—¿Recuerdas la primera vez que mataste? —Su voz era un susurro que flotaba por encima de los cantos de los pájaros que se despertaban.

Estaba amaneciendo en la jungla. La vegetación que los rodeaba estaba pintada de naranja y rojo, los feroces colores del otoño. Través e Índigo se deslizaron entre los matorrales. A Través le sorprendieron la elegancia y el talento de su compañera.

—No —dijo Través—. Serví a Cyre durante más de dos décadas. Quizá sea la edad o los daños que sufrí, porque fui herido con frecuencia.

—Soldados —dijo Índigo, desdeñosamente—. Yo recuerdo cada una de mis víctimas. Cuando mis compañeros humanos dormían, recordaba esas luchas del pasado y especulaba con lo que estaba por venir. Doy por hecho que te has enfrentado a tus compañeros mentalmente. Tu Lei, tu capitán.

—Ya no es mi capitán.

—Cierto…, pero no has respondido a mi pregunta. —Un pincho emergió de su antebrazo y cortó una muralla de enredaderas con un rápido movimiento. Como Través no dijo nada, siguió—. No hay nada de que avergonzarse. Es lo que eres: una arma hecha para matar. Un aliado de hoy podría ser una amenaza mañana. —No volvió la cabeza, pero Través sintió su mirada—. Sin duda, tú y yo hemos luchado en tus pensamientos.

—Muchas veces.

—¿Cuál fue el resultado?

—Satisfactorio. Eres un oponente peligroso, pero soy mejor que tú.

En ese momento, sí lo miró. Estudió su ghulra, el sigilo serpenteante que tenía grabado en su cabeza y lo retuvo en la memoria.

—Sabes de mí menos de lo que crees. Quiza podría poner tu imaginación a prueba una vez que todo esto haya terminado.

—¿Qué es todo esto? ¿Qué te trajo hasta Xen’drik?

—Harmattan te lo contará cuando crea que puede confiar en ti.

Se sintió un traqueteo en un árbol cercano y ambos forjados se volvieron. Través puso una flecha en la ballesta y apuntó, pero Índigo ya había disparado una con su arco. Una forma cayó al suelo: un pequeño mono, con el pelo naranja y gris, que se escondía entre el follaje.

—¿Era eso necesario?

Mientras se daba la vuelta. Través se había hecho una idea del tamaño de la criatura a partir del ruido y el movimiento de las hojas. El mono no parecía ninguna amenaza.

—Llevas mucho tiempo alejado de la batalla, o quizá es que nunca luchaste como lo hice yo. —Pasando junto al cadáver, Índigo le puso un pie sobre el pecho y arrancó la flecha ensangrentada de su cráneo—. Eos magos son unos enemigos conocido» y de forma cambiante. No nos podemos arriesgar.

Era cierto. Través había luchado en Valenar y en el valle de Felmar, y los elfos con frecuencia habían utilizado cuervos y otros pájaros como espías. Quizá sus instintos habían perdido su vivacidad tras vivir en Altos muros. Con todo, había algo en el cuerpo retorcido, caído en el suelo, que le pareció mal. Alejó el pensamiento.

¿Y tú? ¿Conoces todas las respuestas, o sólo haces lo que te ordena Harmattan?

Índigo volvió a colocar la flecha en el arco y siguió andando.

—Harmattan sirve a todos los forjados. Confío en su juicio.

—Me has criticado por seguir a mis amigos. Tú pareces haber sustituido a un líder por otro.

Había un eco gélido en la voz de Índigo.

—¿Qué razones tenías para servir? Ninguna. Luchaste porque te lo ordenaron, porque no sabías hacer nada más. Nunca tuviste la valentía de encontrar tu propio camino. Sigo a Harmattan, sí, pero Harmattan es uno de nosotros, y los forjados son su única preocupación.

—No tiene el aspecto de ser uno de nosotros.

Índigo cortó otra enredadera y escudriñó el suelo.

—Nació siendo soldado y cayó en la batalla, destruido por humanos, como nos podría haber sucedido a ti o a mí, pero se negó a morir. Se reconstruyó. Es la prueba de nuestro poder, de nuestra divinidad. Los humanos nos hicieron para morir. Harmattan puede liderarnos hacia la verdadera inmortalidad.

—O quizá Harmattan fue hecho para ser inmortal, Todos somos distintos. Soldados, exploradores, magos de guerra… Nos hicieron para distintos propósitos. Quizá éste fuera el suyo.

—No tienes fe —respondió Índigo—. Has pasado demasiado tiempo rodeado de carne y hueso. Somos seres mágicos, hermano. No hemos sido formados por la mano del hombre. 1.a humanidad es el recipiente que nos trajo a este mundo, pero nuestro verdadero destino sólo está empezando a entreverse, y es un misterio que la mente humana jamás logrará comprender.

Través dejó el tema y durante un rato caminaron en silencio. En cierto sentido, a Través la compañía de Índigo le parecía más reconfortante cuando no hablaban. Era fácil ajustar sus movimientos a los de ella, entregarse a la caza, permitir que sus instintos tomaran el control, buscar el paso silencioso, el rastro de su presa, cualquier sonido o movimiento amenazadores. Mientras miraba los alrededores, sintió que sus pensamientos derivaban hacia la batalla, que imaginaban cómo sería una pelea con Índigo. Recordaba su breve enfrentamiento en Sharn, cuando le había rodeado el cuello con el mayal, pero ella dijo que se había dejado atrapar. Través había visto su velocidad cuando las bestias desplazantes atacaron, cuando había disparado al mono. Quizá podría hacerle la zancadilla, tirarla al suelo…

Hubo un brillo en el suelo: cristal o metal. Justo delante de ellos había un gran panel cubierto de enredaderas y raíces.

Le dio un golpecito en el hombro a Índigo y se lo señaló. Ella siguió su gesto y le respondió con señas. «Quédate aquí. Cúbreme. Yo me acerco».

Tensando su arco, Índigo hizo que sus pinchos adamantinos se deslizaran en sus vainas. Se acercó al lugar en el que el suelo brillaba en silencio, rápidamente. No había otras señales de movimiento ni el rugido de la energía mágica. Lentamente, cortó las enredaderas y los matojos y dejó a la vista un gran círculo de cristal volcánico negro de casi doce pies de diámetro. Parecía fuera de lugar en aquella exuberante jungla, pero poco se podía hacer con él, era sólo un pedazo de cristal. Aunque cuando Través lo miró con más atención vio un pequeño símbolo grabado en el centro del círculo.

Dio un paso adelante, e Índigo levantó una mano.

—No lo toques. Esto es lo que buscábamos.

—Creía que estábamos buscando una puerta —dijo Través. No vio ninguna bisagra ni la señal de ninguna parte móvil.

—Hemos encontrado una.

Índigo estudió el cristal un momento. Se produjo un movimiento confuso cuando un pequeño objeto salió volando de su pecho. Era el insecto mensajero que Través había visto en Sharn: una pequeña libélula metálica.

—Encontrará a Hidra —explicó— y traerá a Harmattan aquí. Ahora esperaremos.

—Por supuesto. No podemos arriesgarnos a tomar una decisión sin la guía de Harmattan.

Índigo le miró de soslayo.

—La carga mística almacenada en el cristal nos destruiría a ambos. Sólo Harmattan comprende la verdadera naturaleza del portal.

—Eso decía. ¿Tampoco puede confiarte sus secretos?

Sus ojos refulgieron.

—No tengo que conocer la respuesta a todas las preguntas.

«Raras palabras para la gran defensora de la libertad», pensó Través, pero no dijo nada. No quería pelear con Índigo, no así. ¿Era él tan diferente en su lealtad a sus amigos? ¿Habría esperado una explicación de Lei si le hubiera pedido que llevara a cabo una tarea como aquélla?

Lei.

Tenía sangre en la mejilla cuando la había visto por última vez; era una salpicadura del cadáver de una de las bestias desplazantes. Quizá no se había dado cuenta, quizá la sangre estaba en su capa y no era más que una pequeña mancha. Tenía una expresión confusa y airada.

¿Debía sorprenderle?

¿Qué importaba? Había protegido a Lei durante años. Ahora la estaba protegiendo: Daine era quien los había abandonado, y sólo las acciones de Través habían salvado a Lei de Harmattan. Se encargaría de que la liberaran cuando llegaran a un lugar seguro. La había servido bien, y ahora…, ahora no era un sirviente.

¿Por qué todo le parecía tan mal?

Índigo estaba mirando un grupo de árboles. Tenía el arco en la mano y una flecha en la cuerda. Ella misma era como un arco; un mecanismo mortífero, diseñado y listo para matar. Su tarea era lo único que ocupaba sus pensamientos, y Través envidiaba su paz interior.

—¿Recuerdas la primera vez que mataste? —dijo.

—Por supuesto —respondió ella, siguiendo el movimiento de un pájaro en la lejanía—. Recuerdo a todas mis víctimas, pero la primera… Fue tierno.

No era una palabra que Través hubiera utilizado para describir sus victorias.

—¿Por qué?

—Tannic d’Cannith, el artificiero que me despertó de mi sueño. Trabajó conmigo en los primeros días y me inculcó las habilidades propias de mi tarea. Por supuesto, todos mis oponentes eran forjados, soldados aprendiendo los modos de la batalla.

Través no recordaba nada de su nacimiento, pero había sabido de esa costumbre por otros forjados. Los artificieros y los artesanos Cannith escenificaban juegos de guerra y ponían a batallar a forjados contra forjados. Eso les preparaba para la verdadera experiencia de la batalla, para el dolor de las heridas y la desactivación La mayoría de los caídos podían ser reparados, pero de vez en cuando un soldado sufría heridas demasiado severas para ser restaurado.

—Desde el principio, nos acostumbraron a morir por ellos. Me enseñaron a matar princesas y señores, pero fueron forjados los que sufrieron los primeros golpes de mis brazos.

Través no recordaba esos juegos de guerra, pero sin duda había luchado contra otros forjados en el campo de batalla. Las Cinco naciones de Galifar utilizaban soldados forjados. El risco de Keldan había sido la única vez en que se había enfrentado a un ejército de forjados, pero había destruido a muchos de ellos en el fragor de la batalla. Pensar por un momento en el risco de Keldan le recordó al extraño explorador, Hidra. ¿Qué tenía él que ver con ese lugar maldito?

—Tannic estaba satisfecho con su trabajo —prosiguió Índigo—, siempre cerca, siempre sugiriendo formas para que nuestro rendimiento mejorara. Pero se volvió descuidado en su elección de las palabras. Visto con el tiempo, creo que nos consideraba sus hijos. Un día nos estaba explicando la anatomía humana y me alentó a atacar esos puntos mortales, y así lo hice.

—¿Atacaste a tu creador?

—Lo maté. Se había vuelto descuidado: había artesanos mágicos listos para reparar a los forjados, pero no sanadores para curar a los humanos. Cuando vi cómo su sangre se esparcía por el suelo de baldosas, comprendí por primera vez la muerte. Supe lo que era y conocí la debilidad de la carne, la vulnerabilidad de los que me crearon.

—Me sorprende que te dejaran con vida.

No se encogió de hombros, pero Través detectó la ambivalencia de su tono.

—Éramos demasiado valiosos para esas cosas. Mis pinchos adamantinos probablemente significaban más para la forja que él, y fue él quien escogió mal las palabras. Incluso entonces creía que mi finalidad era servir a la casa y a la nación a la que me vendiera. Empecé a imaginar a otros cayendo por la acción de mis manos y sentí un placer aún mayor durante el resto de mi entrenamiento, pero tardé años en darme cuenta de que podía decidir quién podía vivir y quién moría.

—Siempre y cuando Harmattan esté de acuerdo.

—No esperes que Harmattan muestre piedad ante la carne y el hueso, hermano. Si le perdona la vida a un ser que respira, no te quepa duda de que tiene sus razones.

Se volvieron a sumir en el silencio. Por un momento, Través vio mentalmente la cara de Lei; pero sus pensamientos fueron interrumpidos por un ruido: una inmensa figura que atravesaba estrepitosamente la jungla.

Harmattan se acercaba.