Capítulo XI

Las puertas de la colonia de leprosos se cerraron detrás de los viajeros con un sonido metálico que resonó en la conciencia de Hilary como un terrible acorde final. «Abandonad toda esperanza los que entréis aquí», parecía decir. Éste era el fin, el verdadero final de todo.

Aquí no había medio alguno para poder escapar.

Ahora se encontraba sola entre enemigos y, dentro de pocos minutos, se vería enfrentada al descubrimiento y al fracaso. Claro que eso ya lo sabía de antemano, pero cierto indomable optimismo del espíritu, la creencia de que no podía dejar de existir así como así, le había enmascarado el hecho real. En Casablanca le había dicho a Jessop: «¿Y cuándo me encuentre con Tom Betterton?». Y él le había contestado que entonces sería el momento de mayor peligro, y agregó que, en aquel momento, esperaba encontrarse en posición de poder prestarle ayuda. Pero ahora Hilary era consciente de que aquella esperanza había fallado.

Si «miss Hetherington» era el agente en quien Jessop confiaba, habría tenido que confesar su fracaso en Marrakech. Pero, de todas maneras, ¿qué podría haber hecho «miss Hetherington»?

Los viajeros habían llegado al lugar del «no volverás». Hilary había jugado con la muerte y había perdido, y ahora se daba cuenta de que el diagnóstico de Jessop había sido correcto. Ya no deseaba morir, sino vivir. El amor a la vida había vuelto a ella con toda su fuerza. Podía pensar en Nigel y en la tumba de Brenda con tristeza y piedad, pero no con la fría desesperación que le impulsaba al olvido con la muerte. «Vuelvo a vivir, sana, entera», pensó, «y ahora me encuentro como un ratón en la ratonera. Si hubiera algún modo de escapar…».

No es que no hubiese pensado en el problema hasta ahora. Muy al contrario, pero le parecía que, una vez frente a Betterton, no tendría escape posible. «Ésta no es mi mujer», exclamaría Betterton, y allí mismo se acabaría la historia. Todos la mirarían, dándose cuenta de que era una espía entre ellos.

Porque ¿qué otra solución podría haber? Supongamos que fuera ella la que hablara primero. Supongamos que ella pudiera exclamar antes de que Tom Betterton abriera la boca: «¿Quién es usted? ¡Usted no es mi marido!». Si pudiera simular su indignación, sorpresa y horror, ¿conseguiría hacerlos dudar de que Betterton fuese Betterton, o algún otro científico enviado para sustituirlo? En otras palabras, un espía. Claro que, si la creían, Betterton se encontraría en un apuro. Pero si Betterton era un traidor, un hombre deseoso de vender los secretos de su país, ¿podría haber algo demasiado malo para él? «Qué difícil es distinguir lo que es lealtad o juzgar a las personas o cosas». De todas formas valía la pena probarlo, despertar sus dudas.

Dominada por una sensación de mareo, volvió a fijarse en lo que le rodeaba. Sus pensamientos habían estado dando vueltas en círculo con el frenesí de un gato enjaulado, pero durante aquel tiempo su consciente siguió representando su papel.

La pequeña embajada del mundo exterior fue recibida por un hombre alto y bien parecido. Un políglota, al parecer, puesto que dedicó algunas palabras a cada uno de ellos en su propia lengua.

Enchanté de faire votre connaissance, mon cher docteur —murmuró ante el doctor Barron. Luego se dirigió a ella—: ¡Ah, Mrs. Betterton, nos complace darle la bienvenida! Ha sido un viaje largo y desconcertante, ¿verdad? Su marido se encuentra perfectamente y, desde luego, aguardándola con impaciencia. —Acompañó sus palabras con una discreta sonrisa que no dulcificó la mirada de sus fríos ojos claros—: Sin duda, debe estar deseando verlo.

Hilary sintió que le aumentaba el mareo. Las personas que la rodeaban se alejaban y aproximaban como las olas del mar. Andy Peters, que se encontraba a su lado, la sostuvo.

—Me figuro que no se habrá enterado —dijo a su anfitrión—. Mrs. Betterton sufrió una fuerte conmoción en un lamentable accidente ocurrido en Casablanca, y este viaje no le ha hecho ningún bien, así como tampoco la excitación y ansiedad de ver a su marido. Yo creo que debería acostarse en seguida en una habitación a oscuras.

Hilary notó la amabilidad de su voz y de su apoyo.

Volvió a tambalearse. Sería sencillo, sencillísimo, caer de rodillas y desplomarse, fingiendo un desmayo o casi un desmayo.

Dejar que la acostaran en una habitación a oscuras y retardar, aunque no fuera más que unos momentos, el momento de ser descubierta. Pero Betterton iría a verla. Cualquier marido lo haría. Se inclinaría sobre la cama en la penumbra y, al primer murmullo de su voz, o cuando sus ojos se hubieran acostumbrado a la oscuridad y distinguiera su perfil, comprendería que ella no era Olive Betterton.

Hilary recobró el valor. Se irguió. El color acudió de nuevo a sus mejillas y alzó la cabeza.

Si aquél era el fin, que fuese un fin intrépido. Iría a ver a Betterton y, cuando la rechazara, intentaría la última farsa y diría confiada y sin temor:

«No, claro que no soy su esposa. Su esposa, lo siento muchísimo, ha muerto. Yo estaba en el hospital cuando murió y le prometí llegar hasta usted como fuese y darle su último mensaje. Yo quería hacerlo. Comprenda, simpatizo con sus ideas, con todo lo que hacen ustedes. Por eso quiero ayudarles».

Todo muy endeble. Mucho. Y tendría que explicar todas aquellas tontas fruslerías: el pasaporte falsificado, la carta de crédito.

Sí, pero había personas que salían adelante con las mentiras más audaces. Lo importante era mentir con el aplomo necesario y echarle cara al asunto. Por lo menos moriría luchando.

Se irguió apartando gentilmente el brazo de Peters.

—¡Oh, no! Debo ver a Tom. Debo ir a verle en seguida. Ahora mismo, por favor.

El gigante se mostró comprensivo, aunque su mirada seguía siendo fría y vigilante.

—Claro, claro, Mrs. Betterton. La comprendo perfectamente. ¡Aquí está miss Jennson!

Una joven delgada y con lentes se unió a ellos.

—Miss Jennson, le presento a Mrs. Betterton, a fráulein Needheim, al doctor Barron, a Mr. Peters y al doctor Ericsson. ¿Quiere acompañarlos al Registro? Sírvales una copa. Yo me reuniré con ustedes dentro de unos minutos. Acompañaré a Mrs. Betterton junto a su marido. No tardaré en volver con ustedes. —Miró a Hilary—: Sígame, Mrs. Betterton.

Echó a andar y ella le siguió. Antes de doblar un recodo del pasillo, miró por encima del hombro. Andy Peters seguía mirándola con expresión ligeramente preocupada y, por un momento, pensó que iba a acompañarla.

«Se debe haber dado cuenta de que algo va mal, nota algo raro en mí —se dijo Hilary—, aunque no sabe lo que es. —Se estremeció al pensarlo—. Tal vez sea la última vez que lo vea».

Por eso, al doblar la esquina tras su guía, alzó la mano para decirle adiós.

El hombretón charlaba alegremente.

—Por aquí, Mrs. Betterton. Al principio encontrará nuestros edificios algo desconcertantes, con tantos pasillos y todos tan parecidos.

Era como una pesadilla. Interminables pasillos blancos e impolutos por los que caminaba sin descanso y sin encontrar nunca la salida.

—No imaginaba que sería un hospital —comentó.

—No, no, desde luego. Usted no podía imaginarse nada, ¿no es cierto?

En su voz había un ligero matiz de malvado regocijo.

—Usted ha tenido, como dicen, que «volar a ciegas». A propósito, mi nombre es van Heidem, Paul van Heidem.

—Es todo un poco extraño y bastante aterrador —dijo la joven—. Esos leprosos…

—Sí, sí, desde luego. Pintorescos y, por lo general, tan inesperados. Trastornan a los recién llegados, pero ya se acostumbrará a ellos. ¡Oh, sí! Ya se acostumbrará con el tiempo.

Soltó una risita.

—Siempre lo he considerado muy divertido.

De pronto se detuvo.

—Suba ese tramo de escalones sin apresurarse. Con calma. Casi hemos llegado.

Casi había llegado. ¡Qué cerca estaba! ¿Cuántos escalones faltaban para morir? Arriba, arriba, eran unos escalones muy altos, mucho más que los europeos. Y luego enfilaron otro de los higiénicos pasillos hasta que van Heidem se detuvo ante una puerta. Llamó, esperó y luego la abrió.

—Ah, Betterton, aquí estamos por fin. ¡Su esposa!

Se hizo a un lado con un ligero ademán.

Hilary entró en la habitación decidida. Sin miedo, la cabeza erguida a enfrentarse con su destino. Casi vuelto hacia la ventana se encontraba un hombre extraordinariamente apuesto. Ella lo contempló con un sentimiento casi de sorpresa. No se correspondía con su idea de Tom Betterton. La fotografía que le habían enseñado de él no se parecía en lo más mínimo.

Fue la confusa sensación de sorpresa lo que la decidió. Pondría en práctica su primera tentativa desesperada. Avanzó rápidamente y luego exclamó:

—Pero éste no es Tom —exclamó con voz sorprendida, rota—. Éste no es mi marido.

Lo hizo muy bien. Estuvo dramática, pero sin exagerar la nota.

Interrogó a van Heidem con la mirada.

Entonces Betterton se echó a reír. Una risa discreta, tranquila, divertida, casi triunfante.

—Muy bien, ¿eh, van Heidem? ¡Ni siquiera mi mujer me conoce!

En cuatro zancadas se acercó a ella para estrecharla entre sus brazos.

—Olive, querida. Claro que me conoces. Soy Tom, aunque no tengo la misma cara de antes.

Apretó su rostro al suyo y murmuró a su oído:

—¡Disimule, por Dios! ¡Estamos en peligro!

Dejó de abrazarla por un momento y luego la volvió a abrazar.

—¡Querida! ¡Parece que hayan pasado años y años! ¡Pero aquí estás por fin!

Hilary sintió la presión de sus dedos en la espalda, como una advertencia, transmitiéndole un mensaje urgente.

Sólo al cabo de unos instantes la soltó, apartándola para contemplar su rostro.

—Todavía no puedo creerlo —dijo con una risa nerviosa—. No obstante ahora sabes que soy yo, ¿verdad?

Sus ojos, fijos en los de ella, seguían transmitiéndole su mensaje.

Hilary no comprendía nada, no podía comprenderlo, pero era un milagro y se apresuró a seguirle el juego.

—¡Tom! —dijo con una emoción que la satisfizo—. ¡Oh, Tom! Pero ¿cómo…?

—¡Cirugía estética! El doctor Hertz de Viena está aquí. ¡Es una maravilla! No me digas que echas de menos mi vieja nariz aplastada.

Tom volvió a besarla, ligeramente esta vez, y luego se volvió hacia el vigilante van Heidem con una risa de disculpa.

—Perdone las expansiones, van Heidem.

—Es muy natural. —El holandés sonrió con benevolencia.

—Ha pasado tanto tiempo —dijo Hilary—, y yo… —Se tambaleó un poco—. Yo… por favor, ¿puedo sentarme?

Tom se apresuró a acomodarla en una silla.

—Por supuesto, querida. Estás agotada. Ese terrible viaje y el accidente del avión. Dios mío, ¡escapaste de milagro!

De modo que estaban bien comunicados. Lo sabían todo del accidente.

—Tengo la cabeza como si fuera de corcho —se disculpó Hilary—. Me olvido de las cosas, las confundo, y tengo unos terribles dolores de cabeza. Y luego, encontrarte convertido en un desconocido. Estoy algo confundida, querido. ¡Espero no ser un estorbo para ti!

—¿Tú, un estorbo? Nunca. Tienes que descansar un poco, eso es todo. Aquí tenemos todo el tiempo del mundo.

Van Heidem se dirigió a la puerta.

—Ahora les dejo. Dentro de un rato, ¿querrá llevar a su esposa al Registro, Betterton? Por el momento preferirán estar solos.

En cuanto salió, Betterton cayó de rodillas junto a Hilary y escondió su rostro en su hombro.

—¡Querida, querida! —Una vez más, Hilary sintió la presión de advertencia. El susurro, que apenas resultaba audible, era apremiante—. Siga fingiendo. Puede haber un micrófono en alguna parte, nunca se sabe.

Eso era, por supuesto. Nunca se sabe. En aquel ambiente percibía temor, inquietud, peligro, siempre el peligro.

Betterton se sentó sobre los talones.

—¡Es tan maravilloso volver a verte! —dijo con voz apagada—. Y no obstante es como un sueño, no del todo real, ¿sabes? ¿También tú sientes lo mismo?

—Sí, eso es, un sueño. Estar aquí contigo al fin. No puedo creer todavía que sea verdad, Tom.

Había colocado las manos sobre sus hombros y le miraba con una ligera sonrisa. También podía haber una mirilla además de un micrófono.

Con calma y fríamente valoró lo que veía: un hombre nervioso y bien parecido, de unos treinta y tantos años que estaba terriblemente asustado. Un hombre casi al final de su resistencia, que tal vez hubiera llegado aquí lleno de esperanzas y se había convertido en esto.

Ahora que había pasado con éxito el primer obstáculo, Hilary sentía un curioso entusiasmo por representar su papel. Debía ser Olive Betterton. Actuar como ella hubiera sentido lo que ella debiera haber sentido. Y la vida era tan irreal que le parecía natural. Una joven llamada Hilary Craven había muerto en un accidente de aviación. A partir de ahora ya para siempre nunca la recordaría.

En seguida recordó las lecciones que había estudiado con tanta voluntad.

—Parece que han pasado siglos desde Fairbank —le dijo—. Whiskers, ¿te acuerdas de Whiskers? Tuvo gatitos casi en seguida de que tú te marcharas. Hay tantas cosas tontas, de esas que ocurren a diario que ni siquiera sabes. ¡Me resulta tan extraño!

—Lo sé. Es romper con la antigua vida y comenzar otra nueva.

—¿Y qué tal por aquí? ¿Eres feliz?

Una pregunta necesaria que toda mujer haría a su marido.

—Es maravilloso. —Tom Betterton enderezó sus hombros y echó la cabeza hacia atrás. Sus ojos asustados y tristes contrastaron con el rostro sonriente—. Tenemos todas las facilidades. No reparan en gastos. Y las condiciones para el trabajo son perfectas. ¡Y la organización es increíble!

—¡Estoy segura de ello! Mi viaje. ¿Viniste tú del mismo modo?

—No se habla de esas cosas. Oh, no es que te riña, querida, pero tienes que aprenderlo todo.

—¿Y los leprosos? ¿Es realmente una leprosería?

—Oh, sí. Desde luego. Hay un equipo médico que está realizando unos trabajos de investigación de primera. Pero están aislados y son autosuficientes. No necesitas preocuparte. Es sólo un buen camuflaje.

—Ya. —Hilary miró a su alrededor—. ¿Son éstas nuestras habitaciones?

—Sí. La sala, allí está el baño y más allá el dormitorio. Vamos, te lo enseñaré.

Hilary le siguió, atravesando un baño muy bien dispuesto, hasta un amplio dormitorio con dos camas gemelas, grandes armarios empotrados, un tocador y una librería. Hilary miró uno de los armarios con cierto regocijo.

—No sé lo que voy a poner aquí dentro —observó—. Sólo traigo lo que llevo puesto.

—Oh, no te preocupes. Podrás tener todo lo que desees. Hay un departamento de modas y toda clase de accesorios, cosméticos y demás. Todo de primera clase. La Unidad se autoabastece, encontrarás todo lo que quieras en el edificio. No hay ninguna necesidad de volver a salir al exterior.

Lo dijo a la ligera, pero a Hilary le pareció que tras aquellas palabras se escondía la desesperación.

No es necesario salir de aquí. No hay oportunidad de salir nunca de este lugar. ¡Abandonad toda esperanza los que entréis aquí! ¡Una jaula de oro! ¿Y por esto todas aquellas personalidades habían abandonado su patria y sus hogares? El doctor Barron, Andy Peters, el joven Ericsson con su rostro soñador y la altiva Helga Needheim. ¿Sabían lo que iban a encontrar? ¿Les llenaría? ¿Era esto lo que deseaban?

«Será mejor que no haga demasiadas preguntas por si alguien está escuchando». ¿Les estarían espiando? Tom Betterton lo creía así, pero ¿estaba en lo cierto? ¿O era sólo su histerismo, sus nervios los que le hacían pensar así? Tom Betterton estaba muy próximo a derrumbarse. Sí, y quizá lo estaría ella dentro de seis meses. ¿Qué efectos produciría en las personas vivir así?

—¿No te gustaría echarte un rato y descansar? —le preguntó Tom.

—No —vaciló Hilary—. No, creo que no.

—Entonces será mejor que vengas conmigo al Registro.

—¿Qué es el Registro?

—Todo el que entra aquí pasa el Registro. Anotan todas las particularidades. Salud, dentadura, presión de la sangre, tipo sanguíneo, reacciones psicológicas, gustos, antipatías, aptitudes, preferencias.

—Eso parece una revisión militar. ¿O debo decir médica?

—Ambas cosas —replicó Betterton—. Esta organización es verdaderamente formidable.

—Siempre lo he oído decir —dijo Hilary—. Todo lo que está tras el Telón de Acero está bien planeado.

Trató de hablar con entusiasmo. Al fin y al cabo, Olive Betterton supuestamente simpatizaba con el partido aunque, tal vez por orden del propio partido no estuviese afiliada.

—Hay muchas cosas que tienes que ir comprendiendo —dijo Betterton en todo evasivo, y agregó a toda prisa—: Será mejor que no trates de asimilar demasiadas a un tiempo.

Volvió a besarla con frialdad, aunque con ternura aparente.

—Sigue fingiendo —murmuró junto a su oído y luego agregó en voz alta—: Y ahora, vamos al Registro.