Lei estaba exhausta.

Los incansables forjados marchaban a través de la noche, en la jungla, hacia el sur. Lei no llevaba las manos atadas, pero no había duda de que era una prisionera. Hidra proyectaba sobre ella su sombra, caminando a su lado con los pinchos de los brazos dispuestos y preparados para atacar. El pequeño forjado estaba hambriento de venganza, pero hasta entonces Través y Harmattan le habían mantenido a raya. Harmattan había aceptado perdonarle la vida a Lei, pero sólo mientras pudiera mantener el ritmo de los demás. Para su sorpresa, Través se había mostrado de acuerdo con el trato.

Había seis forjados en el grupo que les había capturado, pero después resultó que eran sólo tres. Los cuatro exploradores no sólo eran idénticos en su apariencia, sino que estaban controlados por una mente, una fuerza que se hacía llamar Hidra. Lei nunca había oído hablar de una cosa así, pero la evidencia era incontrovertible. Los exploradores se movían con frecuencia al unísono, y cuando no hablaban al mismo tiempo, terminaban las frases de los demás. Incluso tenían el mismo ghulra, la Marca de la vida en la frente, un símbolo que debía ser único para cada forjado. La conciencia de Hidra se extendía a todos sus cuerpos, y Lei había luchado contra ellos en la playa helada. Había sentido dolor cuando Lei había destruido ese cuerpo, y si tenía la oportunidad de hacerlo, Lei sabía que se vengaría. Hidra raramente hablaba, pero siempre estaba observando a Lei con al menos uno de sus pares de ojos.

Harmattan era un misterio aún más grande, un fantasma de metal y viento. Su cuerpo estaba formado de pedazos de armadura rota, fragmentos de espada y esquirlas de metal demasiado pequeñas para ser identificadas. No tenía esqueleto, ni cuerpo; era sólo una masa de metal sostenida por la magia. Lo que al principio parecía una capa era, en realidad, una extensión de su cuerpo, una cortina de pedazos de metal sostenidos por una fuerza invisible. Tenía la cabeza rodeada de una nube de metal en polvo y sus ojos brillaban desde el interior de esa oscuridad. Ese halo había vuelto a formarse poco después del ataque, pero el breve vislumbre de la cabeza flotante estaba todavía fresco en la memoria de Lei. Estaba ennegrecida y raída, pero despertó una emoción en ella. No supo ubicarla, pero estaba segura de que había visto esa cara antes.

El tercer forjado se llamaba Índigo, debido al esmalte de color azul oscuro que cubría su cuerpo. Lei había crecido entre forjados y había visto algunos constructos femeninos, pero todavía le resultaba desconcertante. La voz masculina era mucho más común. Como todos los forjados, su cuerpo carecía de señales de género, pero era esbelta, ágil y muy elegante. Comparada con el cuerpo de armadura de un soldado forjado normal, tenía un aspecto femenino, y Lei entendía por qué su creador le había dado una voz de mujer. Era rápida y silenciosa, y ella y Través habían tomado velozmente la delantera y habían desaparecido en la jungla. Estaba claro que ella había hablado con Través antes. Lei siempre había pensado en Través como un hermano y nunca había imaginado la posibilidad de que tuviera secretos: el engaño y la traición eran rasgos humanos. Ahora se preguntaba qué más le había ocultado y si ella no había sido una idiota al confiar en los demás.

—Estás cansada. —Las palabras de Harmattan emergieron de su cuerpo, metal molido llevado por el viento—. ¿Por qué luchas contra tu carne? Tu muerte es inevitable. Si lo pides, acabaré con tu sufrimiento.

—Estoy bien.

Harmattan crujió.

—Luchas a cada paso. ¿Cuánto tiempo antes de que la sangre y el hueso se colapsen?

—Puedo estar de pie todo el tiempo que sea necesario.

—Sabes que no es cierto. Caminas hacia tu tumba. Cada paso es más difícil que el anterior, y aunque sobrevivas a este día, ¿cuántos más te quedan? Dentro de un siglo, Través seguirá caminando por la tierra mientras tú serás polvo bajo sus pies.

Lei apretó los dientes y no dijo nada. Tenía un nudo en el estómago a causa del hambre y le dolían las rodillas y los tobillos, pero antes se moriría que reconocerle a esa cosa su debilidad.

—No hay nada de que avergonzarse —dijo, como si leyera sus pensamientos. Quizá lo hacía—. No es culpa tuya estar forjada de carne en lugar de metal. No elegiste tu diseño y no eres culpable de tus defectos. ¿Por qué luchar contra ellos? La muerte está al acecho en tu interior, esperando tomar tu corazón. Entrégate. Ríndete. Puedo acabar con eso rápidamente.

—¿Por qué te molestas tanto? —le espetó—. ¿O mantienes esta conversación con todos los humanos?

—¿Es eso lo que tú eres? —Volvió a crujir—. Supongo que estoy pensando en Través. Se preocupa por ti, eso está claro, y eso le bloquea. Si te mato… Él no está listo para eso, pero si pides morir, si decides terminar tu lucha sin sentido…, será lo mejor para ambos.

—Gracias por preocuparte por nosotros. En caso de querer aceptar tu generosa oferta, te lo haré saber, sin duda.

—¿Recuerdas León negro, Lei? ¿La forja rota?

Lei se detuvo en mitad del camino. León negro era la forja donde había pasado la mayor parte de su infancia, el taller Cannith donde se manifestó su Marca de hacedores.

—¿Cómo sabes qué es eso?

—Nací en León negro, Lei, como tú. Estoy seguro de que viste miles de forjados mientras estuviste allí. No me sorprende que no lo recuerdes.

Se le quedó mirando, tratando de recordar la cara oculta en sombras. Había algo que le carcomía en lo más hondo de la mente, pero no lograba identificarlo.

—En cierto sentido, creo que te recuerdo.

—Tardé tiempo en alcanzar todo mi potencial…, aunque Través está tardando aún más.

—¿Estás…, estás diciendo que Través es como tú?

—Sigue andando, criatura de carne. Todavía tenemos mucho trecho que recorrer y no hay tiempo para la debilidad. —Le dio un empujón en la espalda con una mano inmensa—. Través tiene su propio destino, pero hemos sido creados por las mismas manos y todavía tiene mucho que descubrir. —Alzó la voz y se desentendió de la pregunta de Lei—. La forja rota de León negro. Sin duda, recuerdas las abominaciones que produjo.

Ella asintió lentamente. Las forjas de creación fueron construidas durante la Última guerra y pocos miembros de la casa comprendieron los encantamientos con que se hicieron. Una de las forjas en León negro era poco fiable, pero con las exigencias de la guerra, con frecuencia, era utilizada de todos modos Casi todos los forjados que produjo fueron satisfactorios, pero Lei todavía recordaba los casos fallidos: tullidos y criaturas con deformidades que nunca podrían haber nacido de la carne. Recordaba un torso con media docena de brazos agitándose, aplastando el cráneo del artesano mágico que le atendía, y su padre, acercándose y destrozando ese horror con sólo su tacto.

—Vosotros destruís los fallos, Lei. Es la costumbre de vuestra casa, y la costumbre del mundo. Es una forma de piedad poner punto final al sufrimiento de una cosa así. Yo sólo te ofrezco lo mismo.

Lei miró los árboles que tenía delante en busca de algún rastro de Través. Siguió andando, y por un momento, su ira hizo desaparecer todo su cansancio.

—¿Es eso lo que dice tu Señor de los filos? ¿Que destruir el mundo es una forma de piedad?

El espeluznante crujido se repitió, un revoloteo a través de su forma.

—Estamos guiados por una fuerza más grande que cualquier forjado, y no estaba hablando de la humanidad. Estaba hablando de ti.

—Entonces, quién…

Su queja se vio interrumpida por una canción. Una voz de mujer, débil y llena de pena. El bastón de Lei. No podía oír las palabras, pero de alguna forma conocía su significado. «La muerte te rodea más allá de tus guardianes de metal. Golpea las sombras, porque la verdad no es lo que parece». Lei sintió cómo la angustia recorría todo su cuerpo y supo que su dolor estaba atrapado en el interior del bastón. Casi podía tocar el espíritu que había en su interior, pero al mismo tiempo estaba más allá de su alcance.

Lei se había detenido en el momento en que había comenzado la canción, inmovilizada por la desesperación que desprendía el bastón. Hidra alzó los brazos, y Lei vio los ojos refulgentes de Harmattan mirándola desde el interior de la mortaja de hierro.

—¿Qué es eso?

—Peligro.

¿Le estaba pidiendo su opinión o era sabedor del poder del bastón?

Harmattan siseó una orden en un idioma que Lei no reconoció. Los cuatro exploradores ocuparon sus puestos, formando un perímetro con un par de ojos en cada punto cardinal.

—Quédate entre los cuerpos de Hidra, pequeña. Te protegeremos hasta que decidas morir. —Harmattan salió del círculo.

Lei frunció el entrecejo, pero se quedó allí. El bastón murmuraba en voz queda, cantando sobre la muerte circundante.

Un instante después, una forma alargada emergió del suelo y corrió hacia el forjado. Lei vislumbró una criatura ágil, parecida a una pantera, que corría con seis piernas. Un par de largos tentáculos semejantes a látigos salían de sus omóplatos y terminaban con dos terribles ganchos de hueso. Sus brillantes ojos rojos la miraron a los suyos, sus labios se fruncieron en un gruñido, y después Lei vio que uno de los brazos con pinchos de Hidra se clavaba en su cráneo.

No hubo sangre, sonido de impacto ni reacción por parte de la criatura. Desató sus tentáculos, que parecieron restañar en el aire, hasta que el cuerpo de Hidra atacante trastabilló. Una gubia cruzó su pecho acompañada por el sonido del hueso contra el metal.

Lei recordó la última comida de Daine en el Gato del barco: la carne que parecía flotar junto al plato. «¡Bestia desplazante!». La criatura que veía era una ilusión, la imagen reflejada de un depredador invisible que esperaba agazapado cerca. Golpear a esa criatura sería más una cuestión de suerte que de habilidad, de tratar de intuir dónde se hallaba a partir de los golpes que desataba contra sus víctimas.

El cazador no estaba solo. Mientras Lei y el forjado se volvían para enfrentarse al atacante, tres bestias más salieron de entre las sombras. Dos de los cuerpos de Hidra se tambalearon tras sendos ataques invisibles, y un poderosísimo golpe abolló el pecho de Harmattan, una herida que desapareció un instante después. Lei se detuvo, presa de la indecisión. ¿Debía unirse a la batalla o dejar que los forjados se las apañaran?

El conflicto terminó antes de que tuviera tiempo de decidirse. Harmattan pareció explotar. Un torbellino de metal afilado barrió el camino, y Lei oyó el sonido de carne desgarrándose y aullidos agonizantes que se sumieron en el silencio en segundos. El huracán de metal pasó por encima de Lei y de Hidra, y dejó tras de sí los cadáveres aplastados de las cuatro bestias. Por un instante, Lei vio la cabeza del soldado forjado flotando en un caos de metal. Entonces, el torbellino se vino abajo y se fundió en la sólida forma humanoide de Harmattan. Un traqueteante, intenso escalofrío recorrió toda su forma esparciendo sangre y pedazos de carne al suelo.

«Como un perro», pensó Lei Tenía casi la mente en blanco a causa de la estupefacción provocada por lo que acababa de ver. Las bestias desplazantes habían muerto en un instante, y sus cadáveres apenas eran reconocibles. Anteriormente, había creído que Harmattan era un fantasma, pero ahora se preguntó: «¿Cómo puede uno enfrentarse a algo así?».

índigo surgió de la jungla con los pinchos adamantinos extendidos. Través apareció tras ella con una flecha en la ballesta. Miró alrededor para evaluar la carnicería.

—Excelente trabajo —dijo Hidra con sus cuatro voces hablando al unísono—. Sin tus habilidades sin duda habríamos sido destruidos.

—Estoy segura de que tu papel en esta batalla ha sido exactamente igual de relevante que el mío —respondió Índigo—. Mis disculpas. Través y yo deberíamos haber detectado eso.

Través tenía la mirada fija en el suelo. Estaba examinando los cadáveres destrozados. Tenía la ballesta bajada. «Está… avergonzado», pensó Lei, y sin duda no era propio de él que se le pasara por alto una amenaza como aquélla.

—Ya está —dijo Harmattan—, pero parece que necesitaré más ojos en la oscuridad. Estamos cerca y no podemos permitirnos equivocarnos de puerta. Hidra, dispérsate. Tres puntos de búsqueda, disposición de serpiente. —Sus ojos refulgentes miraron a Lei—. Creo que puedo encargarme de nuestra primita.

índigo y los tres cuerpos de Hidra se dispersaron por la jungla. Través se detuvo un momento y miró a Lei de soslayo, pero siguió a Índigo sin decir una palabra.

Lei se estremeció. Harmattan era más mortífero de lo que había creído posible, pero ahora…, ahora mismo era Través quien le daba miedo.