1
—Buenas noches, Mrs. Betterton.
—Buenas noches, miss Jennson.
La joven con gafas parecía muy excitada y le brillaban los ojos.
—Esta noche tendremos reunión. ¡El director en persona nos dirigirá la palabra! —su tono era casi reverente.
—¡Estupendo! —exclamó Andy Peters, que no andaba muy lejos—. Estaba esperando la ocasión de echarle una ojeada al director.
Miss Jennson le dirigió una mirada de censura.
—El director es un hombre maravilloso —afirmó.
Mientras desaparecía por uno de los inevitables corredores blancos, Andy Peters silbó por lo bajo.
—No sé porqué, pero me huele un poco a heil Hitler.
—Desde luego que lo parece.
—Lo malo es que en esta vida nunca sabes realmente adonde irás a parar. Si hubiese sabido, cuando dejé Estados Unidos, lleno de ardor juvenil por el ideal de la vieja hermandad de los hombres, que acabaría en las garras de otro dictador iluminado… —Levantó las manos.
—Todavía no lo sabe —le recordó Hilary.
—Puedo olerlo en el aire.
—¡Cuánto me alegro de que esté usted aquí! —Enrojeció al ver cómo la miraba—. Es tan agradable y vulgar —añadió atolondrada.
Peters parecía divertido.
—En mi país, la palabra «vulgar» tiene otro significado que en el suyo. Quiere decir despreciable.
—Usted sabe que no he querido decir eso. Sino que es usted como cualquier otro. ¡Oh, Dios mío, eso también suena muy mal!
—¿Usted se refiere al hombre corriente? ¿Está harta de genios?
—Sí, y usted también ha cambiado desde que vino aquí. Ha perdido ese toque de amargura y odio.
El rostro de Peters se puso repentinamente grave.
—No lo crea. Sigue aquí, en mi interior. Todavía puedo odiar. Créame, hay cosas que deben odiarse.
2
La reunión, como la llamaba miss Jennson, tuvo lugar después de la cena. Todos los miembros de la Unidad se congregaron en la gran sala de conferencias.
El auditorio no incluía lo que podría llamarse el personal técnico: los ayudantes de laboratorio, el cuerpo de ballet, el personal de servicio y el pequeño grupo de elegantes prostitutas que también servían en la Unidad, para atender las necesidades sexuales de los hombres solteros, y que no tenían una relación especial con el personal femenino.
Sentada junto a Betterton, Hilary aguardó con curiosidad la llegada de la figura casi mítica del director. Tom Betterton le había respondido vagamente a sus preguntas acerca de la personalidad del hombre que controlaba la Unidad.
«No es que sea gran cosa», le dijo, «pero produce una tremenda impresión. Sólo lo he visto un par de veces. No viene muy a menudo. Uno nota que es muy especial, pero no me preguntes por qué».
Por el modo en que miss Jennson y algunas otras mujeres hablaban de él, Hilary se había formado una imagen mental de un hombre alto, con barba y túnica blanca, una especie de abstracción divina.
Casi se sobresaltó cuando la gente se puso en pie y un hombre moreno, fornido, de mediana edad subió a la tarima. Por su apariencia no se distinguía de cualquier hombre de negocios. Su nacionalidad era difícil de precisar. Les habló en tres idiomas alternándolos y sin repetirse. En francés, en alemán e inglés, y todos con la misma facilidad.
—En primer lugar permítanme dar la bienvenida a los nuevos colegas que se han unido a nosotros.
Luego dedicó algunas palabras de elogio a cada uno de los recién llegados.
Después se refirió a las ambiciones y creencias de la Unidad.
Cuando, más tarde, Hilary trató de recordar sus palabras, se vio incapaz de hacerlo con exactitud. O quizá fuese que, al recordarlas, resultaran triviales y vulgares. Pero escucharlas fue algo bien distinto.
Hilary recordó que una amiga que había vivido en Alemania antes de la guerra le había contado que había ido a un mitin impulsada por la curiosidad de oír «a ese absurdo Hitler» y que había llorado histéricamente, sobrecogida por una intensa emoción. Le describió lo sabias e inspiradas que le habían parecido cada una de sus palabras y que luego, al recordarlas, le parecieron bastante vulgares.
Algo por el estilo estaba ocurriendo ahora. A pesar suyo, Hilary se sentía exaltada. El director hablaba con sencillez y, principalmente, de la juventud. En la juventud estaba el futuro de la Humanidad.
La acumulación de riquezas, el prestigio y las familias influyentes han sido los poderes del pasado. Pero hoy en día, el poder está en manos de la juventud. El poder está en los cerebros. En los cerebros de los químicos, los físicos, los científicos. De los laboratorios sale el poder para destruir a gran escala.
Con ese poder se puede decir: ¡Rendíos o pereceréis! Ese poder no puede entregarse a esta o aquella nación. El poder debe estar en manos de aquellos que lo crearon. Esta Unidad es el punto de convergencia de todo el poder del mundo.
Habéis venido aquí de todas las partes del globo, trayendo con vosotros vuestros conocimientos científicos y creativos. ¡Y con vosotros traéis la juventud! Ninguno de los que estáis aquí pasa de los cuarenta y cinco años. Cuando llegue el momento crearemos un «trust». El Trust de los Cerebros de la Ciencia. Y dirigiremos los asuntos mundiales. Daremos órdenes a los capitalistas, a los reyes, a los ejércitos y a los empresarios. Proporcionaremos al mundo la Pax scientifica.
Sus palabras tenían un efecto embriagador, pero no eran sus palabras en sí, era el poder del orador el que arrastraba a un auditorio que hubiera podido ser frío y escéptico de no haberse sentido invadido por la indescriptible emoción de la cual tan poco se sabe.
El director terminó bruscamente su discurso gritando:
—¡Valor y victoria! ¡Buenas noches!
Hilary abandonó la sala casi tambaleándose, con la mente dominada por sueños de gloria, y vio la misma sensación en los rostros de los que estaban a su alrededor. Ericsson, sobre todo, tenía la mirada perdida y echaba la cabeza ligeramente hacia atrás, como en éxtasis.
Entonces sintió la mano de Andy Peters en el brazo.
—Sube conmigo a la terraza —le sugirió—. Necesitamos un poco de aire.
Subieron en el ascensor sin pronunciar palabra, y echaron a andar entre las palmeras, alumbrados por la luz de las estrellas.
Peters aspiró con fuerza.
—Sí. Esto es lo que necesitábamos. Aire para disipar las nubes de gloria.
Hilary exhaló un profundo suspiro. Todavía seguía soñando.
Él la sacudió amablemente por el brazo.
—Despierta, Olive.
—Nubes de gloria. La descripción exacta.
—Despierta, te digo. ¡Vuelve a ser mujer! ¡Vuelve a la tierra y a las realidades básicas! Cuando se te pasen los efectos del síndrome de la Gloria te darás cuenta de que es la misma cantinela de siempre.
—Pero estuvo bien. Quiero decir que es un hermoso ideal.
—Al demonio los ideales. Atengámonos a los hechos: Juventud, cerebros, gloria, gloria, ¡aleluya! ¿Quiénes son la juventud y los cerebros? Helga Needheim, una egoísta despiadada. Torquil Ericsson un soñador. El doctor Barron, que vendería a su mismísima abuela por conseguir material para su trabajo. Mírame, un tipo vulgar, como tú misma dijiste, útil con el microscopio y los tubos de ensayo, pero sin ningún talento para llevar la administración de una oficina, y mucho menos gobernar el mundo. Fíjate en tu marido. Sí, voy a decírtelo, un hombre con los nervios deshechos e incapaz de pensar en otra cosa excepto que lo liquidarán. Te he nombrado a las personas que conoces mejor, pero aquí todos son iguales, o por lo menos los que yo conozco. Los genios, algunos son fantásticos en su trabajo, pero como administradores del Universo, ¡olvídalos, no me hagas reír! Tonterías perniciosas, eso es lo que hemos estado escuchando.
Hilary se sentó en el parapeto y se pasó la mano por la frente.
—Creo que tienes razón. Pero las nubes de gloria te siguen arrastrando. ¿Cómo lo hace? ¿Se lo cree? Debe creerlo.
—Supongo que siempre se acaba en lo mismo. Un loco que se cree Dios —dijo Peters lamentándose amargamente.
—Supongo que sí —replicó Hilary—. Y no obstante, no me acaba de convencer.
—Pero ocurre. Una y otra vez se repite la historia, Y le convence a uno. Casi me convence a mí esta noche. Y a ti te convenció. Si no te traigo aquí en seguida… —Su actitud cambió bruscamente—. Supongo que no debí hacerlo. ¿Qué dirá Betterton? Lo encontrará extraño.
—No lo creo. Dudo de que lo haya notado siquiera.
Él la interrogó con la mirada.
—Lo siento, Olive. Esto debe ser infierno para ti. Ver cómo se desmorona.
—Tenemos que marcharnos —dijo Hilary apasionadamente—. Marcharnos como sea, escaparnos.
—Nos iremos.
—Eso ya lo dijiste antes, pero no hemos adelantado nada.
—¡Claro que sí! No he permanecido de brazos cruzados.
Ella le miró sorprendida.
—No es que tenga un plan preciso, pero he iniciado algunas actividades subversivas. Aquí hay muchos descontentos, más de los que se imagina nuestro endiosado herr director. Entre los humildes miembros de la Unidad, comida, lujos y mujeres no lo son todo. Yo te sacaré de aquí, Olive.
—¿Y también a Tom?
El rostro de Peters se ensombreció.
—Escucha, Olive, y cree lo que te digo. Tom hará mejor en quedarse aquí. Está… —vaciló— más seguro aquí que en el mundo exterior.
—¿Más seguro? ¡Qué extraño!
—Más seguro —repitió Peters—. He empleado esas palabras deliberadamente.
—No comprendo lo que quieres decir, Tom. ¿No pensarás que se ha vuelto loco?
—En absoluto. Está desmoralizado, pero yo aseguraría que está tan cuerdo como tú o yo.
—Entonces ¿por qué dices que estaría más seguro aquí?
—Una jaula —precisó Peters despacio— es un lugar seguro.
—¡Oh, no! —exclamó Hilary—. No me digas que tú también crees en eso. No me digas que ese hipnotismo en masa, sugestión o lo que sea, está haciendo mella en ti. ¡Seguros, sumisos y contentos! ¡Tenemos que rebelarnos! ¡Debemos querer ser libres!
—Sí, lo sé. Pero…
—Tom, de todas formas, desea desesperadamente salir de aquí.
—Es posible que Tom no sepa exactamente lo que le conviene.
De pronto, Hilary recordó lo que Tom le había insinuado. Si había pasado informaciones secretas era probable que le persiguieran, y eso sin duda era lo que Peters trataba de decirle sin saber cómo, pero ella no tenía dudas a este respecto. Era mejor cumplir una condena en la cárcel que permanecer allí. Y por ello dijo obstinada:
—Tom debe venir también.
Se sorprendió cuando Peters le replicó bruscamente en tono amargo:
—Como gustes. Ya te he advertido. Quisiera saber por qué diablos te importa tanto ese individuo.
Ella le miró consternada. Las palabras acudieron a sus labios, pero las contuvo. Hubiera querido decirle: «No me importa. No significa nada para mí. Era el marido de otra mujer y tengo una responsabilidad con ella. Tonto, si hay alguien que me importa en este mundo, ése eres tú…».
3
—¿Has estado divirtiéndote con tu manso amigo norteamericano?
Tom Betterton le espetó estas palabras cuando ella entró en el dormitorio. Estaba tendido en la cama, fumando un cigarrillo.
—Llegamos juntos aquí, y pensamos lo mismo sobre ciertos temas.
—¡No te lo reprocho! —Por primera vez la miró de otra manera—. Eres una mujer atractiva, Olive.
Desde el principio, Hilary le había insistido en que la llamara siempre por el nombre de su esposa.
—Sí, eres muy atractiva —repitió, mirándola de arriba abajo—. Ya lo había notado, pero ahora nada de esto me impresiona.
—Tal vez sea mejor así —contestó Hilary con sequedad.
—Soy un hombre perfectamente normal, querida, o lo era. Dios sabe lo que soy ahora.
Hilary se sentó a su lado.
—¿Qué te ocurre, Tom?
—Ya te lo dije. No puedo encontrarme a mí mismo. Como científico estoy hecho un desastre. Este sitio…
—Los otros, la mayoría, no parecen sentir como tú.
—Seguramente porque son un hatajo de insensibles.
—Algunos son bastante temperamentales —replicó Hilary—. Si tuvieras algún amigo, algún amigo de verdad…
—Bueno. Tengo a Murchison. A pesar de que es aburridísimo, también he tratado bastante a Ericsson.
—¿De veras? —Sin saber por qué, Hilary se sorprendió.
—Sí. Cielos, es muy inteligente. Ojalá tuviera yo su cerebro.
—Es muy extraño —dijo la joven—. Siempre me ha dado miedo.
—¿Miedo? ¿Torquil? ¡Si es inofensivo! En algunos aspectos es como un niño. No conoce el mundo.
—A mi me asusta —repitió Hilary.
—Tus nervios también se deben estar alterando.
—Todavía no. A pesar de que supongo que ocurrirá tarde o temprano. Tom, no intimes demasiado con Torquil Ericsson.
Betterton la miró extrañado.
—¿Por qué no?
—No lo sé. Es un presentimiento.