Daine estaba rodeado de oscuridad.

No sentía nada. No veía ni oía. Estaba atrapado en una penumbra infinita.

Sólo un mes antes, su primer pensamiento habría sido: «¿Estoy muerto?». Se decía que Dolurrh era un vacío, una red que tiraba de las almas de los caídos y las sostenía basta que se desvanecían todos los recuerdos y pensamientos. Unas semanas antes, Daine habría sentido accesos de pánico, miedo a que aquello hiera el final.

En lugar de eso, su primer pensamiento fue: «¿Oscuridad de nuevo?».

Su segundo pensamiento consistió en evaluar las características del vacío, con la atención que un experto habría dedicado a una buena cosecha audairiana. Cuando había sido atacado por Tashana, las sombras eran frías y viscosas. La oscuridad era como brea, podía luchar contra ella, pero había tanta presión que apenas podía moverse.

En ese caso, no había tal presión. Parecía no tener cuerpo. Trató de mover un brazo: no representaba ningún esfuerzo. No hacía frío, porque no podía sentir la temperatura. No había nada. Lo único que tenía eran pensamientos.

Lo siguiente que pensó fue: «¿Estoy muerto?».

Antes de que la confusión se tornara en miedo, oyó un sonido. Una voz distante entonó una canción. Al principio, era música pura. Lentamente, Daine empezó a distinguir algunas palabras, aunque no comprendía el idioma. Cuando se concentró en la canción, comenzó a sentir de nuevo, como si su espíritu estuviera regresando a su cuerpo. No tenía fuerza en las extremidades, pero al menos volvía a sentir los brazos y las piernas, y el corazón latiéndole en el pecho. La canción siguió, pero ahora se dio cuenta de que no era una canción: era una conversación. Había dos voces que se alternaban e interrumpían. El idioma era fluido y lírico, pero los patrones no eran los de la música, y aunque el acento era raro y la cadencia demasiado rápida, reconoció el idioma.

Elfo.

Daine no conocía la lengua elfa, pero había luchado contra soldados de Valenar en el frente del sur y había aprendido a temer el sonido del grito de guerra de los elfos. Las sombras les habían atacado: ágiles, rápidas y —ahora pensó en ello— más pequeñas que la mayoría de los humanos. Elfos. Estaba seguro de ello.

Había vuelto a sentir los brazos y las piernas, al menos lo suficiente para darse cuenta de que estaba en una situación muy incómoda. Estaba tendido sobre su estómago con la cara apretada contra la tierra húmeda. Tenía los brazos tras la espalda, las piernas levantadas y las muñecas y los tobillos atados. Trató de tirar de los nudos pero no sirvió de nada: la cuerda era fuerte y los nudos resistentes. Pese a que su movimiento fue mínimo, llamó la atención: las voces que cantaban se interrumpieron y oyó que alguien se arrodillaba a su lado. Respirando hondo, Daine levantó la cabeza y abrió los ojos para mirar a su captor.

Esperaba ver a un elfo: piel pálida, orejas de punta, rasgos elegantes, grandes ojos con iris verdes o violetas.

En parte, estaba en lo cierto.

Todavía era de noche, pero había una franja de claridad en el cielo, y las lunas arrojaban su luz sobre el hombre que estaba arrodillado a su lado. La figura que le miraba parecía un elfo, al menos por su silueta, pero tenía los ojos completamente blancos, sin rastro de venas, pupila o iris. Le faltaba la mitad de la cara. No, tenía la piel completamente negra, más oscuro que cualquiera que Daine hubiera visto jamás, y casi invisible en las sombras, pero la llevaba cubierta de parches blancos, como un cadáver dispuesto de un modo tan regular que no podía ser natural. La mitad izquierda de la cara de ese hombre era una máscara blanca, un cráneo estilizado que cubría la mayor parte de su piel. Cuando los ojos de Daine se acostumbraron a la poca luz vio que el desconocido tenía también algo en la parte derecha: elegantes tracerías que iban desde debajo del ojo derecho hasta la larga y negra oreja, y después descendían por el costado del cuello. Palabras, quizá, o alguna clase de inscripción mística.

Desde esa poco aventajada posición, con la barbilla hundida en el fango, Daine no podía ver nada más que la cabeza del desconocido. Éste tenía el cabello pálido, color plata, recogido en gruesas trenzas, y llevaba un raro gorro sobre la frente que parecía hecho con cáscara iridiscente de langosta blanca.

—Será mejor que me sueltes. Ahora.

—¿Por qué iba a hacerlo?

Era la voz de la batalla anterior. Ése era el hombre que le había arrojado el palo curvo. Como antes, sus palabras parecían fluir todas juntas, y Daine tuvo que esforzarse por encontrarle el sentido a porque’ibaahacerlo.

Daine volvió a poner a prueba la cuerda que le tenía atado.

—Cuando me enfado…, muerdo a la gente.

Una sonrisa cruzó los labios del elfo desconocido. Cantó una frase con su lengua líquida, y Daine oyó siseos a su alrededor. Parecían las risas de otros elfos.

—Háblame de ti —dijo el hombre—. ¿Qué has venido a robar, tu juramento con los unidores de fuego? Dímelo y tu muerte será rápida.

—Una oferta tentadora.

—No es una oferta —dijo el elfo, cuyos ojos pálidos resplandecían—. Te lo prometo.

Dio un paso atrás y con ello Daine pudo ver mejor a su enemigo. El elfo iba vestido para el calor de la jungla. Tenía descubierta la mayor parte de la piel, negra como la noche y con intrincados dibujos de color blanco. Se veían algunas partes de armadura, cáscaras blancas atadas con tiras de cuero. Además del gorro, llevaba protectores en los antebrazos y las espinillas, una placa sobre el torso y un taparrabos metálico. Lucía un cinturón de cuero oscuro con una rueda arrojadiza de madera en cada costado. Daine vio las empuñaduras de alguna clase de espada o cuchillo, pero el elfo llevaba esas armas a la espalda, y Daine no pudo verlas.

Un instante después, el elfo volvió a arrodillarse, pero ahora sostenía algo en la mano. Al principio, Daine pensó que era sólo otro pedazo de cáscara blanca, pero luego se movió. Era un escorpión, un escorpión blanco, que debía tener escondido en la armadura.

Xan’tora ayuda e inspira —dijo el elfo—. Muestra el camino del cazador, movimiento silencioso y ataque mortal.

—Encantador —dijo Daine—. Cuando era adolescente tenía un perro de caza lallis.

El elfo bajó la mano y el escorpión descendió al suelo. Un instante después, Daine sintió que la pequeña criatura se subía a su hombro y espalda. Sus pisadas eran débiles gotas de lluvia a través de la tela. Sintió un escalofrío al recordar los enjambres de insectos de debajo de Sharn.

Xan’tora escucha mientras yo hago la pregunta. Si tú no respondes sentirás su aguijón. Una punzada provoca dolor. Dos es mucho peor. No sobrevivirás a una tercera, aunque pasa un tiempo antes de que el dolor termine. —El elfo se detuvo para dejar que lo asimilara—. ¿Estás ahí?

—Ya te lo he dicho; sólo quiero encontrar a nuestros amigos e irnos.

Daine esperó el aguijonazo del escorpión, pero al parecer la respuesta fue suficiente.

—¿Y qué has hecho ya? No eres de nuestra tierra. Vienes sólo a robar, a profanar. Si te dispones a marcharte, es que ya has cogido algo.

—Estoy enfermo. Creímos que encontraríamos una cura… en algún lugar por aquí. Entonces, nuestro maldito guía tocó una piedra y aparecimos en este sitio.

—¿Enfermo? —El elfo dio un paso atrás mientras hablaba en elfo y sacó una daga, La de Daine—. ¿En qué consiste esa enfermedad? Pareces sano.

—Es una enfermedad de la mente. No se contagia. —Suspiró—. Mira. No hemos cogido nada vuestro. Lo único que queremos es irnos. Córtame las cuerdas y no volverás a vernos nunca más.

—¿Porque vas a la ciudad de cristal?

—¡Sí! ¿Quieres buscar entre nuestras pertenencias? —Miró la punta de su daga en la mano del elfo—. Si es que no lo has hecho ya. Desde el suelo no parece que los ladrones seamos nosotros.

El elfo entrecerró los ojos, y Daine sintió una aguja en la parte baja de la espalda, el pinchazo de un pequeño aguijón introduciéndose entre su camisa de malla y atravesando su blusa. Si la última dosis de veneno tenía un efecto gélido, entumecedor, éste parecía ácido. Daine podía jurar que su carne se estaba deshaciendo alrededor de la herida y el fuego se esparcía por su sangre.

—¡No estamos aquí para robar! —gritó.

El elfo le miró atentamente, como si pudiera leer su dolor.

—Quizá sea como dices, pero eres amigo de los unidores de fuego. Dime qué planean.

—¡No conozco a ningún unidor de fuego! —aulló Daine. La espalda le atormentaba y sentía los latidos de su corazón.

—¡Viajas con su hijo! —dijo el elfo, y por primera vez pareció realmente enfadado—. Son idiotas y tramposos, son ciegos a la sabiduría de los salvajes, pero venden su sangre a los extranjeros… Creía que no podía ser cierto hasta que lo vi.

—No sé de qué estás hablando.

Su inquisidor alzó una mano, y Daine se preparó para otra dosis de veneno, pero el elfo se detuvo.

—¿No? ¿No eres el sirviente de los unidores de fuego? Di la verdad o Xan’tora te picará de nuevo.

—No… sé… de qué estás hablando.

El elfo tatuado repiqueteó los dedos de su mano izquierda sobre la hoja de la daga.

—Tienes espíritu, más que el último de los tuyos que maté. Quizá no seas un ladrón sino sólo un idiota.

—¿No puedo elegir otra cosa?

—Demuéstrame que no eres sirviente de los unidores de fuego y puede ser que te libere a ti y a tu compañera. ¿Estás dispuesto?

«¿Compañera?».

—Por supuesto que sí. ¿Y eso que implica? ¿Comer carbones calientes?

El elfo tendió la mano y el escorpión se encaramó a ella desde la espalda de Daine y regresó a la muñeca.

—Soy Shen’kar, Vulk N’tash de los qaltiar. —Se puso en pie—. Si te has perdido, te ofrezco esta oportunidad para regresar al camino justo y abandonar esta tierra. Miénteme y te perseguiré esta vida y la siguiente.

Gritó algo en elfo, y Daine oyó a sus compañeros respondiendo. Un momento después alguien cortó la cuerda que ataba sus muñecas y sus tobillos, pero al estirarse sintió una nueva cuerda alrededor del pie izquierdo.

—¿Qué es esto?

—Prometes la prueba —dijo Shen’kar—. Despierta y está listo. Ahora es el momento de demostrar. —Intercambió algunas palabras más con sus compañeros, y Daine sintió que le ponían la empuñadura de una arma en la mano—. Tu compañera todavía duerme. Estamos con ella y observamos. Demuestra tus palabras. Huye y ella morirá.

Le cortaron las cuerdas que le unían los tobillos, pero sintió otra soga en la espinilla izquierda. La puso a prueba: los nudos eran resistentes, pero la cuerda no estaba tensa. Dos de los elfos oscuros le pusieron en pie. Mirando de lado, vio que uno era la mujer con la que había peleado antes. Tenía la piel oscura tatuada con una serie de líneas blancas que le recordaron lágrimas, y vio los cortes y contusiones en el costado de la cabeza en el que le había golpeado. Ella se le quedó mirando con sus grandes ojos blancos e imposibles de leer.

—Poco tiempo —dijo Shen’kar—. Demuéstralo rápidamente. Después, decidiremos tu destino.

Sus dos guardias dieron un paso atrás. Shen’kar se lanzó hacia adelante con la daga de Daine en la mano, y Daine sintió cómo caían las cuerdas que le ataban las muñecas. Flexionó los brazos e hizo una mueca al percatarse de su rigidez. Sintió el peso del arma que le habían dado: un pesado bastón de madera con una empuñadura tallada.

—Actúa —cantó Shen’kar—. Mata al unidor de fuego.

Daine se volvió. Vio que le habían atado con enredaderas, no con cuerdas. La enredadera que tenía en el tobillo izquierdo cruzaba el claro y terminaba atada en la pierna de otro hombre. El cautivo tenía los brazos atados a la espalda y estaba amordazado por una gruesa enredadera, como un caballo con una brida. Daine dio un paso atrás y la cuerda que los unía hizo un chasquido al tensarse y tiró de la víctima hacia la luz de la luna.

Era Gerrion.