«¿Lakashtai? —pensó Daine—. Éste sería un buen momento para tu truco paralizante».
«Estoy cansada, Daine. No tengo el poder y, la verdad, me sorprende que haya sido capaz de inmovilizarlos a todos antes».
Los tres drows se habían separado y habían formado un semicírculo, y Shen’kar caminaba con lentitud hacia él. Anteriormente, Daine se había encontrado con esos elfos en la oscuridad de la noche. Ahora, con la débil luz solar que se filtraba por el dosel, Daine pudo ver realmente a su enemigo. Llevaban menos armadura que los elfos de la ciudad en llamas, y en lugar de metal parecían utilizar cuerno, cuero y madera. Había algunas excepciones —sus largos cuchillos, sus cadenas de mitral—, pero Daine se preguntó si eso lo habrían robado de alguna parte; los mangos de las dagas no hacían juego con las hojas, y sospechó que esos drows habían robado las armas o tal vez las habían heredado de generaciones anteriores. La escasez de armadura y de ropa dejaba a la vista sus tatuajes, que cubrían todo su cuerpo. Si los unidores de fuego tenían algunas bandas de llamas, esos elfos estaban cubiertos de intrincados dibujos, blanco crudo sobre su piel negra. Daine imaginó que Lei lo sabría todo sobre esos tatuajes y su significado, y que probablemente podría darle una lección de una hora sobre el tema, y fue entonces cuando se dio cuenta de lo mucho que la echaba de menos. Las últimas horas habían sido una carrera constante para huir de la muerte, y sólo ahora se daba cuenta de lo vacío que se sentía.
Alzó las manos ante sí.
—No queremos luchar —dijo.
—El semisangre se ha ido —observó Shen’kar. Se detuvo a quince pies de Daine con el arma preparada para atacar—. ¿Por qué?
—¡Ah, eso! —Daine se rascó la cabeza—. Bueno, nos entregó a sus parientes, y ellos trataron de quemarnos vivos en un laberinto.
—¿Un laberinto?
—Invisible, con muros móviles, te mata si los tocas.
—¡Ah! —dijo Shen’kar, ladeando la cabeza—. Era como pensábamos —dijo en voz baja a sus guerreros—. Los unidores de fuego todavía buscan a extranjeros que les abran la puerta.
—Entonces, matémosles antes de que ayuden al Guardián de la puerta —dijo el maestro cadenero.
—No es necesario —respondió Daine—. Ya nos conocemos y no nos llevamos bien. Lo único que queremos es encontrar a nuestros amigos.
Shen’kar se volvió para mirar a Daine y éste tardó un momento en comprender su mirada de sorpresa. «¡Estaban hablando elfo!». Daine se había acostumbrado a oír la lengua y se había olvidado de que ellos no creían que la entendiera.
—¿Cómo es que hablas la lengua de la tierra?
Shen’kar había cogido con más fuerza su bumerán y había entrecerrado los ojos.
—Yo le he dado el don. —Lakashtai dio un paso adelante. Su elfo era sereno e impecable, aunque su acento era ligeramente distinto del de los drows—. No sabe hablar vuestra lengua, pero la entiende.
—De acuerdo. ¿Veis? Hablo en la lengua común.
—Dice la verdad hable en la lengua que hable —prosiguió Lakashtai—. No queremos haceros daños, y no tenemos ninguna intención de ayudar a vuestro enemigo. Hemos sido traicionados por nuestro compañero, cuyas verdaderas lealtades no conocíamos. No sabemos nada de vuestra altura ni de aquellos contra los que lucháis. Sólo queremos reunimos con nuestros compañeros y encontrar una ruina conocida como Monolito de Karul’tash.
Los elfos escuchaban atentamente y parecían tranquilos, hasta que oyeron la última palabra. En el momento en que Lakashtai mencionó su destino, el maestro cadenero se puso a darle vueltas a su arma.
—¡Kulikoor! —espetó Shen’kar, al parecer el nombre del cadenero—. Espera.
—Déjamelo adivinar —dijo Daine—. Sin quererlo, hemos hecho planes para profanar su mayor templo.
Shen’kar le miró, y Daine sintió su desdén.
—No el nuestro —respondió—. No sabes nada de esta tierra, ¿verdad?
—Creo que decir «nada» es demasiado, pero…
Lakashtai levantó la mano.
—Guerrero, si te hemos ofendido con nuestras acciones, te aseguro que no ha sido intencionadamente. No somos amigos de esos unidores de fuego y los tenemos por enemigos. Parece que carecemos de conocimientos. Quizá tú puedas ayudarnos a salir de la ignorancia.
—Todas las cosas tienen un precio —dijo Shen’kar—. ¿Qué ofrecéis a cambio de sabiduría?
Lakashtai le estudió cuidadosamente. Daine se preguntó si se estaba introduciendo en los pensamientos de Shen’kar o si solamente leía su expresión.
—El oro y las joyas son la moneda de las ciudades —respondió al cabo de un instante—. Nosotros no somos mercaderes ni exploradores. Somos soldados y estamos librando una guerra. Ahora sabemos que vuestro enemigo es también el nuestro. Con vuestro conocimiento, podemos luchar contra ellos. De lo contrario, puede ser que nos engañen para que sirvamos a sus fines. —Se detuvo—. Pedimos venganza. Ofrecemos la sangre de vuestros enemigos y nuestra fuerza a vuestro lado.
Pese a encontrarse débil, Lakashtai no había perdido nada de su carisma. Los drows se miraron entre sí e incluso el maestro cadenero hizo un chasquido afirmativo con la lengua. Shen’kar se volvió hacia Daine y Lakashtai, y empezó a contar su historia.
—En los primeros días, los poderosos esclavizaron a la gente de la tierra…
—¿Poderosos? —preguntó Daine.
—Gigantes —susurró Lakashtai—. No interrumpas.
Sehn’kar miró de soslayo a Daine y volvió a la historia.
—En los primeros días, los poderosos esclavizaron a la gen te de la tierra. Los señores eran grandes y poderosos. Su tamaño y su fuerza les hacían los dueños de la tierra, y además poseían una magia mortal. Los poderosos gobernaron una era tras otra, hasta el tiempo del terror, cuando la locura golpeó las mentes de los poderosos y rasgó el velo del mundo.
Daine dedicó una mirada interrogativa a Lakashtai, y un segundo después, sus pensamientos se colaron en su cabeza. «Creo que está hablando de la invasión de Dal Quor. Ni siquiera yo sé mucho de qué tenían ante sí los gigantes, pero la batalla debió de desarrollarse tanto en los sueños como en la realidad».
—… ejército de horrores —estaba diciendo Shen’kar—, pero los poderosos eran sabios además de fuertes. Arrancaron una luna del cielo y utilizaron su poder para hacer retroceder a sus enemigos a la oscuridad de la mente, donde fueron rápidamente olvidados.
«Los gigantes derrotaron a los quori cortando los vínculos entre Eberron y Dal Quoor —explicó Lakashtai—. Desde entonces, ha sido prácticamente imposible que nada físico viaje entre los dos lugares».
«¿Y la luna?», preguntó Daine.
«Las leyendas dicen que había una decimotercera luna que desapareció hace mucho tiempo. Parece culpar de eso a los gigantes. Y ahora cállate».
—… batalla había dejado marcas en la tierra y había debilitado a los que habían sido poderosos señores —prosiguió Shen’kar—. Sus esclavos vieron esa debilidad y se alzaron contra sus crueles amos. Esa gente era pequeña y astuta, y el gran tamaño de sus señores con frecuencia resultó ser un obstáculo para ellos. Los sabios cogieron una tropa de esclavos leales y los imbuyeron de la esencia de la noche: el poder para dar forma a la oscuridad y ver a través de sus profundidades, la fuerza para resistir la magia y el coraje de enfrentarse a ella. Esos soldados oscuros y sus hijos hicieron un juramento con los señores según el cual morirían a su servicio y matarían a todos los que se alzaran contra sus señores.
—¿Lo cual nos lleva a los rompedores del juramento? —dijo Daine.
Shen’kar dio un chasquido.
—Los amos utilizaron muchos trucos para atar a mis ancestros a su servicio: magia, promesas de inmortalidad, amenazas… Pero los hijos de la noche más valientes vieron qué había tras esas mentiras y se volvieron contra ellos. Los esclavos pálidos no les creyeron y lucharon solos contra los poderosos y los esclavos que siguieron a su servicio. Y así fue hasta la destrucción de la tierra, la Noche de la cólera que acabó con los amos. Hoy nosotros somos los amos de la tierra. Los poderosos han sido condenados al salvajismo, y ahora son nuestra presa. Los esclavos pálidos huyeron aterrorizados, pero nosotros somos fuertes y sabios. Los espíritus de la jungla nos guían. El escorpión nos enseña a cazar, a ocultarnos, a ocuparnos de los jóvenes. Nos enseña a proteger la tierra de los que querrían hacer volver los horrores del pasado: los poderosos, los extranjeros y los descarriados hijos de la noche…, los unidores de fuego y los suyos.
—Bien. Los unidores de fuego, Todo esto es tan fascinante que casi me he olvidado de que tenía un sentido. —Daine suspiró—. A riesgo de otra lección, ¿qué están intentando hacer los unidores de fuego?
—Mis ancestros dieron la espalda a los brutales amos, pero los unidores de fuego les sirvieron lealmente. La Noche de la cólera desposeyó a los amos de su conocimiento, pero los esclavos escaparon al desastre. Nosotros nos volvimos a las voces de la jungla, pero otros buscaron el conocimiento de los poderosos, secretos terribles que les habían convertido en dueños de la Llama.
—¿Estás diciendo que trabajan para los gigantes?
—No —terció Lakashtai antes de que Shen’kar pudiera hablar—. Los gigantes son ahora salvajes, pero han reclamado el conocimiento que poseyeron en el pasado. —Miró de soslayo a Shen’kar—. ¿Y esa puerta de la que hablan? ¿Es un camino a un conocimiento mayor?
Shen’kar chasqueó la lengua.
—Las bodegas ocultas de los poderosos están por todas partes. Nosotros tratamos de recuperar las herramientas de nuestros ancestros, pero los secretos de los amos arrancaron una luna del cielo y arrasaron este mundo. Deberían permanecer enterrados. —Hizo un gesto a sus dos compañeros—. Nosotros somos escorpiones fantasmas, los defensores de nuestra tribu. No tenemos fuerza suficiente para enfrentarnos a los unidores de fuego en su ciudad en llamas, pero los matamos cuando se atreven a adentrarse en la oscuridad. Cuando la temporada del fuego llega a la tierra, adquirimos fuerza y nos aseguramos de que no abran su puerta de la Llama.
«¿Temporada de fuego?».
«Debe ser una conjunción de planos —explicó Lakashtai—. Los planos exteriores son sombras del mundo, orbitan como las lunas, y cuando se alinean…, bueno, pueden pasar cosas raras. Creo que Fernia está alineada con Eberron ahora mismo, debe de estar hablando de eso. Debería potenciar todas las formas de magia de fuego».
«Como si nosotros no lo hubiéramos visto».
—Esta puerta de fuego… —dijo Lakashtai—, ¿es el Monolito de Karul’tash?
—Karul’tash es su nombre en el idioma de los amos. Está rodeado de los muros de los que habláis, y nadie puede acercarse a ellos y seguir vivo. Terribles poderes moran en su interior, y los unidores de fuego dicen que hay una puerta que les llevará al paraíso.
—¿Y? —dijo Daine—. ¿Por qué no dejar que vayan allí?
—Las leyendas dicen que el que pase por las puerta obtendrá poderes que están mucho más allá de los que tuvieron los viejos señores y regresará con un ejército de Llama que quemara el mundo.
—Ya.
—Así que cada ciclo venimos a matar a los que tratan de entrar en Karul’tash, esclavos y extranjeros por igual.
—¿Por qué no lo destruís? —preguntó Lakashtai.
—Es imposible.
Lakashtai negó con la cabeza.
—En absoluto. Si hay puertas o magia, todo puede ser destruido. —Miró a Daine—. Tenemos que entrar en el monolito.
Mi compañero estará condenado a la locura si no lo hacemos, y las Fuerzas que Fueron combatidas por los poderosos regresarán.
El drow miró a Daine y apretó el arma que sostenía.
—Uníos a nosotros —dijo Lakashtai—. Juntos encontraremos la Forma de destruir las fuerzas ocultas en Karul’tash y poner fin a vuestra larga vigilia.
Tenía la voz llena de convicción y pasión, y Daine oyó un susurró en lo más hondo de la mente que le conminaba a mostrarse de acuerdo.
«¿Sabe de veras lo que está haciendo?», pensó Daine.
Pasó un momento mientras el drow pensaba en silencio. Finalmente, Shen’kar hizo un chasquido.
—Lucharemos juntos, pero para destruir Karul’tash primero tenéis que entrar, y los unidores de fuego han esperado durante más de seis mil ciclos la llegada de quien puede abrirla.
—No tuvimos mucha suerte en el laberinto —señaló Daine.
Lakashtai frunció el entrecejo.
—Sí. No conozco esas defensas, pero debe haber una manera…
Sus reflexiones se vieron interrumpidas por un movimiento entre los árboles. Una sombra se deslizó en el claro: otro drow con largos cuchillos en las manos. Era la mujer contra la que Daine había luchado la noche anterior. Cuando vio a Daine y Lakashtai, se detuvo y se puso en posición de combate.
—Xa’sasar —canturreó Shen’kar—. Hay sangre entre tú y estos extranjeros, y podrás ajustar cuentas a su debido momento. Por el momento, son nuestros aliados y no pueden ser atacados. ¿Qué has visto?
La mujer observó a Daine. Era difícil leer la expresión de sus ojos pálidos, pero su lenguaje corporal era temible.
—Los unidores de fuego se mueven con fuerza. Hay extranjeros con ellos: un hombre de metal y una mujer de verde, gravemente herida. Van a unirse al primer sacerdote en la puerta ardiente.
—¡Lei! —exclamó Daine.
Shen’kar pasó un dedo por la espalda de su escorpión mientras pensaba en las noticias.
—El primer sacerdote no abandonaría las murallas de la ciudad a menos que… —Se volvió hacia los otros drows—. Cree que han encontrado a los dos extranjeros que pueden abrir la puerta, tenemos que ponernos en marcha cuanto antes. Estaremos en inferioridad numérica, pero a pesar de todo podremos matar a los extranjeros.
—¡No! —dijo Daine. Corrió hacia Shen’kar, pero el otro drow se interpuso entre ellos en un abrir y cerrar de ojos. Tenía las armas en la mano.
—Esto no puede ponerse en riesgo —dijo Shen’kar.
—Te olvidas de algo. —La voz de seda de Lakashtai parecía envolverlos, más bella aún cuando hablaba en la lengua de los elfos—. Si pueden abrir la puerta, podemos destruirla.
—¡Son demasiados! —gritó Xa’sasar, pero Shen’kar estaba pensando en ello.
—¿Te da miedo intentarlo? —Los elfos oscuros se tensaron, y Daine vio que las palabras de Lakashtai habían conseguido su objetivo—. Vosotros sois los defensores de la noche —prosiguió— y nosotros hemos cruzado el océano para hacer esto. Es el destino. Abrazadlo, y juntos daremos un golpe devastador a vuestro enemigo de antaño.
De nuevo, los drows pensaron y susurraron, pero al final Shen’kar hizo un chasquido de aceptación.
—Muy bien. Deprisa. —Miró a Daine—. Nos hemos enfrentado en la batalla. Ahora estaremos juntos. Es de justicia que te devuelva esto.
Se desabrochó el cinturón y se lo dio a Daine. Una espada envainada colgaba del cinturón. Tenía en la empuñadura el Ojo vigilante de Deneith.
—Supongo que sí —dijo Daine, cogiendo la espada y el cinturón—. Abre camino.
Daine apenas se había puesto el cinturón cuando empezó la cacería. Xa’sasar iba en primer lugar. Los elfos eran rápidos y elegantes, y a Daine le resultaba difícil mantener su paso.
«Dime que vamos a matarlos cuando acabemos con esto», pensó para Lakashtai.
«Cállate», replicó ella. Pero incluso en la distancia Daine pudo advertir su sonrisa.