1
En el pequeño salón del hotel Saint Louis se hallaban sentadas tres señoras, cada una enfrascada en sus asuntos. Mrs. Calvin Baker, baja, regordeta, de cabellos blancos con toques azulados, escribía cartas con la misma energía que aplicaba a todas sus actividades.
Nadie la hubiera tomado por otra cosa que una acomodada viajera yanqui, con una sed insaciable por obtener detalles precisos sobre cualquier cosa bajo el sol.
Miss Hetherington, sentada en una incómoda butaca estilo imperio, la inconfundible viajera inglesa, tejía una de esas melancólicas prendas de forma ambigua que las damas inglesas de mediana edad siempre tejen. Miss Hetherington era alta y delgada, de cuello descarnado, cabellos mal peinados y expresión de desaprobar moralmente a todo el Universo.
Mademoiselle Jeanne Maricot, sentada graciosamente en una silla de respaldo recto, contemplaba lo que ocurría al otro lado de la ventana, bostezando de cuando en cuando. Era una morena teñida de rubio, de rostro vulgar, pero provocativamente maquillado. Vestía muy elegante y no demostraba el menor interés por las otras ocupantes del salón, a quienes despreciaba secretamente por ser exactamente lo que eran. Estaba experimentando un gran cambio en su vida amorosa y no tenía interés en desperdiciar el tiempo con aquellas estúpidas turistas.
Miss Hetherington y Mrs. Calvin Baker, después de pasar dos noches bajo el techo del hotel Saint Louis, habían trabado amistad.
Mrs. Calvin Baker, campechana como todas las norteamericanas, charlaba con todo el mundo. Y miss Hetherington, a pesar de que ansiaba tener compañía, hablaba sólo con ingleses y estadounidenses que, a su juicio, tenían cierto rango social. Con los franceses no se trataba, a menos que llevaran una vida respetable de familia, como el matrimonio que sentaba a sus hijos a su mesa en el comedor del hotel.
Un francés con aspecto de próspero empresario echó una ojeada al salón e, intimidado por el ambiente de solidaridad femenina, volvió a salir tras dirigir una mirada melancólica a mademoiselle Maricot.
Miss Hetherington comenzó a contar puntos sotto voce.
—Veintiocho, veintinueve… ahora qué he podido hacer mal. ¡Oh, ya sé!
Una mujer alta, con el pelo rojo, asomó la cabeza en el salón y luego se dirigió por el pasillo hacia el comedor. Mrs. Calvin Baker y miss Hetherington se pusieron alertas de inmediato.
—¿Ha visto a esa mujer pelirroja que se ha asomado, miss Hetherington? —preguntó Mrs. Baker en un susurro emocionado desde el escritorio—. Dicen que es la única superviviente del avión que se estrelló la semana pasada.
—La vi llegar esta tarde —respondió miss Hetherington a quien la excitación le hacía perder otro punto—. En ambulancia.
—Directamente desde el hospital, me dijo el gerente. Me pregunto si habrá hecho bien en dejar el hospital tan pronto. Creo que sufrió una fuerte conmoción.
—Lleva un vendaje en la cara; cortes quizá producidos por los cristales. Tuvo suerte en no quemarse. Creo que lo más terrible de estos accidentes de aviación son las quemaduras.
—No quiero ni pensarlo. Pobrecilla. Me pregunto si iría acompañada de su marido y si él murió en la catástrofe.
—No lo creo. —Miss Hetherington meneó la cabeza—. Los periódicos hablaban de una pasajera.
—Es cierto. Y también venía su nombre. Una tal Mrs. Beverly. No, Betterton, eso es.
—Betterton —repitió la inglesa, pensativa—. Ese nombre me recuerda algo. Betterton. En los periódicos. Oh, sí, estoy segura de que era ese nombre.
Mademoiselle Maricot dijo para sus adentros:
«Tant pis pour Pierre. Il est vraiment insupportable! Mais le petit Jules, lui, il est bien gentil. Et son pére est tres bien place dans les affaires. Enfin, je me decide».[2]
Y con un andar ágil y atlético, mademoiselle Maricot salió del salón y de la historia.
2
«Mrs. Thomas Betterton» había abandonado el hospital aquella tarde, a los cinco días del accidente. Una ambulancia la condujo hasta el hotel Saint Louis.
Muy pálida, con aspecto enfermizo y el rostro vendado, fue acompañada inmediatamente a su habitación por el gerente que se deshizo en atenciones.
—¡Cuántas emociones debe haber experimentado, madame! —comentó después de preguntarle con amabilidad si le satisfacía la habitación, y encendió todas las luces, cosa innecesaria—. ¡Y qué suerte de haber salido con vida! ¡Qué milagro! ¡Qué afortunada ha sido! Sólo tres supervivientes, y tengo entendido que uno de ellos se halla todavía muy grave.
Hilary se dejó caer en su butaca.
—Sí, desde luego —murmuró—. Apenas puedo creerlo. Incluso ahora recuerdo muy poco. Las últimas veinticuatro horas anteriores al accidente todavía me parecen muy confusas.
El gerente asintió con simpatía.
—Ah, sí. Ése es el resultado de la conmoción. Eso le ocurrió a mi hermana. Durante la guerra estaba en Londres. Cayó una bomba y ella perdió el conocimiento. Luego se levantó, estuvo paseando por la ciudad y tomó un tren en la estación de Euston. Y figurez-vous, se despertó en Liverpool y no recordaba nada de la bomba, ni de su paseo por Londres, ni del tren. Lo último que recordaba era que estaba colgando un vestido en su armario de Londres. Son cosas muy curiosas, ¿verdad?
Hilary convino en que sí lo eran, y el gerente se retiró con una reverencia. La joven se levantó para mirarse al espejo. Estaba tan compenetrada con su nueva personalidad que sentía la flojedad de sus miembros, cosa natural en quien acababa de abandonar el hospital tras una grave dolencia.
Había preguntado en la recepción, pero no había ningún recado ni carta para ella. Los primeros pasos en su nueva vida tendría que darlos a ciegas. Quizás Olive Betterton tuviera que telefonear o encontrarse con determinada persona en Casablanca. En cuanto a esto no tenían la menor pista. Todos sus conocimientos se reducían al pasaporte de Olive Betterton, su carta de crédito y la cartera de la agencia Cook con los billetes y las reservas. Éstas consistían en dos días de estancia en Casablanca, seis en Fez y cinco en Marrakech.
Claro que ahora aquellas reservas habían caducado y tendrían que renovarse. El pasaporte y la carta de crédito se habían hecho de nuevo. Ahora la fotografía del pasaporte era la de Hilary, y la firma de la carta de crédito decía «Olive Betterton», pero con la letra de Hilary. Sus credenciales estaban todas en orden. Sólo restaba representar bien su papel y aguardar. Su mejor carta era el accidente del avión que explicaba la pérdida de memoria y el despiste general.
El accidente era auténtico y, efectivamente, Olive Betterton se encontraba a bordo del avión. La conmoción sufrida disculparía que dejara de poner en práctica las instrucciones que pudiera haber recibido. Atontada, débil y desorientada, Olive Betterton esperaría nuevas órdenes.
Lo más natural en su caso era descansar y, por lo tanto, se tendió sobre la cama. Durante dos horas repasó todo lo que le habían enseñado. El equipaje de Olive resultó destruido en la catástrofe.
Hilary tenía unas pocas cosas que le fueron proporcionadas en el hospital. Se pasó el peine por los cabellos, se retocó la pintura de los labios y bajó al comedor para cenar.
Notó que la miraban con cierto interés. Había varias mesas ocupadas por hombres de negocios que apenas le dirigieron una mirada, pero en otras, evidentemente ocupadas por turistas, vio que cuchicheaban.
—Esa mujer de allí, la pelirroja, es una superviviente del avión que se estrelló, querida. Sí. Vino del hospital en una ambulancia. Yo la vi llegar. Todavía parece muy enferma. No sé si han hecho bien en dejarla salir tan pronto del hospital. Qué experiencia más terrible. ¡Escapó de milagro!
Después de cenar, Hilary se sentó en el salón preguntándose si alguien la abordaría. Había un par de señoras allí sentadas y, finalmente, una baja y regordeta, de cabellos con reflejos azules, ocupó una silla vecina a la suya y comenzó a charlar con agradable y vivaz acento norteamericano.
—Espero que me perdone, pero me gustaría hablar con usted. ¿Es usted la pasajera que escapó milagrosamente del accidente aéreo del otro día?
Hilary dejó la revista que estaba leyendo.
—Sí —le contestó.
—¡Vaya! Debió ser terrible. Me refiero a la catástrofe. Dicen que sólo hay tres supervivientes. ¿Es cierto?
—Sólo dos —replicó Hilary—. Uno de los tres murió en el hospital.
—¡Vaya! ¡No me diga! Ahora si me permite que le haga una pregunta miss… Mrs…
—Betterton.
—Bueno, si no le molesta, ¿puede decirme dónde iba sentada en el avión? ¿En la parte delantera o cerca de la cola?
Hilary conocía la respuesta y la soltó en el acto.
—Cerca de la cola.
—Siempre dicen que es el lugar más seguro, ¿no es cierto? Yo siempre insisto en que me coloquen cerca de las puertas posteriores. ¿Ha oído, miss Hetherington? —Volvió la cabeza para incluir en la conversación a la otra dama de mediana edad. Se trataba de una dama inglesa de rostro alargado, triste y de aspecto caballuno—. Es lo que yo le decía el otro día. Siempre que viaje en avión no consienta que la azafata la coloque en la parte delantera.
—Supongo que alguien tendrá que sentarse delante —dijo Hilary.
—Bueno, pero no seré yo —dijo su nueva amiga con presteza.
A propósito, mi nombre es Baker, Mrs. Calvin Baker.
Hilary aceptó la presentación y Mrs. Baker monopolizó la conversación con suma facilidad.
—Acabo de llegar de Mogador y miss Hetherington de Tánger. Nos hemos conocido aquí. ¿Va usted a visitar Marrakech, Mrs. Betterton?
—Tenía el pasaje —respondió Hilary—. Claro que este accidente ha desbaratado todos mis planes.
—Desde luego, lo comprendo. Pero la verdad, no debe dejar de ver Marrakech. ¿No le parece, miss Hetherington?
—Marrakech resulta carísimo —replicó la aludida—. Y esa miserable cantidad de dinero que nos permiten llevar lo hace todo muy difícil.
—Hay un hotel maravilloso, el Mamounia —continuó Mrs. Baker.
—Carísimo —insistió miss Hetherington—. Está fuera de mi alcance. Claro que para usted es distinto, Mrs. Baker, me refiero a los dólares. Pero alguien me dio el nombre de un hotel pequeño, pero muy bonito y limpio, y dicen que la comida no está del todo mal.
—¿Adonde más piensa ir, Mrs. Betterton? —le preguntó la estadounidense.
—Quisiera visitar Fez —manifestó Hilary con precaución—. Claro que tendré que volver a reservar.
—Oh, sí, desde luego, no debe perderse Fez ni Rabat.
—¿Ha estado usted allí?
—Todavía no. Tengo pensado ir pronto, lo mismo que miss Hetherington.
—Creo que la ciudad antigua se conserva perfectamente —comentó la inglesa.
La conversación continuó por el estilo durante algún tiempo más. Luego Hilary apeló al cansancio del primer día fuera del hospital y las dejó para subir a su habitación.
Hasta entonces todo había sido muy impreciso. Las dos mujeres pertenecían a un tipo tan corriente de turistas que resultaba difícil creer que fueran otra cosa que lo que aparentaban. Decidió que, a la mañana siguiente, si no recibía comunicación de ninguna clase, iría a la agencia Cook para hacer nuevas reservas en Fez y Marrakech.
A la mañana siguiente no había cartas, ni mensajes, ni llamadas telefónicas, y a las once emprendió el camino de la agencia de viajes. Había cola y, cuando al fin le tocó su turno y hablaba con el empleado, hubo una interrupción. Otro encargado mayor y con gafas apartó a su lado al joven y saludó a Hilary animadamente.
—Mrs. Betterton, ¿verdad? Ya tengo todas sus reservas.
—Me temo que se han pasado las fechas —dijo Hilary—. He estado en el hospital y…
—Ah, mais oui, ya lo sé. Permítame que la felicite por haberse salvado, madame, pero recibí su mensaje telefónico pidiendo las nuevas reservas y ya las tenemos todas dispuestas.
Hilary sintió que se le aceleraba el pulso. Por lo que ella sabía nadie había telefoneado a la agencia de viajes.
Aquellos eran signos definitivos de que los preparativos del viaje de Olive Betterton eran supervisados.
—No estaba segura de si habían telefoneado o no.
—Pues sí, madame. Aquí tiene, se lo enseñaré.
Le mostró los billetes de ferrocarril, los resguardos de los hoteles, y a los pocos minutos habían realizado todas las transacciones. Hilary debía salir para Fez al día siguiente.
Mrs. Calvin Baker no estaba en el restaurante ni a comer ni a cenar. Miss Hetherington sí, y correspondió al saludo de la joven cuando ésta pasó junto a su mesa, pero no hizo nada por entablar conversación. Al día siguiente, tras efectuar algunas compras necesarias de trajes y ropa interior, Hilary tomó el tren a Fez.
3
Fue el día de la marcha de Hilary cuando Mrs. Calvin Baker, que entraba en el hotel con su rapidez acostumbrada, fue abordada por miss Hetherington, cuya larga nariz temblaba de excitación.
—He recordado ese nombre: Betterton. Es un científico desaparecido. Lo publicaron todos los periódicos hará cosa de dos meses.
—Vaya, ahora me parece recordar algo. Un científico británico. Sí, había ido a París para un congreso.
—Sí, eso es. Me estuve preguntando si ella no sería su esposa. Miré en el registro y pone que su domicilio está en Harwell. Ya sabe que en Harwell está la planta atómica. Yo opino que esas bombas son una equivocación. Y el cobalto, un color muy bonito que usaba mucho cuando era pequeña para pintar, es el peor de todos. Tengo entendido que nadie puede sobrevivir. No debieran realizar esos experimentos. Alguien me comentó el otro día que su primo, que es un hombre muy listo, dijo que el mundo entero podría quedar afectado por la radiactividad.
—¡Vaya, vaya! —exclamó Mrs. Calvin Baker.