«Despiértate».

Era la voz de Jode. Débil. Distante, pero tan familiar para Daine como la voz de su abuelo.

«¡Despierta!».

El olor de humo era fuerte. Oía un latido rítmico, el sonido de metal contra metal, una columna de soldados con armadura marchando en las cercanías. Sentía un dolor terrible en el muslo derecho, como si le hubieran clavado una daga. El resto de sus heridas parecía haber desaparecido.

Abrió los ojos.

El cielo de la noche estaba oculto tras oscuras nubes iluminadas por debajo por fuegos distantes, pero Daine sabía que la luz no procedía de una ciudad elfa. Oía la tela rota de tiendas agitándose bajo un ligero viento y sentía un basto jergón bajo su cuerpo.

Aquello era el risco de Keldan. El campamento en la colina.

Se sentó y sintió un latido de dolor en el muslo herido.

—¿Jode?

El campamento estaba desierto, y Jode no aparecía por ninguna parte. Se puso en pie lentamente. El sonido de armaduras se hizo más fuerte y vio una columna de forjados marchando en círculo alrededor del campamento. Aquéllos eran los forjados a los que se había enfrentado en la batalla y formaban un muro de pinchos metálicos, espadas y piquetas.

—Esto no sucedió —dijo, sólo en parte esperando una respuesta.

—¿Estás seguro? Quizá es que no lo recuerdas.

La voz era un ronroneo totalmente familiar. La mujer que estaba junto a Daine se quitó la capucha. Su cabello blanco plateado le recordó a los horribles elfos, pero su piel era pálida como la nieve.

—Tashana —dijo.

Envuelta en su capa, parecía más sombra que sustancia. O bien estaba rodeada de una fina capa de bruma mística, o en realidad no era más que una sombra. Miró a Daine fijamente, y sus ojos refulgieron.

—Tu protectora es más débil a cada hora que pasa, y ahora que estás encarcelado es sólo cuestión de tiempo antes de que acabe con tus defensas y te doblegue.

Extendió la mano para tocarle la cara, y él se dio cuenta de que no podía moverse. De repente, era Lei quien estaba a su lado, y sintió una inquietante emoción cuando ella le acarició la mejilla. Trato de hablar, pero estaba completamente inmovilizado.

—¿Qué hay de nuestras casas? —dijo ella, mirando tímidamente a un lado. Se rió y volvió a convertirse en Tashana cuando apartó la mano.

—¡Ah, Lei! —dijo Tashana mientras se ponía la capucha—. Nos divertiremos con ella, tú y yo. Fui yo quien mató a su prometido, ya lo sabes, y haré algo peor antes de acabar con vosotros dos.

Daine ardía de furia, pero pese a su ira no podía moverse.

—¿Con quién estás jugando ahora?

La voz procedía de detrás de él, de más lejos, e hizo que la mujer que tenía a su lado protestara airadamente. Pero era una voz familiar, la voz de Tashana. Lanzó toda su furia contra la fuerza que le tenía paralizado y sintió que cedía un poco.

«Despierta».

Y lo hizo.

Daine se despertó en medio de la oscuridad. De nuevo.

—¿Por qué no podía ser capturado por elfos luminosos? —murmuró.

Al menos esa vez la oscuridad parecía natural, una simple ausencia de luz y no el efecto de una fuerza sobrenatural o un veneno. Estaba tendido en un suave suelo de cristal y después de flexionar los dedos de las manos y de los pies todo estaba en su lugar. Se sentó.

—¡Ah!

El techo de cristal de la celda era de menos de tres pies de alto y se golpeó la frente contra él. Extendió las manos siguiendo las paredes de la cárcel. Era un pequeño agujero, de poco más de seis pies de longitud, tres de alto y tres de ancho. Todas las paredes eran de cristal liso y no había rastro de ninguna puerta. Había dos pequeños cuencos junto a él, uno con agua y el otro con lo que parecían unas gruesas gachas.

—«Confiad en mí; tendréis esa cama y esa comida». —Daine le dio un puñetazo a la pared—. La rata gris no se molestó en mencionar que sería en una maldita celda.

El silencio fue la única respuesta.

Se tanteó la ropa. La camisa que llevaba bajo la malla estaba rígida a causa de la sangre y el sudor, y sólo pudo imaginar lo mal que olía. No tenía consigo la daga ni el palo, pero le habían dejado la bolsa del cinturón.

«Despierta —se dijo—. Quizá todavía sea un sueño».

Metió la mano en la bolsa y comprobó su contenido: unas cuantas coronas de cobre, las llaves de la posada y de su cofre en Altos muros, un pedazo de cristal verde y una pequeña botella de cristal llena de un líquido azul, un líquido azul brillante.

Sacó la botella y la puso en el suelo junto a él. La luz era débil, pero en la absoluta oscuridad de la celda representaba un cambio asombroso. Confirmó sus primeras impresiones: no había señal de puertas ni ventanas, sólo cristal negro por todas partes. Con la ayuda de la botellita brillante, encontró unos pequeños agujeros en el techo, más pequeños que su meñique, presumiblemente respiraderos para evitar que se asfixiara.

Examinó los dos cuencos bajo la luz azul. El agua parecía bastante clara, y las gachas, grumosas y poco apetecibles.

—¿Quieres un poco de gachas? —le preguntó a la botella.

«¿Lo mejor de morir? No comer gachas nunca más».

—Seguro, pero te estás perdiendo esta agua genial. Estoy seguro de que es una buena cosecha elfa.

«Sí, tienes razón. Podrías poner un poco en la botella».

No era Jode, pero mirando la botella con la Marca de dragón estampada en el sello le reconfortó imaginar lo que su viejo amigo diría de seguir con vida.

«Creo que los elfos sólo tratan de desgastarte. Después de todo, libraste una pelea terrible y probablemente tengan miedo».

Daine tragó un bocado de gachas.

—No me echaste una mano.

En realidad, la pelea apenas podía llamarse tal. Una vez que Gerrion se había unido a los elfos, Daine y Lakashtai se habían hallado en una inferioridad de diez a uno. Daine estaba débil por el veneno y Lakashtai había gastado buena parte de su poder mental en la batalla anterior. El sacerdote había atado a Daine con cadenas de fuego frío y alguien le había dado un golpe por detrás. Lo único que había visto había sido a Lakashtai enfrentándose a la mujer con la espada en llamas.

«No es fácil echar una mano cuando no tienes ninguna, pero te he curado, ¿verdad?».

Daine se detuvo a pensar en eso. Era cierto. El corte de su mejilla había desaparecido. La enfermiza debilidad del veneno se había desvanecido. Aparte de una hambre terrible que las gachas estaban paliando, aunque fuera de una manera no muy agradable, se sentía bien.

—¿De veras?

«Claro que no. Estoy muerto, ¿recuerdas? Deben haberlo hecho los elfos».

—¿Por qué iban a hacerlo?

«¿Cómo voy a saberlo? Estaban hablando de profecías, leyendas y de poneros a prueba. Quizá te quieran sano para ello».

—Creía que la prueba era enfrentarnos a esos guardias.

«Eso habría sido un gran fracaso».

—Te fallé.

«No te di muchas opciones, ¿no crees?».

Daine miró la pequeña botella.

—Tú estabas allí en mis peores momentos. Debería…, debería haberlo sabido. Debería haber cuidado mejor de ti.

«Basta ya de sentir pena por uno mismo. Yo soy el muerto. Tienes otras cosas en las que pensar».

—¿Cómo qué? ¿Cavar una salida por un muro de cristal? —Buscó entre sus pertenencias y sacó el pedazo de cristal—. Estoy seguro de que esto servirá.

Apenas habían salido las palabras de su boca cuando sintió una oleada de intenso calor. Un brillo naranja inundó la pared de su derecha, y Daine observó que ésta se deshacía. En lugar de caer al suelo, el cristal deshecho se esparció en forma de círculo hacia arriba y hacia los lados, todo un desafío a la gravedad.

Un instante después, el cristal volvió a estar frío y presentaba una salida de la celda. La cámara que estaba al otro lado estaba iluminada con un parpadeante fuego, y Daine vio figuras oscuras junto a la puerta.

—¡Sal! —gritó una voz. Era una voz de mujer, grave y dulce.

Daine se metió rápidamente sus pertenencias en el monedero y, cogiendo el cuenco de gachas, salió a la alcoba.

La cámara estaba hecha de puro cristal negro. «¿Es que esta gente no ha oído hablar de la madera o de la piedra?». Las paredes eran suaves y reflectantes, pero Daine vio una doble hilera de círculos en una de ellas. «Más celdas, supongo». La hilera superior estaba a seis pies del suelo y Daine se preguntó ociosamente cómo se metería a alguien en una celda tan alta. No veía ninguna salida, sólo una gran chimenea con un fuego crepitante en la pared más alejada.

Había cuatro guardias junto a la salida cuando Daine apareció, pero su mirada se quedó fija en el líder. Era la mujer que había visto al otro lado de las murallas, la guerrera con la espada en llamas. «Zulaje». Era casi un pie más baja que Daine y no podía pesar más que la mitad. Tenía el pelo oculto bajo su casco de fuego, que parecía hecho de oro tiznado de hollín. En ese momento, estaba sosteniendo la espada en una postura neutral, pero* Daine vio la elegante tensión en su mano, el modo como tenía los pies separados, las rodillas ligeramente dobladas: estaba lista para la lucha, y sabía cómo blandir el arma. Su armadura de malla todavía estaba naranja del calor, y los feroces tatuajes que tenía en la cara parecían arder cuando le miró.

—Se requiere tu presencia —canturreó suavemente, uniendo las palabras como Shen’kar—. Pierde el tiempo y morirás, y ya estás perdiendo el tiempo.

—¡Oh, odio perder el tiempo! —dijo Daine—. Guíame. No te importará que me acabe esto de camino, ¿verdad? —Señaló el cuenco de gachas—. Me encantan las gachas, y déjame decirte una cosa: éstas son de las mejores que he probado nunca.

Zulaje le miró desdeñosamente, y después se volvió sin decir una palabra. Dos de los guardias se colocaron a ambos lados de Daine con las espadas en lo bajo; los otros dos siguieron junto a la hilera de celdas. Zulaje abrió camino a través de la habitación, y cuando se aproximaron a la chimenea, Daine vio que no había en ella troncos ni ningún combustible a la vista; era una muralla de llama ardiente, mortal y pura. La mujer drow le susurró algo al fuego, y éste se apagó lentamente y dejó a la vista un largo y oscuro pasillo. Cuando el grupo hubo cruzado el umbral, las llamas volvieron a cobrar vida con tanta fiereza como antes.

«Unidores de fuego», pensó Daine. Dio otro bocado a las gachas. Se volvió al elfo que tenía a la derecha mientras caminaban por el pasillo. El rostro del hombre carecía de expresión: podría haber estado tallado en cristal volcánico.

—Excelente —dijo—. ¿Vosotros también coméis esto?

El guardia no dijo nada.

—En serio. ¿Has probado la comida de la cárcel?

Daine supuso que el hombre no hablaba el idioma común de Khorvaire, pero no estaba esperando una sonrisa. Estaba esperando más bien que el soldado mirara a su superior en busca de una orden de cómo tratar con el ruidoso humano. Un momento después, eso fue lo que hizo.

—Mira esto.

Daine levantó el cuenco con un movimiento de barrido y lanzó las gachas frías a la cara del guardia. Invirtiendo el movimiento, bajó el recipiente de obsidiana trazando un terrible arco y haciendo que impactara en los dedos del hombre. El guardia ni siquiera gritó, pero apartó la mano, con lo que tuvo que sostener la lanza con una sola. Soltando el cuenco, Daine cogió la lanza con ambas manos, tiró para atrás y se la arrancó a aquel hombre estupefacto. El elfo abrió la boca para gritar, para advertir a sus compañeros, pero era demasiado tarde. Daine le clavó la lanza en la garganta y silenció su grito antes incluso de que comenzara. El elfo cayó de rodillas, gorjeando y apretándose el cuello con las manos.

Los demás elfos no necesitaban ningún aviso. El movimiento había sido suficiente para llamarles la atención. Zulaje y su acompañante se volvieron para mirar a Daine, que apenas había tenido tiempo para dar un paso atrás, hacia la pared.

—Atiende al caído, Xuxajor.

Zulaje hablaba en elfo, pero Daine todavía podía entender las palabras. No sabía qué había hecho Lakashtai antes, pero su poder seguía siendo eficaz.

Daine retrocedió lentamente, con la punta ensangrentada de la lanza apuntando a la mujer drow.

—No sé de qué va todo esto ni qué os ha contado Gerrion —dijo—, pero es un error.

—Eso lo sé —dijo Zulaje, suavemente.

La mujer drow sostenía su espada en una guardia vertical, ocultando su verdadero alcance. Se movió lentamente hacia él, manteniendo sus hojas en ligero pero constante movimiento: el dibujo que trazaba la rueda en llamas era hipnótico y distraía.

—Demasiado hemos mirado al mundo de más allá; es el momento de que nuestras llamas barran esta tierra.

Daine trató de mantener la mirada fija en Zulaje, de ignorar las llamas parpadeantes. Su armadura roja ardiente distraía casi por igual y latía con un calor interior.

—No quiero hacerte daño. No tengas miedo.

Pasó la mano derecha desnuda sobre la hoja de su espada y cerró los dedos sobre ella. Los tatuajes de llamas que tenía alrededor de los ojos brillaron con una luz interior, pero no mostró señales de dolor.

—Soy la hija del fuego. Mi sangre arde, y no la verterás este día. —Soltó la hoja y volvió a coger la empuñadura con las dos manos—. Ven. El gusano de Holuar te llama «hijo de la guerra». Veamos si mereces ese nombre.

—Yo diría que primo, como mucho.

«Al menos sufre de exceso de confianza —pensó—. Algo es algo».

Le dejó que moviera otro pie. Y entonces, la atacó lanza en mano con todas sus fuerzas.

Zulaje reaccionó al instante e hizo girar sus hojas para formar un escudo de fuego, pero Daine estaba preparado y rápidamente movió la punta de la lanza igualando su velocidad y trazando una espiral en su dirección.

Estuvo cerca, pero no lo logró. Ella retrocedió de un salto, justo antes de que la punta de la lanza tocara su pecho. Mostró los dientes y dio un golpe de revés a su lanza, pero Daine retrocedió antes de que pudiera partirla.

«Tiene razones para sentirse tan confiada».

—Bueno, ya te he mostrado mi truco como primo de la guerra. ¿Qué tienes tú, hija del fuego?

Daine esperaba picarla, provocarla para que actuara inconscientemente. Su respuesta lo sorprendió. Pronunció una palabra en un idioma chisporroteante y, un momento después, una espiral de llamas moradas envolvió su cuerpo.

Se lanzó hacia adelante, una sombra en llamas sosteniendo una barra de luz. Pese a lo sorprendido que estaba, Daine tuvo la lucidez de hacer una rápida finta ante su embestida, y esa vez la lanza logró su objetivo. Pero mientras Daine sentía que la punta atravesaba la armadura y alcanzaba la carne, una llamarada surgió del mango de la lanza y le cruzó la piel.

«¡Daine estaba en llamas!». Sintió el calor abrasador de su piel ardiendo y olió el hedor del cabello en llamas. En el mismo momento, Zulaje le dio un fuerte golpe a su lanza, y ésta se partió en pedazos humeantes.

Cayendo de espaldas, Daine apagó las llamas palmeando con la mano. Le ardía el cuello cabelludo, tenía la ropa chamuscada y, en algunos lugares, carbonizada, pero consiguió apagar las llamas.

Zulaje estaba ante él, con una punta de su arma a la altura de su cabeza. Sólo podía ver su silueta mientras ella le miraba a través del escudo en llamas.

—La tradición de la Llama te trae a Holuar, extranjero, pero no necesitas piernas para cumplir la profecía. ¿Andarás?

Daine suspiró y se puso en pie lentamente.

—De acuerdo.

Zulaje se alejó mientras él se levantaba, y Daine se dio cuenta de que había calculado perfectamente su radio de acción.

—Entonces, caminarás delante con mi espada en la espalda. —Le hizo un gesto para que echara a andar.

El otro guardia había desaparecido junto a su colega herido. Daine imaginó que habían ido en busca de un sanador. Se veía un rastro de gotas de sangre pasillo ahajo.

—Te diría que esa muerte significará la tuya. —La voz de Zulaje apenas era audible entre las llamas chisporroteantes que la rodeaban—. Pero sospecho que él vivirá más que tú.