Harmattan estudió el pedazo de cristal que había en el suelo.

—¿Puedes sentirlo, hermanito?

—¿Sentir el qué?

La supuesta puerta parecía totalmente normal, y Través estaba más preocupado por Lei. La vio con el rabillo del ojo: estaba rodeada por cuerpos de Hidra en el extremo más lejano del claro y tenía una mirada feroz.

—El espíritu introducido en la puerta. Esperando. Esperando.

Través miró el cristal.

—Vivo como lo está una aeronave. Medio vivo, como mucho, pero es un principio. Estudia el cristal. Busca el fuego que hay en su interior, el reflejo de una llama que hay en su interior. Este es el espíritu que hay en él. Fue introducido ahí hace cuarenta mil años. Durante decenas de miles de años ha esperado la llave y ha destruido a todo aquel que lo forzara para pasar.

—¿Destruido?

—Te he dicho que no lo tocaras —dijo Índigo.

—Contiene el poder de un infierno. Mira de cerca. Ahí. Hueso quemado. Un diente.

Harmattan tenía razón. Mirando al otro lado del claro, Través vio una capa de ceniza y fragmentos de huesos carbonizados bajo los matorrales.

—¿Cómo abriremos la puerta?

—No la abriremos, hermanito. La abrirás tú. Y del modo más sencillo.

Harmattan extendió la mano, y se produjo una serie de tintineos y crujidos mientras los fragmentos de metal que conformaban su cuerpo se reajustaban. Un instante después, salió un pequeño amuleto de su palma.

—Con la llave.

Través miró el medallón. Había visto objetos similares antes: era un disco de esencia, una herramienta mágica diseñada para aumentar las habilidades de un soldado forjado.

—¿Por qué yo? Cualquier forjado puede utilizar eso.

—No esto. Es una reliquia de esta antigua tierra, una llave de la naturaleza más inusual. Sólo un forjado diseñado para interactuar con ella puede usarla. Hidra, Índigo…, no sirven; no interactuaría correctamente con sus auras.

Través quiso mirar a Lei, pero no logró hacerlo.

—¿Qué os hace pensar que yo sí puedo?

—Que yo podría si tuviera cuerpo, y tú eres mi hermano.

—índigo también me llama hermano.

—Ella habla de nuestra gran familia, del vínculo entre los forjados, pero tú y yo fuimos construidos por las mismas manos y con una finalidad más elevada que la simple batalla. ¿Recuerdas tu creación, cuándo despertaste?

—No —dijo Través—. Yo… siempre he creído que la edad o las heridas han nublado mi memoria.

Mientras hablaba, recordó su visión bajo Sharn, cuando Lei había estado a punto de destruirlo. La sala con seis mesas. Lei tendida en la losa junto a él. La voz de la mujer, susurrando.

«Protege a mi hija».

—Quizá. —La voz de Harmattan rompió su ensueño—. O quizá ese conocimiento fue enterrado en tu mente. Tu mente es un motor mágico, hermanito. ¿Cómo sabes qué recuerdos son reales?

—Esto no tiene sentido. Si soy el único que puede utilizar la llave…, tú viniste a Xen’drik sin mí. Si no nos hubiéramos encontrado, tu misión habría fracasado.

—Fe. Los forjados no nacieron por accidente, hermanito. Somos parte de un gran diseño, más viejo que la civilización y mucho más viejo que la casa Cannith. Cuando esta llave me fue entregada, me aseguraron que llegaría uno capaz de usarla. Y así te encontramos.

—¿Qué gran diseño? ¿Quién te dio la llave?

—Eso son secretos que no puedo revelar, no estás listo para ello. Debes aprender a tener fe, hermano. Sólo entonces se revelará tu destino.

«¿Está loco?». Través nunca había oído de forjados que perdieran el juicio, pero si la historia de Índigo era cierta —si Harmattan se había salvado a sí mismo al borde de la muerte—, tal experiencia podría haber sido un desafío a la mente más fuerte. Través recordó las locuras del replicante Hugal, que afirmaba que el pueblo de Cyre podría utilizar el poder de las tierras Enlutadas y volverlo contra sus enemigos. ¿Estaba loco Harmattan? Por otro lado, su poder era innegable. ¿Había un poder más elevado actuando por medio de él? ¿Tenía planes para Través y para todos los forjados? Miró de soslayo a Índigo, pero ésta no dijo nada.

Cogió el disco de esencia de la mano inmensa de Harmattan.

—¿Qué quieres que haga?

—Fúndete con el disco; después camina hasta el sello. Mira el cristal hasta que veas las llamas, y entonces ordénale a la puerta que se abra.

—Has dicho que la puerta destruye a toda criatura que trata de forzarla.

—La llave te protegerá.

—Puede ser que tú confíes en un benefactor anónimo, pero yo no veo ninguna razón para hacerlo.

—No importa. No tienes otra opción. Harás lo que yo diga. Ésa es la razón por la que estás aquí.

—No soy tu esclavo, y si me destruyes no podrás abrir la puerta. Quiero información. Si pretendes que utilice esta llave para ti, empezarás contándome quién te la dio.

—¿Por qué haces esto? —dijo Índigo, observando desde un lado.

—Cuando era un soldado, obedecía sin preguntar. Tú prometes la libertad. ¿Sabes acaso qué es eso?

Harmattan crujió.

—Eres un idiota, hermanito. No puedes luchar contra el destino y no puedes negociar conmigo. Me han sido dadas todas las herramientas que necesito, aunque no viera su valor en el primer momento. Te tengo a ti… y la tengo a ella. —Los ojos refulgentes de Harmattan se volvieron hacia Lei—. Si me desobedeces, morirá.

Mientras esas palabras todavía pendían en el aire, la mente de Través, veloz, evaluaba las posiciones de los combatientes y las acciones que podían llevar a cabo. Las conclusiones fueron decepcionantes. A pesar de sus palabras osadas de antes, no estaba seguro de poder vencer a Índigo, aunque tendría a su favor el elemento sorpresa. Lei estaba rodeada. Aunque Través pudiera llegar hasta ella a tiempo y de alguna forma imponerse a Hidra, no tenía ni idea de cómo derrotar a Harmattan.

—¿Qué más me da? —dijo.

Los cálculos le habían tomado unos pocos segundos. Con suerte, Harmattan no se habría dado cuenta de sus dudas.

—¿De modo que no te importa? Bien. —Hizo un gesto, y dos de los cuerpos de Hidra cogieron a Lei por los brazos—. ¡Hidra! —gritó—. Me gustaría enseñarle algo a nuestro hermano Través. Por favor, arráncale un dedo a ese ser de carne.

Un instante después, Lei gritó de dolor.

—¡Maldito seas! —chilló, gimiendo.

Través dio un paso hacia ella, pero Harmattan le derribó al suelo con un solo golpe. No tenía esqueleto, pero fuera cual fuese la fuerza que había en su cuerpo le daba una tremenda fortaleza.

—¿Le digo a Hidra que cure la herida, hermanito, o seguimos por la muñeca?

«Protege a mi hija». Era una voz procedente de un sueño, pero ahora Través se daba cuenta de lo que había sucedido con él desde el principio: en cierto sentido, había sabido cuál era su finalidad al ver por primera vez a Lei. «Protege a mi hija».

—Te he dicho que te destruiría si le haces daño.

—El destino parece tener otras ideas.

—Muy bien, haré lo que dices, pero pagarás por esto.

—Creo que no. Estoy haciendo esto por ti, hermanito, y por todos nosotros. Con el tiempo, te darás cuenta. Un día la matarás porque te lo ordenaré. —Se volvió hacia Hidra—. Busca en esa bolsa que lleva. Sospecho que contiene cuerda y vendas. Átala mientras le curas la herida. No vendrá con nosotros.

Los exploradores ataron a la herida Lei al suelo, pero mientras le ponían la mordaza, se levantó y miró directamente a Harmattan.

—Sé quién eres —dijo—. ¡Sé quién eres!

Le pusieron la cuerda tensa entre los dientes, y el resto de sus palabras se perdió.

—Tenemos trabajo que hacer, hermanito. Hidra se quedará con tu criatura de carne para que esté segura. Por supuesto, también estará con nosotros y te vigilará a ti. Llévame de nuevo la contraria, y ella pagará el precio. Ahora empecemos. Abre la puerta.

Por el momento, no tenía alternativa. Través se puso el amuleto contra su nodo de esencia, un pequeño hueco en el esternón. Centró sus pensamientos y tendió la mano para rodear el disco. Hubo un reordenamiento del metal cuando el medallón se fusionó con el nodo, y Través sintió cómo la energía se expandía hacia su interior, una energía muy vieja, muy ajena, nada como los discos de exploración que había utilizado en la guerra. Un instante después, la fusión era completa. Miró hacia Lei y después se adentró en el círculo. Bajó la vista hacia la superficie de obsidiana y advirtió un leve parpadeo; la forma de una llama en blanco y negro revoloteando en las sombras. Mientras miraba, se volvió más definida y viva.

«Ábrete», pensó. Notó que el disco se calentaba, sintió que sus pensamientos se traducían a alguna lengua antigua y se esparcían por el éter.

El cristal empezó a brillar.

El brillo del calor se alzó por el aire. Mientras Través observaba, el cristal que había alrededor de sus pies comenzó a fundirse y a manar, pero estaba contenido, canalizado, y un momento más tarde, estaba frío de nuevo y una escalera de caracol descendía hacia la oscuridad.

—¿Lo ves, pequeño? Ningún peligro. Y ahora vámonos, Índigo, únete a Través en la delantera. No quiero que desate ninguna defensa.

Índigo caminó hasta Través. Se había echado el arco al hombro y tenía los pinchos extendidos. Se movía con una precisión que el ojo humano no sería capaz de advertir, e incluso entonces le pareció a Través fascinante.

—Olvídate de las dudas —dijo ella—. Somos tu familia. Somos iguales y cambiaremos el mundo.

—Lo único que tenemos que hacer es seguir nuestras órdenes —dijo Través, cogiendo su mayal.

—Es nuestra lucha —respondió ella, escudriñando las escaleras y tanteando el primer escalón—. Nuestros líderes no deberían tener que imponernos lealtad. Es nuestra obligación con nuestra raza.

—¿Cuántas veces ha hecho un humano ese mismo discurso?

Índigo no respondió. Descendió por la escalera de caracol, y Través la siguió en silencio.