Daine maldijo entre dientes. Había visto cosas peores en la guerra, pero ésos eran tiempos que había tratado de olvidar. Al principio, parecía que el cadáver estaba partido en dos, pero la verdad era mucho más inquietante. Sólo una mitad del cuerpo estaba intacta. La otra…, lo que Daine había tomado por manchas de sangre, eran los restos aplastados de carne y huesos. Parecía que el cuerpo del hombre hubiera quedado atrapado bajo una rueda de pinchos afilados, y a juzgar por las salpicaduras, la rueda debía girar a una tremenda velocidad. Daine se arrodilló junto al cadáver. La nieve ocultaba cualquier rasgo distintivo que pudiera quedarle y tapaba su ropa. Daine estaba extendiendo el brazo para apartar la nieve cuando Través le hizo un gesto urgente.

«Enemigo. Tomando posiciones. Posible emboscada». Señaló el barco en la playa.

Había llegado desde la costa y se detuvo al ver el cuerpo devastado.

—Garras del Guardián —susurró—. ¿Qué puede haber hecho algo así?

—Sea lo que sea, ya no está aquí —dijo Daine—. Probablemente, ese barco esté aquí desde hace días. Incluso semanas. —Mientras hablaba hizo una señal con los dedos para llamar la atención a Lei sobre su enemigo oculto—. «Nos movemos. Apóyanos desde la distancia. Recursos no letales si es posible».

—Bien —dijo Lei—. Bastante teníamos con preocuparnos por el frío, pero me gustaría dedicar un momento a examinar… esto, si no te importa. Me gustaría saber qué hay ahí fuera.

Se arrodilló junto al cadáver y sacó un cristal y una corta varita de madera de su bolsa. Tratando de ignorar el terrible espectáculo y de concentrarse en su trabajo, pasó el bastón tallado por el extremo del cristal y le infundió las energías que necesitaba.

Daine oyó a Lakashtai y Gerrion saliendo del río, pero no había tiempo para explicaciones, y en cualquier caso ninguno de los dos conocía las señales militares cyr. Mejor moverse de prisa y esperar que tuvieran la inteligencia de reconocer la situación. En circunstancias óptimas, Daine habría cruzado la distancia en un abrir y cerrar de ojos, pero la nieve ralentizaba sus movimientos. Avanzando tranquilamente y con cuidado, se abrió paso hasta el casco del otro barco. Respiró hondo y el viento gélido pinchó sus pulmones. Rodeó la embarcación.

Nada. Sólo sombras y más nieve.

Través había desaparecido. Daine esperó que hubiera llamado la atención de sus enemigos, lo que permitiría al forjado hacer lo que mejor hacía. Daine apoyó la espalda contra el barco mientras examinaba el terreno en busca de huellas o señales de movimientos recientes. Y entonces la vio: una pequeña figura casi oculta en la nieve y las sombras de la noche, un gnomo o quizá un niño humano. Daine no vio ninguna arma en la silueta, aunque en esa época de magia el enemigo desarmado podía ser el más peligroso de todos. Podía ser el hijo del marinero muerto, pero Daine no podía arriesgarse.

—¡Tú! Da un paso adelante con las manos donde pueda verlas. —Daine apuntaba con su espada la sombra en la nieve y tenía el cuerpo en tensión para saltar hacia la oscuridad—. Sal lentamente. Si quieres luchar, tendrás tres flechas en el pecho antes de que puedas parpadear.

—Nunca parpadeo.

El sonido era como el silbido del vapor de una tetera de tal, la voz de un forjado. El desconocido se adentró lentamente en el charco de luz que emanaba de la moneda refulgente.

Tras Daine, Lei aspiró aire de una manera cortante. Daine reprimió el impulso de atacar y golpear al constructo antes de que pudiera acercarse.

Bajo la capa de escarcha brillante, las placas del forjado eran de metal negro grabadas con raros dibujos y palabras en un idioma que Daine no conocía. Aunque llevaba las manos vacías, tenía en los brazos y el torso docenas de pinchos de dos pulgadas plegados, y Daine sabía por experiencia que podían desplegarse y colocarse en su lugar para convertirse en armas mortales. Tenía los brazos largos y delgados, desproporcionados en relación con su torso infantil, y su cabeza era pequeña como la de un ratón o una comadreja. Tenía la boca llena de dientes metálicos. No era el extraño aspecto del constructo lo que hizo que Daine apretara con fuerza la empuñadura de su espada. Había visto a forjados como ése antes. Había destruido a uno, quizá a más de uno.

En el risco de Keldan.

—¿De dónde eres? —le gritó Daine.

Todos sus instintos le decían que atacara antes de que la criatura pudiera actuar. Le vinieron a la cabeza recuerdos, evocados en pesadillas recientes: ese constructo con forma de rata saltando la barricada y siendo derribado por Lei. No podía ser el mismo. Lo habían dejado hecho pedazos, pero nunca había visto a un forjado como ése en otra parte, y sin duda, no parecía obra de la casa Cannith.

—¿Qué haces aquí?

El forjado estaba ligeramente encorvado y tenía el cuello demasiado largo y flexible. Volvió la cabeza a la derecha para escudrinar el paisaje.

Daine atacó con la espada. El explorador había mantenido la distancia, pero Daine no quería darle un golpe fuerte, sólo tocar el lateral de la cabeza con la punta de la espada. La criatura se echó hacia atrás y sus afilados pinchos adoptaron la posición de ataque.

—Responde a mis preguntas. Ahora.

—No eres una amenaza.

—Por eso tengo amigos. ¿Través? Dos.

Nada sucedió.

Se produjo un confuso movimiento y dos largas flechas aparecieron de la nieve en dirección al raro forjado. Se clavaron en la cavidad poco protegida que tenía debajo del brazo derecho. El forjado soltó un silbido tan fuerte que Daine pensó que Través había alcanzado alguna reserva de vapor localizada en el interior de su cuerpo.

Fue un disparo perfecto, pero Través había dudado. ¿Por qué?

—Estoy esperando una respuesta, al igual que mi amenazador amigo.

—No puedes destruirme.

Pese a las flechas clavadas en el torso, el forjado hablaba con una seguridad espeluznante. Daine estaba acostumbrado a tratar con forjados. Través era su amigo, y él no era ni mucho menos el único forjado junto al que Daine había servido durante la guerra, pero la mayoría de los forjados habían sido diseñados para parecer humanos. Esa cosa violaba esos principios. Su postura, sus proporciones, sus dientes…, todo estaba mal, y a Daine le parecía perturbador hasta el punto de no poder explicar por qué.

—Quizá no, pero tengo ganas de intentarlo —dijo—. Te lo preguntaré una vez más. ¿Qué haces aquí? ¿Qué le has hecho? —Daine hizo un gesto en dirección al cadáver congelado con la punta de la espada.

—Cumplo mi cometido, respirador. —Bajó el brazo repentinamente y partió las flechas que tenía clavadas en la axila derecha—. No importa lo que tú hagas.

—No…, no me gusta pensarlo, pero si lo sometemos puedo torturarle —susurró Lei tras él. Daine mantuvo la mirada fija en el desconocido, pero a juzgar por el tono de Lei supo que estaba angustiada por su presencia—. Los forjados no sienten el dolor exactamente como nosotros, pero si daño lentamente su red vital…, sin duda no le va a gustar.

—No será necesario. —Lakashtai había llegado tan silenciosamente como siempre—. Quizá sea una criatura de metal, pero también se rige por pensamientos y emociones. Veamos qué puedo sacar de ese cascarón.

Daine mantuvo su espada en lo alto mientras Lakashtai avanzaba, con la punta a la altura de los ojos cristalinos de la criatura. Lakashtai se movió con la elegancia de un gato por la nieve y los gruesos copos resbalaron por su capa. Envuelta en puro negro, parecía ser un pedazo mismo de la noche.

El forjado cambió de postura levemente. La luz pálida brillaba en sus brazos cortantes.

—Través, Lei. Si se mueve, matadlo —dijo Daine.

—Tranquilo, pequeño —dijo Lakashtai suavemente con los ojos brillantes en las profundidades de su capucha—. La piedra y el metal no están hechos para moverse.

Los pinchos de los brazos del explorador volvieron a plegarse. Y no se movió cuando ella se acercó todavía más.

—Tus pensamientos van mucho más allá de esta forma —murmuró Lakashtai—. Parece que tú y yo tenemos algo en común. Déjanos recorrer ese camino y ver adónde lleva.

Los pinchos del forjado revolotearon y se alzaron levemente, pero volvieron a plegarse con un chasquido.

Chas.

Chas.

Chas.

Lakashtai tenía los ojos cerrados. Parecía en paz, descansada, pero después de haber pasado una semana en su compañía, Daine advirtió la tensión: el leve fruncido de su entrecejo, la ocasional mueca de sus labios. «No quiere que conozcamos sus límites», pensó Daine. Podía ser orgullo, podía ser una tradición cultural, pero Daine apenas sabía qué era capaz de hacer o cómo le había afectado el ataque psíquico. ¿Había peligro en eso? ¿Qué era esa batalla que él no podía siquiera ver?

Chas.

Una ráfaga de aire gélido le cubrió la cara de nieve, y Daine parpadeó.

Chas.

La madera cantó por el aire cuando Través y Gerrion dispararon flecha y saeta. Cualquiera de esos dos proyectiles habría derribado a un hombre normal, pero no al forjado. Al atacar a la kalashtar había abierto los brazos y el impacto de las flechas apenas interrumpió su embestida.

Lakashtai debía de haber percibido esa intención hostil en el último momento y trató de tirarse a un lado, pero no fue lo suficientemente rápida. Daine se dio cuenta demasiado tarde de la utilidad de esos brazos desproporcionadamente largos. El forjado envolvió a Lakashtai con ellos y la giró para utilizarla como escudo.

—Parece que no me muero —dijo el forjado con su voz aguda—. Y no veréis más. Soltad las armas. Me voy.

Los pinchos de la criatura se estaban clavando en la carne de Lakashtai y la sangre caía sobre la nieve. Tenía la boca torcida a causa del dolor, pero no emitió ningún sonido.

—Hazlo. —Era Lei. Dio un paso desde detrás de Daine con las manos alzadas ante sí—. Todos. Tirad las armas.

«Risco de Keldan». Daine asintió y tiró sus armas.

—Le estás haciendo daño —dijo Lei, caminando lentamente hacia el forjado—. Déjame que me la lleve y la cure.

Los ojos de cristal la observaron desde detrás de la cintura de Lakashtai.

—No. Nos vamos. Si sobrevive, quizá vuelva. Quizá no.

—No puedes llevártela.

—Te equivocas.

—No —dijo Lei.

Tendió los brazos y sus dedos apenas rozaron el dorso de un antebrazo de mitral. No se produjo ningún estallido ni ninguna llama, ningún destello de luz. El forjado simplemente se desmoronó. Se partieron las cuerdas de conexión. Los afilados pinchos cayeron sobre la nieve como hojas y dejaron tras de sí manchas de sangre. En un instante, lo único que quedó fueron pedazos de madera y piedra esparcidos alrededor de la ensangrentada kalashtar. Lei ni siquiera la miró. Estaba viendo cómo la luz se apagaba en los ojos de cristal del forjado.

—Me temo que no —susurró.