Cuando Daine volvió a abrir los ojos, el cielo estaba oscuro. El débil refulgir en el horizonte hacía presagiar la cercanía del amanecer. Alguien le había tapado con una manta, pero todavía sentía un escalofrío en la piel. Aunque las imágenes se estaban desvaneciendo rápidamente, la noche había estado llena de sueños perturbadores: ojos que le tocaban, alas que batían, masas de tentáculos apenas mantenidos a raya por un escudo cada vez más débil… Había estado en el centro de un huracán y a cada segundo que pasaba le amenazaba con derrumbarse entero sobre él. Incluso entonces, con el sol saliendo en la distancia y la fresca percepción de aire cálido y salado, sentía un frío e inevitable temor. La oscuridad estaba allí, esperando, cada vez que cerraba los ojos. ¿Cómo podía alguien luchar contra algo así?
—¿Más pesadillas?
Lei estaba junto a él envuelta en una manta raída. Lakashtai todavía no había salido del camarote y Través no se veía por ninguna parte. Gerrion estaba de vuelta en el timón, pero tenía los ojos fijos en la costa.
Daine asintió, se incorporó y se apoyó contra el lateral del barco.
Ella apartó la mirada hacia el océano y la noche.
—Sé…, sé lo perturbador que puede ser.
—¿De verdad? ¿Qué está tratando de destruir tu mente?
Ella le miró y, por un momento, él se preguntó si había cruzado una línea, si había algo que ella no le estaba contando. Había estado con los nervios de punta durante semanas y su expresión parecía… obsesionada. Extendió un brazo y le puso la mano en el hombro.
—Lei…, ¿qué pasa? —Habló con voz baja para evitar llamar la atención de Gerrion.
Ella negó con la cabeza y volvió a apartar la mirada, pero alzó la mano izquierda y le cogió del brazo.
—No lo sé —dijo con un temblor en la voz—. Todo es tan… caótico. Lo que te está pasando a ti. Lakashtai. Ella… no me gusta, pero me pregunto si sólo estoy celosa porque ella puede ayudarte y yo no, y por el Nueve, ¡ayer me morí! Ahora mismo debería estar en las fauces del Guardián. —La luz del amanecer captó el primer brillo de una lágrima en un ojo—. ¿Cómo voy a sentirme?
Daine le puso la mano en la mejilla y le giró la cara hacia él. Los dedos de Lei se tensaron alrededor de su muñeca.
—Lei… —Sus palabras eran como hierro en la garganta, pero se obligó a seguir pese a sus dudas—. Me has ayudado de formas en las que Lakashtai no podría ayudarme. Nunca habría llegado hasta aquí sin ti.
Ella cerró los ojos y una lágrima le cayó por la mejilla. Daine sentía cómo temblaba.
—No sé qué me está pasando —dijo él—. No sé qué pasará, pero sobreviviremos a ello. Siempre lo hacemos. Dentro de un mes, Lakashtai estará ayudando a otra pobre alma, pero nosotros seguiremos juntos.
—Lo sé.
El sol irrumpió en el horizonte y la luz convirtió el pelo de Lei en un halo de llamas de cobre. Volvió a abrir los ojos.
Pasó un momento antes de que Daine se diera cuenta de que la estaba besando. Las olas del agua, la calidez del sol naciente, el tacto de su piel contra la de ella…, todo se unió en un torrente de emociones, una marea de sensaciones que se llevó por delante todo pensamiento.
Después, ella se apartó.
—Esto…, no podemos —dijo, y ahora las lágrimas le corrían por sus mejillas. Puso las manos contra el pecho de Daine y le apartó. No podía mirarle a los ojos—. Lo sé. No podemos.
Daine todavía estaba estupefacto por lo sucedido.
—¿Qué? —Mantuvo las manos en los hombros de Lei y trató de reprimir la necesidad de tirar de ella hacia él—. ¿Por qué?
Ella suspiró, y a pesar de la calidez del sol, estaba temblando aún más que antes.
—Me preocupas, Daine. Lo sabes. Tienes que saberlo. Tú…, Través…, vosotros sois la única familia que me queda.
—Lei…
—Siempre he pensado que había algo, que detrás de tus burlas sobre mi vida, mi expulsión…, que sentías algo por mí aunque no pudieras decirlo. Ni tampoco yo. ¿De qué habría servido? Mi camino ya estaba grabado en piedra.
—Lei. Estábamos en guerra. Tenías a un marido esperándote. Ni siquiera creo que supiera lo que yo mismo sentía.
—¿Qué importa eso? —gritó ella, y le empujó con una fuerza inesperada, se soltó y le hizo perder el equilibrio—. ¡Me lo dijiste! ¡Tú eres Deneith! ¡Sabes lo que eso significa!
Cogido por sorpresa, Daine se golpeó la cabeza contra la baranda del barco. Entre el movimiento del agua y el dolor de su cabeza, le resultó difícil ordenar sus pensamientos.
—Renuncié a la casa antes de conocerte. No es parte de mí.
—¡Por supuesto que es parte de ti! —Lei se puso en pie al mismo tiempo que tiraba la manta a un lado—. No es algo que uno pueda abandonar. Es tu sangre, y nuestra sangre no puede mezclarse.
Daine, al fin, lo comprendió. La política entre las casas portadoras de la Marca de dragón era una compleja danza de poder, y Daine había asumido que a eso se refería Lei. Ahora recordaba las historias que había oído de joven.
—No estás hablando en serio. ¿Estás preocupada por las marcas mixtas? ¡Si yo no siquiera tengo Marca de dragón!
—Pero sigues teniendo el potencial. Mi sangre lucharía con la tuya y nuestro hijo sufriría. ¿Recuerdas a los tarkanan?
—¿Quién está hablando de hijos? —A Daine le latía la cabeza, y no sólo del golpe—. Creía que podíamos reconfortarnos mutuamente.
—Soy de la casa de los Hacedores —dijo Lei—. Siempre miramos el futuro.
—Lo eras.
Lei entrecerró los ojos, y Daine supo que había ido demasiado lejos. Abrió la boca sin saber qué iba a decir, con la sola esperanza de encontrar la forma de revertir ese terrible error.
Y el barco se estremeció.
—¡Al suelo, los dos!
En el fragor del momento, Daine se había olvidado de los demás tripulantes del barco. Sólo entonces se preguntó si Gerrion había oído la conversación, pero pronto tendría otras preocupaciones. El cielo estaba claro y el viento era regular, pero el mar se estaba revolviendo rápidamente. Daine no pudo elegir: una ola impactó contra el lateral del Gato gris y la fuerza del golpe lo lanzó sobre la cubierta.
«Estoy en el lado malo del barco —pensó—. Las olas van contra la corriente».
Través acudió desde la popa. Tenía la ballesta preparada para disparar y mantuvo la carrera con un equilibrio sorprendente.
—Hay movimientos en las aguas —dijo al mismo tiempo que tendía una mano a Lei y Daine—, pero no veo nada sólido. Es como si el agua misma hubiera decidido atacar.
—Diría que eso es exactamente lo que ha pasado —dijo Gerrion.
Otra ola impactó contra el barco y la cubierta se inclinó precipitadamente. Través dio un traspié, pero se mantuvo erguido, y Gerrion se cogió al timón. Daine logró agarrarse a una de las cuerdas sueltas con una mano y con la otra sostuvo a Lei. Ella le miró, pero cogió su muñeca con ambas manos.
—¿Te importaría explicarnos esto? —gritó Daine por encima de la espuma.
—Siempre ha habido aguas movidas a lo largo de la costa, desde el desastre que arrasó Xen’drik —dijo Gerrion, peleándose con el timón—. Nunca había oído hablar de problemas tan cerca de la costa. Será una gran anécdota si sobrevivimos para contarla.
—¿Qué hacemos?
El barco se sacudió de nuevo.
—Hundirnos, parece, a menos que creas que puedes matar al mar con tu espada.
—Elementales —susurró Lei, cuya voz apenas era audible por encima de las olas que estallaban—. Daine, necesito estabilidad. Átame…, átame la cuerda a la cintura. ¡De prisa!
«Al menos alguien tiene una idea», pensó él. Ella se soltó de su muñeca y le envolvió con los brazos, y por un momento, él se olvidó del violento mar y las airadas palabras que habían intercambiado un momento antes. Entonces, el barco se estremeció tras otro golpe, y Daine volvió rápidamente a concentrarse en la tarea que estaba llevando a cabo.
En cuanto Lei estuvo atada con la cuerda, metió el brazo en la bolsa que llevaba colgada en la espada. Sacó un manojo de flechas en respuesta a su orden mental. Se arrodilló en la inestable cubierta y puso las flechas cruzadas sobre sus piernas. Tenía los rasgos contorsionados por su profunda concentración. Daine vio que sus labios se movían, pero no oyó las palabras susurradas por encima de las atronadoras aguas.
El agua crecía y la cubierta se inclinaba rápidamente. Daine se cogió de la cuerda, casi suspendido en el aire, e incluso el estable Través trastabilló y tuvo que equilibrarse con una mano.
—Si vas a hacer algo, ¡hazlo ya! —gritó Gerrion.
Un fuego azul jugueteó alrededor de las flechas que Lei tenía en las manos y sus ojos se abrieron de repente. Arrojó el manojo de saetas a Través.
—¡Dispara a las olas! —gritó—. ¡A cualquier cosa que se mueva contra la corriente! No puede haber muchos: ¡busca el movimiento y dispara contra él!
Través cogió las flechas refulgentes sin añadir ningún comentario. Se equilibró en la cubierta, colocó una flecha en la ballesta y se volvió hacia un lado, escudriñando la espuma. Cuando la siguiente ola se alzó contra la marea, Través soltó una flecha y después otra, antes de que la primera hubiera llegado a su objetivo. Se produjo un estallido de luz azul cuando las flechas entraron en el agua y un gemido grave como el crujido de la madera vieja, y cuando la luz se apagó también lo hizo la ola disolviéndose en el mar. Través lanzó una segunda ráfaga contra el agua, pero si había algo en las profundidades esquivó las flechas. La tercera sí dio el fruto esperado, y otro gemido inhumano surgió de las aguas. Cogió la última de las flechas encantadas al mismo tiempo que buscaba en el agua alguna señal de movimiento, pero la violencia había terminado. Las aguas estaban tranquilas; sólo se percibía en ellas el lento movimiento de la marca y el sonido del viento contra el agua.
Daine suspiró lentamente.
—¡Otro día en Xen’drik!
—Un regalo de despedida de nuestro amigo Hassalac, supongo —dijo Gerrion—. No es de los que dejan una deuda sin cobrar. Debe de haber tardado un tiempo en localizar el barco.
—Estudié los elementales en mi primera visita a Sharn —dijo Lei mientras desataba la cuerda que le rodeaba la cintura—. La clave es romper la energía vinculante. Hemos tenido suerte de que fueran tan pequeños; un espíritu más grande habría volcado el barco en un…
El agua explotó a su alrededor.
El barco viró hacia un lado, y ni siquiera la agilidad de Través le ayudó. Daine vio cómo su compañero forjado desaparecía entre las aguas que bullían. Daine seguía cogido a la cuerda y ahora estaba suspendido en el aire, colgado de la delgada cuerda por encima de la violenta espuma. Una inmensa pared de agua se había levantado al norte y había oscurecido completamente la visión del horizonte. La cresta de la ola era de más de veinte pies de altura, y Daine no tenía ninguna duda de que sería el fin del Gato gris.
Se negaba a romper.
Estaba suspendida en el aire, como una cobra a la espera del ataque. Tenían su condenación delante, y Daine logró envolverse el antebrazo con la cuerda, y Gerrion, agarrarse al timón. Era sólo cuestión de si la ola finalmente caería sobre el barco y lo volcaría completamente.
Entonces, con la misma rapidez con la que surgió la amenaza de desastres, desapareció. La inmensa ola no rompió, sino que retrocedió y lentamente se disolvió en el mar. Daine vislumbró una gran forma oscura que se movía en las profundidades, y entonces, inexplicablemente, el Gato gris se levantó. Mientras el barco se enderezaba, el agua cayó de la cubierta y la vela, y al final recuperó su posición original y estable. Ahora el océano estaba de verdad en calma y el viento había dejado de soplar por completo. El Gato gris había sobrevivido, pero estaba inmóvil en las aguas.
¡Través! Daine corrió hacia el extremo de la cubierta, todavía agarrado a la cuerda. Se había quedado dormido con la camisa de malla puesta y nunca había sido un buen nadador. Tirarse al agua con la armadura era un camino seguro para morir ahogado, pero Través no necesitaba respirar. Tenía que estar vivo. Por supuesto, no sabía nadar. Por un momento, Daine vio la imagen del forjado hundiéndose hasta el fondo del mar y caminando tranquilamente de vuelta a Linde tormentoso.
Tenía que estar vivo.
—¿Lo ves?
Lei todavía estaba sujeta a la cuerda, que le pasaba alrededor de la cintura. Si hubiera conseguido deshacer el nudo un momento antes, habría sido barrida al océano por la segunda ola. Ahora se agarraba a la cuerda sin saber si confiaba lo suficiente en la nueva calma para soltarla.
—Odio perder tripulación —dijo Gerrion—, pero quizá sea mejor sacar los remos y largarnos de estas revueltas aguas. Mejor perder a uno que a cinco.
Daine le ignoró y siguió escudriñando las aguas en busca de alguna señal de movimiento. ¿Era eso un brillo metálico en lo más hondo de la oscuridad? ¿Se acercaba a la superficie?
Lo era, pero no estaba solo. Un inmenso chorro de agua surgió del mar, pero no era una ola y ni siquiera meció el barco. Una lluvia de espuma cayó sobre la cubierta tapándoles la vista. Después, vieron entre la bruma.
Una mujer miraba desde lo alto el Gato gris. Era de por lo menos treinta pies de altura y vestía una larga y amplia túnica, una túnica hecha de agua. Cuando la bruma se aclaró y la luz del sol se posó sobre ella, Daine se dio cuenta de que la ropa era parte de la mujer. Su piel azul claro era de agua inmóvil, y su largo pelo blanco era burbujeante espuma. La superficie de la túnica era agua en movimiento, y la corriente le daba la apariencia de tela. El dobladillo de su túnica desaparecía en el mar.
Y Través estaba en una de sus manos líquidas.
Por un momento, Daine se quedó boquiabierto. Era hermosa y extraña, lo más parecido a un dios que había creído que vería jamás. Aquello sólo duró un segundo: la vida de su amigo estaba en juego y no había tiempo para la estupefacción. Mientras se estrujaba el cerebro en busca de un plan y se preguntaba si habría tiempo de actuar antes de que la criatura aplastara el barco o si las flechas mágicas de Lei la afectarían, ella se agachó y dejó a Través sobre la cubierta de la embarcación.
«No tengáis miedo».
La voz pasó entre ellos como la misma marea. Era el sonido de un torrente gentil o una estruendosa catarata, y Daine no supo si el sonido tenía la forma de palabras reales o si simplemente supieron que eso era lo que deseaba decirles.
—Través, ¿estás herido?
—No, Daine. Ha sido una experiencia interesante, pero estoy perfectamente.
Soltándose al fin de la cuerda, Lei corrió y rodeó con sus brazos al forjado, que goteaba por todas partes, mientras mantenía la mirada fija en la figura acuosa.
«Fuerzas distantes han vuelto las aguas contra vosotros, pero yo he calmado a los espíritus agitados. —La voz era tranquilizadora, tan calma e hipnótica como las olas lentas al anochecer—. Mi marca está con vosotros y llegaréis a vuestro destino sin más problemas».
—¿Lo sabes porque conoces nuestro destino?
«Son pocas las cosas que yo no sé, Daine sin apellido. Tu viaje acaba de empezar. La oscuridad te persigue y tu viaje te llevará a través de la muerte y el sueño. El agua no te hará daño, pero éste es el tiempo de la Llama».
—Eso he oído —dijo Daine, mirando a Lei de soslayo. La interrogó con su expresión, pero ella negó con la cabeza—. ¿Cómo sabes quiénes somos?
«Nos hemos visto antes, Daine, y nos veremos de nuevo antes de que esto termine. Yo miro y espero, y actúo cuando puedo hacerlo, pero es poco lo que puedo decir y menos lo que puedo hacer».
—Gracias por salvar mi barco, buen espíritu de los mares —terció Gerrion.
Las aguas que componían el espíritu se volvieron más oscuras y su voz se convirtió en espuma atronante en lugar de una suave marea.
«No hago nada por ti, hijo de Sulatar. Tú tienes tu propio destino y no es mi cometido cambiarlo. Agradece tu suerte por no haber viajado a solas por los mares en esta ocasión».
Gerrion hizo una reverencia y regresó al timón.
—Mis más modestas disculpas, gran dama.
Daine y Lei intercambiaron una mirada.
«El tiempo de charlas ha terminado, y las corrientes os llevan a vuestro destino. Recordad: a veces el que rompe una promesa es más confiable que el aliado, y el hermano puede ser enemigo y amigo al mismo tiempo. Os veré de nuevo más allá de las puertas de la noche».
Y tras decir eso, desapareció. Fuera cual fuese la fuerza que mantenía unido su cuerpo se relajó y una cascada impactó contra la superficie del mar y roció de agua salada la cubierta del Gato gris.
Nadie habló. Hasta el normalmente parlanchín Gerrion estaba sin palabras. Mantuvo la mirada lejos de los demás, y Daine se preguntó qué sería Sulatar. El viento empezó a soplar lentamente, hinchó la vela, y el barco empezó a moverse.
Daine caminó lentamente hacia Lei y Través. Lei estaba comprobando los detalles del forjado, estudiando cada juntura. No levantó la vista cuando Daine se acercó.
Un movimiento en el extremo de su campo visual hizo que Daine se detuviera. Se giró hacia el pequeño camarote que había en la parte posterior del bote. De él salió Lakashtar.
—Estaba sumida en una profunda meditación —dijo al advertir la vela empapada y los maltrechos viajeros—. ¿Ha pasado algo en mi ausencia?
Daine la miró, y los demás se encogieron de hombros.
—Ha hecho mal tiempo —dijo.