1
Hilary esperaba evitar tener que ir a la ciudad vieja de Fez en la deprimente compañía de miss Hetherington. Afortunadamente, esta última fue invitada por Mrs. Baker a hacer una excursión en coche.
Como Mrs. Baker corría con el gasto, miss Hetherington aceptó encantada, ya que el dinero que traía iba disminuyendo de un modo alarmante. Hilary, tras informarse en el hotel, salió acompañada de un guía dispuesta a visitar la ciudad de Fez.
Salieron a la terraza y desde allí fueron bajando a otras inferiores hasta llegar a una enorme puerta en el muro, abajo de todo. El guía sacó una llave de tamaño gigantesco, abrió la puerta y se hizo a un lado para dejar pasar a Hilary.
Era como entrar en otro mundo. A su alrededor se alzaban las murallas de la antigua Fez. Calles estrechas e intrincadas, altos muros y, de cuando en cuando, por alguna puerta podía verse un interior o un patio, y a su alrededor pasaban asnos cargados, hombres con bultos, mujeres cubiertas con velos, o descubiertas, en fin, toda la bulliciosa vida secreta de aquella ciudad mora. Vagando por las callejuelas olvidó todo lo demás: su misión, la tragedia de su vida pasada, e incluso se olvidó de sí misma. Era todo ojos y oídos, viviendo y paseando por aquel mundo de ensueño. La única molestia era el guía, que no cesaba de charlar y la apremiaba para que entrase en varios establecimientos que no le inspiraban la menor curiosidad.
—Ya verá, señora. Este hombre tiene cosas muy bonitas, baratas, antiguas y auténticamente moras. Tiene vestidos y sedas. ¿Le gustan los collares de cuentas?
El eterno comercio del Este vendiendo al Oeste continuaba, pero apenas perturbó su encanto. Muy pronto perdió el sentido de la orientación. Dentro de aquella ciudad amurallada apenas tenía idea de si se dirigía al norte o al sur, o de si volvía a pasar por las mismas calles por las que acababan de pasar. Estaba casi exhausta cuando el guía le hizo la última sugerencia, que evidentemente formaba parte de la costumbre.
—Ahora voy a llevarla a una casa muy bonita. Fantástica. Son amigos míos. Podrá tomar té con menta y le enseñarán cosas preciosas.
Hilary reconoció la jugada descrito por Mrs. Calvin Baker. No obstante, estaba dispuesta a ver todo lo que le propusieran. Se prometió que volvería sola a la ciudad vieja para deambular sin aquel guía charlatán pisándole los talones. De modo que se dejó llevar a través de una puerta y siguió por un sendero sinuoso que ascendía hasta más arriba de los muros de la ciudad. Al fin llegaron a un jardín que rodeaba a una atractiva casa de estilo nativo.
En un salón de la casa desde el que se dominaba toda la ciudad la hicieron sentar ante una mesita. A su debido tiempo, les sirvieron los vasos de té con menta. A Hilary, que no le gustaba el té con azúcar, le costó un gran esfuerzo beberlo; pero imaginando que se trataba de una nueva clase de limonada, casi disfrutó tomándolo.
También le agradó que le mostraran alfombras, abalorios, telas bordadas y otras muchas cosas. Hizo un par de adquisiciones de poca importancia, más para corresponder a las atenciones de los vendedores que por ninguna otra cosa.
—Ahora, tengo un coche preparado —le dijo el infatigable guía—, y la llevaré a dar un paseo de una hora más o menos para que vea el hermoso paisaje, y luego regresaremos al hotel. —Y agregó, asumiendo una expresión muy discreta—: Esta joven la acompañará primero al bonito tocador.
La muchacha que había servido el té la contemplaba sonriente.
—Sí, sí, madame —dijo en inglés—. Venga conmigo. Tenemos un tocador muy bonito. Idéntico al del Hotel Ritz. Como los de Nueva York o Chicago. ¡Ya verá!
Sonriendo, Hilary siguió a la muchacha. El tocador apenas hacía honor a la propaganda, pero por lo menos tenía agua corriente. Había un lavabo y un espejo rajado que reflejó un rostro tan desfigurado que Hilary se asustó al verse. Se lavó las manos y se las secó, cosa que hizo con su propio pañuelo, porque no se fiaba de la toalla, y se volvió dispuesta a salir.
Sin embargo, la puerta del tocador parecía haberse atascado.
Continuó forcejeando, pero no se movió. Hilary se preguntó si la habrían cerrado desde fuera, y se puso furiosa. ¿A qué venía que la encerraran allí?
Entonces observó que había otra puerta al fondo. Se acercó, trató de abrirla y lo consiguió sin dificultad. Se encontró con una pequeña sala de aspecto oriental sólo iluminada por la luz que penetraba por unas aberturas muy cerca del techo. Sentado en un diván y fumando estaba el francés que conociera en el tren: monsieur Henri Laurier.
2
No se levantó para saludarla, sino que se limitó a decir con voz algo distinta:
—Buenas tardes, Mrs. Betterton.
Por unos instantes Hilary quedó paralizada por el asombro. De modo que era esto. Se rehízo.
«Esto es lo que esperabas. Actúa como imaginas que ella lo haría». Se adelantó con vehemencia:
—¿Tiene alguna noticia para mí? ¿Puede ayudarme?
El francés asintió y luego manifestó en tono de reproche:
—En el tren la encontré algo obtusa, madame. Tal vez es que está demasiado acostumbrada a hablar del tiempo.
—¿Del tiempo? —Hilary lo miraba desorientada. ¿Qué es lo que había dicho del tiempo? ¿Qué hacía frío? ¿Que la niebla era muy espesa? ¿La nieve? ¡«Nieve»! Esa era la palabra que Olive Betterton le susurró antes de morir. Y luego tarareó una tonadilla. ¿Cómo era?
¡Snow, snow, beautiful snow!
You slip on a lump, and over you go![3]
Hilary la repitió ahora con voz quebrada.
—¡Exacto! —exclamó Laurier—. ¿Por qué entonces no respondió inmediatamente como le ordenaron?
—¿No lo comprende? He estado enferma. Sufrí un accidente de aviación y luego estuve en el hospital con conmoción cerebral. Me ha afectado la memoria. Las cosas ocurridas hace mucho tiempo las recuerdo bastante bien, pero tengo algunas lagunas terribles. —Se llevó las manos a la cabeza y no le costó hacer que su voz temblara realmente—. No puede imaginar lo que asusta eso. Me da la sensación de que he olvidado cosas importantes, realmente importantes y, cuanto más me esfuerzo por recordarlas, menos me acuerdo.
—Sí —replicó Laurier—, el accidente del avión fue un contratiempo. —Habló en tono frío y práctico—. Será cuestión de ver si tendrá el valor y la energía suficiente para continuar su viaje.
—Por supuesto que continuaré el viaje —exclamó Hilary—. Mi marido… —su voz se quebró.
El francés sonrió, pero su sonrisa gatuna no era agradable.
—Tengo entendido que su marido la aguarda con impaciencia.
—No tiene usted idea —continuó la joven con la voz rota— de lo que han sido estos meses sin él.
—¿Cree que las autoridades británicas han llegado a una conclusión definitiva de lo que usted sabía o no sabía?
Hilary extendió las manos en actitud indefensa.
—¿Cómo voy a saberlo y cómo puedo asegurarlo? Parecieron satisfechos.
—De todas maneras… —El hombre se detuvo.
—Creo posible que me hayan seguido hasta aquí —señaló Hilary—. No puedo señalar a nadie en particular, pero desde que salí de Inglaterra siento la firme sensación de que me siguen.
—Naturalmente —replicó Laurier con frialdad—. No esperábamos menos.
—Pensé que debía advertirle.
—Mi querida Mrs. Betterton, no somos niños y sabemos lo que hacemos.
—Lo siento —dijo Hilary con humildad—. Supongo que soy muy ignorante.
—Eso no importa mientras sea obediente.
—Lo seré —afirmó la joven en voz baja.
—No tengo la menor duda de que ha sido estrechamente vigilada en Inglaterra desde la marcha de su marido. Sin embargo, recibió usted el mensaje, ¿verdad?
—Sí.
—Ahora —continuó Laurier con el mismo tono práctico—, le daré sus instrucciones, madame.
La joven prestó atención.
—De aquí saldrá para Marrakech pasado mañana, según tenía planeado y de acuerdo con las reservas hechas.
—Sí.
—Al día siguiente de su llegada, recibirá un telegrama desde Inglaterra. Ignoro lo que dirá, pero será suficiente para que usted empiece inmediatamente a hacer los preparativos para regresar a Inglaterra.
—¿Tengo que regresar a Inglaterra?
—Por favor, escuche. No he terminado. Reservará un billete para el avión que sale de Casablanca al día siguiente.
—Suponga que no consigo billete, que todos los asientos están ocupados.
—No lo estarán. Todo está arreglado. Ahora, ¿ha comprendido las instrucciones?
—Sí.
—Entonces haga el favor de regresar junto a su guía, que la está esperando. Ya lleva demasiado rato en el tocador. A propósito, ¿ha trabado usted amistad con una americana y una inglesa en el Palais Djamai?
—Sí. ¿Ha sido un error? Fue muy difícil de evitar.
—En absoluto. Eso facilita nuestros planes. Si pudiera convencer a una de ellas para que la acompañara a Marrakech sería mucho mejor. Adiós, madame.
—Au revoir, monsieur.
—No es probable que volvamos a vernos —le dijo Laurier con una completa falta de interés.
Hilary regresó al tocador. Esta vez encontró la puerta abierta.
Pocos minutos después se reunía con el guía en el salón de té.
—Tengo esperando un coche muy bonito —manifestó el guía.
Ahora la llevaré a dar un paseo muy agradable e instructivo.
La excursión continuó de acuerdo con el plan.
3
—De modo que se marcha mañana a Marrakech —dijo miss Hetherington—. No ha estado mucho tiempo en Fez, ¿verdad? ¿No le hubiera sido mucho más fácil ir primero a Marrakech, luego a Fez y después volver a Casablanca?
—Supongo que sí —contestó Hilary—, pero es difícil hacer las reservas. Aquí hay mucha gente.
—No ingleses —contestó miss Hetherington, bastante desconsolada—. Hoy en día resulta penoso no encontrar a algún compatriota. —Miró a su alrededor con desprecio—. Todos son franceses.
Hilary sonrió ligeramente. Para miss Hetherington parecía no tener importancia el hecho de que Marruecos fuese una colonia francesa. Consideraba que los hoteles en cualquier país extranjero eran una prerrogativa de los turistas ingleses.
—Franceses, alemanes y griegos —intervino Mrs. Calvin Baker con una risita—. Aquel hombre creo que es griego.
—Eso me han dicho —replicó Hilary.
—Parece una persona importante —afirmó Mrs. Baker—. Fíjese con qué rapidez le atienden los camareros.
—Y en cambio a los ingleses apenas les prestan atención hoy en día —señaló miss Hetherington en un tono lúgubre—. Siempre les dan las peores habitaciones, las que ocupaban antiguamente las doncellas y ayudas de cámara.
—Bueno, yo no puedo decir que haya encontrado ninguna deficiencia en los hoteles desde que he llegado a Marruecos —dijo Mrs. Baker—. Siempre me las he arreglado para conseguir una habitación confortable con cuarto de baño.
—Usted es norteamericana —replicó miss Hetherington con algo de encono. Entrechocó con violencia las agujas de su labor de punto.
—Me gustaría poder convencerlas para que vinieran a Marrakech conmigo —les dijo la joven—. Ha sido tan agradable conocerlas y poder charlar con ustedes. La verdad, resulta aburrido viajar sola.
—Yo ya he estado en Marrakech —dijo miss Hetherington.
En cambio, Mrs. Calvin Baker pareció entusiasmada con la idea.
—Desde luego es una buena idea. Ya ha pasado casi un mes desde que estuve allí, y me gustaría volver; podría acompañarla a todas partes e impedir que la engañen, Mrs. Betterton. Hasta que se ha estado en un sitio no se conocen los trucos. Voy a ir ahora mismo a la agencia a ver si puedo arreglarlo.
—Es igual que todas las norteamericanas —comentó miss Hetherington con acritud, en cuanto se hubo marchado Mrs. Baker—, van de una parte a otra sin quedarse en ninguna. Un día en Egipto, otro en Palestina. Algunas veces creo que no saben siquiera en qué país están.
Apretó los labios, recogió su labor cuidadosamente y abandonó el Salón Turco, dedicando a Hilary una inclinación de cabeza. La joven miró su reloj. Esta noche no tenía ganas de cambiarse de ropa para la cena. Permaneció sola y casi a oscuras en el salón de cortinas orientales. Un camarero asomó la cabeza y se marchó después de encender dos lámparas. No daban mucha luz y la penumbra resultaba agradable. Había un ambiente de calma oriental Hilary se recostó en el diván pensando en el futuro.
Ayer mismo se había preguntado si todo aquel asunto en que se había metido no sería una fantasía absurda. Y ahora… ahora se disponía a emprender el verdadero viaje. Debía tener cuidado, mucho cuidado. No podía cometer el menor error. Debía ser Olive Betterton, moderadamente bien educada, sin aficiones artísticas, convencional, pero con claras simpatías izquierdistas y muy enamorada de su marido. «No debo cometer el menor error», se dijo. ¡Qué extraño le parecía encontrarse aquí sentada, sola, en Marruecos! Le daba la impresión de haber entrado en un mundo misterioso y encantador. ¡Aquella lámpara que ardía junto a ella! ¿Si la tomaba entre sus manos y la frotaba, aparecería el genio de la lámpara? No había acabado de pensarlo cuando dio un respingo. Más allá de la lámpara había aparecido el rostro menudo, arrugado y la perilla de Mr. Aristides, que la saludó cortésmente antes de sentarse a su lado.
—¿Me permite, madame?
Hilary correspondió al saludo con amabilidad.
Mr. Aristides sacó su pitillera y le ofreció un cigarrillo, que ella aceptó de buen grado, y él encendió otro.
—¿Le gusta este país, madame? —preguntó.
—Llevo aquí muy poco tiempo, pero hasta ahora me parece encantador.
—¡Ah! ¿Ha estado usted en la ciudad antigua? ¿Le ha gustado?
—Es maravillosa.
—Sí, lo es. Allí está el pasado, un pasado de comercios, intrigas, susurros, actividades secretas, todo el misterio y la pasión de una ciudad encerrada entre sus muros y callejuelas. ¿Sabe lo que pienso cuando paseo por las calles de Fez?
—No.
—Pienso en la Great West Road de Londres, en las grandes fábricas a ambos lados de la carretera. Pienso en esos grandes edificios iluminados con luces fluorescentes y en la gente que está dentro y que se ven con tanta claridad al pasar en automóvil por la carretera. No hay nada escondido, nada misterioso. Ni siquiera hay cortinas en las ventanas. No, realizan su trabajo ante los ojos de todo el que quiera observarlos. Es como ver con detenimiento el interior de un hormiguero.
—¿Quiere decir que es el contraste lo que interesa?
Mr. Aristides asintió con su cabeza de tortuga.
—Sí. Allí todo está a la vista. En cambio, en las viejas calles de Fez todo está escondido, oscuro. No hay nada á jour. Pero… —se inclinó y golpeó con un dedo la mesita de cobre— pero ocurren las mismas cosas, las mismas crueldades, las mismas opresiones y las mismas ansias de poder, los mismos regateos y discusiones.
—¿Usted cree que la naturaleza humana es la misma en todas partes?
—En todos los países. En el pasado, lo mismo que en el presente, hay siempre dos cosas que gobiernan: la crueldad y la benevolencia. Una u otra. A veces ambas —continuó con el mismo tono—. Me han dicho que el otro día sufrió usted un terrible accidente en Casablanca.
—Sí, es cierto.
—La envidio —dijo Mr. Aristides inesperadamente.
Hilary le miró asombrada, y él volvió a asentir vigorosamente.
—Sí. Merece que la envidien. Ha vivido una gran experiencia. Me gustaría haber estado tan cerca de la muerte. Ya que ha tenido la suerte de sobrevivir, ¿no se siente distinta desde entonces, madame?
—Sí, pero resulta algo desagradable —dijo Hilary—. Sufrí una fuerte conmoción, tengo muchos dolores de cabeza y también me ha afectado la memoria.
—Eso son meros inconvenientes —replicó Aristides con un gesto—, pero ha pasado por una gran aventura del espíritu, ¿no es cierto?
—Es cierto que ha sido una gran aventura —respondió Hilary lentamente, pensando en una botella de agua de Vichy y un montoncito de pastillas para dormir.
—Yo nunca he pasado por esa experiencia —afirmó Mr. Aristides con disgusto—. Por muchas otras sí, pero esa no.
Se levantó, se inclinó ligeramente, dijo: «Mes hommages, madame», y se marchó.