún sitio, muy cerca de ellos, había un grupo de gente del mundo exterior, y no tenían medio de comunicarse con ellos ni pedirles ayuda. Como de costumbre, todo había sido convenientemente planeado.
Peters estaba sentado junto a miss Jennson. Hilary propuso a los Murchison una partida de bridge. Tom Betterton se negó, diciendo que no podía concentrarse, pero el doctor Barron aceptó ser el cuarto jugador.
Por extraño que parezca, Hilary disfrutó jugando. Eran más de las once y media cuando terminaron el tercer rubber. Ella y el doctor Barron ganaron la partida.
—He disfrutado mucho —dijo echando un vistazo a su reloj—. Es bastante tarde. Supongo que los VIP ya se habrán marchado. ¿O tendremos que pasar la noche aquí?
—No lo sé, la verdad —respondió Simon Murchison—. Creo que un par de médicos entusiastas se quedan esta noche. De todas formas, mañana al mediodía se habrán marchado todos.
—¿Y entonces nos devolverán a la circulación?
—Sí. Ya está bien por ahora. Estas cosas trastornan toda nuestra rutina.
—Pero está muy bien organizado —comentó Bianca dando su aprobación.
Ella y Hilary se pusieron en pie y dieron las buenas noches a los dos hombres. Hilary se apartó para dejar que Bianca la precediera al entrar en el dormitorio escasamente iluminado, y al hacerlo notó que le tocaban en el brazo.
Se volvió sobresaltada y se encontró ante uno de los altos criados morenos, que le habló apresuradamente en francés.
—S’il vous plait, madame, tiene que venir.
—¿Qué? ¿Dónde?
—Sígame, por favor.
Hilary permaneció indecisa unos instantes. Bianca había entrado ya en el dormitorio y en la sala las pocas personas que quedaban charlaban animadamente.
De nuevo volvió a sentir que le tiraban del brazo con apremio.
—Sígame por favor, madame.
El criado anduvo unos pasos, parándose para ver si ella le seguía. La joven le siguió vacilante.
Observó que el hombre iba mucho mejor vestido que los otros criados. Sus ropas estaban bordadas con hilos de oro.
La hizo pasar por una puerta en una esquina del salón, y luego por los interminables pasillos anónimos. No le pareció que fuese el mismo camino por el que habían llegado al ala de emergencia, pero era difícil asegurarlo, porque todos los pasillos eran idénticos. Intentó hacer una pregunta, pero el guía, meneando la cabeza con impaciencia, apresuró el paso.
Se detuvieron al final de un pasillo. El hombre presionó un botón en la pared. Se corrió un panel, descubriendo un pequeño ascensor. Con un gesto le indicó que entrara, le siguió y subieron.
—¿Adonde me lleva? —preguntó Hilary irritada.
Los ojos oscuros la miraron con reproche.
—A ver al amo, madame. Es un gran honor para usted.
—¿Quiere decir el director?
—El amo.
El ascensor se detuvo. El hombre abrió las puertas y la hizo salir. Luego recorrieron otro pasillo hasta llegar a una puerta. Su guía llamó y les abrieron. Otro hombre de rostro moreno e impasible, vestido con la túnica blanca bordada en oro, se hizo cargo de ella.
La acompañó a través de una antesala alfombrada de rojo y descorrió unas cortinas para que pasase. Hilary se encontró inesperadamente en un ambiente oriental: divanes bajos, mesitas de centro y un par de hermosos tapices colgados de las paredes.
Sentado en uno de los divanes se hallaba un personaje a quien contempló con inmenso asombro. Pequeño, amarillo, viejo y arrugado, allí estaba Mr. Aristides mirándola sonriente.