1
—Pasajeros del vuelo 108 de Air France a París. Por aquí, por favor.
Las personas que aguardaban en la sala de embarque del aeropuerto de Heathrow se pusieron en pie. Hilary Craven cogió el maletín de piel de lagarto para dirigirse con los demás viajeros a la pista. El azote del viento le pareció frío después del calor de la sala de embarque.
Hilary se estremeció y se ajustó más el abrigo de piel. Siguió a los otros pasajeros hasta donde aguardaba el avión. ¡Al fin! ¡Se marchaba, huía! Lejos de la tristeza, la soledad y los sufrimientos.
Escapaba hacia la luz del sol, el cielo azul y una nueva vida. Dejaría atrás todo este lastre, el peso muerto de los sufrimientos y las desilusiones. Subió la escalerilla del avión, inclinó la cabeza para entrar y siguió a la azafata hasta su asiento. Por primera vez en muchos meses sentía disminuir aquel dolor tan intenso que casi resultaba físico.
«Tengo que marcharme», se dijo esperanzada. «Y me marcharé».
El rugido de los motores la excitó. Parecían tener algo salvaje.
«La miseria de la civilización es lo peor. Gris y sin esperanza. Pero ahora me escaparé».
El aparato carreteó suavemente por la pista.
—Abróchense los cinturones, por favor —dijo la azafata.
El avión viró, encaró la pista de despegue y se detuvo aguardando una señal para despegar.
«Tal vez el avión se estrelle», pensó Hilary. «Quizá no llegue a elevarse, entonces sería el fin, la solución de todo. Nunca conseguiré escapar, nunca. Me retendrán aquí como una prisionera».
Le pareció que llevaban varias horas esperando la orden para despegar con rumbo hacia la libertad. El avión comenzó a avanzar.
«¡Ah, por fin!».
Un rugido final de los motores y el avión carreteó cada vez más deprisa, más deprisa, a toda velocidad por la pista.
«No se levantará. No podrá, éste es el fin», pensó Hilary. Al parecer ya estaban en el aire. No era tanto que el avión tomara altura, sino más bien que la tierra se iba alejando, hundiéndose, dejando sus problemas, contrariedades y desilusiones debajo de la criatura que orgullosamente se elevaba entre las nubes. Y continuaron subiendo, trazando un círculo sobre el aeropuerto, que ahora parecía de juguete. Diminutas carreteras y trenes en miniatura.
Un ridículo mundo infantil donde la gente amaba, odiaba y destrozaba sus corazones. Ninguno de sus habitantes tenía importancia ahora, tan pequeños, absurdos e insignificantes. Luego las nubes formaron una masa de un gris blanquecino y le impidieron la visión.
Debían estar volando sobre el Canal. Hilary se reclinó en el asiento y cerró los ojos. Escapar. Escapar. Había abandonado Inglaterra, a Nigel y al pequeño y triste montículo que era la tumba de Brenda. Abrió los ojos para volver a cerrarlos con un profundo suspiro. Se durmió.
2
Cuando Hilary despertó, el avión iniciaba el descenso.
«París», pensó Hilary mientras se sentaba y recogía su bolso.
Pero no era París. La azafata recorrió el pasillo diciendo en tono alegre y como si se dirigiera a una clase de párvulos:
—Vamos a aterrizar en Beauvais porque la niebla es muy espesa en París.
Su tono parecía decir: «¿No os parece divertido, niños?».
Hilary miró por la ventanilla. Se veía muy poco. Beauvais también aparecía cubierto de niebla. El avión volaba en círculos.
Tardó un rato en tomar tierra. Luego los pasajeros fueron conducidos a través de niebla fría y húmeda hasta un rústico edificio de madera, donde había algunas sillas y un gran mostrador.
Hilary se sentía deprimida, pero trató de animarse. Un hombre que estaba próximo a ella murmuró:
—Un viejo aeródromo de la guerra. Aquí no hay calefacción ni comodidades. Afortunadamente, como es francés, nos servirán algo de beber.
Casi inmediatamente apareció un hombre con varias llaves y no tardaron en servirles distintas bebidas alcohólicas para levantarles la moral. Las copas ayudaron a entretener la larga e irritante espera.
Transcurrieron varias horas. Otros aviones aparecieron entre la niebla y aterrizaron, desviados de su destino: París. La reducida sala no tardó en quedar repleta de gente irritada que protestaba por la demora y el frío.
A Hilary todo aquello le parecía irreal. Era como si estuviera soñando y su sueño la protegiera de la realidad.
Aquello era sólo un retraso. Cuestión de esperar. Seguía su viaje, su viaje hacia la libertad. Continuaba escapando de todo. Iba de camino al lugar donde comenzaría una nueva vida. Conservó el ánimo y lo mantuvo durante la larga y fatigosa espera y los momentos de confusión cuando se anunció, mucho después de oscurecer, que habían llegado los autobuses que los conducirían a París.
Hubo un gran revuelo. Idas y venidas, pasajeros, pilotos, mozos que llevaban los equipajes a toda prisa y chocaban en la oscuridad. Al fin, Hilary se encontró con los pies y las piernas heladas, en un lento autobús camino de París en medio de la niebla.
Fue un largo y tedioso recorrido de cuatro horas. Era medianoche cuando llegaron a Les Invalides y Hilary agradeció poder recoger su equipaje y dirigirse al hotel donde le habían reservado habitación. Estaba demasiado cansada para comer, de modo que tomó un baño caliente y se derrumbó en la cama.
El avión para Casablanca salía de Orly a las diez y media de la mañana siguiente, pero cuando llegaron a Orly, todo era confusión.
Muchos aviones permanecían en tierra en distintas partes de Europa.
Las llegadas y las salidas habían sufrido considerables retrasos.
Un empleado del mostrador de embarque le comentó muy nervioso:
—¡Es imposible que madame salga en el avión en el que había reservado billete! Se han tenido que cambiar todos los horarios. Si madame quiere sentarse unos momentos es posible que todo se arregle.
Al fin la llamaron para comunicarle que había una plaza en el avión a Dakar y que normalmente no hacía escala en Casablanca, pero que lo haría en esta ocasión.
—Si toma este avión, sólo llegará con tres horas de retraso. Eso es todo, madame.
Hilary se avino sin la menor protesta y el empleado pareció sorprendido y, desde luego, encantado por su actitud.
—Madame, no tiene idea de las dificultades que me han puesto esta mañana —le dijo—. En fin, los viajeros son muy poco razonables. ¡No fui yo quien puso la niebla! Naturalmente eso produjo las alteraciones. Pero yo digo que uno debe afrontar las contrariedades de buen humor, por desagradable que resulte tener que alterar los propios planes. Aprés tout, madame, ¿qué importa un pequeño retraso de una, o dos, o tres horas? ¿A quién le puede importar en qué avión llega a Casablanca?
No obstante, precisamente aquel día importaba mucho más de lo que creía el francés cuando pronunció aquellas palabras. Porque, cuando Hilary finalmente llegó por fin y pisó la pista iluminada por el sol, el mozo que caminaba junto a ella empujando el carretón de los equipajes comentó:
—Ha tenido mucha suerte de no haber tomado el avión anterior a éste, el del vuelo regular a Casablanca, madame.
—¿Por qué? —le preguntó ella—. ¿Qué ha ocurrido?
El mozo miró inquieto a su alrededor. Pero, al fin y al cabo, la noticia no podía quedar en secreto. Se inclinó hacia ella y, bajando la voz, le informó:
—¡Mauvaise affaire! Se estrelló al aterrizar. El piloto y el navegante, así como la mayoría de pasajeros, han muerto. Se salvaron cuatro o cinco y los han llevado al hospital. Algunos están muy graves.
La primera reacción de Hilary fue de furia.
«¿Por qué no viajaría yo en ese avión?», se preguntó. «De haberlo hecho, ahora todo habría terminado. Estaría muerta. No más quebraderos de cabeza, no más sufrimientos. En cambio, las personas que volaban en él querían vivir y a mí no me importa. ¿Por qué no me habrá sucedido a mí?».
Pasó la Aduana, mero trámite, y se dirigió al hotel. Era una tarde radiante y el sol comenzaba a ponerse. La luz dorada y el aire diáfano eran como los había imaginado. ¡Al fin había llegado! Había abandonado la niebla, el frío y la oscuridad de Londres, dejado atrás las penas, las indecisiones y los sufrimientos. Aquí sentía palpitar la vida, el calor y la luz del sol.
Atravesó su dormitorio, abrió las persianas de par en par y contempló la calle. Sí, era todo tal como se lo había imaginado. Se apartó de la ventana y fue a sentarse en la cama. ¡Escapar, escapar!
Ésa era la idea que no se apartaba de su mente desde que dejara Inglaterra. Escapar. Escapar. Y ahora comprendía, con una frialdad terrible y aplastante, que no existía escape posible.
Todo era exactamente igual aquí que en Londres. Hilary Craven era la misma, y era de Hilary Craven de quien quería escapar. Hilary Craven era la misma en Marruecos que en Londres.
—Qué tonta he sido —musitó—. ¡Qué tonta soy! ¿Cómo pude creer que me sentiría de otro modo si me iba de Inglaterra?
La tumba de Brenda, aquel patético montoncito de tierra, estaba en Inglaterra, y Nigel no tardaría en casarse en Inglaterra con su nueva novia. ¿Por qué imaginó que esas dos cosas le importarían menos aquí? Deseos tontos. Bueno, ahora ya había llegado y debía enfrentarse con la realidad. Una realidad que no podría soportar, y que no soportaría. Hay cosas que se soportan mientras existe una razón para sufrirlas. Soportó su larga enfermedad, el abandono de Nigel y las circunstancias crueles y brutales en las que ocurrió. Había soportado todas aquellas cosas porque estaba Brenda. Luego vino la larga y lenta batalla por la vida de Brenda, y la derrota final. Ahora ya no le quedaba nada por qué vivir. Y aquel viaje hasta Marruecos se lo había demostrado. En Londres sintió la extraña sensación de que, si se marchaba a otro sitio, podría olvidar el pasado y comenzar de nuevo. Y por eso emprendió el viaje hasta este lugar nuevo para ella y que poseía las cualidades que tanto le agradaban: mucho sol, aire puro y otras gentes y costumbres sin la menor relación con su pasado. Pensó que aquí las cosas serían distintas y eran las mismas.
Los hechos eran sencillos e innegables.
Ella, Hilary Craven, no sentía el menor deseo de seguir viviendo. Así de sencillo.
Si la niebla no hubiera desviado su camino, si hubiera tomado el avión en el que tenía plaza, ahora su problema quizá estaría ya resuelto. Su cuerpo estaría en cualquier morgue francesa. Un cuerpo destrozado con el alma en paz, libre de sufrimientos. Bueno, podía llegar al mismo fin, pero de un modo bien distinto. Le hubiera resultado muy sencillo de haber llevado consigo pastillas para dormir.
Recordó la respuesta del doctor Grey y la extraña expresión de su rostro cuando se las pidió.
—Es mejor que no tome nada. Debe aprender a dormir sin la ayuda de somníferos. Puede que al principio le cueste, pero ya se acostumbrará.
¡Qué extraña expresión la de su rostro! ¿Habría sabido o sospechado que llegaría a aquel extremo? Se puso en pie con decisión. Ahora mismo buscaría una farmacia.
3
Hilary siempre había imaginado que era fácil adquirir drogas en las ciudades extranjeras. Con sorpresa comprobó que no era así. El primer farmacéutico sólo le vendió dos dosis. Para más cantidad, le dijo, debía presentarle una receta médica. Ella le dio las gracias con una sonrisa indiferente. Salió de la farmacia con tanta prisa que tropezó con un joven alto y expresión solemne que se disculpó en inglés. Ella le oyó pedir un tubo de pasta dentífrica.
En cierto modo le hizo gracia. Pasta dentífrica. Le pareció tan ridículo, tan normal, tan cotidiano. Luego sintió una aguda punzada, porque la marca que había pedido era la preferida de Nigel. Cruzó la calle y entró en otra farmacia. Cuando regresó al hotel había recorrido cuatro farmacias. Le pareció divertido que en la tercera se volviese a encontrar con el joven de cara de búho preguntando nuevamente por la misma marca de dentífrico que, sin duda, no era muy corriente en las farmacias francesas de Casablanca.
Hilary se sintió casi optimista mientras se cambiaba el vestido y se maquillaba para bajar a cenar. Bajó lo más tarde posible, porque no deseaba encontrar a ninguno de sus compañeros de viaje o a la tripulación del avión, cosa poco probable porque el avión había continuado hasta Dakar y ella era la única que había desembarcado en Casablanca.
El restaurante estaba casi vacío, aunque advirtió que aquel joven inglés estaba terminando de cenar en una mesa junto a la pared. Parecía muy absorto en la lectura de un periódico francés.
Hilary pidió una buena cena y media botella de vino. Se sentía excitada. «¿Y qué es esto al fin y al cabo, sino mi última aventura?», pensó. Luego ordenó que le subieran a su habitación una botella de agua de Vichy y, después del último bocado, se retiró.
El camarero le trajo el Vichy, destapó la botella, la dejó sobre la mesa y, tras desearle buenas noches, abandonó la habitación. Hilary exhaló un suspiro de alivio. En cuanto cerró la puerta de la habitación, echó la llave. Sacó del cajón del tocador los cuatro paquetitos que había comprado en las farmacias y los desenvolvió.
Puso las pastillas sobre la mesa y se sirvió un vaso de agua de Vichy.
Sólo tenía que tragarlas con un poco de agua.
Se desnudó, se puso la bata y volvió a sentarse. El corazón le latía más deprisa. Sintió algo parecido al miedo, pero su temor era en parte fascinación y no del que le hubiera tentado a abandonar su plan. Estaba muy tranquila. Ésta era la huida final, la verdadera. Miró al escritorio, dudando entre dejar o no una nota. Decidió no hacerlo.
No tenía parientes ni amigos íntimos, nadie de quien despedirse. Y en cuanto a Nigel, no deseaba cargarle de inútiles remordimientos en el supuesto caso de que los sintiera al recibir su nota. Seguramente Nigel leería en los periódicos que una tal Mrs. Hilary Craven había fallecido de resultas de haber ingerido una sobredosis de somníferos en la habitación de un hotel de Casablanca. Sería una noticia breve.
Pensaría: «¡Pobre Hilary, qué mala suerte!». Y en el fondo probablemente se sentiría aliviado, porque adivinaba que le pesaba la conciencia, y Nigel era un hombre que deseaba sentirse tranquilo.
Nigel le parecía ya muy lejano e insignificante. No había nada más que hacer. Se tomaría las pastillas y luego a dormir. Un sueño del que no despertaría. No tenía, o eso pensaba, ningún sentimiento religioso. La muerte de Brenda había terminado con todo aquello.
De modo que no tenía nada más en qué pensar. Una vez más era una viajera como lo fuera en el aeropuerto de Heathrow. Una viajera que aguardaba partir con destino desconocido, sin el engorro del equipaje, ni molestas despedidas. Por primera vez en su vida era libre, completamente libre para actuar como deseaba.
El pasado ya no contaba para ella. Aquel dolor punzante de sus horas de insomnio había desaparecido. Sí, ligera, libre, sin estorbos.
Dispuesta a emprender su nuevo viaje.
Extendió la mano para coger la primera pastilla y, al hacerlo, oyó unos discretos golpes en la puerta. Hilary frunció el entrecejo y se quedó con la mano detenida en el aire. ¿Quién sería? ¿La doncella?
No, la cama ya estaba preparada. Quizás algún trámite del pasaporte.
Se encogió de hombros. No contestaría. ¿Por qué iba a preocuparse?
Fuera quien fuese, ya volvería en otra ocasión.
Volvieron a llamar, esta vez algo más fuerte, pero Hilary no se movió. No sería tan urgente y, de todas formas, pronto desistirían.
Miraba fijamente la puerta y de pronto se quedó asombrada. La llave giraba lentamente y vio como salía de la cerradura y caía al suelo con un ruido metálico. Luego se abrió la puerta y entró un hombre: el joven de rostro de búho que estaba comprando dentífrico.
Hilary lo miró demasiado asombrada para poder hacer o decir nada.
El joven se volvió para cerrar la puerta, recogió la llave, la puso de nuevo en la cerradura y cerró. Luego se acercó a ella y tomó asiento al otro lado de la mesa.
—Mi nombre es Jessop —dijo.
Ella lo consideró una observación incongruente. A Hilary se le subieron los colores. Se inclinó hacia él y replicó furiosa:
—¿Qué cree que está haciendo aquí?
Él la miró muy serio y parpadeó.
—Es curioso. Yo he venido a preguntarle lo mismo. —Dirigió una mirada de soslayo a las pastillas.
—No sé lo que quiere decir —replicó Hilary, tajante.
—¡Oh, sí que lo sabe!
Hilary buscó desesperadamente una respuesta. Quería decir tantas cosas: expresar su indignación, ordenarle que saliera de la habitación. Pero, extrañamente, le venció la curiosidad. La pregunta salió de sus labios con tal naturalidad que apenas se dio cuenta de haberla hecho.
—Esa llave ¿ha girado sola en la cerradura?
—¡Ah, eso! —El joven mostró una sonrisa infantil que transformó su rostro. Metió la mano en el bolsillo y sacó un instrumento metálico que le tendió para que lo examinara.
—Ahí tiene. Es una herramienta muy útil. Se introduce en la cerradura desde fuera, agarra la llave y la hace girar. —Volvió a cogerla de manos de Hilary y la guardó—. Los ladrones la utilizan.
—¿De modo que es usted un ladrón?
—No, no, Mrs. Craven, no me hace justicia. Yo llamé. Los ladrones no llaman. Y luego, cuando me pareció que no iba a abrir, utilicé esto.
—Pero ¿por qué?
De nuevo la mirada del visitante se posó en las pastillas.
—Yo de usted no lo haría. No es como usted cree. Usted se imagina que sólo es cuestión de acostarse y no volver a despertar, pero no es así. Los efectos son muy desagradables. Algunas veces aparecen convulsiones, y otras erupciones en la piel. Si es resistente a la droga, tarda mucho tiempo en hacer efecto, y entonces alguien llega a tiempo y le hacen multitud de cosas desagradables: Lavados de estómago. Aceite de ricino, café caliente, bofetadas, todo muy indigno, se lo aseguro.
Hilary se reclinó en su silla con los párpados entrecerrados.
Apretó los puños y se obligó a sonreír.
—¡Qué ridículo es usted! ¿Se imagina que iba a suicidarme o algo por el estilo?
—No sólo lo imagino —respondió Jessop—, estoy completamente seguro. Estaba en la farmacia cuando usted entró, comprando pasta dentífrica. No tenían la marca que quería, de modo que fui a otra y allí estaba usted pidiendo más pastillas para dormir.
Bueno, lo encontré un poco extraño, de modo que la seguí. Compró todas esas pastillas en distintos sitios. Eso sólo podía significar una cosa.
Su tono era amistoso, desenvuelto, pero convencido. Ella abandonó todo fingimiento.
—Entonces, ¿no considera una impertinencia intolerable por su parte pretender impedírmelo?
Él reflexionó unos instantes y al fin meneó la cabeza.
—No, ésta es una de esas cosas que usted no debe hacer. No sé si me comprende.
—Usted puede impedírmelo de momento —replicó Hilary con viveza—. Quiero decir que puede llevarse las pastillas, tirarlas por la ventana o lo que le parezca, pero no podrá impedir que compre más otro día, o que me arroje desde el último piso o me tire a la vía del tren.
El joven consideró este punto.
—Estoy de acuerdo con usted. No puedo impedir que haga ninguna de esas cosas. Pero está la cuestión de si las hará. Mañana, quiero decir.
—¿Usted cree que mañana pensaré de otro modo? —preguntó Hilary con cierta amargura en su voz.
—Ocurre —replicó Jessop, casi disculpándose.
—Sí, es posible —Hilary meditó un instante—. Cuando se hacen las cosas en un momento de acaloramiento. Pero si lo decides en frío, es muy distinto. No tengo nada por lo que vivir.
Jessop ladeó la cabeza y parpadeó como un búho.
—Interesante —observó.
—No, en absoluto. No soy una mujer interesante. Mi marido, a quien yo amaba, me abandonó, y mi única hija murió de meningitis. No tengo parientes ni amigos íntimos. Tampoco ninguna vocación, ni arte, ni oficio, ni trabajo que me guste hacer.
—Es duro —dijo Jessop comprensivo, y agregó con cierta vacilación—: Entonces no considera que obra mal.
—¿Por qué sería malo? —replicó Hilary con calor—. Es mi vida.
—¡Oh, sí, sí! —se apresuró a responder Jessop—. No es que yo sea un gran moralista, pero hay gente que considera que eso está mal.
—Yo no soy de ésas —replicó Hilary.
—Desde luego —dijo Jessop, que la miró con expresión pensativa.
—Entonces puede que ahora, míster…
—Jessop.
—En ese caso, tal vez ahora quiera dejarme sola.
El intruso meneó la cabeza.
—Todavía no. Me interesa saber lo que había detrás de todo esto. Y ahora ya lo sé, ¿no es cierto? Usted no siente interés por la vida, no desea seguir viviendo y le seduce la idea de morir.
—Sí.
—Bien —respondió Jessop alegremente—, ahora sabemos dónde estamos. Damos un paso más. ¿Tiene que ser con somníferos?
—¿Qué quiere usted decir?
—Bueno, ya le he dicho que no son tan románticos como parecen. Y arrojarse desde lo alto de un edificio tampoco es demasiado agradable. No siempre se muere en el acto. Y lo mismo digo de dejarse aplastar por un tren. Lo que quiero decir es que hay otros medios.
—No le comprendo.
—Le sugiero otro sistema. Un método más deportivo, la verdad, y además emocionante. Le seré sincero. Sólo hay una posibilidad entre cien de que no muera. Pero no creo que, dadas las circunstancias, le importe mucho.
—No tengo la menor idea de lo que me está hablando.
—¡Claro que no! —exclamó Jessop—. Todavía no he comenzado a explicarlo. Me temo que primero tendré que hacer un poco de historia. ¿Puedo empezar?
—Supongo que sí.
Jessop hizo caso omiso de su ironía y comenzó con su peculiar estilo:
—Usted es de esa clase de mujeres que lee los periódicos y se mantiene al corriente de la actualidad. Y habrá leído la noticia de la desaparición de varios científicos. Un italiano hará cosa de un año, y hace unos dos meses un joven científico llamado Thomas Betterton.
Hilary asintió.
—Sí, lo leí en la prensa.
—Hay bastante más de lo que apareció en los periódicos. Han desaparecido otras personas y no siempre fueron científicos. Algunos de ellos jóvenes que estaban trabajando en importantes investigaciones médicas. Otros químicos, algunos físicos y un abogado. Unos cuantos de aquí, de allá y de todas partes. El nuestro es un país libre. Uno se puede marchar si quiere. Pero en estas peculiares circunstancias tenemos que saber por qué se han marchado estas personas, dónde fueron, y también es importante cómo se fueron. ¿Se fueron por su propia voluntad? ¿Los secuestraron? ¿Los chantajearon? ¿Qué ruta tomaron? ¿Qué clase de organización interviene en esto, y cuál es su objetivo? Montones de preguntas. Queremos las respuestas. Usted podría ayudarnos a encontrarlas.
Hilary lo miró estupefacta.
—¿Yo? ¿Cómo? ¿Por qué?
—Voy a referirme al caso particular de Thomas Betterton. Desapareció en París hará unos dos meses. Dejó a su esposa en Inglaterra. Estaba desolada, o por lo menos así lo dijo. Juró no tener la menor idea de por qué se había ido, o dónde y cómo. Puede ser o no cierto. Algunas personas, y le digo que yo soy una de ellas, creen que no es verdad.
Hilary se reclinó en su silla. A pesar suyo se iba interesando.
—Sometimos a Mrs. Betterton a una discreta vigilancia —continuó Jessop—. Hará unos quince días vino a verme y me dijo que el doctor le había ordenado marchar al extranjero para gozar de un reposo absoluto y distraerse un poco. No tenía nada que hacer en Londres, donde la gente no dejaba de importunarla: periodistas, parientes, amigos.
—Me lo imagino —dijo Hilary secamente.
—Sí, una lata. Es natural que quisiera marcharse una temporada.
—Muy lógico.
—Pero en nuestro departamento somos muy mal pensados.
Desconfiamos de todo. Decidimos no perder de vista a Mrs. Betterton.
Ayer salió de Inglaterra y vino a Casablanca.
—¿Casablanca?
—Sí, de camino hacia otros lugares de Marruecos. Todo a la vista, con un plan trazado y reservas con antelación. Pero es posible que este viaje de Mrs. Betterton a Marruecos termine llevándola a lo desconocido.
Hilary se encogió de hombros.
—No veo como encajo en todo esto.
Jessop sonrió.
—Encaja porque tiene una espléndida cabellera roja, Mrs. Craven.
—¿Cabellera?
—Sí. Es el rasgo más sobresaliente de Mrs. Betterton: su cabellera. Quizá se ha enterado de que el avión anterior al suyo se estrelló al aterrizar.
—Sí. Yo debía haber estado en ese avión. Tenía reservado billete.
—Muy interesante. Bien, Mrs. Betterton iba en ese avión, pero no ha muerto. La sacaron con vida de los restos del aparato y ahora está en el hospital, aunque según los médicos no llegará a mañana.
Una pequeña luz se hizo en el cerebro de Hilary, que le miró interrogativamente.
—Sí —dijo Jessop—, tal vez vea la forma de suicidio que le ofrezco. Sugiero que Mrs. Betterton continúe su viaje. Le propongo que se convierta usted en Mrs. Betterton.
—Pero sin duda eso es imposible. Quiero decir que ellos en seguida se darán cuenta de que yo no soy Mrs. Betterton.
Jessop ladeó la cabeza.
—Eso, desde luego, depende enteramente de quiénes sean «ellos». Es un término muy vago. ¿Quiénes son «ellos»? ¿Existen unas personas que son «ellos»? Lo ignoramos. Pero puedo decirle una cosa. Si aceptamos la explicación más popular sobre quienes son «ellos», entonces esas personas trabajan en células muy aisladas. Lo hacen por su propia seguridad. Si el viaje de Mrs. Betterton tiene un propósito y ha sido planeado, entonces las personas que actúen aquí no sabrán nada de ella. En el momento convenido y en determinado sitio se pondrán en contacto con cierta mujer y continuarán desde aquí. La descripción que aparece en el pasaporte de Mrs. Betterton es la siguiente: Estatura cinco pies y siete pulgadas, pelirroja, ojos azules, boca mediana, sin marcas visibles.
—Pero las autoridades de aquí, sin duda…
—Por ese lado no tiene que preocuparse. Los franceses han perdido algunos científicos y químicos muy valiosos. Cooperarán. La película es la siguiente: Mrs. Betterton, que sufre una conmoción, es llevada al hospital. Mrs. Craven, otra pasajera del avión siniestrado, ingresa en el mismo hospital. Al cabo de uno o dos días Mrs. Craven morirá en el hospital y Mrs. Betterton será dada de alta. No está del todo repuesta de la conmoción, pero sí en condiciones de continuar su viaje. La catástrofe ha sido auténtica, la conmoción también y además le proporcionará una buena excusa para muchas cosas, como algún lapsus de memoria y cierto comportamiento extraño.
—¡Qué locura! —exclamó la joven.
—Sí, es una locura. Es una empresa difícil y, si nuestras sospechas son acertadas, la matarán. Ya ve que le soy franco, pero según usted, está dispuesta a morir. Y entre arrojarse a la vía del tren o algo por el estilo, yo diría que esto le resultará mucho más divertido.
De repente y contra todo pronóstico, Hilary se echó a reír.
—Creo que tiene usted razón.
—¿Lo hará?
—Sí, ¿por qué no?
—En ese caso —dijo Jessop, irguiéndose en su asiento con brío—, no hay tiempo que perder.