—¡Sabía que no podía confiar en ti!

Gerrion estaba tendido en el suelo y tenía en los ojos sangre de su anterior herida, pero ni siquiera con las manos atadas en la espalda podía subestimársele. Se giró a un lado a tiempo para evitar el golpe, y el palo de Daine hizo un surco en el suelo. Daine había puesto demasiada fuerza en el ataque, y cuando se estaba recuperando, Gerrion le lanzó una patada en las rodillas. Pese a ser rápido, el semielfo no lo fue todo lo necesario, y Daine se apartó de un salto.

—Levántate —gruñó Daine—. Quiero derribarte otra vez.

Gerrion se puso en pie lentamente. Sus mandíbulas se movieron contra la mordaza, pero no pudo más que emitir una serie de gemidos ininteligibles. Daine ya le había roto unas cuantas costillas, y tenía un poco de sangre junto a la mordaza. Gerrion tenía una mirada implorante en sus pálidos ojos azules y negaba con la cabeza frenéticamente, pero Daine no supo si sus protestas eran de inocencia o una simple súplica para acabar con su dolor.

Tras pensarlo, decidió que no le importaba.

—¿Qué es esto? ¿Pasa algo? —Dio un paso hacia el semielfo herido.

Asintió desesperadamente.

—¿No es lo que parece?

Gerrion negó con la cabeza. La sangre le resbalaba poco a poco por la mejilla.

—Cuéntaselo a Lei, hijo de puta gris.

Daine hizo impactar su palo contra el lado de la cara de Gerrion y notó que el hueso de la mejilla se partía.

Gerrion trastabilló, pero era más duro de lo que Daine creía. Dio un paso atrás, pero en lugar de caer, lanzó una patada con gran rapidez, visto su estado. Esa vez, su objetivo no era Daine: golpeó con el pie izquierdo y, mientras Daine daba un paso atrás, envolvió el palo con la enredadera, lo arrancó de las manos de Daine y lo mandó lejos.

Fue un esfuerzo valiente, pero Gerrion a duras penas podía tenerse en pie mientras Daine era pura furia. Un instante después, Daine atacó a Gerrion con el hombro y mandó al semielfo al suelo.

—¡Te dije que te mataría! —gritó.

Lanzó una patada salvaje contra las costillas rotas de Gerrion y el semielfo se retorció de dolor. Agachándose, cogió el objeto duro que tenía más a mano —un pedazo de piedra que podría haber sido el dedo de un pie de una estatua gigante— y golpeó con él una y otra vez con una fuerza terrible. Finalmente, se detuvo. Jadeando, se enderezó y vio a los elfos que rodeaban a Lakashtai. Dejó caer la piedra al suelo y trató de ignorar la ruina que tenía a sus pies.

Los elfos oscuros observaban en silencio. Lakashtai seguía inconsciente. Estaba tendida en el suelo, ante los elfos, con las muñecas y los tobillos atados.

—¿Satisfechos? —dijo Daine, secándose las manos ensangrentadas en los pantalones.

Shen’kar se encaminó lentamente hacia él. Su armadura blanca brillaba a la luz de la luna. Todavía tenía la daga de Daine en la mano.

—Una terrible batalla. Pese a tener la sangre manchada, el unidor de fuego ha luchado bien.

Daine escupió sobre el cadáver ensangrentado.

—No lo suficiente.

—Cierto. ¿Has dicho que os traicionó?

—Lo único que sé es que nos ha traído lejos de nuestros amigos, y estoy seguro de que no ha actuado pensando en nuestros intereses. —Le dio una patada al cadáver de Gerrion—. No sé qué tenéis contra estos unidores de fuego, y no me importa. Sólo desátame de este traidor y seguiremos con nuestro camino.

Shen’kar le escudriñó, o al menos eso pensó Daine. La falta de pupilas era muy desconcertante.

—No será así.

Sacó una de las armas de su espalda, una rueda de madera oscura con colmillos en el exterior, o quizá fueran aguijones de escorpión. Tras él, otros elfos habían sacado cuchillos y cadenas.

—¡Teníamos un trato!

—Hemos acordado decidir tu destino después de la pelea. Y eso hemos hecho. Aunque no hayas provocado dolor a Xu’sasar, aunque no fuerais saqueadores de la tierra, habéis buscado la ciudad de cristal en el tiempo de la Llama. No podemos tener piedad contigo.

—¡Pero he matado a este… unidor de fuego!

—Sí. Quizá te hayas ganado la reencarnación como uno de los qaltiar. Te mandaremos a los campos de pruebas.

El elfo oscuro alzó la daga y la rueda, y dio un paso adelante.

—Esperad. ¡Esperad! —gritó Daine, alzando sus manos vacías—. Muy bien, acepto mi destino, pero antes de que me matéis hay algo de vuestro pueblo que debo devolveros.

—¿De qué se trata? —dijo Shen’kar, curioso.

—De esto —dijo Daine, golpeándole en la cara con el palo de madera.

Unos minutos antes…

—Rápido —cantó Shen’kar—. Mata al unidor de fuego.

Daine escudriñó a Gerrion. Las llamas tatuadas en su cara, sus orejas pequeñas pero claramente puntiagudas, sus ojos demasiado grandes y extrañamente pálidos. La piel gris. Había visto a semielfos antes, y por lo que sabía, Xen’drik estaba lleno de elfos de piel gris. Ahora supuso que el color de Gerrion era un espejo desgastado de sus padres elfos.

Probó el peso del bastón en la mano. Gerrion no iba armado, tenía las muñecas atadas a la espalda. Sería fácil matarlo. Quizá esos elfos le soltaran. Quizá Lakashtai y él encontraran por sí mismos el camino.

En su mente, vio a un hombre con una ballesta en un callejón de Linde tormentoso. Gerrion les había ayudado contra los riedranos sin ninguna promesa de recompensa. Por muy enfadado que estuviera con él por haberles separado de Lei y Través, Daine no podía evitar creer que había sido un accidente. Si Gerrion hubiera querido hacerles daño, podría haberles dejado morir en ese callejón.

—De prisa —gritó de nuevo Shen’kar—. A menos que quieras que mande a Xan’tora con tu amiga.

—Ella…

Daine se detuvo. «No es momento de discusiones». Compañera o no, lo último que quería era que los elfos envenenaran a Lakashtai. Al menos, necesitaba comprar tiempo. Se puso en guardia, con el palo algo bajo, y trazó lentamente un círculo hacia la izquierda, alejándose de los elfos.

Gerrion le contempló con temor.

Daine estudió a los elfos. Carecían de armaduras reales: eran sobre todo pedazos de concha y cuerno atados con tiras de cuero, pero iban armados, al menos cuatro, y tenían el veneno de su lado, y posiblemente magia o trucos que no habían utilizado hasta entonces. Estaba atado a Gerrion, y Gerrion ni siquiera estaba armado. Suspiró. Quizá fuera una situación en la que resultara imposible vencer. ¿Mataría a Gerrion si así pudiera salvara Lei?

«Necesitamos a Cerrión. No encontraremos el camino a través de la jungla solos».

«¡Es cierto! ¡No puede matarme!».

Los pensamientos eran los de Lakashtai y Gerrion, que aparecían en la mente de Daine. Siguió trazando un círculo, tratando de mantener una expresión neutra.

«Lakashtai, ¿estás despierta?».

«Sí. Creo que puedo soltarme de estas cuerdas, pero necesitaré tiempo».

«Gerrion, ¡no te quedes ahí! Retrocede, mantén la distancia, y por los dientes aplastados de Áureon, ¡dime qué está pasando aquí!».

El semielfo le miró a los ojos y asintió levemente. Mientras Daine avanzaba, Gerrion retrocedió tirando de la fuerte enredadera que los tenía unidos. Con suerte, los lentos movimientos de Daine parecerían una sensata precaución.

«Éstos… no son los elfos que conoces de Khorvaire. Hace miles de años, los elfos lucharon contra los gigantes que gobernaban esta tierra. Los magos gigantes capturaron a elfos y experimentaron con ellos, crearon sus propios soldados para ir a lugares a los que los gigantes no podían ir. Se dice que tejieron magia negra en la forma elfa y que esto es el resultado. Los primeros elfos los llaman drows».

«Voy a atacar —pensó Daine—. Cuidado». Corrió y descargó varios golpes con precaución. Pretendía que pareciera que estaba probando los reflejos de Gerrion y que todavía no lo atacaba de veras. El semielfo saltó hacia atrás, y Daine sólo le magulló la capa.

«Éstos… Él líder se llama a sí mismo Vulk N’tash de los qaltiar. Eso significa “fantasma escorpión del juramento roto”. Hagas lo que hagas, yo no confiaría mucho en su palabra».

—¡Muere, hijo de puta! —gritó Daine al mismo tiempo que embestía de nuevo y retrasaba hasta el último momento el golpe para que Gerrion pudiera esquivarle.

«¿Por qué te la tienen jurada? ¿Qué es un unidor de fuego? Y la próxima vez que me acerque atácame, dame una patada o algo».

«Mi madre era humana. No les gustan los mestizos. Es una historia más larga, pero creo que éste no es el mejor momento».

Daine atacó, pero dejó que Gerrion le cogiera con la guardia baja y le diera una patada certera.

«De acuerdo. Lakashtai, ¿puedes ponerlos a dormir o decirles que nos suelten?».

«No puedo ejercer control sobre tantos, y la mente elfa es difícil de dominar. Quizá podría ralentizarlos un rato, pero no serían totalmente indefensos».

«Espera un momento. ¿Qué más puedes hacer para que los afecte a todos? Si no empiezo a herir pronto a Gerrion… No quiero que te hagan daño también a ti».

«Puedo cambiar sus percepciones…».

«¿Y hacernos invisibles?», preguntó Daine con esperanza.

«No, nada tan grande. Podría ocultar un objeto en tu mano, hacer que tu armadura parezca ropa, convertir un susurro en un grito, cambiar el color de la piel o el pelo, pero no puedo ocultaros».

«¿Puedes hacer… que un rasguño parezca una herida sangrante?».

Daine sintió a Lakashtai pensándolo.

«Sí. Creo que sí».

«Entonces, eso es lo que haremos…».

Coreografíaron cuidadosamente la pelea. Daine apenas tocó a Gerrion, pero Lakashtai le aseguró que los drow estarían viendo una lucha brutal. Hizo que pareciera que el palo desaparecía cuando Gerrion le desarmó, pero nunca abandonó su mano, y en cuanto estuvo libre de sus ataduras, Daine y Gerrion dieron por terminada la pelea.

«Te dije que no te fiaras de él», pensó Gerrion cuando Shen’kar blandió su arma y decretó el destino de Daine.

«Ya».

Daine golpeó al drow en la cara con el bastón, y antes de que el sorprendido elfo pudiera reaccionar, atizó a su enemigo en la muñeca y le obligó a soltar la daga. Con un fluido movimiento, Daine cogió la daga y cortó la enredadera que le unía a Gerrion.

Shen’kar no siguió sorprendido mucho tiempo, y Daine apenas alzó el bastón a tiempo para detener la rueda dentada. El guerrero drow gritó en elfo, y su furia echó a perder su bonito acento.

«No queráis saber qué ha dicho», añadió Gerrion útilmente.

Aunque más pequeño que Daine, Shen’kar era rápido y hábil. Daine clavó su daga en el arma drow con la esperanza de partir la rueda, pero el elfo esquivó el golpe como si fuera un buey acercándose, y antes de que Daine pudiera levantar su guardia, sintió el rasguño de los pinchos de cuerno en la mejilla. El fuego ardía en la herida, y Daine hizo acopio de todas sus fuerzas para ignorar el dolor del veneno.

Los otros elfos se estaban desplegando. El que llevaba la cadena la puso en movimiento para conseguir un disco giratorio de metal.

«Lakashtai, si tienes algo preparado, ahora es un buen momento».

«Muy bien».

Por un instante, la noche se iluminó con un fulgor esmeralda y Daine sintió una oleada de poder que pasó junto a él presionando sus pensamientos y después liberándolos. Los elfos se quedaron inmóviles. Daine soltó un rápido golpe a Shen’kar, pero para su sorpresa el guerrero drow se agachó por debajo de él.

«¡No luchéis! —pensó Lakashtai—. No pueden actuar directamente, pero sí pueden defenderse. Huid tan rápidamente como podáis; si tenemos suerte disponemos de un minuto o dos antes de que se recuperen».

«Gerrion —pensó Daine—, creo que tú eres el guía».

«¿Pues por qué no me seguís?».

Gerrion ya estaba en un extremo del claro. Se adentraron en la jungla y dejaron a los elfos oscuros detrás.

Corrieron cuanto pudieron y redoblaron sus esfuerzos cuando Lakashtai les dijo que los elfos se habían liberado del trance. Las ramas se clavaban en la piel de Daine, y en más de una ocasión, trastabilló en un terreno desigual, pero Lakashtai siempre estaba justo detrás y tiraba de él o le empujaba. La herida le dolía, pero parecía que sólo había recibido una pequeña dosis de veneno, porque el dolor no era ni mucho menos comparable al que había sentido al picarle el escorpión.

Daine no supo durante cuánto tiempo corrieron, pero al final Gerrion disminuyó la velocidad hasta caminar.

—Creo que… estamos seguros por ahora. Casi hemos llegado a la ciudad.

Daine olía a humo en el aire, y ahora que se movía más lentamente pudo ver un brillo naranja en el cielo.

—¿Allí?

—Sí. Probablemente las patrullas ya nos hayan visto; déjame ver si puedo llamar a los guardias.

Emitió un largo y estridente verso en elfo a gritos, y Daine no pudo evitar darse cuenta de que hablaba con el acento de los elfos que acababan de dejar atrás, no con la variante más lenta de los de Valenar.

Un instante después, llegó otro grito de respuesta, que resonó en la jungla.

—Estamos seguros —dijo Gerrion—. Aunque nos hayan seguido, no nos atacarán una vez que mis amigos hayan llegado. Cuando se haga de día, podrán ayudarnos a encontrar a los demás.

Daine asintió y respiró hondo, luchando con su acelerado corazón.

—No le diré que no a una cama y algo de comer. Ven.

Gerrion todavía tenía las manos atadas a la espalda y Daine cortó la enredadera.

—Gracias. También por tus esfuerzos de antes.

Daine se encogió de hombros.

—Tú me salvaste primero. Supongo que estamos empatados.

Se estaba acercando gente y por el ruido estaba claro que no eran los asaltadores silenciosos a los que se habían enfrentado en el claro. Había luz parpadeante, probablemente de una antorcha.

No era una antorcha. Y cuando los soldados finalmente llegaron hasta ellos, Daine tuvo una enésima sorpresa.

Eran drows.

Eos soldados llevaban chalecos de cuero con escamas de bronce y cascos cónicos del mismo metal, con pedazos de cristal negro incrustados en el borde. Bajo los cascos, sus ojos eran grandes y blancos, sin iris ni pupila. Su piel era completamente negra, como los pedazos de obsidiana que decoraban sus armaduras, y la llevaban tatuada con brillantes dibujos de llamas muy parecidos a los que llevaba Gerrion. La antorcha resultó ser el arma del líder: una lanza corta, con una cabeza larga y ennegrecida envuelta en chispeantes llamas.

Daine se puso en guardia, pero sólo entonces se dio cuenta de que… «¡Mi espada!». Había recuperado la daga, pero se había olvidado la espada de su abuelo. «¡Elfos!», maldijo.

—¡Daine! ¡Detente! No van a hacernos daño.

Gerrion saltó entre Daine y el soldado, y habló rápidamente en elfo. Los soldados bajaron las armas y el capitán con la lanza prendida habló con Gerrion.

«Reconocen a Gerrion. —Los pensamientos de Lakashtai resonaron en la mente de Daine—. Dice que nos ha traído a ver al gran sacerdote, un hombre llamado Holuar. El guerrero parece sospechar, algo que ver con la sangre poco espesa, pero nos va a enseñar el camino».

«¿Así que no todos estos elfos oscuros son crueles escorpiones asesinos?».

«Eso parece».

—M is disculpas —dijo Gerrion, volviéndose hacia ellos—. Debería haberlo dejado más claro. Esa es la gente de mi padre, los de Sulatar. Compararlos con los salvajes que nos hemos encontrado antes… oh, es como comparar a los cyr con los bárbaros de los yermos Demoníacos. Confiad en mí, tendréis esa cama y esa comida.

Uno de los elfos no llevaba armadura. «Es una exploradora», supuso Daine. El capitán habló con ella, y ésta se adentró corriendo en la oscuridad, probablemente para dar noticia de su llegada. Los demás soldados se desplegaron a su alrededor con las lanzas y las espadas de bronce preparadas. Tenían el rostro adusto, y Daine descubrió que su mano descansaba de nuevo en la empuñadura de la daga.

—No parecen contentos de vernos.

—No se trata de vosotros. Os lo he dicho, la jungla no es segura por la noche. Hemos tenido suerte de no toparnos con ningún pozo negro o fantasma de espino de camino aquí.

Ciertamente, los elfos estaban pendientes de lo que pasaba fuera, y el capitán los lideró con su lanza prendida. El olor de humo de madera se fue volviendo más fuerte a cada momento. Después llegaron al extremo de la jungla y vieron la ciudad.

Era un castillo esculpido en brillante cristal volcánico. El fulgor naranja que Daine había visto en el cielo procedía de las paredes, y él sintió el calor que irradiaba la ciudad. Pero las murallas brillantes eran sólo uno de los raros rasgos del castillo. Era enorme, las puertas eran por lo menos de treinta pies de alto y las murallas debían de ser, como mínimo, de cincuenta.

Y estaba en ruinas.

Las torres que sobresalían por encima de las murallas se veían destrozadas, y las murallas tenían grietas y eran desiguales Las formas oscuras de los elfos parecían insectos a gatas sobre un juguete roto.

Una tropa de elfos los estaba esperando cuando se acercaron a las puertas. Alrededor de un hombre y una mujer había una docena de soldados con armadura de bronce formando un semicírculo. El hombre vestía una túnica negra y lo que parecía ser un chal de oración con letras en forma de llamas. Llevaba en la cabeza una corona de obsidiana con tres altas puntas, y Daine supuso que se trataba del sacerdote Holuar. La mujer que estaba a su lado era una guerrera. Sostenía una espada con dos hojas: un mango de madera con una larga hoja a cada lado muy parecida a las cimitarras dobles de los elfos de Valenar. Sin embargo, esas hojas eran rectas y estaban envueltas en llamas. Su armadura era muy distinta de la de sus compañeros. Llevaba una protección de malla hecha con los hilos más finos que Daine hubiera visto jamás, pero el metal refulgía en un rojo cereza a causa del calor. Debería haberla carbonizado viva, haber quemado la carne y el hueso, pero no parecía afectarle lo más mínimo. Su casco estaba esculpido para parecer una hoguera y tenía los ojos pálidos rodeados de llamas tatuadas. Miró a los ojos a Daine y mostró los dientes a modo de sonrisa, aunque probablemente no lo fuera.

El sacerdote y la guerrera intercambiaron unas cuantas palabras con Gerrion. Lakashtai se puso a traducir inmediatamente.

«El hombre de la corona es Holuar. La mujer es su líder en la guerra, Zulaje».

«Líder en la guerra. Qué bien saber que son pacíficos cazadores-recolectores».

La mujer señaló a Gerrion con su espada, pero el sacerdote dijo algo cortantemente, y ella retrocedió con ceño fruncido. Gerrion levantó las manos en un gesto de apaciguamiento.

«Holuar le da la bienvenida a Gerrion, pero Zulaje sospecha de él. Cree que está perdiendo el tiempo de nuevo».

«¿De nuevo?».

Daine percibió la frustración de Lakashtai.

«Permíteme que forje un vínculo más fuerte entre nosotros para que puedas aprovecharte de mi conocimiento de su idioma».

Daine sintió un punzante y retorcido dolor en la cabeza y casi gritó. Por un momento, toda sensación quedó bloqueada por el dolor. Después, las cantarinas voces de los elfos regresaron, pero Daine se dio cuenta de que entendía las palabras de la canción, el significado de los agudos y las inflexiones.

—¿… estúpida profecía? —dijo la mujer, Zulaje—. Deberíamos estar erradicando a los rompedores del juramento, no perdiendo el tiempo con leyendas.

—No entiendes nada más que la espada. —Holuar era viejo: no tenía el rostro arrugado, pero era escuálido y ojeroso, y su voz resultaba áspera—. Ahí es donde está nuestro destino. Este es el juramento que da sentido a nuestras vidas. ¿Estás seguro?

—Lo juro por la sangre de mi padre. —Gerrion estaba más serio de lo que Daine le había visto jamás. Todo rastro del pícaro sonriente había desaparecido—. El hijo de la guerra, la voz del pasado. No puede haber ninguna duda.

—Entonces, pongámoslos a prueba. —El viejo sacerdote miró un momento a Daine e hizo un gesto a los guardias con la mano—. Cogedles.