Gerrion se rió.
—No tienes ni idea de lo que estás pidiendo.
—¡Oh, creo que sí! ¿Realmente crees que tu vida es más importante que decenas de años de devoción?
Gerrion miró de soslayo a Holuar.
—¿Abuelo? ¿Me negarás mi papel en la historia para satisfacer los caprichos de este extranjero, o le torturaremos hasta que haga lo que le pidamos?
—Quizá lo has olvidado, pero en Khorvaire hemos estado en guerra —dijo Daine—. He sido torturado por los mejores. Si crees que tienes el tiempo necesario para doblegarnos, adelante, pero creo que vuestro tiempo de la Llama terminará pronto, y cuando lo haga, adiós a vuestra puerta.
Holuar pensó y finalmente habló en elfo.
—No nos trajiste al hijo de la guerra, Gerrion. Algunos dirían que has fracasado en tu tarea.
—¡Abuelo!
—¡Portavoz de la ley! —espetó Holuar, y Gerrion se cogió la cabeza.
—Quizá el hombre que llevé a la ciudad fuera el equivocado, pero traje a los cuatro a la tierra de fuego. Si no hubiera arrastrado a ese hombre hasta aquí, el hijo de la guerra no habría venido. ¡Cumplí mi destino!
—Sí…, es posible. —Holuar miró a Daine—. No —dijo volviendo a la lengua común—. No podéis tomar su vida. Si tenemos que arrancaros los secretos, lo haremos.
—¡Espera! —dijo Daine—. No quiero su vida. Lo único que quiero es mi honor. Nos traicionó. Me hizo parecer un idiota. Sólo quiero probar su comportamiento en una lucha justa. A primera sangre. Sólo una herida. Si él muere puedes matarme a mí; no me resistiré. Lo prometo. —Desenvainó su espada y miró la empuñadura—. Por la sangre de mi padre.
Holuar miró de soslayo a Gerrion.
—Estoy de acuerdo. Hazte con su honor para los de Sulatar, hijo. Muéstrale que tienes la fortaleza del fuego, que no eres sólo un cuchillo en la oscuridad.
—Ahucio, yo…
—¡He hablado!
Daine sonrió.
—Te diré una cosa, Gerrion: lo haremos limpiamente. Puedes usar esa espada llameante que tienes. Yo usaré mi daga. Estoy seguro de que la recuerdas.
—Como quieras —dijo Gerrion—. No te llevarás el honor de los de Sulatar. Cuando estés listo.
Hizo un pequeño gesto con su espada de luz, el más vago vislumbre de un saludo, pero mientras Daine asentía y desenvainaba la daga, Gerrion ya estaba lanzándole un ataque rápido como el rayo.
Daine saltó hacia atrás. No esquivó el golpe ni respondió, sólo mantuvo la distancia entre ambos, más allá del alcance de la punta de su espada.
—¿Tienes honor que pueda tomar? —dijo.
Gerrion no respondió. Tenía su rostro atractivo retorcido en una mueca mientras descargaba un golpe tras otro. Daine siguió danzando en la distancia, fuera de su alcance.
Pasaron minutos, y Daine todavía no había atacado.
—¿A qué estás esperando? —dijo entre dientes Gerrion—. Tú has querido esta pelea. ¿No vas a tratar de ganarla?
—Quizá ya lo haya hecho —dijo Daine, agachándose bajo un fiero ataque—. Quizá no trate de ganar todavía, pero tú estás perdiendo sin mí.
Gerrion aulló y la punta de su espada casi se clavó en la mejilla de Daine. Las llamas chamuscaron su barba. «Eso ha estado cerca», pensó.
Y de repente, Gerrion se detuvo. Se mantuvo en guardia y se quedó mirando a Daine.
—No estás intentando ganar —dijo—. Pero tú has querido la pelea. Y si no querías ganar, entonces…
—Es cierto —dijo Daine.
Su brazo se lanzó hacia adelante y la daga fue una raya oscura en el aire. La hoja adamantina se hundió en el hombro izquierdo de Gerrion, y el hombre gris saltó la espada, sorprendido y asombrado.
—Me aburría. —Daine terminó. Miró a Holuar—. Primera sangre —dijo—. Tengo lo que buscaba. Devuélveme mi daga y te llevaré a la puerta.
Gerrion había caído de rodillas. Holuar le miró le arrancó la daga con un rápido movimiento. Gerrion gimió y se apretó la mano contra la herida para obturar la pérdida de sangre. Holuar le ignoró y le tiró el arma a Daine.
—Tienes tu honor —dijo en voz baja—. Ahora danos tu destino.
—¿Está todo listo? —gritó Daine a Lei mientras llevaba a los unidores de fuego a la sala de las Puertas. Través y Lakashtai estaban allí. Al ver la señal de Daine, Través bajó la ballesta.
—Sí —dijo Lei—. La embarcación está preparada.
La señaló, y los murmullos surgieron entre los drows allí reunidos. Una de las esferas de cristal había descendido y flotaba justo por encima del suelo. Una parte del cristal se había abierto y había formado una larga rampa. El interior estaba lleno de bruma oscura.
Holuar contempló las inscripciones brillantes del exterior de la esfera.
—Sí. Ésta es la puerta de paso, el carro que asciende a la tierra de la promesa.
—¿Sabes cómo manejarlo? —dijo Lei—. Puedo enviarte allí…, pero tendrás que utilizar los controles de la esfera para volver.
El viejo elfo no había apartado la mirada de la esfera.
—Sí, sí. Sé lo necesario. Nos hemos preparado para este viaje durante miles de ciclos.
—¿Sabes lo que dicen de Fernia? He oído que es todo fuego y lava. ¿Estás seguro de que quieres seguir con esto?
—¡Niña estúpida! —Holuar se volvió para mirarla y ahora había ira en sus ojos—. Miles de ciclos. Sé lo que nos espera. ¡Es nuestro destino!
—¡Muy bien! —dijo Lei, dando un paso atrás y levantando las manos.
—No soy un idiota —prosiguió el anciano—. Y necesitaré… rehenes.
Daine negó con la cabeza.
—No te vas a llevar a ninguno de los míos a un agujero de fuego.
Holuar soltó un silbido.
—Por supuesto que no. No merecéis ver nuestra tierra prometida, y no sobreviviríais, pero… —Hizo un gesto a dos de sus soldados y les habló rápidamente en elfo. Después, se volvió hacia Daine mientras los soldados se acercaban—. Tú, extranjero, y tu compañera. —Señaló a Lakashtai, y Daine trató de ignorar la pregunta interrogadora de Lei—. Vosotros dos seréis mi seguro. Kulaj y Ad’rul se quedarán aquí con espadas en vuestras gargantas. Si no regresamos o mandamos noticias en un día, verterás vuestra sangre.
¿Crees que nos quedaremos aquí y esperaremos noticias un día entero?
—La alternativa es la muerte —dijo Holuar, y Gerrion sonrió.
—Dicho así… Que tengas buen viaje.
Los unidores de fuego desarmaron a Daine y le ataron las manos. También ataron a Través y Lakashtai; sólo Lei quedó libre. Daine pronto se halló tendido sobre una de las tablas de piedra con frío bronce en la garganta mientras los soldados de Sulatar entraban en la esfera de cristal.
—Adiós, Daine —gritó Gerrion desde la rampa—. Puede ser que hayas recuperado tu honor, pero cuando vuelva… creo que pondré a prueba tu resistencia a la tortura.
—¡Ojalá te ahogues en lava! —dijo Daine.
El cuchillo se apretó contra su garganta, pero el soldado no hablaba la lengua común.
—Estoy activando el portal.
Leí hablaba en elfo para que le entendieran los guardias. El panel ante el que se hallaba era un mosaico de varas de cristal insertadas en agujeros de piedra. Sacó algunas de esas varas y las introdujo en otros agujeros. Con cambio, un gran latido de poder místico irradiaba desde el centro de la columna. Daine sintió que el aire se erizaba y le subía por la piel. La esfera se alzó lentamente y, mientras se movía, soltó un agudo y penetrante zumbido, que se hizo más fuerte a media que se acercaba a las demás esferas flotantes. Cada una de las esferas empezó a emitir su propio tono. Arcos de energía destellaban alrededor de la columna central, expandiéndose de anillo a anillo. Después, se produjo un terrible estallido de luz, un rugido como un trueno, y la sala quedó en silencio y completamente a oscuras.
Poco a poco la luz regresó, y las inscripciones místicas de las paredes y las columnas centrales empezaron a brillar de nuevo. Un instante después, la sala estaba como se encontraba antes…, con una excepción: la esfera de cristal que contenía a los drows había desaparecido.
—¿Lei? —dijo Daine.
—Por lo que puedo decir, todo ha salido bien, pero si las leyendas son ciertas Fernia no parece la tierra prometida.
—Ahora que tenéis vuestra puerta al paraíso, ¿podríais dejarnos trabajar? —dijo Daine al drow, que sostenía un cuchillo contra su garganta—. Algunos de nosotros tenemos nuestros propios problemas.
El unidor de fuego no dijo nada, y el cuchillo permaneció igual de firme.
—Quizá puedas encontrar lo que buscamos, Lei. —Si Lakashtai estaba preocupada por el elfo que tenía una espada en su garganta no lo parecía—. La sala debe de estar en alguna otra parte del edificio. Si encuentras la manera de desactivar el campo que bloquea mis… talentos…, quizá pueda sentir su presencia.
—¿Cómo lo hago? —preguntó Lei.
—¿Cómo lo hiciste para restaurar el funcionamiento de la red de puertas?
—No…, no lo sé —dijo Lei—. Sólo estudié los controles y se me ocurrió. Todo parecía tener sentido.
—Sigue así. Examina cada panel y mira qué puedes encontrar. Quizá las respuestas se te ocurrirán.
Lei les miró, y Daine vio su miedo y su confusión.
—No te preocupes por nosotros —dijo. Mientras hablaba, el cuchillo le rasgó el cuello—. Has hecho todo lo que tenías que hacer. Explora un poco. Explícamelo. Hace mucho tiempo que no me das ninguna lección.
Ella sonrió ligeramente.
—Muy bien. —Alzó la mirada hacia la columna central un momento—. Cada una de las esferas de cristal representa uno de los trece planos de la existencia que se dice que hay en concierto con nuestro universo…
A Daine le pareció que pasaban horas mientras Lei exploraba la sala y comentaba las minucias místicas. Esperaba que la charla hiciera que los drows se durmieran, pero recordó que los elfos no dormían, y por muy aburrida que fuera la conversación, el soldado que le vigilaba parecía tan despierto y alerta como siempre.
Mientras Daine se esforzaba por mantener los ojos abiertos, las inscripciones brillantes de la columna central cobraron una luz resplandeciente. El zumbido volvió a sonar más de prisa, más fuerte, y resonó en la cabeza de Daine.
—¡Están volviendo! —gritó Lei.
No se produjo el lento proceso de la partida. Un segundo más tarde, la cámara estaba llena de luz. Daine sintió cómo la energía manaba en su interior y le apretaba el corazón y los pulmones.
En un instante, todo hubo terminado. La decimotercera esfera había regresado. Su superficie tenía un resplandor naranja, y Daine sintió el calor a un centenar de pasos. Descendió lentamente hacia el suelo, enfriándose. La esfera se abrió, y la rampa de cristal se extendió hacia el suelo. El interior de la esfera estaba todavía envuelto en sombras.
—¡SOLTAD A LOS PRISIONEROS! —Era la voz de Holuar, pero distinta, más fuerte y mucho más alta, con un timbre que parecía el crujido de la llama—. ¡ACERCAOS Y CONTEMPLAD NUESTRA GLORIA!
El soldado soltó a Daine, y éste alzó una mano para masajerase el cuello. Los dos drows corrieron hacia la esfera.
—¡ARRODILLAOS! —Holuar rugió desde la oscuridad—. ¡ARRODILLAOS Y RENDID HOMENAJE, PUES EL MOMENTO DE NUESTRO DESTINO HA LLEGADO!
Los unidores de fuego se arrodillaron, uno a cada lado de la rampa. Daine se quedó sin aliento cuando las formas emergieron de la oscuridad.
Pequeñas figuras. Moviéndose rápidamente. Ruedas con tres pinchos de madera oscura.
Surgieron dos bumeranes de la esfera, y cada uno de ellos golpeó a un guerrero unidor de fuego en el cuello. Mientras los soldados trataban de levantarse, Shen’kar y Xu’sasar surgieron de la oscuridad. Entumecidos por el veneno, los unidores de fuego apenas alzaron las armas antes de que los rompedores del juramento estuvieran sobre ellos. Las hojas gemelas de Xu’sasar refulgieron, y el bastón con pinchos de Shen’kar se alzó y cayó. La batalla terminó en segundos.
Al cabo de un momento, Shen’kar estaba al lado de Daine y le desataba las manos.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Daine.
—Justo lo que tenías planeado —respondió el elfo oscuro, que había puesto fin al ensalmo mágico que había utilizado para imitar la voz del alto sacerdote—. Las sombras que tejimos nos ocultaron a ojos del enemigo y las paredes de esa embarcación nos protegieron de las llamas. Seguimos las instrucciones de Lei y regresamos con ese artilugio en cuanto los unidores de fuego salieron de él. Les dejamos en una isla de piedra negra en un lago de fuego. Quizá encuentren el poder que buscan, pero nunca volverán con él.
—¿Y Gerrion? —dijo Daine.
—Le alcanzaste de lleno. El sacerdote curó la herida, pero no miró más allá de la carne y no vio el veneno que corría por las venas de tu víctima. Como te prometí, el veneno es tan lento y paciente como Xan’tora. Ahora, tu enemigo está muerto en la costa en llamas.
Daine suspiró. Nunca creyó que los unidores de fuego sacrificaran a Gerrion, pero no tenía la intención de dejar que el hombre gris se escapara después de lo que le había hecho pasar a Lei. «Mi honor», pensó, recordando la época en que eso podía haber importado.
—Ahora volvamos a nuestros asuntos —canturreó Xu’sasar—. Holuar está en ese mar de llamas infinitas, pero el monolito está abierto y otros podrían entrar. ¿Puede ser destruido este lugar?
—¿Lei? —dijo Daine, que sacó sus armas de debajo del gigante muerto y fue a ayudar a Lakashtai.
—No lo sé. El poder contenido en esas esferas… Aunque encontrara el modo de destruirlas, la energía liberada podría devastar una zona de millas a la redonda, o algo peor.
—Encontrarás la forma —dijo Shen’kar.
El elfo oscuro todavía sostenía la rueda envenenada y su escorpión se había encaramado a su muñeca izquierda. Sus palabras eran fluidas y hermosas, pero a Daine le pareció claro que aquello era una afirmación, no una petición.
—Puede haber en el monolito armas que podrían ser útiles —dijo Lakashtai—. ¿Has descubierto cómo desactivar las guardas que nos impiden la utilización de los poderes mentales?
—Creo que sí —dijo Lei. Se encaminó hacia un panel que estaba al otro lado de la gran sala—. Estas inscripciones en las paredes son una defensa contra toda clase de efectos sobrenaturales. Creo que estos cristales dan el poder de esos encantamientos, así que si quito éste…
Una larga línea de palabras brillantes se sumió en la oscuridad. La temperatura empezó a descender y el aliento de Daine se tornó vaho en el aire repentinamente gélido.
—Puedo destruir los encantamientos de calor. ¡Hmm! Parece que el sistema de la puerta tiene un efecto… congelante. Intentaré otra cosa.
Una segunda línea se apagó en la pared.
—¡Sí! —dijo Lakashtai. Cerró los ojos y respiró hondo, y dejó salir lentamente el aire de sus pulmones—. Vuelvo a sentir. —Tendió una mano y la hizo girar poco a poco—. Ahí.
La sala central era como una gran rueda. El paso a la superficie no era más que uno de los radios y había otros cinco túneles que salían de la sala de las puertas. Lakashtai se detuvo señalando al nordeste:
—Debemos ir por aquí.
Daine lo pensó.
—Las guardas deberían impedir que lleguen más unidores de fuego, pero no me gusta la idea de dejar este lugar sin vigilar. Través…
—Debería acompañar a los exploradores, capitán. Es posible que sea necesaria la información que ahora poseo.
—Ve —dijo Shen’kar—. Xu’sasar y yo nos quedaremos aquí y vigilaremos desde las sombras. Ya hemos librado nuestra batalla. Id y librad la vuestra.
Daine asintió.
—De acuerdo —dijo—. Lakashtai, tú primera.
—¿Qué mata a cien gigantes?
El pasillo era frío y oscuro. La única fuente de luz eran las inscripciones brillantes de las paredes, y las manipulaciones de Lei en la sala de las puertas habían hecho que muchas de ellas se apagaran.
Lakashtai iba en primer lugar e iluminaba el camino con un cono de luz procedente de sus ojos, un recurso que a Daine seguía pareciéndole desconcertante. Se encontraron con los cadáveres de media docena de gigantes en el pasillo: un mago estaba tendido sobre un largo rollo, un pergamino que debía tener ocho pies de largo. Habían podido evitar la mayoría de los cadáveres, pero dos guardias habían caído de lado, y los exploradores tuvieron que escalar sus cuerpos resecos.
—No veo señales de violencia —prosiguió Daine—. Sólo están… muertos.
Tenía la espada y la daga en la mano, los inmensos cadáveres le ponían los pelos de punta y era demasiado fácil imaginar que los rostros arrugados les estaban observando.
—La batalla que libraron terminó siglos antes de la caída final de Xen’drik —dijo Través—. Estos magos estaban luchando contra los sueños y manipulando las fronteras de los planos. Es peligroso manipular la realidad, creo que pagaron el precio y que los gigantes que sobrevivieron a la guerra decidieron sabiamente dejar que este lugar fuera solamente una tumba.
Lakashtai volvió la mirada para contemplar un segundo a Través.
—Pareces saber mucho del conflicto, Través. ¿Sabes qué había construido aquí?
—No. Mis… recuerdos no llegan al final de la guerra. Sólo conozco su fin: una forja para crear una arma que acabaría con la guerra que había entre dimensiones.
—Esperemos que lo hiciera —dijo Lakashtai— y quizá lo descubramos.
El pasillo terminaba en un amplio pasaje abovedado. Había en él un guardia tendido: llevaba una capa de malla morada y cada eslabón era del tamaño de la mano de Daine. Junto a él, en el suelo, había una espada de obsidiana de más de diez pies de largo. Lakashtai saltó por encima del cadáver sin ni siquiera tocarlo; había recuperado la fuerza y parecía más viva de lo que le había parecido desde que habían abandonado Sharn. Daine no se sentía tan ágil. Apretó los dientes y escaló por el pecho del gigante.
La habitación que había al otro lado de la bóveda era más pequeña que la sala de las puertas, pero no menos espectacular. Las paredes estaban cubiertas de esferas traslúcidas que iban del tamaño de la cabeza de un hombre a un inmenso orbe de más de ocho pies de diámetro. Por un momento, Daine creyó que estaban hechas de cristal, pero al acercarse se dio cuenta de que eran demasiado frágiles. Eran pompas de jabón formadas con rastros de luz que brillaban con la débil esencia de un carbón moribundo. Casi alzó la mano para tocar una, pero la razón y el recuerdo de los cadáveres misteriosamente intactos se impusieron a la curiosidad.
—¿Qué son? —susurró Lei.
—Sueños —dijeron al mismo tiempo Través y Lakashtai. Se miraron, y Través inclinó la cabeza.
—La más pura esencia de los sueños —prosiguió Lakashtai—. Cada ser vivo que duerme tiene un vínculo con Dal Quor y obviamente eso es un punto débil para los que luchan contra los Señores de la noche. Me pregunto… —Alzó la mira da al techo—. ¿Es posible que estuvieran tratando de crear sueños? ¿Forjar un reino alternativo, un refugio al que pudieran retirarse en las horas oscuras?
—¿Los oyes? —dijo Lei.
Tenía la voz lenta, casi desarticulada, y Daine se volvió hacia ella. Los ojos de Lei eran distantes y confusos.
—Tantas voces…
—¿Lakashtai? —dijo Daine, pero la kalashtar ya estaba al lado de Lei.
—Escucha sólo mi voz —susurró—. Deja al margen todas las demás. Aquí nada es real, todo es una ilusión. Escucha sólo mi voz y deja que te devuelva a la luz.
Lei cerró los ojos. Su frente se retorcía con el esfuerzo del pensamiento. Daine y Través corrieron hacia ella, pero Lakashtai los detuvo con un gesto imperativo. La kalashtar se inclinó y le susurró a Lei al oído. Sus ojos refulgieron de luz, y Lei se convulsionó un momento; después, abrió los ojos y respiró hondo. Lakashtai apretó el hombro de Lei y dio un paso atrás.
—Se recuperará —dijo Lakashtai—. Pero su afinidad con este lugar y la magia de esta era es del todo infrecuente. Dejadla tranquila un momento.
Daine miró a Lei.
—Estoy… bien —dijo.
Estaba pálida, pero parecía haber recuperado la serenidad.
Daine volvió a examinar la sala. Las frágiles esferas cubrían las paredes y el techo. El centro de la sala estaba dominado por un estrado de cristal opalescente, un material reflectante, blanco pálido, iluminado desde su interior, que cambió levemente de color mientras Daine observaba. Ese altar era de diez pies de largo y seis de alto, y había sobre él dos gigantes. Desde el otro lado de la sala, vieron que había algo sobre el estrado: pedazos de cristal roto, quizá una esfera hecha añicos. Fuera lo que fuese, era anodino y carecía de vida, un contraste absoluto con la brillante plataforma.
—Allí —dijo Lakashtai—. Eso es lo que buscamos. Ayudad a Lei a subir a la plataforma. Tenemos el final de nuestra búsqueda ante los ojos.
Lei todavía parecía un poco aturdida, pero le dio la mano a Daine y se subió a la mesa cuando él y Través tiraron de ella. Lakashtai saltó a su lado.
—Toca esos fragmentos, Lei —dijo—. Siente el dibujo de su interior. Restaura lo que se ha roto.
—¿Qué es esto? —dijo Daine de puntillas y tratando de mirar por encima del borde.
—Es la razón por la que hemos venido aquí aunque ni siquiera yo lo creyera posible —dijo Lakashtai acercándose a Daine—. Mira…
Entonces, gritó.
Se produjo una distorsión en el aire a su alrededor, como si un pedazo de carne del tamaño de un puño estuviera siéndole arrancado de su cuerpo. El aura se desvaneció, y Lakashtai cayó sobre una rodilla, respirando trabajosamente.
—Sin duda, no caerás tan fácilmente, hermanita. —La voz resonó en la sala—. Después de todo lo que me has hecho pasar, esperaba más resistencia.
Era Tashana.