Oscuridad.

Frío.

Pese a que todo el mundo parecía definido por ese gélido silencio, ella se sentía abstraída de esa frialdad. Era el fundamento de la realidad.

Pasó una eternidad antes de que se diera cuenta de que había más, que podía sentir una superficie dura debajo de ella. Recordó a Lei. Sus amigos. Su vida.

Abrió los ojos.

Después de una era de sombras, la luz era cegadora. Lentamente, sus ojos se ajustaron. Una lámpara mágica colgaba justo encima de ella y los espejos que había en el interior de su carcasa daban a la luz del fuego frío la forma de un rayo concentrado que la iluminaba directamente. Trató de sentarse, pero sus músculos no respondían.

—Sabías que este momento llegaría.

La voz de un hombre. Conocida. Todo aquello era conocido. Haciendo acopio de todas las fuerzas que le quedaban, logró volver los ojos hacia la fuente del sonido.

Era su padre. Talin d’Cannith. De repente, lo recordó, La visión que tuvo al desmayarse en los túneles de Sharn, hacía casi un año. Estaba de regreso en esa misma cámara, tendida en una losa de piedra. Había otras losas a su alrededor. Las formas que había sobre ellas estaban ocultas entre las sombras.

—Después de todo esto, de todo lo que hemos pasado, ¿vas a renunciar a ella?

Era su madre. Aleisa. Lei no podía verla, pero nunca podría olvidar su voz.

—Es la naturaleza, nada más. —La voz de su padre era tranquila—. Hemos hecho todo lo que hemos podido por ella, pero al final es una debilidad del medio. —Se inclinó sobre otra losa, y cuando volvió a erguirse tenía algo en la mano. ¿Una cabeza? ¿Una cabeza de forjado?—. Esto. Así es como se derrota a la muerte.

Su madre entró en su campo visual y golpeó la cabeza que su padre tenía en la mano. Cayó al suelo con un fuerte estruendo.

—¡Maldito seas! Es nuestra hija, no un experimento más.

Talin recogió la cabeza del suelo y volvió a dejarla en la losa.

—Todo es un experimento, amor. Lo sabes tan bien como yo. Sólo que algunos… son más complicados que otros.

—Esto no ha terminado.

Aleisa se volvió y caminó hacia Lei con la mirada fija en ella. Era joven, una mujer que Lei apenas recordaba de su infancia. Era una cara que Lei casi había olvidado, que había sido ocultada por la edad y la tensión, pero ahora era como mirar un espejo.

—Parece que sí. Tienes que estar preparada para la pérdida. Te lo dije al principio.

—No. Tiene las herramientas, pero no sabe cómo utilizarlas.

Ahora también su padre la estaba mirando. Trató de hablar, de preguntar, pero tenía la mandíbula tan inmóvil como si fuera de piedra.

—Es una pena —dijo él—. Tanto futuro, tanto potencial. Panto tiempo pasado enseñándole, pero toda carne debe perecer. Lo sabíamos desde el principio.

—Todavía no —dijo Aleisa, poniendo una mano sobre el pecho de Lei. Su tacto era cálido y pareció expulsar el dolor y el frío—. Ésa es tu batalla, Lei. Tienes todas las armas que necesitas, pero tendrás que luchar, y eso no puedo dártelo yo.

Talin observó, y ella no pudo leer nada en sus ojos.

—No hay más tiempo.

—Lo sé. —La voz de Aleisa era amable pero resignada—. Ahora todo depende de ti, hija. —Las puntas de sus dedos acariciaron la mejilla de Lei. La luz se estaba apagando, y la voz de su madre era poco más que un susurro—. Recuerda que, pase lo que pase, pase lo que pase, siempre te he querido.

La habitación se desvaneció y la dejó entre sombras, pero Lei sintió algo cerca, una barra de luz blanca a pesar de que la luz estaba oculta por la oscuridad que la rodeaba.

El frío empezó a filtrarse por sus extremidades, pero ahora había esperanza. Agarrándose al sonido de la voz de su madre, Lei encontró la fuerza que necesitaba para levantar un brazo, para obligar a su mano a moverse entre las sombras.

Con ella buscó la luz.