Capítulo VIII

«¡Qué parecidos son todos los aeropuertos!», pensaba Hilary.

Poseían un extraño anonimato. Todos se encontraban a cierta distancia de la ciudad que servían y, en consecuencia, el pasajero tenía la sensación de estar en ninguna parte. ¡Se podía volar desde Londres a Madrid, Roma, Estambul, El Cairo y a tantas otras ciudades y, si el viaje se realizaba siempre por aire, no se tenía la menor idea de cómo eran esas ciudades! Vistas desde el aire, sólo eran un mapa a gran escala, algo edificado con un juego de construcciones infantil.

«¿Y por qué hay que llegar siempre a los aeropuertos con tanta antelación?», pensó irritada, mirando a su alrededor.

Había pasado casi media hora en la sala de espera. Mrs. Calvin Baker, que se había decidido a acompañar a la joven a Marrakech, había estado hablando sin parar desde que llegaron. Hilary le había contestado casi mecánicamente, pero ahora se dio cuenta de que Mrs. Baker dedicaba su atención a otros dos viajeros sentados cerca de ella. Un estadounidense con una sonrisa franca, y el otro, un danés o noruego de aspecto serio. Este último hablaba pesadamente en un inglés pedante y cuidado. El estadounidense estaba encantado de haber encontrado a una compatriota. Mrs. Baker se volvió hacia Hilary.

—¿Mr…? Quiero presentarle a mi amiga, Mrs. Betterton.

—Andrew Peters. Andy para los amigos.

El otro joven se puso en pie.

—Torquil Ericsson.

—Ahora ya nos conocemos todos —dijo Mrs. Baker alegremente—. ¿Van también a Marrakech? Es la primera visita de mi amiga.

—Yo también voy por primera vez —comentó Ericsson.

—Y yo también —aseguró Peters.

Se activó el altavoz y una voz ronca hizo un anuncio en francés.

Apenas se podían entender las palabras, pero, al parecer, les avisaba de su vuelo.

Había dos pasajeros más aparte de ellos cuatro: un francés alto y delgado y una monja de rostro severo.

Hacía un día claro y soleado; las condiciones de vuelo eran excelentes. Hilary, reclinada en el asiento, con los párpados entornados, se dedicó a estudiar a sus compañeros de viaje, buscando olvidar de esa manera las angustiosas preguntas que acudían a su mente.

Un asiento delante del suyo y al otro lado del pasillo, Mrs. Calvin Baker, con su traje gris, parecía una gallina rolliza y satisfecha. Posado en sus cabellos azules, llevaba un sombrerito con alas y se entretenía pasando las páginas de una revista. De vez en cuando daba unos golpecitos en el hombro del joven sentado ante ella, que no era otro que Peters, el simpático norteamericano. Entonces él se volvía con su agradable sonrisa para responder a sus observaciones.

«Qué francos y abiertos son los norteamericanos», pensó Hilary, «y qué distintos de los ingleses». No podía imaginar a la tiesa miss Hetherington charlando con un joven en un avión, aunque fuera de su misma nacionalidad, y dudaba de que el inglés le hubiese contestado de tan buen grado como aquel joven.

Al otro lado del pasillo y a su misma altura estaba el noruego Ericsson.

Al tropezar con su mirada, le hizo una inclinación de cabeza y le ofreció una revista que acababa de leer. Ella le dio las gracias. Detrás de él iba el francés delgado y moreno, que al parecer dormía.

Hilary volvió la cabeza para mirar quién ocupaba el asiento posterior al suyo. Se trataba de la monja de rostro severo que le devolvió la mirada sin la menor expresión. Permanecía muy quieta y con las manos juntas. Resultaba curioso ver a una mujer con un tradicional atuendo medieval viajando en un avión en pleno siglo XX.

Seis personas que, durante unas horas, volarían juntas dirigiéndose a distintos puntos con diversos propósitos, para luego separarse y no volverse a encontrar nunca más. Había leído una novela con un tema similar, y en la que se seguían cada una de las seis vidas. El francés debía estar de vacaciones. Parecía muy cansado. El joven norteamericano tal vez fuese un estudiante, y Ericsson iría a tomar posesión de un empleo. La monja era evidente que iba a su convento.

Hilary cerró los ojos, olvidándose de sus compañeros de viaje y, como la noche anterior, volvieron a intrigarle las órdenes recibidas. ¡Debía regresar a Inglaterra! ¡Era una locura! Tal vez no confiaran en ella por alguna razón, quizá por haber dejado de pronunciar ciertas palabras, o carecer de las credenciales que la verdadera Olive Betterton habría presentado. Suspiró intranquila. «Bueno», se dijo. «No puedo hacer más de lo que hago. Si fracaso, habré fracasado. De todas maneras, lo hago lo mejor que sé».

Entonces le asaltó otro pensamiento. Henri Laurier había aceptado como natural e inevitable que la vigilaran estrechamente en Marruecos. ¿Sería éste un medio de disipar las sospechas? Con el brusco retorno de Mrs. Betterton a Inglaterra darían por hecho que no había ido a Marruecos para «desaparecer», como su marido.

Dejarían de sospechar y entonces la considerarían una viajera de bona fide. Volvería a salir de Inglaterra con Air France, y quizás en París… «Sí, claro, en París. En París había desaparecido Tom Betterton. Allí sería mucho más sencillo. Tal vez Betterton no había salido de París. Tal vez…».

Cansada de especulaciones tan poco provechosas, Hilary se quedó dormida. Se despertó, volvió a cabecear, hojeó una revista. Luego, al despertarse de una cabezada, observó que el avión iba perdiendo altura mientras volaba en círculos. Miró su reloj, pero aún faltaba rato para la hora de llegada. Además, desde la ventanilla no vio la menor señal de un aeropuerto.

Por un momento se sintió alarmada. El francés delgado y moreno se puso en pie, bostezó, estiró los brazos y, mirando al exterior, dijo algo que ella no comprendió.

—Parece que vamos a aterrizar aquí —comentó Ericsson, inclinándose hacia ella—. Pero ¿por qué?

—Sí, parece que aterrizamos —dijo Hilary al mismo tiempo que Mrs. Baker asentía enérgicamente.

El avión siguió trazando círculos cada vez a menor altura. El campo que se extendía debajo parecía prácticamente desierto, sin señales de casas o pueblos. Las ruedas tocaron tierra con brusquedad y el avión siguió corriendo hasta que al fin se detuvo. Había sido un aterrizaje un poco brusco en medio de la nada. ¿Habrían sufrido alguna avería en el motor, o les faltaba combustible? El piloto, un apuesto joven muy moreno por el sol, salió de la cabina y echó a andar por el pasillo del avión.

—Hagan el favor de apearse todos.

Abriendo la puerta posterior, bajó la escalerilla y se quedó allí hasta que todos salieron. Se agruparon temblando ligeramente. Hacía frío y el viento procedente de las montañas era cortante. Hilary observó que las montañas estaban cubiertas de nieve y eran muy hermosas. El aire limpio y puro resultaba tonificante. El piloto bajó del aparato y les dirigió la palabra en francés.

—¿Están todos? ¿Sí? Hagan al favor de tener paciencia. Tal vez tengan que esperar un poco. ¡Ah, no, veo que ahí llega!

Señaló un punto en el horizonte que iba acercándose gradualmente.

—Pero —preguntó Hilary, con voz perpleja—, ¿por qué hemos aterrizado aquí? ¿Qué ocurre? ¿Cuánto tiempo esperaremos?

—Me parece —dijo el viajero francés— que aquello que viene es una furgoneta. Podremos pedir que nos lleven.

—¿Es un fallo mecánico? —inquirió la joven.

—Yo no diría eso —contestó Andy Peters, alegremente—. A mí los motores me sonaban bien. Sin embargo, no dudo de que arreglarían algo así.

Ella la miró extrañada.

—Cielos, aquí te hielas —murmuró Mrs. Baker—. Esto es lo peor de este clima. Parece muy caluroso, pero refresca en cuanto se pone el sol.

Toujours des retards insupportables —murmuró el piloto entre dientes.

La furgoneta se acercó a una velocidad suicida. El chófer beréber la frenó con violencia. Se apeó de un salto y se enfrascó en una acalorada discusión con el piloto. Hilary se sorprendió de que Mrs. Baker interviniera en la disputa y lo hiciera en francés.

—No pierdan el tiempo —les dijo—. ¿De qué sirve discutir? Tenemos que salir de aquí.

El chófer se encogió de hombros, volvió a la furgoneta y abrió la puerta trasera. En su interior había una enorme caja. Con la ayuda del piloto, Ericsson y Peters la bajaron al suelo. Por el esfuerzo que les costó parecía pesar mucho. Mrs. Baker se apoyó en el brazo de Hilary y le dijo cuando el hombre alzaba la tapa de la caja:

—Yo de usted no miraría, querida. Nunca es agradable.

Se llevó a la joven al otro lado del vehículo. El francés y Peters fueron con ellas.

—¿Qué es todo esto —preguntó el francés en su lengua—, esa maniobra que realizan ahora?

—¿Es usted el doctor Barron? —le preguntó Mrs. Baker.

El francés asintió.

—Encantada de conocerle —dijo Mrs. Baker. Le ofreció la mano como una anfitriona que recibe a un invitado a su fiesta.

—No lo entiendo. ¿Qué hay en esa caja? ¿Por qué es mejor no mirar? —preguntó Hilary intrigada.

Andy Peters la contempló apreciativamente. Hilary pensó que tenía un rostro muy agradable y franco que inspiraba confianza.

—Yo lo sé. Me lo ha dicho el piloto. Tal vez no sea muy bonito, pero supongo que es necesario. —Y agregó discretamente—: Contiene cadáveres.

—¡Cadáveres! —Le miró asustada.

—¡Oh, no es que hayan muerto asesinados! Nada de eso. —Sonrió para tranquilizarla—. Han sido obtenidos de forma perfectamente legítima para investigación médica.

—No lo comprendo.

—¡Ah! Comprenda, Mrs. Betterton, aquí es donde termina el viaje. Quiero decir su viaje.

—¿Termina?

—Sí. Colocarán los cadáveres en el avión, luego el piloto arreglará las cosas y, mientras tanto nos vamos de aquí, veremos desde la distancias cómo se elevan las llamas. Otro avión que se estrella incendiándose, y ¡no hay supervivientes!

—¿Por qué? ¡Es increíble!

—Seguramente —le dijo el doctor Barron—, usted ya sabe adónde nos dirigimos.

—¡Claro que lo sabe! —aseguró Mrs. Baker alegremente mientras se acercaba—. Pero quizá no esperaba que sucediera tan pronto.

Hilary permaneció callada durante unos segundos.

—¿Se refieren a todos nosotros? —dijo Hilary mirando alrededor.

—Somos compañeros de viaje —afirmó Peters gentilmente.

—¡Sí, compañeros de viaje! —repitió el joven noruego con entusiasmo casi fanático.