Un sueño. Eso parecía; y cada día más. Hilary pensaba que era como si hubiera estado viajando toda su vida con aquellos cinco compañeros tan distintos. Habían saltado del camino trillado al vacío.
En cierto sentido aquel viaje no podía llamarse huida. Todos eran libres, es decir, libres de ir adonde quisieran. Por lo que ella sabía no habían cometido ningún crimen, ni estaban reclamados por la policía.
No obstante, se habían tomado toda clase de precauciones para borrar su rastro. A menudo se preguntaba la razón, porque no eran fugitivos. Era como si estuvieran en el proceso de ser otras personas.
Aquello, en su caso, era bien cierto. Salió de Inglaterra como Hilary Craven, y se había convertido en Olive Betterton, y tal vez su extraña sensación de irrealidad tuviera algo que ver con esto. Cada día los manidos eslóganes políticos acudían a sus labios con mayor facilidad. Se iba volviendo cada vez más ansiosa y apasionada, y eso también lo atribuía a la influencia de sus compañeros.
Ahora los temía. Nunca había tratado de cerca a ningún genio.
Aquellas personas eran eminencias y tenían ese algo anormal que intimida a los seres vulgares. Los cinco eran distintos y, no obstante, cada uno de ellos vivía intensamente su ideal y poseía esa fuerza de voluntad que resulta impresionante. Ignoraba si sería una cualidad interna o sólo intensidad aparente, pero cada uno de ellos era un idealista apasionado. Para el doctor Barron la vida consistía únicamente en un deseo intenso de estar una vez más en su laboratorio para poder calcular, experimentar y trabajar sin limitación de medios ni dinero. ¿Trabajar para qué? Dudaba de que se hubiera hecho siquiera esa pregunta. Una vez le habló de los poderes destructivos capaces de arrasar un continente y que podían caber en un pequeño frasco.
Ella le había dicho:
—¿Usted podría hacer eso? ¿De veras lo haría?
—Sí, sí, desde luego, si fuera necesario. Sería interesantísimo ver el curso exacto, el desarrollo —contestó él mirándola con ligera sorpresa y agregando con un suspiro—: ¡Queda tanto por conocer, tanto por descubrir!
Por un momento, Hilary le comprendió, entendió que su ansia de conocimiento le llevara a descartar como poco importante la vida de millones de seres humanos. Era un punto de vista y, en cierto modo, nada indigno. Con Helga Needheim le pasaba lo contrario: su arrogancia y su soberbia le eran repelentes. Peters le agradaba, aunque de cuando en cuando la atemorizaba el fanatismo de su mirada.
—Usted no desea crear un mundo nuevo, sino que disfrutaría destruyendo el viejo —le dijo en cierta ocasión.
—Se equivoca, Olive. ¡Qué cosas dice!
—No, no me equivoco. En usted hay odio. Lo siento. Odio. El deseo de destruir.
Ericsson era el más complejo de todos ellos: un soñador, menos práctico que el francés, muy alejado de la pasión destructiva del norteamericano. Poseía el extraño y fanático idealismo de los escandinavos.
—Nosotros debemos conquistar el mundo —le dijo—. Entonces podremos gobernar.
—¿Nosotros?
—Sí, nosotros, los pocos que contamos. Los cerebros. Eso es todo lo que importa.
«¿Adonde iremos a parar?», pensó Hilary. «¿A qué conduce todo esto? Esta gente está loca, pero cada uno tiene una locura distinta. Es como si todos tuvieran distintas metas, distintos espejismos. Sí, aquélla era la palabra: espejismo».
Contempló a Mrs. Calvin Baker. En ella no había fanatismo, odio, sueños, arrogancia ni aspiraciones. Nada que llamara la atención. Era una mujer sin corazón ni conciencia. Sólo un instrumento eficiente en manos de una gran fuerza desconocida.
Era el ocaso del tercer día. Habían llegado a una pequeña ciudad e hicieron alto en un hotel. Allí volverían a vestir ropas europeas. Aquella noche Hilary durmió en una pequeña habitación desnuda y encalada, bastante parecida a una celda. Al amanecer Mrs. Baker la despertó.
—Nos vamos ahora mismo —le anunció—. El avión nos espera.
—¿El avión?
—Sí, querida. Volvemos a viajar como seres civilizados, gracias a Dios.
El viaje en coche duró casi una hora. Parecía un aeródromo militar abandonado. El piloto era francés. Volaron durante varias horas por encima de las montañas. Desde aquella altura, Hilary pensó que todos los lugares se parecían. Montañas, valles, carreteras, casas. A menos que fuese un verdadero experto en perspectiva aérea, todo se veía igual. Lo único que podía decirse era que unos lugares parecían más poblados que otros. Y la mitad del tiempo se viajaba por encima de las nubes.
A primera hora de la tarde comenzaron a descender volando en círculos. Se encontraban sobre un país montañoso, pero se iban acercando a un llano donde se veía una pista muy bien señalizada y un edificio blanco. Hicieron un aterrizaje perfecto.
Mrs. Baker abrió la marcha hacia el edificio junto al que se veían dos magníficos automóviles con sus respectivos chóferes. Sin duda, debía tratarse de un campo de aviación privado, porque no se veían agentes ni personal aeronáutico.
—Final de trayecto —les anunció Mrs. Baker en tono jovial—. Ahora nos refrescaremos y acicalaremos, y luego subiremos a los coches.
—¿Final de trayecto? —Hilary la miró asombrada—. ¡Pero si no hemos cruzado el mar!
—¿Es eso lo que esperaba? —replicó Mrs. Baker divertida.
—Sí, eso esperaba. Creía que…
Se detuvo. Mrs. Baker meneó la cabeza.
—Eso es lo que imaginan muchas personas. Se han dicho muchas tonterías sobre el Telón de Acero, pero lo que yo digo es que en cualquier parte puede haber uno. La gente no lo piensa.
Dos criadas árabes los recibieron. Después de acicalarse, tomaron bocadillos, café y dulces.
Luego Mrs. Baker miró su reloj.
—Bueno, hasta la vista, amigos —les dijo—. Aquí es donde yo los dejo.
—¿Regresa usted a Marruecos? —preguntó Hilary sorprendida.
—No sería muy apropiado considerando que me creen muerta en un accidente de aviación. No, me toca una ruta distinta.
—Pero alguien podría reconocerla —dijo Hilary—, alguien que la haya visto en los hoteles de Casablanca o Fez.
—¡Ah! Pero se equivocaran. Ahora tengo otro pasaporte, pero es muy cierto que una hermana mía, una tal Mrs. Calvin Baker, murió de esa manera. Se supone que mi hermana y yo éramos muy parecidas. —Y agregó—: Para las personas que coinciden en los hoteles, una norteamericana siempre se parece a otra.
«Sí, es plausible», pensó la muchacha. Todas las características exteriores y poco importantes estaban presentes en Mrs. Baker: la pulcritud, la corrección, el pelo azulado bien peinado, la voz altisonante y monótona. Las características interiores estaban muy bien disimuladas o no existían. Mrs. Calvin Baker presentaba al mundo y a sus compañeros una fachada, pero lo que se escondía tras ella no era fácil de adivinar. Era como si hubiese anulado deliberadamente esos toques individualistas que distinguen una personalidad de otra.
Hilary se sintió inclinada a decírselo. Ella y Mrs. Baker se encontraban algo apartadas de los demás.
—No sé en absoluto cómo es usted en realidad.
—¿Por qué iba a saberlo? —replicó.
—Sí, es cierto y, no obstante, tendría que saberlo. Hemos viajado juntas con bastante intimidad y me parece extraño no saber nada de usted. Me refiero a nada esencial acerca de lo que piensa o siente, de lo que le gusta y disgusta, y lo que tiene o no importancia para usted.
—Es usted demasiado curiosa, querida. Si quiere aceptar un consejo, modere esa tendencia.
—Ni siquiera sé de qué parte de Estados Unidos procede.
—Eso tampoco importa. He terminado con mi país. Existen razones por las que no podré regresar nunca allí. Y si puedo vengarme de ese país, disfrutaré haciéndolo.
Por un segundo la vehemencia dominó su expresión y el tono de su voz. Luego volvió a ser la alegre turista de siempre.
—Bien, hasta la vista, Mrs. Betterton. Espero que sea muy feliz al reunirse con su marido.
—Ni siquiera sé dónde estoy —aseguró Hilary indefensa—. Me refiero en qué parte del mundo.
—¡Oh, eso es fácil! Ahora no es necesario ocultarlo. En un punto remoto del Gran Atlas. Con eso es suficiente.
Mrs. Baker fue a despedirse de los demás. Con un alegre ademán, se alejó por la pista. El aparato estaba repostando combustible y el piloto ya la esperaba. Un estremecimiento sacudió a Hilary. Se iba su último lazo de unión con el mundo exterior. Peters pareció adivinar su temor.
—El país del «no volverás» —dijo suavemente—. Me figuro que éste es el nuestro.
—¿Todavía tiene el coraje, madame —intervino el doctor Barron—, o en este momento desea correr tras su amiga, subir con ella al avión y regresar al mundo que ha abandonado?
—¿Podría volver si lo deseara? —preguntó Hilary.
El francés se encogió de hombros.
—Quién sabe.
—¿Quiere que la llame? —se ofreció Andy Peters.
—Claro que no —replicó Hilary tajante.
—Aquí no hay un lugar para las mujeres débiles —afirmó Helga despectivamente.
—Ella no lo es —afirmó el doctor Barron—, pero hace las preguntas que haría cualquier mujer inteligente.
Acentuó esta última palabra como si aludiera a la alemana. Ella, sin embargo, no se dio por aludida por su insinuación. Despreciaba a todos los franceses, y estaba felizmente convencida de su valía.
—Pero cuando al fin se ha alcanzado la libertad —intervino Ericsson con su voz aguda y nerviosa—, ¿cómo se puede pensar en regresar?
—Pero si no es posible regresar o escoger entre seguir adelante y regresar, entonces ya no hay libertad —exclamó Hilary.
Se acercó uno de los criados.
—Si tienen la bondad, los coches los esperan.
Salieron por la otra puerta del edificio. Dos Cadillacs aguardaban con sus chóferes uniformados. Hilary pidió sentarse delante, explicando que detrás se mareaba. Lo aceptaron como cosa natural y, durante el trayecto, Hilary pudo cruzar algunas palabras con el conductor: el tiempo, las cualidades del automóvil y de otros temas. Hablaba el francés bastante bien. El chófer le respondió de un modo natural.
—¿Cuánto tiempo se tarda? —le preguntó al cabo de un rato.
—¿Desde el aeródromo al hospital? Tal vez unas dos horas, madame.
Sus palabras la sorprendieron desagradablemente. Había observado, sin darle mucha importancia, que Helga Needheim se había cambiado al llegar y ahora iba vestida de enfermera. Esto coincidía.
—Hábleme del hospital —le pidió al chófer.
Su respuesta fue entusiasta.
—¡Ah, madame! ¡Es magnífico! El equipo es el más moderno del mundo. Vienen muchos médicos de visita y todos se van elogiándolo. Allí se hace un gran bien a la humanidad.
—Tiene que ser así —dijo Hilary—. Sí, sí, tiene que serlo.
—En el pasado, a estos pobres los enviaban a morir a una isla desierta. Pero aquí el nuevo tratamiento del doctor Kolini cura un porcentaje muy elevado, incluso a los que se encuentran en el período ya más avanzado de la enfermedad.
—Parece un lugar muy solitario para un hospital.
—¡Ah, madame! Pero tiene que ser así dadas las circunstancias. Las autoridades insistieron en que fuera así. Pero aquí el aire es muy puro, maravilloso. Mire, madame, allá es dónde nos dirigimos.
Se estaban acercando a las estribaciones de un macizo montañoso y, en la ladera, se alzaba un gran edificio de una blancura resplandeciente.
—Qué proeza levantar un edificio semejante en este sitio —comentó el chófer—. Han tenido que gastar una suma fabulosa.
»Debemos mucho a los ricos filántropos del mundo, madame. No son como los gobernantes que siempre hacen las cosas con la mayor economía posible. Aquí se ha gastado el dinero a manos llenas.
»Nuestro patrón es uno de los hombres más ricos del mundo. Y aquí ciertamente ha construido una obra magnífica para aliviar los sufrimientos de la humanidad.
Fueron subiendo por un camino serpenteante. Por fin se detuvieron ante una gran verja de hierro.
—Deben apearse aquí, madame. No está permitido que el coche pase de esta puerta. Los garajes están a un kilómetro de distancia.
Los viajeros bajaron del vehículo. Había un gran tirador en la entrada, pero, antes de que pudieran usarlo, la verja se abrió lentamente. Una figura vestida de blanco, de rostro tostado y sonriente, se inclinó al franquearles la entrada. Cruzaron la verja. A un lado, detrás de un alto enrejado de alambre, había un gran patio por el que paseaban varios hombres.
Se volvieron para mirar a los recién llegados y Hilary lanzó un grito de espanto.
—Pero si son leprosos —exclamó—. ¡Leprosos!
Y un estremecimiento de horror recorrió todo su cuerpo.