1
El piloto se acercó a ellos.
—Deben marcharse ahora, por favor. Cuanto antes mejor. Hay mucho que hacer y vamos muy retrasados.
Hilary retrocedió por un instante. En un gesto nervioso, se llevó la mano a la garganta. El collar de perlas que llevaba se rompió bajo la presión de sus dedos. Recogió las perlas sueltas y se las guardó en su bolsillo.
Subieron todos a la furgoneta. Hilary se sentó apretujada en el largo banco entre Peters y Mrs. Baker.
—¿De modo que usted es lo que llamaríamos el enlace, Mrs. Baker? —le preguntó la joven.
—Exacto. Y aunque no está bien que yo lo diga, soy la persona más adecuada. A nadie le extraña encontrar a una norteamericana que viaja continuamente de un lado a otro.
Seguía siendo la mujer regordeta y sonriente, pero Hilary creyó ver en ella una diferencia. Su ligera fatuidad y su convencionalismo superficial habían desaparecido. Ahora era una mujer eficiente y probablemente despiadada.
—Causará sensación en los titulares de los periódicos —comentó Mrs. Baker riendo divertida—. Me refiero a usted, querida.
Dirán que la persiguió la mala suerte. Primero casi pierde la vida en el accidente de Casablanca y luego se mata en otra catástrofe.
Hilary comprendió de pronto lo inteligente del plan.
—¿Y estos otros? ¿Son lo que dicen que son?
—Sí. El doctor Barron es bacteriólogo. Ericsson es un físico eminente. Peters, químico investigador. Fráulein Needheim, por supuesto, no es ninguna monja, sino endocrinóloga. Yo sólo soy el oficial de enlace. No pertenezco al grupo científico. —Volvió a reír—: La Hetherington ni siquiera lo sospechó.
—¿Miss Hetherington era… era…?
Mrs. Baker asintió.
—Si quiere saber mi opinión, creo que la seguía a usted. En Casablanca relevó a su anterior perseguidor.
—Pero no vino con nosotros, aunque se lo propuse.
—No hubiera correspondido a su papel. Hubiese resultado demasiado obvio volver a Marrakech habiendo estado allí antes. No, seguramente envió un telegrama o llamó por teléfono para que haya alguien esperándola en Marrakech cuando llegue. ¡Cuando llegue usted! Qué risa, ¿no le parece? ¡Mire! ¡Mire allí ahora! Ya está.
Habían estado avanzando a toda velocidad por el desierto y cuando la joven se inclinó para mirar a través de la estrecha ventanilla, vio un gran resplandor seguido de una explosión. Peters soltó una carcajada.
—¡Seis personas mueren al estrellarse un avión cuando se dirigían a Marrakech!
—Asusta bastante —murmuró Hilary.
—¿El caminar hacia lo desconocido? —preguntó Peters con un tono muy grave—. Sí, pero es el único medio. Dejamos el pasado para entrar en el futuro. —Su rostro se iluminó con súbito entusiasmo—. Debemos abandonar todo lo malo y lo viejo. Los gobernantes corruptos y los belicistas. Vamos a un mundo nuevo: el mundo de la ciencia, lejos de la escoria y la desidia.
Hilary exhaló un profundo suspiro.
—Ésas son las cosas que solía decir mi marido —declaró Hilary con toda intención.
—¿Su marido? —Él la miró fugazmente—. ¿Acaso es Tom Betterton?
La joven asintió.
—Bueno, esto es fantástico. Nunca llegué a conocerlo en Estados Unidos, a pesar de que estuve a punto de tropezar con él más de una vez. La fisión ZE es uno de los más brillantes descubrimientos de esta era. Sí, desde luego, me descubro ante él. ¿Trabajó con el viejo Mannheim, verdad?
—Sí.
—Me dijeron que se había casado con la hija de Mannheim, pero sin duda usted no es…
—Yo soy su segunda esposa —replicó la joven, enrojeciendo un tanto—. Elsa falleció en Estados Unidos.
—Ya recuerdo. Luego él se fue a trabajar al Reino Unido y luego desapareció. —Se echó a reír—. Se marchó de no sé qué congreso en París hacia lo desconocido. —Y agregó como si hubiera sacado una conclusión—: Cielos, no puede decirse que no lo organizaron bien.
Hilary estaba de acuerdo con él. Las excelencias de aquella organización empezaban a atemorizarla. Todos los planes, contraseñas y réplicas que habían preparado ahora serían inútiles, porque no habría ningún rastro.
Habían arreglado las cosas de modo que todos los ocupantes del avión siniestrado fueran compañeros de viaje hacia el mismo destino desconocido donde les aguardaba Thomas Betterton. No dejaban rastro alguno. Nada, sólo un avión incendiado. ¿Era posible que Jessop y su organización adivinaran que ella, Hilary, no era uno de esos cadáveres carbonizados? Lo dudaba. El accidente había sido tan convincente, tan bien planeado.
Peters volvió a hablar con un entusiasmo infantil. Para él no existían escrúpulos, ni nostalgia por el pasado; sólo la ansiedad por seguir adelante.
—Quisiera saber adónde iremos desde aquí.
Hilary también se lo preguntaba, porque de eso dependían muchas cosas. Tarde o temprano tendrían que ponerse en contacto con el resto del mundo y, si se realizaba una investigación, era posible que alguien hubiera visto a seis personas en una furgoneta que coincidían con la descripción de los seis pasajeros que habían salido del avión aquella mañana. Se volvió a Mrs. Baker para preguntarle en el mismo tono del joven norteamericano:
—¿Adónde vamos? ¿Qué ocurrirá ahora?
—Ya lo verá —replicó Mrs. Baker y, pese a lo amable de su tono, se adivinaba algo amenazador en sus palabras.
Siguieron adelante. Detrás seguía viéndose el resplandor de las llamas del avión, ahora con más claridad a medida que el sol se ocultaba tras el horizonte. Se hizo de noche. Continuaron su viaje, aunque cada vez se hacía más incómodo porque no iban por ninguna carretera. A ratos les parecía ir por caminos de carro y otros campo a través.
Hilary permaneció despierta un buen rato mientras le daba vueltas a todos sus temores, dudas y recelos. Pero, al fin, pese al traqueteo y las sacudidas, la venció el cansancio y se quedó dormida.
Fue un sueño intranquilo. Los baches y las rodadas la despertaban.
Había instantes en que se preguntaba dónde estaba, pero en seguida volvía a la realidad. Se despabilaba unos momentos, volvían a asaltarle sus tristes presagios y, una vez más, inclinaba la cabeza y se dormía.
2
Se despertó de pronto cuando el coche se detuvo bruscamente. Peters le sacudió un brazo con suavidad.
—Despierte. Hemos llegado a alguna parte.
Se apearon cansados y maltrechos. Todavía era de noche y se habían detenido ante una casa rodeada de palmeras. A cierta distancia se distinguían algunas luces que podían ser de algún pueblo.
Guiados por la luz de una linterna entraron en la vivienda. Era una casa nativa en la que había un par de mujeres bereberes que contemplaron con curiosidad a Hilary y a Mrs. Baker, haciendo caso omiso de la monja.
Las tres mujeres fueron acompañadas a una reducida habitación en el piso de arriba. Había tres colchones en el suelo y algunas mantas, pero ningún mueble.
—Estoy tiesa —comentó Mrs. Baker—. Viajar de esta forma te deja maltrecha.
—Las molestias no importan —afirmó la monja en tono duro y gutural. Su inglés era bueno y fluido, a pesar de su mala pronunciación.
—Interpreta su papel a la perfección, fráulein Needheim —dijo la norteamericana—. Ya la veo en el convento arrodillada sobre el duro suelo a las cuatro de la mañana.
Miss Needheim sonrió despectivamente.
—El cristianismo ha convertido en estúpidas a las mujeres. Tanta glorificación de la debilidad, una humillación repugnante. En cambio, las mujeres paganas son fuertes. ¡Disfrutan y conquistan! Y en aras de la conquista, no hay incomodidad que no se pueda soportar. No importan los sufrimientos.
—Yo, en cambio, quisiera estar en la cama del Palais Djamai en Fez —bostezó—. ¿Y usted cómo se encuentra, Mrs. Betterton?
Supongo que el traqueteo no le habrá ido muy bien a su cabeza.
—No, desde luego.
—Ahora nos subirán algo de comer. Le daré una aspirina y lo mejor será que duerma todo lo que pueda.
Se oyeron unos pasos en la escalera y voces femeninas. Luego las dos mujeres bereberes entraron llevando una bandeja con un gran plato de sémola y carne estofada. La dejaron en el suelo para traer al poco rato una palangana llena de agua y una toalla. Una de ellas palpó el abrigo de Hilary, pasando la tela entre sus dedos, al tiempo que hablaba unas palabras con su compañera, que asintió varias veces e hizo lo propio con el de Mrs. Baker. Ninguna de las dos se fijó en la monja.
—¡Fuera! —exclamó Mrs. Baker agitando las manos—. ¡Fuera! ¡Fuera!
Era como si ahuyentase a las gallinas. Las mujeres se retiraron riendo.
—Qué criaturas más tontas —dijo Mrs. Baker—, es difícil tener paciencia con ellas. Supongo que lo único que les interesa son los trapos y los niños.
—Es para lo único que sirven —replicó fráulein Needheim—. Pertenecen a una raza de esclavos. Son útiles para servir a sus superiores, pero nada más.
—¿No es usted algo dura? —exclamó Hilary, irritada ante su actitud.
—No soporto el sentimentalismo. Hay unos pocos que gobiernan y muchos que obedecen.
—Pero, sin duda…
Mrs. Baker intervino con ademán autoritario.
—Me figuro que cada una de nosotras tiene ideas sobre estas cosas y todas muy interesantes. Pero ahora no es momento de discutirlas. Necesitamos descansar todo lo posible.
Llegó el té a la menta. Hilary se tomó una aspirina de muy buena gana, porque su dolor de cabeza era auténtico. Luego las tres mujeres se tendieron en los colchones y se quedaron dormidas.
Durmieron hasta bien entrada la mañana. No proseguirían el viaje hasta última hora de la tarde, les informó Mrs. Baker. En el exterior de la habitación donde habían dormido había una escalera que llevaba a una terraza desde la que se divisaba algo del paisaje circundante.
A poca distancia había un pueblo, pero aquella casa estaba aislada en medio de un gran jardín de palmeras. Al despertar, Mrs. Baker les indicó tres montones de ropa que habían sido colocados junto a la puerta.
—En la próxima etapa seremos moras —explicó la americana—. Dejaremos nuestros trajes aquí.
De modo que el elegante vestido de Mrs. Baker, el traje chaqueta de Hilary y el hábito de la monja quedaron amontonados en el suelo, en tanto que tres nativas se sentaban en la terraza para charlar. Todo aquello resultaba extraño e irreal.
Hilary se dedicó a estudiar más de cerca a fráulein Needheim, ahora que había abandonado el disfraz de religiosa. Era mucho más joven de lo que había supuesto, a lo sumo tendría treinta y tres o treinta y cuatro años. Su aspecto era pulcro, tenía la tez pálida, los dedos cortos y una mirada fría, que de cuando en cuando se iluminaba con un entusiasmo fanático que más que atraer repelía.
Hablaba con brusquedad y daba la impresión de que consideraba a Hilary y a Mrs. Baker indignas de su compañía. A Hilary, esta arrogancia le resultaba insultante. En cambio, Mrs. Baker parecía no darse cuenta de nada. La joven inglesa sentía más simpatía por las dos mujeres que le habían servido la comida que por sus dos compañeras occidentales. A la joven alemana le era indiferente la impresión que pudiera causar. En sus ademanes se adivinaba cierta impaciencia. Era evidente que su deseo era continuar el viaje y no sentía el menor interés por sus dos acompañantes.
A Hilary le costaba más trabajo definir la personalidad de Mrs. Baker. Al principio le pareció sencilla y natural comparada con la insensibilidad de la científica alemana, pero, a medida que pasaban las horas, le intrigaba y repelía casi más que Helga Needheim. Sus modales eran de una perfección casi mecánica. Todos sus comentarios y observaciones eran absolutamente normales. Sin embargo, daba la impresión de una actriz repitiendo su papel quizá por centésima vez, mientras su pensamiento estaba en otra parte.
«¿Quién era Mrs. Calvin Baker?», se preguntó Hilary. «¿Cómo había llegado a representar su papel con semejante perfección? ¿Sería otra fanática? ¿Era una revolucionaria enfrentada con el sistema capitalista? ¿Habría abandonado su vida normal a causa de sus ideas políticas y aspiraciones?». Era imposible saberlo.
Aquella tarde reemprendieron el viaje, esta vez en un coche.
Todos habían adoptado las ropas de los nativos: los hombres con sus blancas djellabas y las mujeres con sus rostros ocultos. Bastante apretujados continuaron viajando toda la noche.
—¿Cómo se encuentra, Mrs. Betterton?
Hilary le sonrió a Andy Peters. El sol acababa de salir y se detuvieron para desayunar: Huevos, pan ácimo y té.
—Como si estuviera soñando.
—Sí, tengo esa sensación.
—¿Dónde estamos?
Él se encogió de hombros.
—¿Quién lo sabe? Sin duda nuestra querida Mrs. Baker, pero nadie más.
—Es un país muy solitario.
—Sí, prácticamente desierto. Pero así debía ser, ¿no le parece?
—¿Para no dejar rastro, quiere decir?
—Sí. Uno se da cuenta de que todo tiene que estar cuidadosamente planeado. Cada etapa de nuestro viaje es independiente de las otras. Se incendia un avión. Una vieja camioneta nos conduce a través de la noche. Si alguien la ha visto, dirán que pertenece a una expedición arqueológica que realiza excavaciones por estos lugares. Al día siguiente parte un coche lleno de bereberes, algo que se ve frecuentemente por las carreteras. Y en cuanto a la próxima etapa ¿quién puede saberlo?
—Pero ¿adónde vamos?
Andy Peters meneó la cabeza.
—Es inútil preguntarlo. Ya lo sabremos.
El francés se había unido a ellos.
—Sí —les dijo—, ya lo sabremos. Pero lo cierto es que no podemos evitar las preguntas. Es la sangre occidental. Nunca decimos: «Es suficiente por hoy». Siempre pensamos en el mañana. Dejar atrás el ayer y seguir hacia el mañana. Es lo que pedimos.
—Usted quiere que el mundo vaya más deprisa, doctor, ¿no es cierto? —le preguntó Peters.
—Hay tanto que alcanzar y la vida es tan corta —manifestó el doctor Barron—. Tendríamos que tener más tiempo, mucho más tiempo. —Levantó las manos en un gesto apasionado...
Peters se volvió hacia Hilary.
—¿Cuáles son las cuatro libertades de que hablan en su país?
Verse libres de necesidades, de temores.
El francés le interrumpió.
—Libre de tontos —dijo amargamente—. ¡Eso es lo que yo quiero! Eso es lo que necesita mi trabajo. ¡Quiero verme libre de mezquindades! ¡Libre de todas las trabas que dificultan mi trabajo!
—Es usted bacteriólogo, ¿verdad, doctor Barron?
—Sí. ¡Y no tiene usted idea, amigo mío, de lo fascinante que es!
Pero precisa paciencia, infinita paciencia, repetir los experimentos, y dinero, mucho dinero. Se necesitan equipos, ayudantes y materias primas. Con todo eso, ¿quién no alcanza el éxito?
—¿Y la felicidad? —preguntó Hilary.
Él le dedicó una rápida sonrisa, volviendo a convertirse en un ser humano.
—¡Ah, usted es una mujer, madame! Sólo las mujeres preguntan siempre por la felicidad.
—¿Y rara vez la alcanzan? —dijo la joven.
Él se encogió de hombros.
—Es posible.
—La felicidad individual no importa —dijo Peters en tono grave—. Debe haber felicidad para todos, la hermandad del espíritu.
Los obreros libres y unidos, dueños de los medios de producción, libres de los belicistas, de los hombres insaciables y codiciosos que tienen el poder. La ciencia es para todos, y no debe ser guardada celosamente por uno u otro poder.
—¡Cierto! —dijo Ericsson en tono apreciativo—. Tiene usted razón. Los científicos deben ser los amos, controlar y regir. Ellos y sólo ellos son los superhombres. Y únicamente importan los superhombres. Los esclavos deben ser bien tratados, pero son esclavos.
Hilary se apartó un poco del grupo y a los pocos minutos la siguió Peters.
—Parece usted un poco asustada —comentó en tono festivo.
—Creo que lo estoy. —La joven rio con nerviosismo—. Claro que lo que ha dicho el doctor Barron es bien cierto. Sólo soy una mujer. No soy científica, no me dedico a investigar, ni a la cirugía, ni a la bacteriología. Supongo que no poseo una gran inteligencia. Como ha dicho el doctor Barron, busco la felicidad como cualquier otra mujer.
—¿Y qué tiene eso de malo?
—Tal vez me siento algo desplazada entre ustedes. Comprenda, sólo soy una mujer que va a reunirse con su marido.
—Es perfecto —replicó Peters—. Usted representa lo fundamental.
—Es usted muy amable al considerarlo así.
—Es la verdad. —Y agregó bajando la voz—: ¿Quiere mucho a su marido?
—¿Estaría aquí de no ser así?
—Supongo que no. ¿Comparte sus opiniones? Tengo entendido que es comunista.
Hilary evitó una respuesta directa.
—Hablando de ser comunista —le dijo—, ¿no hay algo en nuestro grupo que le resulta curioso?
—¿A qué se refiere?
—Pues que a pesar de que todos nos dirigimos al mismo destino, las ideas de nuestros compañeros de viaje no son muy parecidas.
—Vaya —respondió Peters, pensativo—. No lo había pensado, pero creo que tiene usted razón.
—No creo que el doctor Barron tenga la misma opinión política —continuó Hilary—. Sólo quiere dinero para sus experimentos. Helga Needheim habla como una fascista, no como una comunista. Y Ericsson…
—¿Qué pasa con Ericsson?
—Me da cierto miedo. Tiene una de esas mentes obsesivas. ¡Es como esos científicos locos que salen en las películas!
—Yo creo en la fraternidad de todos los hombres, y usted es una esposa amante. Y a nuestra Mrs. Calvin Baker, ¿dónde la sitúa usted?
—No lo sé. Es la que más me cuesta clasificar.
—¡Oh, yo no diría eso! A mí me parece muy sencillo.
—¿Qué quiere decir?
—Yo diría que lo único que le importa es el dinero. Es sólo un engranaje muy bien remunerado de la maquinaria.
—También me asusta —dijo Hilary.
—¿Por qué? ¿Por qué diablos ha de asustarla? No tiene nada del científico loco.
—Me asusta porque es tan corriente, comprenda, como cualquier otra persona. Y no obstante, está metida en todo esto.
—El partido es realista, ya sabe —afirmó Peters muy serio—. Utiliza a los mejores hombres y mujeres.
—¿Una persona que sólo ambiciona dinero es la persona mejor? ¿No desertará para pasarse al lado contrario?
—Eso sería correr un gran riesgo —respondió Peters—. Y Mrs. Baker es muy lista. No creo que quiera correr ese riesgo.
Hilary se estremeció involuntariamente.
—¿Tiene frío?
—Sí, hace un poco de frío.
—Vamos a movernos un poco.
Pasearon arriba y abajo. Mientras lo hacían, Peters se agachó para recoger algo.
—Oiga, va perdiendo cosas.
—¡Oh, sí! —exclamó Hilary, cogiendo el objeto de su mano—. Es una perla de mi collar. Se rompió el otro día, no, ayer. Me parece que han pasado siglos desde entonces.
—Supongo que no serán auténticas.
Hilary sonrió.
—No, claro que no. Son de bisutería.
Peters sacó una pitillera de su bolsillo.
—Bisutería —exclamó—. ¡Qué expresión!
Le ofreció un cigarrillo.
—Aquí suena mal. —Ella cogió un pitillo—. Qué pitillera más curiosa. Cómo pesa.
—Es porque está hecha de plomo. Es un recuerdo de la guerra, hecha con un trozo de bomba que no me mató.
—¿Estuvo en la guerra?
—Era de los que jugaban con las bombas para ver si estallaban. No hablemos de guerras. Concentrémonos en el mañana.
—¿Adónde vamos? —preguntó Hilary—. Nadie me ha dicho nada. ¿Es que…?
Él la detuvo.
—No se estimulan las preguntas. Se va donde a uno le dicen que vaya y se hace lo que le ordenan.
—¿Le gusta que le manden, que le den órdenes, no poder decir su opinión? —protestó Hilary con una súbita pasión.
—Estoy dispuesto a aceptarlo si es necesario. Y lo es, si queremos tener un mundo en paz, disciplina y un orden mundial.
—¿Y eso es posible? ¿Puede conseguirse?
—Cualquier cosa es mejor que esta confusión en que vivimos. ¿No está de acuerdo conmigo?
Por un breve instante, llevada por la fatiga, por la soledad y por la extraña belleza de la luz del amanecer, casi lo negó apasionadamente.
Estuvo tentada de decir: «¿Por qué desprecia el mundo en que vivimos? Hay buenas personas. ¿No es la confusión un campo mucho mejor para defender la bondad y al individuo, que un mundo impuesto y ordenado, un mundo que tal vez esté bien hoy, pero que será un error mañana? Prefiero un mundo amable habitado por seres humanos, aunque tengan sus defectos, a un mundo de autómatas superiores que digan adiós a la piedad, a la comprensión y a la simpatía».
Pero se contuvo a tiempo y en cambio dijo con entusiasmo:
—Cuánta razón tiene. Estaba cansada. Debemos obedecer y seguir adelante.
Él sonrió.
—Eso está mejor.