El bosque estaba en llamas.
La temperatura había subido vertiginosamente, y el verde esmeralda que cubría los árboles era un resplandor naranja. Ese muro de fuego había avanzado, y Través, Lei y los desconocidos se desvanecieron bajo la feroz cortina. Daine gritó con una angustia carente de palabras, sin apenas interrumpir su avance antes de caer en las llamas.
No. No eran llamas: hierba crecida, arbustos pintados de rojo y naranja. Cuando sus ojos se adaptaron a la luz, se dio cuenta de que cuanto le rodeaba había cambiado completamente. Los árboles estaban envueltos en los colores del otoño y la vegetación era claramente diferente. El claro era mucho más pequeño de lo que había sido.
Daine vio a Gerrion con el rabillo del ojo y se volvió hacia él con la espada todavía en la mano. Lakashtai fue incluso más rápida. Atacó con un pie. La patada le dio a Gerrion en un lado de la cabeza y lo mandó al suelo resquebrajado. Lakashtai apretó una rodilla contra la espalda de Gerrion y presionó. Le puso el puño derecho sobre su cabeza, rodeado de un halo de funesta energía verde.
—Explícate rápidamente o te arrancaré las respuestas de la mente —dijo con la voz fría y dura.
—Os ayudé… —dijo jadeando.
—¡Lei y Través! —dijo Daine—. ¿Qué les has hecho?
Lakashtai le pasó un dedo por la nuca a Gerrion, y este se convulsionó de dolor.
—Estáis más cerca…, más cerca de vuestro destino —dijo Gerrion—. El mapa. Magia…, teletransporte. Hemos escapado de vuestro enemigo, estamos más cerca.
Lakashtai silbó e hizo que la cabeza de Gerrion impactara contra el suelo con un rápido golpe de su mano.
—¿Cómo te atreves? Abandonar a los demás para salvar tu piel miserable.
Pese a estar enormemente airado, a Daine le sorprendió la crueldad de Lakashtai. La kalashtar era normalmente muy tranquila y apenas había prestado atención a Través o Lei Ahora Gerrion estaba retorciéndose en el suelo mientras la luz brillaba alrededor de los dedos de Lakashtai.
—¡No le mates! Todavía no sabemos qué ha hecho.
—No es necesario, porque va a deshacerlo. ¿No es así, guía?
Lakashtai soltó a Gerrion y se puso en pie con la cara retorcida de ira. El halo que rodeaba sus manos se desvaneció lentamente.
—No puedo —gimió Gerrion—. Mira… abajo. El suelo.
La piedra que había bajo sus pies era solamente un pedazo resquebrajado de una antigua plaza. Tal vez en el pasado fuera un espejo del mapa que habían visto antes, pero en el caso de ser así, la guerra y el tiempo la habían destruido hacía mucho.
—No hay vuelta atrás —dijo Gerrion. Se había girado y ahora estaba tendido sobre su espalda, recuperando con lentitud la respiración. Su piel gris resplandecía de sudor frío—. He creído que los demás estaban sobre el mapa. Lo juro. Es demasiado tarde. Ahora tardaríamos más de un día en volver al barco, y aunque los demás sobrevivieran, es imposible saber adónde habrán ido. Encontrad el monolito. Haced lo que habéis venido a hacer.
—¡Esto es inaceptable! —dijo Daine—. Me da igual lo que me pase a mí. Pero no vamos a dejarlos atrás. El barco. Volverán al barco. Es el único lugar que todos conocemos. Volverán allí y nos esperarán.
—Si sobreviven.
—Reza por que lo hagan —dijo Lakashtai. Había recobrado la compostura, pero Daine todavía sentía su ira, como un cosquilleo ardiente en lo más hondo de su pensamiento—. Y ahora ponte en pie y enséñanos el camino de vuelta, y la próxima vez que tengas ganas de hacerte el listillo, no lo hagas.
Gerrion se puso en pie lentamente.
—No quería abandonarlos, de verdad. Creía que estaban en el mapa. —Fuera por dolor o por pena, aún tenía la voz agitada y la mirada fija en el suelo.
Daine todavía estaba lleno de ira, pero el semielfo parecía tan abatido, tan patético, que le resultaba difícil odiarle.
Pero podía intentarlo, sin duda.
—Muéstranos el camino. Ya —dijo Daine.
—No podemos viajar de noche.
—¿No podemos? —dijo Daine. Miró de soslayo a Lakashtai y un parpadeo de fuego esmeralda jugueteó en las puntas de sus dedos—. Por alguna razón, no tengo sueño.
—No lo entiendes. Esto es un bosque de fuego. Hay cosas que aparecen de noche…, fuerzas contra las que no se puede luchar. Tenemos que encontrar un refugio.
—Aunque eso sea cierto, no veo escondites seguros por aquí. No me digas que hay alguna posada cómoda cerca. ¿El Descanso del idiota?
Gerrion cerró los ojos y respiró hondo. Finalmente, los abrió y se quedó mirando a Daine. Trató de mantener la voz serena.
—Hay un asentamiento aquí cerca. Cazadores-recolectores, he tratado con ellos antes y estoy seguro de que puedo convencerlos para que nos den refugio. —Su voz acabó quebrándose—. No quería que esto sucediera, ¡lo juro! Sólo quería ayudar. Si queréis regresar al barco, lo haremos, pero no llegaréis sin mí, y os prometo que si viajáis de noche no estaréis vivos a la mañana siguiente.
Daine peleó con sus emociones y sus miedos. Vio a Jode en las cloacas de Sharn y no pudo soportar la idea de abandonar a Lei al mismo destino. Pero la voz del claro les había ofrecido la opción de rendirse. Aunque estuvieran en inferioridad numérica, era posible que Lei y Través estuvieran ilesos. Y sabían cómo cuidar de sí mismos. Tenía que creer que seguían vivos, y pese a todas sus bravatas, estaba cansado, y una marcha por la noche le dejara sin energía para luchar contra lo que quiera que encerraran al otro lado. Miró a Lakashtai.
—¿Qué opinas?
Ella negó con la cabeza levemente. La ira se había evaporado y de nuevo estaba serena y se mostraba comedida.
—Esto es Xen’drik. Sin duda, en estos bosques hay peligros de los que no sabemos nada. Parece que tenemos que confiar en él. A fin de cuentas, podría haber sido un error. —Miró de soslayo a Gerrion, y sus ojos refulgieron—. Te advierto: un error mis como éste podría ser mortal.
—Por supuesto —dijo. Gerrion. Se frotó la frente y se pasó una mano por el pelo para recomponer sus tirabuzones. Todavía estaba asustado, pero había recuperado parte de su desenvoltura—. Seguidme. Llegaremos a la ciudad en una hora y estaremos de nuevo en camino al amanecer.
El hombre gris se adentró trabajosamente en la hierba naranja y volvió a sacar su esfera de luz. La vegetación era muy densa y el avance era lento.
—Debería haber un camino cuando lleguemos a la hilera de árboles —dijo Gerrion—. Estos arbustos son de temporada. Crecen de prisa.
Los pensamientos de Daine seguían con Lei y Través y el extraño gigante de metal contra el que quizá todavía estuvieran luchando. «Eran forjados. Lei sabe cómo combatir con forjados». Por entre la bruma de la preocupación, podía ver que aquélla era una excelente oportunidad para una emboscada. Hierba alta, poca iluminación… Daine apenas podía ver los árboles, y no digamos ya algo que estuviera oculto tras ellos. Espadachines agachados entre los matorrales, unos cuantos arqueros esparcidos entre los árboles. Esperar hasta que el enemigo llegara al centro del prado, justo allí, y atacar.
Fallaron por cinco pies.
Se tiró al suelo en el mismo momento en que oyó el silbido. Algo pasó brillando por encima de su cabeza, un objeto rotatorio arrojado con una fuerza considerable. ¿Una hacha? ¿Un cuchillo? Se agachó bajo la hierba.
—¡Voy a matarte, Gerrion!
«Daine. —Los pensamientos de Lakashtai llenaron su mente—. Me han dado con una arma de madera con las puntas afiladas. La herida… no es profunda…, pero… me temo que hay veneno. ¿Te han… herido?».
«No», pensó. Se mantuvo inmóvil con sus armas hacia adelante, atento a cualquier sonido que indicara movimiento. Sus enemigos podían estar dispersos por el prado. En la oscuridad, quizá creyeran que le habían dado y que había caído al suelo. Si utilizaban veneno, esperarían a que éste tuviera efecto antes de acercarse. «¿Has visto a Gerrion? ¿Ha tenido algo que ver?».
No hubo respuesta. Percibió un movimiento en la hierba, pero pensó que era un cuerpo cayendo al suelo y la luz de repente se apagó.
«¿Lakashtai?».
Nada.
«Atacados por enemigos desconocidos. O Gerrion nos ha traicionado o nos ha llevado a una trampa. Quizá Través y Lei sean los que hayan tenido suerte».
Esperó, escuchando.
«¿Creen que estamos todos muertos? ¿Puede ser que se hayan ido?».
No. No tenía sentido. Sin duda, cualquiera que se tomara esa molestia querría confirmar la muerte de sus enemigos, o al menos robarles. Si Gerrion tenía algo que ver, sabía que Lakashtai llevaba oro.
Entonces, lo oyó. El más débil murmullo del viento en la hierba. Pero no había viento. Alguien se dirigía hacia él. Las posibilidades destellaron en su mente. ¿Soldados riedranos? ¿Más forjados? ¿Kobolds psicópatas? El desconocido no llevaba luz y los pasos eran casi silenciosos. Daine dejó la espada en el suelo cuidadosamente y se pasó la daga a la mano derecha. Tenía que hacerlo cuando estuviera cerca, y de prisa. En el pasado habría pedido ayuda a la Llama de plata. Ahora maldijo a cualquier dios que pudiera estar escuchando.
El viento volvió a soplar entre la hierba. Emergió una figura oscura, esbelta, erguida contra el cielo de la noche. Se produjo un débil reflejo de la luz de la luna en su largo cabello plateado, en su piel moteada en blanco y negro. Fue todo lo que vio antes de atacar.
Barrió con sus pies debajo de ella y cayó al suelo. Daine sintió una emoción de alivio al inclinarse sobre su cuello y ponerle la punta de la daga en la garganta.
—Suelta tus armas y no hagas ningún sonido —susurró.
Estaba hablándole al aire. Era como tratar de sostener el agua. Un instante su arma estaba contra su cuello y al siguiente estaba mirando la tierra y ella a su lado. Tenía los rasgos ocultos entre las sombras, pero sostenía un largo cuchillo en cada mano.
Daine se echó hacia atrás y las hojas gemelas se clavaron en el suelo. Recogió la espada del suelo y se levantó. Se puso en guardia.
En el claro había otras tres personas, y pese a la oscuridad reinante, Daine vio que Gerrion y Lakashtai no estaban entre ellos.
«Esto no pinta bien».
Con un barrido de la espada, apartó las dagas de la mujer. Después, la atacó reiteradamente y la hizo caer de espaldas sobre la hierba. Algo siseó por encima de su cabeza y se agachó entre los matojos. «No muy sutil». Mientras su oponente se ponía en pie, le golpeó los costados de la cabeza con las empuñaduras de sus dos armas. Ella trastabilló un momento, y él volvió a golpear. Las bolas de metal hicieron un crujido espeluznante contra la carne desnuda. Cayó al suelo y soltó sus armas, pero Daine no podía parar ahora: la siguió al suelo y volvió a golpearla, esa vez aplastando su cabeza contra el suelo. Sintió una pequeña punzada de culpabilidad, pero había visto y había hecho cosas mucho peores en el pasado, y si esa mujer tenía suerte, al día siguiente seguiría con vida.
Quizá él no tuviera tanta suerte.
Envainando la espada, Daine envolvió con un brazo el pecho de la mujer y se puso en pie. Pese a toda su velocidad, esa mujer tenía la complexión de una adolescente escuálida, y en el corazón de la batalla le había parecido que casi carecía de peso. Retrocedió hacia lo que quedaba de la antigua plaza con el cuchillo en el cuello de su oponente.
Los otros tres desconocidos habían desaparecido. Se habían ocultado entre los matojos, sin duda.
—No quiero hacerle daño —gritó Daine—. Salid de ahí y podremos hablar. No pretendíamos venir aquí y lo único que quiero es irme con mis compañeros.
Nada, La hilera de árboles era un muro de sombras y podría haber habido fácilmente un centenar de enemigos ocultos en la oscuridad.
—No sé quien sois y no me importa —prosiguió Daine, contemplando la hierba y esperando un momento—. Vamos al norte. De vuelta a nuestro barco. Nos vamos.
—Estás mintiendo.
Se levantó un hombre que miró a Daine desde el otro lado del claro. Hablaba con una cadencia extraña, lírica, mezclando las sílabas de la lengua común como si formaran parte de la misma palabra. Como la cautiva de Daine, el hombre era poco más que una silueta en la oscuridad, aunque llevaba una especie de peto metálico opalescente que brillaba a la luz de las lunas.
—¿Dónde están tus amigos? —dijo Daine con los ojos todavía fijos en la hierba—. Las sorpresas hacen que la mano no responda a mis órdenes. Creo que esta dama estará mucho mejor si se muestran.
—Muestras tu corazón —dijo la figura sombría— hablando de paz, pero amenazas con la muerte.
—Lo hago cuando la gente trata de matarme a mí y a mis amigos. Si los otros no aparecen ahora, verás a qué me refiero.
Se produjo una pausa. Daine tenía la sensación de que el hombre le estaba mirando, pero era demasiado oscuro para que pudiera verle la cara. Frunciendo el entrecejo lo mejor que sabía, trazó una línea sobre el cuello de la cautiva con su daga negra.
—¡Detente! —canturreó el hombre, o quizá lo dijera en un idioma que Daine no conocía, aunque tenía para él algo inequívocamente familiar.
Aparecieron las otras dos figuras, ambas más cerca de lo que Daine esperaba. Debían haberse arrastrado en la oscuridad. Una llevaba un par de dagas, la otra una larga cadena parecida al arma de un maestro cadenero darguul, pero más ligera.
—Morirás con ella.
—No tengo muchas alternativas, y nunca me ha gustado la idea de morir a solas. —Daine retrocedió unos cuantos pasos más, tratando de mantener a la mujer entre él y sus enemigos—. Pero preferiría que no muriera nadie esta noche.
—Eso dices, pero viajas con otros.
—También tú.
El desconocido sostenía con la mano derecha, a la altura de la cadera, un objeto, probablemente una arma, pero no podía verlo.
—Viajas al norte. A la ciudad de cristal.
—Si es que así se llama, ése es el plan. El bosque es un lugar peligroso por las noches. Quizá lo hayas oído decir.
Los dos guerreros que estaban a ambos lados de Daine no se habían movido. Podía ser que fueran sólo sombras. El hombre que hablaba levantó lentamente la mano y mostró un objeto curvo y oscuro con tres puntas.
—Quizá digas la verdad. Tiro mi arma.
—Bien. Que tus amigos suelten las suyas y podremos mantener una conversación de verdad.
El hombre más esbelto no soltó su arma: la lanzó girando en el aire contra Daine. Aunque le sorprendió, el arma pasó lejos de él, a su izquierda. Quizá fuera sólo una advertencia.
—¿Qué ha…?
Antes de que Daine pudiera terminar la frase, el mundo se volvió blanco cuando algo pesado le impactó en la nuca. Sintió un terrible dolor en el cuello, que fue sustituido casi instantáneamente por un insensibilidad fría y creciente. Daine trató de coger a la mujer con más fuerza, pero sus manos parecían tener sus propios planes. Aunque intentaba conseguir que sus brazos se movieran, la cadena de plata brilló a la luz de la luna y le arrancó la daga de la mano. Después se halló en el suelo, el entumecimiento se extendía por todo su cuerpo. Cerca de su cara, entre la maleza, había un objeto de madera, una rueda con tres pinchos curvos. «¿Ha vuelto… hacia atrás?», se preguntó.
Fue lo último que pensó durante un buen tiempo.