El hombre sentado tras el escritorio corrió el pesado pisapapeles de cristal diez centímetros a su derecha. Su rostro mostraba una expresión más impasible que pensativa. Tenía la tez pálida de los que pasan la mayor parte del día bajo la luz artificial. No había ninguna duda de que se trataba de un hombre de espacios cerrados, de escritorios y ficheros. En cierto sentido resultaba apropiado que, para acceder a su oficina, hubiera que recorrer un laberinto de pasillos subterráneos. Era difícil precisar su edad. No parecía viejo ni joven. La piel de su rostro se veía lisa y sin arrugas, y en sus ojos se reflejaba un profundo cansancio.
El otro ocupante de la oficina era mayor, moreno y con un bigote marcial. Mostraba un temperamento nervioso y enérgico, siempre alerta. Incluso ahora, incapaz de permanecer sentado, se paseaba arriba y abajo, haciendo de cuando en cuando algún brusco comentario.
—¡Informes! —decía exaltado—. ¡Informes, informes y más informes, y ninguno sirve de nada!
El hombre del escritorio miró los documentos sobre la mesa.
Encima de ellos había una ficha con el nombre «Betterton, Thomas Charles», seguido de un signo de interrogación. El hombre del escritorio asintió pensativo.
—¿Ha estudiado todos estos informes y ninguno sirve de nada?
El otro se encogió de hombros.
—¿Quién puede decirlo?
El hombre sentado suspiró.
—Sí, eso es cierto. Nadie puede decirlo.
El más viejo prosiguió con la violencia de una ametralladora:
—Informes de Roma, de Touraine; fue visto en la Riviera, en Amberes; lo identificaron en Oslo; también sin duda en Biarritz; lo observaron comportándose de un modo sospechoso en Estrasburgo; lo vieron en la playa de Ostende con una rubia despampanante y paseando por las calles de Bruselas con un galgo. Todavía no lo han visto en el zoológico dando de comer a los monos, pero me atrevo a asegurar que todo llegará.
—¿No tiene alguna idea, Wharton? Personalmente confiaba en el informe de Amberes, pero no nos ha conducido a ninguna parte. Claro que a estas alturas… —El joven dejó de hablar y pareció entrar en coma. Al fin volvió a hablar enigmáticamente—. Sí, es probable y, sin embargo, quisiera saber…
El coronel Wharton se sentó bruscamente sobre el brazo de un sillón.
—Pero tenemos que averiguarlo —afirmó obstinadamente—. Tenemos que llegar a la raíz de todos estos cómo, por qué y dónde. No podemos perder un científico cada mes sin tener idea de cómo se van, porqué se van y dónde van. ¿Está donde suponemos o no? Siempre lo hemos dado por hecho, pero ahora no estoy tan seguro. ¿Ha leído los últimos informes sobre Betterton que han llegado de Estados Unidos?
El hombre sentado tras el escritorio asintió.
—Las acostumbradas tendencias izquierdistas durante la época en que todos las tuvieron. Nada duradero o permanente por lo que hemos podido averiguar. Hizo buenos trabajos antes de la guerra, aunque nada espectacular. Cuando Mannheim escapó de Alemania, Betterton fue destinado como ayudante suyo y terminó casándose con su hija. Después de la muerte de Mannheim, siguió solo con las investigaciones y realizó trabajos muy brillantes. Se hizo famoso con el sorprendente descubrimiento de la fisión ZE. La fisión fue un descubrimiento revolucionario que llevó a Betterton a la cima. Parecía el principio de una carrera brillante, pero su mujer murió poco después de su matrimonio y él quedó muy afectado. Vino a Inglaterra. Ha estado en Harwell durante los últimos dieciocho meses. Y sólo hace seis meses que se ha vuelto a casar.
—¿Algo en esa dirección? —preguntó Wharton con presteza.
Su interlocutor meneó la cabeza.
—No descubrimos nada. Ella es la hija de un abogado local. Trabajaba en una agencia de seguros antes de su matrimonio. Por lo que hemos descubierto, no tiene inclinaciones políticas radicales.
—Fisión ZE —mencionó el coronel Wharton con tono lúgubre y disgustado—. Me apabulla el significado de esos términos. Soy de otra época. Soy incapaz de imaginarme una molécula, pero aquí las tenemos haciendo saltar el universo en pedazos. Bombas atómicas, energía nuclear, fisión ZE y todo eso. Y Betterton era uno de los principales investigadores. ¿Qué dicen de él en Harwell?
—Que tenía una personalidad muy agradable y, en cuanto a su trabajo, nada sobresaliente o espectacular. Sólo variaciones sobre las aplicaciones prácticas de la fisión ZE.
Los dos hombres guardaron silencio unos instantes. Su conversación había sido inconexa, casi automática. Los informes amontonados sobre el escritorio no les habían proporcionado ninguna pista de valor.
—Lo investigamos a fondo cuando llegó aquí.
—Sí, y todo resultó satisfactorio.
—Eso fue hace dieciocho meses —comentó Wharton pensativo—. Pronto se desmoralizan. Las medidas de seguridad. La sensación de estar siempre bajo un microscopio. Vivir en reclusión. Se ponen nerviosos, raros. Lo he visto muy a menudo. Comienzan a soñar con un mundo ideal. ¡Libertad, hermandad, compartir todos los secretos y trabajar por el bien de la humanidad! Ése es el momento en que alguien que pertenece más o menos a la escoria de la humanidad ve su oportunidad y la aprovecha. —Se frotó la nariz—. Nadie tan crédulo como un científico. Todos los falsos médiums lo dicen. No comprendo por qué.
Su interlocutor exhibió una sonrisa de cansancio.
—Oh, sí, es tal como dice. Ellos creen que saben. Eso siempre es peligroso. Nosotros somos distintos, de mentes más humildes. No esperamos salvar al mundo, sólo arreglar un par de piezas rotas, o retirar una llave inglesa que traba los engranajes. —Tabaleó con los dedos sobre la mesa—: Si supiera algo más de Betterton, no precisamente sobre su vida y actividades, sino sobre sus costumbres cotidianas, que son las más reveladoras: los chistes que le hacían gracia, lo que le molestaba, cuáles eran las personas que admiraba y cuáles las que le ponían furioso.
Wharton le miró con curiosidad.
—Y qué hay de su esposa. ¿Ha intentado hablar con ella?
—Varias veces.
—¿Y no puede ayudarnos?
El otro se encogió de hombros.
—Hasta ahora no lo ha hecho.
—¿Cree que sabe algo?
—Ella insiste en que no sabe nada. Muestra todas las reacciones habituales: preocupación, pena, ansiedad, desesperación; no tuvo ninguna pista ni sospecha previa. La vida de su marido era perfectamente normal, ningún estrés ni nada de todo eso. Su teoría es que lo han secuestrado.
—¿Y usted no la cree?
—Yo tengo un defecto —dijo el hombre sentado tras el escritorio con amargura—. Yo nunca creo a nadie.
—Bien —replicó Wharton—. Supongo que hay que mantener una actitud abierta. ¿Cómo es ella?
—Una mujer corriente, de esas que conoces cada día jugando al bridge.
Wharton asintió.
—Eso lo hace todavía más difícil.
—Está aquí. Ha venido a verme. Volveremos a repasarlo todo otra vez.
—Es el único medio —señaló Wharton—, aunque yo no podría. No tengo paciencia. —Se puso en pie—. Bien, no le entretengo más. No hemos adelantado mucho, ¿verdad?
—Desgraciadamente, no. Podría hacer un repaso especial del informe de Oslo. Es el lugar adecuado.
Wharton asintió antes de salir. El otro hombre levantó el teléfono interior.
—Veré a Mrs. Betterton ahora. Hágala pasar.
Se quedó mirando el vacío hasta que llamaron a la puerta y entró Mrs. Betterton. Era una mujer alta, de unos veintisiete años. Lo más sobresaliente de su persona era la magnífica cabellera cobriza.
Ante tanto esplendor, su rostro parecía insignificante. Tenía los ojos azules y las pestañas claras que suelen acompañar con frecuencia al cabello rojo. Observó que no iba maquillada, e intentó descifrar su posible significado, mientras la saludaba y ella se acomodaba en una butaca cerca de la mesa. Eso le inclinó a creer que Mrs. Betterton sabía más de lo que decía saber.
Según su experiencia, las mujeres que sufren un gran dolor o ansiedad no descuidan el maquillaje. Consciente de los estragos que el dolor puede causar en su aspecto, hacen todo lo posible por repararlos. Y se preguntaba si la calculada falta de maquillaje de Mrs. Betterton sería para dar mejor la sensación de una esposa desconsolada.
—¡Oh, Mr. Jessop! —le dijo casi sin aliento—. ¿Hay alguna noticia?
El aludido meneó la cabeza.
—Siento haberla hecho venir, Mrs. Betterton —respondió amablemente—. Lamento no tener ninguna noticia concreta.
—Lo sé. Eso me decía en su carta —se apresuró a responder Olive Betterton—. Pero me preguntaba si desde entonces… oh, me alegro de haber venido. Estar en casa pensando y pensando es lo peor de todo. ¡Porque una no puede hacer nada!
El hombre llamado Jessop dijo para tranquilizarla:
—No debe molestarse, Mrs. Betterton, si vuelvo una vez y otra a machacar sobre lo mismo, preguntándole las mismas cosas, y volviendo a los mismos puntos. Siempre cabe la posibilidad de que pueda surgir alguna pequeña pista. Algo que no haya pensado hasta ahora, o que quizá no hubiera considerado digno de mencionar.
—Sí, sí. Comprendo. Vuelva a preguntarme lo que quiera.
—¿La última vez que vio a su marido fue el veintitrés de agosto?
—Sí.
—Eso fue cuando él dejó Inglaterra para dirigirse a París para asistir a un congreso.
—Sí.
—Él asistió los dos primeros días —continuó Jessop a toda prisa—, y al tercero no se presentó. Al parecer le dijo a uno de sus colegas que se iría de excursión aquel día en un bateau mouche.
—¿Un bateau mouche? ¿Qué es un bateau mouche?
Jessop sonrió.
—Uno de los pequeños barcos turísticos que navegan por el Sena. —La miró fijamente—. ¿Le parece poco propio de su marido?
—Sí, bastante —contestó vacilante—. Yo hubiera dicho que estaría más interesado en lo que se discutía en el congreso.
—Posiblemente. No obstante, el tema de aquel día no era de interés especial para él, de modo que muy bien pudo tomarse un día de asueto. Pero, de todos modos, ¿lo considera completamente impropio de su marido?
Ella asintió.
—Aquella noche no regresó al hotel —continuó Jessop—. Por lo que hemos podido averiguar, no cruzó ninguna frontera con su pasaporte. ¿Usted cree que podría haber tenido otro pasaporte, tal vez con otro nombre?
—Oh, no. ¿Por qué iba a tenerlo?
Jessop la observaba atentamente.
—¿Usted no vio nunca que tuviera otro?
Ella volvió a menear la cabeza con vehemencia.
—No, y no lo creo. En absoluto. Ni que se marchara deliberadamente, como ustedes tratan de insinuar. Algo le ha ocurrido. Quizá haya perdido la memoria.
—¿Su salud era normal?
—Sí. Trabajaba mucho y algunas veces se sentía algo fatigado. Sólo eso.
—¿No le pareció preocupado o deprimido?
—¡No estaba preocupado ni deprimido por nada! —Con dedos temblorosos abrió el bolso para sacar un pañuelo—. Todo esto es horrible. —Su voz tembló—. No puedo creerlo. No se hubiera marchado sin decírmelo. Algo le ha ocurrido. Lo han secuestrado o tal vez lo hayan asaltado. No quiero pensarlo, pero algunas veces creo que ésa debe ser la causa. Debe haber muerto.
—Vamos, Mrs. Betterton, por favor. No hay necesidad de ponerse así. Si hubiese muerto, ya hubiera aparecido su cadáver.
—Quizá no. Suceden cosas espantosas. Puede que le hayan ahogado o arrojado a una alcantarilla. Estoy segura de que en París puede ocurrir cualquier cosa.
—Puedo asegurarle, Mrs. Betterton, que París es una ciudad muy bien vigilada.
Ella apartó el pañuelo de sus ojos y le miró furiosa.
—Sé lo que piensa, pero no es así. Tom no vendería ni revelaría ningún secreto. No es comunista. Su vida entera es un libro abierto.
—¿Cuáles eran sus ideas políticas, Mrs. Betterton?
—Creo que en Estados Unidos era demócrata. Aquí votó a los laboristas. No le interesaba la política. Ante todo era un científico. Y muy brillante —concluyó desafiándole.
—Sí —replicó Jessop—, era un científico muy brillante. Ése es el meollo de todo este asunto. Comprenda, pudieron ofrecerle considerables alicientes para abandonar este país y marcharse a cualquier otro lugar.
—No es cierto. —Resurgió su furia—. Eso es lo que los periódicos pretenden demostrar. Eso es lo que piensan todos ustedes cuando me interrogan. No es cierto. No se habría marchado sin decírmelo, sin darme alguna explicación.
—¿Y no le dijo nada?
Nuevamente le dirigió una mirada escrutadora.
—Nada. No sé dónde está. Yo creo que ha sido secuestrado, o si no, como le dije, está muerto. Pero si ha muerto, debo saberlo. Debo saberlo pronto. No puedo continuar así, aguardando y haciendo cábalas. No como ni duermo. Estoy enferma de tanto pensar. ¿No pueden ayudarme? ¿No pueden ayudarme de algún modo?
—Crea que lo siento muchísimo, Mrs. Betterton, muchísimo —murmuró Jessop. Se puso en pie para situarse al otro lado del escritorio—: Permítame asegurarle que hacemos cuanto podemos para averiguar lo que le ha ocurrido a su marido. Recibimos información a diario desde muy distintos puntos.
—¿Informes de dónde? —preguntó ella con viveza—. ¿Qué dicen?
—Todos tienen que ser investigados y comprobados. Pero en general todos son muy vagos.
—Debo saberlo —musitó de nuevo con voz ronca—. No puedo continuar así.
—¿Quiere mucho a su marido, Mrs. Betterton?
—Claro que lo quiero. Sólo llevamos casados seis meses. Seis meses.
—Sí, lo sé. Perdóneme la pregunta: ¿No hubo ninguna clase de discusión entre ustedes?
—¡Oh, no!
—¿Ningún problema por causa de otra mujer?
—¡Desde luego que no! Ya se lo he dicho. Nos casamos en el pasado abril.
—Por favor, créame, yo no insinúo que sea probable algo así, pero hay que considerar toda posibilidad que pudiera explicar el que se hubiera marchado de esta forma. Usted dice que últimamente no estuvo preocupado, ni nervioso. ¿En ningún sentido?
—¡No, no, no!
—Ya sabe, Mrs. Betterton, que muchas personas se ponen nerviosas cuando realizan un trabajo como el de su marido, viviendo bajo condiciones de seguridad tan exigentes. —Sonrió—. Es bastante normal ponerse nervioso.
Ella no le devolvió la sonrisa.
—Estaba como siempre —repitió con firmeza.
—¿Le hablaba de su trabajo? ¿Estaba satisfecho con lo que hacía?
—No. Era un trabajo muy técnico.
—¿Y no cree posible que tuviera algún escrúpulo por sus posibilidades destructivas? Algunos científicos los sienten algunas veces.
—Nunca dijo nada de eso.
—Comprenda, Mrs. Betterton —dijo Jessop, inclinándose sobre la mesa y abandonando parte de su impasibilidad—, intento hacer un retrato de su marido. Saber qué clase de hombre era. Y no me está usted ayudando.
—¿Qué más puedo decir o hacer? He contestado a todas sus preguntas.
—Sí. Ha contestado usted a todas mis preguntas, y la mayoría en sentido negativo. Yo deseo algo positivo, constructivo. ¿Comprende lo que quiero decir? Se puede buscar mucho mejor a un hombre cuando se sabe qué clase de hombre es.
Ella reflexionó unos momentos.
—Ya comprendo. Por lo menos, eso creo. Tom era alegre y de buen carácter; e inteligente, desde luego.
Jessop sonrió.
—Esa es una lista de cualidades. Pasemos a algo más personal. ¿Leía mucho?
—Sí.
—¿Qué clase de libros?
—Biografías. Obras que le recomendaban en la Sociedad del Libro, novelas de crímenes cuando estaba cansado.
—Un lector bastante convencional. ¿Ninguna preferencia especial? ¿Jugaba a las cartas o al ajedrez?
—Al bridge. Solíamos jugar con el doctor Evans y su esposa una o dos veces por semana.
—¿Tenía muchos amigos?
—Sí, era muy sociable.
—No me refería precisamente a eso. Quiero decir si era un hombre que apreciara mucho a sus amigos.
—Jugaba al golf con dos de nuestros vecinos.
—¿Ningún compañero o amigo íntimo particular?
—No. Nació en Canadá y pasó mucho tiempo en Estados Unidos. Aquí no conocía a mucha gente.
Jessop consultó una anotación.
—Tengo entendido que lo visitaron tres personas de Estados Unidos recientemente. Aquí tengo sus nombres. Por lo que hemos podido averiguar, se trata de las únicas personas del exterior con las que tuvo cierto contacto. Por eso les hemos dedicado una atención especial. Primero Walter Griffiths. Fue a verles a Harwell.
—Sí, estaba en Inglaterra y vino a ver a Tom.
—¿Cuál fue la reacción de su marido?
—Tom se sorprendió al verlo, pero se alegró mucho. En Estados Unidos eran muy buenos amigos.
—¿Qué le pareció Griffiths? Descríbalo a su manera.
—Sin duda ya sabrán todo lo referente a él, ¿no?
—Sí, pero deseo saber también su opinión.
Ella reflexionó unos instantes.
—Era un hombre serio y buen conversador. Estuvo muy amable conmigo; parecía querer mucho a Tom y se mostró ansioso por contarle las cosas que habían ocurrido desde que mi marido se vino a Inglaterra. Supongo que chismes locales. A mí no me resultaban muy interesantes, porque no conocía a ninguna de aquellas personas. En cualquier caso, yo iba preparando la cena mientras ellos recordaban.
—¿No surgió la cuestión política?
—¿Trata de insinuar quizá que era comunista? —Olive enrojeció—. Estoy segura de que no lo era. Tenía un empleo gubernamental, creo que en la oficina del fiscal del distrito. De todas formas, cuando Tom dijo riendo algo sobre la caza de comunistas en Estados Unidos, afirmó muy serio que aquí no las comprendíamos. Que eran muy necesarias. ¡De modo que eso demuestra que no era comunista!
—Por favor, Mrs. Betterton, no se altere.
—¡Tom no era comunista! No dejo de decírselo y usted no me cree.
—Sí, la creo, pero es un punto sobre el que hay que insistir. Ahora pasemos al segundo visitante extranjero: el doctor Mark Lucas. Tropezaron con él en Londres, en el Dorset.
—Sí. Habíamos ido a ver un espectáculo y luego cenamos en el Dorset. De pronto, ese hombre, Luke o Lucas, se acercó a saludar a Tom. Era investigador químico o algo por el estilo, y la última vez que vio a Tom fue en Estados Unidos. Era un refugiado alemán que había adoptado la nacionalidad estadounidense. Pero sin duda usted…
—Pero ¿sin duda ya lo sé? Sí, Mrs. Betterton. ¿Se sorprendió su marido al verlo?
—Sí, mucho.
—¿Agradablemente?
—Sí, sí, creo que sí.
—Pero no está segura —la presionó.
—Era un hombre que no le inspiraba gran simpatía o, por lo menos, eso me dijo después. Nada más.
—¿Fue un encuentro casual? ¿No quedaron en verse otra vez más adelante?
—No, sólo fue un encuentro casual.
—Ya. La tercera visita fue una mujer. Mrs. Carol Speeder, también de Estados Unidos. ¿Cómo ocurrió?
—Creo que ella tenía algo que ver con la ONU. Había conocido a Tom en Estados Unidos. Lo telefoneó desde Londres para decirle que estaba aquí y preguntarle si podríamos ir a almorzar con ella algún día.
—¿Y fueron?
—No.
—Usted no, pero su marido sí.
—¿Qué? —Se sobresaltó.
—¿No se lo dijo?
—No.
Olive Betterton parecía desconcertada e inquieta. El hombre que la interrogaba se compadeció de ella, pero no se ablandó. Por primera vez le pareció que había encontrado una pista.
—No lo comprendo —dijo ella en tono inseguro—. Me parece muy raro que no me dijera nada.
—Almorzaron juntos en el Dorset, donde se hospedaba Mrs. Speeder, el miércoles doce de agosto.
—¿El doce de agosto?
—Sí.
—Sí, estuvo en Londres por esas fechas. Nunca me dijo nada. —Se interrumpió para preguntar—: ¿Cómo es esa mujer?
—No es nada atractiva, Mrs. Betterton —se apresuró a responder para tranquilizarla—. Una mujer de carrera, de unos treinta y tantos años, muy competente, pero poco agraciada. No existe el menor indicio de que estuviera en tratos más íntimos con su marido. Por eso resulta extraño que él no le dijera nada de ese encuentro.
—Sí, sí. Lo comprendo.
—Ahora recapacite con toda atención, Mrs. Betterton. ¿Observó algún cambio en su marido por esa época? Digamos a mediados de agosto. Eso debió ser una semana antes del Congreso.
—No, no noté nada. Nada destacable.
Jessop suspiró. Sonó el teléfono y él atendió la llamada.
—Sí.
La voz al otro extremo del hilo anunció:
—Aquí hay un hombre que desea hablar con el que lleva el caso Betterton, señor.
—¿Cuál es su nombre?
La voz carraspeó discretamente.
—Bueno, no estoy muy seguro de cómo se pronuncia, Mr. Jessop. Tal vez sea mejor que lo deletree.
—De acuerdo. Hágalo.
Escribía las letras en un bloc a medida que le dictaban.
—¿Polaco? —preguntó al final.
—No lo ha dicho, señor. Habla perfectamente inglés, pero con algo de acento.
—Dígale que espere.
—Muy bien, señor.
Jessop colgó el teléfono. Luego miró a Olive Betterton que le miraba callada con una placidez conmovedora. Arrancó la hoja del bloc con el nombre escrito y se la tendió.
—¿Conoce a alguien con este nombre?
Los ojos de la mujer se abrieron desmesuradamente al verlo. Por un momento pareció asustada.
—Sí —replicó—. Sí, lo conozco. Me escribió.
—¿Cuándo?
—Ayer. Es un primo de la primera esposa de Tom. Acaba de llegar al país. Estaba muy preocupado por la desaparición de Tom. Me escribió preguntándome si tenía alguna noticia y para ofrecerme su más profunda simpatía.
—¿Nunca había oído hablar de él antes de ahora?
Ella meneó la cabeza.
—¿Alguna vez su marido le habló de él?
—No.
—De modo que podría no ser primo de su marido.
—Bueno, supongo que no. Nunca se me había ocurrido pensarlo. —Parecía sobresaltada—. Pero la primera esposa de Tom era extranjera. Era hija del profesor Mannheim. Por lo que me dice en su carta, este hombre da la impresión de conocer muy bien todo lo referente a ella y a Tom. Es muy correcta, formal y extranjera. Parece auténtica. Y de todas formas, ¿cuál sería su intención, si no es un primo?
—Ah, eso es lo que uno se pregunta siempre. —Jessop sonrió vagamente—. ¡Aquí lo hacemos tanto que la más pequeña cosa se nos hace una montaña!
—Sí, lo creo. —Se estremeció—. Es como este despacho suyo en el centro de un laberinto que parece una de esas pesadillas en la que piensas que nunca más podrás escapar.
—Sí, la comprendo. Entiendo que pueda producir cierta claustrofobia —señaló Jessop amablemente.
Olive Betterton se apartó los cabellos de la frente.
—No podré soportarlo mucho tiempo. Eso de permanecer sentada esperando. Quisiera marcharme a alguna parte para cambiar de ambiente. Al extranjero, por ejemplo. A algún sitio donde no me telefoneen constantemente los periodistas, ni me mire la gente. Siempre encuentro amigos que me preguntan si tengo noticias de mi marido. Creo… creo que voy a volverme loca. He intentado ser fuerte, pero es demasiado para mí. Mi médico está de acuerdo conmigo. Dice que debería marcharme unas tres o cuatro semanas fuera. Me ha escrito una carta. Voy a enseñársela.
Revolvió en su bolso hasta dar con un sobre que tendió a Jessop.
—Ahí verá lo que dice.
Jessop tomó la carta y la leyó.
—Sí. Sí, ya veo.
Volvió a introducir la carta en el sobre.
—¿Así que puedo marcharme? —Sus ojos lo observaron inquietos.
—Naturalmente, Mrs. Betterton —replicó él enarcando las cejas sorprendido—. ¿Por qué no?
—Pensé que tal vez usted tendría alguna objeción.
—¿Objeción, por qué? Eso es cosa exclusivamente suya. ¿Podrá arreglarlo de modo que pueda comunicarme con usted mientras esté ausente, en caso de tener alguna noticia?
—¡Oh, desde luego!
—¿Dónde ha pensado ir?
—A algún lugar donde haya mucho sol y pocos ingleses. A España o Marruecos.
—Hermosos lugares. Estoy seguro de le sentará muy bien.
—¡Oh, gracias! Muchísimas gracias.
Se puso en pie excitada y gozosa, aunque sin abandonar su nerviosismo. Jessop también se levantó. Le estrechó la mano y llamó para que la acompañaran hasta la salida. Luego volvió a ocupar su puesto. Por unos momentos su rostro permaneció tan inexpresivo como antes; luego sonrió muy lentamente y cogió el teléfono.
—Ahora recibiré al comandante Glydr.