Capítulo XIII

—Es como un colegio —comentó Hilary. Se encontraba de nuevo en sus habitaciones. Los vestidos y cosméticos que había escogido le aguardaban en su dormitorio. Colgó los trajes en el armario y dispuso las demás cosas a su gusto.

—Sí, lo sé —confirmó Betterton—. Al principio yo pensaba lo mismo.

Su conversación era prudente y un tanto formal. Seguía pesando sobre ellos la sombra de un posible micrófono. Thomas añadió de una manera un tanto ambigua:

—Todo va bien. Creo que probablemente todo fuera producto de mi imaginación. De todas maneras…

Dejó la frase sin terminar, pero Hilary comprendió que lo que quedaba por decir era: «… pero de todas maneras, será mejor que andemos con cuidado».

Todo aquello, pensó Hilary, era como una fantástica pesadilla.

Allí estaba ella con un extraño y, no obstante, la incertidumbre y el peligro hacia que ninguno de los dos se sintiera violento. Era como escalar una montaña suiza donde se comparte una cabaña con los guías y otros escaladores como algo muy natural.

—Cuesta un poquitín acostumbrarse —añadió Betterton al cabo de unos instantes—: Seamos muy naturales, corrientes. Más o menos como si todavía estuviésemos en casa.

Ella comprendió lo acertado de su consejo. Aquella sensación de irrealidad persistiría durante algún tiempo. No era momento para tratar las razones, las esperanzas y las desilusiones que impulsaron a Betterton a abandonar Inglaterra. Eran dos personajes que representaban su papel con una amenaza indefinida sobre sus cabezas.

—He tenido que pasar por un montón de formalidades médicas, psicológicas y todo eso.

—Sí. Siempre se hace. Es natural, supongo.

—¿Tú hiciste lo mismo?

—Más o menos.

—Luego fui a ver al subdirector, así creo que le llaman.

—Sí. Es quien dirige este sitio. Un hombre muy capaz y un buen administrador.

—¿Pero no es la cabeza de todo esto?

—¡Oh, no! Ése es el director.

—¿Lo veré?

—Supongo que sí, pero no suele dejarse ver a menudo. De cuando en cuando viene y nos echa un discurso. Posee una personalidad muy estimulante.

Betterton frunció el entrecejo muy levemente. Hilary consideró prudente abandonar el tema.

—La cena es a las ocho —dijo Betterton, mirando su reloj—. De ocho a ocho y media. Será mejor que bajemos, si estás dispuesta.

Habló en el mismo tono de quien está en un hotel.

Hilary se había puesto el vestido que acababa de adquirir. Era de un tono gris verdoso muy suave que resaltaba su roja cabellera.

Se puso un collar bastante bonito y dijo que estaba lista. Bajaron la escalera y, tras recorrer varios pasillos, llegaron al gran comedor.

Miss Jennson salió a su encuentro.

—Le he preparado una mesa algo más grande, Tom. Dos compañeros de viaje de su esposa se sentarán con ustedes, y los Murchison, desde luego.

Se dirigieron a la mesa indicada. La mayoría eran para cuatro, ocho o diez personas. Andy Peters y Ericsson ya estaban sentados y se pusieron en pie al acercarse Hilary y Tom. La joven les presentó a «su marido». Luego se unió a ellos otra pareja. Betterton les presentó como el doctor Murchison y su esposa.

—Simon y yo trabajamos en el mismo laboratorio —explicó.

Simon Murchison era un hombre joven, delgado y de aspecto anémico. Tendría unos veintiséis años. Su esposa era una robusta morena. Hablaba con fuerte acento extranjero, e Hilary supuso que debía ser italiana. Se llamaba Bianca. Saludó a la joven cortésmente, aunque, al menos eso le pareció a ella, con cierta reserva.

—Mañana le enseñaré este lugar. Usted no es científica, ¿verdad?

—No, no recibí formación científica —replicó Hilary—. Antes de casarme era secretaria.

—Bianca es abogada —comentó su esposo—. Ha estudiado económicas y derecho mercantil. Algunas veces da conferencias, pero es difícil encontrar en qué ocupar todo el tiempo disponible.

Bianca se encogió de hombros.

—Ya me las apaño. Después de todo, Simon, vine aquí para estar contigo y creo que hay muchas cosas que podrían organizarse. Estoy estudiando las condiciones. Quizá Mrs. Betterton, que no está ligada a ningún trabajo científico, pueda ayudarme en estas cosas.

Hilary se apresuró a aceptar. Andy Peters les hizo reír a todos diciendo tristemente:

—Me siento como un niño pequeño que acaba de ingresar en un colegio y siente nostalgia de su casa. Celebraré comenzar a trabajar.

—Es un lugar maravilloso para el trabajo —afirmó Simon Murchison con entusiasmo—. Sin interrupciones y con todos los aparatos que se desean.

—¿Cuál es su especialidad? —le preguntó Andy Peters.

Los tres hombres se enfrascaron en una conversación técnica que Hilary apenas entendía. Se dirigió a Ericsson que estaba reclinado en su silla mirando al vacío.

—¿Y usted? —le preguntó—. ¿También se siente como un niño nostálgico?

Él la miró como si regresara de muy lejos.

—Yo no necesito un hogar. Todas estas cosas: hogar, lazos afectivos, padres, hijos son grandes estorbos. Para trabajar hay que ser completamente libre.

—¿Y usted cree que aquí lo será?

—Todavía no puedo decirlo. Eso espero.

—Después de cenar se puede escoger entre varias cosas —le dijo Bianca a Hilary—. Hay un salón de juego en el que se puede jugar a bridge. También hay un cine, tres noches por semana se ofrecen representaciones teatrales. De cuando en cuando también organizan un baile.

Ericsson frunció el entrecejo.

—Todas esas cosas son innecesarias —comentó—. Disipan energías.

—Para las mujeres, no —respondió Bianca—. Para nosotras son necesarias.

Él la miró con frialdad y disgusto.

«Para Ericsson, las mujeres también somos innecesarias», pensó Hilary.

—Yo me acostaré temprano —comentó en voz alta bostezando deliberadamente—. Creo que esta noche no me apetecerá ver ninguna película ni jugar al bridge.

—Sí, querida —se apresuró a decir Tom Betterton—. Es mucho mejor que te acuestes pronto y descanses. Recuerda que has tenido un viaje agotador. —Se levantaron de la mesa y añadió—: Aquí el aire es maravilloso de noche. Solemos dar una vuelta por la terraza-jardín, antes de ir a divertirnos o estudiar. Subiremos un rato y luego te acuestas.

Subieron en un ascensor manejado por un nativo de magnífico aspecto, vestido de blanco. Hilary se fijó en que los asistentes eran más morenos y más corpulentos que los delgados bereberes, que tenían el tipo del desierto.

A la joven le sorprendió la inesperada belleza de la terraza y también por el gasto que representaba. Debían haber subido hasta allí toneladas de tierra, y el resultado era como un cuento de Las mil y una noches. Se oía el murmullo del agua, y había gran cantidad de altas palmeras, bananos y plantas tropicales, y caminos de azulejos con multicolores dibujos de flores persas.

—¡Es increíble! ¡Aquí, en medio del desierto! —Y dijo lo que había pensado—: Parece un cuento de Las mil y una noches.

—Estoy de acuerdo con usted, Mrs. Betterton —dijo Murchison—. ¡Parece exactamente la obra del genio de la lámpara! Supongo que ni siquiera en el desierto hay nada que no pueda conseguirse teniendo agua y dinero en abundancia.

—¿De dónde viene el agua?

—De un manantial que nace de lo más profundo de la montaña. Esa es la raison d’étre de la Unidad.

Muchas personas paseaban por el jardín, pero poco a poco se fueron retirando. Los Murchison se excusaron. Iban a asistir a la representación de un ballet.

Quedaba ya muy poca gente. Betterton guio a Hilary con una mano sobre su brazo hasta un lugar despejado cerca del parapeto.

Las estrellas brillaban sobre sus cabezas y el aire era ahora fresco y estimulante. Estaban solos. Hilary se sentó en un banco y Betterton permaneció de pie.

—Ahora, dime —le dijo en voz baja y alterada—. ¿Quién diablos eres tú?

Ella le miró un instante sin responder. Antes de contestar a su pregunta, había algo que ella necesitaba saber una cosa:

—¿Por qué me reconociste como tu esposa?

Se miraron. Ninguno de los dos deseaba ser el primero en hablar. Era un duelo de voluntades, pero Hilary sabía que, por fuerte que fuera la de Tom Betterton cuando dejó Inglaterra, ahora era inferior a la suya. Ella había llegado allí dispuesta a organizar su propia vida. Tom Betterton vivía una existencia planeada. Ella era la más fuerte.

Al fin, Tom apartó la vista y susurró de mala gana:

—Fue sólo un impulso. Probablemente fui un tonto. Imaginé que te habían enviado para sacarme de este lugar.

—Entonces, ¿quieres salir de aquí?

—¡Dios mío! ¿Cómo puedes preguntarlo?

—¿Cómo llegaste hasta aquí desde París?

Tom Betterton soltó una risa amarga.

—No me secuestraron ni nada parecido, si eso es lo que piensas. Vine por mi propia voluntad, y lleno de entusiasmo.

—¿Sabías que venías aquí?

—No tenía la menor idea de que venía a África, si es eso a lo que te refieres. Me pillaron con el cebo habitual. La paz en la tierra, la libertad de compartir los secretos científicos con todos los hombres de ciencia del mundo, la desaparición del capitalismo y los belicistas, ¡la palabrería de costumbre! Ese individuo, Peters, que vino contigo, se ha tragado el mismo anzuelo.

—¿Y cuando llegaste aquí, descubriste que no era así?

De nuevo se volvió a oír su risa amarga.

—Ya lo verás por ti misma. Oh, tal vez sea así, más o menos. Pero no de la manera que uno imagina. No hay libertad.

Se sentó a su lado con el entrecejo fruncido.

—Eso es lo que me hundió en casa. La sensación de ser vigilado continuamente y las medidas de seguridad. El tener que dar cuenta de todos tus actos, de los amigos. Todo necesario, tal vez, pero que al fin termina por hundirte. Y entonces, cuando alguien se presenta con una proposición, le escuchas. Todo suena muy bonito. —Rio de nuevo—. ¿Y dónde terminas? ¡Aquí!

—¿Quieres decir que estás exactamente en las mismas circunstancias de las que tratabas de escapar? ¿Estás vigilado como antes, del mismo modo, o quizá peor?

Betterton apartó un mechón de pelo de su frente con un gesto nervioso.

—No lo sé. Francamente, lo ignoro. No puedo estar seguro. Tal vez sean cosas de mi imaginación. No sé si me vigilan. ¿Por qué habían de espiarme? ¿Por qué habrían de preocuparse? Me tienen aquí prisionero, en una cárcel.

—¿Y no es eso lo que habías imaginado?

—Eso es lo más extraño de todo. Supongo que, en cierto modo, sí. Las condiciones de trabajo son perfectas. Se tienen todas las facilidades y toda clase de aparatos. Puedo trabajar durante tanto tiempo como quiera, o sólo un rato. Tenemos toda clase de comodidades: alimentos, vestidos, vivienda, pero no olvidas nunca que estás en prisión.

—Lo sé. Cuando las puertas se cerraron sentí esa horrible sensación —señaló Hilary con un estremecimiento.

—Bien —Betterton pareció recobrarse—. Ya he contestado a tu pregunta. Ahora responde a la mía. ¿Qué es lo que haces aquí pretendiendo ser Olive?

—Olive… —se detuvo buscando las palabras.

—Sí. ¿Qué le ha ocurrido a Olive? ¿Qué es lo que intentas decirme?

Ella contempló con tristeza el rostro macilento y nervioso.

—He estado temiendo tener que decírtelo.

—¿Es que le ha ocurrido algo?

—Sí. No sabes cuánto lo siento. Tu esposa ha muerto. Venía a reunirse contigo y el avión se estrelló. La llevaron a un hospital, donde murió dos días después.

Él miró a lo lejos como si no estuviera dispuesto a demostrar emoción alguna.

—¿De modo que ha muerto? —preguntó tranquilamente.

Se hizo un prolongado silencio. Luego Tom se volvió hacia ella.

—Muy bien. Sigamos. Tú ocupaste su puesto y viniste aquí. ¿Por qué?

Esta vez Hilary estaba dispuesta a responder. Betterton creía que había sido enviada «para sacarlo de allí», pero no era así. Su posición era más bien la de una espía. La habían enviado para conseguir información, no para planear la huida de un hombre que se había situado por gusto en la posición en que se encontraba. Además, ella no contaba con ningún medio. Estaba tan prisionera como él.

Confiar en Tom podría resultar peligroso. Betterton estaba próximo a desmoronarse. En cualquier momento podían fallarle los nervios y, en semejante circunstancias, sería una locura esperar que guardara un secreto.

—Yo estaba en el hospital con tu esposa cuando falleció. Me ofrecí a ocupar su puesto y tratar de llegar hasta ti. Quiso que te trajera un mensaje a toda costa.

Betterton frunció el entrecejo.

—Pero seguramente…

Ella se apresuró a continuar antes de que comprendiera lo endeble de su historia.

—No es tan absurdo como parece. Comprende. Yo simpatizo con todas estas ideas, esas ideas de las que acabas de hablarme. Compartir los secretos científicos con todas las naciones, un nuevo orden mundial. Sentía entusiasmo por todo esto. Y luego el pelo. Si ellos esperaban a una mujer pelirroja aproximadamente de mi edad, pensé que lograría pasar por Olive. Me pareció que, de todas maneras valía la pena probarlo.

—Sí —le miró la cabeza—. Tienes el mismo pelo de Olive.

—Y luego, comprende, tu esposa insistió mucho en el mensaje que quería que te transmitiera.

—¡Oh, sí, el mensaje! ¿Qué mensaje?

—Decirte que tuvieras cuidado, mucho cuidado. Que estabas en peligro y que no te fiaras de alguien llamado Boris.

—¿Boris? ¿Te refieres a Boris Glydr?

—Sí, ¿lo conoces?

—Nunca lo he visto, pero lo conozco de nombre. Es un pariente de mi primera esposa. Sé quien es.

—¿Por qué es peligroso?

—¿Qué? —exclamó distraído.

Hilary repitió la pregunta.

—¡Oh, eso! —Pareció volver de muy lejos—. No sé por qué habría de ser peligroso para mí, pero es cierto que en todos sentidos es un individuo peligroso.

—¿En qué sentido?

—Es uno de esos idealistas medio chalados que matarían satisfechos a media humanidad si por alguna razón lo considerara conveniente.

—Conozco la clase de persona a la que te refieres. —Creía saberlo muy bien—. Pero ¿por qué?

—¿Olive lo había visto? ¿Qué te dijo?

—No sé qué decirte. Esto es todo lo que me dijo. Habló del peligro… ¡Ah, sí, que no podía creerlo!

—¿Creer qué?

—No lo sé. —Vaciló un momento y luego dijo—: Comprende, estaba agonizando.

Un espasmo de dolor contrajo su rostro.

—Lo sé, lo sé. Ya me iré acostumbrando con el tiempo. Ahora no puedo creerlo. Pero me intriga lo de Boris. ¿Cómo podría ser peligroso para mí, aquí? Supongo que si vio a Olive, debía estar en Londres.

—Sí, estaba en Londres.

—Entonces, sencillamente, no lo entiendo. Oh, bueno, ¿qué importa? ¿Qué diablos importa nada? Aquí estamos hundidos en esta maldita Unidad y rodeados de un montón de autómatas.

—Esa es la impresión que me dan.

—Y no podemos salir. —Dejó caer su puño crispado sobre el banco—. No podemos salir.

—¡Oh, sí podemos! —afirmó Hilary.

Él la miró con sorpresa.

—¿Qué diablos quieres decir?

—Encontraremos el medio —insistió confiada.

—Mi querida amiga —ser rio con sarcasmo—, ¡no tienes la menor idea de lo que es este lugar!

—La gente escapó de los sitios más inverosímiles durante la guerra. Cavando túneles, o lo que sea.

—¿Cómo se puede hacer un túnel en la roca viva? ¿Y en qué dirección? Estamos en medio del desierto.

—Entonces tendrá que ser «lo que sea».

Tom la miró. Ella sonreía con una confianza más voluntariosa que auténtica.

—¡Eres una criatura extraordinaria! ¡Pareces muy segura de ti misma!

—Siempre hay un medio. Supongo que requerirá tiempo y mucho cálculo.

—Tiempo. —El rostro de Tom volvió a ensombrecerse—. Eso es lo que yo no tengo.

—¿Por qué?

—No sé si serás capaz de comprenderlo. La verdad es que no puedo trabajar aquí.

—¿Qué quieres decir? —Hilary frunció el entrecejo.

—¿Cómo explicártelo? No puedo trabajar. No puedo pensar. En mi trabajo hay que concentrarse muchísimo. En parte es creativo. Desde que he llegado aquí he perdido el estímulo. Todo lo que puedo hacer son cosas rutinarias que haría cualquier científico barato, pero no me trajeron aquí para eso. Ellos quieren algo original y yo no puedo hacerlo. Cuanto más nervioso me pongo, más miedo tengo y estoy en peores condiciones para hacer nada que valga la pena. Y eso me está volviendo loco, ¿comprendes?

Sí, ahora lo comprendía. Recordó los comentarios del doctor Rubec acerca de las prima donna y los científicos.

—Si yo no hago nada de provecho, ¿para qué sirvo en una organización como ésta? Me liquidarán.

—¡Oh, no!

—¡Claro que sí! Aquí no hay sentimentalismos. Lo que me ha salvado hasta ahora es el asunto de la cirugía estética. Lo hacen poco a poco. Y es lógico que un individuo que sufre constantes operaciones no pueda concentrarse. Pero ahora ya han terminado.

—Pero ¿por qué lo han hecho? ¿Con qué objeto?

—Oh, por seguridad. Quiero decir por mi seguridad personal. Se hace si eres un hombre «buscado».

—Entonces, ¿eres un hombre «buscado»?

—Sí, ¿no lo sabías? ¡Oh, supongo que no lo publicaron en los periódicos! Quizá ni siquiera Olive lo sabía. Pero me buscan, desde luego.

—¿Quieres decir por traición? ¿Es que les has vendido secretos atómicos?

Él rehuyó la mirada.

—No les he vendido nada. Les conté todo lo que sabía de nuestros procedimientos sin recibir nada a cambio. No sé si podrás creerme, pero deseaba hacerlo. Reunir todos los conocimientos científicos, formaba parte de este tinglado. ¿Me comprendes, no?

Lo comprendía perfectamente. También comprendía a Andy Peters. Incluso veía a Ericsson con sus ojos de fanático soñador traicionando alegremente a su patria. No obstante, le costaba imaginar a Tom Betterton haciendo una cosa semejante, y comprendió asustada que era por la misma diferencia que existía entre el Betterton que había llegado unos meses atrás pletórico de entusiasmo y el de ahora, nervioso, fracasado, deshecho, un hombre cualquiera terriblemente asustado.

Y mientras ella consideraba la lógica de estos pensamientos, Betterton miró nervioso a su alrededor.

—Todos han bajado —dijo—. Será mejor que…

Hilary se puso en pie.

—Sí. Pero no te preocupes. Todos lo encontrarán natural, dadas las circunstancias.

—Tendremos que seguir adelante con toda esa farsa. Quiero decir que tendrás que seguir siendo mi esposa —dijo con voz ronca.

—Desde luego.

—Pero no te preocupes. Quiero decir que no debes temer nada. Yo dormiré en la salita. —Tragó saliva avergonzado.

«¡Qué guapo es!», pensó Hilary, mirando su perfil. «¡Y qué poco me atrae!».

—No creo que debamos preocupamos por eso —dijo alegremente—. Lo importante es salir de aquí con vida.