Casablanca desilusionó un poco a Hilary con su aspecto de próspera ciudad francesa sin rastro alguno de misterio oriental, excepto las multitudes en las calles.
El tiempo seguía siendo perfecto, claro y soleado y disfrutó contemplando el paisaje desde el tren en su viaje rumbo al norte. Un francés menudo, que parecía un viajante de comercio, ocupaba el asiento situado frente al suyo, y una monja que iba rezando el rosario ocupaba el del rincón. Dos moras con muchos paquetes, y que no dejaban de charlar alegremente, completaban el compartimiento. Al ofrecerle fuego para encender su cigarrillo, el francés entabló conversación con Hilary. Fue señalándole los puntos de interés por los que pasaban y dándole alguna indicación acerca del país. Le pareció interesante e inteligente.
—Debería ir a Rabat, madame. Es una gran equivocación no ir a Rabat.
—Veré si puedo ir. Pero no tengo mucho tiempo. Además —sonrió—, el dinero se acaba pronto. Ya sabe que no se nos permite sacar mucho al extranjero.
—Pero eso es muy sencillo. Se arregla con un amigo de aquí.
—No tengo ningún amigo en Marruecos.
—La próxima vez que viaje, madame, avíseme. Le daré mi tarjeta, y yo lo arreglaré todo. Suelo ir a Inglaterra a menudo por negocios y usted puede pagarme allí. Es bien sencillo.
—Es usted muy amable, y espero volver otra vez a Marruecos.
—Debe ser un gran cambio para usted que viene de Inglaterra, tan frío, con tanta niebla y tan desagradable.
—Sí, es un gran cambio.
—Yo también vine hace tres semanas desde París. Entonces había niebla y llovía. En fin, un asco. Llegué aquí y todo es sol. El aire es frío, pero es puro. ¿Qué tal tiempo hacía en Inglaterra cuando usted se marchó?
—Como usted dice —replicó Hilary—. Mucha niebla.
—Ah, sí, es la estación de las nieblas. Y nieve. ¿No han tenido nieve este año todavía?
—No —dijo Hilary—, no ha nevado.
Se preguntó divertida si aquel francés tan viajero seguía lo que él consideraba una correcta conversación inglesa centrada principalmente en el tiempo. Le hizo algunas preguntas sobre la situación política en Marruecos y Argel, a las que respondió gustoso, mostrándose bien informado.
Al mirar al rincón del compartimiento, vio que la monja la observaba con desaprobación. Las moras se apearon y entraron nuevos pasajeros. Era de noche cuando llegaron a Fez.
—Permítame que la ayude, madame.
Hilary parecía bastante aturdida por el ruido y bullicio de la estación. Los mozos árabes intentaban quitarle el equipaje de las manos gritando y desgañitándose para recomendar distintos hoteles.
Agradecida, se volvió a su nuevo amigo francés.
—¿Usted se dirige al Palais Djamai, n’est-ce pas, madame?
—Sí.
—Muy bien. Está a ocho kilómetros de aquí.
—¿A ocho kilómetros? —Hilary se sintió desfallecer—. ¿Entonces no está en la ciudad?
—Está en la ciudad antigua —le explicó el francés—. Yo me hospedo en un hotel de la ciudad nueva, pero para las vacaciones, el descanso y las diversiones es natural que se vaya al Palais Djamai.
Era una antigua residencia de la nobleza marroquí. Tiene hermosos jardines y desde allí se puede ir directamente desde él a la vieja ciudad de Fez, que permanece inalterada. Me parece que los de su hotel no han enviado a buscarla. Si me lo permite le buscaré un taxi.
—Es usted muy amable, pero…
El francés habló rápidamente en árabe a los mozos y poco después Hilary se acomodaba en un taxi en el que habían colocado su equipaje, y el francés le dijo exactamente lo que debía dar a los rapaces mozos. También les despidió en árabe cuando protestaron por la propina. Sacó una tarjeta del bolsillo y se la tendió.
—Mi tarjeta, madame, y si puedo ayudarle en algo en cualquier ocasión, llámeme. Estaré en el Gran Hotel los próximos cuatro días.
Se quitó el sombrero para saludarla y se marchó. Hilary miró la tarjeta que pudo leer antes de que el taxi se alejara de la luz de la estación:
Monsieur Henri Laurier
El taxi cruzó rápidamente la ciudad, salió al campo y enfiló una colina. Hilary trataba de ver por dónde iban, pero ya era noche cerrada. Excepto cuando pasaban ante un edificio iluminado, no veía nada. ¿Era aquí, quizá, donde su viaje se apartaría de lo normal para entrar en lo desconocido? ¿Sería monsieur Laurier un emisario de la organización que había persuadido a Thomas Betterton a dejar su trabajo, su casa y su esposa? Permaneció acurrucada en un rincón del asiento trasero del taxi, nerviosa y preguntándose adonde la llevaban.
Sin embargo, el taxista la condujo del modo más ejemplar al Palais Djamai. Al atravesar el arco de la puerta, se encontró muy complacida en un interior oriental. Allí había largos divanes, mesitas bajas y alfombras nativas. Desde el mostrador de recepción fue acompañada a través de varias habitaciones que comunicaban unas con otras hasta una terraza que entre naranjos y olorosas flores conducía a una escalera de caracol, y por ella a un acogedor dormitorio también de estilo oriental, aunque equipado con todo el confort moderno, tan necesario para los viajes del siglo XX.
El botones le informó que la cena se servía a las siete y media.
Deshizo el equipaje, se aseó, se peinó sus cabellos y después bajó la escalera. Atravesó el largo salón de fumar oriental, salió a la terraza y subió un tramo de escalera que comunicaba con el iluminado comedor.
La cena fue excelente y, mientras Hilary cenaba, entraron y salieron varias personas del restaurante. Estaba demasiado cansada para observarlas y clasificarlas, pero hubo un par que le llamaron su atención. Sobre todo un hombre mayor de rostro cetrino y perilla. Se fijó en él por la extrema deferencia que le dedicaba el servicio. Le retiraban los platos y volvían a servirle a la menor indicación. El menor movimiento de una de sus cejas hacía acudir corriendo a un camarero. Se preguntó quién sería. La mayoría de comensales eran sin duda turistas en viaje de recreo. Había un alemán en la gran mesa del centro. Un hombre de mediana edad con una muchacha rubia muy bonita que tal vez fuesen suecos o posiblemente daneses. Una familia inglesa con dos pequeños, varios grupos de norteamericanos y tres familias francesas.
Después de cenar tomó el café en la terraza. Hacía fresco, pero no demasiado y disfrutó del aroma de las flores. Se acostó temprano.
A la mañana siguiente, sentada en la terraza bajo la sombrilla a rayas que la protegía del sol, Hilary pensaba en lo fantástico de todo aquello. Aquí estaba ella, pretendiendo ser una mujer fallecida, y esperando que ocurriera algo melodramático y fuera de lo corriente.
Al fin y al cabo, ¿no era más que probable que la pobre Olive Betterton hubiera marchado al extranjero sólo para distraer su mente y su corazón de tristes pensamientos y amarguras? La pobre mujer debía estar tan a oscuras como los demás.
Desde luego las palabras pronunciadas antes de morir tenían una explicación bien sencilla. Había pedido que previnieran a Thomas Betterton contra alguien llamado Boris. Su mente había divagado… aquella extraña canción… y luego había dicho que al principio no lo había creído. ¿No podía creer qué? Posiblemente que a Thomas Betterton se lo hubieran llevado de aquel modo. No había habido siniestras insinuaciones, ni pistas útiles.
Hilary contempló la terraza. Era muy bonita y apacible. Los niños corrían de un lado a otro de la terraza parloteando y sus mamás francesas les llamaban o los reprendían.
La joven rubia sueca se sentó a una de las mesas y dio un bostezo. Sacó un pintalabios rosa pálido y retocó su ya impecable pintura. Se miró en el espejo y frunció el entrecejo levemente.
Su acompañante, su marido, o quizá su padre, fue a reunirse con ella. La joven le saludó muy seria y luego le habló con expresión airada, a la que él contestó disculpándose.
El anciano de rostro cetrino y perilla subió a la terraza procedente del jardín. Tomó asiento en una mesa junto a la pared e inmediatamente un camarero se le acercó. Le dio una orden y el camarero corrió a cumplirla. La rubia, muy excitada, cogió a su compañero del brazo y le hizo mirar al anciano.
Hilary pidió un Martini y, cuando se lo sirvieron, le preguntó al camarero en voz baja:
—¿Quién es ese anciano que ocupa la mesa junto a la pared?
—¡Ah! —el camarero se inclinó con ademán teatral—. Es monsieur Aristides. Es fabulosamente rico, sí, sí, riquísimo.
Suspiró extasiado ante la contemplación de tanta riqueza, y Hilary, mirando aquella figura decrépita y encorvada, se dijo que porque era rico todos los camareros corrían y hablaban con reverencia a aquel deshecho de la humanidad, seco y arrugado.
Aristides cambió de postura y por un momento sus miradas se encontraron. Él la contempló un instante y luego apartó la vista.
«Al fin y al cabo no es tan insignificante», pensó Hilary.
Aquellos ojos, a pesar de la distancia, resultaban extremadamente vivaces e inteligentes.
La joven rubia y su acompañante se dirigieron al comedor. El camarero, que ahora parecía considerarse el guía y mentor de Hilary, se detuvo en su mesa para recoger las copas y le dio nuevas informaciones.
—Ce monsieur là es un magnate sueco. Es muy rico e importante. Y la joven que lo acompaña es artista de cine, una nueva Garbo, según dicen. Muy elegante, muy bonita, pero siempre le hace escenas. Nada le satisface. Está, como dicen ustedes, «hasta las narices» de permanecer aquí en Fez, donde no hay joyerías, ni otras mujeres ricas que admiren y envidien sus toilettes. Le exige que mañana la lleve a un lugar más divertido. Ah, no siempre son los ricos quienes pueden gozar de la paz y tranquilidad de conciencia.
Tras pronunciar estas palabras con aire sentencioso, vio un dedo que le llamaba y echó a correr por la terraza.
—¿Monsieur?
La mayoría ya estaba en el comedor, pero Hilary había desayunado tarde y no tenía prisa por comer. Pidió otro Martini. Un apuesto joven francés salió del bar y, al pasar ante Hilary, le dirigió una rápida y discreta mirada que, bien interpretada, quería decir:
«¿Hay algo aquí que hacer?». Al bajar los escalones para dirigirse al jardín cantó un fragmento de una canción:
Le long des lauriers roses,
rêvant de douces choses.
Las palabras despertaron un recuerdo en la mente de Hilary. Le long des lauriers-roses. Laurier. ¿Laurier? Ése era el nombre del francés del tren. ¿Tendría alguna relación o era una coincidencia?
Abrió el bolso y sacó la tarjeta. «Henri Laurier, 3 Rue des Croissants, Casablanca». Le dio la vuelta y le pareció ver unas ligeras señales de lápiz en el dorso. Como si hubieran escrito algo y luego lo hubiesen borrado. Trató de descifrarlas. «Oú sont», comenzaba el mensaje, luego seguía algo que no comprendió y terminaba con las palabras «d’antan». Por un momento creyó que podía ser un mensaje, pero luego meneó la cabeza y volvió a guardar la tarjeta en el bolso. Debía tratarse de una anotación hecha en cualquier momento que luego borraron.
Una sombra cayó sobre ella y alzó la mirada sorprendida. La figura de Aristides se interponía entre ella y el sol, pero no la miraba a ella, sino más allá de los jardines, hacia las colinas que se recortaban en la distancia. Le oyó suspirar y luego se volvió bruscamente en dirección al comedor y, al hacerlo, la manga de su chaqueta golpeó la copa sobre su mesa que voló por los aires y se hizo pedazos contra el suelo de la terraza. Él se volvió con presteza.
—Ah, mille pardons, madame! —se disculpó amablemente.
Hilary le replicó en francés que no tenía la menor importancia.
El viejo movió un dedo y acudió el camarero a toda velocidad. Le ordenó que sirviera de nuevo a la señora y, después de disculparse una vez más, emprendió el camino del comedor.
El joven francés, todavía tarareando, volvió a subir a la terraza y se detuvo ostensiblemente al pasar ante la mesa de Hilary, pero al ver que ella no le hacía caso, se fue a comer encogiendo los hombros filosóficamente.
Una familia francesa cruzó la terraza llamando a sus niños.
—Mais viens, done, Bobo. ¿Qu’est-ce que tu fais? ¡Dépéche toi!
—Laisse ta baile, chérie, on va déjeuner.
Entraron en el restaurante, una familia alegre y muy feliz, e Hilary se sintió de pronto muy sola y asustada.
El camarero le trajo su Martini y ella le preguntó si monsieur Aristides estaba solo en el hotel.
—Oh, madame, un hombre tan rico como monsieur Aristides nunca viaja solo. Ha venido con su ayuda de cámara, dos secretarios y el chófer.
El camarero pareció escandalizado por la idea de que monsieur Aristides pudiera viajar sin compañía.
Sin embargo, Hilary observó, cuando al fin se decidió a entrar en el comedor, que el anciano estaba solo en la mesa, lo mismo que la noche anterior. En otra mesa cercana se hallaban dos jóvenes que ella tomó por sus secretarios, puesto que uno u otro no perdían de vista la mesa donde Mr. Aristides, arrugado como una pasa, comía sin acordarse de su existencia. ¡Evidentemente para él los secretarios no eran seres humanos!
La tarde transcurrió como en un sueño. Hilary paseó por los jardines, descendiendo de una terraza a otra. La paz y la belleza de aquel lugar eran asombrosas. El murmullo del agua, el dorado color de las naranjas, su aroma, las innumerables fragancias. Era el ambiente oriental de aislamiento lo que la satisfizo. «Como un jardín cerrado es mi hermana, mi esposa». Esto era lo que debía ser un jardín, un lugar apartado del mundo y lleno de verdor y tonos dorados. «Si pudiera quedarme aquí», pensó Hilary. «Si pudiera, me quedaría aquí para siempre».
No era el jardín del Palais Djamai lo que tenía en su pensamiento, sino el estado de ánimo que simbolizaba. Cuando ya no buscaba la paz, la había encontrado. Y la tranquilidad de espíritu le llegaba en el momento en el que se había comprometido con el peligro y la aventura.
Sin embargo, quizá no habría tales peligros ni aventuras. Quizá pudiera, quedarse allí sin que ocurriese nada. Y luego…
Luego, ¿qué?
Se alzó una ligera y fresca brisa. Hilary se estremeció involuntariamente. Uno se refugia en el jardín de la vida tranquila, pero al fin te traicionan desde dentro. Y ella llevaba en su interior el torbellino del mundo, la dureza de la vida, las penas y las desilusiones.
Declinaba la tarde y el sol había perdido su fuerza.
Hilary subió las terrazas y entró en el hotel.
En la penumbra del Salón Oriental vio moverse algo alegre e inquieto, y cuando sus ojos se acomodaron al cambio de luz, descubrió a Mrs. Calvin Baker con los cabellos más azules que nunca y un aspecto tan impecable como siempre.
—Acabo de llegar en avión —le explicó—. ¡No puedo soportar esos trenes que tardan tanto! ¡Y la gente que viaja en ellos es tan poco higiénica! En estos países no tienen la menor idea de lo que es la higiene. Querida, tendría que ver la carne que venden en los zocos, toda cubierta de moscas. Creen que es natural que las moscas se paseen por todas partes.
—Y supongo que lo es —dijo Hilary.
Mrs. Calvin Baker no iba a dejar pasar un comentario tan hereje.
—Soy una defensora del movimiento por una Alimentación Higiénica. En mi país todos los alimentos perecederos están envueltos en celofán, pero incluso en Londres el pan y los pasteles están sin envolver. Ahora, cuénteme, ¿qué es lo que ha estado haciendo? ¿Supongo que hoy habrá recorrido la ciudad antigua?
—Me temo que no he hecho nada —confesó Hilary con una sonrisa—. Me he limitado a tomar el sol.
—Ah, claro. Olvidaba que acaba de salir del hospital. —Era evidente que sólo una reciente enfermedad era aceptada por Mrs. Calvin Baker como pretexto para no visitar lugares—. ¿Cómo puedo ser tan tonta? Vaya, es muy cierto que después de una conmoción lo mejor es descansar en una habitación a oscuras la mayor parte del día. Ya haremos algunas excursiones juntas. Soy de esas personas que gustan de tener todo el día ocupado, todo planeado y dispuesto de antemano, hasta el mínimo detalle.
En su presente estado de ánimo, a Hilary aquello le pareció un anticipo del infierno, pero felicitó a Mrs. Calvin Baker por su energía.
—Yo diría que, para mi edad, sé desenvolverme bastante bien. Casi nunca me canso. ¿Se acuerda de miss Hetherington, de Casablanca? Aquella inglesa de cara larga. Llega esta noche. Prefiere el tren al avión. ¿Quién se hospeda en el hotel? Supongo que la mayoría serán franceses y parejas de recién casados. Ahora voy a ver mi habitación. No me agradó la que me dieron y han prometido cambiármela.
Mrs. Baker se alejó como un diminuto torbellino.
Cuando Hilary entró en el comedor aquella noche, lo primero que vio fue a miss Hetherington sentada a una mesita contra la pared cenando mientras leía un libro.
Después de cenar, las tres mujeres tomaron café juntas y miss Hetherington mostró una agradable excitación por el magnate sueco y la estrella de cine.
—Tengo entendido que no están casados —comentó disimulando su placer con un gesto de desaprobación—. Es algo frecuente en el extranjero. Aquella familia francesa parece muy formal, y los niños quieren mucho a su papá. Claro que a los niños franceses les permiten estar levantados hasta muy tarde. Muchas veces no se acuestan hasta después de las diez, y toman lo que les apetece de la carta, en vez de leche y bizcochos como corresponde.
—Pues parecen muy sanos —dijo Hilary maquinalmente riendo.
—Ya lo pagarán después —replicó miss Hetherington con desaprobación—. Sus padres incluso les permiten beber vino.
Su horror no podía llegar más lejos.
Mrs. Calvin Baker comenzó a hacer planes para el día siguiente.
—No creo que vaya a ver la ciudad antigua. Ya la recorrí concienzudamente la última vez. Es muy interesante y parece un laberinto. Es un mundo aparte. De no haber sido por el guía, dudo de que hubiera sabido regresar al hotel. Allí se pierde el sentido de la orientación. Pero el guía era un hombre muy agradable y me contó un sinfín de cosas interesantes. Tiene un hermano en Estados Unidos, en Chicago creo que dijo. Luego, cuando terminamos de ver la ciudad, me llevó a una fonda o salón de té, en lo alto de las colinas que dominan la ciudad antigua, una vista maravillosa. Por supuesto, tuve que beber ese terrible té con menta, que de verdad resulta bastante desagradable, y querían que comprara varias cosas, algunas bastante bonitas, pero otras eran una quincalla. Hay que mostrarse muy firme, ¿sabe?
—Sí, desde luego —dijo Mrs. Hetherington, agregando con tristeza—: Y, por supuesto, no se puede malgastar el dinero en recuerdos. Las restricciones monetarias son una lata.