Gerrion se había vestido para la ocasión.

El raído picaro que Daine había conocido en Linde tormentoso había sido sustituido por un elegante petimetre. Su ropa era de sedabrillante negra bordada con llamas rojas y naranjas, y llevaba unas botas de cuero rojo. Le habían lavado y aceitado el pelo, que era como una espiral de fuego alrededor de su cara. Sólo seguía habiendo dos rasgos de su vieja identidad: el arco en su mano derecha y el guante en la izquierda, cuero negro pintado con llamas entrelazadas.

—¡Daine! —dijo—. Espero que hayas disfrutado del descanso y la comida. Intento cumplir mis promesas. —Escudriñó a Daine con una mirada crítica—. ¿Son eso quemaduras? ¿Has vuelto a meterte en peleas?

—¡Hijo de puta! —gritó Daine.

Se tiró hacia adelante haciendo caso omiso del arco de Gerrion, dispuesto a estrangular al semielfo con su último aliento si era necesario.

No llegó al traidor. Se había olvidado de Zulaje, y mientras embestía, ella le desequilibró con un golpe en las piernas. Podría haberle cortado fácilmente los tendones, pero le golpeó por la parte roma de la hoja, así que Daine solamente dio un traspié y cayó al suelo. Consiguió recuperar levemente el equilibro antes de impactar con los antebrazos por delante.

—Un hijo de puta, pero nuestro hijo de puta —canturreó Zulaje a su espalda.

Gerrion sonrió mirando a Daine y se encogió de hombros.

—Si yo fuera tú me quedaría ahí. Por lo que he oído, Zulaje está de mal humor.

Desde el suelo, Daine vio que su daga adamantina estaba en el ancho cinturón que Gerrion llevaba alrededor de la cintura.

—¿Por qué, Gerrion? ¿Por qué nos has hecho esto?

—No sabes nada de mi vida —dijo Gerrion, y su voz se tornó de repente fría y temible. Apretó el puño izquierdo y las llamas pintadas danzaron en sus nudillos—. He vivido en Linde tormentoso durante veinte años esperando tu llegada. Tú y tu dama sois la clave, la clave que me llevará a la inmortalidad.

—¿Y Lei?

—Irrelevante. Durante décadas he esperado al hijo de la guerra y la dama de los dos mundos, el hombre guiado por voces del pasado que abrirá nuestro camino al futuro. Enajenado de su familia, pero…

—¡Oh, ya basta! —dijo Daine—. Ya lo entiendo. ¿Enajenado de mi familia? ¿Qué sabes tú de eso?

—No te mentí, Daine…, o al menos no mucho. Hice muchos contactos en mis décadas en Linde tormentoso, y Alina Lyrris me pidió que te buscara. Me habló mucho de ti. Después, mataste a Sakhesh y mis esperanzas se vieron confirmadas.

—De modo que trabajas para Alina. ¿Y vas a importunarla? Eres más estúpido de lo que pareces, y eso es mucho decir.

Gerrion puso los ojos en blanco.

—No tienes ni idea de lo que está en juego aquí. ¿La ira de una gnomo a medio mundo de distancia? Cuando hayamos terminado, no podría hacernos daño ni una nación entera de gnomos.

—Diría que no conoces a muchos gnomos, pero…

Una reluciente espada golpeó el suelo delante de la cara de Daine.

—¡Silencio, gusano! —gritó Zulaje—. El Guardián de la puerta Ardiente se acerca. ¡De rodillas ante el portavoz de la ley!

—¿Quieres que me ponga de rodillas? —preguntó Daine—. Nada más lejos de mi voluntad que ofender al portavoz de la ley.

La única respuesta fue la punta de una hoja al rojo vivo contra su espalda. Hizo una mueca pero no gritó.

—De acuerdo. Tranquila. Comprendido.

Oyó pasos que se acercaban: un grupo de soldados, a juzgar por el ruido. Levantando la cabeza, vio a Gerrion. Estaba tan consumido por la ira que no se había dado cuenta del lugar en el que se encontraba.

Era enorme.

Todas las superficies eran de obsidiana pulida. El techo era una cúpula curva de casi cuarenta pies de altura. Vio fuego reflejado en el cristal…, pero estaba mirando en línea recta hacia arriba y no había debajo ningún fuego que ver reflejado. Era como si el recuerdo del fuego hubiera quedado atrapado en el techo, una tenue imagen de lo que había sucedido antes. Había unos cuantos candelabros inmensos en el suelo que daban más luz de la necesaria. Un gran altar —el doble de grande que cualquiera que hubiera visto en una iglesia humana— estaba flanqueado por dos estatuas de basalto. Cada una de esas figuras era de veinte pies de altura. Parecían ser hombres corpulentos, fuertes, y ambos sostenían grandes espadas. Pero las estatuas habían sido pintarrajeadas y sus rasgos ya no eran reconocibles. En ese momento, eran poco más que inmensas siluetas, negras y sin rasgos propios, alzándose sobre la cámara con las espadas dispuestas.

Una columna de elfos oscuros entró en la sala procedente de un gran pasillo en el lado norte. El viejo sacerdote Holuar caminaba en primer lugar y portaba un gran bastón de piedra. Le seguían dos acólitos que tenían anillos de llamas tatuados en la calva y que llevaban grandes incensarios con una larga cadena. Detrás caminaba un grupo de soldados. En mitad de ellos, Daine vio otra cara familiar: Lakashtai. A la kalashtar le habían quitado la capa y tenía quemaduras y moretones en la piel pálida, pero su expresión era tan severa como siempre y caminaba sin señales de cojera o dolor. Inclinó la cabeza ligeramente al ver a Daine. Fue entonces cuando él se dio cuenta del raro collar que llevaba en el cuello, un ensamblaje de bronce, cuero y obsidiana.

«¿Estás bien?», le preguntó Daine, tratando de mandarle sus pensamientos. Se había acostumbrado tanto a las conversaciones telepáticas que ahora esperaba una respuesta inmediata, pero esa vez no la hubo. Lakashtai sonrió débilmente cuando sus miradas se cruzaron, pero si oyó sus palabras, no dio muestras de ello.

Holuar caminó hasta el centro de la sala. Lenta y solemnemente, golpeó el suelo con su bastón y gritó en una lengua que Daine no reconoció. Al tercer golpe, surgió fuego a su alrededor. Una trama de llamas de oro se esparció por el suelo, un complejo sello de unos treinta pies de diámetro y con palabras en un idioma olvidado. El fuego se extendió bajo los pies de Daine, pero las llamas eran frías.

—¡Unidores de fuego! —gritó Holuar, cuya voz tenía un volumen sorprendente para ser un hombre tan anciano.

Ahora hablaba en elfo, pero inexplicablemente Daine comprendió su significado.

—En los tiempos antiguos nuestros maestros nos dieron el poder de la noche y el dominio del fuego.

—Fuego y espada —murmuraron los drows.

—En los tiempos antiguos infundimos miedo al enemigo y derramamos sangre con fuego y espada. El rebelde, el monstruo, el rompedor de juramentos, todos cayeron ante nosotros, y nuestros maestros estuvieron complacidos.

—Fuego y espada.

—Se hicieron promesas sobre la recompensa por venir. Cuando la guerra terminara, la puerta Ardiente se abriría y se nos mostraría el camino al paraíso, al reino de nuestro poder y nuestra vida eterna.

—Fuego y espada.

—Los pestilentes dragones nos arrebataron nuestro destino. Mientras nuestros maestros preparaban el camino al paraíso, los celosos reyes wyrm descendieron a esta tierra y lo devastaron todo a su paso. Nuestros maestros fueron depuestos, todo conocimiento y sabiduría fueron arrancados de nuestras mentes, pero los dragones nos infravaloraron. Nos vieron sólo como sirvientes, como insectos, indignos de su atención. No vieron los dones que habíamos aprendido de nuestros maestros.

—Fuego y espada.

Daine casi se unió al cántico.

—Hemos obtenido la verdad de la oscuridad. Hemos aprendido lo que debemos hacer. Cuando llegue el tiempo de la Llama, vendrá el que abre el camino.

—Fuego… —Daine se interrumpió. Nadie más estaba hablando, pero todos le estaban mirando.

Holuar prosiguió.

—El ciclo de la Llama ha venido y se ha ido más de seis mil veces, y todavía esperamos. Pero ya no más. La sangre del fuego y la sangre del agua han traído nuestro emisario al mundo.

Gerrion dio un paso adelante.

—Fuiste mandado al lugar de las tormentas para observar al hijo de la guerra movido por la voz del pasado. ¿Has cumplido tu obligación?

—Sí, portavoz.

Un murmullo corrió entre los soldados. Holuar golpeó el suelo con su bastón.

—¡Silencio! —Señaló a Gerrion con el bastón—. Nos has fallado antes, hijo. ¿Estás seguro?

—Lo estoy, señor portavoz. —Gerrion se volvió hacia Daine—. Éste nació en una casa de guerreros, pero se separó de su casa y perdió su nación. Es movido por una voz del pasado, una voz que le habla directamente a la mente. Está acompañado por una mujer de dos mundos, que tiene la llave a esa voz. Ha estado manteniéndola a raya, pero sin duda puede desatarla.

El murmullo surgió de nuevo, y Holuar lo silenció otra vez.

—Sigue.

—Acabó con el sacerdote de dragones, un poderoso ejecutor de la Llama, y el agua se alzó para darle la bienvenida. —Se detuvo ahí como si tratara de encontrar las palabras—. ¡Una mujer de agua habló en la lengua común!

Holuar miró a Daine.

—¿Tienes algo que decir, Zulaje?

—Nada que no haya dicho antes. Me temo que este gusano gris nos hará perder el tiempo como ha hecho tantas veces antes. Me temo que esta leyenda nos aleja de nuestro verdadero destino. ¿Cuántas generaciones hemos estado en el umbral de la puerta Ardiente cuando podríamos haber estado esparciendo nuestro fuego por las junglas?

—Cuidado, Zulaje —aulló Holuar—. ¿Hablas de abandonar nuestros votos? Quizá quieras unirte a los salvajes del juramento roto, ya que tan poco respetas nuestras costumbres.

Zulaje dio unos pasos adelante.

—Tengo más respeto de lo que imaginas, anciano. Respeto el poder que hemos obtenido de nuestra devoción. —Hizo girar su espada doble y creó el asombroso efecto de una rueda de fuego—. Respeto la furia de la Llama, eres tú quien quiere enjaular esa furia, e incluso algunos entre tu orden se están cansando de ello. Regresemos a las costumbres del fuego y la espada. Que los que lucharon contra nosotros hace mucho tiempo nos teman de nuevo.

—¡BASTA! —rugió Holuar. Golpeó el bastón contra el suelo y el fuego frío retembló—. Hemos esperado seis mil ciclos. ¡Seis mil! Y te diré una cosa, Zulaje: el tiempo ha llegado al fin. Lo he oído en la voz crepitante de la Llama, he yacido en trance. Ha llegado el momento, líder de la guerra. El que abra los caminos pisa esta tierra. Hasta yo he dudado en el pasado, pero no hoy. Éste es el tiempo en que se abrirá la puerta Ardiente.

Zulaje detuvo su espada e inclinó la cabeza.

—Si es así, pongamos a prueba a nuestro hijo de la guerra, señor Holuar.

—Juntadlos y llevadlos al laberinto.

Zulaje saltó y la punta de su espada en llamas se detuvo a una pulgada de la cara de Daine.

—Ponte en pie —dijo ella en la lengua común—. El movimiento innecesario provoca dolor.

Mientras se ponía en pie, los guardias acompañaron a Lakashtai hasta él. No tenía las manos atadas; las tendió y le pasó a Daine dos dedos por el dorso de la mano. Un gesto sutil, pero sintió su calidez; para ella, según supo él, era el equivalente a un abrazo. Daine le cogió la mano y la apretó, y ella sonrió levemente. Los guardias que los rodeaban bajaron las lanzas y los sacaron de la sala.

—¿Estás bien? —preguntó Lakashtai en voz baja—. Parece que te has quedado sin cejas.

Daine trató de levantar la mirada, pero no fue capaz de ver nada.

—He tenido un accidente con el fuego, pero estoy bien. ¿Debemos hablar en voz alta?

—No hay otra opción, me temo. De usar mis facultades mentales, este collar soltará un estallido de llamas que me quemará el cuello, o al menos eso me dijo el hombre que me lo puso, y sé que hablaba en serio.

—A mí no me han puesto uno. Me siento tan poco importante.

—Lo más probable es que te necesiten vivo —dijo Lakashtai—. Pueden haber llegado a la conclusión de que si te pusieran un cacharro de éstos harías algo imprudente y te matarías enseguida.

—Eso parece propio de mí —reconoció Daine, pensando en su fracasado intento de escapar—. ¿Qué hacemos ahora?

—Esperar y ver en qué consiste esa prueba. Quizá eres ese elegido que buscan. He oído cosas más raras.

—¿En serio? Tengo dos coronas en el bolsillo que dicen lo contrario.

Ella volvió a sonreír.

—Entonces, espero que tengamos tiempo para que me hagan la prueba también a mí. Parece que hemos llegado a nuestro destino.

Era un vasto pasillo de obsidiana sin decoración ni muebles. Se adentraba en la oscuridad y parecía tener centenares de pies. Una serie de pasarelas se cruzaban en la altura, y Daine vio a soldados drows vigilando desde arriba con los arcos preparados. El cielo no estaba muy por encima de las pasarelas, y le faltaban grandes pedazos, a través de cuyos huecos podía verse el cielo nuboso.

—Kiizá se ponga a llover —le dijo Daine a Lakashtai.

Había una línea grabada en el suelo, y los guardias forcejearon y empujaron hasta que Daine y Lakashtai la cruzaron.

—¡Hijo de la guerra! —gritó Holuar—. Tu destino es abrir la puerta Ardiente, abrir el camino al mundo de más allá, pero el camino está bloqueado por peligros ocultos. —Sacó un pequeño disco de bronce de la manga de su túnica y lo tiró al suelo. La esfera rodó quince pies y, de repente, se disolvió en un charco de metal fundido y burbujeante—. Los mortíferos muros no pueden ser vistos y cambian a cada segundo. Sólo la voz que habla en tu interior puede guiarte con seguridad, de modo que escucha y camina, y encontrarás el camino a la victoria.

Daine se dio la vuelta.

—¿Mortíferos muros invisibles?

Holuar habló en la lengua desconocida y una pared de fuego estalló en la línea grabada en el suelo y separó a Daine y Lakashtai de los drows. Las llamas se alzaron hasta la altura de las pasarelas y partieron en dos el pasillo. Mientras Daine observaba, el fuego empezó a expandirse y a arrastrarse hacia ellos pulgada a pulgada.

—Por cierto —dijo Daine mirando a Lakashtai—. ¿Alguna idea?