—¡Kurveva! —gritaba el mercader duende con los ojos lascivos y los dientes picados al ofrecer sus mercancías—. ¡Una buena piel de kurveva para calentar la noche más oscura!
La calle era una avalancha de color y ruido girando alrededor de Través y Lei. Al trazar su ruta de regreso al Gato del barco, Gerrion había decidido que pasaran por calles muy frecuentadas, pues creía que los riedranos evitarían luchar en un lugar público. Pese a estar muy dañado, Través deseó haber tomado una ruta más tranquila: un puñado de asesinos parecía preferible a ese gentío.
—¡Gurk’ash! Carne y leche gurk’ash, ¡un lujo indispensable para todo viajero!
—¿Un peine para la dama? Ese precioso pelo tiene que tratarse con esmero.
Través se colocó ante este último mercader, un enano con el pelo gris sucio y una barba irregular. Apestaba a sudor y cerveza. Vendedor de peines o no, Través sospechó que, por sus conocimientos de higiene, lo que pretendía en realidad era robarles.
Al apartar al enano a un lado, Través reconoció la estupidez de esa acción. Lei había demostrado ser muy capaz de entreuntarse a los cortabolsas de Sharn. En su estado, si había que pelear sería mejor que Lei se encargara de ello. Aunque sus poderes mágicos le habían devuelto la conciencia, Través seguía estando malherido: el combate era del todo desaconsejable.
El dolor era una sensación conocida por Través. Pero no así la vergüenza.
La sensación de malestar físico era muy distinta en forjados y humanos. Través era consciente del daño que había sufrido. Del mismo modo que percibía la piedra cuando tocaba un muro, sintió las zarpas que le desgarraron. Después de la sorpresa del golpe inicial, el dolor persistió como un recordatorio constante de su estado. Era, simplemente, parte de la manera en que percibía el mundo. Podía sentir cada tendón hecho de raíz que había en su cuerpo. Sabía que seis de las cuerdas de su cintura habían sido cortadas y que cuatro más estaban seriamente dañadas. Había una gran hendidura en la placa de mitral de la parte superior izquierda de su torso, y la reserva alquímica que tenía debajo había sufrido un daño leve. No podía rehuir ese conocimiento: aunque fuera completamente reparado, sentiría el más pequeño de los cambios en sus ligamentos con cada movimiento, el equilibrio constante de los fluidos autorreponedores que mantenían flexibles sus componentes orgánicos. Para un humano, sería como percibir cada segundo el proceso de envejecimiento, ser constantemente consciente de la voz cada vez más alta del hambre y la sed, sentir incluso el menor tacto de la podredumbre y el cáncer al reclamar ese cuerpo; pero esas cosas no preocupaban a Través. Eso era parte de su existencia y siempre lo había sido.
Si bien Lei podía reparar el cuerpo de Través, su orgullo era ya otra cosa. La vida de Través hasta entonces había sido definida por su capacidad para llevar a cabo la tarea de proteger a sus aliados. Aquélla no era la primera vez en que había resultado seriamente herido, pero le parecía que había fallado en muchos aspectos. Primero estaba la frustración de la enfermedad que había caído sobre Daine. Través podía enfrentarse a cualquier enemigo en el campo de batalla, pero la idea de un enemigo en sueños… Través no podía siquiera dormir, no digamos ya soñar. Su incapacidad de ayudar a Daine le había estado reconcomiendo durante la última semana, era mucho peor que cualquier daño físico, y ahora le había fallado de nuevo. Él era un explorador, y había luchado contra comandos de Valenar en los bosques de Cyre, pero la noche anterior los asesinos riedranos le habían sorprendido y había caído presa del ataque psíquico que Daine había sido capaz de resistir. Ahora casi había sido aniquilado por otra criatura de magia y metal.
¿Le pasaba algo o se debía a la falta de acción? ¿La vida relativamente pacífica de los seis meses anteriores había adormilado su talento?
—¿Estás bien?
La voz de Lei sacó a Través de sus ensoñaciones.
—Sí, Lei —dijo—. Discúlpame. Las heridas me tienen distraído.
—Lamento haberte dejado así —dijo ella, sin mirarle a los ojos. Través podía percibir su indignación—. Todavía tenemos todo el día por delante…, ya sabes. —Apartó la mirada.
—Claro —respondió él—. No te avergüences. Tienes que conservar tus energías mágicas, y tú talento con la mano y las herramientas bastarán para esto. Tengo fe en tu capacidad: dentro de poco llegaremos a la posada y ahí podrás empezar con el trabajo.
Ella sonrió y, por un momento, Través no sintió el dolor.
Pese a su distracción, Través todavía era capaz de identificar una amenaza. Un hombre alto —no tanto como para tener sangre de ogro en las venas, pero con un cuerpo cargado de grasa y músculo— se acercaba a ellos con decisión. Llevaba una camisa de malla oxidada bajo un tabardo gris manchado. Sostenía en la mano una alabarda y una porra cubierta de cuero en el cinturón. «Guardia o vigilante», concluyó Través. Con cierta diversión, vio también a una figura más pequeña trotando al lado del hombretón, un desaliñado mediano que llevaba una versión en miniatura del mismo uniforme y una alabarda que Través podría haber utilizado como bastón.
—¿Qué tal, orasca?
Fue el mediano el que habló, con una voz nasal. Su piel era notablemente oscura, mientras que sus ojos parecían una sombra pálida de azul. Llevaba la capucha puesta, pero mientras hablaba, Través pudo ver bien su cara y se dio cuenta de que al mediano le faltaba la oreja izquierda. Una cicatriz cubría la parte posterior de su cabeza, lo que parecía el resultado de una herida grave. Través se preguntó si había luchado en la Ultima guerra y, en ese caso, qué le había llevado a abandonar las Cinco naciones e instalarse allí.
Lei tomó la iniciativa.
—Lo siento, ¿hay algún problema?
—Siempre hay problemas en Linde tormentoso —respondió el hombrecillo, escrudriñándola detenidamente—. Tu forjado parece haber tenido algo que ver en uno de ellos.
—Lo dudo —respondió Lei— se lo compré al herrero de ahí abajo, el que tiene el barril negro en la puerta. No creo que tenga ni un mes, así que no creo que pueda haber causado ningún problema.
—¿Es eso así, hombre de hojalata? —El mediano toqueteó sus cuerdas rotas con su alabarda, con lo que provocó nuevas señales de dolor en la esencia de Través, que se limitó a asentir.
—Muy bien. —El guardia volvió a examinar a Través—. Vender un trasto a los visitantes de nuestra hermosa ciudad es un crimen, eso es lo que es. No puedo permitirlo, señora.
—Estoy muy satisfecha…
—No te lo he preguntado —dijo el mediano de una manera cortante, volviendo la punta de la alabarda hacia Lei.
El hombre más alto soltó una risotada.
En el momento en que el hombrecillo volvió la alabarda hacia Lei, Través se puso a considerar posibles acciones, sopesando las ventajas y las desventajas de un golpe directo, de derribar al hombrecillo o desarmarlo, pero se trataba de guardias. Lei y él habían cometido un robo. Pelear además con la Guardia…
—Yo diría que lo más seguro para ti sería que nos dieras tu oro y tus efectos personales, señora —prosiguió el mediano—. Eso evitaría que hicieras más compras estúpidas en el futuro.
Lei y Través intercambiaron miradas. Lei no llevaba mucho dinero encima, pero su bolsa encantada era de un valor incalculable, y su bastón, insustituible.
—Guardia de Linde tormentoso, ¿eh? —espetó el mediano al ver sus dudas—. Cuando la Guardia pide, tú das.
Través vio que Lei no iba a ceder ante esos dos. Se había acostumbrado a su temperamento, y si iba a luchar, él estaría a su lado. Soltó la cadena de su mayal, dispuesto a atacar…
Y los guardias cayeron al suelo.
La mente de Través tardó un momento en comprender lo que había pasado. Una figura ágil se alzaba sobre los guardias caídos envuelta en un pedazo de arpillera maltrecha y una capa gris manchada. Tenía la cabeza escondida bajo una honda capucha y un pañuelo apolillado. Través no había visto cómo se acercaba: debió de surgir de detrás del hombre corpulento. Una sola patada para el mediano, un rápido puñetazo en un lugar sensible para el grandote… Ambos estaban tendidos sobre los adoquines embarrados, inconsciente.
Lei se limitó a quedarse mirando a la recién llegada. Tenía la punta del bastón baja y estudió a la desconocida con atención.
—Sobrevivirán.
Través sólo reconoció la voz, porque últimamente no se la quitaba de la cabeza. Era más suave, más… humana. De no haber tenido todavía en mente las conversaciones que habían mantenido antes, nunca habría pensado en que esa mujer fuera una forjada.
—¿Qué quieres? —dijo Lei.
—Supongo que pedir gratitud sería demasiado. Sólo quería evitar que tu compañero tuviera que pelear en su estado actual.
—Así que has atacado a los guardias —dijo Lei.
—Como ibas a hacer tú —respondió tranquilamente la desconocida—. No te preocupes por las consecuencias. Los guardias de esta ciudad son poco mejores que los bandidos, y encontrarán objetivos más fáciles.
Escudriñando a la gente que los rodeaba, Través pensó que lo más probable era que las víctimas de un robo fueran los guardias. Las caras de los que pasaban por allí eran frías y duras, y un niño desaliñado con el pelo negro y salvaje escupió al mediano y se rió.
—De todos modos —prosiguió la desconocida—, supongo que debemos separarnos aquí. —Hizo una reverencia a Través—. Lamento verte así, hermano, pero supongo que es el precio de tu servicio. Una pared muy fuerte, sin duda: y sin embargo, la primera en ser sacrificada, parece.
—¿Hermano? —dijo Lei. Pero la mujer ya había desaparecido, engullida por la muchedumbre. Lei miró a Través—. ¿Me puedes explicar qué pasa aquí?
—No —respondió Través, pero las palabras seguían en su mente, como un eco de la conversación en los muelles de la noche anterior. ¿Tenía razón? ¿Era él sólo una herramienta, un escudo? ¿Los estaba ella siguiendo? ¿Por qué deseaba él volver a verla en una batalla para poner a prueba sus límites frente a los de él?
—Entonces, larguémonos de aquí —dijo Lei, dedicando una mirada incómoda a la creciente muchedumbre—. Quiero repararte bien antes de que llegue un nuevo desastre.
Través asintió y se abrieron camino entre la gente. El forjado oyó cómo la muchedumbre se cerraba alrededor de los guardias caídos.
No miró atrás.