—¿Qué lugar es éste? —dijo Través.
El forjado había descendido muy por debajo de la superficie antes de llegar a una cámara de obsidiana con los suelos de tierra y un liso techo curvo. Las paredes estaban llenas de llamas fantasmales, y eran esos falsos fuegos los que iluminaban la sala.
—Una bodega —dijo Harmattan. Pese a que Través e Índigo iban en primer lugar, Harmattan y tres de los cuerpos de Hidra los seguían de cerca—. Esta tierra ha visto muchas guerras y rebeliones. Es un almacén con provisiones…, aunque hemos venido a rescatar a un prisionero.
—¿Un prisionero? —Través pensó en la cantidad de matorrales que habían cortado para descubrir la entrada, la gruesa capa de hueso y ceniza—. ¿Cuánto tiempo ha estado atrapado?
—Más de treinta mil años. Nuestro preso no es una criatura de carne y hueso. Te lo he dicho, hermanito. Nuestras raíces son mucho más viejas que la casa Cannith.
Harmattan le hizo un gesto a Índigo. De la primera sala sólo partía un túnel, e Índigo entró sigilosamente en él seguida de cerca por Través. Al cabo de unos pocos pasos, se detuvo con una mano en alto.
—Mirad el techo —dijo. Había gran cantidad de líneas de fractura en el cristal—. En este pasillo hay poder, un espíritu centinela, como arriba. Creo que este pasillo va a derrumbarse.
—Mejor que los tesoros se pierdan a que sean robados, parece. Hermanito, deja que Índigo te enseñe el perímetro de la guardia del centinela. Contacta con él. Dile que… siga, y no pienses en darle otras instrucciones: tu fracaso en este asunto sería enormemente doloroso para tu querida dama.
Índigo trazó una línea en el suelo con un dedo, y Través la cruzó. Contempló el pasillo, las llamas ilusorias de las paredes. Como antes, las llamas se hicieron más brillantes. Había algo, una presencia, como una voluta de humo en lo más hondo de su mente. «Seguir —pensó— conjurando imágenes de estabilidad. Un muro. Un bloque de hielo».
—Creo que es seguro —dijo al fin.
—Hidra, abre el camino. Índigo, ve detrás.
Como uno solo, los tres cuerpos de Hidra dieron un paso adelante y se miraron. Pasaron segundos. «Muy bien», dijeron al unísono, y el de la izquierda se encaminó hacia Través. Cojeaba ligeramente; de los tres, éste era el que había sufrido más daños en el ataque de las bestias desplazantes.
Mientras Hidra cruzaba la línea del centinela, Través sintió una débil tensión, como si un pensamiento estuviera tratando de abrirse camino en su mente. «Continúa —pensó— aguantando la presión». Índigo siguió al primer cuerpo de Hidra, pero el techo se sostuvo.
—Bien hecho. Adelante, Índigo. Estaré detrás de ti.
El pasaje se curvaba hacia el este y descendía lentamente hacia los interiores de la tierra. Finalmente, terminaba en una gran sala oscura. No había llamas en las paredes de la cámara, pero Índigo estaba preparada. Se dio un golpecito en el hombro izquierdo y una bola de fuego frío se alzó en el aire. Voló hasta la parte trasera de su cabeza y arrojó un cono de luz ante ella.
Estaban en una sala inmensa y vacía. Las paredes y el suelo eran de cerámica dura que absorbía la luz y el sonido. Era imposible juzgar la longitud de la sala; parecía un vacío que se extendía hasta el infinito. No había objetos allí, nada que pudiera ser utilizado para calcular el tamaño o la distancia…, hasta que Través vio al guardián.
El centinela era un hombre enorme, de veinte pies de altura. Tenía un cuerpo rechoncho parecido al de un enano, era inmensamente musculoso y sus hombros hacían más de siete pies de anchura. Su túnica era tan negra como su piel, su cabello erizado y su barba puntiaguda, y tenía en la boca una permanente expresión desdeñosa; pero mientras levantaba su mayal, Través se dio cuenta de que la fiera expresión estaba inmóvil, como si fuera de piedra, y que los ojos del gigante estaban fijos. Aquel centinela era una estatua de obsidiana.
Estatua o no, era una obra superlativa. Parecía haber sido tallada en un solo bloque de cristal…, o dado lo que había visto en las escaleras, quizá había sido modelada en lugar de tallada. Tenía una inmensa espada sobre la cabeza, de casi diecisiete pies de largo. Mirando sus ojos inexpresivos, Través pensó en los espíritus atrapados en esa bodega y se preguntó si esa cosa podía estar viva. Expandió sus pensamientos tratando de percibir las emanaciones que había advertido antes, pero no sintió nada.
«Mejor», pensó.
—¿Índigo? —Harmattan había entrado en la sala.
—La cámara parece segura. Sin embargo, los compartimentos están vigilados. Romper esas guardas no será una tarea simple, pero es posible.
Mientras hablaba, Través vio los compartimentos a los que se refería. Las paredes de la sala estaban llenas de ellos: paneles cuadrados y lisos que cubrían los muros, cada uno de ellos con caracteres en un alfabeto que él no conocía. Al cabo de un momento, se dio cuenta de que eran del mismo idioma que las marcas que Lei y él habían encontrado en el mapa de piedra.
—¿No podemos abrir estas puertas con la llave?
—No —dijo Harmattan—. La llave… no es tanto una llave como una ganzúa. No fue hecha por los que crearon esta bodega, sino por sus enemigos. Para nuestra desgracia, los que construyeron tu bodega decidieron añadir un segundo sistema de defensa.
Se puso a caminar junto a la pared norte, estudiando los paneles. Índigo permaneció con él, mientras que Través exploraba la otra pared, pero cuando se alejó demasiado de Índigo la oscuridad se volvió completa.
—Aquí está —dijo Harmattan.
Se echó a un lado, e Índigo sacó una serie de pequeñas herramientas. Través había visto a Lei usando artilugios similares para romper guardas protectoras.
—¿Nuestro prisionero está ahí? —preguntó Través, todavía perplejo.
—Sí —respondió Harmattan—. Con su ayuda abriremos las puertas de Karul’tash y después veremos qué nos tiene preparado el destino.
Karul’tash. El nombre le resultaba familiar, pero Través no sabía ubicarlo. Observó a Índigo. Trabajaba en silencio, totalmente concentrada en su tarea. Un instante después, el sello que había en el centro del panel empezó a brillar y de esa luz se desprendió una línea vertical. Una vez que la puerta estuvo partida, el panel se deslizó hacia dentro con un débil siseo. La cámara interior era rectangular y estaba forrada de tela oscura. Había en ella un objeto: una esfera de metal de dos pulgadas de diámetro. Estaba hecha de plata o mitral, y había sido pulida hasta parecer un espejo. Tenía en la superficie, incrustadas, piedras de dragón rojas y amarillas.
—Sí —dijo Harmattan—. La hemos encontrado. —Tendió la mano y sacó la esfera del cajón. Casi se perdió en su inmensa mano.
—¿Esto es un prisionero? —dijo Través.
—Es un recipiente, una morada de la conciencia no muy distinta a nosotros. —Se detuvo repentinamente y se llevó la esfera a sus ojos brillantes—. Algo pasa. Apenas percibo la energía de su interior.
Índigo miró la esfera.
—Quizá nos hemos equivocado de cajón. Podría ser peligroso, pero puedo tratar de abrir otra.
—No. Ésta es la llave y no nos habrían mandado hasta aquí ni habríamos encontrado a nuestro hermano Través si éste no fuera el camino del destino. Debe haber una respuesta.
Harmattan miró a Través y tendió la mano.
—Quizá…
Entonces, cayó la espada.
El gigante de cristal del centro de la sala había cobrado vida. No tenía articulaciones, pero de todos modos se movía, como si la obsidiana fuera tan flexible como la carne. La inmensa espada se precipitó sobre el brazo derecho de Harmattan y se lo cortó completamente. Cualquiera que fuese la energía que mantenía unido el brazo, se disolvió, y la extremidad se desintegró en un puñado de fragmentos de metal que cayeron al suelo. La esfera abandonó la mano y rodó hacia la oscuridad.
Harmattan rugió de ira. Mientras el gigante de cristal alzaba la espada para golpear de nuevo, Harmattan dio un salto y explotó en un torbellino de metal. Los restos hechos añicos de su brazo salieron volando del suelo para unirse a la tormenta de cuchillas. El caos golpeó a la estatua y salieron disparados pedazos de piedra.
—¡Índigo, preparada! —La voz de Harmattan tronó en la sala, más alta de lo que Través habría creído posible—. Través, Hidra, ¡encontrad esa esfera!
Través había visto cómo caía al suelo y siguió su rastro por la oscuridad. Tras él oyó cómo la espada del guerrero de cristal golpeaba el suelo. Tal vez Harmattan fuera indestructible, pero era más temible cuando se enfrentaba a criaturas de carne. Ahora estaba descascarillando lentamente la superficie de la estatua, pero tardaría en derribarla.
—¡Ahora!
Volviéndose, Través vio que Harmattan se había alejado del gigante y estaba recobrando su forma humanoide. Índigo embistió y sus pinchos adamantinos refulgieron en la oscuridad. Través había visto a Daine cortar piedra y acero con su daga adamantina, y la armas de Índigo eran igualmente fuertes. Se movía con una velocidad y una precisión inhumanas, y descargó un golpe que debería haberlo partido en dos y se escabulló entre las piernas del gigante. Ya detrás de él, atacó sus tobillos, y sus pinchos hicieron profundos agujeros en la piedra.
La estatua animada era más rápida de lo que Través habría creído posible. Mientras Índigo recuperaba el equilibrio después del ataque, el gigante le dio una rápida patada. El impacto le hizo tropezar y retroceder hasta la oscuridad.
Por un momento, Través se sintió escindido. Era Harmattan quien había amenazado a Lei. Través ya no sabía qué creía acerca de su destino, su familia o su pueblo, pero no podía quedarse ahí y ver cómo moría Índigo. Echó a correr al mismo tiempo que blandía el mayal y ponía la cadena en movimiento. Daine habría emitido un triunfante grito de guerra. Para Través, la intención bastaba. El centinela se había puesto de espaldas a él para acabar con Índigo, y Través agitó el mayal con toda la fuerza que pudo y golpeó el tobillo, ya dañado, con un estallido resonante. Saltaron pedazos de cristal por el aire. A pesar de su fortaleza, el arma de Través era sólo de metal y no tenía la potencia de los raros pinchos de Índigo, pero le había llamado la atención. Se volvió hacia él y la hoja de obsidiana revoloteó…
Y Harmattan se lanzó entre ellos.
Llevaba la capa de cuchillas extendida y absorbió la fuerza del golpe sin romperse. Era un muro de metal y se interpuso entre Través y la muerte.
—Cuidado, hermanito —dijo Harmattan—. Tu papel en este juego todavía no ha terminado.
Través se limitó a dar un paso al lado. Índigo había regresado y sus hojas resultaban prácticamente invisibles mientras atacaba una y otra vez al gigante.
—¡Hermano! —gritó—. ¡Golpea desde el otro lado!
Lo hizo. Sincronizó su golpe con el de ella. Su mayal no estaba a la altura de las armas de sus brazos, pero su fuerza sumó, y la pierna de obsidiana se partió bajo el ataque combinado. Por un momento, el gigante se dio la vuelta tratando de mantener el equilibrio y ver a las pequeñas criaturas que tenía a sus pies; después se vino abajo. La terrible herida debía de haber roto la magia de su movimiento, porque al caer se quedó rígido y al golpear contra el suelo se partió en centenares de fragmentos.
—Satisfactorio —dijo Índigo, mirando a Través—. Eres un oponente peligroso, hermano, pero ¿crees de veras que puedes ganarme?
—Quizá debería poner a prueba mi pronóstico —dijo Través, que sintió un raro placer al decirlo.
Había librado más batallas de las que podía recordar. Había servido con forjados antes, pero con Índigo…, de alguna forma, sus movimientos se complementaban a la perfección. No era una batalla; era música.
—Suficiente —dijo Harmattan—. ¡La esfera! ¿Dónde está?
—Todavía no la he encontrado —dijo Hidra desde tres rincones de la sala—. Si pudieras hacer más luz…
La iluminación llenó la sala: un frío refulgir que emanaba del propio Harmattan.
—De prisa.
Traves regresó al lugar en el que había estado buscando antes, junto a la entrada de la sala. Contempló el pasillo resquebrajado que había al otro lado y tocó el espíritu que mantenía el techo en su lugar.
Has luchado bien. —Índigo le había seguido—. Pero ha sido una estupidez unirte a la pelea con esa arma tan poco eficaz.
—No podía dejarte luchar sola.
—¿Por qué?
Antes de que Través pudiera hablar, Hidra gritó y sus tres voces emergieron de la soledad.
—¡No! ¿Qué está haciendo Índigo?
Por un momento, Través se quedó mirando a Índigo. Era hermosa de un modo en el que nunca podría serlo un humano. Una arma, rápida y mortal. Como él.
—Al suelo —dijo, y la derribó con un terrible golpe con el mango de su mayal. Ya estaba volviéndose mientras ella caía y corrió por el túnel tan de prisa como pudo. «Sigue», pensó.
—¡TRAVÉS!
Harmattan sólo tardó segundos en responder. Través oyó cómo el metal rasgaba el cristal mientras su hermano lo perseguía, pero no se paró para mirar hasta que alcanzó la cámara de la que salía la escalera de caracol.
En su forma de torbellino, Harmattan era mucho más rápido que cualquier hombre. Ya estaba a la mitad del pasillo cuando Través se volvió. Vio los ojos refulgentes en el interior de la tormenta de cuchillas, faros de ira.
—¡TRAVÉS! —aulló de nuevo con un viento fuerte y mortal.
«Suéltalo».
Y el techo resquebrajado se vino abajo.
Acabó en un instante. Donde antes había habido un pasillo ahora había un montón de escombros. Través pensó en Índigo y se preguntó si se habría quedado atrapada en el túnel o si habría permanecido en la otra sala, y cuál de las dos opciones habría sido una piedad mayor. Recordó la belleza de sus movimientos al golpear el tobillo del gigante con los dos brazos.
«Protege a mi hija».
Sólo tardó un instante en asegurarse de que la esfera de plata estaba a salvo en la bolsa que llevaba en el cinturón, donde la había puesto antes de enfrentarse al gigante. Después, lentamente, subió la larga escalera de caracol que le devolvió a la superficie.
Había esparcidos pedazos de Hidra por todo el claro. Fue una visión familiar, y Través supo lo que había sucedido antes de ver a Lei. Estaba desatada y sin la mordaza. Llevaba el bastón de maderaoscura en la mano derecha, que tenía vendada. Le estaba señalando con la izquierda y el aire a su alrededor bullía de energía mágica. Su cara era una máscara de ira.
—Tú —dijo—. Hemos luchado antes, Través. Esta vez no vas a contarlo.