«Es increíble», pensó Hilary. «Es increíble que lleve aquí diez días». Lo más preocupante, pensaba Hilary, era ver con qué facilidad se acostumbraba una a todo. Recordó que en una ocasión había visto en Francia un peculiar instrumento de tortura de la Edad Media: una jaula de hierro donde se encerraba al prisionero que no podía tenderse, estar de pie ni sentarse. El guía les contó que el último hombre encerrado allí había vivido dieciocho años, y luego, otros veinte más cuando lo sacaron de la jaula hasta que murió ya anciano.
Esta adaptabilidad era lo que diferenciaba al hombre de los animales.
El hombre puede vivir en cualquier clima, comiendo de todo y en las condiciones que sean. Puede sobrevivir libre o en cautiverio.
Al llegar a la Unidad, Hilary sintió un pánico ciego, una horrible sensación de encierro y frustración, y el hecho de que la cárcel estuviera disimulada con toda clase de lujos hacía que le resultara aún más temible. Y no obstante, ahora y después de tan sólo una semana, había ya comenzado a aceptar aquellas condiciones de vida como naturales. Era una existencia extraña. Nada parecía del todo real, y sentía que el sueño duraba ya bastante tiempo y que seguiría durando algún tiempo más. Quizá para siempre. Viviría siempre allí, en la Unidad. Esto era la vida y no había nada más en el exterior.
Esta peligrosa adaptación, pensó, se debía en parte a su condición de mujer. Las mujeres eran adaptables por naturaleza. Es su fortaleza y su debilidad: examinan el entorno, lo aceptan y, como son realistas, procuran sacar el mayor provecho posible.
Lo que más interesaba a la joven eran las reacciones de las personas que llegaron con ella. A Helga Needheim apenas la veía, como no fuera algunas veces a la hora de las comidas. Cuando se encontraban, la alemana le dedicaba una inclinación de cabeza, pero nada más. Por lo que podía ver, Helga era feliz y estaba satisfecha.
Evidentemente la Unidad correspondía a la imagen que se había formado. Pertenecía al tipo de mujer absorta en su trabajo y que se apoya en su natural arrogancia. Su superioridad y la de sus compañeros científicos era el primer artículo en el credo de Helga Needheim. No creía en la paz del mundo, ni en la hermandad de los hombres, ni en la libertad de mente y espíritu. Para ella el futuro se reducía a la conquista. La raza superior, de la que ella era miembro, gobernaría al resto del mundo constituido por esclavos que, de portarse bien, serían tratados con condescendencia. A Helga no le importaba si los puntos de vista de sus compañeros de trabajo eran distintos, si sus ideas eran comunistas más que fascistas. Si hacían bien su trabajo, eran necesarios y sus ideas ya cambiarían.
El doctor Barron era más inteligente que Helga Needheim.
Algunas veces Hilary sostenía alguna breve conversación con el francés. Estaba absorto en su trabajo y plenamente satisfecho de las condiciones para realizarlo, pero su mentalidad gala le impulsaba a investigar y analizar el medio en que se encontraba.
—No era lo que yo esperaba. No, francamente —dijo un día—. Entre nous, Mrs. Betterton, no me gustan las cárceles, y esto es una verdadera cárcel, por muy dorada que sea.
—¿No existe la libertad que buscaba? —le preguntó Hilary.
—No, se equivoca —respondió sonriendo—. Yo no buscaba la libertad. Soy un hombre civilizado, y los hombres civilizados sabemos que no existe semejante cosa. Sólo las naciones más jóvenes e inexpertas ponen la palabra «Libertad» en su estandarte. Siempre ha de haber un muro de seguridad. Y la esencia de la civilización es que el estilo de vida sea moderado. El término medio. Siempre se vuelve al término medio. Seré franco con usted: yo vine aquí por dinero.
Hilary le devolvió la sonrisa enarcando una ceja.
—¿Y de qué le sirve el dinero aquí?
—Paga los equipos de laboratorio más caros —replicó el doctor Barron—. No estoy obligado a ponerlo de mi bolsillo y, de este modo, puedo servir a la ciencia y satisfacer mi propia curiosidad intelectual.
»Soy un hombre que ama su trabajo de veras, pero no por el bien a la humanidad. En general, he descubierto que los que van de benefactores son bastante tontos y, a menudo, incompetentes. No, lo que yo aprecio es el puro goce intelectual de la investigación. En cuanto al resto, antes de salir de Francia me pagaron una fuerte suma de dinero. La ingresé en un banco bajo otro nombre y, a su debido tiempo, cuando todo esto termine, podré gastarlo como mejor me plazca.
—¿Cuando todo esto termine? —repitió Hilary—. Pero ¿por qué ha de terminar?
—Hay que tener sentido común —replicó el doctor Barron—. No hay nada permanente. He llegado a la conclusión de que este lugar está dirigido por un loco. Permítame que le diga que un loco puede tener mucha lógica. Si uno es rico, lógico y al mismo tiempo loco, puede tener éxito y vivir sus ilusiones durante muchísimo tiempo. Pero al final —se encogió de hombros—, al final fracasará. Porque lo que ocurre aquí no es razonable. Y todo lo que no lo es, al final siempre sufre las consecuencias. Entretanto —volvió a encogerse de hombros—, me viene de perlas.
Torquil Ericsson, a quien Hilary suponía terriblemente desilusionado, parecía encontrarse muy a gusto en el ambiente de la Unidad. Menos práctico que el francés, vivía su propia ilusión. El mundo en que vivía era tan extraño para Hilary que no lo comprendía. Generaba una especie de austera felicidad, una inmersión en los cálculos matemáticos y una interminable lista de posibilidades. La extraña y despiadada rudeza de su carácter, asustaba a la joven. Le consideraba uno de esos seres que, en un rapto de idealismo, enviaría a la muerte a tres cuartas partes de la humanidad, para que la cuarta parte restante pudiera participar de una utopía impracticable, existente sólo en su imaginación.
Con Andy Peters, el norteamericano, Hilary estaba más de acuerdo. Quizá porque Peters era un hombre de talento, pero no un genio. Por lo que decían los demás, había deducido que era un químico de primera, hábil y cuidadoso, pero no un pionero. Peters, al igual que ella, en seguida odió y temió el ambiente de la Unidad.
—La verdad es que no sabía lo que me esperaba. Creí saberlo, pero me equivocaba. El Partido no tiene nada que ver con este lugar. No estamos en contacto con Moscú. Esto es un montaje solitario, tal vez fascista.
—¿No cree usted que es demasiado aficionado a poner etiquetas? —le contestó Hilary.
Él reflexionó unos instantes.
—Tal vez tenga razón. Pensándolo bien, estas palabras no significan gran cosa. Pero sé una cosa: que quiero salir de aquí y saldré.
—No será fácil —replicó Hilary en voz baja.
Estaban paseando cerca de las cantarinas fuentes de la terraza-jardín después de la cena. La oscuridad y la luz de las estrellas creaban la sensación de encontrarse en los jardines del palacio de algún sultán. Los funcionales edificios de cemento quedaban ocultos de la vista.
—No, no será sencillo, pero no hay nada imposible.
—Me gusta oírle decir eso —exclamó Hilary—. ¡Oh, cómo me agrada!
Él la miró con comprensión.
—¿A usted también le desanima? —preguntó.
—Muchísimo. Pero no es eso lo que temo en realidad.
—¿No? ¿Qué, entonces?
—Lo que temo es llegar a acostumbrarme.
—Sí —dijo Peters pensativo—. Sí, sé a lo que se refiere. Aquí hay una especie de «sugestión de masas». Creo que tal vez tenga razón.
—Me parecería mucho más natural que la gente se rebelara.
—Sí, sí; yo he pensado lo mismo. La verdad es que me he preguntado más de una vez si no habrá algún truco.
—¿Truco? ¿Qué quiere decir?
—Bueno, hablando con toda franqueza, como si nos dieran alguna droga.
»Sí. Pudiera ser. Algo en la comida o en la bebida que nos induzca a… ¿cómo diría yo…?, a la docilidad.
—¿Existe una droga semejante?
—No es mi especialidad, pero hay cosas que se administran a las personas para calmarlas, para sedarlas antes de una operación quirúrgica. Lo que no sé es si existe algo que pueda administrarse durante un largo período de tiempo y que, al mismo tiempo, no disminuya el rendimiento de las personas. Me inclino a creer que producen este efecto mentalmente. Quiero decir que alguno de estos organizadores y administradores están muy versado en hipnosis, psicología y demás, y que, sin que nos demos cuenta, continuamente nos ofrecen sugestiones sobre nuestro bienestar, de que estamos consiguiendo el objetivo final (el que sea), y todo esto produce un efecto definitivo. Se pueden conseguir muchas cosas por ese camino, si se sabe cómo hacerlo.
—Pero nosotros no debemos someternos —exclamó Hilary con calor—. No debemos pensar ni por un momento que es bueno estar aquí.
—¿Qué opina su marido?
—¿Tom? No lo sé. Es tan difícil. Yo… —No pudo seguir.
No podía contarle al hombre que le escuchaba toda la fantasía de su vida a medida que se desarrollaba. Durante diez días había vivido muy cerca de un hombre que era un extraño para ella.
Compartían el dormitorio y, si se despertaba por la noche, oía su respiración en la otra cama. Ambos habían aceptado el arreglo como inevitable. Ella era una impostora, una espía, dispuesta a representar cualquier papel y asumir cualquier personalidad. A Tom Betterton no lo entendía.
Lo consideraba un terrible ejemplo de lo que podía ocurrirle a un joven y brillante científico después de vivir varios meses en la enervante atmósfera de la Unidad. De todas formas, él no aceptaba con calma su destino. Lejos de encontrar placer en su trabajo, se preocupaba cada vez más por la falta de concentración. De cuando en cuando le reiteraba lo que le dijo la noche de su llegada.
«No puedo pensar. Es como si me hubieran secado el cerebro».
Sí, pensó, Tom Betterton, por ser un verdadero genio, necesitaba más que nadie la libertad. La sugestión no había podido compensarlo de la pérdida de la libertad. Sólo gozando de plena libertad era capaz de producir un trabajo creador.
Era un hombre próximo a sufrir una fuerte depresión nerviosa.
A la propia Hilary la trataba con extraña desatención. Para él no era una mujer, ni siquiera una amiga. Incluso dudaba de que hubiera sentido la muerte de su esposa. Lo único que le preocupaba incesantemente era el problema de su reclusión.
«Tengo que salir de aquí», repetía una vez y otra vez. Y en otras ocasiones: «No lo sabía esto. No tenía idea de que fuera así. ¿Cómo voy a salir de aquí? ¿Cómo? Tengo que conseguirlo. Tengo que conseguirlo».
En el fondo era muy parecido a lo que decía Peters, pero el modo de expresarlo era muy distinto. Peters hablaba como un hombre joven, furioso, enérgico, desilusionado, seguro de sí mismo y resuelto a poner toda su inteligencia en contra del cerebro de aquella organización en la cual se encontraba. Pero las expresiones de rebeldía de Tom Betterton eran las de un hombre a punto de hundirse, un hombre casi loco por la obsesión de escapar. Aunque tal vez, pensó Hilary de pronto, así estarían ella y Peters dentro de seis meses. Quizá lo que comenzó siendo sana rebeldía y una razonable confianza en el propio ingenio terminaría convirtiéndose en la frenética desesperación de un gato enjaulado.
Deseó poder hablar de todo aquello con su acompañante. Si pudiera decirle: «Tom Betterton no es mi marido. No sé nada de él. No sé cómo era antes de venir aquí, así que estoy a oscuras. No puedo ayudarle, porque no sé qué hacer o qué decirle». En cambio tuvo que escoger cuidadosamente sus palabras.
—Ahora Tom me parece un extraño. No me cuenta nada. Algunas veces pienso que el confinamiento, la sensación de saberse encerrado le está volviendo loco.
—Es posible que así sea —afirmó Peters.
—Pero, dígame, usted habla tan confiado de escapar. ¿Cómo podemos huir? ¿Qué ocasiones tenemos?
—No quiero decir que podamos marchamos pasado mañana, Olive. Hay que pensarlo y planearlo muy bien. No olvide que la gente se ha escapado de los lugares más inverosímiles. Muchos de los nuestros, y también de los suyos, han escrito libros acerca de sus fugas de las fortalezas alemanas.
—Aquello era otra cosa.
—No en lo esencial. Donde hay una entrada siempre existe una salida. Claro que aquí queda descartado excavar un túnel, de modo que eso suprime muchos otros medios. Pero como le digo, donde hay una entrada, tiene que haber una salida. Con ingenio, disimulo, engaño, sobornos, tendríamos que conseguirlo. Es una cosa que hay que estudiar y pensar. Le digo una cosa. Yo saldré de aquí, se lo aseguro.
—Le creo —contestó Hilary—, pero ¿y yo?
—Bueno, para usted es distinto.
Su voz sonó avergonzada. Por un momento no comprendió lo que quería decirle. Luego se dio cuenta de que se refería a que ella ya había alcanzado su objetivo. Había ido para reunirse con el hombre que amaba y, junto a él, sus deseos de escapar no serían tan grandes. Estuvo tentada de decirle a Peters toda la verdad, pero su instinto la contuvo.
Le dio las buenas noches y dejó la terraza.