La responsable del Registro era una mujer con el aspecto de una severa institutriz. Llevaba los cabellos recogidos en un moño bastante estrafalario y usaba gafas sin montura. Asintió aprobadoramente al ver entrar a los Betterton en la austera oficina.
—¡Ah! Ha traído usted a Mrs. Betterton. Muy bien.
Su inglés era perfecto, pero con una dicción tan formal que Hilary pensó que debía ser extranjera. En realidad era suiza. Hizo sentar a Hilary, abrió un cajón y sacó un montón de formularios que comenzó a rellenar rápidamente.
—Bueno, Olive, yo te dejo ahora —dijo Betterton.
—Sí, por favor, doctor Betterton. Será mucho mejor que acabemos ahora todas las formalidades.
Betterton salió. La autómata, pues esa impresión le produjo a Hilary, continuó escribiendo.
—Bien —agregó—: Dígame su nombre completo, edad, lugar de nacimiento, nombre del padre y de la madre. Cualquier enfermedad grave. Gustos, aficiones. Hágame una lista de los empleos que ha tenido. Títulos universitarios y sus preferencias en cuanto a comidas y bebidas.
Continuó preguntando las cosas más inverosímiles. Hilary respondía casi mecánicamente. Ahora se alegraba de la esmerada instrucción que recibiera de Jessop. Lo hizo tan bien, que las respuestas acudían a sus labios sin tener que detenerse a pensar.
—Bien —anunció la autómata al rellenar la última casilla—, eso es todo para este departamento. Ahora la visitará el doctor Schwartz para la revisión médica.
—¡De veras! —exclamó Hilary—. ¿Es necesario todo eso? Lo encuentro absurdo.
—Oh, nos gusta hacer las cosas a conciencia, Mrs. Betterton. Nos gusta tener informes bien completos. El doctor Schwartz la aguarda. Luego irá a ver al doctor Rubec.
Schwartz resultó ser una doctora rubia y muy amable. Revisó a la joven minuciosamente.
—¡Ya está! —dijo finalmente—. Hemos terminado. Ahora vaya a ver al doctor Rubec.
—¿Quién es el doctor Rubec? —quiso saber Hilary—. ¿Otro médico?
—El doctor Rubec es psicólogo.
—No quiero ver a un psicólogo. No me gustan los psicólogos.
—Vamos, Mrs. Betterton, no se inquiete. No van a administrarle ningún tratamiento. Sólo se trata de un test de inteligencia y otro para conocer el tipo de su personalidad.
El doctor Rubec era un suizo alto y melancólico de unos cuarenta años de edad. Saludó a Hilary, echó un vistazo a la ficha que le había entregado el doctor Schwartz y asintió.
—Celebro ver que su salud es excelente. Tengo entendido que sufrió usted un accidente de aviación, ¿no es cierto?
—Sí —confirmó Hilary—. Estuve cuatro o cinco días en un hospital de Casablanca.
—Cuatro o cinco días no es suficiente —afirmó Rubec—. Debería haber estado más tiempo.
—No quería permanecer más tiempo. Deseaba continuar mi viaje.
—Eso, desde luego, es muy comprensible, pero es necesario mucho reposo después de una conmoción. Aparentemente puede estar bien y normal, pero puede haber sufrido serios trastornos. Sí, veo que sus reflejos no son los que debieran. En parte debido a la excitación del viaje y, en parte, sin duda, a la conmoción. ¿Tiene dolores de cabeza?
—Sí, fortísimos. Me confundo muy a menudo y luego no recuerdo algunas cosas.
Hilary consideró prudente insistir sobre este punto. El doctor Rubec asentía comprensivo.
—Sí, sí, sí, pero no se preocupe. Todo esto pasará. Ahora le iré diciendo algunas palabras para ver si es capaz de asociar ideas y saber qué tipo de mentalidad es la suya.
Hilary se sentía algo nerviosa, pero al parecer todo fue bien. El test parecía ser un mero trámite. El doctor Rubec iba anotando sus respuestas en un amplio formulario.
—Es un placer —comentó al fin— tratar con alguien que no es ningún genio. Perdóneme y no tome equivocadamente lo que le digo, madame.
Hilary rio.
—¡Oh, desde luego que no soy ningún genio!
—Afortunadamente para usted. Puedo asegurarle que su vida será mucho más tranquila. —Suspiró—. Aquí, como comprenderá, trato principalmente con inteligencias privilegiadas, más del tipo sensitivo, expuestas a desequilibrarse con facilidad y en las que la tensión emocional es muy fuerte. El hombre de ciencia, madame, no es el individuo ecuánime y frío que suelen pintar en las novelas. De hecho —señaló Rubec, pensativo—, entre un jugador de tenis de primera categoría, una prima donna y un físico nuclear existe muy poca diferencia en cuanto a inestabilidad emocional se refiere.
—Tal vez tenga razón —dijo Hilary, recordando que según su nueva personalidad había vivido algunos años en estrecha relación con científicos—. Sí, son algo temperamentales algunas veces.
El doctor Rubec levantó las manos en un gesto harto expresivo.
—No creería usted las emociones que se originan aquí. Las peleas, las envidias, ¡las suspicacias! Tenemos que estar preparados para saber cómo tratarlas. Pero usted, madame —sonrió—, forma parte de una clase que aquí es una pequeña minoría. A la clase afortunada, si me permite decirlo.
—No lo comprendo del todo. ¿Qué clase de minoría?
—A la de las esposas. Aquí no hay muchas. Se permite venir a muy pocas. En conjunto, están libres de los arrebatos de sus esposos y los colegas de sus esposos.
—¿Y qué hacen aquí? —preguntó Hilary, y añadió disculpándose—. Todo esto resulta nuevo. Todavía no comprendo nada.
—Naturalmente. Es lo más lógico. Aquí hay entretenimientos, diversiones y cursos. Tiene un amplio campo para elegir. Disfrutará, espero de una vida muy agradable.
—¿Como usted?
Era una pregunta bastante osada y Hilary se planteó si había sido sensato hacerla. Pero al doctor Rubec le pareció divertida.
—Tiene usted razón, madame. Aquí la vida me parece tranquila y en extremo interesante.
—¿No siente nostalgia de Suiza?
—En absoluto. No. Eso es en parte porque, en mi casa, el ambiente no era propicio. Tenía mujer y varios hijos. No estoy hecho para ser hombre de familia. Aquí el ambiente es infinitamente mucho más agradable. Tengo amplias oportunidades para estudiar ciertos aspectos de la inteligencia humana que me interesan y sobre los que estoy escribiendo un libro. No tengo preocupaciones domésticas, ni distracciones o interrupciones. Todo está de perlas.
—¿A dónde tengo que ir ahora? —preguntó Hilary mientras él se ponía de pie y le estrechaba la mano con mucha formalidad.
—Mademoiselle La Roche la llevará a la sección de ropa y estoy seguro de que el resultado será admirable. —Se inclinó.
Después de las severas autómatas que había tratado hasta ahora, Hilary se vio agradablemente sorprendida por mademoiselle La Roche. Esta señorita había sido véndeuse en una casa de haute couture de París, y sus modales eran exquisitamente femeninos.
—Estoy encantada de conocerla, madame. Espero poder servirla. Puesto que acaba de llegar y, sin duda, estará cansada, le sugiero que ahora escoja sólo lo más urgente. Mañana, y por supuesto durante la semana que viene, podrá examinar nuestra colección con toda calma. Siempre he pensado que es muy fatigoso tener que escoger a toda prisa. Estropea todo el placer de la toilette. Le sugiero que escoja solamente ropa interior, un vestido para ir al comedor y tal vez un tailleur.
—¡Qué agradable resulta! —comentó Hilary—. No puede imaginarse lo extraño que es no tener más que un cepillo de dientes y una esponja.
Mademoiselle La Roche rio alegremente. Tomó medidas a Hilary y la condujo a un gran apartamento con armarios empotrados. Allí había toda clase de vestidos con telas de primera calidad, un corte excelente y en todas las tallas. La joven seleccionó lo esencial de la toilette y luego pasaron a la sección de cosméticos, donde Hilary escogió polvos, cremas y otros artículos de tocador. Una joven nativa de rostro moreno, vestida de blanco, recogió todo lo escogido para llevarlo al apartamento de Hilary.
A Hilary todo aquello le parecía un sueño.
—Espero que en breve tengamos el gusto de verla de nuevo —le dijo mademoiselle La Roche—. Será un gran placer ayudarla a escoger sus modelos, madame. Entre nous, mi trabajo resulta a veces ingrato. Estas damas científicas se preocupan muy poco por su toilette. Por ejemplo, no hará ni media hora que estuvo aquí una de sus compañeras de viaje.
—¿Helga Needheim?
—Sí, ése es su nombre. Naturalmente es una boche, y los boches[4] no nos son simpáticos. No estaría de más si cuidara un poco su figura. Si escogiera una línea que la favoreciese resultaría mucho más atractiva. ¡Pero no! No tiene el menor interés por la ropa. Creo que es médico. Especialista en no sé qué. Esperemos que demuestre un poco más de interés por sus pacientes que por su toilette. ¿Qué hombre la miraría dos veces?
Miss Jennson, la joven delgada, morena y con gafas que les recibiera a su llegada, entró en el apartamento.
—¿Ya ha terminado aquí, Mrs. Betterton? —le preguntó.
—Sí, gracias.
—Entonces tal vez quiera acompañarme a ver al subdirector.
Hilary dijo au revoir a mademoiselle La Roche y siguió a miss Jennson.
—¿Quién es el subdirector? —preguntó.
—El doctor Nielson.
«Aquí todos son doctores en algo», reflexionó Hilary.
—¿Qué es exactamente el doctor Nielson? —insistió—. ¿Médico, científico o qué?
—No, no es médico, Mrs. Betterton. Está encargado de la administración. Todas las quejas hay que presentarlas a él. Es el jefe administrativo de la Unidad, y siempre tiene una entrevista con todo el que llega. Después, no creo que vuelva usted a verlo, a menos que ocurra algo muy importante.
—Ya —replicó Hilary dócilmente. Tenía la divertida sensación de que le habían parado los pies.
Para entrar en los dominios del doctor Nielson, tuvieron que pasar por dos oficinas donde trabajaban varias mecanógrafas. Al fin fueron admitidas en el despacho del doctor Nielson, quien se puso en pie detrás de su enorme escritorio. Era un hombre corpulento y de modales corteses. Hilary supuso que debía ser norteamericano, aunque tenía muy poco acento.
—¡Ah! —exclamó, adelantándose para estrechar la mano de Hilary—. Usted es… sí, déjeme pensar… sí, Mrs. Betterton.
»Encantado de darle la bienvenida, señora. Esperamos que sea muy feliz entre nosotros. Lamento el desgraciado accidente que sufrió durante su viaje, pero celebro que no haya sido nada. Sí, tuvo usted mucha suerte. Muchísima. Bien, su marido la estaba esperando con impaciencia y confío en que ahora que ya está usted aquí se instalen a gusto y estén contentos y felices.
—Gracias, doctor Nielson.
Hilary tomó asiento en la silla que él le acercó.
—¿Desea usted hacerme alguna pregunta? —le dijo Nielson inclinándose sobre su escritorio.
—Eso sí que es difícil de responder —le dijo ella—. La verdad es que tengo tantas que no sé por dónde empezar.
—Claro, claro. Lo comprendo. Si quiere seguir mi consejo, es sólo un consejo y nada más, yo en su lugar no preguntaría nada. Acomódese y vea lo que ocurre. Créame, es el mejor sistema.
—¡Sé tan pocas cosas! ¡Y es todo tan inesperado!
—Sí, la mayoría piensa eso. La idea general es que deberían haber llegado a Moscú. —Rio alegremente—. Nuestro hogar en el desierto sorprende a casi todos.
—Desde luego para mí fue una sorpresa.
—Bueno, no decimos muchas cosas de antemano. Podrían no ser discretos, y la discreción es bastante importante. Pero ya verá qué cómoda se encontrará aquí. Cualquier cosa que no le guste, o algo particular que desee, sólo tiene que pedirlo y veremos de arreglarlo. Cualquier afición artística, pintura, escultura, música, tenemos un departamento para cada cosa.
—Temo no ser ningún talento en este sentido.
—Aquí también hay mucha vida social. Tenemos toda clase de juegos, pistas de tenis, de squash. Hemos comprobado que la gente tarda unas dos semanas en situarse, sobre todo las esposas. El marido tiene su trabajo y está ocupado, y algunas veces las esposas tardan algún tiempo en congeniar con otras esposas. Ya me comprende.
—Pero ¿hay que quedarse aquí?
—¿Quedarse aquí? No la comprendo, Mrs. Betterton.
—Quiero decir si uno se queda aquí o va a algún otro sitio.
El doctor Nielson se mostró poco concreto.
—¡Ah! Eso depende de su marido. Ah, sí, sí, eso depende en gran parte de él. Hay posibilidades. Varias posibilidades. Le sugiero que… bueno, que vuelva a verme dentro de unas tres semanas, y me diga qué tal se encuentra aquí y demás.
—¿No se sale de aquí para nada?
—¿Salir, Mrs. Betterton?
—Quiero decir fuera de las verjas.
—Es una pregunta muy natural —señaló Nielson—. Sí, sí, muy natural. La mayoría la hacen cuando vienen aquí. Pero el caso es que nuestra Unidad constituye un mundo en sí misma. No hay nada por qué salir. Estamos en pleno desierto. No se lo reprocho, Mrs. Betterton. La mayoría de personas sienten lo mismo la primera vez que vienen aquí. Ligera claustrofobia. Así es como la define el doctor Rubec. Pero yo le aseguro que eso pasa. Es un lastre, por así decirlo, del mundo que acaba de dejar. ¿Ha observado alguna vez un hormiguero, Mrs. Betterton? Es muy interesante, interesante e instructivo. Cientos de miles de insectos negros yendo de un lado a otro, tan decididos, activos y con un fin determinado. Y no obstante todo el conjunto es un embrollo. Así es el viejo mundo que usted ha abandonado. Aquí hay comodidad, trabajo y tiempo indefinido. Se lo aseguro, es el paraíso terrenal.