Lei y Través estaban en el suelo cuando aparecieron los desconocidos.
Siguiendo la sugerencia de Gerrion habían ido a estudiar los inmensos pilares de piedra que sostenían el dosel mientras el semielfo, Lakashtai y Daine se subían al montículo. La columna era de más de diez pies de diámetro y estaba cubierta de inscripciones desgastadas. Lei estaba examinando las palabras desleídas y murmurando para sí misma. Través estaba observando la hilera de árboles con la ballesta en la mano, y así fue como vio que un muro de matojos y enredaderas explotaba como si hubiera sido asolado por un torbellino.
Través vislumbró brevemente las cuatro figuras entre las sombras de los árboles, pero no esperó a que salieran de allí. Dio un paso atrás, hacia el espacio que había entre el pilar y el montículo. El instinto le dijo que preparara una flecha, pero esperó para coger a Lei de un hombro y tirar de ella. Lei levantó la mirada con sorpresa, y él hizo un gesto perteneciente a los símbolos militares que ella había aprendido en su tiempo juntos. «Enemigos. Cuatro. Norte. Silencio». Ella asintió y puso la mano sobre la más larga de las dos varitas que llevaba en el cinturón: un ejemplar esbelto de roble, con un cristal rosa brillante en la punta. Un instante después oyeron la voz metálica aguda que soplaba al su alrededor como una ráfaga de viento.
—No os mováis. Tirad las armas y puede ser que viváis.
Ahora Través si tenía una flecha preparada. Se deslizó al otro lado del ancho pilar hasta poder vislumbrar el movimiento: un explorador forjado como el que habían visto en la playa, con los brazos cubiertos de pinchos. En un instante, Través evaluó La distancia, el viento y la trayectoria de su oponente. Pese a la oscuridad de la noche, Través tenía la confianza de poder alcanzar a su enemigo. Ya estaba pensando en un segundo ataque, en cómo respondería el forjado durante el tiempo que Través necesitaría para cargar y disparar una segunda flecha. Sintió un débil atisbo de duda… ¿Por qué estaban ahí esos forjados? ¿Tenían alguna relación con la desconocida con la que se había topado en los muelles de Linde tormentoso? Pero decidió ignorarlo. Aquello era la guerra. Ése era su fin. Lo único que necesitaba era una orden de Daine y la batalla empezaría.
La orden no llegó. Pasaron segundos durante los que Través y Lei se mantuvieron preparados, a la espera de alguna señal. Finalmente, la voz dijo:
—Ahora vuestros compañeros os abandonan. Qué… humano. —La voz era como una tormenta de arena, partículas arrojadas contra el viento para formar palabras coherentes—. Pero tú sigues aquí, hermano. Muéstrate. Tu destino te espera.
¿Abandonado? ¿Hermano?
¿Le estaban buscando a él?
Lei se le quedó mirando, estupefacta y preocupada, y Través se vio presa de una emoción desconocida. Normalmente, su conducta era transparente como un cristal. Seguir órdenes. Proteger a sus compañeros. Conocía los principios de la guerra, del sigilo, las formas más rápidas de matar, pero destino… Ésa no era una palabra en la que hubiera pensado demasiado. Tenía un fin, y era un propósito al que había servido durante treinta años. ¿Qué más podía haber?
Durante el último año, Través había pasado mucho tiempo leyendo, aprendiendo la historia de los forjados y la naturaleza de la magia, pero sólo ahora comprendía plenamente el poder de la curiosidad.
El explorador avanzaba lentamente, y Través vio que los demás se desplazaban también por el claro. La figura más grande parecía vestir una armadura de malla o algo parecido. El aire estaba lleno del sonido del metal tintineando contra el metal.
—¡Tu ballesta! —murmuró Lei. Extendió una mano—. ¡De prisa!
Través sabía lo que Lei estaba planeando. Podía tejer magia en una arma para aumentar su poder contra una criatura determinada y hacer que hasta un impacto oblicuo le infligiera una herida terrible. Si todos sus enemigos eran forjados, ese encantamiento podía decidir hacia dónde se inclinaría la batalla. Pero ahora unas raras palabras rondaban sus pensamientos. Hermano. Destino.
—¡Través! —le espetó Lei.
Ella extendió los brazos hacia la ballesta y, para sorpresa del propio Través, éste dio un paso atrás para que no le alcanzara. Lei abrió los ojos de par en par.
Través no dijo nada y recurrió a los signos militares para comunicarse con ella: «Silencio. Mantén tu posición». Tenía la mente inflamada de dudas, de miedo. ¿Estaba poniendo en peligro a Lei? Pero de todos modos rodeó el pilar y salió lentamente de detrás de él.
Los cuatro exploradores estaban desplegados por todo el claro. Eran idénticos. Cuando Través salió de su escondite, volvieron sus caras hacia él al unísono, y los pinchos de sus brazos se levantaron y quedaron fijados.
Pero el que llamaba más la atención era el hombre, que estaba en el centro del claro. Era muchísimo más alto que los exploradores, debía medir nueve pies y medio, y era de complexión sólida, fuerte. Su intimidante envergadura se veía más realzada por su capa, que flotaba a su alrededor a pesar de que era una noche tranquila, sin aire que justificara ese movimiento. El instinto de Través le dijo que el hombre era un forjado, y sin duda no había rastro de carne en el cuerpo del desconocido; pero Través tampoco vio madera, placas de metal ni los tendones de cuerda que eran los músculos de los forjados. Desde la distancia, parecía estar cubierto de malla, pero Través no podía ver debajo del refulgente metal nada más que oscuridad.
—Al fin.
La voz del desconocido parecía irradiar en todas direcciones; era un susurro seco convertido en sonido por un poderoso viento. Tenía el rostro oculto a la vista. Al principio, Través pensó que llevaba una capucha, pero en realidad parecía tratarse de una nube de humo o bruma, o quizá de una a densa nube de insectos revoloteando.
—He dejado que te escaparas de entre mis dedos una vez antes, hermanito. Eso no volverá a suceder.
¿Una vez antes? Través nunca había visto a esa criatura, aunque había algo raramente… familiar en su voz.
—¿Quién eres?
Todo el cuerpo del desconocido pareció ondularse y su armadura tintineó y repicó.
—Soy muerte para el que sangra. Soy viento que separa carne y hueso. Soy Harmattan, y soy tu hermano.
—¿Harmattan? No veo ningún parecido de familia —dijo Través—. Y el viento no es parte de mi linaje.
—¿Estás seguro? ¿Conoces las fuerzas que participaron en tu creación? ¿Sabes por qué fuiste traído a este mundo?
—Para proteger la nación de Cyre.
—No, eso es lo que te contaron seres de carne que no sabían nada de tu verdadero fin ni de tu auténtico potencial. Eso es para lo que te usan, no tu destino final.
«¡Daine!». Miró hacia atrás, pero el montículo estaba totalmente vacío. No había dónde cubrirse, y era demasiado grande para que Daine se hubiera ido sin que Través oyera el ruido de las botas contra la piedra.
—¿Dónde están mis amigos?
—Tus… compañeros… —tenía la voz seca, pero mostró fu desdén arrastrando lentamente la palabra—… te han abandonado, según parece. Teletransporte, me imagino. Al parecer no se han molestado en llevarte con ellos. ¿Qué podías esperar de un exsoldado? Para él, tú fuiste construido para morir en su lugar.
El pesado calor de la ira era tan desconocido como la curiosidad.
—Hasta ahora no he oído más que burlas arrogantes. Si sabes algo de mí, dilo cuanto antes.
—Lo que sé es mucho menos importante que lo que tú puedes aprender en mi compañía.
—No lo entiendo.
—¿Cómo ibas a hacerlo? Te has pasado la vida entre criaturas de carne. A sus ojos, no eres más que una herramienta, una espada que utilizar en la batalla hasta que te rompas o te desechen.
—Quizá eres tú quien no los comprende a ellos.
—¿Y tú sí lo haces?
La capa de Harmattan revoloteó como el humo y emitió otra serie de tintineos. Través se dio cuenta de que la capa estaba hecha de pedazos de metal, por lo que era aún más imposible que volara tan libremente.
—Tu esencia es la magia, no la carne y el hueso. Tu vida es producto del artificio, no de la sangre y el deseo. Eres un forjado, pero ¿sabes acaso lo que eso significa? Nunca lo descubrirás entre humanos.
Pese a ser extraño e inquietante, ese Harmattan tenía un carisma innegable. Su voz ventosa era casi hipnótica, como escuchar la espuma del mar por la noche. Y su convicción impregnaba cada frase; no había duda de que creía lo que decía. La curiosidad aumentó de nuevo. Través sabía que Daine y Lei confiaban en él, pero raramente formaba parte de sus conversaciones. Percibía las emociones que había entre ellos, pero con frecuencia lo que las provocaba tenía poco sentido para él, y había tantas pequeñas cosas: la incesante búsqueda de comida, de refugio. Las horas que pasaba solo mientras ellos dormían. ¿Cómo sería estar entre otros que no necesitaran esas cosas?
Miró a los exploradores, con sus dientes metálicos y sus brazos con pinchos. Podía ser que en las palabras de Harmattan hubiera algo, pero ¿eran ésas las criaturas de las que él quería aprender?
—Pensaré en tus palabras —dijo al fin—, pero por el momento creo que seguiré con mis amigos, de modo que a menos que pretendas ayudarme a encontrarlos, sigue tu camino.
—Hemos renunciado a mucho para encontrarte, hermanito. Eres más importante de lo que crees. Te lo he dicho: no volverás a marcharte.
—Creo que sí lo hará.
Lei salió de detrás del pilar. Su bastón bullía de una luz que iluminó el claro y la larga varita que tenía en la mano. Través flexionó los dedos sobre la flecha que tenía preparada.
Harmattan crujió de nuevo.
—Tú —dijo, y había una nota de divertido reconocimiento en su voz—. Por supuesto, debería haber sabido que estarías cerca de tu… protector. ¿Qué clase de amiga has sido? Veo tus heridas en su alma. Yo seré un enemigo más peligroso.
—Veámoslo.
Lei alzó la varita y se produjo un estallido brillante de electricidad. El rayo golpeó a Harmattan. Salieron volando pedazos de metal negro, y cuando el humo se aclaró, Través vio que la explosión había hecho un agujero en el pecho del desconocido de casi un palmo de diámetro.
Pero seguía en pie. Ni siquiera había cambiado su postura, y Través y Lei observaron, asombrados, cómo el agujero se volvía a llenar lentamente. Fue entonces cuando Través se dio cuenta: Harmattan no iba cubierto de una capa de pedazos de metal. Todo su cuerpo estaba hecho de fragmentos metálicos. Era como una estatua hecha de arena. Alguna fuerza mantenía unidas esas partículas, y al cabo de un segundo, había recompuesto su composición para hacer desaparecer la herida.
—¿Satisfecha?
—No.
Lei soltó un segundo rayo. Éste alcanzó al desconocido en la cabeza. Ninguna criatura de sangre y hueso habría sobrevivido a un golpe así, pero cuando el estallido se hubo apagado, Harmattan seguía en pie. La energía mística había evaporado la bruma que ocultaba sus rasgos, y ahora Través pudo ver la cabeza del desconocido: la cabeza de un soldado forjado. Estaba ennegrecida, pero intacta, y Través supuso que había sido forjada con un adamantino casi indestructible. Pero era demasiado pequeña para el inmenso cuerpo de Harmattan: era más o menos del mismo tamaño que la de Través. Flotaba tres pulgadas sobre el torso, suspendida en el aire.
La varita de Lei sólo contenía energía para dos disparos, y ahora se había quedado sin carga. Se llevó la mano al cinturón y cogió su bastón con ambas manos. Través tenía una flecha en la ballesta y la mirada fija en Harmattan. Se preguntaba si una simple flecha tendría el menor efecto en la extraña criatura.
Ninguno de los dos vio cómo la esbelta figura se deslizaba de las sombras tras Lei hasta que fue demasiado tarde. Un codo metálico le golpeó en la base del cráneo, y después un poderoso puño. Lei dio un traspié, casi soltó el bastón y se volvió para ver a su nuevo enemigo.
—De modo que tú eres su dueña.
La forjada había abandonado la túnica y la capa que utilizaba para ocultarse en Sharn y Linde tormentoso, y Través tuvo que admirar su diseño. El esmalte azul de sus placas metálicas parecía cambiar de color con las sombras, mezclándose con la oscuridad. Su cuerpo era ligero y ágil, diseñado más para la velocidad mortal que para la fuerza bruta. Cuando habló, las hojas adamantinas se deslizaron.
—Tendrías que haberme matado cuando tuviste la oportunidad —dijo Lei.
El aire se erizó entre sus dedos, y Través recordó al explorador que había destruido aquel mismo día, y se acordó de otra batalla, una pelea debajo de Sharn en la que había utilizado ese mismo poder contra él.
—¡DETENTE! —gritó. Su voz alcanzó su máximo volumen. Disparó la flecha, que fue a clavarse en el suelo entre la forjada y la artificiera—. Lei, no luches. Y tú, si le haces daño, te juro que te destruiré.
Se produjo un instante de silencio. Entonces, la voz seca impregnó el claro.
—Índigo.
La asesina dio un paso atrás y sus pinchos desaparecieron de sus brazos.
—Como desees.
Través sintió una extraña fascinación al observarla. Los exploradores con los brazos armados, ese Harmattan…, parecían tan diferentes que le resultaba difícil pensar que fueran miembros de su propia raza, pero la mujer azul… Había algo en ella, una sensación que Través no podía expresar.
—Lei —dijo—. Daine nos ha abandonado. Parece que viajaremos con esta gente.
Harmattan crujió de nuevo y Través se dio cuenta de que era lo que hacía en lugar de reír.