Lei soltó su bastón, y éste cayó al suelo. No lo necesitaba para enfrentarse a Través. Sus manos eran mucho más poderosas que cualquier arma: si le tocaba, podía derribarlo.
Aunque había luchado con Través en una ocasión, no esperaba que esta batalla siguiera el mismo camino. La primera vez, Través había sido imbuido de rabia, desquiciado por los poderes mentales del desollador de mentes Cherassk. Ahora estaba en pleno control de si mismo y conocía la capacidad de Lei tan bien como ella misma. En cuanto oyó sus palabras, Través soltó el mayal y se alejó de ella. Tenía la ballesta en las manos, pero apuntando al suelo. Era rápido, y en circunstancias normales no podría haberse acercado a él para tocarle, y además no había tenido tiempo para preparase. Había aumentado mágicamente su velocidad y había tejido un encantamiento que la protegería de las flechas de Través. Estaba preparada para el traidor, pero tenía que actuar rápidamente. Sin duda los demás estarían allí en cualquier momento.
—No quiero hacerte daño, Lei. —La voz de Través era tranquila y sombría—. Ha sido un tiempo confuso, pero siempre tratado de protegerte.
Lei levantó su mano herida, con un muñón en el lugar del meñique. Hidra le había vendado la herida, pero ésta todavía le dolía y le aterrorizaba pensar cómo afectaría eso a su trabajo.
—Eso… ha sido culpa mía. Harmattan te ha utilizado para manipularme. Ha amenazado con matarte a menos que le ayudara.
—¿De modo que has hecho todo esto por mí? —dijo Lei.
—No, no. No. Estaba inseguro, tenía curiosidad por saber cómo podría ser mi vida, cómo sería sin ti o sin Daine. —Se detuvo—. Hay cosas que tú y yo nunca compartiremos, Lei. Lo entiendo, pero soy un forjado y me hicieron para algo, y ese algo es protegerte.
—¡Mentiroso!
La pérdida de Daine, su mano herida… Los pensamientos de Lei eran un laberinto de dolor e ira, y a duras penas seguía las palabras de Través. Era una trampa. Estaba distrayéndola, esperando a que los demás salieran. Embistió contra Través con las manos extendidas, imaginando los poderes que convocaría para destruirlo. Sabía lo que él haría: echarse a un lado, soltar una ráfaga de flechas, tratar de mantener el espacio entre ellos.
No lo hizo.
No trató de esquivarla, ni siquiera alzó la ballesta. Se quedó allí mientras ella le ponía la mano en el pecho. La observó. Su rostro carecía de expresión, como siempre, pero Lei había aprendido a interpretar su estado de ánimo a partir de su cara y la tensión de sus extremidades. No iba a luchar.
Por un momento, Lei se quedó con la mano apretada contra su torso. Sentía el frío metal y percibía mentalmente las energías que había en su interior, el diseño que daba vida a la piedra y el metal. Una voz gritó en su interior: «¡Destrúyelo! ¡Destrúyelos a todos!».
Había creído que sería más sencillo, había creído que él lucharía. Mirándolo a la cara, resultaba difícil mantener la ira. En lugar de eso, Lei pensó en la noche que llegaron a Sharn, cuando él se la llevó de la puerta de la casa de Hadran y lloró, en la batalla en el risco de Keldan, y en la visión que había tenido la primera vez que había peleado.
Le dio un puñetazo con la mano izquierda en el torso.
—Pelea, ¡maldita sea!
—No puedo. —Través puso la mano encima de la de ella y la apretó contra su pecho—. Destrúyeme si quieres, pero no lucharé contra ti de nuevo, ni permitiré que te inflijan ningún daño si puedo evitarlo.
Parpadeando para reprimir las lágrimas, Lei alzó la mano izquierda para que viera su dedo amputado.
Través apartó la mirada.
—Haz lo que debas. Si mi fracaso no puede ser perdonado, que mi castigo sea rápido.
Lei cerró la mano herida y sintió el ardiente dolor. Reunió las energías una vez más. Extendió su mente y sintió los patrones conocidos de la fuerza vital de Través, el tejido que ella había reparado tantas veces antes.
Por un momento, se quedaron en silencio. Después, lentamente, apartó la mano de su pecho.
—¿Dónde están los demás? —preguntó ella al fin.
—Destruidos o atrapados abajo. No importa. No nos molestarán de nuevo.
Lei le miró.
—¿Cómo? ¿Qué les ha derrotado? ¿Cómo has escapado?
—Yo les he derrotado —dijo Través—, aunque tenía que esperar a que tú te liberaras por ti misma.
Lei pensó en el modo en que Través había hablado con la forjada azul, y un rescoldo de sospecha se encendió de nuevo.
—Creía que eran tu nueva familia.
—Ya tengo una familia —dijo Través—. Y tú eres parte de ella. —Caminó a su lado, recogió su mayal y volvió a colocarlo en su arnés—. Antes, has dicho que conocías a Harmattan. ¿Qué querías decir?
—Yo… —Lei se detuvo.
Quería explicarlo, pero le resultaba difícil pronunciar las palabras. Hacía un año desde ese raro sueño, y nunca se lo había mencionado a Través. Cuando trataba de hablar, su cerebro y su lengua se negaban a actuar.
Través notó su incomodidad.
—¿Qué pasa? ¿Estás bien?
—Yo… —Lei cerró los ojos y ordenó sus pensamientos—. Hace un año tuve una visión, en el subsuelo de Sharn. He tenido otras desde entonces. Creo…, creo que mis padres crearon a Harmattan.
Través asintió lentamente.
—¿Por qué?
—En uno de mis sueños…, mi padre sostenía una pieza de forjado, una cabeza. Recuerdo que decía: «Así es como se derrota a la muerte». Harmattan tiene la cara oculta, pero cuando en una ocasión la vi la tenía maltrecha y quemada, pero era él. Ahora estoy segura. No sé cómo lo hicieron, pero mis padres le crearon.
—Y me crearon a mí.
Ella asintió lentamente.
—También tuve una visión de eso, pero creo que no fue un sueño. Fue un recuerdo.
Lei negó con la cabeza.
—No…, mis visiones surgen de acontecimientos, de lo que me rodea. Sólo son sueños. Deben serlo. —Lei recordó una espada adornada con piedras preciosas colocada sobre su ojo y se estremeció.
Través lo pensó con detenimiento.
—Si no son recuerdos… ¿Y si esas visiones son del presente?
—¿Qué?
—Quizá alguien nos está observando. Vigilándote desde tu interior.
«¡Es tu hija, no otro experimento!».
Esas palabras resonaron en la mente de Lei, pero la de su madre no era la única voz que oía.
«Toda carne debe perecer —dijo su padre—. Lo sabíamos desde el principio».
Harmattan había dicho: «Vosotros destruís los fallos. Es la costumbre de vuestra casa. Y no estaba hablando de la humanidad. Estaba hablando de ti».
—Dices que viste a Harmattan… como una cabeza cortada —prosiguió Través—. Pero fue construido con el cuerpo de un soldado forjado. Eras adulta cuando yo te vi. ¿Viste a Hidra en tus visiones?
—No.
—Pero en muchos sentidos, Hidra es tan rara como Harmattan. ¿Tienes idea de cómo se puede crear un forjado así?
—No —dijo Lei—. ¿Una personalidad dividida en distintos cuerpos? No puedo imaginar cómo. Las percepciones sensoriales podrían abrumar a cualquier espíritu normal.
—Pero dijiste que has visto diseños semejantes…
Lei terminó la frase.
—En el risco de Keldan.
—¿Estás segura de que no era de una forja Cannith?
—En este momento, no estoy segura de nada —respondió Lei—, pero había tantas clases raras de forjados allí… Económicamente, no tenía ningún sentido. Nadie hace forjados a mano y no tenían las marcas de la casa.
—¿Puede alguien más crear forjados?
—No sin la Marca de hacedores, no. Pero… —Lei se detuvo—. Estoy segura de que conoces las leyendas, que los secretos de los forjados están ocultos en Xen’drik, que las expediciones Cannith construyeron las primeras forjas de creación utilizando conocimientos robados en Xen’drik. Mis padres también vinieron a Xen’drik. El guía sahuagin del Estela del kraken dijo algo al respecto…: «Ella quería encontrar la forma de mejorar a los forjados, pero no quería compartir este conocimiento con los suyos». —«Y habló del deseo de una hija», pensó Lei, pero se lo guardó para sí—. ¿Y si…? ¿Y si hubo una conspiración en la casa Cannith, un grupo que estaba creando nuevos forjados con un fin distinto a venderlos?
—¿No dijiste que Aaren d’Cannith despreciaba lo que la casa estaba haciendo con sus creaciones?
—Sí…, sí, así es —dijo Lei—. Pero Aaren odiaba la guerra. No puedo imaginarle construyendo el ejército que vimos en el risco. Además, fue expulsado.
—También tú… y tus padres.
Lei abrió los ojos de par en par.
—Tienes razón. Mis padres. Nunca he entendido por qué Merrix actuó contra ellos, pero ¿qué sabe Merrix de ellos? ¿Crees…, crees que puede seguir vivo?
—No lo sé, Lei. Lo único que sé es que Harmattan estaba actuando en nombre de otro. Quizá si seguimos su camino podamos descubrir la identidad de su maestro oculto.
Lei asintió y cruzó el claro para recoger su bastón.
¿Qué sabemos de los planes de Harmattan?
Estaba buscando esto. —Través sacó la esfera de plata, que brilló a la luz del sol—. Lo llamaba «prisionero». Dijo que abriría las puertas de Karul’tash.
—¿Karul’tash? —Lei frunció el entrecejo—. Karul’tash. El Monolito de Karul’tash. Ahí íbamos nosotros. Ahí es donde Lakashtai dijo que podríamos encontrar lo que necesitábamos para ayudar a Daine.
—Si Daine estuviera con nosotros, diría que esto es una señal del destino.
—Déjame ver eso —dijo Lei—. Me resulta familiar, pero no puedo ubicarlo. Una esfera… Xen’drik… —Cogió la esfera de la mano de Través y casi la dejó caer de la sorpresa.
La esfera la reconoció.
En el momento en que la tocó, sintió que una ola de pensamiento la recorría, una percepción de identidad, casi como mirar una cara humana. Era distante, débil, pero sabía que en el interior de la esfera había una conciencia… y ésta la reconocía. No era una sensación fuerte. No era lo que sentía al ver a un amigo, sino más bien al ver a un hombre con un uniforme familiar, al saber que se trataba de un miembro de la Guardia de Sharn.
—¿Hola? —dijo Lei con cautela.
—¿Saludos? —respondió Través.
Lei negó con la cabeza y señaló la esfera.
—Yo, me ha… ¿Has sentido algo al tenerlo en la mano?
Través negó con la cabeza.
Lei centró toda su atención en la esfera. Podía percibir que ésta sentía su presencia, pero había algo… que se interponía. Era como mirar una luz cubierta por una manta. Metiendo la mano en su bolsa, sacó una perla: había descubierto que esas piedras eran un foco eficaz de energías adivinatorias. Tocando la perla con la esfera de plata, extendió su mente.
Era preciosa.
Vista a través de la lente de la magia, era una intrincada red de hilos dorados que brillaban con latidos de luz.
—Es una matriz de información —dijo, asombrada—. Creo que está viva: no tanto como tú, pero tiene conciencia de sí misma. Piensa. Imagina… ¡Esto debió de ver la civilización de los gigantes!
—¿Cómo nos podemos comunicar con ella? —dijo Través.
—Eso es lo más raro. Creo que… Parece diseñada para interrelacionarse con un forjado, para unirse a vuestro nodo de esencia, pero debe de tener decenas de miles de años de antigüedad.
—Parece que los Cannith no fueron los creadores de los forjados.
—Quizá yo no diría tanto —dijo Lei—. Puede ser que los exploradores Cannith adaptaran algunos elementos del diseño de los golems de Xen’drik y que el nodo de esencia fuera uno de ellos.
—Sólo hay una manera de saberlo. Pónmela.
—¡No tenemos ni idea de qué podría hacerte!
—Harmattan ha dicho que era la llave.
—¡También ha dicho que era un prisionero! —exclamó Lei—. Podría ser un demonio, un monstruos…, ¿quién lo sabe?
—Estúdiala más. ¿Crees que hay peligro de que tome el control de mi cuerpo?
Lei cerró los ojos, acercó su pensamiento a través de la perla.
—Yo… no lo creo, pero es difícil saberlo. Nunca había visto nada parecido.
—Pónmela. Si puede llevarnos hasta Karul’tash, tal vez encontremos a Daine y a los demás. Lakashtai no dijo nada acerca de una llave, de modo que quizá no sepa que es necesaria.
Lei hizo una mueca, pero finalmente asintió. Examinó el torso de Través, y éste se quitó el disco de metal que se había introducido antes.
—¿Qué es? —dijo ella, examinándolo.
—Me lo ha dado Harmattan; es la llave que ha abierto las puertas de esta bodega.
—Interesante —dijo, metiéndola en un monedero—. Allá vamos.
Introdujo la esfera en el agujero de su pecho. Mientras observaba, el nodo cambió de forma, el metal se ablandó y se extendió alrededor de la esfera. Al cabo de un momento, la esfera ya casi había sido totalmente absorbida por el cuerpo de Través. Desde el exterior sólo podía verse una sola piedra de dragón roja.
—¿Qué sientes? —dijo.
—No…, no lo sé —respondió Través—. Hay una presencial… pero es distante. No la capto por entero.
Lei frunció el entrecejo.
—Yo sentía lo mismo. Espera. —Puso un dedo sobre la piedra de dragón. Un instante después sintió la presencia de nuevo y la barrera entre ellos—. Creo que está estropeada. Voy a tratar de repararla.
—¿Cómo?
—No puedo explicarlo. Sólo… creo que sé qué hacer.
Cerró los ojos de nuevo y dejó que su percepción manara hacia la esfera, cubriendo sus muchos hilos. Sentía, aquí y allá, dónde se había roto una conexión, dónde se había partido algo, y descubrió que podía tejer nuevos hilos para salvar esas interrupciones. Pareció tardar horas, sus pensamientos manaban por un camino brillante tras otro, pero al fin terminó. La cortina se descorrió y sintió que la presencia cobraba verdadera vida.
Y en ese momento, el suelo explotó.
Lei a oleada de fuerza brutal arrojó a Lei a un lado y su cara impactó contra el suelo. Cuando su visión se aclaró, vio una nube de humo negro alzándose desde la hierba quemada.
—¡No os mováis!
Las palabras eran elfas; hacía tiempo que Lei había dejado de estudiar ese idioma y el que hablaba parloteaba con rapidez, juntando las palabras. Volviéndose hacia el sonido, Lei se quedó asombrada por la visión del trineo de fuego. Sabía que estaban en peligro y no tenía ni idea de qué pensar de esos raros elfos con su piel negra como la noche y tatuajes naranjas y rojos, pero mirando el trineo con su anillo de fuego, lo primero que pensó fue: «¿Cómo diablos lo hacen para mantener algo tan pequeño en el aire?».
Través no tenía ninguna intención de quedarse donde estaba. Por lo que Lei sabía, no hablaba elfo. Su ballesta cantó y una flecha se clavó en el hombro de la elfa que estaba delante de la rueda ardiente. Soltó un grito, pero mantuvo cogido el bastón, y un instante después, respondió con otra llamarada, obligando a Lei a saltar.
Mientras rodaba por el suelo, Lei oyó que su bastón susurraba una canción tranquila, aviso de movimientos malévolos.
—Un poco tarde —susurró.
Ahora las formas se movían a su alrededor, las sombras se deslizaban entre el follaje. Un instante después, dos guerreros elfos emergieron de la jungla. Llevaban armaduras de cuero y escamas de bronce, y le pusieron las lanzas contra el corazón.
—¡Ríndete! —gritó uno en un fluido elfo.
«No es probable». Lei pasó los dedos por el bastón susurrando y tejiendo magia con sus pensamientos. No tardó en introducir un veneno de batalla en él: un furioso odio por los elfos que guiaría las manos de Lei y amplificaría la fuerza de sus golpes al pelear contra ese cruel enemigo.
Pese a su rapidez, uno de los elfos vio el movimiento de los dedos y debió suponer que tenía que ver con la magia. Embistió a toda prisa, pero era demasiado tarde. Lei había terminado su trabajo. El bastón parecía moverse de acuerdo con su propia voluntad, tirando de ella. Lei apartó la lanza de un manotazo y después golpeó al elfo en la cara con la empuñadura del bastón. El otro soldado saltó mientras su compañero retrocedía dando tumbos, y Lei dio un paso atrás. Por un momento, trazaron un círculo, intercambiando golpes de tanteo, pero Lei todavía tenía el encantamiento que había preparado para luchar contra Través tejido en las botas y la armadura, un encantamiento que le daba una velocidad sobrenatural. Sólo tardó un instante en activar ese poder, y sus enemigos parecieron ralentizarse hasta la inmovilidad. En cosa de segundos, ambos elfos habían caído bajo sus furiosos ataques, y Lei se permitió esbozar una sonrisa.
La sonrisa fue un error. La batalla en el suelo la había distraído de la amenaza del aire, y lo siguiente que supo era que estaba rodeada de llamas. El calor impregnó su piel y la fuerza de la explosión la lanzó al suelo. Le zumbaban los oídos y el mundo se alejaba y se emborronaba. Seguir consciente era ya una batalla para Lei. «Varita sanadora», pensó, pero mientras trataba de llevarse una mano al cinturón apareció ante sus ojos la punta de una espada, una espada envuelta en llamas.
—Otro movimiento y te mato —canturreó una voz suave en la lengua común.
Había sobre ella una mujer drow. La armadura de la desconocida brillaba con el calor de los carbones ardientes. Tenía los ojos rodeados de llamas tatuadas y le refulgían con una luz interior.