El guardia reptiliano los guió por un laberinto de retorcidos pasajes. Aunque las cavernas parecían ser naturales, Daine advirtió varios lugares en los que la piedra había sido alisada o donde parecía que se había ensanchado un túnel. Había antorchas metidas directamente en los agujeros de la piedra, y Daine sintió el calor de las llamas; pero a medida que los túneles descendían más y más pensó que sólo podían estar prendidas gracias a la magia. Los únicos sonidos que se oían eran el de los talones de la bestia contra la piedra y el trabajoso siseo de su respiración.

—¿Qué le pasa a esta ciudad con los dragones? —le susurró Daine a Lakashtai—. Creía que Sakhesh estaba obsesionado con esa pequeña colección de cáscaras de huevo, pero al menos no vivía en una cueva.

—¿Has visto alguna vez un dragón?

—¿Alguna vez lo ha hecho alguien?

—No he visto uno con mis propios ojos, pero tengo los recuerdos de quienes sí lo hicieron. Es fácil comprender por qué la gente como Sakhesh los considera divinos. Un dragón… tiene un aire de majestuosidad que no he visto en ninguna otra criatura mortal.

—Excepto yo.

Lei habría puesto los ojos en blanco al oír ese comentario, pero Lakashtai ni siquiera dio muestras de haberlo oído.

—Mucho antes de que la civilización humana surgiera en Sarlona, Xen’drik era el reino de los gigantes. En los albores de la nueva civilización, los gigantes aprendieron el arte de la magia de los dragones de Argonnessen, y con ese conocimiento crearon maravillas que no podrías imaginarte.

—Si esos dragones son tan geniales, ¿por qué no nos han enseñado sus secretos mágicos?

Lakashtai negó con la cabeza. Como siempre, el movimiento fue mínimo, y sin embargo, Daine sintió su profunda decepción, como si hubiera soltado un enorme suspiro.

—¿Dónde están los gigantes hoy? El poder sin sabiduría puede ser algo terrible. Los gigantes desataron enormes fuerzas para poner punto final a su guerra con los espíritus de Dal Quor. Trastocaron la alineación de los planos exteriores, el orden fundamental de la propia realidad. Acabaron con la guerra, sin duda, pero devastaron la tierra, y puede ser que todavía estemos sufriendo las consecuencias de su temeraria acción.

—Con todo, ganaron a esas criaturas de las pesadillas.

—Quizá, pero ése es el peligro de luchar contra inmortales. Los quori siguen existiendo, aunque hayan sido expulsados a la oscuridad exterior de la realidad. Los imperios de los gigantes sólo son recuerdos.

Daine pensó en esto último.

—Creía que estábamos hablando de dragones.

—Los gigantes no cayeron ante los horrores de Dal Quor, pero fue el principio del fin. Los elfos habían sido durante mucho tiempo esclavos de los gigantes, y tras la incursión de los quori muchos de los esclavos se alzaron en una revuelta.

—¿Y los dragones?

Lakashtai le miró de soslayo.

—No tienes paciencia. Todas las cosas a su tiempo. Los elfos volvieron lentamente la marea contra sus antiguos amos, y quedó claro que la civilización de los gigantes no sobreviviría. Con su orgullo, los mayores magos entre los gigantes decidieron desatar contra Eberron los mismos poderes que habían utilizado contra Dal Quor. Las consecuencias de esas acciones… son imposibles de describir. El mundo podría haber sido arrasado, y lo habría sido de no ser por los dragones de Argonnessen.

—Por fin. De modo que los dragones vencieron a los gigantes.

—Por decirlo así. Los detalles son casi totalmente desconocidos, incluso para los ancianos kalashtar. Los ancestros de los elfos de Aerenal habían huido antes de que sucediera el desastre. Los dragones barrieron toda la tierra y lo único que puede decirse a ciencia cierta es que cuando se marcharon la civilización de los gigantes había quedado reducida a cenizas y ruinas. A día de hoy, los gigantes son en gran medida salvajes, o al menos no más sofisticados que tu pueblo.

—Gracias —dijo Daine.

—Muchos miran a ese poder, la fuerza que arrasó una de las mayores civilizaciones de la historia de Eberron, y lo reclaman para sí. Muchos creen que esos secretos están ocultos aquí, en Xen’drik.

—Incluyendo…

Daine se detuvo de repente, distraído por otro grupo que se acercaba por el túnel en dirección contraria. Los desconocidos también iban acompañados por un guardia reptiliano, y Daine sólo pudo vislumbrar el dobladillo plateado de una capa que revoloteaba al moverse quien la llevaba.

Fue suficiente. Daine cogió a Lakashtai por un hombro y la hizo retroceder. Tenía la espada en la mano.

—Qué sorpresa tan inesperada. —La voz suave era demasiado familiar.

El hombre lagarto se colocó a un lado del túnel para que los dos grupos pudieran acercarse. Allí, a diez pies de distancia, estaba el hombre riedrano que la noche anterior había atacado a Daine con la espada de cristal.

—Deja la espada, Daine. —La voz de Lakashtai era firme—. Éste no es lugar para luchar y él lo sabe.

De hecho, el riedrano no había desenvainado. Tenía la capucha y el velo bajados, y sus rasgos estaban elegantemente cincelados y eran algo ligeramente afeminados. Llevaba el pelo oscuro echado para atrás y recogido en una sola trenza. A la parpadeante luz del túnel parecía tener mechas azul oscuro entre los mechones negros.

—Por supuesto. El maestro Hassalac no aprueba a los que derraman sangre en su mansión. —Le sonrió a Daine, que tenía la incómoda sensación de que tanto el riedrano como Hassalac conocían su inoportuna lucha con el guardián.

Daine envainó lentamente la espada en la funda de cuero sin quitarle el ojo al desconocido.

—¿Qué te trae por aquí? —La voz de Lakashtai tenía el tono más cordial que Daine le había oído jamás. Podía parecer que estaban compartiendo una cena entre amigos.

—¡Oh!, lo mismo que a ti, imagino —dijo el hombre—. He oído hablar mucho de la colección del maestro Hassalac y tenía la esperanza de que pudiera verla con mis propios ojos. —Escudriñó a Lakashtai, y su mirada se detuvo en el saco que contenía la escama de dragón—. Quizá tú tengas mejor suerte.

—Quizá sí. Pero no debemos hacer esperar a nuestro anfitrión.

El riedrano asintió ligeramente.

—Por favor, no quería entreteneros, Estoy seguro de que volveremos a vernos pronto.

Le dio un golpecito en la espalda a su guardián y pasaron apretándose contra la pared, junto a Daine y Lakashtai. Daine tenía la mano en la empuñadura de la daga y sintió el fuerte deseo de desenvainar y atacar cuando su enemigo pasó junto a él. En aquel espacio cerrado, era imposible fallar. Pero un error sería suficiente. Mantuvo la espalda contra el muro y observó cómo el riedrano se alejaba túnel abajo. No volvió la cabeza en ningún momento.

Una vez que lo hubieron perdido de vista, Lakashtai asintió mirando a su guardián, y volvieron a emprender la marcha.

—No me gusta —dijo Daine—. Si tenemos que salir por donde hemos llegado estoy seguro de que nos prepararán una emboscada.

—Quizá.

—¿Quizá? ¡Aquí no hay ningún quizá! ¿Recuerdas anoche? ¿Nuestra conversación sobre llevárseme a mí vivo y matar a los demás?

—Entonces, todavía tenía su arma, y no conoce mi estado. —Se volvió para mirarle, y para sorpresa de Daine, sonrió—. Además, tú naciste para ser guardaespaldas, ¿no es así? Estoy segura de que pensarás algo.

—No entrar en edificios con una sola salida sería un buen comienzo —gruñó Daine.

—Hassalac Chaar. —La voz del guardia reptiliano era áspera y ruidosa, y resonó por todo el pasaje. Daine tardó un momento en darse cuenta de las palabras ocultas bajo aquella aspereza.

El túnel daba paso a una gran caverna. Daine se quedó mirando, boquiabierto. Ahí estaba el lujo que había esperado ver en la entrada. Alfombras de hilo ilusorio zil por todo el suelo, cada una de ellas con dibujos cambiantes en todos los colores de la luz y la oscuridad. A la izquierda de Daine, el vino oscuro manaba por los distintos pisos de una fuente de plata, y había blandos cojines esparcidos por el suelo junto a sofás bajos, cuya forma era propia de la artesanía elfa. A la derecha de Daine había una estatua de oro de un dragón acurrucado, de al menos doce pies de altura. «Como éste cobre vida, me pongo a correr», pensó Daine.

Pero pese a todos estos detalles elegantes, seguía siendo una cueva. Del suelo salían estalagmitas pulidas como cristales o esmaltadas en oro o plata, pero Daine sentía igualmente la dura piedra bajo sus pies.

Media docena de hombres lagarto, con escamas negras, hacían guardia en los extremos de la sala, blandiendo alabardas. En el centro de la estancia, había un joven que casi brillaba de salud y belleza perfecta. Su jubón de seda y sus pantalones eran de color óxido, y sus guantes y botas eran de cuero bien encerado. Al menos una docena de granates brillaban a la luz de las antorchas, parpadeando desde el cuello, el cinturón y los puños. Muy a su pesar, Daine estaba impresionado: aquel hombre no podía tener más de dieciocho años, y concitar ese respeto y disponer de esos recursos a esa edad tan temprana no era una hazaña menor, aunque decidiera vivir en una cueva.

—Saludos, señor Hassalac —dijo él, inclinando la cabeza educadamente—. Gracias por recibirnos.

Un coro de gruñidos pasó entre los guardianes lagartos. El hombre sonrió revelando unos dientes perfectos.

—Me temo que te equivocas. Yo soy Kess. Tengo el honor de estar al mando del séquito del maestro Hassalac.

Daine miró de soslayo a Lakashtai y el brillo en los ojos de ésta le dijo que sabía que así era desde el principio. Maldijo a todos los kalashtar distraídos.

—Por supuesto —dijo, sin saber exactamente por qué—. Ése era el mensaje que quería que le transmitieras a tu maestro de nuestra parte.

—Puedes decírselo tú mismo si así lo deseas. Sólo estoy aquí para daros algunas advertencias. No interrumpáis al maestro cuando hable. No os acerquéis a menos de cinco pies de su trono. No tratéis de usar la magia ni… —dijo, e hizo una pausa para mirar a Lakashtai— otras habilidades en su presencia. No blandáis ninguna arma. De hecho, podéis dejarlas aquí.

—De acuerdo —dijo Daine.

—Muy bien, permitidme ser claro: estas advertencias son por vuestro propio bien y clave para vuestra supervivencia El maestro Hassalac puede mataros con una palabra si así lo desea, pero estas precauciones han sido ya tejidas en la piedra, y si las violáis, las consecuencias serán instantáneas y severas.

—¿Podemos verle ya? No quisiera ofender, pero me llevaré una alegría cuando terminemos esta conversación.

El guía miró a Lakashtai, que asintió. Se volvió y, al hacerlo, los patrones del hilo ilusorio cambiaron: nació un río con un estallido que recorrió todo el centro de la sala. Kess caminó sobre un puente brillante y los guió hacia el interior de la cabina. Pasaron ante otros raros lujos: una gorgona en cuyas escamas de hierro y cuernos de toro refulgía la luz del fuego; un trío de estatuas de granito blanco, cada una de ellas de la medida de un duende y con los rasgos erosionados por la acción del tiempo y el clima, hasta tal punto que era imposible conocer la intención del artista.

Finalmente, llegaron a un obelisco de mármol rojo pulido, de unos quince pies de altura Tenía grabada una imagen del sol en el dorso, con un dragón acurrucado en el interior del disco. Kess se puso de rodillas ante el monumento.

—¡Maestro Hassalac! Traigo a dos más ante ti.

—¿QUIÉN QUIERE VER A HASSALAC?

Daine sintió la voz en sus huesos. Profundo y poderoso, el estruendo grave pareció agitar el suelo. Daine se dio cuenta de que la voz procedía del otro fado del obelisco, que la piedra era probablemente la parte posterior de un gran trono. Las historias de gigantes de Lakashtai cruzaron su mente.

—Soy Lakashtai de los kalashtar. —Tras aquella atronadora proclamación, la voz de Lakashtai era poco más que un susurro, pero como siempre, aunque habló en voz no muy alta, sus palabras fueron claras y duras como el cristal—. Vengo con mi compañero Daine de Cyre, con la esperanza de que nos honrarás con tus palabras.

—ME HACÉIS PERDER EL TIEMPO. DEBERÍA ESTAR CONTEMPLANDO MISTERIOS QUE VOSOTROS NO COMPRENDERÍAIS.

—Soy consciente de ello, maestro Hassalac. Te hemos traído un regalo para mostrarte nuestro agradecimiento por tus favores y con la esperanza de que tendrás en cuenta y honrarás nuestra petición.

—MOSTRAD VUESTRO REGALO.

Lakashtai sacó el cofre metálico de la bolsa en la que lo llevaba. Levantó la tapa y mostró la escama de dragón que había en su interior. Daine no la había visto, y al mirarla comprendió por qué Sakhesh la consideraba un trozo de un dios. No era cuero normal: brillaba, como si la escama fuera un pedazo de cristal azul y una llama ardiera al otro lado. Daine no conocía las artes de la magia, pero cuando Lakashtai abrió el cofre sintió la energía que emanaba de la escama.

Al parecer Hassalac también la sintió.

—ACERCAOS.

Se abrió un camino de fuego que rodeaba por la derecha el obelisco. Daine se dio cuenta de que estaba a cinco pies de la piedra y decidió no poner a prueba las advertencias de Kess. Dejó que esa vez fuera Lakashtai quien tomara la iniciativa, ya había cometido demasiados errores vergonzantes. Siguiendo a Lakashtai, caminó a distancia del gran trono hasta llegar frente a Hassalac Chaar, el Príncipe de los Dragones, el hechicero más poderoso de Linde tormentoso.

Casi se ahoga al reprimir las carcajadas.