Daine maldijo. Hacía años que había jurado que nunca utilizaría una ballesta, pero si Través le hubiera dejado las flechas, habría roto el juramento en un momento.

—Lakashtai, ¡vincúlanos! —gritó mientras corría—. ¡Y quiero a Shen’kar!

«Hecho».

«¡Ensucias mi alma con tus pensamientos, extranjero! —La voz mental de Shen’kar estaba llena de ira—. ¡Sólo los espíritus pueden hablarme así!».

«¡No hay tiempo para eso! —rugió Daine, y Shen’kar se sumió en el silencio—. ¡Través! ¡Toma!».

Través seguía corriendo hacia él, y Daine le tiró la ballesta con todas las fuerzas que pudo reunir. Través saltó y cogió el arma, que giraba en el aire, y cuando volvió al suelo, ya tenía una flecha en la cuerda.

«¡De vuelta al monolito! —ordenó Daine—. Dispara al que sostiene el bastón si puedes, pero tenemos que volver a armar las guardas. Los demás no pueden estar lejos».

El trineo de fuego se estaba acercando al monolito. Daine corría a toda velocidad, pero todavía estaba lejos de la torre morada.

«¡Lei! ¡Cúbrete!».

«Sus pensamientos no están vinculados a los nuestros, Daine. —Los pensamientos de Lakashtai eran tranquilos y serenos—. El poder tiene un alcance limitado, y ella está demasiado lejos».

Una bola de fuego alcanzó la puerta de la aguja. Cuando el humo se desvaneció, Daine no vio ni rastro de Lei. «Sabe lo que se hace —pensó Daine—. Debe de haber entrado».

«Ahí vienen», pensó Shen’kar.

El extremo de la jungla bullía de fuego. Docenas de soldados de Sulatar emergían de entre los bosques sosteniendo pendones en llamas y lanzas encendidas.

«¡Corred! —pensó Daine—. No podemos enfrentarnos a ellos en campo abierto. Tenemos que llegar a las puertas».

«Uul’she y Kulikoor ralentizarán su avance —pensó Shen’kar—. Y yo les enseñaré el peligro de mofarse de las nubes».

«Ralentizar el… Shen’kar, ¡eso es un suicidio! ¡Diles que vuelvan!».

«Ya está hecho. El guerrero tiene el derecho de elegir su muerte».

—Elfos —murmuró Daine, pero pensó en las batallas que había librado y la valentía de esos dos soldados que se enfrentarían a un ejército.

«Buena suerte a todos».

Un segundo estallido de llamas impactó contra la puerta del monolito. Shen’kar cantó una débil invocación y después se apartó de Daine a una velocidad inhumana. Era un borrón fantasmal a la luz débil del anochecer. Un momento después, había llegado a las puertas y, sin detenerse, saltó por los aires trazando un asombroso arco de treinta pies. Impacto contra el lateral del trineo y subió a bordo. El bombardero alzó una mano, y Shen’kar se vio rodeado de un cono de fuego. Mientras Daine gritaba, el fuego se apagó. Y Shen’kar estaba ileso.

«No puedes quemar la ira con llamas —susurró Shen’kar a la mente de Daine—. Soy una sombra de la noche y esa magia no puede tocarme».

Mientras los dos elfos desenvainaban, un par de flechas canturrearon en el aire y se clavaron en la garganta del que sostenía el bastón. Shen’kar blandió su bastón con pinchos, y Daine apartó la mirada. Sin duda, aquella situación estaba bajo control.

Finalmente, llegó a la torre.

—¡Lei! —gritó—. ¡Lei!

No se encontraba en ninguna parte, y los muros y el suelo estaban ennegrecidos a causa de la Llama mística. Por un momento, una mano metálica atenazó su corazón.

Y ella apareció por la puerta.

—¡Daine! —Le abrazó—. ¡Gracias a los Soberanos!

—No hay tiempo —dijo él, obligándose a apartarla—. ¡Lakashtai, vincúlala!

«Ya está».

«Vamos a entrar. Shen’kar, coge a tus soldados y abre el camino. No te adentres más de cien pies», pensó Daine.

—Través. ¡Necesito las guardas de nuevo!

Los de Sulatar marchaban a campo traviesa, y en la distancia, Daine calculó que serían unos cien.

—Hay un problema, capitán.

Través estaba arrodillado en el interior de la puerta de cristal.

—¡Eso no es lo que quiero oír!

—Los estallidos de fuego han dañado la piedra que levanta las guardas. No responde a mis órdenes.

«¡Llama! —Daine hizo rechinar los dientes—. ¿Por qué nada puede ser fácil?».

—Lei, ¿puedes arreglarlo?

—No lo sé, Daine. ¡Esto es Xen’drik! Probablemente nunca haya visto nada parecido.

—Ve y descúbrelo —dijo Daine—. Y si necesitas motivarte, echa un vistazo al ejército que se acerca.

«Shen’kar, ¿qué has descubierto?».

No hubo respuesta.

«¿Shen’kar?».

Daine se volvió a Lakashtai, que tenía el entrecejo fruncido.

—El vínculo se ha roto —dijo ella—. Total y repentinamente.

—¿Están muertos? —dijo. «¿Puede esto empeorar?».

—Siempre —respondió Lakashtai—, pero no estoy segura de que sea así. La torre parece… vacía. De un modo antinatural.

—Es la torre, no tú —dijo Través.

El forjado había sacado un puñado de flechas mágicas de la bolsa de Lei y ahora las estaba clavando en el suelo delante de él, preparándose para el asalto. El ejército avanzaba lentamente, pero el enemigo pronto estaría a tiro.

Karul’tash fue construido durante la guerra contra los habitantes de Dal Quor, que poseían poderes mentales parecidos a los tuyos. Los ensalmos defensivos del edificio protegen a Karul’tash de pesquisas mágicas y suprimen la utilización de habilidades mentales.

—¿Cómo…? —empezó Daine, después negó con la cabeza—. No importa.

—¿Puede desactivarse ese escudo? —preguntó Lakashtai. Habló tranquilamente, pero Daine vio la tensión en sus ojos.

—Sí —dijo Través—. Pero no desde aquí.

—Si no levantamos esas guardas no tendremos que preocuparnos por eso —dijo Daine mientras los drows seguían acercándose por el campo—. ¿Lei?

—¡Estoy trabajando en ello! —espetó—. Es un diseño raro, pero… de alguna manera me parece familiar.

Un pequeño grupo se había adelantado al grueso del ejército.

—Mira junto al que lleva el estandarte —dijo Través—. Creo que es Gerrion.

Daine entrecerró los ojos, pero su mirada no era tan potente como la del forjado.

—Hazme un favor, Través. Si esto no funciona, mátale a él en primer lugar.

Través asintió.

—Así lo haré. —Puso una flecha en la cuerda—. El tiempo se acaba. Las guardas no cubren todo el campo. Están casi en el borde, y en cualquier caso, pronto estaremos al alcance de sus arcos.

—¡Lei! —dijo Daine.

—¡Hago lo que puedo!

—Pues haz algo más.

—Está bien. —Se puso en pie—. ¿Través?

—Adentro —dijo Través—. No querréis quedaros fuera una vez que la puerta esté sellada.

Los viajeros corrieron hacia el interior de la boca del túnel, y Través golpeó el muro.

—Dak ru’sen Karul’tash. Hasken ul tul’kas. —La vieja voz estremeció el túnel.

Través dudó un momento y, cuando habló, su voz era un trueno.

Karul’tash fue construido durante la guerra contra los habitantes de Dal Quor, que poseían poderes mentales parecidos a los tuyos. Los ensalmos defensivos del edificio protegen a Karul’tash de pesquisas mágicas y suprimen la utilización de habilidades mentales.

—¿Cómo…? —empezó Daine, después negó con la cabeza—. No importa.

—¿Puede desactivarse ese escudo? —preguntó Lakashtai. Habló tranquilamente, pero Daine vio la tensión en sus ojos.

—Sí —dijo Través—. Pero no desde aquí.

—Si no levantamos esas guardas no tendremos que preocuparnos por eso —dijo Daine mientras los drows seguían acercándose por el campo—. ¿Lei?

—¡Estoy trabajando en ello! —espetó—. Es un diseño raro, pero… de alguna manera me parece familiar.

Un pequeño grupo se había adelantado al grueso del ejército.

—Mira junto al que lleva el estandarte —dijo Través—. Creo que es Gerrion.

Daine entrecerró los ojos, pero su mirada no era tan potente como la del forjado.

—Hazme un favor, Través. Si esto no funciona, mátale a él en primer lugar.

Través asintió.

—Así lo haré. —Puso una flecha en la cuerda—. El tiempo se acaba. Las guardas no cubren todo el campo. Están casi en el borde, y en cualquier caso, pronto estaremos al alcance de sus arcos.

—¡Lei! —dijo Daine.

—¡Hago lo que puedo!

—Pues haz algo más.

—Está bien. —Se puso en pie—. ¿Través?

—Adentro —dijo Través—. No querréis quedaros fuera una vez que la puerta esté sellada.

Los viajeros corrieron hacia el interior de la boca del túnel, y Través golpeó el muro.

—Dak ru’sen Karul’tash. Haskem ul tul’kas. —La vieja voz estremeció el túnel.

Través dudó un momento y, cuando habló, su voz era un trueno.

Kej’dre. Isk. Han’tal. Kulas Kastoruk ru’sen Karul’tash. ¡Drukil ejil ul siltash!

Nada sucedió.

—¡Drukil esul ul siltash’un! —dijo Través.

Daine suspiró.

—Muy bien. Lei, lista para…

Un estallido cegador de luces rojizas expulsó la oscuridad de la noche. El aire se llenó de gritos, voces elfas y berridos de alarma.

—¿Puerta? —dijo Daine.

—Parece que se ha roto —dijo Través—. Pero las guardas han sido restauradas.

—Bien. Través, conmigo; vamos a echar un vistazo. Lei, necesitamos algo para llenar este pasadizo. Lo que sea.

«Comprendido». Ya estaba manejando un pedazo de cristal claro que había sacado de su bolsa.

—¡Vamos!

Daine y Través corrieron hacia la entrada. Través abría el camino y disparó una flecha en el momento en que salió del pasadizo. A juzgar por el grito que siguió a eso, la víctima estaba al menos a cien pies de distancia. Deslizándose por la boca del túnel, Daine miró hacia fuera.

Más de una docena de drows habían superado las guardas mortales y el estandarte ardiente todavía revoloteaba al viento. Gerrion blandía una espada en llamas en una mano y un escudo palpitante en la otra. Estaba junto a un elfo anciano que llevaba una corona de hierro: el alto sacerdote Holuar, que les señalaba.

—¡Vuelve!

Través se lanzó hacia un lado y empujó a Daine hacia el interior del túnel. Un chorro de llamas alcanzó la entrada y, por un instante, Través quedó envuelto en fuego.

—¡Través!

El forjado avanzó unos pasos dando tumbos.

—Sobreviviré, capitán, pero me temo que ese sacerdote puede volver a utilizar ese poder si nos mostramos de nuevo.

Daine negó con la cabeza.

—¡Todo el mundo al túnel! Lei, espero que tengas algo para detenerlos.

—Sí, capitán —gritó mientras Daine y Través corrían hacia ella—. Sólo un poco más y… así basta.

Volviéndose, lanzó el pedazo del cristal por el pasillo hasta la superficie. Un instante después explotó y dejó una nube de bruma. Un estallido de aire gélido arrolló a Daine y le dejó pedacitos de hielo en la piel. Parpadeó y, cuando abrió los ojos, el túnel estaba bloqueado.

Por hielo.

—¿Hielo? —dijo—. ¿Nos atacan los maestros del fuego y lo único que tienes es una pared de hielo?

—Era eso o fuego —respondió Lei.

—Maravilloso.

Daine se tomó un momento para observar lo que le rodeaba. El aire estaba viciado y hacía un poco de frío, aunque Daine supuso que Lei era la responsable de la temperatura. El pasadizo era de unos veinte pies de ancho y más o menos de la misma altura. Las paredes y el suelo eran de la misma piedra rojiza que habían visto fuera. Era como si los túneles hubieran sido cavados en una inmensa piedra. La luz procedía de las paredes. Todas las superficies estaban cubiertas de palabras en un fluido alfabeto que Daine no conocía, pintadas con fuego frío.

—¿Lei? —dijo Daine—. ¿Qué dice?

—Muchas de las inscripciones son sólo proclamaciones de luz —respondió Través para sorpresa de Daine—. Otras hablan de protección y secreto; sospecho que éstos son los glifos protectores de los que hablaba antes.

—Tiene razón —dijo Lakashtai—. No…, no siento la presencia de Kashtai. No puedo recurrir a mi fuerza interior.

—Genial —dijo Daine—, pero aparte de nuestro muro que se deshace y nuestra kalashtar sin poderes, ¿está todo bien? No tenemos que luchar…

—Gigantes —dijo Shen’kar.

Las inscripciones refulgentes cubrían todas las paredes, pero el fantasma del escorpión encontró una sombra por la que salir. Xu’sasar estaba junto a él.

—Por supuesto —dijo Daine—. Naturalmente. ¿Cuántos?

—Vimos dieciséis —respondió Shen’kar—. Seis de la espada y diez tejedores de magia.

—¿Os han visto?

El elfo ladeó la cabeza.

—¿Cómo iban a hacerlo?

—Sé que tenéis talento, pero…

—Están todos muertos —dijo Shen’kar.

Se oyó un débil ruido sordo…, el sonido de una espada en llamas golpeando el distante muro de hielo.

—¡Ah! —dijo Daine—. En ese caso, guiadnos.

—Por el nombre de Onatar —susurró Lei.

—Sí.

Daine había renegado de toda creencia en poderes elevados hacía mucho tiempo, pero lo que había delante de él parecía no estar al alcance de la capacidad de ninguna fuerza mortal. El pasaje los había llevado al centro del monolito. La torre se alzaba por encima de ellos, una aguja hueca de centenares de pies de diámetro y quizá un millar de pies de altura, aunque era difícil calcularlo desde tan abajo. Pese a que la torre era impresionante, lo que más asombro provocaba era lo que había en su interior. El corazón del monolito era un inmenso cilindro de obsidiana, casi de la misma altura que la torre. Estaba cubierto de sellos brillantes e inscripciones en el antiguo idioma de los gigantes, taraceados en una docena de metales y piedras preciosas diferentes.

Y flotaba. Estaba suspendido a diez pies por encima del suelo de la sala y rotaba lentamente.

—Piensa en lo que esto debe pesar… —susurró Lei.

Daine prefirió no hacerlo.

Quizá un centenar de anillos de metal rodeaban el pilar central sostenidos por fuerzas invisibles. Alzándose y cayendo, girando silenciosamente en diferentes direcciones y a distintas velocidades, lo que realmente llamaba la atención eran las esferas. Trece esferas de cristal circulaban en bajas órbitas, todas ellas con piedras preciosas e inscripciones brillantes. La perspectiva dificultaba calcular el tamaño de esos objetos…, pero eran grandes.

Las esferas atrajeron su vista hacía arriba, pero finalmente Daine miró a su alrededor. Junto a la base del cilindro de obsidiana había mesas redondas. Estaban hechas de piedra roja y surgían del suelo directamente. Ahí estaban los gigantes, desplomados sobre las mesas o tendidos en el suelo.

Los cadáveres estaban secos y marchitos, pero se conservaban casi perfectamente. Daine se preguntó si el sello del monolito había contenido todo el aire en el interior o si había alguna otra magia en funcionamiento. El cadáver más cercano era el de un hombre. Su piel era cuero negro parcheado, tan oscura como la de los drows, y debía medir doce pies de altura. Llevaba una túnica de tejido metálico de color latón; el dobladillo tenía bordados de plata y oro en forma de espirales. Daine supuso que el hombre sería rechoncho en vida, y eso le recordó las inmensas esculturas medio en ruinas que flanqueaban el altar en la ciudad de los drows.

—Mira —dijo Lei, señalando—, creo que es una varita.

El gigante caído sostenía un objeto en la mano: una varita con una piedra negra en la punta. Pero era de dos pies y medio de largo, el doble que el brazo de Daine.

—¿Es una arma?

—No lo sé.

—Entonces, no me importa. Sólo tenemos unos pocos minutos. ¿Es útil para algo? A menos que uno de vosotros me diga para qué sirve, será mejor que nos pongamos en marcha, y esperemos que podamos encontrar una armadura.

Daine estaba mirando a Lei y al recientemente erudito Través, pero fue Lakashtai quien habló.

—Éstos son los planos —dijo.

—Sí…, ¡eso es! —dijo Lei, mirando la columna, asombrada.

Daine suspiró.

—Eso lo aclara todo. Muchas gracias.

—Los planos —dijo Lei—. Los planos exteriores: Dolurrh, el reino de los muertos. Dal Quor, la región de los sueños. Ya sabes.

—Claro —dijo Daine con suspicacia—. ¿Me estás diciendo que las almas de los muertos vienen aquí? Qué bien, porque probablemente dentro de unos minutos nos uniremos a ellos.

—No —dijo Lei, exasperada—. Es una reproducción de los planos. Giran… alrededor de Eberron, entrando y saliendo de fase, como las lunas, y esto es una reproducción de ese movimiento.

—Es más que eso —dijo Lakashtai.

Cogió a Lei de las manos y tiró de ella. Daine dio un paso para detenerla, pero Lakashtai apartó su mano.

—Mira de cerca —susurró acercándose a la cabeza arrugada del gigante tendido—. Siéntelo. Mira qué hay dentro.

Lentamente, puso la mano de Lei en la consola más cercana y el mosaico de gemas que tenía en la parte superior emitió una luz.

—Lo veo —dijo Lei, sin aliento y asombrada—. Lo siento extendiéndose. Es mucho más complicado que cualquier dibujo que haya visto jamás. Es… precioso.

—¿Y cómo puede ayudarnos? —dijo Daine, exasperado.

—Es una puerta —dijo ella—, y creo…, creo que puedo activarla.

—Me parece que tienes razón —dijo Través—. Pero ¿cómo puedes saber cómo operar ese artilugio?

—No puedo explicarlo, Través. El conocimiento… está ahí, como si siempre hubiera estado ahí. Son… las esferas. Cada esfera está vinculada con un plano.

Sin ni siquiera ser consciente de lo que estaba haciendo, Lei se subió a la espalda del cadáver del gigante para poder pasar los dedos por la consola. Un profundo y retumbante zumbido llenó el aire y los anillos orbitantes empezaron a dar vueltas a distintas velocidades.

—Los pasajeros entran en la esfera, y ésta es transportada físicamente al otro lado de la barrera de los planos. Creo que cada esfera tiene controles en su interior para permitir a los viajeros regresar.

—¿Esto da acceso a todos los planos? —preguntó Través, mirando a las esferas.

—No es tan sencillo. Alineamiento, órbita… Sólo dos planos son accesibles en este momento, Thelanis y Fernia, el plano del fuego.

—Fuego. —La mente de Daine iba a la carrera—. ¿Y estas esferas se controlan desde aquí?

—Inicialmente, y desde la esfera misma. La esfera protege a los pasajeros de los peligros del plano, aunque si sales… quién sabe.

—¿Comprendes cómo funcionan?

—No puedo explicarlo, pero sí, lo comprendo.

—Bien —dijo Daine—. Shen’kar, si no te importa, te necesitaré para esto. Éste es mi plan.

El alto sacerdote Holuar estaba rodeado de una aura de fuego místico y caminaba a través del hielo que bloqueaba el paso. El aire gélido no hizo brecha en su escudo de llamas, y pese a su edad, el destino le daba fuerzas a sus extremidades. «El final está cerca —pensó—. Al fin, obtendré las recompensas de la lealtad de mis ancestros. Los Señores de la promesa me envolverán con su poder, y haremos arder el mundo».

El hielo había llenado un largo tramo del pasillo y el avance había sido lento, hasta que Holuar creó la túnica de fuego. Ahora el muro se venía abajo a su paso: había llegado al fin de la barrera.

Había un hombre en el pasadizo a veinte pasos de distancia. Era alto, demasiado grueso. Su piel era mórbidamente pálida, y no tenía marcas de honor en la piel: era un extranjero, un falso hijo de la guerra, el que había sido probado y había fracasado. Holuar le apuntó con un dedo huesudo y se preparó para convocar los fuegos mortales, pero el desconocido cayó de rodillas y tendió las manos en un gesto de súplica.

—Oye lo que tengo que decir antes de que me mates —dijo el hombre. Las palabras de la lengua extranjera eran monótonas y carecían de elegancia, y el hombre hablaba muy lentamente—. Sé lo que buscas y puedo dártelo.

—¿De qué se trata? —dijo Holuar. Sus soldados estaban apareciendo en el túnel, pero alzó la mano, y ellos se desplegaron a su alrededor.

—Quieres cruzar la puerta Ardiente. De eso se trata, ¿no es así? Bueno, he venido aquí con la mujer que puede abrírtela.

—La mujer de dos mundos —dijo Holuar.

¿Podía ser que ella fuera imprescindible para abrir la puerta y no sólo el monolito? Reflexionó sobre las palabras de la profecía: ella liberaría la voz del pasado, abriría el camino, sostendría las llaves.

—Ella nos ayudará, o moriréis todos.

—Lo sé. Me da igual adónde vayas o qué hagas. Tengo cosas que hacer aquí. Así que éste es el trato. Tú nos das lo que queremos, y nosotros te abriremos las puertas. La cruzas y… haces lo que tengas planeado. Nosotros seguimos a lo nuestro. Todos vivimos.

Holuar entrecerró los ojos.

—¿Qué quieres? Dilo. ¿Qué quieres?

—A él. —Daine señaló al hombre que había junto a Holuar—. A Gerrion.