Daine desenvainó sus armas en un instante. Mientras corría, un cadena envolvió su tobillo y le derribó al suelo. El mayal de Través.

—Esta lucha no puede ganarse con una espada, capitán —dijo Través quedamente—. Te necesitan otros. No desperdicies tu vida.

La inmensa figura crujió, metal traqueteando contra metal, y Daine vio sangre cayendo al suelo. Se preguntó por Shen’kar y Xu’sasar: esa criatura tenía que haber pasado por la sala de las puertas.

L vibración en el suelo se hizo más fuerte.

—Si crees que puedes ganarte mi confianza con tanta facilidad estás tristemente equivocado, hermanito —dijo Harmattan.

—Sin duda. —Una figura oscura se introdujo en la sala desde las sombras que proyectaba la capa metálica de Harmattan. Púas adamantinas surgieron de los brazos de Índigo—. Has elegido, Través. Has elegido a tus amos. Ahora muere con ellos.

—Estoy seguro de que no has venido hasta aquí para amenazarme —dijo Través, ayudando a Daine a ponerse en pie.

—Eres irrelevante. A pesar de los deseos de Índigo, creo que te dejaré con vida… Nuestra familia es ya demasiado pequeña, pero ya has cumplido tu propósito, lo pretendieras o no. Tu paso nos dio entrada aquí, y en cuanto a por qué estamos aquí… Creo que después de todo, yo estaba equivocado. El destino es raro.

—¿Qué quieres? —gruñó Daine. Estaba estudiando la figura en busca de algún signo de debilidad.

El traqueteo del suelo cesó y todo quedó en silencio.

—He venido aquí en busca de una cosa, sólo una cosa. Sabía que me esperaba en este antiguo lugar y doy por hecho que debe de ser una reliquia del pasado distante. —Harmattan crujió de nuevo—. Pero aquel al que sirvo tiene misteriosos designios y me lleva por caminos que nunca imaginé. Quiero la botella.

—¿De qué estás hablando? —dijo Través.

—Él lo sabe —respondió Harmattan, y Daine sintió un repentino escalofrío—. Una pequeña botella llena de líquido azul, que brilla ligeramente, con un sello familiar estampado. —Su capa se hinchó a su alrededor, lista para provocar una tormenta de acero afilado—. No tengo ningún deseo de hacerle daño y preferiría dejar a mi hermano con vida. Si luchamos, moriréis todos. Dame la botella, pequeño ser de carne, y puede ser que os perdone la vida a Lei y a ti.

—¿Daine? —dijo Través, dubitativo.

Daine metió la mano en la bolsa y sacó la botellita de cristal.

—¿Esto?

—Sí.

—¿Has venido basta Xen’drik y le has cortado el dedo a Lei por esto?

—Sí. ¿Estás dispuesto a entregármela?

Daine miró al imparable forjado, del que goteaba la sangre de sus enemigos. Recordó la voz de Jode en la oscuridad de la ciudad de obsidiana. A Lei tendida en el altar a su espalda.

Y pensó en un templo en las profundidades de Sharn, un león alado con la cabeza de una mujer.

—No —dijo.

Harmattan siseó e Índigo se puso a andar, pero mientras se movían Daine arrancó el sello de la botellita. Mientras Través se interponía entre él y los forjados, Daine se llevó la botella a los labios y se bebió el fluido. Era como luz, brillante y ardiente, que abrumaba todos los sentidos.

«Despierta».