En una habitación del hotel Mamounia, de Marrakech, el hombre llamado Jessop hablaba con miss Hetherington. Esta vez se trataba de una miss Hetherington muy distinta de la que Hilary conociera en Casablanca y Fez. La misma apariencia, el mismo vestido, el mismo deprimente peinado, pero su actitud había cambiado. Ahora era una mujer enérgica y competente que daba la sensación de ser mucho más joven de lo que representaba. El tercer hombre de la habitación era un hombre moreno y robusto, de mirada inteligente. Tabaleaba con los dedos sobre la mesa, tarareando por lo bajo una cancioncilla francesa.
—… y que usted sepa —decía Jessop—, ésas son las únicas personas con las que habló en Fez.
Janet Hetherington asintió.
—Esa mujer llamada Calvin Baker a quien ya habíamos conocido en Casablanca. Confieso francamente que no he conseguido formarme una opinión de ella. Hizo todo lo posible para agradar a Olive Betterton y a mí también. Pero las norteamericanas son así, les gusta entablar conversación con las personas en los hoteles y acompañarlas en sus viajes.
—Sí —confirmó Jessop—, es todo demasiado evidente para lo que buscamos.
—Y además —prosiguió Janet Hetherington—, ella también iba en ese avión.
—Usted, da por hecho que el accidente fue premeditado —dijo Jessop, mirando de soslayo al hombre moreno y cuadrado—. ¿Y usted, Leblanc, qué opina?
El aludido dejó de tabalear con los dedos por unos momentos e interrumpió la tonadilla.
—Ça se peut. Pudo tratarse de un sabotaje y por eso se estrelló. Nunca lo sabremos. El aparato se incendió al estrellarse y todos los que iban a bordo perdieron la vida.
—¿Qué sabe del piloto?
—¿Alcadi? Joven y bastante competente. Nada más, y que le pagaban muy mal. —Esto último lo añadió después de una breve pausa.
—Por lo tanto, dispuesto a aceptar otro empleo, pero no un candidato al suicidio —comentó Jessop.
—Se encontraron siete cadáveres —continuó Leblanc.
Carbonizados, irreconocibles, pero siete cadáveres. No podemos apartarnos de esto.
Jessop se volvió a Janet Hetherington.
—¿Qué estábamos diciendo? —le preguntó.
—En Fez había una familia francesa con la que Mrs. Betterton cambió algunas palabras, y un hombre de negocios suizo muy rico con una muchacha muy atractiva, y el magnate del petróleo, monsieur Aristides.
—¡Ah, sí, ese personaje fabuloso! —exclamó Leblanc—. Me he preguntado a menudo, ¿qué debe sentirse al tener tanto dinero? Yo me lo gastaría en las carreras, en las mujeres y en todas las cosas que ofrece el mundo, pero el viejo Aristides se encierra en el castillo que tiene en España; desde luego, lo tiene, mon cher, y colecciona, dicen, porcelana china. Pero hay que tener en cuenta —agregó— que ha cumplido los setenta, y es posible que a esa edad lo único que le interese sea la porcelana china.
—Según los chinos —replicó Jessop—, entre los sesenta y los setenta años es cuando se vive más intensamente y uno es capaz de apreciar la belleza y los placeres de la vida.
—¡Pas moi! —exclamó Leblanc.
—En Fez había también algunos alemanes —continuó Janet Hetherington—, pero que yo sepa no cruzaron palabra alguna con Olive Betterton.
—Tal vez un camarero, o un criado —dijo Jessop.
—Eso siempre es posible.
—¿Y dice que fue sola a la ciudad antigua?
—Fue con uno de los guías oficiales. Alguien pudo ponerse en contacto con ella durante la excursión.
—De todas formas la decisión de ir a Marrakech fue muy repentina.
—No tanto —le corrigió Janet—. Ya tenía hechas las reservas.
—¡Ah, me equivoqué! Lo que quise decir es que Mrs. Calvin Baker se decidió un tanto repentinamente a acompañarla. —Se levantó para caminar arriba y abajo—. Voló hacia Marrakech, el avión se estrella y es pasto de las llamas. Parece que a las personas llamadas Olive Betterton les es fatídico el viaje por el aire. Primero el accidente de Casablanca, y luego este otro. ¿Fue un accidente o lo provocaron? Si había personas que deseaban librarse de Olive Betterton, hubieran encontrado medios más sencillos que estrellar un avión, digo yo.
—Nunca se sabe —replicó Leblanc—. Compréndame, mon cher. Cuando se llega a ese estado de ánimo en el que las vidas humanas no cuentan, entonces es más fácil poner un explosivo debajo del asiento del avión, que aguardar en una esquina una noche oscura y clavarle un cuchillo por la espalda. Así que se deja el paquete y el hecho de que mueran otras seis personas ni siquiera se toma en consideración.
—Claro que estoy en minoría —dijo Jessop—, pero todavía sigo pensando que existe una tercera posibilidad: que simularon el accidente.
Leblanc le miró con interés.
—Sí, eso pudo hacerse. Pudieron aterrizar y luego prender fuego al avión. Pero no podemos apartarnos del hecho, mon cher Jessop, de que había personas a bordo. Y que los cuerpos carbonizados estaban allí.
—Lo sé —contestó Jessop—. Ese es el obstáculo. Oh, no dudo de que mis ideas son fantásticas, pero es un fin demasiado perfecto para nuestra cacería. Demasiado, eso es lo que yo siento. Significa que se acabó. Escribir RIP en el margen de nuestro informe y darlo por terminado. Ya no tenemos rastro alguno que seguir. —Se volvió a Leblanc—. ¿Están rastreando la zona?
—Desde hace dos días —contestó el aludido—. Hombres expertos. Claro que el lugar donde se estrelló el avión es un punto particularmente solitario. Por cierto, se había desviado de su ruta.
—Lo cual es significativo —intervino Jessop.
—Se está investigando a fondo en todos los pueblos cercanos, las rodadas muy próximas de un coche, las viviendas, todo. En este país tanto como en el suyo, comprendemos la importancia de la investigación. También Francia ha perdido alguno de sus jóvenes científicos. En mi opinión, mon cher, es más fácil controlar a los temperamentales cantantes de ópera que a los científicos. Estos jóvenes son geniales, excéntricos rebeldes, y lo más peligroso es que son de los más crédulos. ¿Qué es lo que imaginan que ocurre lá-bas? ¿Dulzuras, luz, deseos de descubrir la verdad o el secreto de la longevidad? ¡Cielos, qué desilusión les espera, pobrecillos!
—Repasemos de nuevo la lista de pasajeros —dijo Jessop.
El francés alargó la mano para coger un papel de una bandeja y tendérsela a su colega. Los dos hombres lo repasaron juntos.
—Mrs. Calvin Baker, estadounidense; Mrs. Betterton, inglesa; Torquil Ericsson, noruego. A propósito, ¿qué se sabe de él?
—Nada que llame la atención —afirmó Leblanc—. Era joven, no tendría más de veintisiete o veintiocho años.
—Me suena ese nombre —dijo Jessop con el entrecejo fruncido—. Creo… estoy casi seguro de que dio una conferencia en la Royal Society.
—Luego está la religieuse —continuó Leblanc, volviendo la lista—. La hermana Marie no-sé-qué. Andrew Peters, también de Estados Unidos. El doctor Barron. Era muy conocido le docteur Barron. Un hombre eminente. Un experto en enfermedades infecciosas.
—Guerra biológica —señaló Jessop—. Concuerda. Todo concuerda.
—Un hombre mal pagado y descontento —dijo el francés—. ¿Cuántos fueron a Saint-Ives? —murmuró Jessop.
Leblanc le dirigió una rápida mirada de incomprensión y el otro se disculpó.
—Es una antigua canción infantil. En lugar de Saint-Ives ponga un interrogante. Quiere decir «a ninguna parte».
Sonó el teléfono y Leblanc lo atendió.
—¿Alló? ¿Qu’est-ce qu’ il y a? Ah, sí, hágalo subir. —Miró a Jessop con el rostro súbitamente animado—. Era uno de mis hombres que me informaba. Parece ser que han descubierto algo. Mon cher collègue, es posible, y no digo más, que su optimismo sea justificado.
Casi en seguida dos hombres entraron en la estancia. El primero recordaba algo a Leblanc. El mismo tipo macizo, moreno e inteligente. Sus ademanes eran respetuosos, pero se notaba su satisfacción. Vestía a la europea, aunque sus ropas estaban muy manchadas y cubiertas de polvo. Evidentemente acababa de llegar de viaje. Le acompañaba un nativo con el típico vestido blanco, que mostraba la digna compostura de aquellos que viven en lugares remotos. Sus maneras eran corteses, aunque no serviles. Miraba a su alrededor con algo de asombro mientras el otro hablaba rápidamente en francés.
—Se ofreció una recompensa —explicó—, y este tipo, su familia y muchos de sus amigos, han estado buscando diligentemente. Lo he traído para que él mismo le entregue lo que encontró y por si quiere hacerle alguna pregunta.
Leblanc miró al beréber.
—Ha realizado un buen trabajo —dijo, empleando el lenguaje nativo—. Tiene los ojos de un halcón. Muéstrenos su descubrimiento.
De un pliegue de la blanca túnica, sacó un objeto diminuto y lo depositó sobre la mesa. Era una perla sintética bastante grande de un gris rosáceo.
—Es como la que me enseñaron a mí y a los otros —dijo—. Tiene valor y yo la he encontrado.
Jessop alargó la mano y cogió la perla. De su bolsillo sacó otra exactamente igual para examinarlas conjuntamente. Luego, se acercó a la ventana y las contempló a través de una lupa.
—Sí, la marca está aquí. —Su voz vibró excitada mientras volvía a la mesa—. Buena chica —dijo—, buena chica. ¡Lo hizo!
Leblanc estaba interrogando al beréber en árabe. Cuando acabó se volvió hacia Jessop.
—Le presento mis excusas, mon cher collègue. Esta perla fue encontrada casi a media milla del aparato.
—La cual demuestra —señaló Jessop— que Olive Betterton sobrevivió al accidente y, a pesar de que se encontraron siete cadáveres carbonizados, uno de ellos, desde luego, no era el suyo.
—Ahora extenderemos la búsqueda —dijo Leblanc. Volvió a dirigirse al beréber, que sonrió contento y abandonó la habitación con el hombre que le había acompañado—. Será recompensado como se le prometió, y ahora buscarán por todas partes esas perlas. Esta gente tiene ojos de halcón y la noticia de que pueden ganar un buen dinero como recompensa correrá como un reguero de pólvora. ¡Creo, mon cher collègue, que obtendremos resultados! Confiemos en que no hayan adivinado lo que estaba haciendo.
Jessop meneó la cabeza.
—Era algo muy natural. Se rompe el collar, se recogen aparentemente las perlas que se han caído y se guardan en un bolsillo, que tiene un pequeño agujero. Además, ¿por qué iban a sospechar de ella? Es Olive Betterton, ansiosa por reunirse con su marido.
—Debemos revisar este asunto bajo este nuevo aspecto. —Leblanc le pasó la lista de pasajeros—. Olive Betterton y el doctor Barron. Dos por lo menos que iban adonde tenían que ir. La norteamericana, Mrs. Calvin Baker. En cuanto a ella mantendremos una actitud abierta. Dice usted que Torquil Ericsson dio una conferencia ante la Royal Society. Peters, el norteamericano, según su pasaporte, era químico investigador. La religieuse… bueno, podría ser un buen disfraz. En resumen, una serie de personas traídas desde distintos puntos para que viajaran en el mismo aparato en ese preciso día. Y luego el avión es descubierto en llamas y en su interior aparece un número conveniente de cadáveres carbonizados. Y yo me pregunto: ¿Cómo pudieron hacerlo? ¡Enfin, c’est colossal!
—Sí —comentó Jessop—. Fue el último toque convincente. Pero ahora sabemos que seis o siete personas emprendieron un nuevo viaje, y sabemos cuál fue su punto de partida. ¿Qué haremos ahora, visitar el lugar?
—Exacto —replicó Leblanc—. Montaremos nuestro cuartel general en la vanguardia. Si no me equivoco, ahora que estamos sobre la pista surgirán nuevas pruebas.
—Si nuestros cálculos son exactos —concluyó Jessop—, tendrá que haber resultados.
Los cálculos fueron muchos y diversos. La velocidad promedio de un coche, las paradas para repostar gasolina, los pueblos donde los viajeros pudieron pasar la noche. Las pistas eran muchas y confusas, las desilusiones eran constantes, pero de cuando en cuando se obtenía un resultado positivo.
—¡Voilá, mon capitaine! Una búsqueda en las letrinas como usted ordenó. En un rincón oscuro de la letrina de la casa de un tal Abdul Mohamed se encontró una perla incrustada en un pedazo de goma de mascar. Él y sus hijos fueron interrogados. Al principio negaban, pero al fin tuvieron que confesar. Una camioneta con seis personas, que dijeron ser de una expedición arqueológica alemana, pasaron la noche en su casa. Les pagaron mucho dinero y les dijeron que lo mantuvieran en secreto, con la excusa de que pensaban realizar algunas excavaciones ilícitas. Unos niños del pueblo de El Kaif también trajeron otras dos perlas. Ahora sabemos la dirección. Y aún hay más, monsieur le capitaine, la mano de Fátima fue vista como usted predijo. Este tipo se lo dirá.
El «tipo» en cuestión era un beréber de aspecto salvaje.
—Estaba con mi rebaño por la noche y oí un coche. Cuando pasó junto a mí vi la mano de Fátima recortada en uno de sus costados. Le digo que resplandecía en la oscuridad.
—La aplicación del fósforo en un guante puede resultar muy eficaz —murmuró Leblanc—. Le felicito por la idea, mon cher.
—Es efectiva, pero peligrosa —contestó Jessop—. Quiero decir que también pudo ser vista fácilmente por los fugitivos.
Leblanc se encogió de hombros.
—No podía ser vista a la luz en pleno día.
—No, pero si se hubieran detenido y apeado del coche en la oscuridad…
—Incluso, en ese caso. Es una superstición árabe muy conocida. La pintan a menudo en los carros y vagones. Sólo hubiesen pensado que un piadoso musulmán la había pintado con pintura fosforescente en su vehículo.
—Es cierto, pero debemos estar prevenidos. Porque si nuestros enemigos lo notaron, es muy posible que nos proporcionen una pista falsa de manos de Fátima fosforescentes.
—Ah, en cuanto a esto, estoy de acuerdo con usted. Debemos estar ojo avizor. Siempre, siempre alerta.
A la mañana siguiente Leblanc recibió otras tres perlas falsas dispuestas en forma de triángulo en un pedazo de goma de mascar.
—Esto significa —dijo Jessop— que la próxima etapa del viaje fue en avión.
Interrogó a Leblanc con la mirada.
—Está usted en lo cierto —replicó el otro—. Esto fue encontrado en un aeródromo militar abandonado en un lugar solitario y remoto. Había señales recientes del aterrizaje y despegue de un avión. —Se encogió de hombros—. Un avión desconocido que, una vez más, partió con rumbo ignorado. Esto nos deja de nuevo parados y sin saber dónde recuperar el rastro.