Capítulo IV

1

No es que hiciera frío en el hospital, pero causaba esa sensación. Olía a desinfectante. De vez en cuando se oía el tintineo de cristales e instrumental de los carritos de cirugía en el pasillo.

Hilary Craven estaba sentada junto a una cama.

Olive Betterton yacía en la cama con la cabeza vendada. Había una enfermera a un lado de la cama y un médico en el otro. Jessop ocupaba una silla en un rincón. El doctor le habló en francés.

—No tardará mucho. El pulso es mucho más débil.

—¿No recobrará el conocimiento?

—Eso no puedo decirlo —contestó el francés encogiéndose de hombros—. Es posible que sí, al final.

—¿No puede hacer nada… algún estimulante?

El doctor meneó la cabeza y se marchó, seguido de la enfermera, que fue reemplazada por una monja que se colocó a la cabecera de la cama, donde permaneció pasando las cuentas del rosario. Hilary miró a Jessop y se acercó a él obedeciendo a su gesto.

—¿Ha oído lo que ha dicho el doctor? —le preguntó él en voz baja.

—Sí. ¿Qué quiere preguntarle?

—Quiero que obtenga toda la información posible, cualquier contraseña, señales, mensajes, todo. ¿Comprende? Es más probable que le hable a usted que a mí.

—¿Quiere usted que traicione a alguien que se está muriendo? —dijo Hilary con repentina emoción.

Jessop ladeó la cabeza como un búho.

—¿Es eso lo que piensa?

—Sí.

—Muy bien. —La miró pensativo—. Haga y diga lo que le parezca. ¡Yo no puedo tener escrúpulos! ¿Lo comprende?

—Desde luego, es su deber. Usted puede hacerle tantas preguntas como desee, pero no me pida que yo lo haga.

—Usted es un agente libre.

—Hay otra cuestión que debemos discutir. ¿Hemos de decirle que se está muriendo?

—No lo sé. Tendré que pensarlo.

Ella asintió y volvió junto a la cama. Ahora sentía una profunda compasión por aquella mujer agonizante, una mujer que se dirigía al encuentro del hombre amado. ¿O estaban todos equivocados? ¿Había venido a Marruecos simplemente en busca de solaz, a pasar el tiempo hasta tener noticias definitivas de si su marido estaba vivo o muerto?

Hilary hubiera querido saberlo.

Pasaba el tiempo. Habían pasado casi dos horas cuando cesó el chasquido de las cuentas del rosario y la monja dijo con voz suave e impersonal:

—Ha experimentado un cambio. Creo que se acerca el fin. Voy a buscar al doctor.

Salió de la habitación. Jessop se acercó a la cama y no se apartó de la pared de modo que quedaba fuera del campo visual de Mrs. Betterton. Sus párpados se agitaron y acabaron por abrirse. Los ojos azules se fijaron en Hilary. Los cerró para volverlos a abrir en seguida y en su mirada apareció un ligero aire de perplejidad.

—¿Dónde…?

La palabra se escapó de sus labios resecos en el momento en que entraba el médico. Le tomó el pulso sin dejar de mirarla.

—Está en el hospital, madame —le dijo—. El avión sufrió un accidente.

—¿El avión?

Repitió sus palabras con voz apenas perceptible.

—¿Hay alguien a quien desee ver en Casablanca? ¿Algún mensaje que quiera enviar?

Su mirada se fijó dolorosamente en el rostro del doctor.

—No.

Volvió a mirar a Hilary.

—¿Quién…?

Hilary se inclinó sobre ella y habló con suma claridad.

—Yo también vine de Inglaterra en avión. Si hay algo que pueda hacer por usted, dígamelo, por favor.

—No, nada. A menos…

—¿Qué?

—Nada.

Volvió a parpadear y entrecerró los ojos. Hilary alzó la cabeza, su mirada se cruzó con la imperiosa mirada de Jessop. Meneó la cabeza con energía.

Jessop se adelantó para colocarse junto al doctor. La moribunda abrió los ojos. En su mirada apareció una expresión de reconocimiento.

—A usted lo conozco.

—Sí, Mrs. Betterton, me conoce. ¿Quiere decirme alguna cosa de su marido?

—No.

Los párpados cayeron sobre sus cansados ojos. Jessop, dando media vuelta, abandonó la habitación. El doctor miró a Hilary.

¡C’est la fin! —dijo en un susurro.

La mujer volvió a abrir los ojos. Su dolorida mirada recorrió el cuarto hasta fijarse en Hilary. Olive Betterton hizo un ligero gesto y la joven instintivamente tomó aquella mano blanca y fría entre las suyas. El médico se encogió de hombros y se despidió con una leve reverencia. Las dos mujeres se quedaron solas. Olive Betterton intentaba hablar.

—Dígame, dígame…

Hilary comprendió lo que le preguntaba y repentinamente supo cómo actuar. Se inclinó decidida sobre la moribunda.

—Sí —dijo en voz clara—, se está usted muriendo. Es eso lo que quería saber, ¿no es cierto? Ahora, escúcheme. Voy a tratar de llegar hasta su marido. ¿Quiere enviarle algún mensaje por si tengo éxito?

—Dígale… dígale que tenga cuidado. Boris… Boris es peligroso.

Su voz volvió a apagarse en un suspiro. Hilary se inclinó todavía más.

—¿Hay algo que pueda ayudarme en mi viaje? Para ayudarme a ponerme en contacto con su marido.

—Nieve.

La palabra sonó tan leve que intrigó a Hilary. ¿Nieve? ¿Nieve?

La repitió sin comprender. Una risita débil, fantasmal, salió de los labios de Olive Betterton, seguida de unas palabras apenas perceptibles.

¡Snow, snow, beautiful snow!

You slip on a lump, and over you go![1]

Repitió la última palabra.

¿Go, go? Vaya y dígale lo de Boris. Yo no lo creo. No quería creerlo. Pero tal vez es cierto. Si es así… si es así… —Una mirada agonizante apareció en los ojos de Olive—. Tenga cuidado.

Un ruido extraño, que sonó como un castañeteo, salió de su garganta. Sus labios se contrajeron.

Olive Betterton había muerto.

2

Los cinco días siguientes fueron mentalmente extenuantes, aunque físicamente inactivos. Confinada en una habitación del hospital, Hilary se puso a trabajar. Cada noche pasaba un examen de lo que había aprendido durante el día. Todos los detalles de la vida de Olive Betterton de que disponían, se ponían por escrito y ella tenía que aprenderlos de memoria. Las casas en las que había vivido, las asistentas que acudían a limpiarla, sus parientes, el nombre de su perro y el de su canario; cada detalle de los seis meses de vida matrimonial con Thomas Betterton. Su boda, los nombres de las damas de honor, sus vestidos. Los dibujos de las cortinas, las alfombras y los tapizados. Los gustos de Olive Betterton, sus predilecciones y sus actividades diarias. Sus preferencias en alimentos y bebidas. Hilary se quedó maravillada de la cantidad de informaciones, aparentemente insignificantes, que habían reunido. En cierta ocasión le dijo a Jessop:

—¿Algo de todo esto es importante?

—Probablemente no —replicó él sin inmutarse—. Pero usted tiene que convertirse en el personaje original. Imagínese que es escritora y que está escribiendo una novela cuya protagonista es una mujer. Se llama Olive. Usted describe escenas de su niñez, de su adolescencia. Luego su matrimonio, la casa en que vive. Mientras lo hace, ella se va convirtiendo en un ser real para usted. Luego repite la experiencia, pero esta vez como si escribiera una autobiografía. La escribe en primera persona. ¿Comprende lo que quiero decir?

Hilary asintió lentamente, impresionada a pesar suyo.

—No puede creerse Olive Betterton hasta que sea Olive Betterton. Sería mucho mejor si tuviera tiempo para aprenderlo todo, pero no lo tenemos. De modo que tengo que empacharla como a un estudiante que se presenta a un examen difícil e importante. —Y agregó—: Gracias a Dios, posee usted una inteligencia despierta y una buena memoria.

Las descripciones que aparecían en los pasaportes de Olive Betterton e Hilary Craven eran casi idénticas, pero los dos rostros eran completamente distintos. Olive Betterton había tenido una belleza vulgar e insignificante. Obstinada, pero no inteligente. En cambio, el rostro de Hilary tenía fuerza y una cualidad intrigante. La mirada de los ojos azules, debajo de las oscuras cejas mostraba inteligencia y viveza. Su boca se curvaba hacia arriba en una línea amplia y generosa. El corte de su mentón era perfecto. Un escultor hubiera considerado interesantes los rasgos de su rostro.

«Aquí hay pasión y cerebro», pensó Jessop. «Y en alguna parte reprimido, pero no muerto, hay un espíritu alegre y resuelto que disfruta de la vida y busca la aventura».

—Lo conseguirá. Es una buena discípula.

Este desafío a su intelecto y a su memoria habían estimulado a la joven. Se iba sintiendo interesada, y deseaba tener éxito en su empresa. Se le ocurrieron un par de objeciones y las comunicó a Jessop.

—Usted dice que me aceptarán como Olive Betterton. Que ignoran que aspecto tiene, excepto a grandes rasgos. Pero ¿cómo puedo estar segura?

—No podemos estar seguros de nada. —Jessop se encogió de hombros—. Pero sabemos bastante bien cómo funcionan estas cosas y, al parecer internacionalmente, existe muy poca comunicación entre un país y otro. La verdad es que eso representa una gran ventaja para ellos. Si conseguimos descubrir un eslabón débil en Inglaterra, y le aseguro que siempre hay un punto débil en todas las organizaciones, ese eslabón de la cadena no sabe nada de lo que ocurre en Francia, Italia o Alemania, o donde sea, y nos estrellamos contra un muro. Ellos sólo saben su pequeño papel en el esquema general y nada más. Lo mismo ocurre en todas partes. Juraría que la célula que opera aquí lo único que sabe de Olive Betterton es que llegará en tal avión y que hay que darle tales instrucciones.

»Comprenda, ella no es importante. Si piensan conducirla hasta su marido, es porque él quiere que se la lleven y porque ellos creen que trabajará mejor teniéndola a su lado. Ella es un mero peón en el juego.

»También debe recordar que la idea de sustituir a Olive Betterton ha sido una improvisación ocasionada por el accidente del avión y el color de sus cabellos. Nuestro plan era seguir a Olive Betterton y averiguar dónde iba, cómo y a quién encontraba. Y eso es lo que esperarán los del bando contrario.

—¿Y no lo han intentado antes? —preguntó Hilary.

—Sí, se intentó en Suiza con gran discreción. Y fue un fracaso en cuanto se refiere a nuestro principal objetivo. Si alguien se puso en contacto con ella allí, lo ignoramos. De modo que el contacto debió ser muy breve. Naturalmente, ellos esperarán que alguien siga los pasos a Olive Betterton. Estarán preparados para eso. A nosotros nos corresponde realizar el trabajo más a conciencia que la última vez. Tenemos que intentarlo y ser más astutos que nuestros adversarios.

—¿De modo que ustedes me seguirán?

—Desde luego.

—¿Cómo?

Él meneó la cabeza.

—No se lo diré. Es mucho mejor para usted no saberlo. Lo que no sepa no podrá contarlo.

—¿Usted cree que lo diría?

Jessop volvió a adoptar la expresión de búho.

—Ignoro lo buena actriz que es usted, si sabe mentir. No es fácil, comprenda. No se trata de decir algo indiscreto. Puede ser cualquier cosa: un repentino sobresalto; una pausa momentánea en una acción, por ejemplo, encender un cigarrillo; reconocer un nombre o un amigo. Podría disimular fácilmente, pero un solo instante de vacilación sería suficiente.

—Eso significa estar en guardia en todo momento.

—Exacto. Mientras tanto, seguiremos con las lecciones. Es como volver a la escuela, ¿no le parece? Ahora que conoce bastante bien a Olive Betterton, pasemos a otra cosa algo distinta.

Claves, contraseñas, respuestas, situaciones cambiantes. La lección continuó: el interrogatorio, las repeticiones, el interés por confundirla, de hacerla caer; luego situaciones hipotéticas para ver sus reacciones. Al fin, Jessop se declaró satisfecho.

—Servirá —le dijo, dándole unas palmaditas en el hombro—. Es una buena alumna. Y recuerde esto: aunque muchas veces le parezca que está usted sola, probablemente no será así. Digo probablemente, ya que no puedo prometerle nada. Son unos tipos muy listos.

—¿Qué ocurrirá si llego al término de mi viaje?

—¿Qué quiere decir?

—Me refiero si al fin me veo frente a Tom Betterton.

Jessop asintió con gravedad.

—Sí, ése es el momento más peliagudo. Sólo puedo decirle que en ese momento, si todo ha salido bien, tendrá usted protección. Es decir, si las cosas han salido como esperábamos. Pero, como supongo que recuerda, el concepto básico de la operación es que hay pocas probabilidades de que usted sobreviva.

—¿No dijo usted un uno por ciento? —replicó Hilary secamente.

—Creo que ahora podemos ampliarlo un poco. No sabía cómo era usted.

—No, supongo que no —replicó ella pensativa—. Supongo que para usted sólo era…

Jessop concluyó la frase por ella.

—… una mujer con una magnífica cabellera roja y sin el valor para seguir viviendo.

Ella enrojeció.

—Es un juicio muy duro.

—Es cierto, ¿no? No acostumbro a sentir compasión por los demás. En primer lugar es insultante. Sólo se siente compasión por las personas que se compadecen de sí mismas. La autocompasión es una de las principales trabas en este mundo.

—Tal vez tenga razón. ¿Se compadecerá de mí cuando me hayan liquidado, o como se diga, en el cumplimiento de esta misión?

—¿Compadecerla? No. Maldeciré haber perdido a alguien por quien valía la pena preocuparse un poco.

—Vaya, al fin un cumplido. —A pesar suyo se sentía complacida. Continuó en tono práctico—: Se me ocurre otra cosa.

Usted dice que es probable que nadie sepa cómo es Olive Betterton, pero ¿y si alguien me reconoce a mí? Yo no conozco a nadie en Casablanca, pero hay personas que viajaron conmigo en el avión. O tal vez puedo tropezar con algún conocido entre los turistas que vienen aquí.

—No necesita preocuparse por los pasajeros del avión. Las personas que salieron de París con usted eran hombres de negocios que continuaron hasta Dakar. Irá usted a otro hotel cuando salga de aquí, al hotel donde esperaban a Mrs. Betterton. Llevará sus ropas y su peinado, y algunas tiras de esparadrapo en las sienes que le darán un aspecto muy distinto. Por cierto, va a venir un médico para prepararla. No le hará daño. Con anestesia local, pero es necesario que tenga algunas señales auténticas del accidente.

—Son ustedes muy concienzudos.

—Tenemos que serlo.

—No me ha preguntado si Olive Betterton me dijo algo antes de morir.

—Tuve la impresión de que tenía usted escrúpulos.

—Lo siento.

—No lo sienta. Yo la respeto por eso. Yo también quisiera tenerlos, pero el trabajo no me lo permite.

—Dijo algo que tal vez deba usted saber. Me dijo: «Dígale», refiriéndose a Betterton, «dígale que tenga cuidado. Boris es peligroso».

—Boris. —Jessop repitió el nombre con interés—. ¡Ah! Nuestro correcto extranjero, el comandante Boris Glydr.

—¿Lo conoce? ¿Quién es?

—Un polaco. Vino a verme a Londres. Se supone que es primo político de Tom Betterton.

—¿Se supone?

—Digamos más exactamente que, si es en realidad lo que pretende ser, es primo de la difunta primera Mrs. Betterton. Pero sólo tenemos su palabra.

—Olive estaba asustada —dijo Hilary frunciendo el entrecejo—. ¿No puede describirlo? Me gustaría poder reconocerlo.

—Sí. Pudiera ser que se lo encuentre. Un metro ochenta. Ochenta kilos. Rubio, cara de póker, ojos claros, modales extranjeros. Habla un inglés muy correcto, pero con un acento muy marcado, y su porte es marcial. —Y agregó—: Lo seguimos desde que abandonó mi despacho. Nada de particular. Fue derecho a la embajada de Estados Unidos, completamente normal. Me había enseñado una carta de presentación de allí. Las que acostumbran a enviar cuando desean ser amables y no comprometerse. Presumo que salió de allí en el automóvil de otra persona o por la puerta trasera disfrazado o algo por el estilo. El caso es que nos despistó. Sí, yo diría que es posible que Olive Betterton tuviera razón al decir que Boris Glydr es peligroso.