Un momento antes, Daine se había preguntado si Hassalac era un gigante. Nada podía estar más lejos de la verdad. El poderoso hechicero era una figura menuda y demacrada. Daine calculó que no debía medir más de dos pies de altura. Su pie estaba cubierta de escamas del color del óxido, y su largo hocico recordaba al de un lagarto o un perro. Tenía la cabeza coronada con dos cortos cuernos negros.

Era un kobold.

Eberron era hogar de muchas y sorprendentes especies humanoides. Sólo Khorvaire poseía más de una docena de culturas humanoides, desde los enanos de los baluartes de Mror hasta los orcos de la marca Sombría. Ogros, medianos, gnomos, trolls… Entre toda esa multitud de criaturas, los kobolds eran probablemente los más patéticos. Eran los humanoides más pequeños y débiles, hasta un duende podía intimidar a un kobold, y si los duendes habían forjado imperios, los kobolds nunca habían pasado de simples tribus. Los kobolds eran cobardes y solitarios por naturaleza, y durante siglos sólo eran vistos cuando tenían el coraje de asaltar a mineros y caravanas de mercaderes. Durante la Ultima guerra, la casa Cannith había reclutado a unas cuantas tribus de kobolds como mano de obra, y Daine había tratado con esas criaturas en algunas ocasiones. Su recuerdo más vivo era su incesante charla y sus voces: agudas y molestas como los ladridos de un pequeño perro.

—¡FUISTEIS VOSOTROS LOS QUE PEGASTEIS A KRYSSH!

La voz de Hassalac no era como el ladrido de un pequeño perro. Sus palabras eran como truenos. Mientras Daine se encogía ante aquel terrible sonido, una oleada de fuerza le golpeó y le arrojó contra la pared de la caverna. Hassalac estaba de sobre el trono, con sus pequeñas manos extendidas ante él, Daine sintió esas manos, multiplicadas por mil, aplastándolo contra la piedra.

—Maestro Hassalac, te ruego que perdones a mi compañero —dijo Lakashtai—. No pretendía herir a nadie y creía que me estaba defendiendo de un peligro.

—HA AMENAZADO A MI FIEL SIRVIENTE Y SU VIDA ES MÍA. ¡HACE DEMASIADO TIEMPO QUE EL OLOR DE LA SANGRE NO LLENA EL AIRE!

La resistencia de Daine era inútil. No podía mover un músculo y a cada momento la presión aumentaba. La voz de Hassalac se convirtió en un monótono e incoherente rugido. Un trueno. Su visión se nubló y el mundo empezó a desvanecerse.

Y de repente, terminó. Cayó al suelo. Jadeó en busca de aire. Tenía el cuerpo dolorido y el más airado herrero estaba utilizando su cabeza como yunque. Lakashtai estaba hablar con Hassalac, pero Daine no podía comprender las palabras a través de esa bruma de dolor. Pero no importaba lo que Lakashtai dijera: le había salvado la vida…, aunque en ese momento la muerte parecía preferible a esos terribles golpes en su cabeza. Vio que Lakashtai había sacado la escama de dragón, que flotaba en el aire hacia el trono del kobold.

—… la compañía de esa rata de medio pelo.

Lentamente, las palabras empezaron a cobrar forma. Por suerte, Hassalac había bajado la voz. Hablaba en un tono grave y resonante en lugar de los habituales ladridos de los kobolds, pero mientras Daine observaba se dio cuenta de que la boca de Hassalac no se movía cuando hablaba. El hechicero llevaba una túnica de terciopelo morado y un aro de oro trenzado alrededor de la garganta. En los extremos de sus torques había cristales de dragón incrustados que latían con una débil luz cuando Hassalac hablaba. Al parecer, a ese hechicero no le importaba demasiado el sonido de su voz.

—Conocimos a Gerrion anoche, maestro Hassalac —dijo Lakashtai—, pero nos ayudó a encontrarte, y su consejo fue crucial en la elección de este regalo.

—¡ES UN LADRÓN Y UN GUSANO GRIS! —rugió Hassalac, y Daine hizo una mueca ante aquel sonido—. Seguro que es otro de tus trucos.

—Cálmate, maestro Hassalac. —Las palabras de Lakashtai eran como agua fría, e incluso el dolor de cabeza empezó a remitir ante el sonido de su voz—. Gerrion nos ha dicho que es un ladrón. De hecho, nos ha dicho que ha robado mercancías para ti más de una vez.

—Quizá…

—Además, si Gerrion estuviera tramando algo contra ti, ¿por qué habría revelado su presencia? No traemos a tu puerta motivaciones ocultas.

El kobold se rascó la barbilla con una zarpa brillante y pasó la otra mano por la escama de dragón que tenía sobre el regazo. En sus dedos brillaban los anillos.

—Muy bien, acepto lo que me cuentas por ahora. ¿Qué buscáis?

—Tu nombre es conocido incluso en Khorvaire y Adar, maestro Hassalac. Tu colección de tesoros es una leyenda.

—Eso ya lo sé. Ve al grano, puesto que mi paciencia se agota.

—Lo único que queremos es permiso para estudiar tus tesoros, Maestro Hassalac, para examinar tu colección y poder conocer de una vez por todas las maravillas que posees.

Finalmente, la boca de Hassalac se abrió para emitir una serie de pequeños ladridos que Daine identificó como la risa de los kobolds. Lakashtai permaneció impertérrita, hasta que las carcajadas del hechicero se apagaron.

—Has tenido la atención —dijo al fin— de traer un regalo con tu petición. El que te antecedió no lo hizo y tuvo suerte de que le dejara ir; pensé en la posibilidad de convertirle en cristal y añadirle a mi colección.

—No tenemos intención de robarte nada…

—Excepto el conocimiento —espetó Hassalac—, y sabes bien que el conocimiento es el mayor tesoro de todos. Mis secretos valen mucho más que la plata o el oro. A cambio de este bonito regalo os permitiré inspeccionar las reliquias que están en exhibición en esta cámara, y os dejaré ir sanos y salvos cuando terminéis, pero nadie entra en mis bodegas.

La voz de Hassalac podía estar generada por medio de la magia, pero transmitía bien la emoción, y la amenaza quedó en el aire. Daine tenía la mano en la espada, pero Lakashtai le miró a los ojos y negó con la cabeza.

—Nos aprovecharemos de tu amable ofrecimiento, señor Hassalac. No tardaremos mucho. Estoy seguro de que deseas recuperar la privacidad.

—Eres más sabia de lo que pensaba. —El kobold la despidió con un gesto—. Ve. Y tú… —Clavó su mirada en Daine y por un momento éste sintió una mano gélida alrededor del corazón—. Vierte otra gota de sangre en mis dominios y tu muerte será lenta.

«Ponte en la fila», pensó Daine.

—De acuerdo.

Hassalac no desperdició más palabras con ellos y centró su atención en la escama de dragón. Daine siguió a Lakashtai hasta la sala principal, donde los esperaba Kess.

—Cuando estéis listos, dispondré una escolta para vuestro regreso a la superficie, Tomaos el tiempo que deseéis, aunque… —dijo, bajando la voz y mirando de soslayo la parte posterior del trono de su maestro— creo que lo más inteligente sería no entretenerse.

Lakashtai pasó poco tiempo examinando los varios tesoros exhibidos en la caverna. Había un puñado de estatuas raídas y una punta de lanza que debió pertenecer a un gigante: era de casi dos pies de longitud y estaba manchada y negra. Dedicó unos cuantos minutos a estudiar un pedazo de cristal del tamaño de la cabeza de Daine. Se negó a hablar y a responder a las preguntas de Daine, pero a los quince minutos llamó a Kess y pidió que los acompañaran a la salida.

Como antes, uno de los guardianes lagarto los guió por el laberinto de túneles. Daine traté de ver si podía recordar el camino de la salida, pero los pasajes no paraban de bifurcarse y rápidamente perdió sus puntos de referencia.

—Bueno, ha valido la pena —le dijo a Lakashtai—. Después de todo, sólo hemos matado a un sacerdote y hemos robado un templo, ¿y qué hemos conseguido a cambio? Salir sanos y salvos. Sean loados los Soberanos.

Lakashtai no dijo nada, pero Daine había pasado suficiente tiempo con ella para advertir su débil sonrisa.

—¿Qué? ¿No estás decepcionada?

—Cállate —dijo, aunque su tono era amable—. Deberías estar agradecido con el maestro Hassalac por perdonarte la paliza que le diste a su guardián. Conocerle fue un honor suficiente para el precio que hemos pagado.

—Ya.

Finalmente, llegaron a la puerta de sombras.

—Salid —gruñó el guardián.

Daine se volvió hacia Lakashtai.

—Muy bien. Hay muchas posibilidades de que tus amigos nos estén esperando ahí fuera.

—Así es.

—Siempre apareces de la nada… ¿Es un truco kalashtar?

—Es una disciplina que he aprendido, sí. Puedo nublar las percepciones de los demás para que no adviertan mi presencia, pero no puedo extender este escudo para protegerte.

—No te preocupes —dijo Daine—. Se supone que me están buscando a mí, de modo que cabe esperar que tú no les importes lo más mínimo. Pero quiero salir el primero. Haz… eso que dices que haces. Aléjate de la puerta. Cuenta hasta diez lentamente y después empieza a gritar todo lo que den los pulmones.

—¿Gritar?

Era difícil imaginar a la serena kalashtar presa del pánico, pero Daine no quería discutir.

—Sí, gritar. Que hay un asesinato, una pelea, un ladrón, lo que sea, para que la gente se acerque. Se fijarán en mí, créeme. En cuanto haya suficiente gente alrededor, nos escabullimos y nos vamos juntos al Gato del barco. Esto no es un asesinato; me quieren vivo. Mientras haya gente alrededor, no me cogerán.

—Como quieras.

Lakashtai hizo una ligera reverencia a su escolta reptiliana. Se adentró en las sombras y desapareció de la vista.

Daine sonrió al guardia.

—Gracias. Has sido de mucha ayuda. Déjame ver si tengo algo para ti… —Buscó en su bolsa de cuero y sacó un par de monedas de cobre—. Toma —dijo, lanzándoselas al guardia.

La criatura soltó una mano de su alabarda para coger las monedas, pero Daine las había lanzado muy bajas a propósito, y las monedas cayeron al suelo. El guardia se encorvó para recogerlas.

Y Daine atacó.

Golpeó a la criatura con toda la fuerza que pudo reunir. El hombre lagarto era mucho más fuerte que Daine, pero éste le sorprendió totalmente desequilibrado. Cayó al suelo de espaldas y los dos cruzaron juntos la puerta.

El momento de transición fue desagradable, pero Daine mantuvo su presa con una adusta determinación. Al cabo de un instante, volvía a estar en Linde tormentoso y el sol brillaba sobre ellos. El guardia estaba tendido en el suelo y, cerca, una mujer gritaba.

Por suerte para Daine, el guardia había dejado caer su alabarda en la confusión, pero la criatura tenía garras y fauces que podían partir huesos. Se puso en pie con un rugido. Daine se agachó bajo su rápido ataque, pero el segundo le dio en las costillas. Su camisa de malla detuvo una parte importante del efecto, pero le dolía el costado, donde las garras le habían dejado unos surcos ensangrentados. Siguió esquivando y haciendo zigzags, saltando para evitar los golpes de la criatura y trazando lentamente un círculo a su alrededor. Finalmente, volvió a estar en una posición favorable. Se inclinó contra el pilar de mármol, fingiendo estar exhausto y sin energía, algo que no le requirió demasiado esfuerzo. Percibiendo su victoria, la bestia atacó rugiendo de triunfo.

Daine se apartó de su camino y dejó tras de sí la puerta de sombras.

La criatura corría demasiado de prisa para parar y desapareció en la oscuridad. En el momento en que hubo desaparecido, Daine saltó de la plataforma de piedra y se mezcló entre la muchedumbre que se había reunido para ver la pelea, y se dirigió hacia el lugar en el que había oído a Lakashtai. Si había riedranos por allí, la muchedumbre los mantuvo a raya. Daine encontró a Lakashtai con Gerrion, y cogió a éste de un brazo.

—Vámonos. Gerrion, de vuelta al Gato del barco. Y sólo por calles principales.

Tras ellos se oyó un rugido cuando la airada criatura volvió a salir por la puerta. Daine no miró atrás mientras corrían calle abajo.

—Hassalac ha dicho que nada de sangre —le susurró a Lakashtai—. No ha dicho nada de moratones.

Lei y Través estaban jugando al atardecer en el comedor cuando llegaron. Través estaba totalmente restablecido, y Lei incluso le había limpiado las placas de mitral. Se puso en pie cuando entró Daine.

—¿Hay problemas?

Daine se encogió de hombros.

—Para mí, lo único que hemos hecho hoy es hacernos enemigos.

—En absoluto —dijo Lakashtai—. Hemos conseguido exactamente lo que pretendía.

Daine frunció el entrecejo.

—¿Qué? Hassalac nos echó de su cueva.

—Por supuesto.

—¿Entonces?

—Ahora —dijo Lakashtai con una sonrisa— podemos entrar ten su bodega.